Capítulo XXII
CUAUHTÉMOC

En el año dos casa el Emperador Axayácatl dejó de existir. A pesar de no poseer una personalidad de tan excepcionales relieves como la de Moctezuma Ilhuicamina, su ilustre antecesor, había sabido ganarse el respeto y cariño de todos sus súbditos, merced a su arrojada valentía y a su incesante laborar en pro del engrandecimiento del Imperio. Durante los trece años de su gobierno habían tenido lugar múltiples e importantes acontecimientos: considerable expansión de las fronteras tenochcas; desprestigio, muerte y reivindicación de Citlalmina; frustrada intentona de adueñarse del poder llevada a cabo por un puñado de mercaderes ambiciosos y de militares desleales; y finalmente, el primer descalabro de las hasta entonces invencibles tropas aztecas.

Concluidas las honras fúnebres, tuvo lugar la reunión del Consejo Imperial que habría de designar al nuevo monarca. La totalidad de la población vio aquella reunión como un simple requisito formal, pues todos daban por seguro que Ahuízotl —sin lugar a dudas la figura en esos momentos más sobresaliente del Imperio después de Tlacaélel— sería quien asumiese las insignias de mando que en otros tiempos ostentaran los Emperadores Toltecas.

En su calidad de Cihuacóatl correspondía a Tlacaélel enunciar en primer término, ante los restantes miembros del Consejo, el nombre de la persona que a su juicio se encontraba mejor capacitada para ejercer las funciones de Emperador. En las dos designaciones anteriores las propuestas hechas por Tlacaélel habían sido unánimemente aceptadas, y si en aquellas pasadas reuniones se habían suscitado diferencias de opinión, se debía tan sólo a la insistente petición formulada por los dignatarios tenochcas, en el sentido de que fuese el propio Azteca entre los Aztecas quien pasase a ocupar el cargo de Emperador, solicitud invariablemente rechazada por Tlacaélel en forma categórica, por considerar que ello conduciría a una concentración de poder que antiguas experiencias desaconsejaban.

En esta ocasión, antes de hacer mención de algún nombre en especial, Tlacaélel trazó un panorama general de la situación prevaleciente en el Imperio, añadiendo que se aproximaba una época que habría de requerir de profundas reformas, tanto en la mentalidad como en la organización de la sociedad azteca. Acto seguido, sin haber especificado en ningún momento cuáles podrían ser las posibles reformas a las que estaba aludiendo, afirmó que en vista de las nuevas necesidades a las que el futuro Emperador habría de hacer frente, la designación para dicho cargo debería recaer en una persona poseedora de un espíritu particularmente innovador y propenso al cambio. Tlacaélel concluyó su exposición revelando el nombre de aquel a quien consideraba más apropiado, en vista de las circunstancias, para ocupar el alto cargo de Emperador: Tízoc.

Al escuchar el nombre pronunciado por Tlacaélel una expresión del más completo asombro se dibujó en los rostros de sus interlocutores. Con la excepción de Ahuízotl —cuyas duras e impenetrables facciones permanecieron tan inescrutables como de costumbre— los demás integrantes del Consejo Imperial no pudieron impedir que la sorpresa asomase a sus semblantes y enmudeciese sus voces.

Después de unos momentos de profundo y embarazoso silencio, Ahuízotl tomó la palabra. Con firme y reposado acento pronunció un breve discurso, exaltando la atinada visión que caracterizara siempre a Tlacaélel para encontrar las soluciones más adecuadas a los problemas que afectaban al Imperio. Debía, por tanto, acatarse su propuesta con la segura convicción de que ésta sería acertada.

Si bien los integrantes del Consejo no lograban superar el asombro que les causaba tan inesperada proposición, el enorme respeto que les inspiraba la personalidad del Azteca entre los Aztecas y la actitud asumida por Ahuízotl de apoyar incondicionalmente la resolución de Tlacaélel, terminaron por convencerles de que no tenía ya ningún sentido intentar llevar adelante sus propósitos iniciales de entronizar a Ahuízotl. Así pues, con voces que no denotaban una gran convicción, uno a uno fueron aprobando la designación de Tízoc como nuevo monarca del Imperio.

La reacción de Tízoc al tener conocimiento de lo acordado por el Consejo fue primero de una franca incredulidad, y posteriormente, de un sincero rechazo a su designación como Emperador, pues no se consideraba merecedor de tan elevada dignidad.

Durante el transcurso de una larga entrevista con el joven guerrero, Tlacaélel expuso a éste las razones que explicaban su designación, o sea las trascendentales reformas que se proponía realizar y las cuales requerían de una nueva mentalidad al frente del gobierno. Tízoc quedó gratamente sorprendido al escuchar los planes del Portador del Emblema Sagrado, sin embargo, expresó de nueva cuenta sus dudas respecto a su propia capacidad para el desempeño de la difícil misión que Tlacaélel esperaba de él, y pidió tres días de plazo antes de dar a conocer su resolución definitiva.

Concluido el plazo, Tízoc acudió ante Tlacaélel para manifestarle su aceptación al cargo de Emperador, así como su firme determinación de coadyuvar con todas sus fuerzas, desde su futura e importante posición, a la realización de los objetivos señalados por el Heredero de Quetzalcóatl.

Tal y como era costumbre, la entronización del nuevo monarca azteca constituyó un memorable acontecimiento, que congregó en la Gran Tenochtítlan a personalidades provenientes de las cuatro direccionalidades del mundo conocido. Lujosos séquitos de grandes señores de apartados confines, figuraban al lado de modestas representaciones llegadas de lugares igualmente distantes.

La ceremonia de coronación alcanzó su momento culminante cuando Tlacaélel, una vez cumplidas todas las distintas etapas del complicado ritual, hizo entrega a Tízoc de los emblemas que le convertían en el legítimo sucesor del antiguo Imperio de los Toltecas.

Tlacaélel y Tízoc comprendían muy bien las enormes dificultades a que habrían de enfrentarse para llevar adelante sus proyectadas reformas —particularmente la relativa a la supresión de los sacrificios humanos—, razón por la cual, se dieron a la tarea de planear con todo detenimiento cada uno de los distintos pasos encaminados a la realización de sus propósitos.

El Azteca entre los Aztecas estimaba que en virtud de la importancia de los acontecimientos que se avecinaban, procedía convocar a una reunión de todos los dirigentes de las organizaciones religioso-culturales de que se tenía noticia, con miras a la celebración de una asamblea semejante a la que tuviera lugar tiempo atrás, cuando apenas se iniciaba la labor de estructurar los cimientos sobre los cuales se había edificado el Imperio Azteca.

Una reunión de esta índole —pensaba Tlacaélel— permitiría comenzar a crear una clara conciencia de los cambios que se estaban operando en el cosmos, así como de la ineludible necesidad de adoptar las medidas apropiadas para adecuar la actuación de los seres humanos a las nuevas condiciones existentes en los cielos.

Considerando que lo más prudente, antes de llevar a cabo una asamblea de tanta trascendencia, era lograr una cierta unificación de criterio del pueblo y el gobierno aztecas, Tlacaélel y Tízoc decidieron dar a conocer sus propósitos en forma paulatina y escalonada, esto es, exponerlos primero a los integrantes del Consejo Imperial, posteriormente a los miembros de la Orden de Caballeros Águilas y Caballeros Tigres, y finalmente, ante todo el pueblo tenochca.

Tras de penetrar en el vasto conjunto de lujosos edificios y de bien cuidados jardines que integraban el Tecpancalli, Ahuízotl se encaminó en línea recta rumbo a la amplia estancia donde tenían lugar las reuniones del Consejo Imperial. Al cruzar el gran patio enlosado situado a la entrada del salón, dio alcance a Tlacaélel, que se dirigía con pausado andar hacia el mismo sitio. El Cihuacóatl Imperial saludó con amable acento al adusto guerrero y procedió a preguntarle sobre el estado que guardaba la salud de su esposa. Tiyacapantzin, la bella e inteligente mujer de Ahuízotl, se encontraba en la etapa final de un embarazo que desde el principio había sido motivo de graves dolencias. Las parteras que la atendían presagiaban un fatal desenlace tanto para ella como para la criatura, y sus pesimistas predicciones parecían estar a punto de cumplirse, pues Tiyacapantzin venía empeorando a ojos vistas conforme se aproximaba el momento del alumbramiento.

Ahuízotl respondió que su esposa no había tenido ninguna mejoría y agradeció la preocupación que por ella manifestaba Tlacaélel. Ambos personajes entraron juntos al recinto donde habría de celebrarse la reunión, y después de saludar a los integrantes del Consejo ahí reunidos, ocuparon sus correspondientes lugares. Ahuízotl observó que no se hallaban presentes los reyes de Texcoco y Tlacopan, sino tan sólo los altos dignatarios tenochcas que en compañía de aquellos integraban el Consejo Imperial, lo que le hizo suponer que la junta tendría por objeto tratar asuntos de índole estrictamente interna del gobierno azteca.

La llegada del Emperador no se hizo esperar y con ella dio comienzo la reunión. Tízoc anunció que la causa por la cual se hallaban congregados revestía una inusitada importancia y que deseaba fuera el propio Heredero de Quetzalcóatl quien la diera a conocer, anticipando de antemano que coincidía plenamente con los puntos de vista de Tlacaélel, y que su mayor anhelo era el de lograr la unánime aceptación del plan de acción trazado por éste para hacer frente a los problemas que se avecinaban.

Ante su reducido auditorio, Tlacaélel dio comienzo al que habría de ser el más brillante y emotivo de todos sus discursos. Como una especie de terremoto, cuyo comienzo fuera apenas un imperceptible temblor de tierra que lentamente va transformándose en una irresistible y estruendosa sacudida, las palabras del Azteca entre los Aztecas, en un principio serenas y pausadas, se convirtieron pronto en un torrente de desbordada elocuencia.

Tlacaélel comenzó narrando los inesperados descubrimientos efectuados durante su viaje a tierras mayas. Con vivas imágenes describió el hallazgo del santuario perdido en medio de la selva y del excepcional mensaje que en él se conservaba: la historia completa de Me-xíhc-co, incluyendo su pasado, presente y futuro.

Mediante un conciso resumen, Tlacaélel transmitió a sus oyentes lo esencial de la copiosa información contenida en el olvidado bajorrelieve maya, desde las referencias al grandioso esplendor de pasadas Edades y a los periódicos cataclismos que asolaban la tierra, hasta la directa alusión a los próximos peligros que se cernían sobre Me-xíhc-co, como resultado del cambio de las influencias celestes imperantes.

Con voz cuyo grave acento revelaba la singular trascendencia que atribuía al tema que estaba abordando, el Azteca entre los Aztecas planteó la urgente necesidad de reestructurar el Imperio desde los cimientos, con miras a lograr que su funcionamiento estuviese acorde con las nuevas realidades cósmicas, para lo cual, se requería adoptar toda una serie de radicales medidas: supresión de los sacrificios humanos, fomento a la libre expresión de las distintas peculiaridades que caracterizaban a cada uno de los pueblos conquistados, y fundamentalmente, propiciar por todos los medios el desarrollo de una profunda espiritualidad, lograda a través del sacrificio interior y consciente de todos los habitantes del Imperio. Convenía, desde luego, convocar cuanto antes a una reunión de las distintas organizaciones religioso-culturales, con objeto de lograr su necesaria colaboración en las múltiples y decisivas tareas por realizar.

Tlacaélel finalizó enunciando dramáticos vaticinios respecto a lo que podría acontecer si no se alcanzaban los fines propuestos: siendo en gran medida lo existente en la tierra un reflejo de la realidad prevaleciente en los cielos, la falta de una armónica adecuación entre las actividades de los hombres y de los astros sólo podía traducirse en funestas consecuencias para los primeros. Así pues, la subsistencia no sólo del Imperio, sino incluso de la ancestral herencia de Me-xíhc-co, se hallaban en juego, pues de no proceder en forma conveniente y oportuna, el cambio de influencias celestes terminaría por expresarse en la tierra mediante la acción de otros pueblos, quizás desconocidos hasta entonces por los aztecas, los cuales, acatando dictados cósmicos de los que tal vez ni siquiera serían conscientes, procederían a derribar la estructura del Imperio por resultar ésta contraria a las nuevas exigencias de los astros, y al hacerlo, pondrían en peligro el inmemorial y valioso legado del cual dicho Imperio era depositario.

Durante el transcurso de su exposición, Tlacaélel no dejó de observar el efecto que sus palabras estaban produciendo en quienes le escuchaban, percatándose fácilmente del estupor y confusión que se iban apoderando del ánimo de sus oyentes. Únicamente el rostro de Ahuízotl se mantenía impasible, sin que el menor movimiento de sus rasgos permitiese presagiar los pensamientos que cruzaban por su mente en aquellos instantes.

En cuanto Tlacaélel terminó de hablar, Ahuízotl, sin siquiera dar cumplimiento al formulismo que disponía solicitar primero al Emperador el uso de la palabra, dejó oír su voz, pronunciando con desafiante acento un popular poema:

¿Quién podrá sitiar a Tenochtítlan? ¿Quién podrá sitiar los cimientos del cielo? Con nuestras flechas Con nuestros escudos Está existiendo la ciudad.

Las palabras de Ahuízotl —y particularmente el tono de franco reto con que habían sido proferidas— constituían la más evidente manifestación de su inconformidad con el criterio sustentado por Tlacaélel. El breve poema enunciado por el guerrero retumbó en las conciencias de los miembros del Consejo con mayor estruendo que los aterradores tronidos de una tempestad, pues todos comprendieron de inmediato que una grave escisión —de incalculables consecuencias— amenazaba en forma inesperada la hasta entonces indestructible unidad del Imperio.

En virtud del profundo conocimiento que tenía del carácter de su hermano, Tízoc fue el primero en percatarse claramente de lo que había acontecido en la inflexible mente de Ahuízotl. Para el inmutable guerrero, el Imperio Azteca representaba la más sagrada realización jamás llevada a cabo por los seres humanos, y todo intento que pretendiese modificar los fundamentos en que se sustentaba, constituía, ante sus ojos, una acción reprobable en extremo.

Por otra parte, y como consecuencia de su singular sentido de responsabilidad, resultaba evidente que Ahuízotl debía considerar que le correspondía a él la misión de impedir que cualquier persona —así fuese el propio Portador del Emblema Sagrado— atentase en contra de los que él consideraba inamovibles cimientos del Imperio.

Intentando aparentar una calma que estaba muy lejos de sentir, Tízoc preguntó si alguien más deseaba añadir algo en torno a lo expuesto por Tlacaélel. Un total mutismo acogió sus palabras. Comprendiendo que sería inútil prolongar por más tiempo la reunión, el Emperador decidió darla por concluida, no sin antes anunciar su reanudación para el día siguiente, fecha en la cual debía llegarse a un acuerdo sobre el problema planteado.

Las pisadas de los consejeros al atravesar el amplio patio enlosado resonaron con opresivo y ominoso acento. Tízoc presintió que aquellos rítmicos sonidos contenían el anuncio de un funesto augurio.

El cauteloso avance de unas pisadas, deslizándose en las proximidades de su dormitorio, interrumpieron bruscamente el sueño de Tlacaélel. Era media noche y al parecer reinaba la más completa calma en la alargada construcción —parte integral del Tecpancalli— que servía de residencia al Cihuacóatl Imperial. No existían, ni habían existido jamás, guardias que efectuasen una labor de vigilancia en aquel edificio. El profundo respeto que inspiraba la personalidad del Azteca entre los Aztecas había constituido siempre su mejor garantía de seguridad.

Actuando con gran celeridad Tlacaélel se incorporó del lecho, ciñó su cintura con un corto lienzo de algodón y cruzó sobre su pecho la doble cadena de oro de la que pendía el Caracol Sagrado. Después de esto, aguardó erguido y con una severa expresión de reproche reflejada en el rostro la aparición del misterioso visitante.

El anciano sirviente que dormía en la habitación contigua a la de Tlacaélel había escuchado también los pasos del merodeador. Extrañado ante lo insólito del acontecimiento, se levantó presuroso y encendió una antorcha cuyo resplandor iluminó de inmediato un amplio espacio.

Enmarcado por la luminosidad proveniente de la antorcha destacó al punto, en la puerta de entrada dé la habitación que ocupaba el sirviente, la musculosa figura de Ahuízotl. El guerrero portaba en sus manos una gruesa y corta lanza. Su semblante mantenía la inescrutable inmutabilidad que le era característica.

Comprendiendo que algo extrañamente anormal se encerraba en aquella inexplicable visita nocturna, el sirviente retrocedió alarmado, pretendiendo cubrir con su cuerpo la entrada que conducía al aposento de Tlacaélel. Un fuerte empujón le hizo rodar por los suelos, dejándole maltrecho y semiinconsciente.

Con rápido andar Ahuízotl penetró en la habitación. Tlacaélel observó la lanza del guerrero y adivinó al instante sus propósitos. Las miradas de ambos se cruzaron permaneciendo fijas una en otra durante un largo rato. Los ojos de Ahuízotl poseían la impersonal dureza de dos cuentas de obsidiana. Las pupilas de Tlacaélel semejaban hogueras de volcánica energía.

La sombra casi imperceptible de una paralizante vacilación pareció cruzar momentáneamente el rostro de Ahuízotl. La frialdad de su mirada se atenuó levemente por unos instantes y sus manos denotaron un ligero pero al parecer involuntario estremecimiento. Recuperando rápidamente su habitual dominio, Ahuízotl retrocedió unos pasos para cobrar impulso, al tiempo que levantaba la lanza para luego arrojarla con poderoso ímpetu.

El arma atravesó velozmente la habitación y se estrelló con fuerza en el Emblema Sagrado que Tlacaélel ostentaba sobre su pecho. Ante el impacto, el pequeño y milenario caracol saltó hecho trizas, y la lanza, cuyo impulso se había amortiguado pero no detenido, se incrustó en el corazón del Azteca entre los Aztecas.

Muy lentamente Tlacaélel fue inclinándose, resbalando poco a poco sobre la pared en la que se apoyaban sus espaldas, mientras mantenía los brazos abiertos y ligeramente separados del cuerpo. La sombra que de su figura proyectaba la luz de la antorcha semejaba, con increíble realismo, la silueta de una águila gigantesca cayendo desde lo alto. Finalmente, el Heredero de Quetzalcóatl quedó tendido e inerte sobre el piso.

Alejándose sigilosamente de la residencia del Cihuacóatl Imperial, Ahuízotl recorrió buena parte de la dormida ciudad. Al llegar a su casa, la abundancia de luces y el intenso movimiento que prevalecía en su interior le hicieron percatarse de que algo anormal había acontecido en su ausencia. Al observar la presencia de las parteras que atendían a su esposa, concluyó que de seguro se había producido el esperado y temido alumbramiento. Las alborozadas voces de los sirvientes confirmaron de inmediato sus suposiciones: el nacimiento había ocurrido ya, y contrariando todas las pesimistas predicciones, se había desarrollado normal y favorablemente, Tiyacapantzin se encontraba bien, al igual que el recién nacido, un varoncito que lucía fuerte y saludable.

Después de hablar brevemente con su esposa, Ahuízotl penetró en la habitación donde se encontraba el niño. Las parteras le habían bañado con sumo cuidado y envuelto en ligeros ropajes, colocando bajo sus pies un arco y varias saetas, significando con ello cual sería la misión que le tocaba en suerte desempeñar en el mundo.

Al fijar su atención en el rostro del recién nacido, una incontrolable expresión de asombro reflejóse en el semblante de Ahuízotl. ¡Las pupilas del niño poseían la misma inconfundible mirada que contemplara tantas veces en los ojos de Tlacaélel! De los ojos del pequeño brotaba ese fuego, vigoroso e incontenible, que había sido siempre la más destacada característica en la personalidad del forjador del Imperio Azteca.

Tras de reflexionar sobre el hecho singular de que el nacimiento de su hijo hubiese ocurrido al mismo tiempo que la muerte de Tlacaélel, Ahuízotl llegó a la conclusión de que ambos seres debían constituir, en alguna forma del todo misteriosa e incomprensible, la dual manifestación de una misma y única energía.

Mientras continuaba absorto en la silenciosa contemplación del nuevo ser, acudió a la mente de Ahuízotl el recuerdo de la extraña imagen que observara aquella misma noche en la habitación de Tlacaélel: el perfil de una enorme águila precipitándose en veloz caída; pasajera visión creada por la sombra que, al desplomarse herido de muerte, había proyectado la figura del Azteca entre los Aztecas.

Repentinamente operóse una sorprendente transformación en las facciones de Ahuízotl. El rostro del guerrero perdió su granítica dureza, y sus ojos —que de acuerdo con la creencia popular no se habían humedecido jamás por llanto alguno— comenzaron a derramar copiosas lágrimas.

Con voz apenas audible, pero en la cual resonaban acentos profetices, Ahuízotl pronunció el nombre —símbolo y destino, destino y símbolo— que habría de llevar el recién nacido durante su estancia en la tierra:

Cuauhtémoc.