Capítulo XXI
LA OTRA CARA DE ME-XÍHC-CO

Contrariamente a lo que imaginaban, el camino de retorno desde Michhuacan hasta la Gran Tenochtítlan no representó, para los integrantes del abatido ejército azteca, un vergonzante y penoso trayecto. En cada una de las poblaciones de importancia comprendidas en su ruta les esperaban afectuosos recibimientos, organizados por los contingentes populares enviados para este fin desde la capital azteca. Su entrada en la metrópoli constituyó todo un memorable acontecimiento. El pueblo se volcó a las calles para tributar a las tropas una calurosa acogida, manifestando en todo momento su firme determinación de proseguir adelante la labor de unificar al mundo entero con base a sus propios lineamientos.

El mismo día de su llegada, el Emperador Axayácatl fue objeto de un minucioso examen por parte de los más destacados médicos del Imperio. El diagnóstico no dio la menor esperanza de curación para el monarca: el daño sufrido por su cerebro era irreversible y habría de acarrearle la muerte, aun cuando ésta tardaría, posiblemente, varios meses en producirse.

En reunión del Consejo Imperial convocada por Tlacaélel, los dignatarios aztecas, en unión de sus aliados los reyes de Téxcoco y Tlacopan, analizaron con detenimiento la forma como debían de actuar mientras se prolongase la agonía del Emperador. La idea de proceder a la designación de un nuevo monarca sin aguardar primero la muerte de Axayácatl ni siquiera llegó a ser propuesta, pues en la mente de todos estaba que ello constituiría una afrenta a la persona del valeroso y postrado gobernante. Así pues, se acordó que operase para el caso la regla que establecía que el Cihuacóatl Imperial debía asumir provisionalmente las funciones del Emperador cuando éste se encontrase incapacitado de ejercer el mando por cualquier causa.

Una vez resuelto el problema relativo a la continuidad de la autoridad, se discutió ampliamente la conducta a seguir respecto al problema tarasco. Algunos de los integrantes del Consejo opinaban que debía emprenderse de inmediato una nueva guerra en contra de los purépechas, destinando al efecto la mayor parte de las fuerzas disponibles; por el contrario, otros consejeros juzgaban más conveniente aguardar algún tiempo antes de reiniciar las hostilidades, estimando que debía procederse primero a valorar las experiencias extraídas de la reciente campaña, con miras a determinar las causas que habían originado el descalabro sufrido y la forma más conveniente de evitar un contratiempo semejante en lo futuro. Tlacaélel coincidía plenamente con este último criterio, mismo que finalmente terminó por ser adoptado por el Consejo.

Para sorpresa de todos los asistentes a la reunión, el Azteca entre los Aztecas, tras de informarles de la negativa recibida a su petición de que le fuera entregada la parte faltante del Caracol Sagrado, procedió a comunicarles su determinación de encaminarse cuanto antes a la región maya, con objeto de entrevistarse personalmente con el Sumo Sacerdote que portaba la otra mitad del Símbolo Sagrado y hacerle ver que la condición señalada por el propio Quetzalcóatl para dar término a la separación de ambas porciones del emblema —o sea la previa consecución de la unidad del género humano— estaba ya próxima a cumplirse, merced a la labor que con este propósito venía desarrollando el Imperio Azteca.

A pesar de que algunos de los integrantes del Consejo arguyeron que consideraban aquel viaje muy poco oportuno, pues se desarrollaría justo en los momentos en que como consecuencia de la postración del monarca correspondería al Cihuacóatl Imperial mantener centralizadas en su persona toda clase de atribuciones, Tlacaélel replicó que su ausencia de la capital en aquellas circunstancias constituiría, precisamente, la mejor prueba de la firme estabilidad que poseían desde tiempo atrás las Instituciones Imperiales; por otra parte, les hizo ver la conveniencia de obtener la mitad faltante del Caracol Sagrado, pues a su juicio, ello daría lugar a que los innumerables señoríos existentes en la región maya aceptasen la hegemonía tenochca, sin tener que llevar a cabo toda una larga serie de campañas militares para lograrlo.

Finalmente, los mandatarios aztecas acordaron, por aprobación unánime, designar a Ahuízotl miembro integrante del Consejo Imperial. Los relevantes méritos del adusto guerrero —puestos particularmente de manifiesto durante la reciente contienda— recibían así el más completo reconocimiento por parte de las principales autoridades del Imperio.

En la vida de los pueblos existen épocas de excepcional grandeza alternadas con otras de acentuada decadencia. El pueblo maya había conocido ambas a través de su prolongada existencia. En un remoto pasado toda el área maya había constituido el espacio donde floreciera una de las más grandes civilizaciones que hayan existido jamás sobre la tierra. Ciudades sagradas, articuladas en tal forma que cada una de ellas reproducía mediante rigurosos simbolismos una determinada porción del cosmos, eran habitadas por sociedades en las que predominaba la más elevada espiritualidad y el más exquisito refinamiento. Sabios sacerdotes, profundos conocedores de las leyes que rigen la vida de los astros y de los hombres, gobernaban con acierto a una próspera y laboriosa población, poseedora de un asombroso porcentaje de excelentes artistas.

Tras de un largo periodo de prodigioso esplendor, el ciclo vital inherente a todas las civilizaciones se había cumplido fatalmente en la desarrollada por los mayas: la decadencia y la muerte sobrevinieron despoblando ciudades y dispersando a sus habitantes. Domeñada durante siglos, la selva cobró su desquite, sepultando templos y palacios bajo un manto de impenetrable verdor.

La llegada de Ce Acatl Topiltzin Quetzalcóatl, el desterrado Emperador Tolteca, había despertado a los mayas de su prolongado letargo. Al impulso de aquella superior personalidad tuvo lugar un sorprendente renacimiento. Los sabios reanudaron sus interrumpidas observaciones de los cuerpos celestes. Se repoblaron algunas de las antiguas ciudades y se erigieron otras nuevas, aplicando en ellas los estilos de construcción llegados del Anáhuac. Una febril actividad se generó en toda el área maya dando origen a las más variadas realizaciones, y si bien éstas no alcanzaron el grado de perfección logrado en el pasado, no por ello dejaron de constituir admirables ejemplos del quehacer humano.

Una vez más, el inexorable devenir del tiempo trajo consigo un nuevo ocaso al mundo de los mayas. Desgarradas por luchas incesantes a resultas de cambiantes alianzas, las ciudades fueron declinando y perdiendo su vigor, hasta quedar semivacías y ruinosas. Caciques ambiciosos y despóticos tiranizaban a una población que, si bien continuaba siendo altamente numerosa, se encontraba empobrecida y dispersa.

Esta era, pues, la situación prevaleciente en la lejana región hacia la que se encaminaba Tlacaélel.

La comitiva de Tlacaélel, integrada solamente por un escaso número de sirvientes y una escolta comandada por Tízoc, atravesó buena parte de los extensos territorios pertenecientes al Imperio, para luego adentrarse en la extensa comarca de imprecisos contornos poblada por los mayas. El Azteca entre los Aztecas no había aceptado ser llevado en andas y realizaba a pie las diarias y agotadoras jornadas. Resultaba evidente que a pesar de lo avanzado de su edad, su organismo continuaba poseyendo una increíble fortaleza.

Aun cuando la marcha de la comitiva estaba desprovista de toda ostentación, la presencia de Tlacaélel por vez primera en aquellos lugares no sólo no podía pasar desapercibida, sino que motivó de inmediato una gran conmoción entre todos los habitantes de la región, suscitándose entre éstos las más variadas interpretaciones respecto a los propósitos que había detrás de aquel viaje.

Para los codiciosos e incompetentes caciques que tanto abundaban en las tierras mayas, aquella visita inesperada sólo podía tener como objetivo indagar quiénes, de entre ellos, estaban dispuestos a someterse a la hegemonía imperial y quiénes pretendían ofrecer resistencia a la expansión azteca. Poseídos por el pánico y deseosos de salvar cuanto fuera posible de sus ventajas y privilegios, los componentes de las clases gobernantes —pasando por alto las sonrisas burlonas del pueblo— se apresuraron a patentizar ante el Cihuacóatl Azteca su servil voluntad de sometimiento al poderío tenochca. Muy pronto, Tlacaélel vio entorpecido su avance a causa de las múltiples muestras de respeto y acatamiento de que era objeto, tanto por parte de los gobernantes que regían los señoríos por los que transitaba, como por numerosas comisiones que, encabezadas por los caciques más prominentes, acudían desde todos los puntos con idéntico propósito.

El viaje de Tlacaélel parecía destinado a convertirse en un recorrido triunfal que traería consigo la conquista pacífica de todos los territorios habitados por los mayas; sin embargo, a veces ocurre que aun en sus etapas de mayor decadencia, los pueblos que han tenido un pasado grandioso, al verse enfrentados a una grave crisis, reciben en alguna forma misteriosa e inexplicable una ayuda salvadora proveniente de su poderosa alma de antaño.

Tlacaélel lo ignoraba, pero el espíritu de los antiguos mayas que vivieran en aquella misma región muchos siglos atrás —sacerdotes astrónomos, valientes guerreros, geniales artistas— no estaba dispuesto a entregar a un intruso su sagrado suelo y encontraría muy pronto la forma de poder acudir en su defensa.

Al igual que todas las mañanas desde que traspusieran las fronteras del Imperio, Tízoc no aguardó la llegada del alba para reiniciar la marcha. En unión de algunos soldados y de uno de los guías mayas que acompañaban a la comitiva, el joven guerrero se adelantó al resto de sus compañeros, con objeto de asegurarse sobre la ausencia de cualquier peligro y de formarse una idea de las condiciones del camino que habrían de recorrer en la jornada que se iniciaba.

Los viajeros se encontraban en un paraje situado en plena selva. Hacía ya varios días que no hallaban a su paso ninguna población de importancia, tan sólo pequeños y aislados conjuntos de chozas, cuyos moradores tenían a su cargo impedir a la exuberante vegetación devorar el angosto camino por donde transitaban, pues éste resultaba vital para los comerciantes que circulaban por él transportando toda clase de mercancías.

Aún no llevaban andado un largo trecho, cuando Tízoc observó, iluminados por los primeros rayos del amanecer, los restos sepultados entre la maleza de una construcción situada a escasa distancia del camino. Al preguntarle al guía sobre aquella edificación, éste respondió indiferente que la selva ocultaba por doquier ruinas de antiguas ciudades. Curioso por naturaleza, Tízoc decidió examinar de cerca el lugar, e introduciéndose por entre las sinuosas lianas y los apretados arbustos, llegó hasta la derruida construcción. Un extraño silencio imperaba en el ambiente, como si las aves y demás habitantes de la selva sintiesen un respetuoso temor hacia aquel sitio y hubiesen optado por no perturbar con sus ruidos la singular quietud que ahí prevalecía.

La construcción que llamara la atención de Tízoc formaba parte de un vasto conjunto de edificios cubiertos por la vegetación. Las plantas habían infiltrado sus ramas y raíces por todos los resquicios, abrazando los muros e inundando las habitaciones. La humedad y el moho penetraban en las piedras a tal grado, que éstas más que minerales semejaban vegetales de insólitas formas.

Aun cuando a lo largo de su recorrido por territorio maya no era ésta la primera ocasión que surgían ante su vista restos de ciudades abandonadas, Tízoc comprendió de inmediato que contemplaba los vestigios de una ciudad del todo diferente a cuantas habían venido encontrando en su camino. Hasta aquel momento, todas las grandes construcciones en ruinas por las que cruzaran poseían el inconfundible estilo arquitectónico desarrollado por los toltecas y, por ende, resultaban altamente familiares para los aztecas; por el contrario, aquellos edificios semisumergidos entre un mar de verdura eran fascinantemente extraños y diferentes.

Durante largo rato Tízoc vagó solitario por entre las ruinas, escurriéndose a través de la cerrada vegetación que las aprisionaba. Majestuosas pirámides, edificios de corredores largos y estrechos, santuarios coronados por crestas de multiforme diseño, y enormes estelas, conteniendo desconocidos jeroglíficos y la representación de elegantes y hieráticos personajes, fueron desfilando lentamente ante la asombrada mirada del guerrero azteca.

Ensimismado en sus descubrimientos, Tízoc perdió la noción del tiempo; cuando retornó al sitio donde dejara a sus compañeros de avanzada era ya cerca del mediodía y le aguardaban no sólo éstos, sino todos los integrantes de la comitiva azteca. Tlacaélel no riñó al guerrero por tan patente incumplimiento a sus deberes de comandante, sino que se limitó a manifestarle, con irónico acento, que cuando se encontrase desempeñando una misión no debía entretenerse cazando mariposillas.[34]

Acostumbrado a ser siempre el autor de las bromas y no el sujeto pasivo de las mismas, Tízoc manifestó de momento un gran desconcierto y enrojeció en medio de las francas risotadas de sus soldados, pero luego, recobrando su habitual jovialidad, estalló también en alegres carcajadas.

Una vez concluido el momento de regocijo, Tízoc informó a Tlacaélel respecto a las extrañas construcciones que encontrara en la selva. Intrigado, el Azteca entre los Aztecas decidió investigar personalmente aquel sitio y acompañado del propio comandante de su escolta y de algunos guerreros más —que intentaban con grandes esfuerzos abrirle un angosto paso a través del tupido follaje— se internó entre la maleza, llegando en poco tiempo hasta los derruidos edificios.

Tlacaélel observó con profundo interés el vasto conjunto de monumentos inmersos en la vegetación. A pesar de que sólo era visible una mínima parte de los mismos, resultaba más que suficiente para poder apreciar el derroche de sabiduría y refinamiento que habían plasmado en aquellos edificios sus desconocidos constructores.

Guiado por su penetrante intuición, Tlacaélel se encaminó en derechura hacia un pequeño santuario que se alzaba sobre una angosta y elevada pirámide, pues presentía que era aquel templo el que había constituido el motivo fundamental de la existencia de toda la ciudad.

Ayudado por Tízoc, Tlacaélel ascendió el empinado montículo de ramajes y piedras en que estaba convertida la pirámide. Una estrecha abertura le condujo al recinto que coronaba el edificio. En su interior, húmedo y vacío, existía únicamente un enorme bajorrelieve labrado en piedra caliza que abarcaba íntegramente el muro central del santuario. Gruesas capas de musgo ocultaban la mayor parte del bajorrelieve, por lo que Tlacaélel y Tízoc procedieron a limpiarlo con sumo cuidado. Al hacerlo, fueron apareciendo lentamente una gran variedad de jeroglíficos, cuyos trazos resultaban claramente visibles a pesar de su evidente antigüedad.

Tlacaélel comprendió que había realizado un hallazgo de singular importancia y tomó la determinación de interrumpir su viaje durante el tiempo que fuera necesario para lograr develar el secreto de aquellas inscripciones. Así pues, mientras el resto de los tenochcas procedía a instalar un campamento al pie de la pirámide, el Azteca entre los Aztecas empezó a utilizar todos sus conocimientos sobre simbología en la ardua labor de descifrar aquel perdido mensaje del pasado.

Durante varias semanas, mientras en el exterior llovía sin cesar la mayor parte del tiempo, Tlacaélel permaneció en el derruido santuario, entregado sin descanso a su paciente tarea. A su lado, auxiliándolo en todo lo que le era posible, se hallaba siempre Tízoc, quien merced a sus regulares dotes para el ejercicio de las artes, iba logrando reproducir en un códice uno a uno de los complicados jeroglíficos.

En la misma forma que había ocurrido muchos años atrás en la caverna que ocultaba el secreto de la adormecida Aztlán, el descifrado de los signos encontrados en el recinto maya fue dando lentamente a Tlacaélel no el simple contenido de un relato, sino la comprensión de toda una profunda cosmovisión, pues lo que el Azteca entre los Aztecas tenía ante los ojos era, nada menos, que una pormenorizada exposición de las diferentes influencias que los cuerpos celestes ejercen sobre la totalidad de ese particular territorio que constituye Me-xíhc-co.

El rasgo esencial de Me-xíhc-co —su excepcional fertilidad para el nacimiento y desarrollo de las más altas culturas— aparecía subrayado una y otra vez a lo largo del bajorrelieve. En igual forma, se ponía de manifiesto la importancia que para el apropiado desempeño del rasgo esencial tenía el lograr una adecuada armonización de los diferentes grupos humanos que habitan en su suelo, pues éstos nunca han constituido una entidad uniforme y homogénea, sino por el contrario, han sido siempre un vasto y multifacético conjunto, producto de la interacción de encontradas energías representadas por una gran diversidad de pueblos poseedores de muy distintas peculiaridades y, solamente cuando todas y cada una de estas diferentes energías logran manifestarse en perfecta consonancia, resulta posible llevar a cabo la difícil y elevada misión que a Me-xíhc-co le es propia: la de dar origen a nuevas y grandiosas culturas.

En virtud de que el tiempo analizado desde una perspectiva cósmica no constituye algo sucesivo sino simultáneo, el mensaje contenido en el bajorrelieve no sólo proporcionaba una cabal comprensión de las características inmutables de Me-xíhc-co, sino también una clara visión de su pasado, presente y futuro. Las influencias celestes que habían permitido el desarrollo de edades inmemoriales, en las cuales el predominio de] espíritu constituía la nota permanente de los seres humanos y no algo puramente latente y balbuceante, aparecían expuestas con toda claridad. Asimismo, figuraba también un análisis detallado de las energías cósmicas predominantes durante las épocas oscuras, en que la humanidad se había precipitado al abismo desapareciendo incluso en varias ocasiones de la faz de la tierra. A continuación, se representaba el mapa celeste correspondiente a la última edad, durante la cual habían florecido en Me-xíhc-co las diferentes culturas de las que todavía se conservaba memoria, si bien muchas de ellas eran tan remotas, que apenas si subsistían algunas vagas noticias de su existencia.

Tlacaélel prestó especial atención a la parte del bajorrelieve referente al futuro que se avecinaba. Era evidente que estaba próximo un tiempo en el que harían su aparición fuerzas desconocidas que acarrearían una tremenda conmoción, a tal grado, que la sobrevivencia misma de la invaluable herencia de Me-xíhc-co estaría en juego y en inminente peligro de perderse para siempre.

Profundamente preocupado ante lo que observaba en aquel antiquísimo bajorrelieve, el Azteca entre los Aztecas continuó descifrando su contenido. Los jeroglíficos dejaban ver una posible solución tendiente a superar el peligro que se aproximaba.

Como consecuencia de la estrecha interrelación existente entre todos los seres que pueblan el Cosmos, las acciones de los astros y de los seres humanos se entrelazan y repercuten entre sí, convirtiéndose en necesarios los unos a los otros. El conocimiento de esta verdad fundamental había sido la causa que diera origen a la creación del Imperio Azteca, sin embargo, ahora Tlacaélel comprendía —a través de la lectura del pétreo mensaje— que la tarea de coadyuvar al crecimiento del Universo jamás sería lograda mediante el simple recurso de extraer corazones a un creciente número de víctimas, era necesario algo mucho más profundo y trascendente: un sacrificio interior —voluntario y consciente— que propiciase una auténtica elevación espiritual de la naturaleza humana. Y de la adecuada realización de esta elevada misión dependía, precisamente, el que Me-xíhc-co lograse preservar su preciada herencia a pesar de los bruscos cambios de influencias celestes que próximamente habrían de producirse.

Agotado por el esfuerzo realizado, Tlacaélel detuvo por unos momentos su labor, para proceder después al desciframiento del último jeroglífico contenido en el bajorrelieve. El signo aludía a un lejano futuro, a una época aún distante que tardaría varios siglos en materializarse. Todo auguraba las más favorables condiciones para aquellos tiempos. Tal y como ocurriera tantas veces en el pasado, las influencias celestes se conjugarían de nuevo para coadyuvar al nacimiento y desarrollo en Me-xíhc-co de una vigorosa cultura.

Tlacaélel se sintió más tranquilo ante los buenos presagios del último jeroglífico, pero no por ello podía dejar de preguntarse si la sagrada herencia de Me-xíhc-co lograría subsistir hasta el día en que las condiciones cósmicas tornasen a ser favorables o si, por el contrario, desaparecería a resultas de la grave crisis que se avecinaba. El Azteca entre los Aztecas concluyó que la respuesta a esta trascendental interrogante era del todo impredecible. Los astros, en su incesante transitar por los cielos, iban propiciando todo género de influencias sobre la tierra, pero eran los seres humanos quienes, mediante su conducta, determinaban en última instancia el resultado de los acontecimientos. Así pues, todo dependía de la actitud que ante cuestión tan vital asumiesen los habitantes de Me-xíhc-co, tanto los que lo poblaban en aquellos momentos, como los integrantes de las futuras generaciones.

Firmemente decidido a consagrar hasta el último instante de su existencia a la tarea de reorganizar el Imperio, de forma que estuviera preparado para hacer frente a las difíciles pruebas que le aguardaban, Tlacaélel comenzó a planear —desde aquel derruido santuario enclavado en medio de la selva— algunas de las numerosas reformas que para este fin tendrían que efectuarse lo antes posible En primer término, había que proceder a la suspensión de los sacrificios humanos. Asimismo, era indispensable un cambio radical en el sistema de gobierno, pues debía reemplazarse el forzado y aplastante centralismo por un sistema de alianzas, que sin destruir la unidad del Imperio, permitiese a los distintos pueblos que lo constituían desarrollar libremente su propio destino.

Dando por concluida su estancia en aquel olvidado paraje que tantas sorpresas le había deparado, Tlacaélel dio instrucciones a Tízoc para que organizara la reanudación de la marcha al amanecer del día siguiente.

Conforme la comitiva azteca proseguía su avance fue produciéndose una lenta, pero fácilmente perceptible, transformación del paisaje. La selva, tras de perder su prodigiosa exuberancia, terminó por transformarse en matorrales enmarañados y espinosos, para luego dar lugar a una extensa y reseca planicie, en donde la única agua existente se encontraba depositada en profundas cavidades subterráneas.

Cansados y sudorosos, los tenochcas llegaron finalmente al término de su viaje: una insignificante aldea de apenas una docena de chozas, donde habitaba Na Puc Tun, el Sumo Sacerdote Maya que tenía bajo su custodia una de las dos partes que integraban el Emblema Sagrado de Quetzalcóatl.

El encuentro del Maya y el Azteca estuvo exento de solemnidad. Después de intercambiar algunas breves frases de cortesía a través de los intérpretes que acompañaban a los tenochcas, ambos personajes se dieron a la tarea de hacer frente a los prosaicos, pero ineludibles problemas, que creaba la presencia de los recién llegados en aquella pequeña población.

Así pues, mientras la mayor parte de los aztecas en unión de los habitantes de la aldea se dedicaban a toda prisa a levantar albergues provisionales donde guarecerse, el resto de sus compañeros se encaminaba a una población más grande, a medio día de marcha, con objeto de adquirir en ella suficientes subsistencias para toda la comitiva.

En cuanto se terminó la construcción de la choza en donde tendrían lugar las pláticas entre los dos dignatarios, éstos se trasladaron a ella acompañados tan sólo de un intérprete y de sus respectivos ayudantes: Tízoc y un joven maya de inteligente y escrutadora mirada.

Na Puc Tun, el supremo representante de todas las organizaciones religiosas existentes en los territorios mayas, era un sujeto de baja estatura y regular complexión, dotado de largos brazos rematados por manos que parecían las garras de un jaguar. Su rostro —surcado de incontables arrugas— evidenciaba una poderosa voluntad a la par que una infinita tristeza. En torno de su figura parecía flotar un indefinible ambiente de insondable antigüedad, a grado tal que, a pesar de ser varios años menor que Tlacaélel, representaba una edad mucho mayor que éste.

La presencia del Sumo Sacerdote Maya hacía evocar de continuo en Tlacaélel el recuerdo de Centeotl.[35] Sin que existiera entre ambos personajes ninguna semejanza en lo exterior, se daban entre ellos profundas similitudes que convertían sus respectivas existencias en vidas del todo paralelas. Guardianes de los más valiosos secretos de un pasado desaparecido, ambos habían sabido desempeñar fielmente su misión, aun a sabiendas de que no vivirían lo suficiente para contemplar la llegada de mejores tiempos. Altivos y orgullosos, habían permanecido aislados e indiferentes a todo cuanto su propia época podía ofrecerles, despreciando los honores y riquezas que con propósitos mezquinos intentaban poner bajo sus pies los mediocres gobernantes en turno.

Desde el inicio mismo de las pláticas, tanto el Cihuacóatl Azteca como el Sumo Sacerdote Maya comprendieron que no les resultaría difícil llegar a un acuerdo, pues poseían criterios bastante afines sobre las cuestiones que abordaban. Tlacaélel comenzó la entrevista mostrando a su interlocutor el códice recién elaborado por Tízoc, en el que se reproducían todos y cada uno de los jeroglíficos hallados en el derruido santuario de la selva. Na Puc Tun manifestó que conocía muy bien toda aquella información. A su juicio, los graves peligros que en dichos jeroglíficos se anunciaban estaban íntimamente relacionados con el retorno de Kukulkán,[36] acontecimiento largamente esperado pero poco comprendido, pues para que tuviese lugar no era necesario el regreso físico de dicho personaje —lo que no obstante también podría ocurrir— sino fundamentalmente que se operase un cambio en las influencias cósmicas que imperaban sobre Me-xíhc-co, en tal forma que las energías representadas por el cuerpo celeste al que los Aztecas habían identificado con su máxima deidad —Huitzilopóchtli— dejasen de predominar y lo hiciesen en cambio las provenientes del astro cuyo nombre había sido dado al desterrado emperador tolteca.[37]

A continuación, el sacerdote maya expuso una posibilidad desconcertante: existían tal vez sobre la tierra ignotas y apartadas regiones habitadas por desconocidos pobladores, pues de cuando en cuando llegaban a manos de los comerciantes mayas extraños objetos no elaborados por ninguna de las agrupaciones humanas de que se tenía noticia. Al indagar sobre el origen de aquellos objetos se obtenía siempre idéntica respuesta: provenían del sur, de más allá de las selvas impenetrables, de algún sitio remotamente lejano, en donde, quizás, existían también enormes ciudades y poderosos reinos.

Asimismo, Na Puc Tun relató a Tlacaélel varias antiguas leyendas mayas, en las que se aludía a la existencia de pueblos de extrañas costumbres que moraban allende los mares, en territorios situados a distancias que no alcanzaban a ser concebidas ni por la imaginación más audaz. Sin embargo —prosiguió afirmando el envejecido sacerdote maya— tal vez no estaba lejano el día en que se produciría el arribo de los habitantes de aquellas regiones, bien fuera de los que vivían más allá de las selvas, o de los que quizá habitaban al otro lado de los mares, cuando esto ocurriera, la natural incomprensión de aquellos seres hacia todo lo que Me-xíhc-co era y representaba constituiría, muy posiblemente, la forma como habría de materializarse el peligro que se avecinaba.

Tlacaélel preguntó a Na Puc Tun cuál estimaba que podría ser la mejor forma de hacer frente al grave riesgo que les amenazaba, a lo que este contestó que la respuesta estaba dada por los propios jeroglíficos que le habían mostrado: era preciso iniciar un movimiento tendiente a lograr una profunda ascésis purificadera, llevar a cabo un gigantesco sacrificio colectivo de carácter espiritual, en tal forma que la población estuviese en posibilidad no sólo de adaptarse al cambio de influencias cósmicas que habrían de sobrevenir, sino incluso de poder participar, activamente, en el armónico desarrollo de dichas influencias.

El Azteca entre los Aztecas expresó que aquéllas eran precisamente las conclusiones a las que había llegado tras haber logrado descifrar el mensaje contenido en el antiguo templo maya y que, en cuanto regresara a la capital del Imperio, iniciaría la tarea de convertir en realidad dichos propósitos.

Na Puc Tun permaneció largo rato en silencio, sumido al parecer en profundas cavilaciones; posteriormente, con voz cuyo grave acento evidenciaba la trascendencia de la determinación que acababa de tomar, manifestó que en vista de la posición adoptada por Tlacaélel, estaba dispuesto a cambiar su resolución anterior y hacerle entrega de la parte del Emblema Sagrado de la cual era custodio, pues consideraba que el Cihuacóatl Azteca contaba con mejores posibilidades que él para intentar cumplir la difícil misión que en aquellos momentos exigían los astros de los seres humanos.

Después de pronunciar aquellas palabras, Na Puc Tun concluyó señalando que consideraba al santuario donde el propio Kukulkán había hecho depositario a un sacerdote maya de la mitad del Caracol Sagrado como el lugar más apropiado para efectuar la ceremonia con la cual se pondría término, finalmente, al largo período en que había subsistido la separación de las dos partes del venerado emblema. Así pues, si el Cihuacóatl Imperial estaba de acuerdo, al día siguiente podrían emprender el viaje hacia la sagrada ciudad de Uxmal.

Tlacaélel asintió, profundamente conmovido ante la evidente grandeza de espíritu del sacerdote maya.

Guiado por Na Puc Tun, Tlacaélel realizó un recorrido por entre los conjuntos de edificios que integraban el corazón de la en otros tiempos floreciente Ciudad de Uxmal. Las construcciones se encontraban abandonadas y ruinosas, pues la ciudad se hallaba prácticamente deshabitada y sus escasos moradores preferían vivir en las afueras; sin embargo, todavía resultaba fácilmente apreciable, en cualquiera de aquellas derruidas construcciones, el sello inconfundible de máximo perfeccionamiento que los antiguos mayas habían sabido imprimir a todas sus obras.

Fascinado ante aquel fastuoso espectáculo, Tlacaélel recorrió una y otra vez los alargados edificios ordenados en forma de cuadrángulos, admirando la riqueza ornamental de su decorado a base de columnillas, mascarones, grecas y celosías. Toda la ciudad era un modelo de armoniosa simetría y de una equilibrada integración de elementos arquitectónicos y escultóricos.

Finalmente, Tlacaélel se detuvo a contemplar durante largo rato la pirámide en cuya cúspide tendría lugar, al día siguiente, la ceremonia de reunificación del Emblema Sagrado. Se trataba de una construcción gigantesca, a un mismo tiempo monumental y refinada, que constituía sin lugar a dudas la edificación de mayor altura en toda la ciudad.

La historia de aquella pirámide —explicó Na Puc Tun— abarcaba incontables siglos. A través del tiempo, el edificio había sido objeto de múltiples modificaciones, tendientes todas ellas a mantenerlo en consonancia con las siempre cambiantes energías provenientes del cosmos. El pequeño santuario que se alzaba en lo alto de la pirámide era, comparativamente, de reciente construcción. Lo habían edificado los toltecas para efectuar ahí la ceremonia en que Kukulkán se había despojado del último vestigio que le restaba de su imperial investidura.

El sol se encontraba exactamente a la mitad de su diario recorrido de la bóveda celeste, cuando el largo y complicado ritual iniciado desde el amanecer llegó a su momento culminante. Actuando al unísono, Tlacaélel y Na Puc Tun fueron aproximando lentamente sus respectivas mitades del pequeño caracol —colocado sobre una plataforma de piedra— hasta que los finos rebordes de oro, elaborados por los artífices de Chololan en los vértices de ambas partes, quedaron engarzados con perfecta sincronización. Acto seguido, el sacerdote maya introdujo en las delgadas argollas incrustadas en el emblema las dos cadenas de oro de las que hasta entonces habían pendido las separadas mitades, y levantando las cadenas con su preciada carga, las mantuvo oscilando durante un buen rato frente al rostro sereno e impasible de Tlacaélel, después, colocó sobre el pecho del Azteca entre los Aztecas el unificado emblema.

Al pie de la pirámide, los integrantes de la comitiva azteca en unión de media docena de sacerdotes mayas y de algunos cuantos campesinos de la región observaban, intensamente emocionados, el desarrollo de tan trascendental ceremonia.

Una vez cumplido el propósito que les llevara a la región maya, los tenochcas iniciaron de inmediato el viaje de retorno rumbo a la capital azteca.

Avanzando lo más rápidamente posible, la comitiva fue desandando los extensos territorios que le separaban de su lugar de origen. Tras de cruzar la casi desértica planicie, los aztecas se introdujeron en la zona selvática, pasando de nuevo —sin detenerse— a escasa distancia de la olvidada ciudad en cuyo santuario encontraran el bajorrelieve con su revelador mensaje.

Al dejar atrás las tierras habitadas por los mayas, Tlacaélel comunicó a Tízoc la impresión que le había dejado el conocimiento directo de aquella región y de sus pobladores: todo aquello constituía la otra cara de Me-xíhc-co, el otro lado de un rostro a un mismo tiempo semejante y distinto.

Tlacaélel y sus acompañantes se encontraban ya tan sólo a ocho días de marcha de la Gran Tenochtítlan, cuando llegó hasta ellos una triste noticia: el Emperador Axayácatl había sucumbido finalmente a su larga agonía.