Capítulo XII
CIMENTANDO UN IMPERIO

El ejército de Maxtla constituía la base sobre la cual se sustentaba el poderío tecpaneca; al ser derrotado, el predominio de Azcapotzalco llegó a su fin.

Acompañado de las escasas fuerzas que aún le continuaban siendo leales en la desgracia, el antaño poderoso monarca tecpaneca se refugió en la ciudad de Coyohuácan e intentó entablar pláticas de paz con sus vencedores; pero éstos no estaban dispuestos a perder en negociaciones lo ganado en el campo de batalla. Después de ocupar Azcapotzalco la misma noche del encuentro, tenochcas y texcocanos dirigieron sus combinados ejércitos a Coyohuácan, posesionándose de la ciudad mediante un rápido y bien coordinado asalto.

Sabedor de la suerte que le aguardaba, Maxtla trató inútilmente de evadir su destino escondiéndose en un abandonado baño de temazcal, pero fue descubierto y perdió la vida al pretender oponerse a sus captores.

La súbita desaparición de la hegemonía tecpaneca, que era el lazo por el que se mantenía integrada dentro de una misma organización política a una gran parte de los pueblos de Anáhuac, motivó de inmediato múltiples reacciones entre las poblaciones sojuzgadas. Primero una oleada de júbilo sacudió a todos los pueblos vasallos al enterarse de lo ocurrido, pero enseguida se produjeron en diversos lugares expresiones de un mismo y generalizado deseo: constituir una gran variedad de pequeños Reinos dotados de plena autonomía. La tarea de fijar los límites que habrían de abarcar cada una de estas entidades comenzó a causar graves discrepancias entre las distintas poblaciones, muchas de las cuales se aprestaban ya a dirimir sus divergencias mediante el uso de la fuerza. Al parecer, estaba por iniciarse un nuevo periodo de generalizadas contiendas dentro del mundo náhuatl, con la consiguiente anarquía devastadora que estas luchas habían traído consigo en el pasado.

La llegada de embajadores de la capital azteca a todos los pueblos que habían sido tributarios de los tecpanecas produjo un nuevo giro en los acontecimientos. Los embajadores eran portadores de un doble mensaje. Itzcóatl, Rey de los Tenochcas, hacía saber a los habitantes de estas poblaciones que como consecuencia de la victoria obtenida sobre el Reino de Azcapotzalco, Tenochtítlan se consideraba la natural heredera de todos los dominios que antaño poseyeran los tecpanecas. Por su parte, el Portador del Emblema Sagrado respaldaba con la autoridad moral de su alta investidura las pretensiones del monarca azteca.

Los mensajes de Tlacaélel y de Itzcóatl suscitaron reacciones diferentes entre los pueblos a los que iban dirigidos. Algunos de ellos consideraron que lo más conveniente era aceptar desde un principio la existencia de un nuevo centro hegemónico de poder y optaron por acatar la autoridad tenochca, otros, por el contrario, se negaron rotundamente a reconocer la substitución de autoridad que intentaban llevar a cabo los aztecas y se prepararon para la lucha; pero ambos extremos constituían en realidad una minoría, ya que la mayor parte de las poblaciones optaron por no dar respuesta a los mensajes recibidos, manteniéndose atentas al desarrollo de los futuros sucesos con el evidente propósito de normar su conducta conforme a éstos.

Actuando con la celeridad del relámpago, las tropas aztecas bajo el mando de Moctezuma atacaron una tras otra las poblaciones rebeldes, derrotando en todos los casos los desorganizados intentos de resistencia en su contra. Atemorizados por el empuje aparentemente irresistible del ejército tenochca, todos los exvasallos de Azcapotzalco, que hasta esos momentos habían mantenido una actitud vacilante ante las pretensiones aztecas, optaron por acatar de inmediato la supremacía de Tenochtítlan.

Una vez logrado el reconocimiento de la autoridad del Reino Azteca en los antiguos dominios tecpanecas, Tlacaélel juzgó llegado el momento de iniciar algunas de las importantes reformas que tenía proyectadas.

La guerra contra Azcapotzalco, así como los combates librados posteriormente con distintos pueblos, habían constituido una valiosa experiencia militar para los tenochcas partícipes en dichos encuentros. Con base en ello y en el hecho de que los nuevos tributos pagados por los pueblos recién conquistados eran ya de regular cuantía, Tlacaélel juzgó factible lograr en poco tiempo que una buena parte de la población masculina del pueblo azteca, abandonando sus anteriores trabajos, se consagrase exclusivamente a prepararse para el combate, con objeto de constituir un ejército profesional y permanente, que sustituyese el sistema de organización militar seguido hasta entonces por los tenochcas, según el cual, todos los hombres que estaban en posibilidad de empuñar las armas debían hacerlo al sobrevenir un conflicto, pero durante las épocas de paz podían dedicarse al desempeño de actividades que nada tenían que ver con la guerra. Así pues, aquellos jóvenes aztecas que se hallaban convencidos de poseer una decidida vocación guerrera, ingresaron al ejército que bajo la dirección de Moctezuma comenzaba rápidamente a integrarse.

Deseoso de comenzar a definir la índole de sus atribuciones dentro del gobierno, Tlacaélel reinstituyó la existencia de un antiguo cargó creado desde la época de los primeros toltecas: el de «Cihuacóatl».[11] También dejó establecido que la autoridad del soberano azteca no tendría nunca un carácter absoluto, sino que debería tomar en cuenta la opinión de los miembros de un «Consejo Consultivo» integrado por cuatro personas. Este organismo —del cual Tlacaélel sería el miembro más prominente— estaba facultado para privar al monarca de toda autoridad cuando éste adoptase una conducta contraria a los intereses del Reino.

Acontecimientos imprevistos interrumpieron, transitoriamente, la labor reformadora de Tlacaélel. Dentro de los confines del Valle del Anáhuac existía un señorío, el de Xochimilco, que a pesar de su proximidad con la capital del Reino Tecpaneca no había sido nunca sojuzgado por Azcapotzalco, pues su riqueza y el valor de sus habitantes había despertado el respeto de sus poderosos vecinos, quienes se habían contentado con tenerlo de aliado en varias de sus empresas guerreras.

Recelosos los xochimilcas de la fuerza creciente que iba adquiriendo Tenochtítlan, decidieron constituir una alianza en su contra. Los señoríos de Chalco, Cuitláhuac y Mizquic —situados ya fuera de los contornos del valle— se sumaron a la empresa de intentar poner un dique al avance azteca.

La guerra contra los xochimilcas y sus aliados fue una contienda larga y difícil, sin embargo, la superior dirección militar de Moctezuma y la cada vez mayor capacidad combativa de las tropas aztecas —resultado de su incesante adiestramiento— fueron poco a poco minando la moral de sus adversarios. Tras de ser derrotados en varios importantes y sangrientos encuentros, los coaligados perdieron toda esperanza de lograr la destrucción de Tenochtítlan, y desbaratando el mando unificado que habían creado para la dirección de sus tropas, optaron por una guerra estrictamente defensiva, en la que cada uno de los antiguos aliados actuaba por su propia cuenta, mientras intentaban entablar negociaciones que les permitieran abandonar cuanto antes la funesta aventura en que se habían embarcado.

La falta de coordinación en las acciones enemigas facilitó de inmediato la labor del ejército tenochca. Rechazando sistemáticamente cualquier posibilidad de un arreglo negociado, los aztecas sitiaron y tomaron por asalto las capitales de los cuatro señoríos que habían pretendido contener su expansión.

La conquista de Xochimilco constituyó un triunfo que trajo consigo consecuencias particularmente favorables. Tanto por la fertilidad de su suelo como por la laboriosidad de sus habitantes, dicha región era considerada desde tiempo atrás como la productora de verduras más importante en todo el valle, su incorporación a los dominios de Tenochtítlan dotaba a ésta de una gran autosuficiencia en materia de alimentos. Con miras a facilitar el transporte de mercancías entre ambas regiones, los aztecas dispusieron la construcción de una amplia calzada que comunicaba a Xochimilco con la capital azteca.

En cuanto Tlacaélel juzgó suficientemente consolidado el dominio tenochca sobre los territorios recién adquiridos, volvió de nueva cuenta a concentrar su atención en las reformas que se había propuesto llevar a cabo. En esta ocasión, el Portador del Emblema Sagrado consideró llegado el momento de poner las bases sobre las cuales habría de cimentarse la organización política del futuro Imperio.

Según se desprendía de la lectura de los códices y de los informes transmitidos por la tradición, los sistemas de organización política adoptados hasta entonces podían reducirse a tres.

El primero, y más elemental, era el de señorío o pequeño Reino, y consistía en una entidad integrada por una población poco numerosa y de características homogéneas, en lo referente a idioma, religión y costumbres, asentada en un territorio de no muy extensas dimensiones.

El sistema de pequeños Reinos era el régimen de gobierno más antiguo de que se tenía memoria. Las comunidades tendían de modo natural a retornar a esta forma de organización en cuanto desaparecía el lazo unificador creado por un fuerte poder central que controlase extensas regiones. Si bien en los momentos en que Tlacaélel intentaba iniciar sus reformas este régimen político era el predominante, perduraba en la memoria de los pueblos de Anáhuac y de todas las regiones circunvecinas el recuerdo de los poderosos Imperios Toltecas.

La organización imperial representaba la antítesis misma del régimen anterior, su característica fundamental la constituía la existencia de una fuerte autoridad central, cuya hegemonía abarcaba enormes territorios habitados por pueblos de muy diversas peculiaridades, que conjuntaban sus esfuerzos y energías en forma coordinada para la realización de metas comunes.

La arraigada certidumbre —prevaleciente en todos los moradores de las diferentes poblaciones— de que había sido durante los Imperios Toltecas cuando los seres humanos habían alcanzado su más plena realización, tanto en lo individual como en lo colectivo, originaba una permanente añoranza de esas épocas felices y un común anhelo, hasta entonces frustrado, de retornar a un sistema de gobierno semejante al que había contribuido a la consecución de tan elevados logros. En su calidad de Portador del Emblema Sagrado de Quetzalcóatl —y por lo tanto de heredero directo de la autoridad de los Emperadores Toltecas— Tlacaélel era el lógico representante de todas las tendencias que propugnaban por el restablecimiento de la Autoridad Imperial; sin embargo, el Azteca entre los Aztecas no deseaba que el nuevo Imperio que proyectaba fuese tan sólo una simple copia de los anteriores, sino que intentaba aprovechar las experiencias del pasado para constituir un Imperio de cimientos aún más sólidos y duraderos.

Al analizar las diferentes formas de gobierno existentes en la antigüedad, Tlacaélel prestó particular atención al sistema de «Confederación de Reinos», desarrollado por los pueblos de la lejana área maya; en dicho sistema, los Reinos, aun cuando conservaban plena independencia para efectos internos, se mantenían voluntariamente vinculados entre sí colaborando estrechamente en la resolución de una gran variedad de problemas, que iban desde el intercambio de conocimientos en asuntos relacionados con la observación celeste, hasta la edificación de templos y centros ceremoniales comunes.

La evidente efectividad del sistema de «Confederación de Reinos» —puesta de manifiesto por la larga supervivencia de esta forma de gobierno y por las altas realizaciones alcanzadas por los pueblos mayas— motivó que Tlacaélel optase por intentar la creación de una nueva fórmula de organización política que conjugase las ventajas de este sistema con las derivadas de la existencia de un poderoso Imperio, esto es, decidió que antes de que Tenochtítlan se convirtiese en el centro de la Autoridad Imperial, debía primeramente aliarse con otros Reinos para constituir una Confederación.

Una vez adoptada esta determinación, quedaba por resolver el problema de cuáles podrían ser los aliados más convenientes para los tenochcas. Los beneficios obtenidos como resultado de la reciente alianza guerrera con Texcoco eran obvios, como lo eran también las ventajas que podrían alcanzarse a través de una colaboración entre ambos Reinos que no se limitase a los asuntos puramente militares, sino que incluyese las más diversas cuestiones. Así pues, la inclusión de Texcoco en la proyectada alianza resultaba un hecho natural y lógico.

En contra de lo que cualquiera hubiera podido suponer, Tlacaélel decidió elegir como tercer miembro integrante de la Confederación al Reino de Tlacópan; constituido por población de origen tecpaneca, y por consiguiente, enemiga reciente de Tenochtítlan. La elección de tan inesperado aliado no obedecía a un simple capricho del Portador del Emblema Sagrado, sino a una bien calculada política de reconciliación con los tecpanecas, o más exactamente, con los múltiples sabios y artistas con que este pueblo contaba debido a los esfuerzos realizados por sus autoridades para preservar la valiosa herencia tolteca. La existencia de un Reino tecpaneca dotado de un alto grado de independencia —al impedir la emigración y consiguiente dispersión de la clase culta de este pueblo— garantizaba la colaboración de importantes sabios y artistas en la realización de toda clase de labores culturales.

A través de largas pláticas sostenidas entre los principales consejeros de Itzcóatl, Nezahualcóyotl y Totoquihuátzin —rey de Tlacópan—, fue quedando establecida la forma en que habría de funcionar la alianza que estaba por pactarse. Concluidas las conversaciones, tuvieron lugar en diferentes poblaciones animados festejos populares para celebrar tan importante acontecimiento y, finalmente, la Triple Alianza quedó plenamente formalizada por medio de una impresionante ceremonia religiosa efectuada en la capital azteca, en la que participaron los tres monarcas ante la presencia del pueblo y de las más importantes personalidades de Tenochtítlan, Texcoco y Tlacópan.

El Azteca entre los Aztecas podía estar satisfecho de los sólidos cimientos que había construido como asiento del futuro Imperio. La Triple Alianza garantizaba a los tenochcas la amistad de dos importantes pueblos cercanos a su capital, los cuales, por el hecho de ser aliados y no vasallos, habrían de proporcionarles una valiosa colaboración.

Apenas concluidos los festejos celebrados con motivo de la concertación de la Triple Alianza, Tlacaélel se propuso iniciar la tarea que calificaba como la más alta misión que intentaría realizar en su vida —superior incluso a la construcción de un Imperio—, o sea la creación de un vigoroso movimiento de renovación espiritual, que permitiese nuevamente a los seres humanos participar activamente en la labor de colaborar a un mejor desarrollo del Universo.

Para dar cumplimiento a tan difícil tarea, el Portador del Emblema Sagrado decidió solicitar la ayuda de los dirigentes de las diferentes organizaciones religioso-culturales existentes en el mundo náhuatl y en las regiones próximas al mismo.

Convocados por medio de los eficaces mensajeros tenochcas y procedentes de las más diversas regiones, importantes dirigentes de una gran variedad de organizaciones religioso-culturales comenzaron a concentrarse en Tenochtítlan. La mayor parte de los recién llegados pertenecían a instituciones surgidas en donde antaño florecieran los Imperios Toltecas, sin embargo, había también representantes de organizaciones existentes en las fértiles tierras del hule próximas al mar, así como destacados dignatarios que habitaban en lejanas y montañosas regiones. En esta forma, congregados por el Heredero de Quetzalcóatl, una auténtica asamblea de hombres ilustres por su saber y experiencia inició sus deliberaciones en la capital azteca.

Una vez transcurridas las sesiones preliminares, durante las cuales se puso de manifiesto el generalizado sentir de todos los participantes en cuanto a la necesidad de intentar romper el paralizante estancamiento espiritual en que la humanidad se debatía, el Portador del Emblema Sagrado expuso, con el vigor y la energía que le eran característicos, las bases y lineamientos fundamentales de su ambicioso proyecto: la unificación del género humano con el objeto de lograr un desarrollo más acelerado y armónico del sol, mediante la práctica en gran escala de los sacrificios humanos.

Los planteamientos de Tlacaélel entrañaban la más drástica ruptura con las antiguas formas del pensamiento náhuatl, su osado proyecto, presentado ante una asamblea integrada por individuos consagrados a la preservación del saber tradicional, produjo en los que le escuchaban una gran sorpresa y la más completa confusión.

A solicitud de una gran mayoría de los integrantes de la Asamblea, Nezahualcóyotl dio respuesta en la siguiente sesión a la proposición de Tlacaélel. Haciendo gala de un elegante dominio de los más refinados giros del idioma de sus mayores y manifestando a lo largo de su exposición no sólo un profundo conocimiento de las bases fundamentales sobre las que se estructuraba la Cultura Náhuatl, sino también un entrañable amor hacia dicha cultura, el gobernante poeta manifestó un parecer del todo contrario al sustentado por Tlacaélel. Nezahualcóyotl estaba de acuerdo en que debía intentarse un gigantesco esfuerzo tendiente a lograr que la humanidad superase el pesado letargo que la dominaba, pero difería en cuanto al medio propuesto para alcanzar este fin. A su juicio, el mejor camino para alcanzar la elevación espiritual que todos anhelaban, consistía en el desarrollo de una corriente de pensamiento que subrayase la unidad de la Divinidad, retornando con ello a la base misma de la más antigua tradición religiosa, oscurecida desde hacía largo tiempo por la preferente atención que los humanos solían prestar a manifestaciones importantes pero secundarias del Ser Divino, como lo eran los cuerpos celestes que poblaban el Universo.

Tras de afirmar que sólo el Ser Supremo era real e inmutable y que el movimiento de renovación espiritual que se intentaba crear debería sustentarse en una mejor y mayor comprensión de su esencia, Nezahualcóyotl concluyó su brillante exposición con una poética enunciación de algunos de los atributos del Dios Único: Dador de la Vida, Dueño de la Cercanía y la Proximidad, Inventor de Sí Mismo, Ser Invisible e Impalpable, Señor de la Región de los Muertos y Autor del Libro en cuyas pinturas existimos todos.

La contraproposición de Nezahualcóyotl vino a incrementar la confusión prevaleciente en la Asamblea. Aun cuando efectivamente el concepto de un Dios superior y único formaba parte de una inmemorial tradición religiosa, los más destacados pensadores de todos los tiempos habían coincidido en señalar la inutilidad de los esfuerzos humanos encaminados a tratar de comprender su naturaleza, concluyendo que lo único que podía afirmarse acerca del mismo era la existencia de su realidad, pero que todo lo relativo a su íntima esencia y a sus posibles motivaciones constituía un misterio impenetrable e irresoluble.

Ante la encrucijada planteada por las contradictorias propuestas de Tlacaélel y Nezahualcóyotl, los integrantes de la Asamblea, por acuerdo unánime, decidieron consultar al «Códice que responde a todas las preguntas», o sea indagar cuáles eran en esos momentos las influencias celestes dominantes sobre la tierra, para así estar en posibilidad de adoptar la resolución que estuviese más acorde con dichas influencias.

Los complejos conocimientos requeridos para averiguar cuál era el influjo predominante de los astros en un determinado momento, constituían una de las más valiosas herencias culturales que sabios y sacerdotes habían logrado preservar tras el colapso sufrido por las antiguas civilizaciones. De entre los distintos medios empleados para indagar los designios trazados por los astros, existía uno considerado por todos como el más certero: el «Ollama»,[12] que partiendo del principio filosófico que postulaba la íntima conexión de todo lo existente en el Universo, buscaba reproducir en un pequeño escenario sobre la tierra lo que acontecía en la vasta inmensidad del cosmos. Cada uno de los individuos que participaba en esta ceremonia actuaba en ella como representante de un determinado planeta.[13] En igual forma, la determinación del sitio y de las dimensiones del recinto donde debía tener lugar la ceremonia, así como del día y momento más adecuados para la celebración de la misma, se fijaban mediante complicados cálculos astronómicos.

En Tenochtítlan no se había celebrado jamás una ceremonia de esta índole, razón por la cual no existía el recinto apropiado para llevarla a cabo. Así pues, los integrantes de la Asamblea primero tuvieron que realizar los estudios encaminados a la construcción de un «Tlachtli»,[14] para posteriormente, dirigir su edificación y efectuar la elección de las personas que habrían de participar en el ritual destinado a obtener información sobre los dictados de los astros.

Una vez concluidos todos los preparativos, tuvo lugar el legendario ritual ante la presencia de la totalidad de los integrantes de la Asamblea y de los reyes de Tenochtítlan, Texcoco y Tlacópan. Una intensa emoción dominaba a los espectadores, mientras contemplaban el incesante ir y venir de la compacta pelota de hule dentro de los bien marcados límites del pequeño terreno que en aquellos momentos simbolizaba el Universo entero.

Al finalizar la segunda y última parte de la ceremonia,[15] ninguno de los presentes en la misma ignoraba ya cuál era la conclusión que podía inferirse como resultado de la indagación que acerca de las influencias de los astros acababan de realizar: el predominio de Huitzilopóchtli era incontrastable,[16] la hegemonía que ejercía en esos momentos sobre los seres que poblaban la Tierra —misma que al parecer se prolongaría durante un largo período— era muy superior a la procedente de cualquier otro cuerpo celeste.

Al día siguiente de celebrada la ceremonia la Asamblea prosiguió sus deliberaciones. Una vez más, Tlacaélel hizo uso de la palabra para insistir en su proposición inicial, apoyándose en los resultados aportados por la reciente investigación cósmica. La supremacía de Huitzilopóchtli —sentenció el Portador del Emblema Sagrado— impregnaba a la Tierra de evidentes y poderosas influencias bélicas, bajo cuyo dictado se generarían incesantes enfrentamientos entre los seres humanos. En su proyecto, las guerras que habrían de producirse en el futuro debido a las influencias cósmicas tendrían un concreto y elevado propósito: impulsar el crecimiento del astro del cual dependía primordialmente el desarrollo de todos los seres.

En esta ocasión, los argumentos del Azteca entre los Aztecas terminaron por convencer a los integrantes de la Asamblea. El resultado de la reciente ceremonia les había llevado a la conclusión de que se aproximaba para la humanidad una larga época de contiendas como inevitable consecuencia de las fuerzas prevalecientes en el cosmos, por lo que consideraron que la implantación del sistema propuesto por Tlacaélel —en el que al menos se pretendía canalizar la energía derivada de las guerras hacia un propósito específico— constituía un mal menor a la simple realización anárquica y sin sentido, que de otra forma tendrían dichas contiendas.

Únicamente Nezahualcóyotl mantuvo una inalterable oposición al proyecto de su mejor amigo, pero dado que no sólo el sentir general de la Asamblea sino al parecer hasta el de la Bóveda Celeste eran contrarios a sus personales puntos de vista, se contentó con lograr para los texcocanos una situación de exclusión: a cambio de su promesa de no oponerse a la realización de los planes trazados por Tlacaélel, éste se comprometió a su vez a no pretender implantar, dentro de los confines del Reino de Texcoco, los nuevos conceptos y prácticas con los que se proponía reorganizar a todos los pueblos de la Tierra.

Con objeto de lograr una más rápida aceptación de los conceptos y sistemas cuyo establecimiento proyectaba, Tlacaélel consideró que resultaría conveniente tratar de borrar de la memoria colectiva de las distintas poblaciones aquellos conocimientos del pasado que implicasen una oposición a las ideas que intentaba poner en vigor. Para lograr esto, previno a sus oyentes que en un futuro cercano ordenaría que en todas aquellas regiones que fuesen quedando bajo el dominio tenochca se procedería a la inmediata destrucción de los antiguos códices. El Azteca entre los Aztecas comprendía muy bien que si bien esta drástica medida era necesaria para facilitar la difusión de los nuevos conceptos, la destrucción de aquellos venerados documentos constituiría una pérdida irreparable; así pues, aconsejó a los integrantes de la Asamblea —pertenecientes todos ellos a las diferentes organizaciones religioso-culturales en cuyo poder se encontraban la mayor parte de los códices— que seleccionasen de entre el sinnúmero de documentos que poseían aquéllos que en verdad representasen un auténtico legado de sabiduría y que los ocultasen cuidadosamente en lo más profundo de recónditas cavernas. En esta forma, la valiosa herencia cultural contenida en aquellos códices se salvaría y podría ser utilizada en algún futuro remoto, sin que por el momento su existencia representase un obstáculo a la realización de los planes tenochcas.

Finalmente, los participantes en la Asamblea elaboraron un extenso proyecto con objeto de lograr la máxima colaboración de cada una de las diferentes instituciones religioso-culturales representadas en aquella reunión, cuyos componentes se comprometían a realizar un gigantesco esfuerzo tendiente a superar la decadencia cultural imperante, para lo cual se reimplantarían en todas partes los antiguos procedimientos de enseñanza que propiciaban un armónico desenvolvimiento de la personalidad, incluyendo el desarrollo de facultades que comúnmente permanecían dormidas en la mayor parte de los seres humanos.

Las bases sobre las cuales se edificaría todo el movimiento ideológico y cultural propiciado por el advenimiento de la hegemonía tenochca habían quedado sólidamente establecidas.