En el año trece pedernal, a consecuencias de una pulmonía fulminante murió Itzcóatl, rey de los tenochcas. Al ascender al trono contaba cuarenta y siete años de edad y sesenta al ocurrir su fallecimiento. Durante su reinado, iniciado bajo las más adversas circunstancias, habían tenido lugar los trascendentales acontecimientos que transformaran a un pueblo sojuzgado y vasallo, en el poderoso reino que con ánimo resuelto intentaba unificar al mundo entero bajo su dominio.
Poseedor de una personalidad desprovista de ambiciones de poder, Itzcóatl había obtenido su alta investidura como resultado de una acertada determinación de Tlacaélel, que con certera visión, descubriera en él al sujeto indicado para impedir el estallido de la lucha fraticida que amenazaba escindir al pueblo azteca en los momentos en que más se requería la unidad de todos sus componentes. Itzcóatl había sabido desempeñar su difícil cargo con señorío, serenidad y prudencia. Su habilidad para lograr conciliar los más opuestos intereses era ya legendaria, como lo era también su imparcialidad para impartir justicia. El afectuoso recuerdo que del extinto monarca conservaría siempre el pueblo tenochca, constituía el mejor homenaje a su memoria.
En vista de la forma del todo favorable a sus proyectos en que venían desarrollándose los acontecimientos, Tlacaélel juzgó que había llegado la tan esperada oportunidad de llevar a cabo el restablecimiento del Poder Imperial. La decisión de Tlacaélel implicaba, antes que nada, la designación de la persona en quien habría de recaer la responsabilidad de ostentar el cargo de Emperador. En virtud de que el Azteca entre los Aztecas mantenía inalterable el criterio de que a su condición de Portador del Emblema Sagrado no debía agregarse la de Emperador —pues la acumulación extrema de poder había demostrado ser nefasta a juzgar por lo ocurrido en el Segundo Imperio Tolteca— no quedaba sino una sola persona capaz de sobrellevar con la debida dignidad tan elevado cargo: Moctezuma, el Flechador del Cielo.
Las ceremonias tendientes a formalizar el restablecimiento del Imperio revistieron una particular solemnidad y culminaron con la entrega que de los símbolos del Poder Imperial —penacho de plumas de quetzal adornado con diadema de oro y turquesas, largo manto verde y cetro en forma de serpiente emplumada— hizo Tlacaélel a Moctezuma.
Una vez concluidos los festejos de la coronación, numerosas delegaciones de embajadores tenochcas se encaminaron a las más apartadas regiones, para difundir por doquier idéntico mensaje: a partir de aquel momento sólo existía un solo gobierno legítimo sobre la tierra y éste era el representado por las Autoridades Imperiales, así pues, cualquiera que se ostentase como gobernante debería manifestar de inmediato su voluntad de acatar el poderío azteca o de lo contrario sería considerado como un rebelde.
Los tenochcas no eran tan ingenuos como para suponer que la transmisión de un simple mensaje bastaba para garantizar el general acatamiento a sus designios, pero confiaban en que a resultas de la actuación de sus embajadores se producirían dos consecuencias favorables a sus intereses. La primera de ellas, era la de que muchos gobernantes que hasta entonces se habían mantenido indecisos entre hacer frente a la creciente hegemonía de Tenochtítlan o procurar avenirse a su mandato, terminarían por inclinarse hacia esta última alternativa, y la segunda, que aun en los casos de aquéllos que habían optado con ánimo resuelto por combatir la expansión azteca, al saber que luchaban en contra de un Imperio que se ostentaba como el único legítimo depositario de la autoridad, verían debilitada su voluntad de resistencia en las futuras contiendas.
Muy pronto las actividades diplomáticas que tenían lugar en Tenochtítlan se incrementaron al máximo. Numerosos reinos que aún conservaban su independencia, pero que se hallaban en lugares cercanos a los territorios que integraban el dominio azteca, enviaron representantes con la doble misión de patentizar su obediencia a los dictados tenochcas y de negociar las mejores condiciones posibles en que habría de efectuarse su incorporación al Imperio. Por el contrario, de lejanos lugares retornaban embajadores portando las firmes negativas expresadas por diversos reinos a los designios de predominio universal de los tenochcas.
Una larga serie de campañas militares, tendientes a someter poblaciones cada vez más distantes, comenzaron a desarrollarse con resultados siempre favorables a las armas imperiales.
Las reformas introducidas en materia de educación comenzaban ya a dar sus primeros frutos; en los centros de enseñanza se estaban formando seres dotados de una diferente y superior personalidad, poseedores de una firme voluntad y de un recio carácter, sinceramente interesados en dedicar su vida entera a la consecución de los más elevados ideales. La aplicación intensiva y generalizada de los antiguos métodos de enseñanza, producía una vez más magníficos resultados.[19]
Guiado por el propósito de proporcionar al naciente Imperio una sólida estructura, Tlacaélel decidió llevar a cabo el restablecimiento de la antigua Orden de los Caballeros Águilas y Caballeros Tigres.
Esta Orden había sido en el pasado la base de sustentación de toda la organización social y política de los dos Imperios Toltecas y el Portador del Emblema Sagrado deseaba que, en igual forma, constituyese la columna vertebral de la nueva sociedad azteca.
Los requisitos para ingresar como aspirante en la Orden de los Caballeros Águilas y Caballeros Tigres eran de muy variada índole; en primer término, se requería haber concluido en forma destacada los estudios que se impartían en algunas de las instituciones de enseñanza superior; en segundo lugar, era preciso haber participado como guerrero en por lo menos tres campañas militares y haber dado muestras de una gran valentía; finalmente, se necesitaba la aprobación de las autoridades del Calpulli en cuya localidad se habitaba, las cuales debían avalar la buena conducta del solicitante y atestiguar que se trataba de una persona caracterizada por un manifiesto interés hacia los problemas de su comunidad.
Al ingresar como aspirantes en la Orden, los jóvenes abandonaban sus hogares y se trasladaban a residencias especiales en donde iniciaban un periodo de aprendizaje que habría de prolongarse a lo largo de cinco años. Durante dicho periodo, además de fortalecer su cuerpo y su espíritu a través de una rigurosa disciplina, comenzaban a ponerse en contacto con el nivel más elevado de las antiguas enseñanzas. Profundos conocimientos sobre teogonía, matemáticas, astronomía, botánica, lectura e interpretación de códices y muchas otras materias más, eran impartidos en forma intensiva en las escuelas de la Orden.
El alto grado de dificultad, tanto de los estudios que realizaban como de las disciplinas a que tenían que ajustarse, hacía que el número de aspirantes se fuese reduciendo considerablemente en el transcurso de los cinco años que duraba la instrucción. Al concluir ésta venía un período de pruebas, durante el cual los aspirantes tenían que dar muestras de su capacidad de mando —dirigiendo un regular número de tropas en diferentes combates— y de su habilidad para aplicar en beneficio de su comunidad los conocimientos adquiridos. Una vez finalizado este período, los aspirantes que habían logrado salvar satisfactoriamente todos los obstáculos eran admitidos como miembros de la Orden, otorgándoseles en una impresionante ceremonia el grado de Caballeros Tigres.
El otorgamiento del grado de Caballero Tigre no constituía tan sólo una especie de reconocimiento al hecho de que una persona había alcanzado una amplia cultura y un pleno dominio sobre sí mismo, sino que fundamentalmente representaba la aceptación de un compromiso ante la sociedad, en virtud del cual, los nuevos integrantes de la Orden se obligaban a dedicar todo su esfuerzo, conocimiento y entusiasmo, a la tarea de lograr el mejoramiento de la colectividad.
Una vez adquirida la alta distinción y el compromiso que entrañaba su designación, los recién nombrados Caballeros Tigres podían escoger libremente entre las dos opciones que ante ellos se presentaban: la primera consistía en permanecer al servicio directo de la Orden, realizando las tareas que les fuesen encomendadas —instrucción de los nuevos aspirantes, administración de los bienes de la Orden, dirección de cuerpos especiales del ejército, etc.— y la otra, retornar al hogar paterno, contraer matrimonio y dedicarse a la actividad de su preferencia, procurando, desde luego, que el ejercicio de dicha actividad constituyese un medio seguro para llevar a cabo una considerable contribución al mejoramiento de su comunidad.
Con la obtención del grado de Caballero Tigre se otorgaba al mismo tiempo la calidad de aspirante a Caballero Águila. Así como el Caballero Tigre era la representación del ser que es ya dueño de sí mismo y que se halla al servicio de sus semejantes, el Caballero Águila simbolizaba la conquista de la más elevada de las aspiraciones humanas: la superación del nivel ordinario de conciencia y la obtención de una alta espiritualidad.
No existían —y no podía ser de otra forma— reglas fijas para el logro de tan alto objetivo. Aun cuando los principales esfuerzos de la Orden estaban dirigidos a prestar a sus miembros la máxima ayuda posible, alentándolos en su empeño y proporcionándoles los valiosos conocimientos de que era depositaría, la realización interior que se requería para llegar a ser un Caballero Águila era resultado de un esfuerzo puramente personal, alcanzable a través de muy diferentes caminos que cada aspirante debía escoger y recorrer por sí mismo, hasta lograr, merced a una larga ascesis purificadora, una supremacía espiritual a tal grado evidente, que llevase a la Orden a reconocer en él a un ser que había logrado realizar el ideal contenido en el más venerable de los símbolos náhuatl: el águila —expresión del espíritu— había triunfado sobre la serpiente —representación de la materia.[20]
Los nuevos grupos que día con día surgían y se desarrollaban en el seno de la sociedad azteca tendían en forma natural a vertebrarla y jerarquizarla. Tlacaélel juzgaba que si este proceso no era debidamente encauzado terminaría fatalmente por crear una sociedad de castas cerradas, celosas de sus diferentes prerrogativas, propensas a intentar medrar a costa de las demás y dispuestas a luchar entre sí por el mantenimiento de sus respectivos intereses. La importante función que la recién restablecida Orden de los Caballeros Águilas y Caballeros Tigres estaba llamada a realizar requería, por lo tanto, el desempeño de múltiples y complejas tareas, siendo una de ellas la de convertirse en la directora de la transformación social que estaba teniendo lugar en el pueblo tenochca y en guiar dicha transformación en tal forma que ésta se tradujese siempre en beneficio de toda la colectividad y no sólo de un pequeño grupo. El hecho de que los Caballeros Águilas y Tigres —que en poco tiempo habrían de ocupar todos los cargos de importancia en el Imperio— obtuviesen su grado no por haberlo heredado de sus padres ni por poseer mayores recursos económicos, sino atendiendo exclusivamente a sus relevantes cualidades personales, garantizaba a un mismo tiempo que la conducción de los destinos del Imperio se hallaban en buenas manos y que el procedimiento adoptado para determinar la movilidad en el organismo social era el más apropiado para impulsar tanto la superación individual como el beneficio colectivo.
El incesante incremento de la población tenochca y su cada vez mayor diseminación hacía crecer de continuo el número de Calpultin, originando que la labor de coordinar a las autoridades de los mismos se estuviese convirtiendo en una abrumadora tarea que absorbía demasiado tiempo al Consejo Imperial,[21] impidiéndole con ello prestar la debida atención a la administración de las provincias que iban siendo conquistadas. Tlacaélel y Moctezuma adoptaron varias resoluciones para hacer frente a este problema: se creó un organismo intermedio entre el Consejo y los Calpultin, integrado por los dirigentes de estos últimos y dotado de las atribuciones necesarias para poder llevar a cabo la mencionada coordinación y para designar a tres de los seis miembros que integraban el Consejo Imperial.[22]
Asimismo, se constituyó un cuerpo de funcionarios directamente responsables ante el Monarca y el Consejo Imperial, que tenía a su cargo la administración del creciente número de provincias que iban pasando a formar parte del Imperio.
La recia solidez que el Imperio iba adquiriendo, así como su capacidad para hacer frente a problemas de la más diversa índole, fueron puestas a prueba con motivo de los desastres naturales que se abatieron sobre la región del Anáhuac a partir del séptimo año de iniciado el gobierno de Moctezuma.
En el año Siete Caña una serie de tormentas de no recordada intensidad produjeron un inusitado aumento en el nivel de los lagos del Valle, ocasionando con ello una inundación general en la capital azteca: casas y templos, escuelas y cuarteles, se vieron seriamente afectados por el incontenible ascenso de las aguas. Innumerables construcciones se derrumbaron y los daños ocasionados en las cosechas motivaron una pérdida casi total de las mismas. Por primera vez en la historia de la ciudad, sus habitantes comprobaron que la existencia de Tenochtítlan implicaba un reto permanente a la naturaleza y que ésta podía llegar a cobrar venganza por la ofensa que se le había inferido, intentando recuperar el espacio que a lo largo de los años y a costa de tan grandes esfuerzos le había sido arrebatado.
Tlacaélel y Moctezuma decidieron consultar a Nezahualcóyotl acerca de las medidas que podrían adoptarse para evitar en el futuro otra inundación de tan graves consecuencias como la que estaba padeciendo la capital azteca. Tras de estudiar cuidadosamente el problema, el rey de Texcoco presentó un audaz proyecto para lograr un control efectivo de todos los lagos existentes en el Valle del Anáhuac. El proyecto en cuestión consistía en separar las aguas dulces de las saladas, canalizar el agua potable que brotaba en Chapultépec para llevarla a Tenochtítlan, y construir una vasta red de diques en todo el Valle que permitiese una regulación integral de las aguas, así como un adecuado aprovechamiento de éstas para fines agrícolas.
Las autoridades tenochcas aprobaron el plan de Nezahualcóyotl y dieron comienzo de inmediato a su ejecución. Cuando finalmente, después de ímprobos esfuerzos, fue concluido el ambicioso proyecto —en el corto plazo de unos cuantos años, gracias a la gran cantidad de recursos de que el Imperio podía echar mano— tanto los aztecas como el Rey de Texcoco contemplaron su obra con orgullosa satisfacción y celebraron su conclusión con toda clase de festejos.[23]
No habían transcurrido muchos años después de aquél en que ocurriera la inundación, cuando sobrevino un periodo de sequías particularmente intenso que afectó a todo el territorio controlado por los aztecas, así como a las regiones circunvecinas, y que se prolongó a lo largo de varias temporadas agrícolas, ocasionando considerables pérdidas en las cosechas, ya que con excepción de las tierras que eran regadas utilizando las aguas almacenadas en los lagos, todas las siembras basadas en las lluvias de temporal se malograban irremisiblemente una y otra vez.
Durante la época de transición comprendida entre la desaparición del Segundo Imperio Tolteca y la restauración del Poder Imperial por los aztecas, siempre que la sequía había afectado durante periodos prolongados a extensas regiones había sido origen de fatales consecuencias, incluyendo en algunas ocasiones la extinción, por hambre, de poblaciones enteras. La causa de ello era que la producción agrícola de los señoríos apenas bastaba para satisfacer las necesidades ordinarias de su propio autoconsumo, pero cuando sobrevenía una sequía y se producía una pérdida total de las cosechas, la población se veía obligada, para poder subsistir, a consumir una gran parte de los granos destinados a las nuevas siembras. Cuando la sequía se prolongaba por varios años la situación adquiría proporciones de una auténtica catástrofe: numerosos pueblos emigraban en masa buscando trasladarse a regiones en donde fuera posible sobrevivir alimentándose de raíces o de la caza de pequeños animales; la movilización de las poblaciones suscitaba sangrientos conflictos entre los recién llegados y los antiguos pobladores de las regiones más disputadas, derivándose de todo ello una pavorosa desolación en extensas regiones, que a veces se prolongaba durante varios decenios después de haber concluido la sequía.
Una de las primeras providencias adoptadas por las autoridades tenochcas, desde la época de Itzcóatl, había sido la construcción de enormes bodegas en las cuales se almacenaban importantes dotaciones de granos, destinadas no sólo a ser utilizadas en las siembras futuras, sino como reserva de alimento para cuando se malograsen las cosechas por cualquier causa; esto había sido posible en virtud de la creciente prosperidad del Reino y del mayor aprovechamiento de obras de riego que permitían la obtención de cosechas aun en épocas de carencia de lluvias.
Al sobrevenir la grave y prolongada sequía durante el gobierno de Moctezuma, los aztecas hicieron uso primeramente de sus vastas reservas de granos, al agotarse éstas y continuarse perdiendo sucesivamente las cosechas de temporal por la falta de lluvias, aplicaron una serie de bien planeadas medidas con el fin de disminuir, en lo posible, los daños derivados de la difícil situación por la que atravesaban. Se estableció un estricto racionamiento de la distribución de los alimentos, dándose prioridad a los niños y a las mujeres embarazadas, se utilizaron las reservas de oro y la totalidad de la producción artesanal para trocarlas por las mayores cantidades posibles de granos que era dable adquirir en las apartadas regiones que no habían sido afectadas por la sequía, finalmente, se incrementaron al máximo las obras de riego que permitían el empleo para fines agrícolas de las aguas de los lagos del valle, ya que ello garantizaba, al menos, la suficiente dotación de semillas para llevar a cabo una nueva siembra. En esta forma, los efectos producidos por la atroz sequía, sin dejar de ser graves y de ocasionar calamidades sin cuento a los habitantes de una extensa zona, no alcanzaran, ni mucho menos, las devastadoras proporciones de otras ocasiones. La organización socio-política y económica del Imperio se mantuvo firme, poniendo de manifiesto una gran eficiencia para hacer frente a esta clase de dificultades.
Tras de siete años de continuas sequías se produjo al fin el tan esperado cambio en la conducta de las nubes, las cuales proporcionaron agua en abundancia, permitiendo con ello la obtención de magníficas cosechas, tanto de granos como de frutas y legumbres.
Superadas las crisis con que la naturaleza parecía haber querido probar la solidez del nuevo Imperio, se inició para éste una era de ininterrumpida prosperidad en todos los órdenes de su existencia.