La noticia de los sucesos ocurridos durante la agitada noche en que tuviera lugar la frustrada rebelión de los mercaderes se extendió con increíble rapidez por todos los rumbos de la capital azteca. Aún no amanecía del todo, cuando ya enormes multitudes —impulsadas no sólo por un febril afán de información acerca de lo que estaba sucediendo, sino deseosas de tomar parte activa en los acontecimientos— recorrían las calles de la imperial metrópoli. Al enterarse de la fracasada intentona de insurrección realizada por Moquíhuix y los mercaderes, un sentimiento de ira y estupor se dejó sentir entre todos los integrantes de la población tenochca; sin embargo, muy pronto el asunto de la sofocada revuelta pasó a segundo término —e incluso quedó del todo olvidado— al difundirse la noticia de la muerte de Citlalmina.
Aun cuando el respeto rayano en veneración que el pueblo azteca profesara antaño a Citlalmina se había transformado en los últimos tiempos en una desdeñosa indiferencia, aquella mañana, al darse a conocer —por labios de los nuevos Caballeros Tigres— los hasta entonces ocultos motivos que habían movido a Citlalmina a tramar su proyectado matrimonio con Teconal, y conjuntamente, propalarse la noticia de su fallecimiento, una especie de telúrico estremecimiento sacudió la conciencia del pueblo azteca. Arrepentimiento y dolor, tristeza y vergüenza, admiración y nostalgia, se entremezclaron al unísono en el alma de los tenochcas. La exacta valoración de lo que la figura de Citlalmina representaba en el nacimiento y desarrollo del Imperio, se hacía ahora patente ante los ojos de todos.
Como obedeciendo a un mismo e irresistible impulso, los habitantes de la Gran Tenochtítlan comenzaron a dirigirse en largas filas de silenciosos dolientes hacia la Plaza de Tlatelolco, en uno de cuyos costados se encontraba el edificio de gobierno donde yacía el cadáver de Citlalmina. Mujeres y niños de todas las edades, de cuyos ojos brotaban raudales de lágrimas, avanzaban con pausado andar portando entre sus brazos enormes ramos de flores de las más variadas especies. Muy pronto, la segunda gran plaza de la capital azteca empezó a resultar del todo insuficiente para dar cabida al siempre creciente mar humano que iba llenando hasta los últimos resquicios de la enorme explanada.
Mientras la población se agolpaba en torno al lugar donde se encontraba el cadáver de Citlalmina, Axayácatl ordenaba desde su palacio se tributasen a la recién fallecida heroína los mismos honores que se rendían a los generales aztecas que perecían en combate. En cumplimiento a lo dispuesto por el Emperador, un batallón de tropas selectas se encaminó a toda prisa a Tlatelolco con instrucciones de ponerse bajo el mando de Tlecatzin y trasladar de inmediato el cuerpo de Citlalmina hasta el Templo Mayor de la ciudad. La resolución de Axayácatl obedecía a un sincero deseo de rendir a la difunta el máximo homenaje que a su juicio resultaba posible; sin embargo, en esta ocasión, las órdenes imperiales no iban a ser acatadas.
A través de su activa existencia, Citlalmina había demostrado en incontables ocasiones que el pueblo no necesita estar aguardando a que sean siempre las autoridades las que vengan a resolver todos sus problemas, sino que puede muy bien organizarse para llevar a cabo sus propios propósitos. La muerte de la heroína azteca daría lugar a una nueva manifestación de esta forma de proceder: mucho antes de que los enviados de Axayácatl llegasen a Tlatelolco portando las órdenes del monarca sobre la forma de celebrar las honras fúnebres, el pueblo había comenzado ya, por su propia cuenta, a organizar los funerales.
Construida por manos anónimas, una sencilla plataforma de madera adornada con flores fue introducida hasta el lugar donde se encontraba el cuerpo de Citlalmina. Junto con la plataforma irrumpió en el edificio una multitud respetuosa, pero decidida a sacar cuanto antes el cadáver de la heroína para dar comienzo a un público homenaje. Tlecatzin no tenía aún conocimiento de las disposiciones acordadas por el Emperador, y al constatar la firme determinación popular de rendir un último y espontáneo tributo a Citlalmina, vio en ello el más apropiado de todos los homenajes. Así pues, ordenó a las tropas bajo su mando que diesen por terminada la guardia que habían venido manteniendo junto al cadáver, y con sus propios brazos, depositó el cuerpo de su madre adoptiva en la rústica plataforma tapizada de flores. Estimando que en los funerales de Citlalmina saldría sobrando cualquier ostentación de pretendida superioridad, Tlecatzin se despojó de sus insignias de Caballero Águila y marchó como un doliente más en seguimiento de la plataforma en que era conducido el cadáver. Los jóvenes Caballeros Tigres, que al frente de sus fatigados y victoriosos guerreros permanecían aún en los recién conquistados edificios que bordeaban la plaza de Tlatelolco, al observar la conducta asumida por su respetado Director procedieron a imitarla, y guardando sus flamantes insignias, se entremezclaron con la dolorida multitud que lentamente comenzaba a desplazarse hacia el centro de la ciudad.
La ancha y larga avenida que conducía desde Tlatelolco hasta la Plaza Mayor había sido convertida por el pueblo en una gigantesca alfombra de flores. En sus costados se agolpaban miles y miles de personas de entristecidos rostros que aguardaban el paso del cortejo para unírsele. Un brusco y sorprendente cambio de estado de ánimo se operaba en todas las gentes en cuanto les era dado contemplar el cadáver de Citlalmina: como si la vigorosa y contagiosa energía que caracterizara a la heroína durante toda su vida continuase emanando de su cuerpo ahora inerte, ante su presencia, la multitud iba trocando la inicial pesadumbre que la dominaba en una actitud de serena firmeza. Una voz de mujer comenzó a entonar uno de los populares cánticos que los poetas habían compuesto en honor de la desaparecida, de inmediato incontables voces se le unieron, y a partir de aquel instante, la plataforma y su mortuoria carga prosiguieron su avance entre un incesante recitar de versos y entonar de canciones. Aquello no parecía ya unas exequias, sino el desfile triunfal de un guerrero.
Informado de lo que acontecía, Axayácatl había cancelado sus instrucciones iniciales —dejando por tanto al pueblo plena iniciativa en la organización del funeral— y en unión de Tlacaélel observaba desde lo alto del Templo Mayor el avance de la aún lejana multitud que lentamente se iba aproximando al corazón de la ciudad. En lontananza, y hacia cualquier punto a donde voltearan la mirada, podían contemplar un incesante afluir de lanchas pletóricas de gente que a toda prisa se desplazaban hacia la capital azteca.
Resultaba evidente que la noticia de la muerte de Citlalmina, como si hubiese sido propalada por los vientos, había llegado ya hasta un gran número de poblaciones situadas en los contornos del lago y que sus moradores acudían presurosos a rendir un último homenaje a la fallecida defensora de las causas populares.
En los bien trazados contornos de la Plaza Mayor, trabajando cual inmenso hormiguero, incontables personas laboraban febrilmente en la confección de una gigantesca alfombra de flores que abarcase toda la explanada. Técpatl, en compañía de otros destacados artistas, dirigía personalmente a los operarios, que con inigualable habilidad y rapidez iban transformando el vasto espacio disponible en una policromía de gran belleza, en la que figuraban representaciones de Deidades y geométricos dibujos de complicado diseño. Al pie de la enorme pirámide que albergaba al Templo Mayor, se hallaba colocado un alto montículo de madera, destinado a convertirse en la hoguera cuyas llamas consumirían el cuerpo de la heroína azteca.
Al percatarse de la proximidad del cortejo, Tlacaélel y Axayácatl descendieron del Templo y en unión de los más importantes dignatarios imperiales se dispusieron a salir a la Plaza para participar en los funerales. Sabedores de la actitud adoptada por Tlecatzin y los noveles Caballeros Tigres, se despojaron también de todas las insignias inherentes a sus altos cargos, y sencillamente ataviados, se encaminaron hacia el lugar donde habría de encenderse la hoguera.
La aparición de las autoridades en la Plaza Central coincidió con la llegada de la inmensa multitud que acompañaba al cadáver. Un profundo asombro suscitóse entre el pueblo al contemplar a los principales personajes del Imperio despojados de todo distintivo que aludiese a su grandeza y poderío. Particularmente la figura de Tlacaélel era objeto de la asombrada mirada de todos los presentes, pues no se conocía ningún precedente de algún Portador del Emblema Sagrado que hubiese participado en un acto público sin ostentar sobre su pecho la venerada insignia.
Los cánticos cesaron y un extraño e impresionante silencio prevaleció en el ambiente. Lentamente, como si sus portadores se resistiesen a hacer entrega de su preciada carga, la plataforma conteniendo el cuerpo de Citlalmina llegó hasta donde se encontraba la madera convenientemente dispuesta para facilitar su incineración. En los momentos en que el cadáver iba a ser trasladado de la plataforma al montículo, el viento agitó las blancas vestiduras que cubrían el cuerpo, produciendo con ello una fugaz ilusión de vida y movimiento. Un rumor revelador de nerviosa inquietud se dejó escuchar entre la apretada multitud. La contemplación de la natural serenidad que prevalecía en las facciones de Citlalmina había suscitado ya numerosas dudas entre el pueblo —principalmente entre las mujeres— acerca de si en verdad la heroína se encontraba muerta o tan sólo sumida en un profundo sueño. La impresión de movimiento producida por el viento transformó en un instante aquellas dudas en la segura convicción de que Citlalmina no había fallecido, sino que se hallaba en una especie de trance semejante al sueño.
Inesperadamente, sin que nadie supiese de donde había brotado, una voz pronunció una palabra con la firme seguridad de aquel que enuncia la adecuada solución a un complejo problema:
¡Iztaccíhuatl!
Millares y millares de rostros elevaron al unísono la mirada en dirección a los eternos centinelas del Anáhuac: la majestuosa pareja de volcanes de nevadas cumbres y singular figura, fuente inmemorial de inspiración de las más bellas leyendas. Al contemplar a la colosal montaña con forma de mujer que parecía dormir aguardando una nueva Edad para recobrar la conciencia, la multitud captó en un instante, en una especie de súbita percepción colectiva, la simbólica similitud que identificaba a aquellos dos seres —la mujer de carne y la mujer de nieve— habitantes de una desconocida realidad que trascendía, la aparente dualidad que entrañan la vida y la muerte.
Sin que fuese necesario que nadie la expresase en palabras, una firme determinación pareció surgir en el ánimo popular al percatarse de la semejanza existente entre las dos yacientes figuras: la de elevar el cuerpo de Citlalmina hasta las nieves del Iztaccíhuatl, para que ambos seres aguardasen unidos su futuro despertar.
Una vez más, el pueblo se puso en movimiento transportando la floreada plataforma que contenía el cuerpo de Citlalmina hasta el embarcadero más cercano. Al llegar a éste, fue colocada con sumo cuidado en una canoa que al instante comenzó a surcar las aguas, seguida muy de cerca por enjambres de lanchas en las que se agolpaba una población deseosa de acompañar a Citlalmina hasta su nuevo hogar.
Al borde del lago, acampados en una amplia llanura y protegidos del frío de la noche por incontables fogatas cuyos resplandores se percibían desde lejanas distancias, el pueblo azteca esperó el amanecer del nuevo día para proseguir su marcha hacia las nevadas faldas del Iztaccíhuatl.
Al despuntar el alba, los tenochcas dieron comienzo a un ininterrumpido ascenso a través de extensos y solitarios bosques. Las últimas luces rojizas del atardecer coloreaban el cielo, cuando los fatigados caminantes se detuvieron ante la pequeña abertura de una profunda oquedad en un conjunto rocoso. Se encontraban ya en un lugar donde dan comienzo las nieves perpetuas del femenino y adormecido volcán.
Un grupo de leñadores, habitantes de aquellas soledades, introdujo el cuerpo de Citlalmina hasta el final de la grieta, depositándolo sobre una sencilla estera de algodón. Un tosco enrejado de madera y una barrera de piedras cubrieron y ocultaron la salida del recinto.
Profundamente emocionado, pero sin dar muestras de tristeza, el pueblo se mantuvo inmóvil y expectante mientras los leñadores terminaban por cubrir del todo la angosta abertura. Confundido entre la gente, Tlacaélel permanecía impasible e inescrutable. Nadie colocó una sola ofrenda ni se pronunció tampoco oración alguna, pues no se trataba de un funeral, sino únicamente de coadyuvar al largo reposo que iniciaba Citlalmina en su helada y solitaria morada.
En medio del más completo silencio, como si temiesen perturbar el sueño de los seres excepcionales que dejaban a sus espaldas, los tenochcas se alejaron presurosos del aquel lugar. Mujer y montaña esperarían juntas el retorno del tiempo en el que nuevamente habrían de entrar en acción.
A partir de la fecha en que el cuerpo de Citlalmina fuera confiado a la custodia del Iztaccíhuatl, una especie de parálisis espiritual pareció apoderarse de Técpatl, impidiéndole no sólo proseguir su labor artística, sino incluso efectuar la mayor parte de las acciones necesarias para sobrevivir. Silencioso y ensimismado en sus propios pensamientos, pasaba los días con la mirada perdida, contemplando en el lejano horizonte a la gigantesca mujer de nieve y rocas en cuyo seno reposaba la heroína azteca.
Dejando sin respuesta los angustiados requerimientos de sus discípulos y amigos, que sin cesar le imploraban cambiase de proceder, el indiscutido dirigente de la vida artística del mundo náhuatl languidecía a ojos vistas, su cuerpo, de por sí delgado en extremo, no era ya —al igual que durante su adolescencia y primera juventud— sino un poco de piel que inexplicablemente porfiaba en continuar adherida a los huesos.
Alarmados ante una situación que no podía prolongarse sin que sobreviniese un trágico desenlace, una comisión de artistas y artesanos acudió ante Tlacaélel para exponerle la penosa situación por la que atravesaba el escultor y pedirle que intentase alguna acción tendiente a lograr que éste recuperase su sano juicio.
El Cihuacóatl Azteca escuchó con sincera preocupación el relato de lo que acontecía a Técpatl y creyó entrever la posible causa que motivaba su, al parecer, inexplicable comportamiento. Desde los ya lejanos días en que la intervención de Citlalmina había salvado la vida del escultor —e influido en forma decisiva para transformar la generalizada desconfianza por su obra en un vigoroso movimiento de apoyo popular a sus ideales de renovación artística— Técpatl, además de conservar una profunda gratitud a su providencial bienhechora, había encontrado en ésta la fuerza inspiradora que le permitía convertir en prodigiosas realizaciones escultóricas sus elevadas intuiciones. Al fallecer Citlalmina resultaba evidente, a juzgar por su actitud, que Técpatl consideraba concluida su labor sobre la tierra y ya tan sólo aguardaba el momento de su muerte.
Tlacaélel prometió a quienes solicitaban su intervención visitar esa misma tarde a Técpatl, sin embargo, les previno que no confiasen demasiado en que necesariamente se derivase de ello un cambio en la actitud del artista, pues si éste había tomado una determinación irrevocable, no existiría razonamiento alguno capaz de hacerle cambiar de conducta.
La presencia de Tlacaélel en el antiguo taller de Yoyontzin pareció reanimar al desfallecido Técpatl, quien abandonando por unos instantes la perpetua contemplación del Iztaccíhuatl a que se hallaba consagrado, se incorporó solícito a dar la bienvenida a su inesperado visitante.
Como resultado de los poco gratos acontecimientos que se habían venido sucediendo a partir del anuncio del supuesto matrimonio entre Citlalmina y Teconal, hacía ya algún tiempo que el Azteca entre los Aztecas no realizaba sus habituales visitas al taller del escultor, así pues, le costó trabajo reconocer a Técpatl en el cadáver viviente que tenía ante sus ojos.
Tlacaélel no reprochó al artista su conducta, se limitó a externar ante éste la segura convicción de que tal y como el pueblo certeramente intuyera, Citlalmina no había fallecido a resultas de una agresión o víctima de una repentina enfermedad, sino que considerando que por el momento no era ya imprescindible para su pueblo había optado, consciente y voluntariamente, por llevar su espíritu a una desconocida región —más misteriosa incluso que aquélla donde moraban los muertos— desde la cual aguardaría a que nuevamente se diesen en Me-xíhc-co circunstancias que requiriesen su presencia.
Antes de abandonar el taller, Tlacaélel efectuó la compra de algunos sencillos utensilios de cerámica de uso cotidiano, mismos que pagó de inmediato con una moneda de cacao. Para todos los presentes resultó evidente el significado de aquella compra: constituía a un mismo tiempo un reconocimiento a la actitud adoptada por los alfareros que laboraban en aquel lugar —los cuales habían continuado trabajando a pesar de lo que ahí acontecía— y una velada reconvención a los escultores del taller, pues éstos habían paralizado del todo sus actividades en cuanto lo hiciera su director y maestro.
Transcurrió cerca de una semana sin que Tlacaélel supiese si se había operado algún cambio en la conducta del escultor, hasta que una mañana, al informarse de los nombres de las personas que solicitaban audiencia, se enteró de que Técpatl se encontraba entre éstas. Al recibirlo, observó una notoria mejoría en su aspecto, pues a pesar de su aún exagerada delgadez, nuevamente dimanaba de él la poderosa e indefinible energía que siempre le caracterizara.
Técpatl expuso ante el Cihuacóatl Imperial haber localizado por la región de Tizápan una enorme piedra que deseaba esculpir, razón por la cual, requería ayuda para lograr trasladarla hasta su taller. Tomando en consideración que el artista disponía de medios suficientes para realizar por su cuenta la operación de transporte, Tlacaélel vio en aquella petición no sólo el medio a través del cual Técpatl le manifestaba haber superado la crisis que le dominaba, sino también un gesto romántico y evocador del pasado, pues había sido con una solicitud exactamente igual a ésa, como el escultor iniciara sus labores artísticas en la capital azteca.
Tlacaélel acordó favorablemente la petición, y a la mañana siguiente, un numeroso grupo de cargadores, bajo la personal dirección del artista, dio comienzo a la difícil maniobra.
La frustrada revuelta de los mercaderes había hecho comprender a Tlacaélel que la política seguida hasta entonces en lo referente a la regulación de las actividades mercantiles se traduciría en constante fuente de conflictos en caso de no ser modificada, pues si bien era cierto que al mantener a los comerciantes en una posición de marcada inferioridad política y social, se evitaba toda posibilidad de que éstos pudiesen transformar los objetivos de carácter espiritual que normaban la conducta de la sociedad, substituyéndolos por el simple afán de enriquecimiento personal que los caracterizaba, también lo era que los mercaderes jamás terminarían resignándose con la marginación de que eran objeto, y que valiéndose de las cuantiosas riquezas que poseían —derivadas del incesante incremento de las actividades mercantiles propiciado por la expansión del Imperio— intentarían una y otra vez cambiar este orden de cosas que les resultaba tan adverso.
Después de reflexionar largamente sobre el problema, Tlacaélel llegó a la conclusión de que existían básicamente dos posibles soluciones.
La primera consistía en que las autoridades se hiciesen cargo íntegramente del desempeño de las actividades comerciales, realizando éstas por su propia cuenta y eliminando con ello a los mercaderes independientes. Si bien una medida de esta índole resultaba al parecer la más apropiada, Tlacaélel estimó que de aplicarla se corría el riesgo de obligar al gobierno a tener que prestar una excesiva atención a los asuntos de carácter mercantil, lo que a la larga acarrearía justamente el mal que se trataba de evitar, o sea el que consideraciones de carácter puramente comercial llegasen a ser las que determinasen la forma de actuar de las autoridades. Así pues, decidió intentar una segunda solución que si bien era evidentemente mucho más difícil, podía dar quizás mejores resultados: motivar a los mercaderes a que procediesen inspirados por los mismos ideales que normaban la conducta del resto de la población azteca.
Para lograr lo anterior, se reorganizaron las antiguas corporaciones de comerciantes, adquiriendo a partir de entonces un marcado carácter teocrático-militar. El ejercicio del comercio dejó de ser tan sólo un medio para la adquisición de riquezas y comenzó lentamente a convertirse en un valioso auxiliar del Gobierno Imperial.[30]
La definitiva conquista de los territorios habitados por los totonacas, realizada a través de exitosas campañas militares y de astutas negociaciones, además de proporcionar a los tenochcas una fuente segura de aprovisionamiento de las variadas mercaderías que se producían en la región de la costa, incrementó su afán por ver concluida, lo antes posible, la total incorporación del mundo entero a las fronteras del Imperio.
Con objeto de poseer una clara visión de lo que en realidad constituía el vasto Imperio Azteca, así como de programar las conquistas que aún faltaban por realizar, Axayácatl encomendó a un grupo integrado por varios de los más destacados dignatarios, la elaboración de un minucioso informe que abarcase lo concerniente a las distintas regiones que componían el Imperio y a los territorios que aún faltaban por conquistar.
Tras de varios meses de incesante labor, los funcionarios que tenían a su cargo el cumplimiento de la misión encomendada por el Emperador dieron por concluida su tarea y procedieron a transcribir, en un elegante y ornamentado Códice de varios centenares de hojas plegadas, los resultados de su trabajo.
El bien elaborado informe condensaba la existencia de todo un mundo fascinante y multifacético. El extendido Imperio había logrado conjuntar una extensa variedad de pueblos, creencias, lenguas y organizaciones políticas. Las cifras relativas tanto al número de habitantes que moraban en las diferentes regiones del Imperio, como a la increíble variedad de artículos que en ellas se producían, resultaban simplemente impresionantes.
En lo tocante a las futuras conquistas por realizar, los redactores del informe estimaban que éstas serían ya escasas, pues la anhelada fecha en que los límites del Imperio coincidirían con los del mundo habitado se encontraba ya próxima.
Tanto por el este como por el oeste, la expansión tenochca había llegado hasta el Teoatl,[31] considerado desde siempre como una infranqueable barrera. La expedición que Tlacaélel encabezara para encontrar Aztlán, había puesto de manifiesto la verdadera realidad prevaleciente en los territorios del norte: inmensas soledades escasamente pobladas por tribus nómadas y bárbaras. No convenía, por tanto, pensar en un avance ininterrumpido de las fronteras imperiales en aquellas regiones, más valía aguardar la época aún lejana en que habría de ocurrir un nuevo y deslumbrante renacimiento de Aztlán, para poder así establecer con ésta fraternales relaciones. No quedaban pues sino dos territorios verdaderamente importantes por incorporar al Imperio. Uno de ellos era el Reino de Michhuacan, habitado por los valientes tarascos. El otro era la amplia e imprecisa área donde se asentaban los señoríos mayas, cuyos límites más apartados llegaban hasta la región de las selvas impenetrables, que al parecer constituían también una barrera insalvable.
Después de estudiar detenidamente el informe, el Consejo Imperial adoptó una determinación: proceder primero a la conquista del Reino de Michhuacan, y una vez concluida ésta, iniciar la incorporación al Imperio de los numerosos señoríos mayas. Las razones para esta decisión provenían de la consideración de que si bien el Reino Tarasco era mucho más poderoso que cualquiera de los señoríos mayas, su conquista podría realizarse a través de una sola victoriosa campaña militar, mientras que en cambio, la extensión de los territorios donde moraban las poblaciones de origen maya, así como la gran variedad de gobiernos que los regían, obligarían forzosamente a la adopción de una táctica de avances progresivos de los ejércitos tenochcas.
Por otra parte, Tlacaélel pensaba que quizás la incorporación de la región maya al Imperio podría lograrse sin tener que recurrir a largas y costosas guerras, sino haciendo valer su condición de lógico pretendiente a la total posesión del Emblema Sagrado de Quetzalcóatl.[32]
Así pues, al mismo tiempo que daban comienzo los preparativos para la campaña militar en contra de los tarascos, se envió a la lejana región donde habitaban los mayas una delegación diplomática especial, con la misión de localizar al poseedor de la segunda mitad del Caracol Sagrado y solicitarle que hiciese formal entrega del mismo a Tlacaélel, poseedor de la otra mitad, en virtud de que la condición fijada por el propio Quetzalcóatl para que la unión de ambas partes se llevase a cabo —la creación de un nuevo Imperio que gobernase a toda la humanidad y que tuviese como finalidad elevar su nivel espiritual— estaba ya próxima a cumplirse.
Un año había transcurrido desde la fecha en que el equipo de porteadores enviado por Tlacaélel trasladase, a costa de grandes esfuerzos, la pesada piedra seleccionada por Técpatl para llevar a cabo una escultura, cuando el artista se presentó ante el Azteca entre los Aztecas para invitarlo a conocer la obra realizada.
Al día siguiente, muy de mañana, el taller de escultura y cerámica de mayor fama en todo el Anáhuac recibía, una vez más, la visita del Cihuacóatl Imperial. Sin pérdida de tiempo, Técpatl condujo a Tlacaélel ante su recién terminada escultura. A pesar de que Tlacaélel estaba ya habituado a las prodigiosas realizaciones que Técpatl acostumbraba efectuar, en esta ocasión no pudo menos que poner de manifiesto, mediante una franca expresión de complacido asombro, la profunda emoción que le embargaba ante lo que sus ojos contemplaban.
Las verdades esenciales de todo cuanto concernía al Tiempo —incluyendo la indisoluble vinculación de éste con el Espacio Celeste— aparecían claramente representadas en el gigantesco monolito frente al cual se hallaba Tlacaélel. La cíclica repetición del acaecer cósmico, la lucha incesante de fuerzas contrarias que dan origen a la dualidad creadora, la gráfica narración de las cuatro Edades anteriores, la presencia rectora y determinante de Tonatiuh[33] como máxima fuerza sustentadora de lo manifestado, la íntima dependencia existente entre los seres que pueblan la tierra y los astros que viven en el firmamento, los veinte símbolos de los diferentes días, que permiten al hombre intentar fijar la conducta más adecuada atendiendo a las cambiantes condiciones celestes, todo ello, y muchas otras importantes cuestiones sobre la estrecha relación que guarda Tonatiuh con todo lo referente al Tiempo, aparecían magistralmente sintetizadas en aquella impresionante y monumental escultura.
Tlacaélel felicitó a Técpatl y a sus ayudantes por la realización de tan magnífica obra y propuso a éste que la conservase durante algún tiempo en el taller, pues deseaba que su traslado a la Plaza Mayor de la ciudad —único marco que consideraba apropiado para una escultura de tales dimensiones— coincidiese con las fiestas que habrían de celebrarse cuando retornase victorioso el ejército que estaba por partir a la conquista del Reino Tarasco.
El escultor estuvo de acuerdo con la proposición de Tlacaélel, pero comunicó a éste que no se encontraría presente en la ciudad cuando tuviesen lugar dichas celebraciones, pues con aquella obra daba por definitivamente concluida su labor artística y deseaba pasar lo que le restara de vida orando y trabajando la tierra, para lo cual se encaminaría esa misma semana hacia su nuevo domicilio: un apartado calpulli por la región de Chololan, en donde laboraban familiares de uno de sus discípulos. El taller, concluyó Técpatl, quedaría a cargo de los capaces escultores y alfareros que habían venido colaborando con él desde largo tiempo atrás.
Convencido de que ninguna clase de razonamiento haría cambiar la firme determinación adoptada por el artista, Tlacaélel se despidió de su amigo y se dirigió al Palacio Imperial, a tomar parte en la junta que fijaría la fecha en que las tropas aztecas, comandadas por el Emperador, iniciarían su marcha rumbo a Michhuacan.
La salida del numeroso ejército que habría de llevar a cabo la campaña contra los tarascos constituyó todo un acontecimiento en la capital azteca. Enormes multitudes, aglomeradas en las calles y apretujadas sobre las embarcaciones que cubrían los canales, observaron con manifiesto orgullo el desfile de las tropas tenochcas.
El espectáculo constituía en verdad algo impresionante. La figura señera y altiva de los Caballeros Águilas, recubiertos de la cabeza a los pies con sus llamativos y ricamente decorados uniformes que les asemejaban a gigantescas y poderosas aves. El paso firme y elástico de los Caballeros Tigres, envueltos en corazas de moteada piel y portando escudos bellamente adornados. El alegre sonido de los cascabeles de oro que ceñían en brazos y piernas los porta estandartes, cuyos multicolores banderines del más variado diseño permitían diferenciar a los innumerables batallones. La marcha rítmica y vigorosa de las tropas. El ronco vibrar de los tambores y el agudo sonar de las chirimías. Y la adusta majestad del Emperador, cuyo rostro a un tiempo juvenil y antiguo, parecía simbolizar el alma misma del pueblo azteca.
Para los tenochcas, que entre incesantes vítores despedían a su ejército, no podían pasar desapercibidos dos hechos sobresalientes de aquel desfile: uno de ellos lo era el que Ahuízotl lucía ya el uniforme de Caballero Águila, y el otro, el que las insignias de mando del ejército que se alejaba eran portadas, en primer término, por el Emperador en persona, y en segundo lugar, por Tlecatzin y Zacuantzin, lo que indicaba claramente el propósito de lograr un equilibrio entre el valor firme, pero a la vez sereno y prudente, que caracterizaba al hijo adoptivo de Citlalmina, y el arrojo impetuoso y temerario de que solía hacer gala Zacuantzin, quien a últimas fechas, como resultado de una serie de fulgurantes y exitosas campañas, se había convertido en el general azteca de mayor prestigio.
Avanzando a buen paso al través de la calzada que por el poniente conectaba a la Capital Azteca con la tierra firme, el ejército se perdió muy pronto de vista, dejando en el aire el eco del recio y armónico compás de miles de pasos retumbando sobre el empedrado.
Aquella noche, mientras contemplaba la dormida ciudad que se extendía bajo sus plantas, Tlacaélel repasó mentalmente los más recientes sucesos: la excepcional escultura realizada por Técpatl, el informe presentado al Emperador sobre la variada extensión de los dominios tenochcas, el ejército marchando a la conquista de una de las últimas regiones aún no incorporadas a las fronteras Imperiales. Después de reflexionar largamente acerca del posible significado de aquellos acontecimientos, llegó a la conclusión de que todos ellos ponían de manifiesto la proximidad del día en que podría afirmarse con justeza que el Imperio había logrado cumplir las tareas para las cuales fuera creado, en otras palabras —y utilizando el simbólico lenguaje de los poetas— el Imperio Azteca estaba ya tan sólo a un paso del sol.