Capítulo XVI
TRES ESTRELLAS SE APAGAN

En el año dos pedernal, tras de ocupar el trono imperial durante veintinueve años, falleció Moctezuma Ilhuicamina. La recia personalidad del afamado guerrero había constituido un factor determinante en los acontecimientos que condujeron al vertiginoso encumbramiento de la hegemonía azteca. El altivo gesto del Flechador del Cielo al pretender defender Tenochtítlan por sí solo, constituyó el origen de la rebelión juvenil con que diera comienzo la lucha libertaria del pueblo tenochca. Jefe militar indiscutido de las fuerzas aliadas de aztecas y texcocanos, supo guiarlas a la victoria definitiva, destruyendo a las hasta entonces invencibles tropas de Maxtla. Forjador del ejército azteca, hizo de éste el instrumento bélico más poderoso de que se tuviera memoria en el Anáhuac. Al restaurarse la Dignidad Imperial, desaparecida desde los lejanos tiempos de los toltecas, Moctezuma había sido designado por sus altos méritos para ocupar el trono de los antiguos Emperadores. Durante su gobierno, el Imperio Azteca había alcanzado inimaginadas cumbres de gloria y grandeza.

Para Tlacaélel la muerte de Moctezuma representaba una pérdida irreparable. Desde pequeños, ambos hermanos estaban acostumbrados a actuar siempre en estrecha colaboración, uniendo sus esfuerzos para el logro de sus propósitos. Durante su juventud, Tlacaélel se había ejercitado en el manejo de las armas bajo la acertada dirección de Moctezuma, aprendiendo de éste importantes conocimientos sobre el arte de la guerra. Por su parte, el futuro Flechador del Cielo gustaba de escuchar con atención los elevados conceptos expresados por su hermano, particularmente en todo aquello que se relacionase con el proyecto de lograr la liberación del entonces sojuzgado pueblo azteca. A lo largo de su prolongada actuación como Emperador, la colaboración entre Moctezuma y Tlacaélel había alcanzado su máxima expresión, tal parecía como si las dos poderosas personalidades se hubiesen fundido en una sola e indomable voluntad, bajo cuyo mando el Imperio incrementaba día con día su poderío, hasta transformarse en una fuerza irresistible y avasalladora.

Las exequias del extinto monarca estuvieron revestidas de gran solemnidad, acudiendo a ellas delegaciones de los distintos pueblos que integraban el vasto Imperio. Un profundo y sincero pesar prevalecía en la capital azteca; para todos resultaba evidente que con la muerte del valeroso Moctezuma se cerraba toda una época en la historia del Anáhuac.

La noche misma del día en que tuvieron lugar los funerales de Moctezuma, al contemplar desde lo alto del Templo Mayor de la Gran Tenochtítlan los incontables astros que poblaban el firmamento, Tlacaélel creyó percibir la súbita desaparición de la luz de una estrella. El suceso no le causó extrañeza alguna, pues vio en él la más clara representación de lo ocurrido sobre la tierra: la noble figura del Flechador del Cielo, que por tanto tiempo constituyera una estrella que guiaba la marcha ascendente del pueblo azteca, había dejado de brillar.

El fallecimiento de Moctezuma planteaba como lógica consecuencia la cuestión relativa a la designación del nuevo monarca que habría de sucederle. El problema no era un asunto de fácil solución, pues dadas las relevantes cualidades del gobernante desaparecido, no se vislumbraba una personalidad poseedora de suficientes merecimientos como para convertirse en el sucesor del Flechador del Cielo.

Convencidos de que, salvo Tlacaélel, no existía en todo el Imperio nadie capaz de superar los méritos del anterior monarca, los miembros del Consejo Imperial suplicaron al Heredero de Quetzalcóatl que aceptase convertirse en el nuevo Emperador. El propio Nezahualcóyotl —miembro honorario del Consejo—, al ser requerido para que externase su opinión sobre la trascendental cuestión que se debatía, afirmó que lo más conveniente en aquellas circunstancias era que el Azteca entre los Aztecas aceptase el elevado cargo que se le ofrecía.

A pesar de las numerosas opiniones en contra, Tlacaélel sostuvo la validez del criterio que venía sustentando desde el inicio de su actuación pública: era necesario evitar la acumulación de todo el poder en una sola persona y mantener la dualidad de Emperador y Cihuacóatl que tan buenos resultados había producido. Por otra parte, debía tomarse en cuenta que el Imperio Azteca había superado ya la etapa de su desarrollo en que la actuación de personalidades excepcionales podía haber resultado imprescindible Y que ahora debía basarse, principalmente, en la existencia de las poderosas organizaciones sobre las cuales se cimentaba.

Atendiendo a las indicaciones de Tlacaélel, el Consejo Imperial designó como Emperador a Axayácatl. Se trataba de un joven guerrero, nieto de Moctezuma, que al igual que sus dos hermanos menores —Tízoc y Ahuízotl— llamaba desde hacía tiempo la atención de la opinión pública por su reconocido valor y destacada inteligencia.

El alto grado de expansión y poderío alcanzado por el Imperio se puso una vez más de manifiesto con motivo de la coronación de Axayácatl, celebrada con fastuosas ceremonias y ante la presencia de innumerables delegaciones, que desde las más apartadas regiones, acudieron a la capital azteca con el propósito de hacer patente su lealtad al nuevo monarca.

Aún no se cumplían cuatro años de gobierno bajo el reinado de Axayácatl, cuando tuvo lugar un sorpresivo acontecimiento que atrajo la atención de todos los habitantes del Imperio: Teconal, uno de los más importantes comerciantes de Tlatelolco, famoso por su insaciable sed de riquezas y por una marcada carencia de escrúpulos que en más de una ocasión le había ocasionado serias dificultades con las autoridades, anunció jubiloso su próximo enlace matrimonial con Citlalmina.

Citlalmina era ya una leyenda viviente para el pueblo azteca. Su entusiasta y carismática personalidad había desempeñado siempre un papel determinante en cuanto movimiento popular de generosa inspiración se suscitara en el alma colectiva de la sociedad tenochca. Sin poseer cargo oficial alguno, pues se había negado invariablemente no sólo a percibir la menor retribución por sus actividades, sino incluso a ocupar puestos puramente honoríficos, Citlalmina había sido la inspiradora e indiscutida guía de un sinnúmero de organizaciones populares que tendían a convertir en realidad los más elevados ideales.

El anuncio de la boda de Citlalmina con un sujeto de tan pésima reputación como lo era Teconal, produjo en un primer momento una generalizada incredulidad sobre la veracidad de tan increíble suceso, pero al ser confirmada la noticia por propia voz de la interesada, un confuso sentimiento, mezcla del más profundo asombro y de la más amarga de las desilusiones, se extendió de inmediato entre los aztecas.

Tomando en cuenta la edad de ambos contrayentes —el comerciante tenía setenta años y Citlalmina sesenta y cuatro— la gente dio por descartada la existencia de un móvil pasional o sentimental como causa del anunciado enlace, e intentó desentrañar los verdaderos motivos de tan desconcertante acontecimiento.

En cuanto al ambicioso mercader, se concluyó que el propósito que lo motivaba a contraer matrimonio con Citlalmina era su deseo de hacer ver a todos lo acertado del razonamiento que había determinado siempre su conducta, consistente en considerar que tanto las personas como las cosas, incluyendo a las más respetadas y sagradas, podían ser compradas cuando se era propietario de una enorme fortuna.

Por lo que respecta a Citlalmina, las causas que podían haberle llevado a adoptar tan extraña conducta resultaban mucho más difíciles de determinar, sin embargo, al no lograr encontrar una justificación lógica, la mayoría de la gente terminó por aceptar como válida la que al parecer era la explicación más evidente: cansada de representar el papel de heroína, Citlalmina deseaba pasar los últimos años de su existencia rodeada de las comodidades que podían proporcionarle las cuantiosas riquezas de su futuro esposo.

El servicio de información con que contaba Tlacaélel para enterarse de lo que ocurría en el Imperio gozaba de un bien ganado prestigio de eficiencia. Una vasta red de individuos al servicio directo del Cihuacóatl Imperial, diseminados por los cuatro puntos cardinales, transmitían diariamente a la Gran Tenochtítlan —por medio de mensajeros tan veloces como los del mismo monarca— toda una serie de noticias y de informes que permitían al Heredero de Quetzalcóatl normar su criterio y tomar determinaciones con base en los más recientes acontecimientos.

A pesar de lo anterior, los días transcurrían y Tlacaélel continuaba siendo la única persona en el Imperio que ignoraba todo lo concerniente al proyecto matrimonial entre Teconal y Citlalmina, pues ninguno de los que le rodeaban deseaba transmitirle semejante noticia.

El primer indicio que tuvo Tlacaélel de que ignoraba algún extraño suceso, provino de una al parecer inexplicable solicitud que le formulara Tlecatzin. El hijo adoptivo de Citlalmina ostentaba ya el grado de Caballero Águila y era uno de los más destacados generales del ejército tenochca: tras de dirigir en forma brillante varias campañas, había sido designado Director de la Escuela de Aspirantes de la Orden de Caballeros Águilas y Caballeros Tigres, cargo que venía desempeñando con singular acierto. Tlacaélel profesaba hacia Tlecatzin un profundo afecto y lo recibía con frecuencia para charlar de muy diversas cuestiones; razón por la cual no le llamó mayormente la atención la visita del guerrero, pero en cambio encontró incomprensible lo que éste le solicitaba: deseaba abandonar de inmediato la capital azteca, para lo cual pedía se le relevase de su cargo de Director de la Escuela Militar y se le incorporase, con el simple grado de combatiente, en cualesquiera de los ejércitos que en aquellos momentos desarrollaban alguna acción en las fronteras del Imperio.

Ante lo insólito de la petición, Tlacaélel pidió a Tlecatzin que explicase los motivos que la originaban, pero éste se negó rotundamente a mencionarlos. El Portador del Emblema Sagrado se percató de la enorme confusión que privaba en el ánimo del guerrero y creyó adivinar, en su angustiada mirada, la certeza de que no era necesario proceder a justificar su conducta, puesto que las causas que la determinaban debían ser ya del conocimiento de Tlacaélel, sin embargo, como no era ese el caso, éste dio por concluida la entrevista, ordenando a Tlecatzin que continuase en su puesto y se abstuviese de formular peticiones absurdas.

Al darse cuenta Axayácatl del vacío de información que se había creado en torno a Tlacaélel, comprendió que le correspondería a él la poco grata tarea de tener que informarle lo que ocurría. Así pues, el Emperador acudió al Templo Mayor a visitarlo, y a solas, lo puso al tanto del acontecimiento que acaparaba en esos momentos a la atención pública.

La revelación que escuchara de labios de Axayácatl produjo en Tlacaélel un abrumador desconcierto: por vez primera en su existencia se veía frente a un hecho que rebasaba su capacidad de análisis, y ante el cual, se sentía incapaz de encontrar una respuesta adecuada.

El inusitado estado de ánimo en Tlacaélel obedecía a que éste había considerado siempre que Citlalmina y él constituían en realidad un solo ser, y que el hecho de que actuasen a través de cuerpos físicos diferentes, obedecía únicamente a una expresión más de la ley de dualidad que rige todo lo creado, pero que ello no modificaba en nada el hecho de que ambos formaban una sola entidad espiritual.

A pesar de que habían transcurrido ya más de cuarenta años desde su último y fugaz encuentro con Citlalmina (ocurrido el día en que arribara a Tenochtítlan portando el Emblema Sagrado y escuchara en la voz de su bella exprometida la designación con que habría de quedar claramente definido ante todo el pueblo el verdadero carácter de su personalidad: «Azteca entre los Aztecas»). Tlacaélel no había dejado de sentir jamás dentro de sí la renovadora y vigorosa presencia de la mujer que encarnaba la otra mitad de su propio ser. Así pues, y al igual que para todos los tenochcas, el inesperado compromiso matrimonial de Citlalmina constituía para él un indescifrable enigma. La explicación finalmente aceptada por la opinión pública, o sea la de considerar que Citlalmina no buscaba otra cosa sino pasar los últimos años de su vida disfrutando de las comodidades que otorga la riqueza, resultaba a su juicio absurda e imposible; sin embargo, no lograba ni siquiera imaginar cuál podría ser la verdadera causa del sorpresivo cambio de conducta de la máxima heroína del pueblo azteca.

Independientemente de las implicaciones estrictamente personales que aquel asunto tenía para Tlacaélel, entrañaba también algunas importantes cuestiones a las que éste debía prestar particular atención en su calidad de Cihuacóatl Imperial.

Así, por ejemplo, era necesario valorar los alcances de la frustración que tan sorpresivo suceso habría de ocasionar en el pueblo. Tras de reflexionar detenidamente sobre ello, Tlacaélel llegó a la conclusión de que si bien la actuación de Citlalmina había resultado determinante tanto para alcanzar el triunfo en la lucha de liberación, como para llevar a cabo la tarea de cimentación y construcción del Imperio, una vez lograda la edificación del mismo y asentado éste en la sólida estructura que le daban las organizaciones creadas para dirigirlo, dicha actuación había dejado ya de ser imprescindible, razón por la cual, la frustración que se derivaría de la destrucción de la venerada imagen que el pueblo se había forjado de Citlalmina no acarrearía ninguna consecuencia de carácter irreparable.

Existía también, en relación con el mismo asunto, una segunda cuestión que comprendía aspectos mucho más complejos:

La unificación económica de muy diferentes regiones productivas que trajera consigo la incesante expansión del Imperio, había generado condiciones en extremo propicias para el desarrollo del comercio en alta escala, mismas que habían sido aprovechadas por un grupo de mercaderes aztecas, que teniendo como base al tradicional barrio comercial de Tlatelolco, habían extendido su red de operaciones a todos los territorios conquistados, obteniendo con ello cuantiosas ganancias.

Ahora bien, el sistema educativo, así como la Orden de los Caballeros Águilas y Caballeros Tigres, tendían a obtener una estructura social en la que la posición de cada persona se encontrase determinada por su grado de desarrollo espiritual. Dentro de este sistema se había negado hasta entonces cualquier posibilidad de progreso social o político a los mercaderes, por considerar que las actividades mercantiles eran muy poco propicias para la realización de ideales elevados. En esta forma, todos aquéllos que se dedicaban al comercio sabían que a pesar de que llegasen a poseer una considerable fortuna, jamás podrían ocupar un puesto público, ni gozar del respeto y la admiración de sus compatriotas.

El hecho de que a pesar de sus riquezas los comerciantes careciesen no sólo de fuerza política para hacer valer sus intereses, sino incluso de la posibilidad de ascender socialmente que le era otorgada hasta al más humilde de los habitantes del Imperio, había venido provocando un creciente descontento entre el grupo de caudalosos mercaderes establecidos en Tlatelolco. El dirigente del movimiento de protesta de los comerciantes en contra de este estado de cosas era precisamente Teconal, quien a últimas fechas, además de los problemas que comúnmente tenía ante los tribunales a causa de su tradicional falta de escrúpulos, comenzaba a ser objeto de acusaciones, hasta entonces no comprobadas, según las cuales intentaba hacer uso del soborno para lograr que las autoridades asumiesen una conducta que resultase más favorable a los intereses de los comerciantes.

En medio de semejantes circunstancias resultaba lógico preveer —concluyó Tlacaélel— que la boda de Teconal con Citlalmina vendría a incrementar las pretensiones de los mercaderes, pues éstos sentirían que habían logrado hacerse de una valiosa aliada, que gozaba más que nadie del afecto del pueblo y del respeto de las autoridades.

Por segunda vez en un breve periodo, al observar las múltiples estrellas que poblaban el firmamento, Tlacaélel tuvo la segura convicción de que una de éstas había dejado de brillar, y al igual que ocurriera cuando el fallecimiento de Moctezuma, ello no le produjo sorpresa alguna, pues así como todo lo que sucede en el cielo repercute sobre la tierra, lo que en ésta acontece se refleja también en el cosmos.

En el cielo de las antiguas tierras de Anáhuac se había extinguido la más pura de todas sus luces: Citlalmina no iluminaba ya el camino por donde avanzaba el pueblo azteca con firme y acompasada marcha.

Como resultado de la anunciada boda entre Teconal y Citlalmina, la Gran Tenochtítlan se había convertido para Tlacaélel en un lugar en extremo incómodo para el normal desempeño de sus actividades. En las miradas de todos cuantos le rodeaban, lo mismo se tratase de los más altos funcionarios del Imperio que de las más modestas gentes del pueblo, el Azteca entre los Aztecas advertía una misma petición que no se atrevía a ser formulada en palabras: la de que fuese él quien proporcionase una explicación satisfactoria de aquel extraño acontecimiento, e indicase si se debía tomar alguna clase de medidas para impedir su realización.

En vista de la imposibilidad en que se hallaba para dar una respuesta adecuada a semejantes interrogantes, Tlacaélel pensó que era prudente ausentarse transitoriamente de la capital azteca. Aduciendo como pretexto el efectuar una visita protocolaria al monarca de Texcoco, Tlacaélel salió al encuentro de Nezahualcóyotl, confiado en que la profunda intuición que éste poseía por ser poeta, le permitiría comprender lo que para él resultaba inexplicable.

Nezahualcóyotl venía padeciendo de tiempo atrás una enfermedad incurable que le iba aproximando lentamente a la muerte; no obstante, la llegada de Tlacaélel pareció infundirle nuevas energías y abandonando su lecho, efectuó en su compañía largos paseos por los bellísimos jardines de la ciudad, disertando con su deslumbrante inteligencia acerca de los más variados e intrincados temas.

La noche anterior a su retorno a la Gran Tenochtítlan, mientras contemplaban desde una de las amplias terrazas del palacio real el espacio infinito pletórico de estrellas, Tlacaélel expuso ante su amigo, mediante elaborado simbolismo, la cuestión que lo tenía confundido:

La gran sabiduría, el profundo conocimiento de nuestros antepasados, les permitió determinar, llegar a saber la índole de las influencias que los astros ejercen sobre la vida de aquéllos que transitamos sobre la tierra. Sin embargo ignoramos si el predominio de los astros perdura o desaparece cuando éstos no brillan más en el cielo.

Nezahualcóyotl escuchó con atención el singular problema celeste planteado por su ilustre huésped, intuyendo de inmediato el significado encerrado en aquella metáfora. Tras de meditar largo rato en silencio, el príncipe poeta afirmó con seguro acento:

Al igual que como ocurre con aquellas personas que son luz y guía para los demás, los astros ejercen siempre un constante ascendiente en nuestras vidas. El súbito ocultamiento de su resplandor en los cielos no significa que se extinga su acción rectora. Lo que sucede, lo que acontece, es que en estos casos resulta mucho más difícil poder precisar su influjo, pero este subsiste, permanece, y a la larga, cuando personas y astros son realmente poderosos, terminamos por darnos cuenta de su presencia oculta, por reconocer su permanente influencia.

Las palabras de Nezahualcóyotl produjeron una evidente complacencia en su interlocutor. El semblante de Tlacaélel, que en últimas fechas había perdido su habitual expresión de serena confianza, la recuperó al instante, al tiempo que parecía iluminarse a resultas de una profunda alegría interna.

El azteca y el texcocano no pronunciaron ya palabra alguna, se limitaron a contemplar con respetuosa atención el lejano cintilar de las estrellas.

Aún no cumplía Tlacaélel una semana de haber regresado a la Gran Tenochtítlan, cuando llegó desde Texcoco un apesadumbrado mensajero portando la no por esperada menos infausta noticia: Nezahualcóyotl había fallecido.

En unión del Emperador Axayácatl y de los más altos dirigentes del Imperio, así como de un gran número de componentes de los más diversos sectores de la población azteca, Tlacaélel se encaminó de inmediato a la capital aliada, para participar en las exequias de su mejor amigo.

Un sentimiento de pesar a tal grado tangible que parecía haberse extendido a la naturaleza misma —pues todo en el ambiente era gris y sombrío— imperaba en el Reino de Texcoco. El llanto incontenible de poblaciones enteras constituía el más fiel testimonio del inmenso cariño que Nezahualcóyotl había logrado despertar en su pueblo.

La multifacética personalidad del Rey de Texcoco encarnaba el más claro ejemplo de la capacidad de superación prácticamente ilimitada que posee el ser humano. A lo largo de su azarosa existencia, Nezahualcóyotl había desempeñado con sin igual maestría un sinnúmero de actividades: rebelde y estadista, filósofo y arquitecto, poeta y guerrero, legislador y urbanista. A su muerte dejaba más de cien viudas y cerca de trescientos hijos. Nada en él había sido mediocre.

Los funerales de Nezahualcóyotl habían concluido; y en forma simultánea a la aparición de las tinieblas nocturnas, un impresionante silencio unido a una opresiva quietud comenzaron a extenderse progresivamente por la ciudad de Texcoco, produciendo una inmovilidad total y anormal. Tal parecía que la bella y alegre capital no deseaba sobrevivir a la muerte de su insigne gobernante.

Cansados por la agotadora tensión que prevalecía en el ambiente y deseosos de emprender el camino de regreso a la Gran Tenochtítlan con las primeras luces del alba, los altos funcionarios tenochcas presentes en las exequias de Nezahualcóyotl se habían recluido desde el anochecer en los aposentos del palacio de gobierno donde se alojaban. En lo alto del enorme edificio, en la misma terraza en donde días atrás mantuviera con el recién fallecido monarca una poética conversación sobre las influencias celestes, Tlacaélel observaba, solitario y meditabundo, la marcha inmutable de los astros a través del firmamento.

El profundo pesar que la desaparición de Nezahualcóyotl producía en el ánimo del Azteca entre los Aztecas, se aliviaba grandemente al recordar los conceptos vertidos en aquel lugar por el extinto poeta. No importaba, por tanto, el que una vez más Tlacaélel se percatase de que en el cielo había dejado de fulgurar una estrella, pues ahora comprendía claramente, que tal y como de seguro acontecía con Moctezuma Ilhuicamina y con Citlalmina, la poderosa luz que provenía de Nezahualcóyotl continuaría iluminando, permanentemente, las tierras de Anáhuac.