En medio de la noche, cuando la Gran Tenochtítlan semejaba una especie de poderoso gigante dormitando entre las aguas del inmenso lago, el corazón de Tlacaélel dejó súbitamente de latir.
Al ocurrir el inesperado colapso, el Azteca entre los Aztecas reposaba tranquilo en sus habitaciones. El brusco sobresalto de su organismo en agonía le hizo despertar y percatarse al instante de lo que ocurría. No sólo comprendió que iba a morir, sino que conoció también, en vislumbrante atisbo de suprema conciencia, la causa que motivaba su fallecimiento: Citlalmina perecía en aquel instante, y poseyendo ambos un solo y único espíritu, él tenía igualmente que marchar al mundo de los desencarnados. Sereno e imperturbable, Tlacaélel observó con atención el avance inexorable, de las tinieblas, hasta que finalmente, terminó por perder todo asomo de conocimiento.
Un débil y lento, pero rítmico e insistente sonido, fue la primera percepción captada por la aún aturdida conciencia de Tlacaélel. En un primer momento, el Cihuacóatl Azteca supuso que se encontraba ya en alguna de las diferentes regiones que integran al mundo de los muertos, pero después, al lograr entrever por entre las sombras que le rodeaban los objetos de su habitación que le eran familiares, concluyó que aún se hallaba con vida y trató de incorporarse. Su paralizado organismo se negó a obedecerle, permaneciendo rígido e inmóvil sobre el lecho.
Durante un buen rato únicamente el funcionamiento de su mente y el latido de su corazón —autor del débil sonido que escuchara al comenzar a recuperar el conocimiento— permitieron a Tlacaélel mantener el criterio de que aún vivía, pues el resto de su organismo permanecía inerte, dominado por una parálisis total; pero luego muy lentamente —iniciándose la recuperación por las extremidades inferiores— el cuerpo del Azteca entre los Aztecas comenzó poco a poco a recobrar la capacidad de movimiento.
Al mismo tiempo que permanecía atento al lento proceso que iba reintegrando su organismo a la normalidad, el pensamiento de Tlacaélel se esforzaba por encontrar una explicación coherente de lo ocurrido. Una misma pregunta, formulada en mil distintas formas, se planteaba una y otra vez en su mente: ¿Por qué si Citlalmina había fallecido —y de ello no le cabía la menor duda— continuaba él con vida?
En lo más profundo de su conciencia, Tlacaélel encontró la única respuesta posible a la interrogante que le atormentaba: había sido Citlalmina quien lograra, mediante un acto supremo de voluntad realizado en el instante mismo de su muerte, mantener subsistente la dualidad a través de la cual venía manifestándose en este mundo el espíritu que ella y Tlacaélel encarnaban. En esta forma, al impedir que dicho espíritu recobrase su natural unidad, había originado aquella singular anomalía consistente en que la mitad de un mismo ser habitase ya en la región del misterio, mientras la otra parte continuaba existiendo sobre la tierra.
Aun cuando el propósito perseguido por Citlalmina con tan extraño proceder constituía por el momento un enigma indescifrable, Tlacaélel presentía con certeza que se aproximaba el momento en que habrían de resolverse todas las incógnitas que últimamente había venido planteando la extraña conducta de la heroína azteca.
La tímida y respetuosa voz de uno de sus sirvientes, llamándole desde el pórtico de la habitación, vino a interrumpir las profundas cavilaciones de Tlacaélel. Era todavía muy entrada la noche y resultaba por tanto inusitado que alguien viniese a perturbar su descanso. Haciendo un esfuerzo sobrehumano Tlacaélel logró incorporarse, constatando con agrado que había recuperado plenamente el control de su organismo.
Tras de autorizar la entrada al sirviente, éste penetró en el dormitorio y procedió a informar que Chalchiuhnenetzin solicitaba con extrema urgencia una entrevista para exponer ante el Cihuacóatl Imperial un asunto de suma gravedad.[26]
Tlacaélel recordó que hacía tan sólo unas semanas había sido informado del cambio de residencia de Citlalmina, quien atendiendo a la invitación de Chalchiuhnenetzin —de quien era íntima amiga— había dejado su modesta casa ubicada en las proximidades de la Plaza Mayor, para trasladarse al barrio de Tlatelolco, a la bella residencia donde moraban Moquíhuix y Chalchiuhnenetzin, todo ello con objeto de poder efectuar más fácilmente los preparativos de su próxima boda con Teconal. El Azteca entre los Aztecas supuso que Chalchiuhnenetzin venía a participarle la muerte de Citlalmina, y sin pérdida de tiempo, se encaminó hasta la sala de audiencias en donde le aguardaba la hermana del Emperador.
Chalchiuhnenetzin se encontraba ataviada con modestos ropajes usuales entre la servidumbre; sus enérgicas facciones reflejaban una profunda preocupación. Después de disculparse por lo insólito de la entrevista, la recién llegada expuso a Tlacaélel el motivo de su visita: existía una conspiración para derrocar al monarca, asesinar a los más altos dignatarios del Imperio y abolir los elevados ideales que normaban la conducta del pueblo azteca.
Mediante palabras que pretendían ser expresadas con ánimo sereno, pero en las cuales se traslucía una emoción largamente contenida, la hermana del Emperador fue revelando a Tlacaélel toda la vasta información que poseía acerca de la conjura:
Desde tiempo atrás y a pesar del inmenso cariño que profesaba a su marido, Chalchiuhnenetzin se había percatado de la malsana ambición que dominaba a Moquíhuix, así como del hecho de que éste sólo la había tomado como esposa guiado por el propósito de ser grato a los ojos de Axayácatl y obtener con ello un puesto de mayor jerarquía dentro del gobierno. Sin embargo, en vista de que el tiempo transcurría sin que se le otorgase la tan esperada promoción, Moquíhuix había terminado por desesperarse y comenzado a prestar atención a las veladas proposiciones de apoyo mutuo que venían haciéndole Teconal y demás integrantes del poderoso grupo de mercaderes establecidos en Tlatelolco.
En cuanto Moquíhuix comunicó a Teconal su disposición de aliarse a los mercaderes —continuó narrando Chalchiuhnenetzin—, éstos procedieron, dentro del más estricto secreto, a informarle de sus aviesas intenciones: proyectaban eliminar mediante un audaz golpe de fuerza a los principales personajes del Imperio y sustituirlos por sujetos que permitiesen a los comerciantes ejercer una influencia determinante en el gobierno. El afán de incesante superación espiritual y la pretensión de intervenir en la marcha del cosmos, que constituían los máximos ideales del Imperio Azteca, serían sustituidos por una finalidad mucho más pragmática, como lo era la de reorganizar a los territorios conquistados con objeto de lograr una mejor explotación de los mismos. Para poder llevar adelante la conjura con posibilidades de éxito, los mercaderes requerían del apoyo de un buen número de tropas. Riquezas sin cuento aguardaban a todos aquellos militares que estuviesen dispuestos a secundarlos en sus propósitos.
Debido a su larga experiencia en el ejército, Moquíhuix había podido darse cuenta de la existencia dentro del mismo de militares que se hallaban resentidos por no haber sido promovidos desde hacía mucho tiempo; pues dados los rigurosos criterios de ascetismo espiritual que imperaban en las fuerzas armadas, hasta el más leve ascenso constituía una conquista difícilmente alcanzable. Así pues, Moquíhuix tenía la seguridad de que lograría atraer a su causa a un buen número de oficiales al mando de tropas.[27]
Tras de comprometerse a proporcionar a los mercaderes la ayuda militar necesaria para la realización de sus planes, el gobernante tlatelolca había manifestado a su vez cuál era el móvil que lo impulsaba. No anhelaba la posesión de riquezas, sino convertirse en la máxima autoridad del pueblo azteca. En vista de que el cargo de Emperador sólo podía ser conferido por el Heredero de Quetzalcóatl, Moquíhuix estaba consciente de que le resultaría imposible alcanzar semejante dignidad, pues Tlacaélel no accedería nunca a sus propósitos; sin embargo, se contentaba con llegar a ser reconocido como rey de los tenochcas, para lo cual precisaba, además de conquistar el poder, contar con el apoyo de algún sector dentro del sacerdocio.
Como una consecuencia del arraigado concepto de dualidad —aplicable según los postulados de la filosofía náhuatl a todo lo existente— el sacerdocio azteca se hallaba dividido en dos grandes grupos, cuyos componentes, de acuerdo con la índole del culto que practicaban, se autodenominaban respectivamente como sacerdotes solares o lunares. Desde la lejana época en que los tenochcas adoptaran a Huitzilopóchtli como a su máxima deidad protectora, existía dentro de la sociedad azteca una marcada preponderancia del clero dedicado al culto solar, situación que se había hecho aún más patente a partir del momento en que Tlacaélel estableciera como objetivo primordial de los tenochcas el de coadyuvar al engrandecimiento del sol.
El Templo Mayor de Tlatelolco se hallaba consagrado al culto lunar y constituía la sede central de este culto en todo el Imperio. En su calidad de gobernador del barrio de Tlatelolco, Moquíhuix mantenía un estrecho contacto con los dirigentes de dicho templo, y en esta forma, estaba al tanto del oculto despecho que existía en muchos de ellos a consecuencia de la marcada inferioridad en que se encontraba todo lo concerniente al culto lunar en comparación con el solar. Tomando en cuenta esta situación, Moquíhuix había considerado que no le resultaría imposible obtener el apoyo de esta marginada porción del clero para la realización de su ambicioso proyecto de convertirse en rey de los aztecas.
Tal y como supusiera Moquíhuix —continuó relatando la hermana del Emperador— destacados sacerdotes del culto lunar y diversos militares de rango secundario —pero que ocupaban posiciones que podían resultar de primordial importancia en un determinado momento— habían accedido a secundar a los conjurados, integrándose así una peligrosa y poderosa organización de opositores a la Autoridad Imperial, que aguardaban ansiosos el momento más propicio para entrar en acción.
A pesar de los esfuerzos de Moquíhuix tendientes a lograr que su consorte no sospechase la clase de asunto que se traía entre manos, ésta había descubierto, casi desde un principio, el hecho de que su esposo se hallaba involucrado en una conjura que tenía como propósito derrocar al gobierno.
Enfrentada a la difícil disyuntiva de permanecer leal al hombre que amaba y traicionar con ello no sólo a su familia, sino también a los ideales que constituían la base de sustentación de toda su existencia, Chalchiuhnenetzin había permanecido indecisa y vacilante durante un largo tiempo, hasta que finalmente, al borde de la desesperación, había optado por acudir ante Citlalmina, quien fuera antaño su maestra y era ahora su mejor amiga, en busca de guía y consejo.
Una sola entrevista entre ambas mujeres había bastado para que Citlalmina hiciese ver a su antigua discípula la decisión que debía tomar en aquel conflicto: su adhesión a los elevados ideales por los cuales luchaba el pueblo del sol, debía prevalecer sobre cualquier afecto de carácter personal.
La actitud asumida por aquel puñado de repugnantes traidores, había afirmado Citlalmina con encendido acento, ponía en grave peligro la supervivencia del Imperio, no debía, por tanto, tenerse ninguna clase de consideraciones con ellos, sino por el contrario, era preciso aprovechar la ocasión para efectuar el más drástico de los escarmientos. Sin embargo, había añadido, no consideraba que hubiese llegado aún el momento de informar a las autoridades de la conspiración urdida en su contra. Convenía primero recabar la máxima información posible acerca de la conjura, averiguando tanto sus alcances como los nombres de todos los que en ella participaban.
Para poder llevar a cabo sus propósitos —siguió relatando Chalchiuhnenetzin a Tlacaélel— Citlalmina se había trazado un peligroso plan de acción. Convencida de que si bien Moquíhuix constituía el brazo ejecutor de la conspiración, los promotores y directores intelectuales de la misma eran los enriquecidos comerciantes que Teconal encabezaba, decidió no perder de vista al jefe de los mercaderes, y con este objeto, buscó la manera de relacionarse con dicho personaje a través de su amiga.
La afable actitud que adoptó Citlalmina a partir de entonces en su trato con Teconal había constituido para éste la más grata e inesperada de las sorpresas. Cegado por su desmesurada vanidad, creyó ver en ello una evidente prueba de claudicación a los ideales de rectitud y austeridad preconizados durante tantos años por la mujer más respetada del Imperio.
Plenamente consciente de la enorme influencia popular con que contaba Citlalmina y deseoso de aprovecharla en beneficio propio, Teconal comenzó colmando a la heroína azteca de los más valiosos presentes para terminar ofreciéndole matrimonio, compromiso que ésta había aceptado de inmediato. A partir de ese momento, Citlalmina pasó a formar parte del grupo de personas que rodeaban a Teconal y entre las cuales se gestaba la conjura en contra de las Autoridades Imperiales. Aun cuando el mercader no se atrevió a comunicar sus insidiosos planes a su prometida, no había sido para ésta una labor en extremo difícil obtener —a través del trato diario con sus nuevas amistades— valiosos fragmentos de información sobre la proyectada conspiración, que al ser reunidos, le permitieron formarse una visión completa de la misma.
Una vez que Citlalmina tuvo conocimiento de la fecha y lugar en que se intentaría llevar a cabo el derrocamiento, consideró que había llegado el momento de actuar, y con ese objeto dio a su amiga instrucciones precisas. En atención a éstas, Chalchiuhnenetzin memorizó primero toda la información obtenida por Citlalmina en torno a la conjura y después buscó una buena excusa para salir de Tlatelolco sin despertar sospechas.
En la residencia de Moquíhuix se hallaban de visita varias primas de Chalchiuhnenetzin que habitaban en Coatlinchan. Al participarle éstas el deseo de retornar a su hogar y proponerle que las acompañase a pasar una temporada en dicha población, la hermana del Emperador comprendió que aquella era la oportunidad que venía aguardando y aceptó al instante la invitación. Sin sospechar en ningún momento las intenciones que animaban a su consorte, Moquíhuix había dado su consentimiento al proyectado viaje, pensando que tendría mayor libertad de acción si su esposa se encontraba fuera de la capital durante los decisivos acontecimientos que se avecinaban.
La estancia de Chalchiuhnenetzin en Coatlinchan no se prolongó por mucho tiempo. A los pocos días de su llegada simuló un repentino recrudecimiento de la vieja dolencia que padecía en las encías, razón por la cual emprendió de inmediato el camino de retorno a la capital azteca, en busca de la supuesta atención que su mal requería.
Chalchiuhnenetzin no regresó a su hogar en Tlatelolco. Aduciendo ser víctima de agudos dolores, pidió ser llevada directamente a la casa de la anciana experta en plantas medicinales que en anteriores ocasiones había logrado curarla, y ya a solas con ésta, le confió la delicada misión en que se hallaba empeñada, solicitando su ayuda para llevarla a cabo.
La anciana había comprendido muy bien la gravedad de la situación, prestándose de buen grado a proporcionar cuanta colaboración le era posible. Haciendo uso de sus profundos conocimientos en materia de herbolaria, mezcló en la comida destinada a los sirvientes que acompañaban a Chalchiuhnenetzin substancias que les producirían un prolongado estado de letargo, eliminando así cualquier posibilidad de que alguno de ellos pudiese avisar a Moquíhuix que su esposa se hallaba de vuelta en la ciudad. A continuación, la hermana del Emperador cambió su atuendo por el atavío que portaba una de sus adormiladas sirvientas, y en compañía de la anciana, aguardó impaciente a que el avance de la noche hiciese cesar poco a poco el perpetuo bullicio que caracterizaba a las calles de la Gran Tenochtítlan. Ya casi en la madrugada, las dos mujeres se habían encaminado sigilosamente hacia la residencia del Azteca entre los Aztecas.
Chalchiuhnenetzin concluyó su relato proporcionando a Tlacaélel un detallado informe acerca de las personas involucradas en la conjura. Finalmente, le participó que la conspiración estallaría la noche del día que estaba por iniciarse. Los conjurados habían escogido aquella fecha debido a que terminaba el importante período de festejos populares que tenían lugar al finalizar el séptimo mes del año (Tecuilhuitontli) y por tanto, el pueblo y las autoridades se encontrarían distraídos y fatigados tras la celebración de dichos festejos.[28]
Tlacaélel agradeció a Chalchiuhnenetzin su valiosa información y le aseguró que sabría utilizarla adecuadamente en defensa del Imperio, después de ello le preguntó si tenía alguna noticia reciente acerca de Citlalmina, a lo cual la interrogada contestó que no sabía nada sobre su amiga desde que partiera hacia Coatlinchan, sin embargo, esperaba que ésta se pondría oportunamente a salvo de cualquier peligro, abandonando ese mismo día el barrio de Tlatelolco y retornando a su antigua casa en el centro de la ciudad. Tlacaélel se guardó de comunicar a la joven su segura convicción respecto de la muerte de Citlalmina. Finalmente, el Cihuacóatl Azteca pidió a su informante que permaneciese oculta durante aquel día, pues seguía siendo de trascendental importancia para lograr frustrar los planes de los conjurados que estos continuasen creyendo que las autoridades no estaban al tanto de sus propósitos.
Mientras contemplaba desde lo alto del Templo Mayor el surgimiento de las primeras luces del alba, y con ellas el inicio de una incesante actividad por todos los rumbos de la imperial metrópoli, Tlacaélel meditó serenamente sobre la mejor forma de hacer frente al problema que para la continuación de la hasta entonces ascendente marcha del pueblo azteca planteaba la existencia del pequeño grupo de seres ambiciosos y traidores que integraban la conspiración. En virtud de la oportuna información que le proporcionara Chalchiuhnenetzin, no dudaba que resultaría una tarea muy sencilla frustrar la conjura, bastaría para ello que el ejército procediese esa misma mañana al arresto de todos los confabulados. Tal vez éstos intentarían oponer alguna resistencia, pero en vista del escaso número de tropas de que disponían, y no contando ya con el factor sorpresa a su favor, sería tan sólo cuestión de tiempo —y de muy poco tiempo— lograr su total sojuzgamiento. Sin embargo, Tlacaélel concluyó que semejante solución no era en realidad la apropiada, sino que sería mucho más conveniente tratar de aprovechar aquella inesperada crisis para poner a prueba la fortaleza y firmeza de principios que en verdad poseían aquellos que habrían de dirigir, en el futuro, los destinos del Imperio.
Formando parte de los festejos y celebraciones que se estaban realizando, tendría lugar en la mañana de aquel día la ceremonia de reconocimiento de] grado de Caballero Tigre a todos los jóvenes que habían logrado concluir el arduo periodo de aprendizaje que se requería para el otorgamiento de dicho grado.
La ceremonia de admisión de los nuevos miembros de la Orden revestía en esta ocasión un especial interés, pues singulares circunstancias habían concentrado la atención pública en aquella generación de aspirantes.
Dos hermanos del Emperador Axayácatl, Ahuízotl y Tízoc, formaban parte del grupo de jóvenes aztecas que esa mañana ingresarían a la prestigiada Orden. Se trataba, en ambos casos, de recias y destacadas personalidades, poseedoras de contrastantes características.
A pesar de su juventud, la figura de Ahuízotl era ya ampliamente conocida en todos los confines del Imperio. Se decía de él que al ocurrir su nacimiento no había prorrumpido en llanto en momento alguno, y que en igual forma, a lo largo de toda su existencia había mantenido tal dominio sobre sí mismo y tema tal control de sus emociones, que nadie jamás le había visto nunca derramar una lágrima o esbozar una sonrisa. Como quiera que fuese, una cosa resultaba innegable: Ahuízotl era un personaje completamente fuera de lo común, no sólo por su inmutabilidad, sino también por su profunda inteligencia e indomable tenacidad, así como por su valentía y capacidad de mando.
Además de las ya mencionadas características, Ahuízotl poseía un peculiar atributo que terminaba por hacer de él un sujeto en extremo singular, y éste era el de sentirse directamente responsable de todo cuanto ocurría en su derredor, en tal forma que consideraba como una obligación personal el reparar los errores cometidos por cualesquiera de las personas con las que se hallaba vinculado.
Poseyendo igualmente cualidades que hacían de él un ser excepcional, eran sin embargo muy diferentes las características que configuraban la personalidad de Tízoc. Dotado de un agudo sentido del humor y de un carácter particularmente alegre y festivo, acostumbraba bromear de continuo, aun a costa de personas consideradas como muy respetables. Una fértil imaginación unida a una mente ágil y poco convencional, le facultaban para encontrar soluciones a problemas que los demás calificaban de insolubles. Durante su adolescencia había soñado con llegar a ser un prestigiado escultor, e incluso, sin desatender sus estudios en el Calmecac, había frecuentado el taller de Técpatl con miras a ir aprendiendo los fundamentos de dicho arte; sin embargo, al percatarse de que en realidad poseía tan sólo facultades mediocres para el dominio de las formas, había optado por ingresar como aspirante a la Orden de Caballeros Águilas y Caballeros Tigres, crisol donde se forjaban los futuros gobernantes del Imperio.
Estimulados por el ejemplo de incesante superación que Ahuízotl encarnaba, los integrantes de su generación habían sorteado todas las pruebas del riguroso noviciado sin que se produjera —caso único en toda la historia de la Orden— la deserción de ninguno de ellos, cuando inesperadamente, en el último año de aprendizaje, había tenido lugar un acontecimiento que estuvo a punto de torcer el destino de aquel grupo de jóvenes.
Mientras participaban en una clase que versaba sobre la forma de elaborar medicamentos, un recipiente conteniendo una substancia de color amarillento se había volcado accidentalmente sobre el maestro que impartía la enseñanza, impregnando parte de su cuerpo de dicho color. El intrascendente suceso había sido aprovechado por Tízoc para externar con festivo acento una broma en la cual se comparaba al profesor con Tlazoltéotl.[29]
La severa disciplina imperante en la escuela de aspirantes resultaba incompatible con esta clase de humoradas, y como ya en ocasiones anteriores Tízoc había sido reprendido por la comisión de faltas similares, las autoridades del plantel lo consideraron acreedor a la expulsión, sanción que le había sido aplicada de inmediato.
En cuanto Ahuízotl tuvo conocimiento del castigo impuesto a Tízoc, manifestó que, siendo responsable de la conducta de su hermano, dicho castigo resultaba asimismo aplicable a su persona, razón por la cual él también se consideraba expulsado.
Al parecer el curioso concepto de responsabilidad colectiva adoptado por Ahuízotl había pasado a ser compartido por todos los integrantes de su generación, pues éstos externaron una opinión del todo semejante a la anterior, considerándose igualmente merecedores a la expulsión.
Alarmado ante el giro que estaban tomando los acontecimientos, Tízoc había acudido en aquella ocasión ante Tlacaélel, solicitando su intervención para impedir que resultasen afectados todos sus compañeros por una falta de la que en realidad sólo él era responsable.
En su calidad de máximo dirigente de la Orden de Caballeros Águilas y Caballeros Tigres, Tlacaélel tenía una injerencia directa en todo lo concerniente a la escuela de aspirantes a dicha Orden; con base en ello, decidió actuar para impedir la pérdida de aquella valiosa generación de jóvenes, pero al mismo tiempo, resolvió hacerlo en tal forma que aquel asunto no marcara un precedente de ruptura de las reglas disciplinarias que regían a los aspirantes. Tras de convocar a éstos, les dio a conocer su determinación: estimaba correcto el criterio por ellos adoptado, de acuerdo con el cual, la falta de uno solo debía acarrear para todos idéntico castigo, así pues, debían considerarse como expulsados y retornar cuanto antes a sus respectivos hogares. Sin embargo, si alguno de ellos deseaba reiniciar desde el principio su aprendizaje, no existiría, llegado el momento, impedimento alguno para su readmisión.
Tal y como supusiera Tlacaélel, en cuanto dio comienzo el periodo de admisión para la integración de un nuevo grupo de aspirantes, los componentes de la anterior generación —sin una sola excepción— habían solicitado su reingreso. Cumpliendo su ofrecimiento, el Azteca entre los Aztecas avaló personalmente la solicitud de los jóvenes, los cuales iniciaron de nueva cuenta, con redoblado entusiasmo, su interrumpido noviciado.
Además de los readmitidos, integraban el grupo un buen número de nuevos aspirantes, lo que hacía de aquella generación la más numerosa de que se tuviera memoria en la historia de la Orden. Una vez más, la poderosa voluntad de Ahuízotl pareció infundir a todos sus compañeros la inquebrantable determinación de vencer cuanto obstáculo se opusiese a la finalidad de lograr que todos juntos concluyesen venturosamente su noviciado. Tízoc no había vuelto a hacer de las suyas, contentándose con dirigir sus consabidas ironías a sus propios compañeros, mas no a sus maestros.
Y en esta forma, concluido tanto el periodo de aprendizaje como la etapa de pruebas, llegaba al fin el esperado día en que todos los integrantes de aquella generación habrían de recibir el grado de Caballero Tigre. Este era, por tanto, el grupo de jóvenes al cual Tlacaélel proyectaba dar a conocer la traición urdida en el seno mismo del Imperio.
Los bellos ejercicios de danza ejecutados por incontables jóvenes en la explanada central de la ciudad habían concluido. En compañía de las más altas autoridades del Imperio, Axayácatl se retiró al interior del Palacio a descansar breves instantes antes de seguir con el apretado programa de festejos que habrían de desarrollarse en ese día.
Ya a solas con los principales dignatarios, Tlacaélel hizo del conocimiento de sus sorprendidos oyentes toda la información que poseía acerca de la proyectada conjura. En igual forma, expuso ante éstos el plan que había elaborado para hacer frente al inesperado problema. Aun cuando los dirigentes tenochcas se manifestaron partidarios de una acción directa e inmediata en contra de los conspiradores, el Portador del Emblema Sagrado insistió en llevar adelante su personal solución, terminando por convencer a los demás de las ventajas que ésta ofrecía para lograr una reafirmación de las futuras bases en que habría de sustentarse el Imperio.
En unión de sus acompañantes, Tlacaélel y Axayácatl salieron del Palacio y se encaminaron al edificio que albergaba a la Orden de Caballeros Águilas y Caballeros Tigres. Durante el corto trayecto que separaba ambos edificios, una inmensa multitud aclamó entusiasta a sus dirigentes. Tlacaélel concluyó para sus adentros que si entre la gente había espías enviados por Moquíhuix y Teconal para vigilar la actitud asumida por las autoridades, éstos darían por seguro que aún no existía la menor sospecha acerca de la conjura, pues jamás aceptarían que a sabiendas de lo que se tramaba en su contra las autoridades prosiguiesen sin alteración alguna con el programa de festejos.
El arribo de los dignatarios imperiales a la casa sede de la Orden se realizó en medio de respetuosas muestras de afecto. Una tensa expectación predominaba en el ambiente. Tanto las severas facciones de los maestros como los juveniles rostros de los aspirantes, excepción hecha del de Ahuízotl, revelaban la profunda emoción que les embargaba. Hacía ya largo tiempo que unos y otros aguardaban ansiosos la llegada de aquel esperado momento.
Cumpliendo con el milenario ritual establecido desde el inicio mismo de la Orden, Tlacaélel fue otorgando a cada uno de los aspirantes el grado de Caballero Tigre. Al concluir la ceremonia, todos los participantes se congregaron en el amplio patio interior del edificio para escuchar las palabras que, según era costumbre, dirigía en esas ocasiones a los nuevos miembros de la Orden el Heredero de Quetzalcóatl, y a las cuales daba respuesta, de acuerdo también con antigua tradición, aquel de entre los recién nombrados Caballeros Tigres que era designado para este efecto por sus propios compañeros.
Lo habitual en estos casos era que las palabras del Cihuacóatl Imperial hiciesen referencia a las arduas responsabilidades contraídas por aquéllos que acababan de ingresar en la Orden, para luego concluir su discurso expresando el deseo de ver algún día a todos ellos convertidos en Caballeros Águilas, pero en esta ocasión, el contenido del mensaje iba a ser muy otro.
Sin mediar preámbulo alguno, con palabras impregnadas de vibrante energía, Tlacaélel fue exponiendo ante su asombrado auditorio toda la información que poseía sobre la conjura urdida en contra del Imperio. En el vivo y animado relato del Portador del Emblema Sagrado, fueron desfilando una a una las principales figuras que habían venido escenificando el desconocido drama: Teconal y su grupo de ambiciosos mercaderes, Moquíhuix y los frustrados guerreros y sacerdotes que le secundaban, Citlalmina y Chalchiuhnenetzin, a cuya sagacidad y firmeza de carácter se debía el que los traicioneros propósitos de los conspiradores hubiesen quedado al descubierto.
Después de haber descrito los hechos y personajes que constituían e integraban la conspiración, Tlacaélel hizo una breve pausa en su exposición, para luego dar a conocer cuál era la inesperada actitud que ante aquel acontecimiento asumirían las autoridades, pues no serían ellas quienes determinasen la conducta que se habría de seguir frente al peligro que las amenazaba; tanto el Emperador como el Consejo Imperial delegaban a la juventud azteca, representada por aquel grupo de nuevos Caballeros Tigres, la tarea de resolver el conflicto a su entero criterio, adoptando para ello las medidas que estimasen convenientes.
Una expresión que revelaba sorpresa y desconcierto fue asomándose en los semblantes de los nuevos Caballeros Tigres al tiempo que escuchaban la inusitada proposición de Tlacaélel. Resultaba evidente que sí bien daban por cierto que en el futuro llegarían a ocupar puestos que implicaban grandes responsabilidades, en donde por fuerza tendrían que tomar importantes determinaciones, jamás habían imaginado que esto ocurriría el mismo día de su ingreso a la Orden. Alineado en medio de una de las largas hileras de jóvenes, Ahuízotl permanecía rígido e inmutable, sin que sus facciones denotasen la mas leve emoción ante lo que escuchaba, como si considerase perfectamente lógico y normal el que fuesen ellos y no las autoridades los encargados de resolver el más grave antagonismo interno surgido hasta entonces en la sociedad azteca.
Con palabras que sintetizaban en unas cuantas frases la disyuntiva existente en aquellos momentos para la vida del Imperio, Tlacaélel dio por terminado su discurso:
Deseando recuperar para los seres humanos su olvidada misión de participar en la labor de coadyuvar al orden cósmico, los aztecas hemos edificado, hemos construido un Imperio destinado a la sagrada tarea de acrecentar el poderío del Sol. Este ha sido el propósito que ha venido guiando todos los pasos del pueblo de Huitzilopóchtli, pero hoy en día no es ya el único que se plantea a nuestras conciencias, precisamos, por tanto, detener un momento nuestro avance para preguntarnos, para interrogarnos: ¿Debe el Imperio continuar laborando para un mayor engrandecimiento del Sol, o convertirse tan sólo en un instrumento destinado a incrementar las ganancias de un puñado de avariciosos y taimados mercaderes? ¡Jóvenes aztecas, futuros Caballeros Águilas! ¿Cuál es vuestra respuesta?
Atendiendo a la costumbre establecida en anteriores ceremonias de esta índole, correspondía ahora que un representante de los recién nombrados Caballeros Tigres se encaminase hasta el estrado, para desde ahí dar respuesta a las palabras del Cihuacóatl Azteca. En esta ocasión, el encargado de hablar en nombre de sus compañeros lo era Ahuízotl, quien al parecer consideró que la pregunta formulada por Tlacaélel al final de su disertación precisaba ser contestada con tanta urgencia, que no podía perder ni siquiera el tiempo que le llevaría llegar hasta el estrado. Aún resonaban en el espacio las últimas palabras proferidas por Tlacaélel, cuando Ahuízotl, avanzando un paso al frente y levantando muy en alto un puño, pronunció tres veces, con recio acento, una misma palabra:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhc-co!
Una especie de invisible relámpago pareció haber descargado súbitamente su enorme energía en el grupo de jóvenes alineados en el amplio patio central del edificio de la Orden; las expresiones de asombro y perplejidad desaparecieron al instante de todos los semblantes para ser substituidas por las más evidentes señales de firmeza y determinación. Como un solo hombre, los integrantes de la nueva generación de Caballeros Tigres alzaron al cielo el rostro y los puños, a la vez que repetían con el atronador estrépito de una tempestad:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhc-co!
La casa que albergaba a la Orden de Caballeros Águilas y Caballeros Tigres no era ya una simple e inanimada construcción. Las palabras de Tlacaélel transfiriendo a los nuevos miembros de la Orden la autoridad suficiente para hacer frente al conflicto existente, así como la gallarda actitud asumida por los jóvenes y muy particularmente la incesante repetición que éstos hacían del misterioso y sagrado vocablo, parecían haber dotado al bello edificio de una poderosa vitalidad, transformándolo en el corazón mismo de todo el vasto organismo del Imperio.
Manifestando en sus miradas una profunda satisfacción y una serena confianza, los dignatarios tenochcas que habían presidido la ceremonia comenzaron a descender del estrado para dirigirse en seguida hacía la puerta de salida. El Director de la Escuela de Aspirantes no acompañó en esta ocasión a los mandatarios hasta el exterior del edificio. Desde el instante mismo en que Tlacaélel revelara la decisiva intervención que había tenido Citlalmina en el desenmascaramiento de la conjura, una especie de paralizante estupor se había apoderado de Tlecatzin, impidiéndole hablar y concertar cualquier clase de movimiento. Los severos juicios —jamás expresados en palabras pero consentidos por el pensamiento— con que calificara la conducta asumida en los últimos tiempos por su madre adoptiva, se convertían ahora, al conocer las verdaderas causas de dicha conducta, en un peso insoportable sobre la conciencia del guerrero. Finalmente, el remordimiento que devoraba interiormente a Tlecatzin logró materializarse y gruesas lágrimas comenzaron a deslizarse involuntariamente por la noble faz del forjador de Caballeros Tigres.
Mientras los altos funcionarios imperiales se alejaban del edificio de la Orden y Tlecatzin recuperaba sus perdidas facultades de voz y movimiento, en el aire continuaba vibrando, con rítmico y estremecedor acento, el antaño secreto nombre de la región donde tantas veces habían florecido prodigiosas culturas:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhc-co!
La respuesta de la nueva generación de Caballeros Tigres a la amenaza planteada por los ambiciosos mercaderes no se concretó tan sólo a repetir con ferviente entusiasmo el milenario vocablo. Al poco rato de que Axayácatl y sus acompañantes retornaron a palacio, fueron informados de que una comisión integrada por varios de los recién designados Caballeros Tigres solicitaba una entrevista.
La comisión era presidida por Ahuízotl, el cual expuso ante el monarca un plan de acción para la total destrucción de los conjurados. En cumplimiento de la promesa formulada por Tlacaélel a los jóvenes, Axayácatl no modificó en nada lo acordado por los noveles Caballeros Tigres, sino que se concretó a girar las instrucciones necesarias para que se diese un exacto cumplimiento al proyecto por ellos elaborado.
Un aguacero pertinaz se abatió sobre la capital azteca durante buena parte de, aquella tarde y aún no daba trazas de concluir al principiar la noche. La mayoría de los habitantes de la Gran Tenochtítlan, cansados por la celebración de los animados y recién finalizados festejos, había procurado recluirse desde temprana hora en sus casas, por lo que muy pronto la ciudad adquirió un desusado ambiente de apacible quietud. Nada permitía presagiar los agitados sucesos que habrían de desarrollarse durante aquella noche.
Un rumor apagado e insistente, semejante al que producen las olas pequeñas al chocar contra la playa, avanzaba por las húmedas calles de la ciudad en dirección a la gran plaza central. Sin proferir palabra alguna y procurando hacer el menor ruido posible, las tropas al mando de Moquíhuix se aproximaban cada vez más a su objetivo.
Repentinamente, proviniendo de lo alto del Templo Mayor, se dejó escuchar el penetrante y poderoso sonido de un caracol marino. Al instante, como si se tratase de multiplicados ecos de aquellas mismas notas, incontables caracoles resonaron desde diferentes lugares cercanos a la plaza. Sin que nadie lo hubiese ordenado, las tropas que comandaba Moquíhuix detuvieron su avance; sin embargo, el rumor que poblaba las calles no desapareció en ningún momento, sino al contrario, pareció alcanzar de improviso una redoblada intensidad, y es que no eran ahora estas tropas las que lo producían: eran los incontables batallones que por doquier surgían cerrando toda posibilidad de escape a sus contrarios.
Ante lo que ocurría, Moquíhuix comprendió de inmediato que la conspiración había sido descubierta por las autoridades y que éstas les habían tendido una trampa de la que difícilmente escaparían, sin embargo, conociendo lo que les esperaba si eran hechos prisioneros, dio la orden de ataque a sus tropas, indicándoles que intentasen romper el cerco avanzando hacia el canal más próximo al lugar donde se encontraban.
Se inició un combate frenético y despiadado. Impulsados por la convicción de que no tenían ya nada que perder, los contingentes comandados por Moquíhuix luchaban con feroz desesperación. Conocedoras de su superioridad numérica y del lógico final que habría de tener aquel encuentro, las tropas leales al gobierno combatían con serena y firme determinación. La cerrada obscuridad de la noche y el estrecho espacio donde se libraba el combate impedían cualquier acción de rescate de los heridos, el que caía perecía aplastado por la compacta masa de guerreros trabados en implacable lucha.
La innegable destreza en el manejo de las armas que poseía Moquíhuix causaba estragos en las filas de sus enemigos, pero ello no impedía que estos continuasen su inexorable avance, limitando cada vez más el cerco que contenía a las tropas rebeldes. Ahuízotl y Tízoc habían avistado ya al desleal comandante e intentaban llegar hasta él con la evidente intención de lograr su captura. Ambos hermanos luchaban coordinada y eficazmente, apoyándose uno al otro en sus avances y movimientos y aniquilando a todo aquel que se interponía en su camino.
Varias de las casas contiguas a las calles donde se libraba el combate estaban también convertidas en campo de batalla. Guerreros de ambos bandos habían penetrado en ellas para proseguir la contienda ante las asustadas miradas de sus moradores. Comprendiendo que su captura era ya inminente, Moquíhuix se introdujo en la casa más próxima y sin pérdida de tiempo ascendió hasta la azotea de la construcción, seguido por varios de sus partidarios y por incontables rivales que a toda costa trataban de darle alcance.
Saltando por entre las azoteas, Moquíhuix y una veintena de soldados consiguieron burlar a sus perseguidores y escapar del teatro de la lucha. Atravesando a nado los múltiples canales que cruzaban la ciudad y teniendo a su favor la protección que les brindaba la noche, los fugitivos lograron llegar hasta el Templo de Tlatelolco, donde les aguardaban el resto de los conjurados.
Los comerciantes y sacerdotes implicados en la conspiración, habían permanecido en el interior del templo esperando impacientes el aviso de Moquíhuix de que había logrado adueñarse de los más importantes edificios de gobierno y dado muerte a las principales autoridades. Al conocer el fracaso sufrido por los militares que les eran adictos, la más profunda consternación invadió a los conjurados, pues éstos comprendieron de inmediato que estaban irremisiblemente perdidos y que no tardarían en verse rodeados por innumerables contingentes de tropas leales.
Y en efecto, después de obtener la más contundente victoria en el nocturno combate, los noveles Caballeros Tigres que dirigían la operación habían procedido a reagrupar sus tropas e iniciado un rápido avance en dirección al barrio de Tlatelolco.
Tras de cruzar buena parte de la ciudad —cuyas calles todavía en tinieblas comenzaban a verse invadidas de personas deseosas de averiguar lo que estaba ocurriendo— las largas columnas de guerreros llegaron hasta la gran plaza central de Tlatelolco. Uno de los contingentes avanzó hasta el Templo siendo recibido por una cerrada lluvia de flechas, lanzadas desde lo alto por los mercaderes y sacerdotes rebeldes, que comandados por Moquíhuix y Teconal, intentaban presentar una última y desesperada defensa.
Las tropas rodearon la elevada pirámide e iniciaron su ascenso por diferentes lugares. Poseídos de una especie de frenético afán suicida, sacerdotes y mercaderes se arrojaron contra los guerreros intentando arrastrarlos en su caída. Algunos lo lograron y perecieron aferrados a sus rivales. Otros fueron acribillados a flechazos o cayeron con el cráneo hundido a golpes de macuahuitl. Moquíhuix y Teconal se lanzaron al vacío desde lo alto del Templo y encontraron la muerte al estrellarse contra los costados del edificio.
Al mismo tiempo que daba comienzo el asalto al Templo, un pequeño destacamento al mando de Tlecatlin se posesionaba del Palacio de Gobierno en Tlatelolco, iniciaba la búsqueda de Citlalmina por entre las numerosas habitaciones de la lujosa construcción.
Durante su alocución a los recién designados Caballeros Tigres, Tlacaélel se había limitado a poner de relieve la participación de Citlalmina en el descubrimiento de la conspiración, pero no había hecho mención alguna sobre la certeza que tenía acerca del fallecimiento de la heroína azteca. Así pues, estimando que Citlalmina corría un grave peligro al encontrarse aún en la guarida de los conspiradores, Tlccatzin había solicitado a los jóvenes guerreros que dirigían la operación le autorizasen a intentar rescatarla de entre las manos de sus posibles captores. Los Caballeros Tigres habían acordado gustosos la solicitud de su antiguo Director, proporcionándole un contingente de tropas para el desempeño de su misión.
El Palacio de Gobierno de Tlatelolco —residencia oficial de Moquíhuix— estaba del todo desierto y abandonado. La servidumbre había huido atemorizada ante la llegada de las tropas y al parecer no quedaba nadie en el inmenso edificio. Repentinamente, al penetrar a una de las habitaciones, Tlecatzin se encontró ante un inesperado espectáculo: recostada sobre una estera y luciendo un sencillo atuendo yacía la inerte figura de Citlalmina.
La tranquila serenidad que parecía emanar de Citlalmina, así como la natural viveza que animaba sus facciones, hicieron creer al guerrero, durante un primer momento, que ésta se encontraba tan sólo sumida en un profundo sueño. Al comprender la realidad de la situación, Tlecatzin se arrodilló ante el cadáver para besar respetuoso las manos de su madre adoptiva.
Nada en el exterior de Citlalmina permitía adivinar la causa de su muerte ni daba base para suponer que ésta hubiese sido violenta. No sólo no presentaba ninguna clase de herida o contusión, sino que incluso su físico parecía haber sufrido una inexplicable y favorable transmutación. Su rostro lucía rejuvenecido, revelando algunos rasgos de su otrora asombrosa belleza, y una especie de poderosa energía parecía fluir de todo su ser, impregnando el ambiente de paz y fortaleza. Tlecatzin envió mensajeros a informar a Tlacaélel y al Emperador del funesto suceso, mientras él y algunos de sus guerreros permanecían en silenciosa guardia al lado de Citlalmina.
Los resplandores de las llamas que incendiaban la cúspide de la pirámide de Tlatelolco se unieron muy pronto a las primeras luces del amanecer. La rebelión de los mercaderes había sido sofocada.