Atraídos por los importantes privilegios que las autoridades aztecas otorgaban a quienes se dedicaban al ejercicio de las bellas artes, un creciente número de artistas y artesanos comenzó a concentrarse en la capital azteca.
Siempre que se creaba una nueva corporación de artistas o artesanos, Tlacaélel formalizaba el acontecimiento con su presencia y aprovechaba la ocasión para exhortarlos a que intentasen propiciar un renacimiento artístico que no fuese una simple repetición de lo efectuado en el pasado, sino que innovase radicalmente esta clase de actividades.
No transcurrió mucho tiempo sin que Tlacaélel llegase a la conclusión de que sus exhortaciones en favor de una auténtica renovación artística estaban cayendo en el vacío. Tanto artistas como artesanos se contentaban con reproducir, una y otra vez, los modelos creados durante la existencia del Segundo Imperio Tolteca. Las plazas y los templos de la capital azteca, al igual que el interior de las casas de sus moradores, iban llenándose rápidamente de los más diversos objetos de diseño tolteca. Tenochtítlan estaba en camino de convertirse en una copia de la antigua Tula, pero en una mala copia —concluía Tlacaélel— pues resultaba evidente que las reproducciones de obras toltecas que por doquier se efectuaban, estaban muy lejos de poseer la elevada calidad artística que caracterizaba a los modelos originales.
A pesar de su disgusto por la forma en que se desarrollaba todo lo relacionado con las actividades artísticas, el Portador del Emblema Sagrado se cuidaba mucho de intervenir en esta clase de asuntos, pues comprendía que el nacimiento de un nuevo arte jamás puede lograrse mediante disposiciones emitidas por las autoridades y que la misión de éstas consiste únicamente en colaborar indirectamente en tan delicada gestión, respetando escrupulosamente la libertad creativa de los artistas y proporcionándoles toda clase de ayuda para el desempeño de su trabajo. No quedaba, por lo tanto, sino esperar a que los artistas que surgiesen en las nuevas generaciones —educados ya en un ambiente que tendía a la búsqueda de la superación personal y colectiva— fuesen capaces de llevar a cabo una empresa que, al parecer, sus padres no eran capaces ni siquiera de imaginar.
De entre las distintas corporaciones artísticas y artesanales que habían surgido en Tenochtítlan, la que agrupaba a los escultores comenzó muy pronto a cobrar especial relevancia, a resultas de las astutas maniobras de su dirigente principal, el culhuacano Cohuatzin.
Cohuatzin era un sujeto singularmente dotado para el empleo de la insidia y la intriga. A pesar de que como artista era menos que mediocre, había sabido siempre obtener un provecho considerable por su trabajo, utilizando para ello procedimientos que iban desde el más abyecto servilismo con los poderosos, hasta la hábil dirección de pérfidas campañas de calumnias, con las cuales acostumbraba desprestigiar a cuanta persona osaba interponerse en su camino.
Durante el apogeo de Azcapotzalco, Cohuatzin había figurado destacadamente en la corte tecpaneca, dirigiendo la ejecución de un gran número de esculturas y organizando frecuentes homenajes al máximo gobernante en turno —primero Tezozómoc y posteriormente a Maxtla—, a los que gustaba comparar en sus elogios con los más grandes Emperadores Toltecas.
Al sobrevenir la derrota de Maxtla y con ella el brusco final de la hegemonía tecpaneca, Cohuatzin comprendió que en lo futuro el asiento del poder radicaría en Tenochtítlan y se trasladó de inmediato a la capital azteca, presentándose ante sus autoridades con un elaborado plan para incrementar las actividades artísticas.
Maniobrando hábilmente en favor de sus intereses, Cohuatzin sobresalió rápidamente en Tenochtítlan. No sólo obtuvo la dirección de su propia corporación —la de escultores— sino que de hecho fue logrando controlar a casi todas las asociaciones artísticas y artesanales, valiéndose para ello de sus numerosos incondicionales, sujetos que al igual que él eran pésimos artistas pero excelentes intrigantes.
Las continuas maquinaciones del falso artista no pasaban desapercibidas ante la vigilante mirada de Tlacaélel. Poseedor de un certero conocimiento de los seres humanos, el Azteca entre los Aztecas había valorado desde un principio a Cohuatzin y comprendido que nada bueno para el desarrollo del verdadero arte podía derivarse de la actuación de aquel ambicioso y siniestro personaje; sin embargo, dominando su natural inclinación que le impelía siempre a la acción, mantuvo inalterable la política de no intervenir en los asuntos internos de los gremios artísticos y artesanales.
Un inesperado acontecimiento vendría a devolver a Tlacaélel su perdida confianza en un cercano resurgimiento artístico. Cierto día, en una reunión a la que asistían las principales autoridades del Reino con la finalidad de trazar los planes tendientes a lograr la anexión del señorío de Cuauhnáhuac, el monarca azteca ordenó se sirviese a sus acompañantes chocolate recién preparado. La espumeante bebida fue servida mientras el Portador del Emblema Sagrado apremiaba a los presentes a iniciar cuanto antes las operaciones militares; de pronto, al observar el recipiente que le era ofrecido a Moctezuma, Tlacaélel interrumpió bruscamente su exposición, y tras de solicitar a su hermano la pequeña vasija rebosante de chocolate que éste tenía ya próxima a los labios, procedió a examinarla cuidadosamente ensimismándose en su contemplación a tal grado, que parecía del todo abstraído de cuanto le rodeaba. Los demás asistentes a la reunión observaban a Tlacaélel con curiosa expectación, sin alcanzar a comprender la causa de tan inusitado interés por un objeto del uso común, similar a cualquiera de las vasijas que cada uno de ellos sostenía en esos momentos entre las manos.
Y en efecto, el utensilio que tan poderosamente había llamado la atención de Tlacaélel no poseía al parecer ninguna cualidad sobresaliente; se trataba de un producto de cerámica típico de la época: una vasija de barro de forma sencilla, decorada con hileras de delgadas líneas de color negro, paralelas y ondulantes, siguiendo el modelo del estilo tradicional establecido largo tiempo atrás por los alfareros toltecas. Sin embargo, la penetrante mirada del Azteca entre los Aztecas había descubierto desde el primer vistazo notables singularidades en aquel objeto: cada una de las líneas de nítidos contornos que lo rodeaban poseía una ondulación levemente acentuada, circunstancia que resultaba imposible de captar cuando la vasija estaba en reposo, pero al desplazar ésta de un lugar a otro, se producía una fugaz ilusión óptica, perceptible tan sólo a un sagaz observador, consistente en que la vasija parecía cobrar vida y palpitar levemente entre las manos que la movían.
Tlacaélel concluyó, para sus adentros, que aquel objeto constituía una especie de sarcástico reto lanzado por un desconocido artífice a la venerada memoria de los alfareros toltecas, pues éstos habían tratado siempre de transmitir a través de sus obras un sentimiento de inmutable serenidad, mientras que por el contrario, aquella vasija era la expresión misma del cambio y de la tensa lucha de encontradas fuerzas que genera el movimiento, pero todo ello ingeniosamente oculto tras un aparente respeto a la forma y al diseño convencionales imperantes en la alfarería.
Una vez finalizado el análisis del recipiente y sin proporcionar explicación alguna que permitiese a sus sorprendidos compañeros de reunión dilucidar las causas de su extraña conducta, Tlacaélel planteó de nuevo las principales cuestiones que debían tomarse en cuenta para garantizar el éxito de la proyectada campaña militar en el Sur.
Concluida la reunión, Tlacaélel conversó a solas con Itzcóatl, comunicándole su asombro ante las peculiaridades contenidas en la vasija ofrecida a Moctezuma. En vista del interés manifestado por Tlacaélel hacia aquella pieza de cerámica, Itzcóatl se la obsequió gustoso, sin explicarse del todo la desmedida importancia que el Heredero de Quetzalcóatl atribuía a las casi imperceptibles singularidades de aquel sencillo utensilio. Así mismo, le informó que el origen de aquella vasija era idéntico al de todos los objetos de cerámica que se utilizaban diariamente en sus aposentos: provenía del taller de Yoyontzin, el más prestigiado de los alfareros aztecas.
Aun cuando Tlacaélel estaba seguro de que Yoyontzin no podía ser el alfarero que había modelado tan excepcional recipiente, pues si bien se trataba de un artífice que producía obras de gran calidad, carecía de originalidad y sus trabajos eran siempre reproducciones fieles de antiguos modelos toltecas, envió de inmediato un mensajero al taller del alfarero, invitándolo a comparecer ante él.
Tan rápidamente como se lo permitían sus cansadas piernas, Yoyontzin se encaminó a la residencia de Tlacaélel,[17] interrogándose inútilmente a lo largo del camino sobre los posibles motivos que pudiera tener el Portador del Emblema Sagrado para desear entrevistarse con el modesto propietario de un taller de alfarería.
Tlacaélel recibió afablemente al artesano, logrando en poco tiempo disipar la paralizante timidez del anciano mediante la amable naturalidad de su trato. Una vez captada la confianza del alfarero, mostró a éste la vasija que Itzcóatl le obsequiara aquella misma tarde, preguntándole si sabía quién era el autor de aquel objeto. Yoyontzin casi no necesitó mirar la vasija para dar una respuesta a la pregunta que se le había formulado: se trataba de una pieza elaborada en su taller por un joven de nombre Técpatl. La historia de aquel joven, relató el anciano, era triste en extremo: huérfano desde muy pequeño, había logrado sobrevivir a duras penas merced a la escasa ayuda brindada por los habitantes de la población en que naciera, una pequeña aldea azteca semiperdida en la región más pobre e insalubre de todas las que bordeaban al lago. Cuando tenía doce años de edad, Técpatl se había trasladado a Tenochtítlan, e ingresado como sirviente en un taller de escultura. Al poco tiempo de trabajar en dicho lugar, y en vista de que revelaba excepcionales facultades para el tallado en piedra, se le había ascendido al rango de aprendiz. Todo parecía indicar el inicio de un brusco y favorable cambio en el destino hasta entonces adverso del joven huérfano, sin embargo, su buena suerte se prolongó menos de un año; repentinamente, y sin que mediara para ello explicación alguna del propietario del taller, fue arrojado a la calle. Desesperado había recorrido los talleres de escultura que existían en la ciudad y en las poblaciones vecinas en busca de trabajo, bien fuera de aprendiz o de simple sirviente. Todo fue en vano, misteriosamente todos los escultores parecían haberse puesto de acuerdo para impedirle el menor contacto con la actividad a la que había decidido consagrar su existencia.
Acosado por el hambre y las enfermedades propias de la desnutrición, Técpatl había deambulado varios meses en el mercado de Tlatelolco, trabajando como cargador a pesar de su frágil condición física. Fue ahí, en medio del incesante bullicio del próspero y creciente mercado, donde Yoyontzin lo conoció. El extremo cuidado utilizado por el endeble cargador al manipular las piezas de cerámica que el alfarero llevaba para ofrecer en venta a los comerciantes había llamado la atención del anciano. Una breve plática entre ambos bastó a Yoyontzin para darse cuenta de la innata sensibilidad artística de aquel joven, así como del total desamparo en que se encontraba. El bondadoso alfarero ofreció a Técpatl un trabajo de aprendiz en su taller, ofrecimiento que éste aceptó en el acto, naciendo a partir de aquel instante un estrecho vínculo entre ambos personajes. Yoyontzin había llegado a la ancianidad sin haber formado nunca una familia y toda su frustrada paternidad se volcó muy pronto en el joven huérfano, en quien veía no sólo al hijo que siempre había anhelado tener, sino también al artista que él mismo hubiera deseado llegar a ser, capaz de convertir en realidad los propios sueños y no sólo dedicarse a reproducir los modelos creados por otros.
Apenas había comenzado a trabajar Técpatl en el taller de Yoyontzin, cuando el dirigente principal de la corporación que agrupaba a los productores de cerámica —un sujeto del todo incondicional a Cohuatzin— mandó llamar al anciano artesano para aconsejarle que despidiera cuanto antes a su nuevo aprendiz, ya que, según él, se trataba de un individuo de pésimos antecedentes e indigno de formar parte del gremio de los alfareros. Las acusaciones en contra de Técpatl iban desde la de haber cometido diversos hurtos en su antiguo trabajo, hasta la de llevar una vida consagrada a la práctica de toda clase de vicios.
Yoyontzin había rechazado indignado todas las acusaciones que se hacían a Técpatl, pero muy pronto comprendió que aquello no era sino el principio de una interminable campaña de calumnias en contra de su protegido. Los comerciantes del mercado de Tlatelolco, a los cuales vendía la mayor parte de su producción artesanal, comenzaron repentinamente a presionarlo, amenazándolo con dejar de comprar sus productos si no prescindía de los servicios de su ayudante. Extrañado ante la inexplicable animadversión manifestada en contra de un ser noble y generoso que no había hecho jamás el menor daño a nadie, Yoyontzin se propuso averiguar quién era el promotor de tan feroz hostigamiento. Muy pronto indagó toda la verdad: Cohuatzin, temeroso de que la aparición de un artista de genio viniese a significar el momento de su ocaso, y presintiendo que tras la débil apariencia de Técpatl latía un poderoso espíritu creativo, era quien venía intrigando en contra del joven huérfano. Al culhuacano se debía tanto la expulsión de Técpatl del taller a donde éste ingresara inicialmente, como los posteriores rechazos en los restantes talleres de escultura existentes en la ciudad. En igual forma, era Cohuatzin quien ahora intentaba amedrentar a Yoyontzin para obligarlo a retirar la protección que brindaba a su desvalido aprendiz.
Una vez que Yoyontzin concluyó de narrar la vida de su joven ayudante ante el Portador del Emblema Sagrado, éste manifestó un vivo interés por conocer a Técpatl y anunció que efectuaría a la mañana siguiente una visita oficial al taller del alfarero. La resolución de Tlacaélel de efectuar dicha visita en lugar de simplemente mandar llamar a Técpatl al Templo Mayor, tenía el propósito de manifestar públicamente el afecto que profesaba al viejo artesano, pues esperaba que esto constituyese una clara advertencia para Cohuatzin de que debía suspender de inmediato la campaña de intrigas que venía realizando en contra de Yoyontzin.
Ataviado con un largo manto blanco, luciendo sobre el pecho el caracol sagrado pendiente de una delgada cadena de oro y acompañado de varios importantes sacerdotes, Tlacaélel se encaminó ceremoniosamente al taller de Yoyontzin. El artesano, presa de una enorme emoción ante aquella visita jamás imaginada, lo aguardaba ante la entrada de su engalanado taller.
Tlacaélel había dado instrucciones a Yoyontzin de que su visita no debía ser motivo para la interrupción de las labores propias del taller, pues deseaba observarlo en pleno funcionamiento; así pues, los distintos operarios que integraban el taller de alfarería laboraban nerviosos en sus lugares de costumbre a la llegada del Cihuacóatl Azteca.
El Heredero de Quetzalcóatl saludó afectuosamente a Yoyontzin e inició en su compañía el recorrido del taller, deteniéndose ante cada uno de los operarios para examinar su trabajo e interrogarles brevemente sobre la índole del mismo. Al llegar junto a un joven de larga cabellera, Yoyontzin confirmó a Tlacaélel lo que éste ya presentía: que aquel operario no era otro sino Técpatl. El Azteca entre los Aztecas permaneció un buen rato en silencio, observando con suma atención al novel artista. A través de todo su ser, Técpatl manifestaba una perceptible contradicción entre los elementos físicos y espirituales que lo integraban. Los periodos de privaciones habían dejado su huella: la delgadez de su cuerpo era de tal grado que permitía observar claramente cada uno de sus huesos, firmemente adheridos a la piel y como queriendo perforarla y salir de ella; toda su figura era la más clara imagen de un adolescente endeble y desvalido. Su ovalado rostro de finas facciones reflejaba, igualmente, una perenne expresión de angustia y desconcierto. Sin embargo, de aquel organismo débil y aún no del todo formado, un espíritu increíblemente poderoso parecía querer emerger y manifestarse con fuerza irresistible: cada uno de los movimientos de sus manos —ocupadas en esos momentos en modelar una vasija de barro— revelaban una pasmosa habilidad y un pleno dominio de la materia sobre la cual trabajaban. En igual forma, de lo más profundo de su mirada provenían destellos de una energía desafiante y poderosa que contrastaba radicalmente con su frágil aspecto exterior.
Tlacaélel cruzó tan sólo unas cuantas frases convencionales con Técpatl, pero después, una vez concluido el recorrido del taller, pidió a Yoyontzin que llamase a su aprendiz, y a solas con ambos, mantuvo una larga plática con el joven artista.
A pesar de que Técpatl era por naturaleza retraído e introvertido, en esta ocasión no le resultó difícil aprovechar la oportunidad que se le brindaba para expresar su opinión sobre cuestiones que le eran tan vitales. Con voz entrecortada por la emoción, criticó acervamente la forma como habían venido desenvolviéndose las actividades artísticas en los últimos tiempos. Calificó a los más prestigiados artistas —particularmente a Cohuatzin— de ser unos consumados farsantes que no buscaban otra cosa sino el enriquecimiento personal, valiéndose para ello de las buenas intenciones de las autoridades aztecas, deseosas de promover al máximo el florecimiento artístico dentro del Reino. Finalmente, se lamentó de que todo esto estuviese ocasionando una verdadera atrofia en la sensibilidad popular, ya que la gente terminaba por aceptar como algo digno de admiración las pésimas reproducciones de arte tolteca que se estaban produciendo en Tenochtítlan, reduciéndose con ello las probabilidades de que pudiesen surgir y desarrollarse en el futuro nuevas corrientes de expresión artística.
Tlacaélel manifestó estar del todo acorde con los planteamientos de Técpatl, sin embargo, le externo a su vez su tradicional punto de vista sobre el particular, consistente en que era obligación de las autoridades fomentar el desarrollo del arte mediante la ayuda que proporcionaban a los artistas, pero que no correspondía a éstas dictar las normas conforme a las cuales aquéllos debían desarrollar su trabajo. A continuación, Tlacaélel preguntó al joven cuál era según su criterio la fórmula más conveniente para ayudarle. La respuesta de Técpatl no se hizo esperar: deseaba recorrer las apartadas regiones en donde antaño habían florecido importantes civilizaciones con objeto de poder estudiar detenidamente las diferentes formas de escultura desarrolladas en esos lugares. El Portador del Emblema Sagrado prometió acceder a lo solicitado y después de felicitar a Yoyontzin por la eficaz organización del taller y la calidad de los productos que en él se elaboraban, regresó al Templo Mayor, en medio de la respetuosa expectación que despertaba siempre en el pueblo su presencia.
Aún no transcurría una semana de la visita de Tlacaélel al taller de Yoyontzin, cuando ya Técpatl abandonaba Tenochtítlan en unión de una delegación diplomática de regulares proporciones. Unos días antes Itzcóatl había dado a conocer los nombres de los primeros embajadores tenochcas. Por intervención de Tlacaélel, Técpatl había sido designado ayudante del embajador que representaría los intereses del Reino Azteca ante los distantes señoríos zapotecas. Tanto Itzcóatl como el propio Tlacaélel habían hecho saber al embajador en dicha región que el nombramiento otorgado al joven artista tenía por objeto dotarlo de la debida protección oficial, así como permitirle la obtención de ingresos suficientes para subsistir decorosamente, pero que sus funciones eran de índole especial y debía dejársele en la más completa libertad para desempeñarlas, no estando obligado a prestar servicios diplomáticos de ninguna clase.
Desde lo alto del camino y antes de iniciar el descenso que lo alejaría del valle, Técpatl se detuvo a contemplar el espectáculo siempre fascinante que constituía la ciudad de Tenochtítlan. La capital azteca estaba formada por dos grandes islas artificiales construidas en el centro de la enorme laguna. Un sinnúmero de canales atravesaban por doquier la ciudad, confiriéndole un aspecto singular y fantástico. Sus anchas avenidas, al igual que sus incontables calles, eran de una perfecta simetría, lo que producía en el observador una clara impresión de orden y concierto, así como un sentimiento de admiración hacia aquella asombrosa obra humana, producto del continuado esfuerzo de sucesivas generaciones.
Técpatl echó un último vistazo a la ciudad y dando media vuelta prosiguió con decidido andar su camino, repitiéndose a sí mismo la firme promesa de no retornar a Tenochtítlan mientras no lograse desarrollar su propio estilo escultórico.
A través del servicio de los mensajeros aztecas, que día con día iba extendiéndose a lugares más apartados, Tlacaélel no dejaba nunca de recibir informes periódicos sobre las actividades de Técpatl. Después de permanecer cerca de dos años en la zona zapoteca, el joven escultor había solicitado permiso para dirigirse a los territorios habitados por los mayas; posteriormente y una vez obtenida una nueva autorización, se había trasladado a la fértil región totonaca. En cierta ocasión, un embajador tenochca procedente de la lejana Chi Chen Itzá, había manifestado a Tlacaélel la sorpresa que le causara un acto del todo incomprensible cometido por Técpatl: después de trabajar arduamente en una enorme escultura de piedra cuya elaboración venía suscitando los más elogiosos comentarios de los artistas de la localidad, había procedido a demolerla en cuanto la hubo terminado.
Cuando faltaban escasas semanas para que se cumplieran cinco años contados a partir de la fecha en que Técpatl partiera de Tenochtítlan, un mensajero llegado desde el Tajín informó a Tlacaélel que el artista marchaba ya de retorno rumbo a la capital azteca y que arribaría a ésta en pocos días. La noticia produjo un profundo regocijo en el Portador del Emblema Sagrado. Aun cuando durante la ausencia de Técpatl no había tenido muchas oportunidades para detenerse a reflexionar sobre cuestiones artísticas, le molestaba sobremanera contemplar el fatuo orgullo que embargaba al pueblo y a las autoridades tenochcas con motivo de la creciente producción de supuestas obras de arte que en forma incontenible brotaban de los talleres controlados por Cohuatzin y su camarilla. Desde lo más profundo de su ser, el Azteca entre los Aztecas anhelaba que el regreso de Técpatl constituye una especie de feliz augurio de que aquella deplorable situación tocaría pronto a su fin.
Tlacaélel ordenó que se introdujese a Técpatl ante su presencia en cuanto tuvo conocimiento de que el artista solicitaba verle. Un sorprendente y notorio cambio se había operado en la persona del joven huérfano. En las finas pero firmes facciones del escultor, al igual que en cada uno de sus gestos y movimientos —que antaño fueran la imagen misma de la incertidumbre y el desconcierto— se evidenciaba ahora una vigorosa voluntad y una serena confianza en sí mismo. Resultaba evidente que el antiguo conflicto interior que caracterizara a Técpatl, entre su poderoso espíritu y su débil organismo, había concluido con una clara victoria para el primero.
Tlacaélel dialogó largamente con Técpatl poniendo manifiesto durante la entrevista un vivo interés por escuchar todo lo que el artista le narraba. Al final de la plática, y como preguntase a Técpatl cuáles eran sus proyectos para el futuro, éste se limitó a contestar que por lo pronto retornaría a su antiguo trabajo de ayudante en el taller de Yoyontzin; asimismo, manifestó su intención de comenzar a esculpir una enorme piedra existente en las cercanías del poblado en que naciera y a la que había soñado dar forma desde niño. El único favor que el artista solicitaba era precisamente que se le proporcionase la ayuda necesaria para transportar aquella piedra hasta el taller de Yoyontzin. El Portador del Emblema Sagrado se comprometió a enviarle a la mañana siguiente un buen número de cargadores para que efectuasen dicho trabajo; después de esto dio por concluida la entrevista.
El retorno de Técpatl a Tenochtítlan, así como su entrevista con Tlacaélel, fueron motivo de prolongados comentarios por toda la ciudad y despertaron de inmediato la recelosa suspicacia de Cohuatzin y de su floreciente corte de amigos.
La labor que a los pocos días de su llegada realizó Técpatl, consistente en dirigir el traslado hasta el taller de Yoyontzin de una gran piedra, constituyó la voz de alerta para Cohuatzin y su grupo, pues al ver aquello, dieron por cierto que el propio Tlacaélel había encomendado al escultor la realización de una obra. No atreviéndose a presentar directamente sus quejas al Portador del Emblema Sagrado, acudieron ante el rey para lamentarse de la ruptura de la norma fundamental que tradicionalmente regía las relaciones entre artistas y autoridades, de acuerdo con la cual, éstas encomendaban a las diferentes asociaciones de artistas y artesanos la elaboración de los diferentes objetos que necesitaban —desde una imagen destinada al culto hasta los utensilios de uso común que se requerían en los templos y en los aposentos reales— y dichas asociaciones a su vez determinaban, con plena autonomía, quién de sus miembros debía llevar a cabo cada uno de los diferentes trabajos.
Itzcóatl negó rotundamente que se hubiese roto o se intentase romper la forma tradicional de operar entre autoridades y artistas: nadie había encomendado a Técpatl la ejecución de una obra, como tampoco se le había otorgado o prometido emolumento alguno; si Tlacaélel había dispuesto que se le brindase cierta ayuda para transportar una piedra, ello constituía un favor como otro cualquiera de los que diariamente concedía el Portador del Emblema Sagrado a las múltiples personas que acudían ante él en demanda de ayuda.
El hecho de saber que sus ganancias no se verían mermadas por las actividades de Técpatl, tranquilizó momentáneamente a Cohuatzin y a sus allegados, sin embargo, muy pronto tuvieron un nuevo motivo de inquietud, pues al poco tiempo se comenzaron a producir una serie de deserciones en diferentes talleres de escultura de la ciudad: varios de los jóvenes que trabajaban en esos lugares como aprendices o ayudantes de escultor, abandonaron su trabajo para ingresar como aprendices de alfarero al taller de Yoyontzin.
La actividad de escultor otorgaba una superior posición social y era más lucrativa que la de alfarero, así pues, resultaba aparentemente absurda la conducta asumida por aquellos jóvenes, los cuales, tras de avanzar un buen trecho por el camino que conducía a una envidiable posición, lo abandonaban repentinamente para recomenzar desde el principio una actividad que, aun a la larga, habría de resultarles menos provechosa.
Tomando en cuenta que en la mayoría de los casos los jóvenes que habían abandonado los talleres eran precisamente quienes venían manifestando mayores facultades para el ejercicio de la escultura, Cohuatzin llegó a la conclusión de que la explicación de tan extraña paradoja era que aquellos jóvenes deseaban aprender directamente de Técpatl los secretos del arte de esculpir, pero en vista de que éste no poseía su propio taller, pues era únicamente un simple ayudante de alfarero, habían optado por laborar en su compañía, pese a que ello significase sacrificar los frutos de sus anteriores esfuerzos y enfrentarse a un incierto porvenir, ya que el gremio de escultores —que Cohuatzin presidía y controlaba— jamás otorgaría a ninguno de ellos la necesaria autorización para establecer un taller.
Acompañado de un buen número de sus incondicionales, Cohuatzin acudió una vez más ante Itzcóatl para exponerle todo lo relativo a las deserciones de personal de los talleres y pedirle su intervención en contra de Técpatl. Con palabras que al parecer denotaban una intensa preocupación por el problema que se le planteaba, pero en las cuales era fácil percibir un dejo de sorna, el monarca respondió que le era imposible intervenir en aquel conflicto, pues de hacerlo, violaría la autonomía de los gremios y rompería las tradicionales formas de relación existentes entre autoridades y artistas.
Comprendiendo que las autoridades no habrían de brindarles ninguna clase de ayuda en su lucha contra Técpatl y decididos más que nunca a impedir que éste lograse darse a conocer como escultor, Cohuatzin y sus secuaces tomaron la determinación de movilizar a la opinión pública en su contra, para lo cual urdieron una hábil maniobra: dos jóvenes que les eran adictos hicieron el simulacro de unirse a los disidentes; abandonando los talleres donde trabajaban fueron aceptados en el de Yoyontzin, y al igual que sus demás compañeros, comenzaron a recibir lecciones de Técpatl y a laborar con él en la ejecución de la obra escultórica que éste había iniciado. Apenas habían cumplido una semana en su nuevo trabajo, cuando los dos traidores solicitaron ser readmitidos en sus antiguos talleres, y a la vez que simulaban un profundo arrepentimiento por su pasajero desvarío, comenzaron a propalar a los cuatro vientos la versión de que Técpatl proyectaba destruir la fe del pueblo en los dioses, para cuyo propósito estaba esculpiendo una obra indescriptiblemente grotesca, una burlesca representación de la máxima deidad femenina, la venerada Coatlicue. El propósito de Técpatl al realizar dicha obra —afirmaban sus detractores— no era sólo mofarse de los sentimientos del pueblo, sino hacer patente el profundo desprecio que profesaba hacia la Deidad misma. Finalmente, se repetía en contra del artista el mismo cargo de que se le acusara años atrás, o sea el de llevar una vida consagrada al vicio, añadiendo a ello el de haber convertido el taller de Yoyontzin en un antro de corrupción en donde se practicaban toda clase de excesos.
Aun cuando la verdad de las cosas era que la vida privada de Técpatl no sólo podía calificarse de irreprochable sino incluso de ascética, y que en materia religiosa su personalidad estiba muy próxima al misticismo, un creciente número de personas, desconocedoras de la auténtica forma de ser del joven escultor, aceptaban como válidas las calumnias que día con día difundían los secuaces de Cohuatzin. Los familiares de los numerosos jóvenes que habían abandonado sus trabajos para convertirse en discípulos y colaboradores de Técpatl, molestos de que éstos hubiesen trocado un prometedor futuro para tomar parte en algo que a sus ojos no tenía sentido alguno, dolidos por la actitud de rebelde intransigencia que caracterizaba a todos los seguidores de Técpatl y sin creer que en verdad fuesen las intensas jornadas de trabajo y no la práctica de toda clase de vicios lo que había convertido a dichos jóvenes en unos extraños en sus propias casas, contribuían en forma importante, con sus incesantes peroratas en contra del artista, a que la opinión pública comenzase a ver en Técpatl a una auténtica amenaza social.
Cuando Cohuatzin juzgó que la animadversión de los habitantes de Tenochtítlan por Técpatl había llegado a un punto tal que ya podría impulsarles fácilmente a la acción, urdió un plan para solucionar, de una vez por todas, aquel espinoso asunto.
Mientras sus enemigos se preparaban a poner en práctica sus siniestros propósitos, Técpatl trabajaba sin descanso en la doble misión que para esa etapa de su vida se había impuesto: realizar una obra escultórica diametralmente distinta a todas las producidas en el pasado y formar a un alto número de artistas que, dejando a un lado la labor de simples copistas de las obras de arte toltecas, fuesen capaces de iniciar un auténtico movimiento de renovación artística. Asimismo, procuraba en unión de sus seguidores incrementar al máximo posible la producción artesanal del taller de Yoyontzin, con objeto de no convertirse en una carga demasiado pesada para la modesta economía del generoso anciano.
El engaño sufrido por Técpatl a manos de los dos jóvenes espías al servicio de Cohuatzin había constituido un duro revés para los propósitos del escultor, quien deseaba mantener en secreto la ejecución de la obra que estaba llevando a cabo hasta que no estuviese del todo terminada, pues de acuerdo con su inveterada costumbre, se había propuesto demolerla una vez concluida si no resultaba de su entera satisfacción, como había hecho con todas sus anteriores creaciones.
Ignorantes de que había llegado la fecha fijada para la celada tendida en su contra, Yoyontzin y Técpatl, acompañados de varios de sus ayudantes y de algunos porteadores, se dirigieron al igual que todos los días primeros de cada mes al mercado de Tlatelolco. El propósito que les guiaba era el de vender a los comerciantes del mercado los productos de cerámica elaborados en el taller durante los veinte días anteriores. Las canoas que transportaban la mercancía se deslizaban muy lentamente sobre las calzadas de agua a causa del excesivo peso depositado en ellas.
Apenas habían traspasado los límites del mercado, cuando Yoyontzin y sus acompañantes comenzaron a ser insultados soezmente por numerosas personas. Sin hacer caso de la creciente lluvia de injurias, los integrantes del pequeño grupo se encaminaron hacia los locales donde operaban los mercaderes con los que habitualmente celebraban sus transacciones, pero éstos se negaron a adquirir la mercancía que les llevaban, aduciendo que no deseaban tener ninguna clase de tratos con individuos viciosos y degenerados.
Desconcertados ante la hostilidad de que eran objeto, el anciano alfarero y sus jóvenes amigos optaron por retirarse cuanto antes del mercado, pero al retornar sobre sus pasos, los insultos de la multitud se hicieron aún mayores, e intempestivamente un sujeto llegó hasta Yoyontzin y con rápido ademán le propinó una bofetada en el rostro. Ante el cobarde ataque a su generoso protector, Técpatl perdió la serenidad y lanzándose sobre el agresor lo derribó al suelo de un solo golpe. Se inició al instante una furiosa zacapela. Incontables personas se arrojaron en contra de Técpatl y de sus amigos agrediéndoles a golpes y puntapiés, y a pesar de que éstos se defendieron bravamente, la incontrastable superioridad numérica de sus adversarios no tardó en imponerse. Los jóvenes fueron salvajemente golpeados hasta dejarlos inconscientes, después, los agentes provocadores al servicio de Cohuatzin —que eran los que habían azuzado y dirigido a la multitud durante todo el zafarrancho— apartaron al maltrecho cuerpo de Técpatl y sin hacer caso de las súplicas de Yoyontzin, procedieron a recostarlo contra un muro y comenzaron a repartir entre la gente canastillas llenas de piedras, invitando a todos los presentes a que las lanzasen contra el joven escultor.
El hábil plan trazado por Cohuatzin para eliminar a Técpatl propiciando un motín popular que diese fin a la vida del artista estaba por cumplirse. Algunas piedras volaban ya por los aires y rebotaban junto a Técpatl, cuando una grácil figura femenina se abrió paso entre la enardecida muchedumbre y atravesando con paso firme el espacio vacío existente entre la turba y el desfallecido cuerpo del escultor llegó junto a éste, y le tendió los brazos, ayudándolo a reincorporarse. Un murmullo de asombro se extendió entre la multitud al reconocer a la recién llegada, cuyo nombre comenzó a correr de boca en boca. Se trataba de Citlalmina, la iniciadora de la rebelión juvenil con la que había dado comienzo la lucha libertaria del pueblo azteca. Citlalmina había llegado al mercado justo en el momento en que los provocadores repartían las canastillas de piedras e incitaban a la gente a lapidar a Técpatl. Un solo vistazo a lo que ocurría le había bastado para formarse un juicio acerca de la situación, así como para tomar la determinación de intentar salvar la vida del escultor.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano Técpatl se mantenía en pie esbozando una dolorida sonrisa a través de sus ensangrentadas facciones. Airadas voces surgían de la muchedumbre pidiendo a Citlalmina que se apartase para dar comienzo a la lapidación, pero ella permanecía inmóvil, sosteniendo con su cuerpo buena parte del peso de Técpatl y evidenciando con su actitud la inquebrantable decisión de compartir la suerte del artista, fuese ésta la que fuere. El rostro de Citlalmina —famoso en todo el Anáhuac por su resplandeciente belleza— reflejaba con toda claridad los sentimientos que la dominaban en aquel instante: no había en su interior el menor asomo de temor por lo que pudiera ocurrirle, sus grandes ojos negros relampagueaban con ira reprochando con la mirada a la multitud su cobardía en forma mucho más elocuente que el más conmovedor de los discursos. Lentamente, el ensordecedor griterío de la gente comenzó a disminuir de tono hasta extinguirse por completo, sobreviniendo un pesado y tenso silencio. La superior presencia de ánimo de Citlalmina había terminado por imponerse sobre los desatados impulsos de furia de la muchedumbre.
Sin dejar de sostener a Técpatl, que se movía con gran dificultad a causa de los innumerables golpes recibidos, Citlalmina inició un lento avance hacia la salida del mercado. Las compactas filas de gente se iban abriendo a su paso sin presentar resistencia alguna. Un cambio brusco se había operado en el ánimo de la multitud, trocando sus agresivos sentimientos en una mezcla de profundo arrepentimiento y de vergüenza colectiva por su reciente proceder.
Citlalmina y Técpatl se encontraban ya en los confines del mercado, cuando hizo su aparición un pelotón de soldados comandados por un oficial. Ante la presencia de las tropas, la multitud optó por desbandarse con gran rapidez. En la gran plaza quedaron tan sólo Yoyontzin y los jóvenes discípulos de Técpatl, en cuyos cansados y doloridos rostros podían verse con toda claridad las huellas dejadas por el desigual combate que acababan de librar. A pesar de todo lo ocurrido, sus amigos rodearon alborozados a Técpatl, felicitándolo por haber logrado salvar la vida. El oficial trasladó a todos los integrantes del maltrecho grupo hasta el cuartel más cercano, en donde sus heridas fueron atendidas. A la mañana siguiente, y de acuerdo con las instrucciones dictadas expresamente por el propio Itzcóatl, una fuerte escolta acompañó hasta el taller de Yoyontzin tanto al anciano alfarero como al escultor y a sus amigos, concluyendo así el azaroso episodio.[18]
El grave altercado ocurrido en el mercado de Tlatelolco, que tan cerca estuviera de originar la muerte de Técpatl, constituyó en realidad un acontecimiento en extremo venturoso para el escultor, pues debido al mismo habría de sumarse a su causa un nuevo aliado de incalculable valor, poseedor de la fuerza de un huracán desencadenado: Citlalmina.
Cuando al día siguiente de aquél en que ocurrieran los disturbios, Técpatl y sus amigos retornaron al taller de Yoyontzin en compañía de la escolta, Citlalmina los aguardaba ya al frente de un numeroso grupo de mujeres. Citlalmina no se limitó a manifestar su buena disposición y la de sus acompañantes para colaborar con los artistas en aquello en que éstos considerasen les podría resultar de utilidad, sino que de inmediato puso en marcha un vasto plan de acción tendiente a contrarrestar las aviesas maniobras de Cohuatzin. En primer término, las mujeres aztecas tomaron por su cuenta la distribución de los productos de alfarería que se elaboraban en el taller de Yoyontzin, utilizando para ello el sistema de ventas directas de casa en casa, nulificando en esta forma el bloqueo económico con el cual —merced a la complicidad de los mercaderes— los enemigos de Técpatl y Yoyontzin pensaban doblegarlos. Acto seguido Citlalmina pasó a la ofensiva. Su penetrante inteligencia le había hecho entender con toda claridad el verdadero motivo de aquel conflicto: el temor de un grupo de artistas mediocres a perder sus jugosas ganancias, lo que ocurriría fatalmente en cuanto la población comenzase a valorar las obras realizadas por artistas de verdadero genio. Así pues, era indispensable, si en verdad se quería obtener la victoria en aquella nueva lucha, lograr la elevación de la conciencia crítica de la sociedad tenochca en lo relativo a cuestiones artísticas.
En todo el Valle del Anáhuac existían restos fácilmente localizables de las antiguas ciudades toltecas. Numerosos grupos organizados por Citlalmina se dieron a la tarea de escarbar en ellos, para obtener objetos que fuesen representativos del arte desarrollado en esos tiempos. Una vez extraídos, se procedía a estudiarlos y a compararlos con aquellos objetos similares que se elaboraban en los talleres de Tenochtítlan. En todos los casos, el resultado de la comparación resultaba altamente desfavorable para los nuevos productos, pues su calidad era de un grado de inferioridad tal, que no podía pasar desapercibido ni ante el ser menos dotado de sensibilidad artística.
Noche tras noche comenzaron a celebrarse reuniones cada vez más numerosas en diversos sitios de la ciudad, en ellas, Citlalmina y sus colaboradores exponían la Índole de las investigaciones que venían realizando, presentaban ante la consideración de los asistentes toda clase de objetos antiguos y modernos, promovían apasionadas discusiones entre los participantes, y generaban con ello un creciente interés sobre cualquier tema relacionado con las actividades artísticas y artesanales que se desarrollaban en la comunidad tenochca.
A pesar de que en un principio Técpatl se negó reiteradamente a participar en esta clase de reuniones —tanto porque la reserva de su carácter era contraria a toda actividad pública, como por el hecho de que no le agradaba desatender ni un solo instante el trabajo que estaba realizando—, terminó por acceder a ello, ante la indoblegable insistencia de Citlalmina.
La presencia de Técpatl en las reuniones originaba invariablemente las mismas reacciones; al iniciarse éstas, era claramente perceptible que privaba en el ambiente un abierto sentimiento de animadversión en contra del escultor —¡eran tantas las calumnias que se habían propalado acerca de su persona!— pero en cuanto éste comenzaba a exponer sus ideas acerca de la necesidad de crear un arte nuevo y vigoroso, que en verdad constituyese una auténtica expresión de los sentimientos y anhelos del pueblo azteca, la actitud de sus oyentes iba variando rápidamente, primero le escuchaban con curiosidad, después con profundo interés y finalmente con apasionado entusiasmo. Sin poseer dotes oratorias de ninguna especie, la fuerza de sus convicciones y la nobleza de su espíritu eran de tal grado, que Técpatl lograba comunicar, a través de sus palabras, una buena parte del afán que lo dominaba por llevar al cabo sus elevados ideales. Como resultado de aquellas reuniones, el número de personas que comprendían y compartían las tesis que en materia de renovación artística propugnaba el escultor, era cada vez mayor.
El cambio que en contra de sus intereses comenzaba a operarse en la opinión pública no pasaba desapercibido para Cohuatzin y su camarilla; sin embargo, cuanto intento efectuaban con miras a impedirlo, se estrellaba invariablemente ante una conciencia popular cada vez más despierta, que conducida bajo la acertada dirección de Citlalmina y de un numeroso grupo de jóvenes entusiastas e inteligentes, parecía adivinar con suficiente anticipación las maniobras del culhuacano, impidiendo su realización a través de una eficaz organización. Los provocadores enviados a las reuniones donde se debatían temas artísticos eran siempre localizados y expulsados a golpes. En torno al taller de Yoyontzin se formó un constante servicio de vigilancia armada, realizada por gente del pueblo, que impedía tanto la posibilidad de una agresión a quienes ahí laboraban, como cualquier intento de destrucción de la ya casi terminada obra escultórica realizada por Técpatl. Finalmente, la tan temida posibilidad de que sus intereses económicos se vieran afectados, comenzaba a convertirse en una realidad para el grupo de Cohuatzin, pues la venta de sus productos había empezado a disminuir en forma ostensible, indicando con ello que se estaba operando una profunda transformación en el gusto artístico de la población azteca.
Una vez que Técpatl hubo concluido la escultura en que había venido laborando, y habiendo quedado satisfecho con la realización de la misma, se dirigió nuevamente al Templo Mayor para comunicar a Tlacaélel que deseaba obsequiar su obra a la Hermandad Blanca de Quetzalcóatl. En su carácter de Sumo Sacerdote de la respetada y milenaria Institución, Tlacaélel aceptó el ofrecimiento de Técpatl y fijó la fecha en la que, acompañado de las más altas autoridades del Reino, acudiría al taller de Yoyontzin a recibir personalmente la escultura.
Una enorme expectación se despertó en todo el pueblo azteca en cuanto tuvo conocimiento de estos hechos. Hasta esos momentos nadie que no fuesen los propios ayudantes de Técpatl (con la excepción de Yoyontzin y de los dos espías enviados por Cohuatzin) había tenido oportunidad de contemplar la escultura, razón por la cual, seguían corriendo los más disparatados rumores acerca de la misma. Un incesante afluir de gentes deseosas de asistir al acto de la entrega de la obra de Técpatl comenzó a efectuarse desde los más diversos rumbos hacia la capital azteca. Al aproximarse el día en que había de tener lugar este acto, eran ya verdaderas multitudes las que diariamente hacían su arribo a Tenochtítlan.
Aterrorizado ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, Cohuatzin perdió la noción de las proporciones y urdió una nueva maniobra que entrañaba ya la realización de actos que podían calificarse de abierta rebelión en contra de las autoridades aztecas. Contratados por Cohuatzin, numerosos soldados tecpanecas que habían combatido en las filas del desaparecido ejército de Maxtla comenzaron a concentrarse en Tenochtítlan. Confundidos entre el torrente humano que en número siempre creciente acudía a la capital del Reino, los mercenarios penetraron en la ciudad y fueron alojados en los talleres pertenecientes al culhuacano y a sus secuaces. Cohuatzin proyectaba utilizar estas tropas para dar muerte a Técpatl y a sus ayudantes. El momento escogido para ello sería durante la ceremonia en la cual, ante la presencia del pueblo y de las autoridades, el joven escultor haría entrega de su recién terminada escultura al Portador del Emblema Sagrado. Un grupo de provocadores realizaría primeramente un último intento tendiente a promover una revuelta popular: vociferando en contra de la escultura, a la que calificarían de imperdonable sacrilegio cometido en contra de la Deidad que pretendía representar, incitarían al pueblo a que exterminase de inmediato al autor de aquella profanación. Si el pueblo no secundaba a los provocadores, entrarían en acción las tropas mercenarias; su actuación había sido planeada para producir un impacto paralizante de efectos definitivos: tras de vencer cualquier posible resistencia procederían al asesinato de Técpatl, de Yoyontzin y de sus respectivos ayudantes, finalmente, demolerían la escultura hasta convertirla en un montón de escombros. El hecho de que todo esto pretendiese realizarse ante la presencia de las más altas autoridades del Reino, hacía del atentado un acto de imprevisibles consecuencias, ya que resultaba imposible anticipar la actitud que asumirían frente a semejantes acontecimientos los dirigentes tenochcas, así como los extremos a que podría llegar, una vez iniciada su acción, el contingente de tropas mercenarias, integrado por antiguos soldados tecpanecas poseídos de un ciego afán de venganza.
La noche anterior al día en que habría de tener lugar la tan esperada entrega de la obra de Técpatl, Tlacaélel recibió un aviso de Itzcóatl solicitándole acudiese de inmediato a una reunión de emergencia del Consejo Consultivo del Reino. La intempestiva reunión había sido convocada a instancias de Moctezuma. El comandante en jefe de los ejércitos aztecas tenía informes confirmados de que un número aún no precisado de tropas mercenarias había penetrado en Tenochtítlan y se hallaban alojadas en diversos talleres de la ciudad, listas para tratar de impedir, por la fuerza, la celebración de la ceremonia que habría de efectuarse a la mañana siguiente. El Flechador del Cielo había acuartelado ya a sus tropas y solicitaba se le autorizase para tomar por asalto esa misma noche los talleres que servían de refugio a los mercenarios, así como para proceder a la captura de Cohuatzin y de todos sus cómplices.
Ante el asombro de los ahí presentes, Tlacaélel se manifestó en contra de que fuesen las autoridades las que adoptasen las medidas necesarias para hacer frente a la amenaza surgida en la propia capital del Reino.
El pueblo tenochca —afirmó el Cihuacóatl Azteca— no era ya un organismo indefenso que pudiese ser devorado por la primera ave de rapiña que se cruzase en su camino. Los nefastos días en que una partida de audaces podía penetrar hasta el corazón de Tenochtítlan y en un ataque sorpresivo dar muerte a su máximo gobernante, eran cosa del pasado. La vigilancia de la ciudad para preservarla de las acechanzas de sus enemigos constituía una responsabilidad de todos sus habitantes y éstos sabrían encontrar, por sí mismos, la respuesta más adecuada a la maniobra urdida por un puñado de sujetos que, lo mismo como artistas que como conspiradores, habían manifestado una total falta de talento y una insufrible mediocridad.
Después de escuchar los razonamientos de Tlacaélel, Itzcóatl estuvo de acuerdo en que por el momento las autoridades no debían emprender acción alguna, para dar así al pueblo la oportunidad de demostrar su capacidad para organizarse y defenderse de quienes pretendían engañarlo, sin embargo, opinó que no sería prudente acudir a la ceremonia del día siguiente sin contar con la debida protección de una fuerte guardia armada.
Una vez más Tlacaélel sostuvo un parecer contrario, al afirmar con vigoroso acento:
El gobernante que necesita protección cuando se encuentra entre su pueblo, no merece llamarse gobernante.
En vista de la segura confianza manifestada por Tlacaélel de que el pueblo sabría hacer frente apropiadamente a la situación, el monarca dio por concluida la reunión y los integrantes del Consejo Consultivo retornaron a sus respectivas moradas.
Antes de retirarse a sus habitaciones, el Portador del Emblema Sagrado subió hasta la cúspide del Templo Mayor para observar desde lo alto a la ciudad. Era ya pasada la medianoche, sin embargo, resultaba obvio que Tenochtítlan no dormía. Una gran tensión se percibía claramente en el ambiente. Incontables lucecillas brillaban por todos los rumbos de la capital azteca, evidenciando con ello que una gran parte de sus habitantes permanecía aún en vela. En la negra superficie del enorme lago se movían las luces de numerosas canoas que se desplazaban en dirección a la ciudad, a donde continuaban llegando grupos de personas deseosas de estar presentes en el acto de entrega de la escultura de Técpatl.
Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Tlacaélel mientras recordaba al joven escultor causante de toda aquella conmoción, y en aquel instante, presintió que en esa ocasión no se hallaba sólo en su imperturbable confianza frente al destino, sino que esta misma actitud era compartida también por otra persona.
Y el Azteca entre los Aztecas tenía razón, pues aquella noche, tras de revisar hasta el último detalle de su recién terminada obra y proceder a envolverla con gruesos ayates, Técpatl, sin percatarse al parecer de la febril emoción que imperaba entre sus ayudantes y amigos, se había retirado muy temprano a su aposento, en donde dormía con sueño tranquilo y reposado.
Tlacaélel se encontraba aún en sus habitaciones, cuando fue informado de que Cohuatzin y los dirigentes de las corporaciones de artistas y artesanos existentes en Tenochtítlan le aguardaban para acompañarle al acto que tendría lugar aquella mañana.
Cohuatzin y sus allegados saludaron al Cihuacóatl Azteca con grandes muestras de aparente afecto. El culhuacano pronunció un breve discurso en el cual, en nombre de las distintas organizaciones de artistas y artesanos ahí representadas, expresó la supuesta satisfacción que embargaba a los componentes de dichas instituciones con motivo de la obra realizada por Técpatl.
Tlacaélel escuchó pacientemente aquellas palabras rebosantes de cinismo e hipocresía, a la vez que observaba con atenta mirada a cada uno de los integrantes de aquel grupo, percatándose al instante del incontrolable nerviosismo que les dominaba. El semblante de Cohuatzin era el de un hombre al borde del colapso: sus ojos hundidos en medio de profundas ojeras reflejaban un profundo terror, un continuo tic le desfiguraba el rostro y sus palabras no poseían ni la fluidez ni el meloso acento que caracterizaba su natural hablar, pues ahora tartamudeaba y entrecortaba las frases, acentuando con ello el grotesco aspecto que tenía toda su figura en aquellos momentos. El Portador del Emblema Sagrado concluyó para sus adentros que Cohuatzin, al impulso de su naturaleza ambiciosa e intrigante, se había dejado llevar por los acontecimientos hasta el grado de pretender preservar sus intereses organizando una conspiración que le llevaría inexorablemente a un choque frontal con las autoridades del Reino, empresa del todo desproporcionada a su capacidad y posibilidades, pero de la cual no podía ya desligarse a pesar de que seguramente hacía tiempo que se hallaba arrepentido de haberla iniciado.
En unión de tan poco grata comitiva, Tlacaélel se dirigió al encuentro de Itzcóatl. El monarca lo aguardaba en compañía de las principales personalidades del gobierno azteca. Nuevamente Cohuatzin improvisó algunas balbuceantes frases para expresar su lealtad al rey y la complacencia que le producía la ejecución de la obra llevada a cabo por Técpatl. Los mandatarios respondieron en forma fríamente cortés a los afectuosos saludos de los dirigentes de las corporaciones de artistas y artesanos, con la excepción de Moctezuma, quien de plano se negó a dar respuesta a los saludos de los conspiradores, limitándose a traspasarlos con fiera mirada. La actitud del guerrero incrementó al máximo el manifiesto pavor que dominaba a los acompañantes de Cohuatzin, varios de los cuales dieron la impresión de que podrían caer desmayados de un momento a otro.
No deseando prolongar por más tiempo aquella embarazosa situación, Itzcóatl dio la orden de encaminarse cuanto antes al taller de Yoyontzin. Una enorme multitud esperaba a sus gobernantes en la gran plaza central, deseosa de acompañarles durante todo el trayecto. Muy pronto el avance de los dignatarios por las calles y canales de la ciudad se convirtió en un entusiasta homenaje del pueblo a sus autoridades. Tlacaélel, Itzcóatl y Moctezuma, eran vitoreados en forma incesante y atronadora. Un festivo ambiente de alegría imperaba en toda la capital azteca.
Tlacaélel no veía a Citlalmina por ningún lado, pero adivinaba su inconfundible aliento e inspiración en todo cuanto contemplaba: en los emocionados rostros de los niños y niñas que agrupados en numerosos conjuntos entonaban por doquier vibrantes canciones, en los semblantes enérgicos y decididos de los jóvenes, que dando muestras de una organización y disciplina impecables, mantenían una efectiva vigilancia en el amplio sector de la ciudad comprendido en el recorrido, y en general, en el evidente sentimiento de altiva y segura confianza en sí mismo que parecía caracterizar a todo el pueblo azteca en aquellos momentos. Ante tan palpables muestras de la existencia de una conciencia popular vigilante y poderosa, Tlacaélel no tuvo la menor duda de que las fuerzas mercenarias al servicio de Cohuatzin no se atreverían a intentar acción alguna.
Tanto la comitiva como la inmensa multitud que le seguía se detuvieron al llegar frente a la casa de Yoyontzin. Con objeto de que la escultura de Técpatl resultase visible desde el exterior al mayor número posible de personas, el artesano había ordenado, desde el día anterior, se derribase una buena parte de la barda que rodeaba al taller. En esta forma, las curiosas miradas de los recién llegados se posaron de inmediato en el enorme bulto envuelto en toscos ayates que se encontraba colocado sobre una recia plataforma en el centro del patio.
Técpatl y Yoyontzin aguardaban la llegada de las autoridades a la entrada del taller. La serena actitud del joven contrastaba marcadamente con la intensa emoción que dominaba al anciano. Técpatl presentó ante los dignatarios aztecas a los jóvenes que habían colaborado con él en la ejecución de la escultura.
Tlacaélel observó en todos ellos esa mirada a un mismo tiempo soñadora y enérgica que caracteriza a los auténticos artistas.
Autoridades y artistas avanzaron hasta llegar junto a la plataforma, detrás de ellos se apretujaba un enorme gentío que había invadido ya cuanto espacio disponible existía: el patio del taller, los techos de las casas cercanas, las calles adyacentes y los amplios terrenos aún no construidos que existían frente a la casa de Yoyontzin. Los ojos de todos los presentes no se despegaban ni un instante del misterioso envoltorio, como si intentasen arrancar su cubierta a fuerza de mirarlo. De un ágil salto Técpatl se encaramó en la plataforma, y luego, con un ademán no exento de cierta solemne teatralidad, deshizo de un solo tirón el nudo del grueso cordel que mantenía unidos todos los ayates; éstos cayeron al instante dejando al descubierto su oculto contenido.
Únicamente la paralizante e inenarrable sorpresa que tal vez se produzca en el espíritu de aquéllos a los que la muerte arrebata en forma repentina, podría compararse a la conmoción que se generó en el ánimo de los espectadores cuando surgió ante ellos la imagen de la Deidad que sintetizaba en su ser uno de los dos aspectos —el femenino— de la dualidad creadora. En un primer momento, ninguno de los presentes creyó que se hallaba ante una mera representación escultórica de la venerada Coatlicue, sino más bien juzgaron que por algún incomprensible prodigio les era dado contemplar a la manifestación real y verdadera de la Deidad. Y es que aquella efigie en piedra era mucho más que una simple escultura, en ella habían sido plasmadas, en forma magistral, intuiciones presentidas por el pueblo azteca a lo largo de siglos. Oscuros sueños adormecidos en el subconsciente colectivo y elaboradas concepciones teogónicas de los cerebros más esclarecidos, aparecían ahora claramente representados en una obra magnífica y terrible.
Estática, muda, fascinada ante lo que contemplaba, la multitud permanecía extrañamente inmóvil, como si desease prolongar indefinidamente aquel singular instante de éxtasis y comunión colectivos. Haciendo un esfuerzo, Tlacaélel logró finalmente sustraerse al estado cercano a la hipnosis en que se encontraban todos e intentó de inmediato analizar la obra con un espíritu puramente crítico.
La escultura constituía, primordialmente, una conjunción de símbolos genialmente integrados en una sola figura. Cada uno de los múltiples detalles que componían la obra aludía a una profunda concepción de carácter cósmico religioso: caracoles, serpientes, manos, corazones, cráneos, garras y cabezas de águila, así como los demás elementos contenidos en el monolito, poseían un significado específico, y era atendiendo al mismo, que habían sido colocados y armonizados en aquella obra de fuerza y vigor indescriptibles.
Aquella simétrica y majestuosa escultura era un auténtico compendio de conocimientos materializados en piedra y el desentrañar plenamente su significado constituía una labor que requería una buena cantidad de tiempo, incluso para una mente como la de Tlacaélel; así pues, el Portador del Emblema Sagrado optó por dejar para posteriores observaciones el lograr una apreciación integral de la obra, y dirigiéndose a los sacerdotes que le acompañaban, les instó a dar comienzo a la ceremonia de consagración de la escultura.
Lentamente, como si cada uno de sus movimientos constituyese para ellos un enorme esfuerzo, los sacerdotes dieron inicio al acto religioso de consagración de la imagen en piedra de la Deidad que simbolizaba a las fuerzas cósmicas de signo femenino que animan a la tierra y que dan origen a la vida y a la muerte. El Heredero de Quetzalcóatl presidía la ceremonia pronunciando con recia voz las sacramentales palabras, fórmulas milenarias preservadas en virtud de una celosa tradición que había logrado mantener incólumes los sagrados rituales.
Sumido aún en aquel estado de conciencia que le había permitido alcanzar el éxtasis colectivo, el pueblo mantuvo un respetuoso silencio a lo largo de toda la ceremonia; al concluir ésta, el hechizo que imperaba en el ambiente pareció comenzar a desvanecerse y un murmullo de voces expresando su admiración hacia la obra de Técpatl se dejó escuchar por doquier.
Itzcóatl mandó llamar al jefe de los porteadores que tendrían a su cargo la misión de transportar la monumental efigie desde aquel lugar hasta el Templo Mayor y le ordenó dar comienzo a la operación. Un elevado número de cargadores rodeó en un instante a la escultura, discutiendo sin cesar sobre la mejor forma de llevar a cabo la difícil maniobra.
Desplazándose mediante una base colocada sobre pesados y uniformes troncos de árbol que iban siendo movidos con gran cuidado, la colosal efigie inició su avance hacia el centro de la ciudad. En el momento mismo en que la operación del traslado daba comienzo, suscitóse un acontecimiento del todo inesperado: sin que existiese al parecer un motivo en especial para ello, la reverente actitud de la multitud se trocó repentinamente en un sentimiento de ira incontenible. Miles de puños se alzaron amenazadores señalando a Cohuatzin y a los demás dirigentes de las corporaciones de artistas y artesanos. Un solo rugido, proferido al unísono por incontables gargantas, hizo estremecer el aire produciendo un eco de ominosas vibraciones. Tal parecía que una pesada venda se hubiese desprendido bruscamente de los rostros de todos, permitiéndoles percatarse tanto de los mezquinos intereses que guiaban la conducta de los supuestos artistas, como de las bajas argucias de que éstos se habían valido para intentar impedir la realización de la admirable obra que ahora se erguía triunfante ante sus ojos.
Una ola humana, vengativa y colérica, se precipitó hacia el lugar donde se encontraban Cohuatzin y su camarilla. Profiriendo agudos gritos de terror, los falsos artistas se refugiaron en el interior de la casa de Yoyontzin, quien en unión de Técpatl, así como de los discípulos de éste y de sus propios ayudantes, intentaba vanamente contener el avance de la airada multitud.
Tlacaélel y Moctezuma prosiguieron tranquilamente su camino, sin manifestar el menor interés en lo que ocurría, Itzcóatl, por el contrario, se volvió rápidamente sobre sus pasos e internándose en la casa del artesano subió a la azotea y desde ahí conminó con enérgico acento a la multitud, ordenándole dispersarse de inmediato. Atendiendo a las indicaciones del monarca, el pueblo se retiró de las inmediaciones de la casa de Yoyontzin, sin embargo, él exaltado ánimo que privaba entre la multitud estaba aún lejos de extinguirse, los rumores acerca de la existencia de fuerzas mercenarias dentro de la ciudad eran ya del dominio público y la enardecida población se lanzó a tratar de localizarlas.
En ninguna parte fue posible hallar a un solo mercenario, éstos habían huido muy de mañana, al percatarse de la imposibilidad de pretender llevar a cabo una agresión frente a un pueblo organizado y en actitud de alerta. Ante lo infructuoso de su búsqueda, la multitud desahogó su furia destruyendo e incendiando las casas y los talleres de Cohuatzin y de todos sus incondicionales.
En la tarde de ese mismo día, mientras los rescoldos de las casas incendiadas aún humeaban y la calma retornaba lentamente a la agitada capital azteca, Cohuatzin y su camarilla abandonaron la ciudad, protegidos de las iras populares por un numeroso contingente de tropas. Itzcóatl había decretado que los fracasados conspiradores fuesen expulsados de los confines del Reino Azteca, quedándoles prohibido el retorno bajo pena de muerte.
A pesar de que Tlacaélel se opuso terminantemente a que en los códices en donde iban siendo anotados los principales acontecimientos se registrasen las maniobras urdidas por Coahuatzin y sus secuaces (aduciendo que las actividades desarrolladas por dichos sujetos constituían un hecho carente de la menor importancia) el pueblo, por medio de la tradición oral, conservó fiel memoria de estos sucesos, a los cuales dio la irónica denominación de «La Rebelión de los Falsos Artistas».