Capítulo XIX
AHUÍZOTL RÍE A CARCAJADAS

El reino de los tarascos en Michhuacan se extendía sobre una región de bien ganada fama por su particular belleza. Ríos de cristalinas aguas dotaban a las tierras de aquellos contornos de una increíble fertilidad. Sus bosques poseían una gran diversidad de las más finas maderas y de sus montañas podía extraerse oro y cobre con relativa facilidad. Hermosos lagos en los que abundaba la pesca y un clima templado y benigno, constituían otros tantos atributos de tan privilegiado territorio.

Según los relatos contenidos tanto en la tradición azteca como en la de los tarascos o purépechas, ambos pueblos habían partido juntos de Aztlán y unidos realizado gran parte de su largo peregrinaje en busca de un definitivo asentamiento. Al llegar al lago de Pátzcuaro se habían separado, continuando los tenochcas hacia el Anáhuac, mientras los purépechas, tras de sojuzgar a los antiguos pobladores de Michhuacan, fundaban un reino que muy pronto adquiriría renombre y poderío.

Poseedores de un espíritu activo y emprendedor, así como de un carácter altivo y valeroso, los tarascos se dieron a la tarea de ensanchar los límites de sus iniciales dominios, expandiendo las fronteras de éstos hacia los cuatro puntos cardinales. Los bellos productos elaborados por sus artífices comenzaron muy pronto a llegar hasta los más apartados confines, siendo cada vez más apreciados y mejor cotizados. Tzinzuntzan, la capital del Reino Tarasco, crecía sin cesar no sólo en cuanto al número de sus habitantes, sino también en lo que hace a la cantidad y esplendor de sus templos y edificios.

Plenamente conscientes de que tarde o temprano tendrían que hacer frente a las pretensiones de conquista universal sustentadas por sus antiguos compañeros de viaje, los tarascos se preparaban sin cesar para la inevitable guerra que habrían de sostener con los aztecas. Ante el grave conflicto que se avecinaba, Tzitzipandácuare, el sobrio y valeroso monarca que regía los destinos del pueblo purépecha, contaba con dos inapreciables armas. La primera de ellas era la firme y unificada voluntad de su pueblo, decidido a desaparecer de la faz de la tierra antes que quedar sujeto a un poder extraño. Y la segunda, el genio superior de Zamacoyáhuac, militar cuyo prestigio rebasaba ya los límites de las tierras tarascas.

Zamacoyáhuac constituía la personalidad más vigorosa y relevante de todo el Reino Tarasco. Hijo de padre desconocido y de una mujer de muy modesta condición, había sido obsequiado por su madre cuando apenas contaba seis años de edad a una pareja de ancianos campesinos, crueles y despóticos, que obligaban al pequeño a desempeñar agotadoras faenas, castigándolo con extremo rigor por la menor falta cometida. A pesar de lo duro de su existencia, nunca se le escuchó proferir una queja ni derramar una lágrima. Al cumplir los trece años, el adolescente huyó de la casa en que vivía y durante una larga temporada permaneció vagando solitario por entre los montes, aprendiendo a sobrevivir en las más adversas condiciones, defendiéndose de las fieras, de los elementos y de los hombres. Su errante existencia le alejó muy pronto de sus antiguos lares, llevándole hacia apartados lugares. Hábil cazador, aprendió a preservar las pieles de sus presas y a comerciar con ellas cuando se presentaba una ocasión propicia. Una mañana, mientras se encontraba en lo alto de una montaña que dominaba un amplio valle, se desarrolló bajo sus pies, ante su absorta mirada, un inesperado espectáculo. Después de largos preliminares dedicados a realizar complicadas maniobras, dos ejércitos se enfrascaron en fiera lucha, obteniendo uno de ellos la victoria en forma rápida y contundente. Al terminar el combate Zamacoyáhuac sabía ya cuál sería el destino que habría de dar a su existencia: sería guerrero y aprendería el motivo de aquellos extraños desplazamientos de los soldados en el campo de batalla, pues intuía que era en su correcta ejecución, donde radicaba en gran medida el éxito o fracaso de un combate.

Venciendo su natural propensión al aislamiento, Zamacoyáhuac había buscado la forma de establecer relaciones con los integrantes del ejército vencedor. Se trataba de tropas aztecas, empeñadas en la conquista de la región mixteca. El profundo conocimiento que de aquellos territorios poseía el solitario cazador le había valido para ser aceptado como guía del ejército imperial, iniciándose en esta forma para Zamacoyáhuac un largo periodo de fructífero aprendizaje, pues al mismo tiempo que desempeñaba los más variados y modestos trabajos al servicio de las tropas tenochcas —guía, porteador, enterrador— su sagaz inteligencia le iba permitiendo compenetrarse en los secretos de la organización adoptada por los victoriosos ejércitos imperiales, así como en los eficaces métodos de combate que dichos ejércitos utilizaban durante sus incesantes guerras.

Una visita a la capital azteca —resultado de su estrecha vinculación con las tropas a las que prestaba sus servicios— no sólo proporcionó a Zamacoyáhuac una clara visión del creciente poderío del Imperio Azteca, sino que le hizo tomar conciencia del ilimitado afán expansionista que dominaba a los tenochcas y de la grave amenaza que como consecuencia de ello se cernía sobre el Reino Tarasco. A pesar de lo amargo de su niñez y del largo periodo transcurrido desde que abandonara el suelo natal, Zamacoyáhuac había mantenido siempre vivo en su interior un sentimiento de profunda devoción hacia su propio pueblo. Así pues, decidió consagrar íntegramente sus energías y los conocimientos que había logrado adquirir en materia militar a la tarea de impedir que el pueblo purépecha fuese sojuzgado por los aztecas. A la primera oportunidad abandonó su trabajo en el ejército imperial y emprendió el camino de retorno hacia la tierra de sus mayores. Ninguno de sus antiguos jefes prestó la menor atención a la desaparición del adusto y silencioso sirviente.

Una vez llegado a tierras tarascas, Zamacoyáhuac ingresó de inmediato en el ejército en donde muy pronto comenzó a destacarse por sus relevantes cualidades. Su primera misión de importancia consistió en lograr la pacificación de la frontera norte del Reino, asediada continuamente por las incursiones de tribus nómadas, para lo cual llevó a cabo la construcción de una cadena de sólidas fortificaciones que permitían un control permanente de aquellas agrestes regiones, pero no eran los mal coordinados ataques de estas tribus, sino la posibilidad de una invasión azteca, lo que suscitaba la perenne preocupación de Zamacoyáhuac.

Atendiendo a sus ruegos y a su comprobada capacidad, le fue encomendada la jefatura de todas las guarniciones próximas a los territorios dominados por los aztecas. En un tiempo increíblemente corto el guerrero iba a transformar aquella extensa frontera en un auténtico bastión defensivo.

El carácter en extremo reservado de Zamacoyáhuac no se prestaba mucho a la elocuencia; con miras a compensar esta deficiencia estimuló la formación, dentro del ejército, de un grupo de excelentes oradores encargados de predicar día y noche a la población sobre el peligro tenochca y la necesidad de que todos participasen activamente en las obras de defensa. La reacción popular superó muy pronto a las más optimistas predicciones. Trabajando con ánimo incansable, el pueblo desmontó bosques, abrió caminos y edificó cuarteles y fortificaciones en los más diversos lugares.

Zamacoyáhuac se encontraba efectuando un recorrido por el interior del Reino, dedicado a reclutar nuevos soldados para engrosar sus fuerzas, cuando llegó hasta él un agotado mensajero enviado por el Rey Tzitzipandácuare; venía a comunicarle que el Emperador Azteca, al frente de un numeroso ejército, se aproximaba a Michhuacan con la evidente intención de avasallarlo. Junto con el informe referente a la invasión, el mensajero era portador de una real determinación: aquel que ignoraba el nombre de su padre y fuera despreciado incluso por su propia madre, el otrora acosado adolescente que viviera escondido entre los montes disputando su comida con las fieras, el antaño ignorado sirviente de las orgullosas tropas imperiales, había sido designado comandante en jefe de todas las fuerzas militares existentes en el Reino Tarasco, encomendándosele la difícil misión de hacer frente a la invasión azteca.

En un lugar cercano a los límites donde terminaba la hegemonía imperial y se iniciaban los dominios purépechas, las tropas aztecas detuvieron su avance y se aprestaron para la contienda. Las numerosas patrullas de observación enviadas para atisbar los movimientos de las tropas enemigas habían retornado ya tras de sufrir considerables bajas. La estrecha vigilancia que las tropas tarascas ejercían sobre su frontera había dificultado enormemente la labor de las patrullas, obligándolas a librar incesantes encuentros que en ocasiones adquirían el carácter de pequeños combates. Ninguno de los escasos prisioneros que habían sido capturados revelaba temor alguno en su actitud, sino por el contrario, se mantenían orgullosos y desafiantes frente a sus captores. Sin embargo, pese a todos los obstáculos, las patrullas habían retornado con un buen caudal de valiosa información, según la cual, los ejércitos purépechas estaban procediendo a concentrarse con gran prisa en un mismo lugar: unas enormes y poderosas fortificaciones recientemente concluidas, ubicadas en un lugar próximo a la frontera, no muy lejano de aquel donde se encontraba acampado el ejército azteca. Junto con esta información, los componentes de las patrullas proporcionaron otra que resultaba del todo inexplicable: las tropas tarascas no marchaban solas, con ellas se movían enormes contingentes de población civil. Tal parecía como si los habitantes de Michhuacan pretendiesen oponer a los invasores un gigantesco muro de contención construido con sus propios cuerpos.

Los generales aztecas deliberaron largamente sobre la situación y llegaron a la conclusión de que, a juzgar por la conducta adoptada por sus contrarios, éstos habían decidido realizar una desesperada lucha defensiva, encerrándose pueblo y ejército en sus sólidas fortificaciones, con la firme determinación de defenderlas hasta la muerte. En vista de ello, los tenochcas determinaron no retrasar por más tiempo su avance, sino encaminarse directamente al lugar donde se encontraban los baluartes enemigos.

• «Posición de las tropas antes del inicio de la batalla».

•• «Exitosa retirada del ala izquierda del ejército azteca. Destrucción del ala derecha y cerco del cuerpo central».

••• «Las tropas de Tlecatzin acuden a intentar romper el cerco tarasco. Las tropas de Zamacoyáhuac se esfuerzan por lograr la total destrucción del ejército imperial».

Una vez más las patrullas del ejército azteca se adelantaron a éste, ahora con el propósito de realizar observaciones sobre el lugar donde se desarrollaría el combate.

Las fortificaciones escogidas por los purépechas para hacer frente a los invasores no constituían un simple conjunto de construcciones. En realidad se trataba de una extensa región en la que existían tres estratégicos valles, los cuales habían sido debidamente acondicionados para permitir que en su interior pudiese vivir un elevado número de defensores.

En las montañas que rodeaban a cada uno de estos valles se habían realizado complicadas obras tendientes a convertirlos en sólidas fortificaciones. Particularmente el valle central, que era el más grande de los tres, presentaba un aspecto por demás impresionante. Todas las laderas de las montañas habían sido recortadas y reforzadas con elevados muros de piedra. En lo alto, largas barreras construidas con troncos de árbol protegían a interminables filas de arqueros, que en cualquier momento podían comenzar a lanzar una mortífera lluvia de flechas contra aquéllos que intentasen escalar los muros. Un manantial que brotaba en el centro del valle y el hecho de que se hubiesen almacenado con toda oportunidad considerables reservas de alimentos, garantizaban la subsistencia de los defensores durante un largo período.

Los tenochcas no tenían ningunos deseos de permanecer meses enteros asediando los baluartes tarascos hasta que sus defensores se rindiesen por hambre, así pues —y contando con la seguridad que les daba el saber que no podían ser atacados por la retaguardia, pues sus rivales se encontraban al frente y encerrados en sus propias defensas— decidieron utilizar la totalidad de sus tropas en un ataque demoledor, encaminado a conquistar por asalto las fortificaciones enemigas; con este objeto procedieron a dividir sus fuerzas en tres secciones. La primera, bajo el mando directo del Emperador, tendría como misión atacar el valle central. La segunda, comandada por Tlecatzin, se encargaría del asalto al valle situado a la izquierda del ejército azteca. Finalmente, una tercera sección encabezada por Zacuantzin ocuparía los baluartes ubicados en el valle de la derecha.

Con objeto de impedir que los purépechas se percatasen anticipadamente de la distribución de las fuerzas que les acometerían (lo que les permitiría ajustar antes del ataque la integración de sus respectivos contingentes en cada uno de los baluartes) los generales aztecas optaron por aprovechar la oscuridad de la noche para efectuar la movilización de sus tropas en dirección a las diferentes fortificaciones enemigas.

El valle que contenía los baluartes situados a la izquierda del campamento azteca se encontraba bastante retirado de las otras dos posiciones enemigas, razón por la cual, los guerreros bajo el mando de Tlecatzin fueron los primeros en movilizarse a través de la negrura de la noche. Les siguieron muy pronto, en dirección contraria, las tropas que conducía el temerario Zacuantzin, y al poco rato, la sección central y más numerosa del ejército tenochca, inició el recorrido del corto trecho que le separaba de las estribaciones del valle donde se encontraba la principal fortificación purépecha.

Las tropas aztecas contaban en esta ocasión con un variado arsenal destinado a nulificar las elaboradas obras de defensa a las cuales tendrían que hacer frente: largas escaleras de madera, gruesos rollos de recias cuerdas, diversos instrumentos para socavar los muros enemigos, enormes escudos destinados a proteger tanto a los que laborasen en la destrucción de los diferentes obstáculos, como a los que simultáneamente debían ir venciendo a las tropas contrarias que los ocupaban. Todo había sido cuidadosamente planeado, buscando no dejar nada al azar ni a la improvisación.

Después de realizar una última visita de inspección a las tropas del sector central, desplegadas ya en formación de combate, Ahuízotl se encaminó al puesto de mando donde se encontraba el Emperador, con objeto de informarle que el ataque podía dar comienzo en el momento en que éste así lo ordenase. Similares informes habían llegado ya de los sectores a cargo de Tlecatzin y zacuantzin.

Ahuízotl se disponía a entrar en el improvisado campamento donde se encontraba Axayácatl, cuando se detuvo unos momentos a contemplar con profunda atención las poderosas fortificaciones que se alzaban ante su vista. Aun cuando tanto por la distancia como por los obstáculos tras de los cuales se guarnecían los tarascos resultaba imposible lograr una clara visión de los mismos, podía observarse en lo alto de aquellas murallas a muchos miles de pequeñas figuras que de seguro se aprestaban a presentar una resuelta defensa. Era evidente que la batalla que estaba por iniciarse no iba a constituir una fácil victoria para las fuerzas imperiales. Sin embargo, Ahuízotl se sentía un tanto extrañado ante el plan de combate adoptado por los tarascos, pues no era esto lo que esperaba del genio militar que se atribuía a Zamacoyáhuac. Al asumir una simple actitud defensiva encerrándose tras de sus sólidos baluartes, los purépechas estaban reconociendo que no buscaban vencer a sus oponentes, sino que se contentaban con lograr rechazarlos, pero esto no pasaba de ser una imposible esperanza, pues por altos que fuesen los muros de aquellas fortalezas y por muy grande que resultase el valor puesto en su defensa, terminarían tarde o temprano por sucumbir ante los bien coordinados ataques del ejército imperial.

Además de la extrañeza que le producía la aparente carencia de audacia que revelaba la conducta de sus enemigos, Ahuízotl era presa desde hacía varios días de una pertinaz e insólita sensación, que le inducía a considerar que en alguna forma ya había vivido una contienda semejante a la que estaba por iniciarse. Súbitamente, mientras contemplaba las bien alineadas filas de guerreros aztecas listos a entrar en acción, comprendió cuál era la causa de tan singular sentimiento. Lo que en verdad había estado recordando durante todo aquel tiempo sin tener plena conciencia de ello, eran los relatos que gustaban hacer los ancianos sobre la lucha que en contra de los tecpanecas habían librado largo tiempo atrás los aztecas, en una época en la que él aún no había nacido. Y en realidad existía una marcada semejanza entre los dos conflictos, pues en ambos casos, no eran sólo dos agrupaciones de tropas antagónicas las que habrían de enfrentarse, sino, por una parte, un pueblo decidido a perecer antes que perder su libertad, y por la otra, un poderoso ejército adiestrado y dirigido profesionalmente.

A pesar de la similitud entre aquellas luchas —concluyó Ahuízotl para sus adentros— resultaba muy diferente la conducta adoptada en ambos casos por los dirigentes aztecas y tarascos, pues mientras los primeros habían sabido utilizar la participación de toda la población en un combate donde se buscaba alcanzar la victoria, los segundos conducían a su pueblo al campo de batalla a tomar parte en una desesperada lucha defensiva, que podría retardar la derrota pero no impedirla.

Desde lo más profundo de su interior, afloró una duda en el pensamiento de Ahuízotl: ¿Y si a pesar de lo que todas las apariencias indicaban, los tarascos no pretendían tan sólo resistir hasta lo último, sino vencer al ejército invasor?

Ahuízotl observó con reconcentrada atención los baluartes enemigos, tanto los que se levantaban frente a él a escasa distancia, como los existentes en los valles ubicados a derecha e izquierda. A su mente acudió el relato, tantas veces escuchado, sobre las enormes nubes de polvo con que la población azteca no combatiente había logrado confundir a los tecpanecas durante el transcurso del encuentro decisivo entre ambos contendientes. Una fugaz pero profunda intuición sacudió su conciencia haciéndole captar el paralelismo existente entre las legendarias nubes de polvo y las fortificaciones que se alzaban ante su vista. Y entonces, una estruendosa carcajada, a un mismo tiempo hueca y sonora, brotó de sus labios estremeciendo el aire y paralizando de estupor a todos cuantos se encontraban próximos al guerrero.

Sorprendidos por la sonoridad de aquella risa extraña y singular, el Emperador y los militares que le acompañaban salieron presurosos del campamento, justo a tiempo para presenciar el inusitado espectáculo que ofrecía la personalidad tenida como la más austera e impasible del Imperio profiriendo, sin motivo aparente alguno, resonantes carcajadas.

Tal y como las iniciara, Ahuízotl concluyó bruscamente sus manifestaciones de hilaridad, recuperando de inmediato su tradicional e inescrutable apariencia; después, ante el creciente asombro de los presentes, solicitó al Emperador que abandonase el campo de batalla y le delegase cuanto antes el mando supremo del ejército.

Al comprender que los que lo escuchaban comenzaban a creer que había perdido repentinamente el juicio, Ahuízotl rompió una vara de arbusto y al mismo tiempo que dibujaba con ella sobre la tierra un plano de la región donde se encontraban, fue enunciando las más sorprendentes aseveraciones. Los baluartes purépechas —afirmó con sereno acento— eran tan sólo un engaño destinado a lograr que los aztecas dividiesen sus fuerzas. La enorme fortificación que tenían enfrente no debía estar defendida por soldados, sino a lo sumo ocupada por el puesto de mando y algunas tropas de reserva; las figuras que en ella se veían debían ser de ancianos, mujeres y niños. El ejército enemigo, dividido en dos partes, aguardaba tras los valles situados a derecha e izquierda, pero no lo hacía en posición de defensa, sino dispuesto al ataque. En esta forma, a pesar de que ambos adversarios poseían un número de tropas más o menos análogo, la disposición de las mismas favorecía marcadamente a los tarascos, pues estos contarían en cada una de las fases del combate con una considerable superioridad numérica que les permitiría proceder, en primer término a la destrucción de las alas del ejército azteca, y posteriormente, al aniquilamiento del cuerpo central de dicho ejército. La batalla, por tanto, estaba perdida para los tenochcas aún antes de haberse iniciado.

Ahuízotl dio término a su breve alocución afirmando que no debía sentarse el precedente de que un ejército dirigido por el Emperador en persona fuese objeto de una derrota, y que por ello, lo más conveniente era que Axayácatl no participase en la lucha, sino que le facultase para que fuese él quien la dirigiera, ya que en esta forma la responsabilidad del descalabro no sería atribuible a la figura del Emperador, sino a la de un simple guerrero. El peculiar atributo de Ahuízotl, que le llevaba a responsabilizarse de todo cuanto ocurría en su derredor, se ponía una vez más de manifiesto en aquellas dramáticas circunstancias.

Axayácatl permaneció unos instantes en silencio, analizando el crucial dilema al que se enfrentaba. Aun cuando comprendía muy bien la necesidad de mantener incólume el prestigio de invencibilidad que caracterizaba hasta entonces a la figura del Emperador, consideraba que abandonar en aquellas circunstancias el campo de batalla constituiría una denigrante cobardía. Apremiado por la urgencia de la situación, el monarca adoptó la determinación que consideró más conveniente: cedería el mando del ejército a Ahuízotl y una guardia de honor llevaría a lugar seguro las insignias imperiales, pero él, convertido tan sólo en un combatiente más, participaría en la lucha. Tras de afirmar lo anterior, hizo entrega del bastón de mando a su hermano y procedió a despojarse de los emblemas inherentes a su elevado rango.

Ahuízotl asumió de inmediato sus funciones de comandante en jefe. Primeramente procedió a integrar la pequeña escolta que tendría a su cargo la custodia de las divisas imperiales, ordenándole se alejase cuanto antes del campo de batalla. Acto seguido, el guerrero explicó a sus lugartenientes el plan que había ideado para tratar de impedir la destrucción del ejército bajo su mando. Se intentaría efectuar una retirada, para lo cual se requería que las dos alas del ejército tenochca, que en esos momentos se encontraban bastante alejadas de su cuerpo central, se incorporasen a éste lo antes posible. A pesar de que el plan de acción que tan vertiginosamente concibiera Ahuízotl era bastante riesgoso —pues dependía de lograr en plena retirada una perfecta coordinación de las tres secciones del ejército azteca—, los oficiales tenochcas estimaron que contaba con bastantes posibilidades de realización.

Desde el pequeño promontorio rocoso que le servía de atalaya, Tlecatzin observó la figura del mensajero que procedente del puesto de mando del Emperador se aproximaba con rápida y rítmica carrera. La tardanza en la recepción de la orden para dar comienzo al ataque tenía ya preocupado al hijo adoptivo de Citlalmina, pero ahora, al contemplar al mensajero que llegaba ante él portando las instrucciones imperiales en una enrollada hoja de papel de amate, Tlecatzin respiró aliviado, firmemente convencido de que aquellas instrucciones contenían tan sólo la indicación de proceder cuanto antes al asalto de los baluartes purépechas cuya ocupación le había sido asignada.

Los mensajeros del ejército azteca no eran simples transmisores de papeles conteniendo dibujos en clave sobre la forma de efectuar determinadas maniobras en el campo de batalla, en virtud de un riguroso y prolongado adiestramiento, estaban capacitados para completar dichos dibujos con adecuadas explicaciones orales. En esta ocasión, el mensajero tenochca era portador de las noticias y órdenes más graves e inusitadas de que se tenía memoria en toda la historia del ejército azteca.

Al escuchar la narración de lo ocurrido en el campamento del Emperador, y al enterarse de que le correspondería a él la poco honrosa distinción de ser el primer general azteca que daría una orden de retirada en una batalla, Tlecatzin sintió por unos instantes que el universo entero se desplomaba sobre su persona. Un sordo sentimiento de rebeldía surgió en el interior del forjador de Caballeros Tigres al conocer el plan trazado por Ahuízotl: ¿Por qué se le ordenaba a él y no a Zacuantzin iniciar la retirada? Las tropas de éste se encontraban mucho más próximas a las del sector central y les resultaría por ello relativamente fácil ejecutar la maniobra de incorporarse al mismo, en cambio las suyas se hallaban muy alejadas del resto del ejército y les sería muy difícil efectuar el movimiento de retorno que se esperaba de ellas.

Conteniendo a duras penas la cólera y el desconcierto que le dominaban, Tlecatzin dirigió una airada mirada en dirección al distante lugar donde se encontraba el puesto de mando del ejército tenochca. En virtud de la lejanía, el numeroso contingente de tropas que integraban el sector central semejaba tan sólo una pequeña alfombra multicolor, extendida al pie de las principales fortificaciones tarascas. Mientras contemplaba el sitio donde se encontraba el puesto de mando de las fuerzas imperiales, una radical transformación se fue operando en el ánimo de Tlecatzin. Como si en alguna forma su agitado espíritu hubiese logrado establecer contacto con el pensamiento de Ahuízotl, comprendió de pronto los motivos que habían guiado a éste al dictar sus órdenes. En aquellos trascendentales momentos, cuando estaba en juego la existencia misma del ejército azteca, su antiguo discípulo, el guerrero que con fortaleza de inamovible roca había asumido la responsabilidad de conducir una batalla perdida de antemano, depositaba en él su confianza para llevar a cabo la parte más difícil de la única maniobra salvadora que podía efectuarse en tan adversas circunstancias. No se trataba, por tanto, de una misión que entrañase deshonor alguno, sino de la más honrosa distinción que le fuere jamás conferida.

Dando media vuelta, Tlecatzin ordenó al mensajero que retornase de inmediato al cuartel central, e informase a Ahuízotl que podía tener la plena seguridad de que cuando el sol estuviese en lo más alto del cielo, el ala izquierda del ejército azteca habría terminado ya su retirada y se encontraría en el lugar señalado para efectuar la reunificación de las tropas.

Mientras el mensajero se alejaba con veloz carrera, Tlecatzin descendió de su atalaya y en breve reunión con sus oficiales transmitió a éstos, con voz firme y tranquila, las instrucciones concernientes a la forma como debía efectuarse la retirada: los batallones aztecas, alineados ya para el ataque en largas hileras, procederían de inmediato a cambiar tan vulnerable formación, estrechando al máximo sus filas hasta constituirse en una especie de compacto núcleo, capaz de abrirse paso a través de cualquier obstáculo.

La reacción de los oficiales tenochcas al enterarse de la inesperada acción que tendrían que desempeñar fue del todo semejante a la experimentada por Tlecatzin. En un primer momento parecieron quedar paralizados por el asombro, pero enseguida, la tranquila fortaleza que emanaba del general azteca pareció comunicarse a sus subalternos, transmitiéndoles su sentimiento de orgullosa distinción por la difícil tarea que les había sido encomendada. Sin pronunciar palabra alguna, pero revelando en sus rostros la firme resolución de llevar a cabo las órdenes recibidas, los militares se dispersaron, encaminándose presurosos a sus respectivos batallones.

En compañía de algunos ayudantes, Tlecatzin retornó al promontorio desde el cual podía observar a todas las tropas que integraban el ala izquierda del ejército azteca. Su mirada recorrió uno a uno los bellos estandartes de los diferentes batallones bajo su mando. Un sentimiento de satisfacción le invadió al observar las largas filas de recios guerreros prestos para el combate. En virtud de su larga experiencia en incontables campañas, existía entre él y aquellas tropas una plena identificación. Estos eran sus soldados, los que él había forjado y a los que había conducido de victoria en victoria, venciendo a toda clase de enemigos en las más diversas y lejanas regiones.

Mientras contemplaba aquel espectáculo que le era tan familiar, acudió a la memoria de Tlecatzin la repetida narración que le hiciera su madre adoptiva sobre los dramáticos sucesos acaecidos el día de su nacimiento: la muerte de su padre —capitán de arqueros del ejército tenochca— que pereciera al iniciarse la batalla decisiva contra los tecpanecas; y el fallecimiento de su madre, ocurrido a resultas del parto al finalizar el día, cuando comenzaba ya la desbandada de las tropas de Maxtla. Asimismo, recordó también las palabras que, según le refiriera la propia Citlalmina, había pronunciado ésta mientras mostraba al recién nacido el campo de batalla donde triunfaban las tropas aztecas:

Llegarás a ser un guerrero ejemplar y tus ojos no verán nunca la derrota de los tenochcas.

Al meditar sobre aquellas palabras, Tlecatzin comprendió con tristeza que la profecía enunciada por Citlalmina estaba a punto de ser refutada por los hechos: dentro de unos instantes se iniciaría la retirada de las tropas aztecas y habrían de ser sus ojos los primeros en contemplar tan poco grato acontecimiento. Una repentina determinación cruzó entonces por la mente de Tlecatzin. Apretando con firmeza su afilado puñal de hueso, el guerrero lo introdujo sin vacilación alguna en ambas pupilas, haciendo brotar al instante dos gruesos chorros de sangre de las cuencas de sus ojos.

Los ayudantes de Tlecatzin que le acompañaban profirieron ahogadas exclamaciones de asombro y pretendieron sujetar los brazos de su general, pero éste les increpó con recia voz, ordenándoles que continuasen en su sitio, mientras él permanecía inmutable, en actitud firme y erguida, con el rostro sin ojos vuelto en dirección al lugar donde se encontraban sus guerreros, los cuales iniciaban ya la maniobra de reagrupamiento que debía preceder a la retirada.

Y fue en aquellos momentos cuando las tropas purépechas hicieron su aparición. Ocultos tras de sus baluartes, los tarascos habían aguardado impacientes el ataque de los aztecas, estimando que su propio contraataque resultaría mucho más efectivo si se producía simultáneamente al asalto enemigo, pero al no ocurrir éste y al percatarse de que los tenochcas comenzaban a cerrar sus filas para adoptar una formación defensiva, decidieron no esperar más y se lanzaron al encuentro de sus contrarios.

La acometida tarasca constituyó una especie de impetuosa avalancha que proviniendo de lo alto del valle se desbordaba sobre la llanura. Los rostros de los guerreros purépechas eran la imagen misma de la fiereza y en cada uno de sus apretados rasgos se ponía de manifiesto la firme decisión que les animaba. Resultaba evidente que el prestigio de invencibilidad de que gozaban las tropas imperiales no producía en ellos el menor síntoma de temor o respeto. A todo lo largo del espacio ocupado por las tropas tenochcas se inició un combate mortífero y despiadado. Superadas considerablemente en número, las extendidas filas de soldados aztecas estuvieron en múltiples ocasiones a punto de ser perforadas por todos lados, lo que habría provocado su inmediato y completo aniquilamiento, al quedar reducidas a pequeños grupos aislados. Sin embargo, en todos los casos una reacción desesperada de último momento permitió volver a cerrar las amenazantes brechas, y en esta forma, las bambaleantes líneas tenochcas lograron continuar actuando en forma coordinada. Al mismo tiempo que combatían por doquier rechazando los incesantes ataques de sus adversarios, los aztecas proseguían llevando a cabo, en forma lenta pero ininterrumpida, la maniobra tendiente a estrechar sus filas.

Durante el desarrollo de la operación que tenía por objeto convertirse en un sólido conjunto defensivo, la cercana presencia de Tlecatzin constituyó para las tropas imperiales un factor insustituible y determinante. La serena e indomable energía que emanaba del comandante azteca parecía comunicar de continuo un renovado aliento a sus soldados, reanimando sus desfallecientes fuerzas e impulsándoles a proseguir la lucha con creciente denuedo. Los guerreros aztecas ignoraban que aun cuando ellos podían observar a la altiva figura de Tlecatzin dominando el campo de batalla desde la pequeña protuberancia donde se encontraba, a éste le resultaba ya imposible contemplar la feroz contienda que se libraba en torno suyo, pues sus ojos eran tan sólo dos sanguinolentas hendiduras en su noble semblante.

Una vez concluido el reagrupamiento, los aztecas iniciaron de inmediato la retirada. Comprendiendo que sus acosados rivales intentaban la escapatoria, los tarascos redoblaron el ímpetu de sus ataques, tratando a toda costa de impedir que los tenochcas llevasen a cabo su propósito, pero el momento crucial del combate para las fuerzas de Tlecatzin ya había pasado; transformadas ahora en un compacto organismo al que difícilmente podía escindirse, las tropas aztecas avanzaban lentamente, buscando alejarse de la trampa aniquiladora en la que se encontraban.

El impacto de varias saetas clavándose sobre su ajustada armadura de algodón indicó a Tlecatzin la cercana proximidad del enemigo. Los ayudantes que le acompañaban corroboraron lo asentado por los proyectiles: tan sólo los integrantes de la retaguardia tenochca permanecían aún en aquel sitio, la ocupación del mismo por las tropas purépechas se produciría en cualquier momento.

Apoyado en los hombros de sus asistentes, Tlecatzin descendió por su propio pie del promontorio en medio de una creciente lluvia de flechas. Las últimas tropas aztecas que restaban por retirarse se constituyeron de inmediato en la segura escolta de su comandante. Al percatarse de la ceguera de Tlecatzin, una profunda tristeza se reflejó en los rostros de los soldados que le custodiaban. Uno de ellos, con voz quebrada por la emoción, comenzó a vitorearle con entristecido y afectuoso acento, siendo secundado al instante por sus compañeros.

Atendiendo a las instrucciones de sus oficiales, los batallones purépechas suspendieron en un determinado momento la persecución de sus rivales. Después, tras de una pronta reorganización de sus filas, iniciaron un largo rodeo que evidenciaba su propósito de quedar situados a espaldas del sector central del ejército azteca.

Por su parte, las tropas al mando de Tlecatzin prosiguieron su retirada, encaminándose hacia el sitio que les fuera fijado por Ahuízotl.

El audaz Zacuantzin, comandante del ala derecha del ejército azteca, aguardaba impaciente la llegada de la orden de ataque en contra de las fortificaciones enemigas. Aquel combate representaba para él la posibilidad de añadir un nuevo e importante galardón a su meteórica carrera militar, confirmando con ello su recién adquirido prestigio de máximo estratego del Imperio. Las perspectivas futuras del joven general le eran del todo favorables, lo que le hacía suponer que quizás en un tiempo no lejano llegaría a formar parte del selecto grupo de personas que integraban el Consejo Imperial.

La llegada de un mensajero proveniente del puesto de mando interrumpió las cavilaciones de Zacuantzin en torno a su prometedor futuro. El enviado de Ahuízotl era portador de órdenes del todo inesperadas. No sólo se cancelaba el proyectado ataque, sino que debía realizarse una inmediata retirada.

El asombro inicial de Zacuantzin fue pronto substituido por una incontrolable ira. Con voz airada, el guerrero comenzó expresando su total desacuerdo con el mandato recibido y terminó negándose a cumplir la orden de retirada, a no ser que ésta fuese confirmada en forma expresa por el propio Emperador.

Al mismo tiempo que el mensajero emprendía a toda prisa el camino de regreso al cuartel central, una violenta discusión tenía lugar en el campamento de Zacuantzin. Los lugartenientes de éste se habían percatado de la índole de las instrucciones impartidas por Ahuízotl, y aun cuando les resultaba del todo incomprensible tanto la razón de las mismas como el hecho de que no fuese ya el Emperador quien estuviese dirigiendo la batalla, conocían de sobra la bien ganada fama de inflexible severidad que caracterizaba al autor de dichas instrucciones, y en su mayoría, no estaban dispuestos a asumir las consecuencias que podrían producirse debido a la adopción de una conducta de franco desacato a las órdenes de Ahuízotl.

Enfurecido ante la actitud de sus oficiales, Zacuantzin acusó a éstos de cobardía y anunció que no esperaría ni un instante más para dar comienzo al esperado ataque, sino que secundado por todos aquellos que quisieran seguirle, se lanzaría de inmediato al asalto de las posiciones enemigas.

Dando por terminada la reunión, los oficiales se dirigieron a sus correspondientes batallones, e iniciaron la movilización de éstos en una doble y contradictoria maniobra. Los escasos capitanes adictos a Zacuantzin marcharon hacia adelante seguidos por sus tropas, mientras la mayor parte de las fuerzas iniciaban la retirada en medio de un gran desorden, pues no había nadie que estuviese a cargo de coordinar adecuadamente esta acción.

Recién daba comienzo el ataque que encabezaba Zacuantzin, cuando sobrevino el contraataque tarasco. Descendiendo por incontables lugares desde la parte superior del fortificado valle, la acometida de los guerreros purépechas adquirió desde el primer momento la fuerza irresistible de un huracán devastador. De nada valió la innegable y desesperada valentía con que Zacuantzin y sus hombres intentaron hacerles frente. Muy pronto se vieron envueltos y arrollados por la aplastante superioridad numérica de sus contrarios. Ciego de ira e impotencia, Zacuantzin se lanzó en medio de sus rivales buscando abiertamente la muerte. Su deseo no tardó en verse cumplido. Un círculo implacable de guerreros tarascos se cerró sobre su persona, convirtiéndolo en pocos instantes en una masa informe e irreconocible.

Sin pérdida de tiempo, los purépechas se lanzaron en persecución de las tropas aztecas que se retiraban. Les dieron alcance y se trabó de nueva cuenta el combate.

Carentes de una dirección que organizase el repliegue, los batallones aztecas marchaban separadamente. Al sobrevenir el ataque varios oficiales intentaron efectuar un reagrupamiento que permitiese presentar una mejor defensa, pero ya era tarde para lograrlo. Las tropas tarascas se introducían por todos los espacios que separaban a los batallones tenochcas, aislándolos y condenándolos a un seguro aniquilamiento.

La lucha entre ambos contendientes fue rápida y despiadada. Aun a sabiendas de lo inevitable de su derrota, los tenochcas se defendieron con feroz determinación intentando causar el mayor daño posible a sus contrarios. Uno tras otro los aislados grupos de guerreros aztecas fueron exterminados. El triunfo de la estrategia purépecha en aquella sección del frente había sido contundente y definitivo.

Al escuchar el informe del mensajero sobre la negativa de Zacuantzin a ejecutar la orden de retirada, Ahuízotl comprendió que todos sus planes para salvar el ejército azteca de la trampa en que se encontraba amenazaban con venirse abajo. Sin manifestar la menor alteración ante tan inesperado contratiempo, procedió a dar instrucciones a Tízoc para que se trasladase de inmediato al campamento del indisciplinado general, y tras de hacerse cargo del mando de sus tropas, llevase a cabo el proyectado repliegue. Antes de ello, Tízoc debía despojar a Zacuantzin de sus insignias militares y darle muerte en castigo a su insubordinación.

Acompañado de una pequeña escolta, Tízoc se encaminó a toda prisa a tratar de cumplir las órdenes de su hermano. No lo lograría. Al ascender un pequeño lomerío se ofreció ante su sorprendida mirada un inesperado espectáculo: la extensa llanura que se divisaba en lontananza parecía materialmente alfombrada de cadáveres de guerreros tenochcas. En uno de los costados del terreno numerosos contingentes de tropas tarascas —indiscutibles vencedoras del recién finalizado encuentro— procedían a reorganizar sus filas, con la evidente intención de proseguir su avance.

En las proximidades del sitio donde se encontraba Tízoc, pequeños grupos de soldados aztecas, del todo semejantes a los maltrechos restos de un devorador naufragio, deambulaban sin rumbo fijo, confusos y desorientados, buscando tan sólo apartarse cuanto antes de aquel lugar que tan fatídico les resultara.

Durante un primer momento, Tízoc se resistió a aceptar que las contadas y aturdidas figuras que contemplaba constituían los únicos sobrevivientes de toda el ala derecha del ejército azteca. Tras de sobreponerse a su sorpresa, se dio cuenta de la gravedad de la situación, y suspendiendo su avance, envió un mensajero para prevenir a Ahuízotl de la imposibilidad que existía de realizar la retirada conjuntamente con las tropas del ala derecha, pues éstas habían dejado de existir. Acto seguido, Tízoc ordenó a uno de sus acompañantes que hiciese sonar el caracol que portaba, convocando así a congregarse en torno suyo a los dispersos soldados tenochcas que se encontraban deambulando por los alrededores. Estos no tardaron en acudir al llamado, en sus miradas podía leerse la completa turbación que les dominaba, resultaba evidente que sus cerebros aún no terminaban de admitir la realidad de lo ocurrido.

Trascendido ya el inicial asombro, Tízoc recuperó prontamente su cotidiana personalidad, vivaz y burlona, y comenzó a expresarse con frases llenas de humor sobre la estropeada apariencia que presentaban los soldados que iban llegando, comparando a éstos con asustados conejos que huían de un voraz coyote.

La innegable presencia de ánimo que revelaba el humorismo de Tízoc produjo una pronta y favorable reacción en el abatido espíritu de los vencidos. Recobrando su proverbial marcialidad y gallardía, los guerreros se alinearon en bien ordenada formación, y marchando con rítmico andar, prosiguieron su retirada bajo el mando de Tízoc, incorporándose finalmente al grueso del ejército tenochca.

Comprendiendo que su proyectada maniobra de retirada resultaba ya de imposible realización, Ahuízotl ordenó se procediese a organizar rápidamente a las tropas en una cerrada formación defensiva. Asimismo, envió varios mensajeros al lugar señalado inicialmente para llevar a cabo la reunión con las fuerzas de Tlecatzin, indicando a éste que no le aguardase en aquel sitio, sino que acudiese cuanto antes en su ayuda. Los mensajeros retornaron al poco tiempo sin haber podido cumplir su misión, pues ya no era posible traspasar el cerco tendido por las fuerzas tarascas que avanzaban en todas direcciones y cuya llegada se produciría de un momento a otro.

Y en efecto, la llegada de las tropas purépechas no se hizo esperar. Su avance ponía de manifiesto cierta precipitación, como si cada uno de los guerreros tarascos pretendiese ser el primero en iniciar el combate. Las vigorosas facciones de los recién llegados revelaban bien a las claras sus pensamientos y la intención que les animaba: sabían que el desarrollo de la batalla les era favorable y estaban resueltos a coronar su esfuerzo con el total aniquilamiento de sus contrarios.

Ahuízotl observó con fría e impasible mirada la llegada de la avalancha purépecha. Volviéndose hacia los oficiales que le rodeaban levantó en alto su afilado macuahuitl y pronunció con fuerte voz una sola palabra:

¡Tlacaélel!

Repetido primeramente por los oficiales próximos al comandante azteca y acto seguido por sucesivas filas de guerreros, el nombre del Cihuacóatl Imperial se extendió en ondas vibratorias por todo el ejército tenochca. Confluyendo y entremezclándose, la pronunciación y los ecos de aquella palabra se unificaron, estremeciendo el aire con su acento:

¡Tlacaélel!

La evocación de la figura del Azteca entre los Aztecas justo en el momento que antecedía al choque decisivo de ambos ejércitos, obedecía a un deliberado propósito por parte de Ahuízotl: delimitar con precisa exactitud la verdadera trascendencia que tenía aquella batalla, e impedir que los guerreros tenochcas pudiesen ser afectados en su capacidad combativa por una exagerada valoración de las posibles consecuencias de aquel encuentro, en el cual tal vez todos pereciesen y el Emperador resultase muerto o capturado; pero todo esto no tenía en realidad una auténtica importancia, ya que no constituía en modo alguno una amenaza ni a la supervivencia del Imperio, ni mucho menos a la continuidad de los fines para los cuales éste había sido creado, pues allá en la capital azteca, el forjador y auténtico guía de la grandeza tenochca sabría de seguro encontrar los medios adecuados para lograr que el Pueblo del Sol superase el contratiempo sufrido y continuase adelante en su ascendente marcha. No quedaba, por tanto, sino que en esos momentos cada guerrero olvidase cualquier otra preocupación que no fuese la de concentrar toda su atención y energía en el combate que se avecinaba.

La furiosa arremetida de las tropas tarascas hizo estremecer al ejército azteca y estuvo a punto de lograr su desorganización, pero la cerrada formación de las filas tenochcas les permitió absorber el impacto y permanecer aferradas al terreno.

El encuentro adquirió desde el primer momento un inusitado frenesí que tenía algo de anormal y sobrehumano, como si ambos contendientes se encontrasen poseídos de una poderosa energía que les permitía destruirse con asombrosa rapidez y eficacia. Batallones enteros quedaban fuera de combate en un abrir y cerrar de ojos. Nadie cedía un paso, prefiriendo en todo caso quedar muerto en el mismo sitio donde combatía.

Como era siempre su costumbre, Ahuízotl y Tízoc luchaban uno al lado del otro, coordinando sus movimientos con tan perfecta precisión, que más bien parecían un solo guerrero dotado de miembros duplicados.

Sin ostentar ninguna de las insignias inherentes a su alta investidura, Axayácatl era tan sólo un guerrero más en las filas del acosado ejército azteca. Una especie de afán suicida parecía dominarle impulsándole a un estilo de lucha en extremo riesgoso, como si deliberadamente pretendiese perder la vida en medio de aquel mortífero combate.

La valentía y arrojo con que luchaban los guerreros tenochcas y tarascos eran del todo semejantes, y de ello se derivaba la falsa impresión de que aquel encuentro sólo concluiría hasta que los dos ejércitos se hubiesen mutuamente aniquilado, pero ello no era así, pues merced a la estrategia puesta en práctica por Zamacoyáhuac, sus tropas contaban ahora con una considerable superioridad numérica, y en forma lenta pero segura, dicha ventaja iba inclinando poco a poco la victoria en su favor. Sin posibilidad alguna de romper el cerco por sus propias fuerzas, la destrucción del ejército azteca era tan sólo cuestión de tiempo. Y así lo comprendían sus integrantes, que si bien proseguían combatiendo con inquebrantable ahínco, no vislumbraban ya esperanza alguna de salvación.

Existía, sin embargo, una persona que a pesar de hallarse sumida en la más completa negrura como resultado de la reciente pérdida de sus ojos, continuaba poseyendo en su mente una clara visión de todas las posibles perspectivas sobre las cuales podía desarrollarse la batalla. Tras de haber logrado escapar al ataque de sus enemigos, Tlecatzin había conducido a sus tropas hasta el sitio fijado inicialmente por Ahuízotl para efectuar la reunificación de las fuerzas aztecas. Después de esto no se había limitado a esperar inactivo la llegada de las otras dos secciones del ejército, sino que había despachado numerosos mensajeros a realizar misiones de observación en todas direcciones.

Al retornar los mensajeros con la información de que a cierta distancia de aquel lugar se estaba librando una feroz batalla que mantenía inmovilizadas a las tropas aztecas, Tlecatzin comprendió de inmediato que el plan de retirada ideado por Ahuízotl no se estaba cumpliendo en los términos previstos; y sin pérdida de tiempo, ordenó a sus tropas constituir dos gruesas columnas de ataque, y transportado en andas por jóvenes guerreros que se iban turnando para sostenerle, se encaminó a toda prisa hacia el lugar donde se desarrollaba el combate.

Muy pronto el fragor de la batalla llegó hasta los oídos de Tlecatzin, indicándole la proximidad del sitio donde tenía lugar el encuentro. El guerrero comprendió la necesidad de hacer saber a las tropas sitiadas su presencia, evitando así el posible desaliento que podía generarse en ellas al suponer, en medio de la confusión reinante, que llegaban nuevos refuerzos de tropas enemigas. Apoyándose en los hombres de quienes lo conducían, el general azteca alzó su cuerpo al tiempo que exclamaba con toda la fuerza de sus pulmones:

¡Citlalmina!

El nombre de la madre adoptiva de Tlecatzin fue de inmediato coreado por incontables voces, inundando el campo de batalla con su musical acento:

¡Citlalmina!

Las sitiadas tropas tenochcas, que a duras penas continuaban sosteniendo el embate tarasco, escucharon gratamente sorprendidas la incesante repetición del nombre de la legendaria heroína azteca y pronunciaron a su vez, con desesperado afán, su propio grito de guerra.

¡Tlacaélel!

Dominando el estruendo que producían el entrechocar de escudos y macuahuimeh, de silbar de flechas y gemidos de heridos, la enunciación de los nombres de las dos personalidades más famosas del mundo azteca —fundiéndose en una sola y prolongada palabra— parecían imprimir todo un vibrante ritmo al espacio donde se libraba la contienda:

¡Citlalmina-Tlacaélel! ¡Tlacaélel-Citlalmina!

Las columnas mandadas por Tlecatzin se arrojaron contra las tropas purépechas, con la evidente intención de abrir una especie de estrecho corredor que permitiese la salida de sus cercados compañeros. Por su parte, los guerreros tarascos se aprestaron con determinación a frustrar los propósitos de sus rivales.

Desde lo alto de la principal fortaleza purépecha, Tzitzipandácuare, Rey de Michhuacan, y Zamacoyáhuac, comandante en jefe de los ejércitos tarascos, habían permanecido observando con reconcentrada atención el desarrollo de la batalla. En varias ocasiones Tzitzipandácuare había tenido que dirigir la palabra a la numerosa y excitada población civil ahí reunida, tanto para recomendarle que se mantuviese en calma y confiada en el triunfo de su causa, como para oponerse rotundamente a las peticiones de mujeres, ancianos y niños, que deseaban descender a la llanura a tomar parte en el combate.

Los mensajeros llegados del campo de batalla habían transmitido a Zamacoyáhuac, una y otra vez, la solicitud de que acudiese a tomar parte en la lucha al frente del pequeño grupo de tropas de reserva que éste mantenía consigo, pues de hacerlo así —opinaban los oficiales tarascos— se aceleraría la destrucción del cercado ejército azteca. Sin embargo, el taciturno general purépecha no había accedido aún a la petición de sus subalternos, estimando que la intervención de tan escasas fuerzas no alteraría en nada el curso del encuentro, y en cambio, le privaría de toda posibilidad de hacer frente a cualquier eventualidad que pudiese presentarse. Y Zamacoyáhuac estaba seguro de que dicha eventualidad habría de ocurrir antes de que finalizara la contienda, pues conocía de sobra la pericia militar de Tlecatzin —puesta una vez más de manifiesto al ejecutar la maniobra con que lograra burlar la trampa urdida en su contra— y no dudaba que en cualquier momento las tropas del general azteca harían su reaparición en el campo de batalla.

Las dos largas estelas de polvo que surgiendo en el horizonte se acercaban a toda prisa a la llanura donde se desarrollaba el encuentro, constituyeron para Zamacoyáhuac un seguro indicio del próximo arribo de las fuerzas de Tlecatzin. Comprendiendo que la batalla se acercaba a su momento decisivo, el general tarasco organizó en columna de ataque al pequeño contingente de tropas de reserva, y marchando en unión de Tzitzipandácuare al frente de sus fuerzas, inició un rápido descenso rumbo a la llanura.

La llegada de los refuerzos purépechas coincidió en forma casi simultánea con el arribo al campo de batalla de las tropas de Tlecatzin. Ambas acciones pusieron de manifiesto ante todos los combatientes la necesidad de realizar en aquellos instantes un poderoso sobreesfuerzo, con miras a lograr el cumplimiento de sus respectivos propósitos. Decididos a impedir a todo trance la escapatoria de sus rivales, los tarascos efectuaron un nuevo y furioso intento por deshacer la cerrada formación de los batallones tenochcas. Los aztecas, por su parte, al percatarse que se presentaba ante ellos una esperanza de salvación, sacaron fuerzas de su agotamiento, y al mismo tiempo que proseguían luchando para impedir la ruptura de sus cuadros, intentaron un desesperado contraataque justo en el lugar por donde arremetían las tropas de Tlecatzin.

Deseando llevar a cabo un acto que produjese la consternación en sus rivales y terminase por ocasionar la anhelada y al parecer ya inminente desorganización de sus filas, Zamacoyáhuac procuró localizar, desde el momento mismo de su arribo al campo de batalla, el sitio donde se hallaba el Emperador Azteca. Aun cuando Axayácatl no lucía insignia alguna sobre su persona, muy pronto fue descubierto por la aguda mirada del comandante purépecha; quien arrollando a todo aquel que se interponía en su camino, logró irse aproximando al mandatario azteca.

Axayácatl pareció adivinar que el fornido general tarasco que se acercaba derribando guerreros tenochcas cual si fuesen débiles cañas, era precisamente el causante del inusitado apuro en que se encontraban las fuerzas imperiales, y a su vez, buscó también aproximarse a su rival, con el claro propósito de enfrentársele.

Muy pronto ambos personajes se hallaron frente a frente, iniciándose al instante una cerrada contienda. Axayácatl era famoso por su habilidad en el manejo del macuahuitl y el escudo, armas que sabía utilizar con inigualable pericia; sin embargo, en esta ocasión le dominaba un incontrolable sentimiento de furia, pues presentía que aquella figura con la que luchaba, personificaba todo el espíritu de oposición de los tarascos a los propósitos tenochcas de predominio universal. El afán de abatir cuanto antes a su adversario llevó al Emperador a cometer un leve error en la sincronización de sus movimientos. Pretendiendo dar mayor impulso al brazo para lanzar un golpe, apartó ligeramente su escudo desprotegiendo así su cabeza durante un tiempo no mayor al de un parpadeo. El pequeño resquicio fue llenado al punto por el macuahuitl de Zamacoyáhuac, lanzado con la fuerza y la velocidad de un zarpaso. El impacto deshizo el casco protector del Emperador —engalanado con una altiva cabeza de águila— afectando al cráneo con una grave herida que originó el inmediato desplome de Axayácatl. Incontables brazos tenochcas se lanzaron al rescate del cuerpo del monarca, apartándolo con prontitud del centro de la lucha.

En contra de lo previsto por Zamacoyáhuac, el derrumbe del Emperador no ocasionó mayores consecuencias en el desarrollo del combate. La transferencia de mando realizada por Axayácatl en favor de Ahuízotl no había sido un acto puramente formal, sino que correspondía a una auténtica realidad, y el impasible guerrero azteca era ahora la fuerza de sustentación que permitía a las acosadas fuerzas imperiales mantener su coherencia.

Al advertir su error, Zamacoyáhuac buscó de nueva cuenta entre sus rivales al dirigente del ejército tenochca. No tardó en percatarse de la presencia de Ahuízotl, quien en unión de Tízoc continuaba derribando a cuantos se atrevían a cruzar sus armas con las suyas. Una sola mirada bastó al general purépecha para entender que era aquel guerrero y no otro quien constituía en esos momentos la voluntad conductora de las fuerzas imperiales. Teniendo siempre a su lado a Zitzipandácuare, el comandante tarasco se fue abriendo paso rumbo al sitio donde se encontraba Ahuízotl, quien había observado ya la proximidad de Zamacoyáhuac, y a su vez, buscaba también la forma de llegar junto a él para enfrentársele.

Cuando todo parecía indicar que el encuentro entre ambos comandantes tendría forzosamente que producirse, la batalla tomó de repente un nuevo giro: venciendo la tenaz oposición enemiga mediante un continuado y desesperado esfuerzo, las tropas de Tlecatzin habían logrado finalmente traspasar el cerco tarasco y establecer contacto con sus abrumados compañeros. Se inició al instante la retirada del ejército azteca, que aprovechando el espacio logrado gracias al contraataque del ciego y valeroso general, se precipitó a través del salvador pasadizo, transportando consigo a un gran número de heridos y manteniendo todo el tiempo la organizada formación de sus filas. La batalla entró de inmediato en una nueva fase, en la que los aztecas buscaban alejarse lo más rápidamente posible, mientras que los tarascos presionaban a sus rivales, intentando impedir o al menos obstaculizar al máximo su retirada.

Las circunstancias en que se desarrollaba el combate hacían difícil el enfrentamiento entre Ahuízotl y Zamacoyáhuac. En realidad habría bastado con que el guerrero azteca retrocediera más lentamente o el general tarasco acelerase ligeramente su avance, para que el encuentro se produjera, pero en aquellos instantes, ambos comandantes encarnaban en su persona la voluntad conductora que guiaba a los ejércitos en pugna, y la sincronización entre sus acciones y la actuación de sus respectivas tropas era de tal grado, que de variar alguno de ellos el ritmo de su avance o retroceso, se produciría de inmediato un cambio de idéntico sentido en todos los soldados bajo su mando, lo que fatalmente pondría en peligro al ejército que así actuase: si los aztecas disminuían la velocidad de su retirada quedarían cercados y si los tarascos apresuraban su acometida se exponían a desorganizar sus filas y a quedar expuestos a un contraataque enemigo.

En medio del frenético torbellino de aquel devastador encuentro, tanto Ahuízotl como Zamacoyáhuac conservaban una inalterable serenidad y un pleno dominio de sus emociones. Así pues, aun cuando ambos buscaban la posibilidad de un enfrentamiento personal, no estaban dispuestos a que esto implicase el menor riesgo para sus respectivos ejércitos, por lo que ninguno de los dos alteró el ritmo de sus pasos y la en ese momento corta distancia que les separaba comenzó lentamente a ensancharse. Como obedeciendo a un mismo impulso, en el instante en que empezaban a alejarse, los dos guerreros apartaron ligeramente los escudos que les protegían y levantando sus armados brazos efectuaron con éstos un escueto ademán, a modo de respetuoso saludo a su oponente. Al realizar este gesto sus miradas se encontraron y les fue posible, por vez primera, observar por unos momentos el rostro de su adversario. Las facciones inmutables de los dos guerreros sufrieron al punto una inusitada transformación, al reflejar sus semblantes una fugaz expresión del más completo asombro. Y es que para ambos el contemplar la faz de su rival fue como el asomarse a una corriente de agua y ver en ella reflejado el propio rostro, pues la semejanza de facciones del guerrero purépecha y del militar azteca era completa. No se trataba solamente de un simple caso de fisonomías más o menos parecidas, sino de una auténtica y total similitud entre dos caras, fenómeno singularmente extraño, producto tal vez de la profunda analogía existente también entre las almas de ambos guerreros.

La retirada del ejército azteca constituía ya un hecho consumado. A pesar del acoso incesante de los tarascos, los escuadrones tenochcas proseguían llevando a cabo, cada vez con mayor celeridad, su movimiento de repliegue. La luz solar era para entonces únicamente un pálido reflejo rojizo en el horizonte. Muy pronto la negrura de una noche sin luna envolvía por igual a todos los contendientes. Inopinadamente, una recia tempestad se abatió sobre el campo de batalla, poniendo punto final al combate, pues con la excepción de pequeños grupos de guerreros separados del grueso de las tropas, que entre las tinieblas y el fango continuaban luchando hasta su total exterminio, ambos ejércitos dieron por concluidas las hostilidades e iniciaron la tarea de organizar, en medio de las consiguientes dificultades, sus respectivos campamentos.

Como resultado de las graves heridas sufridas en su enfrentamiento con el general tarasco, el Emperador Axayácatl se encontraba privado del conocimiento, razón por la cual era Ahuízotl quien continuaba ejerciendo la máxima autoridad en el ejército tenochca. En cuanto hubo cesado la lucha, el primer acto del comandante azteca fue localizar a Tlecatzin y externarle un lacónico elogio por su acertada actuación, que había evitado el total aniquilamiento de las fuerzas imperiales. A continuación, sin inquirir en ningún momento por los motivos que habían inducido a Tlecatzin a privarse de la vista, Ahuízotl le expuso sus planes de combate para el día siguiente, en que muy probablemente se reanudaría el encuentro entre ambos contendientes.

A pesar de la derrota sufrida en la jornada recién concluida, Ahuízotl estimaba que existía cierta posibilidad de convertir el fracaso en victoria durante el desarrollo del próximo combate, pues éste se realizaría en condiciones distintas al anterior. La ingeniosa estratagema tarasca que condujera a los aztecas a dispersar sus tropas no podría volver a repetirse. La totalidad de las fuerzas que integraban a los dos ejércitos se encontraban ahora frente a frente, acampadas en medio de una extensa llanura. El nuevo encuentro constituiría, por tanto, una especie de cerrado duelo a base de rápidas y cambiantes maniobras. La mayor experiencia de las tropas tenochcas en esta clase de combates representaba una ventaja que muy bien podía resultar determinante. Con acento pausado y frases en extremo concisas, Ahuízotl concluyó de explicar a su antiguo maestro los lineamientos generales de la estrategia que intentaba poner en práctica. Tlecatzin consideró apropiado el proyecto de Ahuízotl y proporcionó a éste algunos útiles consejos, producto de los conocimientos adquiridos en su larga vida de guerrero.

Semialumbrados por la vacilante luz de humeantes hogueras —cuyos empapados leños parecían negarse a proporcionar luz y calor a las tropas invasoras— los oficiales tenochcas escucharon de labios de Ahuízotl el plan de batalla con que pretendía devolver a los tarascos el quebranto sufrido. Concluida la reunión, sus integrantes se dispersaron presurosos por todo el campamento. Instantes después la movilización de los batallones aztecas daba comienzo. No fue sino hasta que todo el ejército quedó situado en la posición que se estimaba más conveniente para el comienzo de la nueva batalla, cuando se autorizó proporcionar un breve descanso a las tropas.

Una enorme algarabía y un desbordante júbilo imperaban en el improvisado campamento tarasco. Aunada a la comprensible alegría por la victoria obtenida, predominaba en soldados y oficiales la certeza de que al día siguiente lograrían completar su triunfo con el aniquilamiento de las fuerzas enemigas. En estas condiciones, la opinión de Zamacoyáhuac —externada en la junta de oficiales convocada por el rey Tzitzipandácuare en cuanto hubo terminado el combate— constituyó para todos una inesperada y desagradable sorpresa.

Zamacoyáhuac estimaba que debían alejarse cuanto antes de aquel sitio y proceder a concentrarse en sus cercanas fortalezas. Estaba en contra de un encuentro a campo abierto con el ejército azteca sin haber elaborado previamente un adecuado plan estratégico, pues de lo contrario, afirmaba, la mayor experiencia de las tropas tenochcas en un combate de esta índole les permitiría improvisar más rápidamente sus acciones y realizar una batalla con grandes posibilidades de éxito.

La proposición de Zamacoyáhuac de adoptar una posición defensiva fue motivo de las más airadas protestas por parte de los generales tarascos, firmemente convencidos de que sólo bastaba un último esfuerzo para lograr el exterminio del ejército enemigo. Al insistir el comandante purépecha en sus puntos de vista, varios de sus subalternos se dejaron llevar por la cólera y, haciendo a un lado los argumentos, comenzaron a insultarle acusándolo de cobardía; uno de ellos, empuñando con fiereza un largo cuchillo de obsidiana, se lanzó en su contra con la evidente intención de asesinarle. Zamacoyáhuac esquivó con ágil movimiento la cuchillada y de un solo golpe dejó tendido e inconsciente a su atacante. Después de ello y dirigiéndose a Tzitzipandácuare —que hasta ese momento había optado por no intervenir, concretándose a escuchar las opiniones de sus militares— manifestó al monarca que consideraba inútil prolongar por más tiempo la discusión, razón por la cual, se retiraba a supervisar las medidas que se estaban tomando para atender a los heridos, en la inteligencia de que fuese cual fuere la resolución que el soberano adoptase, él la acataría sin la menor réplica.

El rey de Michhuacan era un gobernante a un tiempo valeroso y prudente. Al igual que sus generales, deseaba ardientemente llevar hasta su total conclusión la victoria de las armas tarascas; sin embargo, comprendía muy bien la veracidad de los argumentos de Zamacoyáhuac, máxime que en su mente estaba aún fijo el recuerdo de lo que contemplara aquella mañana al inicio de la batalla, cuando las tropas al mando de Tlecatzin, demostrando una increíble capacidad de maniobra, habían logrado escapar a un cerco que parecía imposible de romper. Así pues, con palabras cuya firmeza dejaba bien a las claras lo irrevocable de su determinación, Tzitzipandácuare manifestó ante el consejo de oficiales la decisión que había tomado y las razones de ésta: abandonarían esa misma noche el campo de batalla y se retirarían a sus fortalezas. Las tropas invasoras —afirmó el monarca— muy bien podían darse el lujo de intentar recuperar la iniciativa, arriesgando el todo por el todo en una segunda batalla, pues aun en el supuesto de que resultasen aniquiladas y el Emperador pereciese, en la capital azteca estaban en posibilidad de organizar nuevos ejércitos y de designar otro Emperador. Muy distinta era la situación a la que se enfrentaban los tarascos, cuya derrota en un combate que ya no era estrictamente necesario —pues el descalabro sufrido por las fuerzas enemigas las incapacitaba para llevar adelante la invasión proyectada— significaría la desaparición misma del Reino Tarasco como entidad independiente.

Una vez adoptada la resolución de asumir una posición defensiva, Tzitzipandácuare mandó llamar a Zamacoyáhuac y tras de reafirmarle su plena confianza, le encomendó la dirección de la retirada. Sin pérdida de tiempo, el comandante tarasco comenzó a impartir las órdenes necesarias para llevar a cabo el repliegue, disponiendo, asimismo, la forma en que las tropas debían quedar distribuidas entre los distintos baluartes, finalmente, dio instrucciones para que los numerosos contingentes de población civil que habían descendido de las fortalezas a colaborar en diferentes labores —transporte de víveres y armas, asistencia a los heridos, retiro de cadáveres, etc.— se dieran a la tarea de recoger del campo de batalla todo el equipo abandonado por los aztecas durante su precipitada retirada, pues en gran parte ese equipo consistía en los implementos que los tenochcas pensaban utilizar en su asedio de las fortificaciones purépechas.

Las órdenes de Zamacoyáhuac comenzaron a ser ejecutadas con gran celeridad y muy pronto contingentes cada vez más numerosos de tropas tarascas se encaminaban ordenadamente, en medio de la penumbra de la noche, en dirección a los baluartes cuya defensa les había sido encomendada.

La noticia referente a la frustrada agresión perpetrada en contra de Zamacoyáhuac por uno de sus propios oficiales, así como la diferencia de pareceres surgida entre aquel y sus subalternos, se difundió rápidamente entre los integrantes de la población purépecha presente en las proximidades del campo de batalla. De inmediato la población civil dio a conocer cuál era su unificada opinión al respecto: vítores incesantes y entusiastas en favor del general tarasco, proferidos por gente del pueblo, comenzaron a dejarse oír por doquier. Cuando ya cerca del amanecer y al frente del último grupo de tropas, Zamacoyáhuac hizo su arribo a la más importante de las fortificaciones, le aguardaba el espontáneo homenaje de la innumerable población ahí congregada, que de múltiples maneras deseaba testimoniar su gratitud al genial estratego que había sabido engañar y derrotar a un ejército tenido hasta entonces como invencible, preservando así la existencia del Reino Tarasco.

Zamacoyáhuac permaneció tan impasible ante el emocionado homenaje de su pueblo, como antes lo había estado frente a los insultos de sus oficiales.

La luz del nuevo día iluminó a un maltrecho ejército azteca alineado en formación de combate en medio de una solitaria llanura, sin ningún rival al frente con quien llevar a cabo la proyectada batalla. A lo lejos, en los elevados valles donde se asentaban los baluartes purépechas, las sólidas defensas enemigas lucían más inexpugnables que nunca.

En una breve reunión en la que participaron todos los oficiales tenochcas, Ahuízotl expuso con frío realismo la situación en la que se encontraban: tras de las cuantiosas bajas sufridas en la batalla del día anterior y desprovistas de sus implementos de asedio, las tropas aztecas no contaban con la menor probabilidad de éxito en caso de que se intentara tomar por asalto las fortificaciones enemigas; no quedaba, por tanto, sino aceptar el fracaso padecido en aquella campaña, e iniciar cuanto antes el camino de retorno.

Mientras las fuerzas imperiales levantaban el campo y con ánimo dolorido se preparaban para el largo viaje de regreso, un selecto número de mensajeros se encaminaba con veloz andar rumbo a la capital azteca. Atendiendo a las expresas instrucciones impartidas por Ahuízotl, los mensajeros no debían relatar a nadie lo acontecido en tierras tarascas, manteniendo en secreto la noticia de la derrota sufrida por el ejército azteca, hasta el momento en que se hallaran a solas frente a Tlacaélel.