Capítulo XV
A LA BÚSQUEDA DE AZTLÁN

Una vertiginosa y radical transformación se estaba operando en la fisonomía de la capital azteca. Transmutando una pasajera desgracia en un permanente beneficio, las autoridades imperiales habían aprovechado la oportunidad que les brindara la inundación que tan graves daños causara a Tenochtítlan, para iniciar toda una serie de obras tendientes a convertir a la hasta entonces modesta ciudad en la digna sede de un poderoso Imperio.

En primer lugar se elaboró un bien meditado proyecto de urbanización y remodelación integral de la ciudad. Una vez aprobado, dio comienzo la gigantesca tarea: se trazaron anchas y firmes avenidas, se desasolvaron canales y reforzaron los muros de contención, se reedificaron multitud de casas y se ampliaron considerablemente los barrios que integraban la metrópoli, se inició la construcción de auténticos palacios, entre los que destacaban, por su particular belleza y grandiosidad, la residencia del Emperador y la Casa de la Orden de los Caballeros Águilas y Caballeros Tigres; finalmente, en la gran Plaza Central, en el mismo sitio donde sus errantes antepasados habían concluido el largo peregrinaje al encontrar el águila devorando a la serpiente, los aztecas comenzaron a edificar un templo de majestuosas proporciones.

Una vez al mes, sin más compañía que la de algún sirviente, Tlacaélel acostumbraba atravesar la ciudad para llegar hasta la casa donde antaño estuviera el taller de Yoyontzin. El anciano alfarero ya había fallecido, pero Técpatl, el genial escultor, continuaba laborando en aquella casa.

El taller de Técpatl era ahora el sitio de reunión predilecto de todos los artistas, no sólo de los que habitaban dentro de los confines del Imperio, sino incluso de los que moraban en apartadas regiones todavía fuera de su dominio, los cuales efectuaban penosas travesías para conocer al famoso escultor y permanecer largas temporadas a su lado, colaborando con él en alguna de sus extraordinarias creaciones. Este constante ir y venir de artistas pertenecientes a muy diferentes tradiciones culturales, permitía una incesante confrontación de las más variadas corrientes artísticas y daba origen a la formulación de toda clase de proyectos, muchos de los cuales se veían posteriormente realizados en diversos talleres y poblaciones.

El incesante crecimiento del Imperio Azteca originó la necesidad de introducir importantes cambios en el sistema utilizado hasta entonces para capacitar a los jóvenes que integraban al ejército, consistente en combinar los periodos de instrucción y entrenamiento que tenían lugar en los cuarteles, con la experiencia práctica adquirida a través de su participación en los combates.

Las campañas militares, que en un principio se desarrollaban siempre en lugares cercanos a la capital azteca, comenzaron a efectuarse en apartadas regiones, obligando con ello a los integrantes de los ejércitos a permanecer fuera de su base de operación durante periodos cada vez más prolongados.

Previniendo que esta situación habría de acentuarse conforme se fueran ensanchando los límites del Imperio, las autoridades tenochcas idearon una solución que permitiría a los nuevos reclutas continuar su entrenamiento regular en los cuarteles y tomar parte en combates librados en lugares situados a distancias que no resultasen demasiado alejadas de los mismos.

Hacia el Oriente del Anáhuac existían los señoríos de Tlaxcallan, habitados por pueblos particularmente valerosos y diestros en el manejo de las armas.

Los territorios ocupados por estos pueblos aún no habían sido invadidos por los ejércitos de Moctezuma, sin embargo, su definitiva incorporación al Imperio era considerada por todos como una simple cuestión de tiempo. Los señoríos de Tlaxcallan se encontraban rodeados por doquier de provincias tenochcas, imposibilitados por tanto de concertar cualquier alianza que les permitiese la esperanza de presentar resistencia con algunas probabilidades de éxito.

La fecha para iniciar la campaña que tenía por objeto lograr el sojuzgamiento de los indómitos habitantes de Tlaxcallan había sido ya fijada, cuando las autoridades imperiales decidieron dar un nuevo giro a los acontecimientos y ofrecieron a los gobernantes de estos señoríos respetar la independencia y autonomía de sus territorios, siempre y cuando se comprometieran a presentar combate a los ejércitos que los aztecas mandarían periódicamente en su contra, en la inteligencia de que dichos ejércitos no tendrían como misión convertir a Tlaxcallan en provincia del Imperio, sino tan sólo efectuar batallas que sirvieran a un tiempo como entrenamiento a sus jóvenes guerreros y como un medio de capturar prisioneros para los sacrificios.

Los gobernantes de Tlaxcallan analizaron fríamente el ofrecimiento de los tenochcas y llegaron a la conclusión de que éste entrañaba un mal comparativamente menor al que se produciría como consecuencia de la conquista lisa y llana de sus territorios, así pues, optaron por celebrar un singular pacto con sus oponentes, en virtud del cual, periódicamente se llevarían a cabo guerras previamente programadas —a las que se dio el nombre de «floridas»— y cuyo objeto sería, como ya ha quedado dicho, la capacitación de los jóvenes aztecas que se iniciaban en la carrera de las armas y la obtención de un buen número de víctimas para los sacrificios.

Sin que fuera posible determinar con precisión en qué momento y en dónde se había planteado por vez primera tan problemática cuestión, el pueblo azteca comenzó a preguntarse con creciente inquietud lo que ocurriría el día en que los ejércitos tenochcas, en su arrollador avance, llegasen hasta las blancas tierras de Aztlán, esto es ¿qué clase de relaciones deberían establecerse entre ambas entidades? ¿Pasaría Aztlán a formar parte del Imperio o se respetarían su integridad y autonomía?

Los aztecas poseían profundamente arraigado en lo más íntimo de su ser el orgullo de provenir de una región considerada entre las más sagradas de toda la tierra: Aztlán, el lugar en donde los hombres podían dialogar permanentemente con los Dioses.

A pesar del tiempo transcurrido desde la lejana fecha en que partieran de Aztlán, los aztecas seguían sintiéndose vinculados espiritualmente a la región donde se encontraban sus raíces: sus poetas componían de continuo bellos poemas para expresar el nostálgico anhelo de retornar algún día al territorio de sus antepasados, y en general, el pueblo manifestaba siempre un profundo interés por cualquier asunto relativo a su lugar de origen.

Las discusiones en torno a la índole de las relaciones que en lo futuro debían establecerse entre Aztlán y Tenochtítlan llegaron a tal punto, que Tlacaélel se sintió obligado a expresar oficialmente su opinión al respecto. El territorio de Aztlán, afirmó el Heredero de Quetzalcóatl, era sagrado, y por tanto, el Imperio mantendría siempre el más profundo respeto a su integridad y autonomía.

La clara posición asumida por Tlacaélel en lo relativo a las hipotéticas relaciones con Aztlán fue recibida con general beneplácito y tranquilizó la inquietud que este asunto había despertado en la población; todos parecieron quedar satisfechos con la forma en que el Portador del Emblema Sagrado había resuelto el problema, todos menos el propio Tlacaélel, pues el inesperado planteamiento de semejante cuestión en el ánimo popular le había permitido percatarse de que el pueblo azteca daba por cierto que el reencuentro con su propio pasado estaba por producirse de un momento a otro, y que de no ocurrir este hecho, el espíritu mismo del pueblo azteca se vería afectado por una frustración de incalculables consecuencias.

Atendiendo a lo expresado en las más antiguas tradiciones, Aztlán se hallaba situado en una lejana región ubicada al norte del Anáhuac, sin embargo, ninguno de los informes que frecuentemente recibía Tlacaélel de personas que viajaban por tierras situadas muy al norte le permitía forjarse la menor esperanza de una pronta localización de Aztlán. Embajadores, comerciantes, jefes militares y exploradores, coincidían en una misma opinión: en los apartados territorios del norte predominaban enormes extensiones desérticas, habitadas por escasos pobladores caracterizados por un bajo nivel cultural. No existía —concluían los informantes— ningún indicio que denotase la presencia en alguna parte de aquellos contornos de un pueblo poderoso y altamente civilizado, como de seguro lo era el que habitaba junto a los milenarios templos de Aztlán.

Tlacaélel concluyó que la mejor forma de solucionar el misterio que planteaba la localización de Aztlán era encabezar personalmente una expedición que partiese en su búsqueda lo antes posible. Así pues, se dio de inmediato a la tarea de organizar los preparativos para llevar a cabo la nueva misión que se había impuesto.

Un elevado número de comisionados especiales partieron de la capital azteca rumbo al norte, portando órdenes específicas para facilitar la marcha de los futuros viajeros. Sus instrucciones iban desde la compra y almacenamiento de provisiones en determinados lugares, hasta la obtención de todo tipo de informes que pudiesen resultar útiles para los fines de la expedición.

El Portador del Emblema Sagrado designó como comandante de la escolta que habría de acompañarle a Tlecatzin, joven guerrero de comprobado valor y destacadas facultades de estratego, que recientemente había obtenido el grado de Caballero Tigre. Tlecatzin había nacido el mismo día en que el pueblo azteca librara la batalla decisiva contra los ejércitos de Maxtla. Su alumbramiento, ocurrido en las cercanías del lugar donde se desarrollara el combate, había ocasionado la muerte de su madre, a pesar de todos los esfuerzos que para impedirlo había realizado la bella Citlalmina convertida en improvisada partera. El padre de Tlecatzin —capitán de arqueros en el ejército azteca— había perecido también en aquella memorable jornada, completándose así la orfandad del recién nacido. A partir de aquellos sucesos, Citlalmina se había hecho cargo del pequeño, adoptándolo y educándolo con el mismo cariño y dedicación que habría puesto en el hijo que, en otras circunstancias, hubiera podido llegar a concebir con Tlacaélel.

Una vez concluidos los preparativos y celebradas las ceremonias religiosas tendientes a propiciar el favor de los dioses, la expedición partió de Tenochtítlan encaminándose hacia el norte, a la búsqueda de Aztlán, la sagrada región en donde se hallaban los más remotos orígenes del pueblo azteca.

Avanzando a buen ritmo y contando con todo género de ayuda durante las primeras etapas de su recorrido, la expedición llegó en pocas semanas a las zonas limítrofes del Imperio. Después de un breve descanso de algunos días, Tlacaélel y sus acompañantes reanudaron la marcha, adentrándose en territorios donde no imperaba ya la hegemonía tenochca; a pesar de ello, el avance prosiguió sin mayores contratiempos durante un buen tiempo. Las poblaciones por las que atravesaban conocían muy bien el poderío azteca y se cuidaban de no efectuar actos de hostilidad en su contra; por otra parte, los enviados que precedieran a la expedición habían hecho una buena labor: comprando importantes dotaciones de provisiones, contratando los servicios de guías y traductores y obteniendo toda clase de información sobre las diferentes regiones por las que habrían de cruzar los expedicionarios.

Al continuar siempre adelante, internándose por territorios cada vez más alejados y desconocidos, la expedición dejó de contar con la ayuda externa que había venido recibiendo y tuvo que atenerse exclusivamente a sus propios recursos para subsistir. Áridas planicies en las que predominaba un clima extremoso se sucedían una tras otra, en una inacabable continuidad que parecía no tener fin.

Cierto día los aztecas llegaron a las riberas de un río de regulares dimensiones, dotado de un caudal de agua que jamás hubieran imaginado encontrar en aquellas tierras secas y desoladas. Mientras atravesaba el río a nado —la expedición no contaba con ninguna clase de canoas, pues ello hubiera significado un considerable impedimento— Tlacaélel tuvo el claro presentimiento de estar cruzando una frontera inmemorial, una especie de línea de demarcación sancionada por el tiempo y la naturaleza, que separaba a dos mundos del todo diferentes; ello le llevó a concebir la esperanza de que el término de aquel viaje se encontraba próximo y de que muy pronto comenzarían a extenderse ante su vista los innumerables templos y palacios que engalanaban las fabulosas ciudades donde moraban los privilegiados habitantes de Aztlán.

Las optimistas esperanzas de Tlacaélel no tardaron en sufrir una ruda prueba. Al día siguiente de aquél en que los aztecas cruzaran el río fueron objeto de un ataque por parte de una numerosa banda de salvajes. El rápido contraataque de los guerreros tenochcas hizo huir de inmediato a los agresores poniendo fin a la escaramuza, pero se trataba tan sólo del comienzo; a partir de entonces, resultaron frecuentes las emboscadas y los ataques sorpresivos efectuados en contra de la expedición por partidas de bárbaros, al parecer nómadas, que con una manifiesta falta de organización y una total carencia de coordinación en sus acciones, se lanzaban al ataque profiriendo invariablemente feroces gritos de guerra.

Aun cuando la superior estrategia y armamento de los tenochcas les permitía salir victoriosos en todos los encuentros, no por ello dejaban de ocasionarles bajas, que en aquellas circunstancias resultaban siempre considerables, ya que cualquier guerrero muerto representaba una disminución en la capacidad combativa de la expedición, y por lo que respecta a los heridos, su presencia y los consiguientes cuidados de que eran objeto obligaban a un ritmo de marcha mucho más lento.

En más de una ocasión, al observar la forma en que Tlecatzin hacía frente a los peligros y resolvía las dificultades que de continuo se presentaban, Tlacaélel se congratuló por haberlo designado como jefe militar de la expedición. Tlecatzin poseía cualidades que lo convertían en el dirigente ideal para llevar a cabo misiones particularmente difíciles. Dotado de una perspicaz inteligencia y de una gran serenidad de ánimo, sabía ser a un mismo tiempo valeroso y prudente. Asimismo, el hijo adoptivo de Citlalmina contaba en su favor con esa característica que en un buen militar resulta un don inapreciable, y que consiste en poder establecer rápidamente una especie de invisible e indestructible vínculo con cada uno de los integrantes de las fuerzas bajo su mando, lo que permite la posibilidad de ejecutar acciones para las cuales se requiere una perfecta sincronización de todos los soldados que en ella participan.

La enorme dificultad con que los expedicionarios lograban obtener los alimentos necesarios para subsistir constituía un problema aún mayor que el representado por los ataques de los bárbaros. Los parajes Por los que transitaban eran inhóspitos en extremo y a duras penas lograban cazar uno que otro animal y encontrar algunas plantas y raíces que resultasen comestibles. Cuando después de atravesar un calcinante desierto se adentraron en una región ligeramente fértil, los aztecas hicieron una breve pausa en su ininterrumpido avance, y tras de construir un albergue fortificado, permanecieron en aquel refugio recuperando sus gastadas energías.

Con base en lo observado personalmente a lo largo de aquel prolongado viaje —o sea la evidente carencia de cualquier signo que denotase la presencia de un centro vivo de cultura en aquellos contornos— Tlacaélel había llegado a la conclusión de que Aztlán había desaparecido de la faz de la tierra desde hacía mucho tiempo, siendo la causa más probable de su extinción un devastador ataque de los pueblos bárbaros que le rodeaban; sin embargo, el Portador del Emblema Sagrado consideraba que la expedición debía continuar adelante, no ya con la esperanza de establecer contacto directo con los guías espirituales de la milenaria nación, sino con la finalidad de hallar entre aquellas vastas soledades las ruinas de la antaño portentosa civilización, para extraer de las mismas algunos preciados restos que pudiesen ser trasladados a Tenochtítlan, como un fehaciente testimonio del grandioso pasado del pueblo azteca.

Una vez recobradas parcialmente las fuerzas, los tenochcas abandonaron la relativa seguridad que les ofrecía su improvisado campamento y prosiguieron su avance con renovado ímpetu. Tlacaélel había dialogado largamente con sus acompañantes y todos ellos coincidieron con él en una misma y firme resolución: la expedición debía continuar adelante hasta encontrar indicios inequívocos de la existencia de Aztlán o hasta que pereciese el último de sus integrantes, jamás retornarían a la capital azteca llevando a cuestas la ignominia de no haber sabido cumplir con su misión.

A los dieciocho días de reiniciada la marcha, al trasponer una colina en cuyo costado fluía un abundante manantial, los viajeros observaron pequeñas estelas de humo que se alzaban de entre los escombros de lo que hasta hacía poco tiempo debía haber sido un poblado de regulares dimensiones, situado al pie de la colina.

Al frente de una patrulla Tlecatzin llegó hasta la derruida población para efectuar una inspección. Ante su vista fue surgiendo un desolador panorama en el que la muerte y la devastación reinaban por doquier. Los atacantes del poblado habían llevado su propósito de exterminio hasta el último extremo: los cadáveres de hombres, mujeres, niños y ancianos, yacían insepultos entre el polvo y las ruinas, semidevorados por las fieras y por incontables bandas de buitres y zopilotes, que se elevaban pesadamente por los aires ante la presencia de los guerreros aztecas. Tlecatzin concluyó que a juzgar por todos los indicios la matanza y destrucción de que eran testigos había tenido lugar dos días antes. A pesar de lo rápido de su visita a tan fúnebre paraje, los tenochcas pudieron percatarse de que existían en diversos lugares del poblado pequeñas reservas de alimentos que se habían salvado del saqueo y de la destrucción perpetrados por los asaltantes. Concluida su inspección, la patrulla retornó donde se encontraba el resto de la expedición para dar cuenta de todo lo observado.

Tras de escuchar el informe de Tlecatzin, Tlacaélel resolvió que la expedición se encaminase hacia las afueras de la población, con objeto de acampar en sus proximidades y dedicar por lo menos un día a la cremación y entierro de los muertos, así como a la localización de cuantas provisiones les fuese posible hallar en aquel lugar, pues ya casi no contaban con alimentos.

Iniciaban los aztecas la penosa tarea de ir concentrando los cadáveres con miras a su posterior cremación, cuando repentinamente, de entre los escombros de una habitación al parecer vacía, surgió la figura de una niña que a gran velocidad intentaba alejarse de la aldea. La recién aparecida poseía una increíble agilidad, razón por la cual resultó necesaria la intervención de numerosos tenochcas para lograr atraparla. En medio de agudos gritos e intentando en todo momento liberarse de sus captores, la pequeña fue llevada ante Tlacaélel.

La serena presencia de ánimo que emanaba siempre del Portador del Emblema Sagrado pareció obrar las veces de un bálsamo reparador en el ánimo de la niña, la cual permaneció durante un buen rato sollozando quedamente, abrazada al cuello del Azteca entre los Aztecas, mientras éste le acariciaba afectuosamente la negra cabellera. El tembloroso cuerpo de la chiquilla era la imagen misma del miedo y en sus redondos ojos, negros e inundados de llanto, podía leerse con toda claridad la impresión que en su indefenso ser habían dejado los recientes acontecimientos que condujeran a la total destrucción de su pequeño mundo. Tlacaélel estimó que la única sobreviviente de aquella desventurada población llegaría cuando mucho a los siete años de edad. El ovalado rostro de la pequeñuela estaba dotado de una gracia singular y de una manifiesta picardía; todos los rasgos de sus facciones eran a un mismo tiempo enormemente parecidos e indefinidamente diferentes a los que podía esperarse que poseyera cualquier niña azteca de similar edad. Su atuendo, siendo en extremo sencillo, revelaba buen gusto y un cierto refinamiento; características que resultaban igualmente aplicables a los distintos ropajes y enseres utilizados por los habitantes de aquella aldea, que al parecer, habían logrado distanciarse en buena medida del marcado primitivismo predominante en los restantes pobladores de aquellas regiones.

Durante los días que permanecieron en aquel solitario paraje, la chiquilla descubierta por los tenochcas dio muestras de haber perdido todo temor hacia los integrantes de la expedición. Aun cuando el idioma hablado por la niña resultaba del todo incomprensible para los aztecas, ella procuraba manifestarles en muy distintas formas que les consideraba sus amigos y protectores. Atendiendo a la fecha en que la encontraron, Tlacaélel dio a la pequeña el nombre de Macuilxóchitl[24] y decidió unirla a la suerte de la expedición.

Una vez concluida la incineración y entierro de los cadáveres, así como la recolección de cuantas provisiones les fue posible hallar entre los restos de las casas, Tlacaélel dio la orden de proseguir la interrumpida marcha rumbo al norte. Al percatarse Macuilxóchitl de que los extraños guerreros que la habían salvado de perecer devorada por las fieras se disponían a marcharse y que iban a llevarla consigo, se dio prisa en recoger un minúsculo ramo de flores silvestres, y acto seguido, comenzó a indicar con toda clase de señales su intención de dirigirse al otro lado de la colina junto a la cual se asentaba la aldea. Él Portador del Emblema Sagrado supuso que la niña, al presentir que habría de alejarse para siempre de aquel lugar, deseaba depositar algunas flores en el cementerio del pueblo a modo de despedida; así pues, indicó a Tlecatzin que acompañase a la pequeña y regresasen lo antes posible pues se encontraban a punto de partir.

La pareja se alejó para retornar al poco rato. Una manifiesta emoción dominaba a Tlecatzin, quien informó a Tlacaélel haber encontrado un extraño símbolo grabado a la entrada de una caverna.

El Cihuacóatl Azteca decidió examinar al instante aquel inesperado hallazgo y en unión de Tlecatzin subió a la cercana colina e inició el descenso de la misma por el extremo opuesto. Al llegar a la mitad de la hondonada el jefe de la escolta le mostró la abertura que daba paso al interior de una caverna. La entrada de la gruta lucía numerosas ofrendas de marchitas flores, que evidenciaban el respeto que por aquel sitio habían sentido los moradores de la cercana y destruida aldea. A un costado de la entrada figuraba el singular símbolo que atrajera la atención de Tlecatzin. A pesar de que la estructura del diseño grabado en la roca poseía una aparente sencillez —se trataba tan sólo de dos espirales unidas y rodeadas de huellas de pisadas humanas— resultaba evidente, por la impecable perfección de su trazo, que aquella obra no podía ser producto de una mentalidad primitiva, sino por el contrario, expresión de un espíritu superior, capaz de sintetizar, con tan escasos elementos, los más profundos conceptos.

Una vez concluida una prolongada y minuciosa observación del grabado, a Tlacaélel no le cupo la menor duda de que se hallaba ante un símbolo que compendiaba todo lo que la Coatlicue representaba: los ciclos cósmicos de fecundidad y esterilidad que rigen para todos los seres, la maternal responsabilidad que la Tierra tiene respecto de la Luna, la muerte como origen del nacimiento, y en general todo lo que constituye esa poderosa energía de índole femenina en la cual se encierra el secreto de la vida y de la muerte, aparecía magistralmente sintetizado en aquel símbolo de desconocido origen.

A la memoria de Tlacaélel vino el recuerdo de la escultura que aludiendo al mismo tema había sido tallada tiempo atrás por Técpatl. La diferencia de estilos y ejecución entre ambas obras era indudable, sin embargo, el mensaje expresado en ellas sobre la esencia íntima de lo que la Coatlicue simbolizaba, era idéntico, como si ambos artistas hubiesen alcanzado en muy distintas épocas y lugares el mismo grado de comprensión sobre la forma de actuar de las fuerzas que creaban y destruían al Universo entero.

Presintiendo que aquella caverna encerraba aún muchos valiosos secretos, Tlacaélel retornó a la aldea únicamente para comunicar a los miembros de la expedición del importante hallazgo realizado —que constituía una prueba irrefutable de que en alguna remota época había florecido una elevada cultura en esos mismos territorios en los que ahora imperaba la barbarie— y para cancelar su orden de marcha, permanecerían en aquel lugar con objeto de llevar a cabo una minuciosa búsqueda en las profundidades de la gruta.

Poseídos de un enorme entusiasmo y portando un gran número de antorchas, los aztecas dieron comienzo de inmediato a su nueva tarea. Muy pronto se percataron de que el interior de la caverna era mucho más extenso de lo que en un principio imaginaran: incontables pasadizos subterráneos se entrecruzaban por doquier, comunicando salas de las más variadas dimensiones y haciendo de aquella gruta un intrincado laberinto. Un fascinante mundo poblado por rocas de formas caprichosas y extravagantes comenzó a desplegarse ante los asombrados ojos de los exploradores tenochcas.

Transcurrió una semana sin que el incesante ir y venir de los aztecas por las profundidades de las cavernas se tradujese en resultado alguno, pero al cumplirse el séptimo día de incesante búsqueda, al atravesar una sala pletórica de estalactitas por la que ya habían transitado, en varias ocasiones, Tlecatzin notó que el paso a uno de los túneles que conducían a dicha sala se hallaba obstruido por un alud de rocas. Aun cuando la obstrucción muy bien podía deberse a loes efectos de un temblor de tierra, el hijo adoptivo de Citlalmina concluyó, después de observar detenidamente la forma en que se encontraban colocadas las piedras, que se trataba de una labor efectuada por seres humanos y no de un simple resultado de la acción de fuerzas naturales.

Durante cinco días los aztecas trabajaron incansablemente, apartando el compacto montón de piedras que les cerraba el paso. Se trataba de una tarea en extremo ardua y fatigosa, realizada a la luz de las antorchas y en medio de un sin fin de incomodidades. Una vez que lograron hacer un hueco lo suficientemente ancho como para dar cabida a un hombre, Tlecatzin se arrastró lentamente por el angosto pasadizo hasta desaparecer tragado por la impenetrable obscuridad. Varios guerreros lo siguieron, semiasfixiados por el polvo y el humo de las antorchas; el eco de sus fuertes toses resonaba en los estrechos muros de roca y amplificado volvía a ellos una y otra vez, produciéndoles la angustiosa sensación de que eran muchos centenares de gargantas las que se ahogaban en aquel apretado pasaje. Durante algunos instantes Tlecatzin no alcanzó a vislumbrar nada especial en la sala subterránea a la que había penetrado: se trataba de una concavidad de regulares dimensiones, desprovista de otra salida que no fuese la angosta abertura por la que continúan afluyendo guerreros tenochcas cubiertos de polvo, pero al aproximar uno de ellos su antorcha a la rocosa pared, el capitán azteca descubrió con asombro un sinnúmero de jeroglíficos finamente esculpidos que se extendían por todos los muros de la sala, haciendo de ésta una especie de colosal códice tallado en piedra.

Informado de lo acontecido, Tlacaélel acudió de inmediato a examinar por sí mismo aquel nuevo enigma descubierto en el interior de la caverna. Una sola mirada le bastó para percatarse que se hallaba ante un excepcional descubrimiento que de seguro recompensaría con creces todas las penalidades y sacrificios padecidos a lo largo de la expedición. Tras de efectuar un reconocimiento de las largas filas de enigmáticos signos grabados en la roca, concluyó que si bien le llevaría tiempo y un paciente esfuerzo para lograrlo, terminaría descifrando el mensaje encerrado en aquellos jeroglíficos, pues éstos constituían un conjunto de símbolos proyectados para ser comprendidos a través del tiempo por todos aquéllos que poseyesen conocimientos suficientemente profundos en la materia de simbología, y durante su estancia en el monasterio escuela de Chololan, había sido instruido acerca de las distintas claves existentes para lograr la comprensión de las antiguas escrituras.

Acompañado únicamente de Tecatzin y de dos de sus guerreros expertos en la elaboración de códices, los cuales tenían a su cargo la misión de copiar hasta en sus menores detalles cada uno de los jeroglíficos grabados en la roca, Tlacaélel se dio a la tarea de intentar descifrar el oculto contenido de aquel pétreo depósito de conocimientos. Día tras día, a lo largo de varias semanas, el Azteca entre los Aztecas penetraba muy de mañana en la caverna y permanecía en ella hasta bien entrada la tarde, dedicado a su difícil y laborioso trabajo.

Lentamente, como si la caverna se resistiese a manifestar todos los secretos que tan celosamente había sabido guardar y éstos tuviesen que irle siendo arrancados uno a uno, Tlacaélel fue desentrañando el significado de los jeroglíficos. La narración contenida en los enigmáticos signos trazados en la roca era nada menos que la historia integral de Aztlán; pero no se trataba de un simple relato en el cual se enumerasen los hechos más relevantes acontecidos en dicha nación, sino de algo mucho más importante y trascendental: lo que aquellos jeroglíficos revelaban era el influjo que ejercía el cosmos sobre la porción de la tierra donde existía Aztlán, esto es, expresaban los resultados de profundos estudios astronómicos realizados por los antiguos sabios aztleños, tendientes a determinar, con rigurosa exactitud, cuáles habían sido y cuáles serían las influencias que sobre su territorio ejercían los astros.

A través de la lectura de aquel asombroso mapa celeste, Tlacaélel fue adentrándose en el conocimiento de las características esenciales de Aztlán, así como de la particular función que esta nación venía desempeñando y del porqué de su aparente inexistencia en aquellos momentos.

En virtud de determinadas influencias cósmicas, Aztlán constituía una región de la tierra singularmente favorable para el desarrollo de la más alta espiritualidad; sin embargo, como resultado precisamente de las cambiantes posiciones de los astros, la historia de Aztlán estaba sujeta a radicales transformaciones: cuando las condiciones cósmicas eran favorables se generaba en su interior una indescriptible tensión que impulsaba a las personas dotadas de un mayor grado de conciencia a lograr, a través de sobrehumanos esfuerzos, una radical superación en todos los órdenes de su existencia, derivándose de ello el florecimiento de civilizaciones altamente refinadas y espirituales, cuya duración se prolongaba largos periodos; por el contrario, cuando las mencionadas condiciones celestes se tornaban bruscamente desfavorables, Aztlán se veía abocada a una incontenible decadencia de consecuencias siempre funestas, pues encontrándose rodeada de vastas extensiones por las que transitaban una gran variedad de pueblos nómadas —que nunca llegaban a incorporarse del todo a la civilización, a pesar de la bienhechora influencia cultural que ella irradiaba— muy pronto sus fronteras eran traspuestas por oleadas de invasores que terminaban arrasando sus ciudades sagradas y borrando todo vestigio de su antiguo esplendor. El último de aquellos cataclismos había ocurrido precisamente al poco tiempo de la salida del pueblo azteca de su país de origen, siendo lo más probable que dicha salida obedeciese a una sabia previsión de los dirigentes que regían los destinos de Aztlán, los cuales, percatándose de la catástrofe que se avecinaba, debían de haber juzgado conveniente la emigración de una buena parte de la población hacia regiones más propicias para su supervivencia. A juzgar por lo asentado en los jeroglíficos descifrados por Tlacaélel, faltaban aún varios siglos para que las condiciones cósmicas resultasen propicias a un nuevo renacimiento de Aztlán.

Una vez concluida la labor de reproducir en los códices todos los jeroglíficos que se hallaban tallados en las paredes de roca, Tlacaélel consideró llegado el momento de iniciar el largo recorrido de retorno hacia el Valle del Anáhuac. Aun cuando los resultados alcanzados por la expedición no eran precisamente los esperados, de ninguna manera podían calificarse como un fracaso, pues habían permitido lograr testimonios que confirmaban en forma irrefutable la veracidad de lo asentado por la tradición popular de todos los tiempos: la existencia de Aztlán, lugar de origen del pueblo azteca, cuna de místicos y de artistas y centro civilizador de primer orden sobre la tierra.

En contra de lo que suponían los integrantes de la expedición, los incesantes ataques de tribus bárbaras padecidos a lo largo de su recorrido rumbo al norte no habrían de repetirse durante las agotadoras jornadas que lentamente los iban aproximando a su país. Al parecer, la noticia de sus anteriores encuentros, en los que invariablemente salieran victoriosas las armas tenochcas, había tenido una amplia difusión por aquellos contornos dotándolos de un conveniente prestigio de seres invencibles y paralizando la voluntad de los belicosos nómadas.

Extenuados por las interminables caminatas, los prolongados ayunos y los rigores de una naturaleza que les resultaba hostil en extremo, los aztecas llegaron de nuevo al río en el que Tlacaélel había presentido la existencia de una frontera natural que en forma tajante establecía la división entre dos mundos. A pesar de que la distancia que les separaba de las fronteras imperiales era aún considerable, los expedicionarios tuvieron la acogedora sensación, al cruzar el río y arribar a la orilla opuesta, de encontrarse ya próximos a sus hogares.

A los pocos días de haber transpuesto el río, Tlacaélel y sus acompañantes se toparon con un numeroso contingente de tropas aztecas enviadas en su búsqueda por Moctezuma. El largo período transcurrido desde la salida de su hermano, así como la total carencia de noticias sobre la suerte corrida por los viajeros, habían terminado por alarmar seriamente al Emperador, resolviéndolo a organizar una segunda y poderosa expedición, que había marchado hacia el norte con el expreso propósito de localizar a los integrantes de la primera y facilitarles su retorno al Anáhuac. Tras de unir sus fuerzas, las dos expediciones iniciaron el recorrido del dilatado trayecto que debía conducirles hasta la Gran Tenochtítlan.

La noticia del feliz desempeño de sus respectivas misiones precedía siempre a los expedicionarios, los cuales eran acogidos con crecientes muestras de afecto conforme se iban adentrando en regiones cada vez más cercanas a la capital azteca.

La entrada en la Gran Tenochtítlan del Azteca entre los Aztecas y de los cansados integrantes de su escolta fue motivo de una memorable celebración para todo el pueblo tenochca, Moctezuma, en unión de los más altos dignatarios del Imperio, salió a recibir a los viajeros a las afueras de la ciudad y efectuó en su compañía el triunfal recorrido hasta la Plaza Central. Un entusiasmo tan sólo comparable al que imperaba en la capital azteca el día en que llegara a ella Tlacaélel portando el Emblema Sagrado, predominaba en todos los rumbos de la gran ciudad, cuyas calles y canales se veían invadidos de una inmensa multitud, deseosa de contemplar de cerca a los expedicionarios que habían tenido el privilegio de tocar el suelo sagrado de Aztlán.

Tras de depositar formalmente en el Templo Mayor los documentos en los que se habían reproducido todos los jeroglíficos hallados en la caverna, así como a la pequeña Macuilxóchitl,[25] el Heredero de Quetzalcóatl ofició en lo alto del Templo, y ante la vista de todo el pueblo ahí reunido, una ceremonia religiosa celebrada para expresar su agradecimiento a la Divinidad por el feliz desenlace de la misión realizada.

Al día siguiente de su retorno, Tlacaélel se dirigió al edificio que albergaba a la Orden de los Caballeros Águilas y Caballeros Tigres, con el objeto de exponer ante todos los integrantes de la misma un pormenorizado relato de su viaje.

En el estilo a un mismo tiempo elegante y conciso que caracterizaba a su oratoria, el Azteca entre los Aztecas narró a los más destacados exponentes de la sociedad tenochca los principales sucesos acaecidos a la expedición, resaltando la singular importancia de los descubrimientos perpetrados, en virtud de los cuales se había podido confirmar plenamente la veracidad de las tradiciones que explicaban los orígenes del pueblo azteca.

Con emotivas palabras impregnadas de optimistas presagios, Tlacaélel concluyó su relato:

La tierra de la blancura y de la aurora, la sagrada Aztlán, cuna de civilizaciones y hogar de nuestros antepasados, repara actualmente sus cansadas fuerzas mediante pasajero sueño; cuando despierte, el mundo entero se llenará de asombro, atenderá a su voz y comprenderá de nuevo los mensajes del cielo.