Por su aspecto y estilo, algunos decían que Sophie no parecía enfermera. Nunca había tenido claro si era un cumplido o un insulto. Tenía el pelo largo y moreno y un par de ojos verdes que a veces daban la impresión de que estaba punto de echarse a reír. Pero no era así, eran solo sus rasgos, como si la sonrisa de los ojos fuera algo innato. Las escaleras chirriaban bajo sus pies. La casa —un pequeño chalé de color amarillo del año 1911, con travesaños encima de las ventanas, suelos de madera antigua brillantes y un jardín que podía haber sido más grande— era su hogar en la tierra, se había dado cuenta de ello la primera vez que vio el chalé. La ventana de la cocina estaba abierta y fuera hacía una tarde primaveral sin viento. El olor que entraba por la ventana era más de verano que de primavera. En realidad, el verano no comenzaría hasta pasadas unas semanas, pero el calor había llegado pronto y no había querido marcharse.
Ahora estaba ahí, envolviéndolo todo con un aire pesado y tranquilo. Ella agradecía que luciera ese tiempo, lo necesitaba, disfrutaba de la sensación de poder abrir las ventanas y las puertas, de poder moverse libremente entre el exterior y el interior. Se oyó el ruido de un ciclomotor en la distancia, el tordo cantaba desde un árbol; también cantaban otros pájaros, pero ella no conocía sus nombres. Sophie sacó la vajilla y puso la mesa para dos con los mejores platos, los cubiertos más bonitos y las copas más bellas. Trataba de evitar la rutina siempre que podía. Sabía que cenaría sola, ya que Albert únicamente comía cuando tenía hambre, lo cual raras veces coincidía con los horarios de ella. Llegó el ruido de sus pasos desde las escaleras, playeras rápidas sobre madera de roble, pasos un poco demasiado duros, demasiado pesados; a Albert le daba igual el ruido que provocaba. Ella le sonrió cuando entró en la cocina, él le devolvió una sonrisa de niño, abrió el frigorífico de par en par y se quedó demasiado tiempo contemplando el interior.
—Cierra el frigo, Albert. —Albert se quedó inmóvil. Sophie comenzó a comer, hojeando una revista sin demasiado interés. Levantó la mirada, repitió la misma frase, esta vez con tono irritado.
—No puedo moverme… —suspiró Albert de manera teatral. Sophie soltó una risita, no tanto por su humor seco como por el hecho de que Albert era divertido, lo cual la llenaba de alegría…, de orgullo tal vez
—¿Hoy qué has hecho? —preguntó. Vio que estaba a punto de reírse. Ella conocía su forma de ser, Albert siempre se reía de sus propios chistes. Albert sacó una botella de agua con gas del frigorífico, cerró la puerta de golpe y dio un salto para sentarse sobre la encimera. El gas salió con un ruido sibilante cuando abrió la botella.
—Todos están dementes —dijo tomando un sorbo. Albert comenzó a contarle su día, en pequeños fragmentos según aparecían en su cabeza. Ella escuchaba con placer mientras él tomaba el pelo a profesores y otras personas. Se veía que disfrutaba con su propio humor, y de repente había terminado. Sophie nunca podía prever cuándo iba a ocurrir, él se callaría sin más, como si se hubiera cansado de sí mismo y de sus chistes. Y ella quería agarrarlo con la mano, pedirle que se quedara, que continuara siendo divertido, humano, amable y malvado al mismo tiempo. Pero eso no funcionaba. Lo había intentado en otras ocasiones y siempre salía mal, así que le dejó marcharse. Salió a la entrada.
Hubo un rato de silencio, tal vez estuviera cambiándose de zapatos.
—Me debes mil—.
—¿Por?
—La chacha ha venido hoy.
—No se dice «chacha»—. Oyó el ruido de la cremallera de la cazadora. —¿Y qué se dice entonces? —preguntó. Ella no lo sabía. Él ya estaba saliendo por la puerta.
—Besitos, mami—. De repente, el tono de voz era cariñoso. La puerta se cerró, ella pudo oír sus pasos sobre el camino de grava que pasaba por delante de la ventana abierta.
—¡Llámame si vas a llegar tarde! —le gritó. Sophie continuó como de costumbre. Quitó la mesa, puso todo en orden, estuvo viendo la tele, llamó a una amiga y habló de nada en particular; pasó la noche. Se fue a la cama, intentó leer el libro que tenía en la mesilla, que trataba sobre una mujer que había encontrado el sentido de la vida ayudando a niños abandonados de Bucarest. El libro era aburrido; la protagonista, pretenciosa; Sophie no tenía nada en común con ella. Cerró el libro y volvió a dormirse sola, como de costumbre.
Ocho horas después eran las seis y cuarto de la mañana. Sophie se levantó, se arregló, limpió el cristal del espejo del baño, que revelaba palabras cuando se llenaba de vaho: «Albert», «AIK» y un montón de cosas ilegibles que él solía escribir con el dedo índice mientras se lavaba los dientes. Le había dicho que dejara de hacerlo. Sin embargo, él no le hacía mucho caso, y eso le parecía reconfortante de alguna manera. Se preparó y tomó un desayuno ligero de pie mientras leía la primera página del periódico. En breve tendría que irse al trabajo. Llamó a Albert tres veces, para avisarle de que tenía que levantarse, y un cuarto de hora más tarde ya estaba sobre su bicicleta, dejando que la templada brisa matinal la fuera despertando.
* * *
Lo llamaban Jeans. Creían de verdad que se llamaba así. Se habían reído, señalando sus pantalones. «¡Jeans!». Pero se llamaba Jens y estaba sentado junto a una mesa en medio de la selva de Paraguay con tres rusos. El jefe se llamaba Dimitri, un tipo flacucho de unos treinta años con cara de niño; un niño cuyos padres serían primos. Sus compinches, Gosha y Vitali, tenían la misma edad; sus padres podrían haber sido hermanos. Se reían constantemente sin mostrar alegría, tenían los ojos muy separados y las bocas medio abiertas, daban la impresión de que no terminaban de entender nada de nada. Dimitri mezcló dry martini en un bidón de plástico. Metió aceitunas y agitó el bidón, lo echó en unas tazas de café que había pasado por agua, se pringó las manos y propuso un brindis en ruso. Sus amigos chillaron, todos bebieron del dry martini, que tenía un ligero sabor a gasóleo. A Jens toda la pandilla le caía mal. Eran repugnantes, deshonestos, maleducados, nerviosos… Trataba de no mostrar su aversión, pero era imposible; siempre se le había dado mal ocultar sus sentimientos.
—Echemos un vistazo a la mercancía— dijo. Los rusos se excitaron como niños en el día de Reyes. Jens salió del cobertizo y se dirigió al todoterreno, que estaba aparcado en un patio polvoriento y mal iluminado.
Desconocía la razón por la que los rusos se habían molestado en viajar hasta Paraguay para ver la mercancía. En condiciones normales, alguien le hacía un pedido, él entregaba y cobraba; nunca quedaba con el cliente. Pero estos eran diferentes, como si todo el asunto de comprar armas fuera muy importante, algo divertido, una aventura en sí misma. No sabía a qué se dedicaban, tampoco quería saberlo. Daba igual, estaban allí para ver sus cacharros, probar las armas, meterse unas rayas de cocaína, follarse a unas putas y entregarle el segundo pago de una tanda de tres. Se había llevado un MP7 y un Steyr AUG. El resto de las armas estaban guardadas en un almacén del puerto de Ciudad del Este, esperando la partida. Los rusos cogieron las armas y comenzaron a dispararse los unos a los otros sin apretar el gatillo. Hands up… Hands up! Aullaron de risa, moviéndose con torpeza. Dimitri tenía una mancha blanca de coca en la barba.
Gosha y Vitali comenzaron a pelearse por el MP7, tiraron del arma con todas sus fuerzas, se dieron unos fuertes puñetazos en la cabeza. Dimitri los separó y sacó el bidón de dry martini. Jens los observó desde la distancia, a esta peña se le iría la olla y los paraguayos volverían con putas para demostrar su buena voluntad. Los rusos seguirían colocándose y emborrachándose y comenzarían a disparar con balas de verdad. Sabía lo que iba a pasar y no podía hacer nada para evitarlo, iba a ser insoportable. Quería largarse de allí, pero tenía que esperar hasta que saliera el sol, mantenerse despierto y cuerdo, recibir su dinero cuando Dimitri decidiera que había llegado el momento. —¡Jeans! ¿Dónde cojones está la munición? —Señaló el todoterreno. Los rusos abrieron las puertas de par en par y comenzaron a buscar. Jens metió la mano en el bolsillo, solo le quedaba un chicle de nicotina. Había dejado el rapé hacía dos meses, había dejado de fumar hacía tres años. Ahora se encontraba en la selva, a cuarenta kilómetros de Ciudad del Este. Las sinapsis de nicotina gritaban para hacerse notar en su cerebro. Se metió el último chicle en la boca, masticó con fuerza y miró a los rusos con un asco mal disimulado. Sabía que volvería a fumar en breve.
* * *
Una vez que llegaba al hospital no hacía más que trabajar. El trabajo no dejaba mucho tiempo para otras cosas, y además no le gustaba ir a tomar café con sus colegas. Le resultaba incómodo. No era tímida, podría ser una carencia, la simple incapacidad de pasar el rato con otras personas con una taza de café en la mano. Era sobre todo por los pacientes por lo que ella trabajaba allí, no por ser una persona especialmente devota ni por sentir la necesidad de cuidar de otros. Trabajaba en el hospital porque podía hablar con ellos, tener trato con ellos. Ellos estaban allí porque estaban enfermos, y por eso se mostraban tal y como eran, normalmente. Abiertos, humanos, sinceros. Ella se sentía cómoda y útil en esta situación. Eso era lo que buscaba, era lo que le atraía del hospital.
Los pacientes raras veces eran proclives a la cháchara, salvo cuando mejoraban; y entonces ella los dejaba, y ellos a ella. Podría haber sido la razón por la que Sophie había elegido esta profesión para empezar. ¿Chupaba de las desgracias de los demás? Posiblemente, pero no se sentía como un parásito. Más bien se consideraba una adicta. Una adicta a la sinceridad de otras personas, era adicta a ver un destello de la verdadera naturaleza del ser humano de vez en cuando.
Y cuando esto ocurría, los pacientes en cuestión se convertían en sus favoritos del pasillo. El favorito casi siempre tenía un carácter majestuoso. «Majestuoso» era la palabra que utilizaba. Y cuando se presentaban, ella se paraba para contemplarlos, podía maravillarse y dejarse llenar de una indefinida sensación de esperanza. Eran personas valientes que se atrevían a sonreír a la vida con su majestuosidad interior. Ella siempre había sido capaz de detectarlas, siempre a primera vista, sin saber ni cómo ni por qué. Como si estas personas dejaran que su alma floreciera, como si eligieran lo mejor, antes que lo meramente bueno.
Como si fueran capaces de ver todas las facetas de su personalidad, también el lado oscuro y oculto. Andaba con una bandeja a través del pasillo, camino de la habitación de Héctor Guzmán, la once. Héctor había llegado tres días antes, después de haber sido atropellado en un paso de cebra en el centro. Su pierna derecha tenía una fractura debajo de la rodilla. Los médicos creían haber descubierto una lesión en el bazo y ahora estaba bajo observación. Héctor tenía cuarenta y pico años, era bello sin ser guapo, grande sin ser gordo. Era español, pero a ella le parecía que tenía rasgos nórdicos. El pelo era de color castaño con algunos mechones más rubios. La nariz, la barbilla y los pómulos eran marcados, y el tono de la piel se acercaba más al color arena. Hablaba sueco con fluidez y era uno de los majestuosos, tal vez debido a los ojos observadores que adornaban su cara, tal vez por la agilidad de sus movimientos, a pesar del tamaño de su cuerpo. Podría ser por la natural indiferencia de ella, que le hacía sonreír cada vez que entraba en su habitación; como si supiera que ella entendía, lo cual era verdad, y eso hacía que ella le devolviera la sonrisa. Fingía estar absorto en la lectura de un libro, reclinado en la cama con las gafas de lectura sobre la punta de la nariz. Siempre se dedicaba a estos jueguecillos cuando ella entraba en la habitación, fingía no verla, fingía estar ocupado. Ella preparó las pastillas y las metió en unas tacitas de plástico. Le pasó una. Él la recibió sin levantar la mirada del libro, echó la pastilla a la boca, cogió el vaso de agua que ella le tendía y la tragó, con la atención todavía puesta en el libro. Ella le dio la segunda dosis y él repitió el mismo procedimiento.
—Está tan rico como siempre —dijo en voz baja, levantando la mirada.
—Hoy te has puesto otros pendientes, Sophie—. Ella estuvo a punto de llevarse una mano a la oreja.
—Puede ser— dijo.
—No, «Puede ser» no. Llevas otros pendientes. Y te favorecen.
Ella se encaminó a la puerta y la abrió.
—¿Podrías darme un poco de zumo?
Solo si se puede, claro.
—Se puede— dijo Sophie. En la puerta se encontró con el hombre que antes se había presentado como el primo de Héctor. No se parecía a él, era delgado pero fibroso, con el pelo negro, más alto que la media y con unos ojos atentos de un frío tono azul que parecían registrar todo cuanto ocurría a su alrededor. El primo le hizo un breve gesto con la cabeza. Dijo algo a Héctor en español, Héctor contestó y los dos se echaron a reír. Sophie tuvo la sensación de que ella formaba parte de la broma y se olvidó del zumo.
Gunilla Strandberg estaba sentada en el pasillo con un ramo de flores en la mano, viendo cómo la enfermera salía de la habitación de Héctor Guzmán.
Gunilla la escrutó mientras se acercaba. ¿Tenía una expresión de alegría en la cara? ¿Aquella expresión de alegría de la que una persona no es consciente ni cuando la lleva en el rostro? La mujer pasó a su lado. Sobre el bolsillo superior izquierdo de su chaqueta se veía la pequeña insignia que indicaba que la enfermera había recibido su formación en Sophiahemmet. Junto a la insignia estaba la placa con su nombre, a Gunilla le dio tiempo a ver que se llamaba Sophie. Siguió a Sophie con la mirada. El rostro de la mujer era bello. Bello a la manera de los privilegiados, una belleza fina, discreta… y sana. La enfermera se movía con ligereza, como si tan solo dejara que el pie rozara el suelo antes de dar el siguiente paso. Tenía una manera elegante de moverse. Observó a Sophie hasta que entró en la habitación de otro paciente. Gunilla comenzó a pensar, empleando un razonamiento basado en ecuaciones emocionales. Volvió a mirar en dirección al punto donde Sophie acababa de desaparecer, después dirigió la mirada a la habitación once, donde estaba Héctor Guzmán. Había algo entre los dos puntos. Una energía…, una amplificación de algo que el ojo humano no era capaz de ver. Algo que la mujer, Sophie, había llevado consigo desde la habitación. Gunilla se levantó y caminó por el pasillo, echó un vistazo a la sala de personal. Estaba vacía. La lista de la guardia de la semana estaba puesta en la pared. Miró por encima del hombro en dirección al pasillo antes de entrar, se acercó a la lista y buscó con el dedo índice. Helena… Roger… Anne… Carro…
Nicke… Sophie… Leyó: «Sophie Brinkmann». Metió el ramo de flores en un jarrón vacío que estaba sobre un banco con ruedas junto a la puerta de la sala de personal, y abandonó el pasillo. En el ascensor sacó su móvil, llamó a la oficina y pidió la dirección de una persona que se llamaba Sophie Brinkmann. En lugar de volver a la comisaría de la calle Brahegatan de Estocolmo, cruzó la autopista desde el hospital de Danderyd y volvió a meterse entre los chalés de Stocksund.
Se perdió en el baturrillo de carreteras y calles que no parecían querer llevarle a su destino, dio vueltas por el laberinto y tuvo la sensación de estar subiendo y bajando constantemente. Al final encontró la calle correcta, buscó el número de la casa y paró el coche delante de un chalé de madera amarillo con esquinas blancas. Permaneció sentada tras el volante. Era una zona tranquila, frondosa, con abedules que estaban a punto de abrir sus hojas. Gunilla salió del coche, sintió el olor a cerezo aliso. Dio media vuelta, echó un vistazo a los chalés vecinos. Después dirigió la mirada a la casa de Sophie. Era bonita, más pequeña que las casas colindantes, tuvo la sensación de que había más desorden que en las de los vecinos. Volvió a darse la vuelta, comparando. No, no había desorden en casa de Sophie Brinkmann, el chalé era normal. Las casas vecinas eran las que destacaban negativamente. Una especie de perfeccionismo, una pulcritud aburrida y desalmada. El chalé de Sophie otra vez: más vivo, la fachada no había sido pintada recientemente, no acababa de segar la hierba del césped, no había arreglado los desperfectos del camino de grava, no había limpiado las ventanas el día anterior… Gunilla abrió la verja y avanzó con pasos indecisos por el camino de grava. Miró a través de las ventanas de la cocina que daban al camino. Lo que pudo ver de la cocina le pareció de buen gusto. Un estilo antiguo y nuevo en una combinación atractiva, un bonito grifo de latón amarillo, una cocina económica AGA, una encimera de roble viejo. Una lámpara de techo que era tan bella, tan original y tan bien diseñada que Gunilla, por un instante, sintió envidia. Continuó mirando, clavó la mirada en las flores cortadas que estaban en un gran jarrón en la ventana de la entrada. Gunilla dio unos pasos hacia atrás, miró la fachada. Vio otro bonito ramo en una ventana del piso de arriba. En el coche, camino del centro, su cerebro ya estaba trabajando a mil revoluciones por minuto.