El Flechador del Cielo, el prototipo azteca de valor y nobleza, el siempre sereno e inmutable Moctezuma, se revolvía nervioso en su estera sin lograr conciliar el sueño. La clara luminosidad de una luna llena, señoreando un cielo despejado, permitía al guerrero abarcar con su mirada a todo el campamento tenochca. Con la excepción de las débiles estelas de humo que aún surgían de las apagadas fogatas y cuyo acre olor impregnaba el ambiente, el paisaje que se extendía ante su vista ponía de manifiesto la calma y la quietud más completas; sin embargo, fuerzas indefinibles parecían haber envuelto el campamento, produciendo dentro de sus bien marcados contornos una tensión angustiosa y opresiva.
Entrecerrando los ojos, Moctezuma volvió a repasar mentalmente, por enésima vez, el plan de combate que tratarían de ejecutar las fuerzas aliadas bajo su mando en la decisiva batalla que habría de librarse al día siguiente.
A partir de la primera reunión celebrada entre los jefes militares de Texcoco y Tenochtítlan, el Flechador del Cielo había sido designado general en jefe de ambos ejércitos. La centralización del mando militar en una sola persona había evitado el peligro de falta de coordinación que se presenta siempre en la actuación de ejércitos aliados cuando obedecen a jefes de igual jerarquía. Asimismo, y como resultado de la relevante personalidad del guerrero azteca, su designación había despertado en las tropas un gran optimismo en alcanzar el triunfo sobre sus poderosos oponentes.
Resultaba evidente, por tanto, que aztecas y texcocanos se presentarían en el campo de batalla poseídos de un elevado espíritu de lucha y plenamente confiados en la acertada dirección del mando supremo a cargo de Moctezuma; pero en aquella interminable noche que precedía al decisivo encuentro, inesperados sentimientos de desconfianza e incertidumbre luchaban por dominar el ánimo tradicionalmente imperturbable del Flechador del Cielo.
Después de repasar mentalmente el plan de combate, Moctezuma fijó la mirada en el sector del campamento donde se encontraba concentrada la población civil. Aun cuando en un principio el guerrero azteca se había opuesto a que las mujeres, los niños y las personas de edad avanzada, acompañasen al ejército y estuviesen presentes en las cercanías del campo de batalla, había terminado por ceder ante la aplastante lógica de los argumentos expuestos por Citlalmina: de nada valdría que la población no combatiente permaneciese oculta en sus casas mientras se desarrollaba la contienda; de sobrevenir la derrota de las fuerzas aliadas, las enfurecidas huestes de Maxtla acudirían de inmediato a Tenochtítlan para arrasarla hasta sus cimientos y borrar toda huella de su existencia. Más valía que todos los integrantes del pueblo azteca estuviesen presentes en el lugar donde habría de decidirse su destino, pues la cercana proximidad de sus familiares estimularía al máximo a los guerreros, que en esta forma, no podrían ni por un instante dejar de tener presente la suerte que aguardaría a los suyos sino rendían el máximo de su esfuerzo. Por otra parte, en virtud del alto grado de organización y disciplina alcanzado por la población tenochca, los civiles estarían en posibilidad de prestar valiosos servicios auxiliares a las tropas, desde los concernientes a la asistencia médica de los heridos, hasta los relativos a sanidad, alimentación y transporte de armas.
Mientras la mirada del guerrero permanecía fija en el amplio sector del campamento ocupado por el pueblo, la lucha que se libraba en lo más profundo de su espíritu entre la zozobra que le invadía y la firmeza de su carácter, terminó por decidirse con una amplia victoria por parte de la primera. La clara conciencia de que la supervivencia del Reino Tenochca dependía íntegramente de que tuviese éxito el plan de combate ideado por él y cuya ejecución debía dirigir al día siguiente, terminó por doblegar, tras de larga y hasta entonces indecisa batalla, al poderoso espíritu de Moctezuma. Un amargo resentimiento en contra de las circunstancias, que le imponían la pesada carga de ser el responsable directo de la muerte o sobre vivencia de su propio pueblo se adueñó del ánimo del Flechador del Cielo, paralizando su hasta entonces invencible voluntad.
En lo más profundo del alma del abatido guerrero, se formuló en una interrogante no expresada en palabras la pregunta que ponía de manifiesto los sentimientos que le embargaban: ¿Existía acaso sobre la tierra un ser humano que en aquellos momentos sobrellevase una responsabilidad mayor a la suya?
Apenas terminaba Moctezuma de formularse aquella pregunta, cuando en su interior surgió al instante la correspondiente respuesta: si bien su responsabilidad como general en jefe era de gran consideración, no podía ni remotamente compararse con la de Tlacaélel, máximo e indiscutido dirigente del movimiento que había puesto en pie de lucha al hasta entonces oprimido pueblo tenochca.
Arrepentido de haberse dejado vencer por la debilidad y el desaliento, el Flechador del Cielo se olvidó de sus propias preocupaciones, para reflexionar en cuál podría ser el estado de ánimo que privaría en aquellos instantes en el espíritu de Tlacaélel. A pesar de que se apreciaba de ser la persona que mejor conocía el carácter de su hermano, Moctezuma no supo hallar una respuesta adecuada para semejante pregunta.
El Rey de Azcapotzalco, famoso en todo el Anáhuac por su voluntad despótica e implacable, su inteligencia fría y calculadora y su total insensibilidad ante las desgracias ajenas, aguardaba en vigilante espera el final de aquella noche cargada de impredecibles presagios.
Tratando vanamente de aquietar su agitado espíritu, Maxtla recordó una a una las frases rebosantes de optimismo que ante él habían pronunciado los generales tecpanecas antes de retirarse a descansar. Todos ellos parecían estar sinceramente convencidos de que la superioridad numérica y el mayor profesionalismo de las tropas bajo su mando, les permitirían alcanzar una aplastante victoria en la batalla que habría de desarrollarse al día siguiente.
Sin embargo, a pesar de la evidente lógica en que se sustentaban todas las predicciones favorables a su causa, Maxtla no lograba evitar que en su interior la duda y el temor cobrasen a cada instante mayores proporciones. No sólo sentía que peligraba la subsistencia de su autoridad personal, alcanzada a resultas de toda una vida dedicada a conquistar el poder y a mantenerse en él por cualquier medio, sino que comprendía también que la hegemonía del señorío de Azcapotzalco sobre un heterogéneo conjunto de pueblos, lograda a base de tremendos esfuerzos por su padre y continuada por él con idéntico empeño, corría el riesgo de derrumbarse estrepitosamente.
Al tiempo que por la mente de Maxtla desfilaban toda una larga serie de recuerdos relativos a las grandes dificultades que había tenido que vencer para alcanzar el trono,[8] acudían también a su memoria los relatos que escuchara desde su infancia sobre la situación que había prevalecido en el Anáhuac en los años comprendidos entre la desaparición del Segundo Imperio Tolteca y la consolidación de la hegemonía de Azcapotzalco. La carencia en este período de un poder central capaz de imponer el orden y propiciar la cultura había llevado a todos los pueblos a la anarquía. Guerras inacabables, hambres, epidemias, inseguridad en los caminos y una virtual paralización de las actividades superiores de la mente y el espíritu, habían sido el pavoroso saldo de aquel sombrío periodo.
Esta caótica situación había ido desapareciendo lentamente al irse afianzando el predominio del señorío de Azcapotzalco sobre un creciente número de poblaciones. El poderío del ejército tecpaneca constituía una segura salvaguardia de la paz y el orden en todos los territorios conquistados. Por otra parte, eran innegables los esfuerzos realizados por los gobernantes de Azcapotzalco para preservar los restos de la antigua herencia cultural tolteca. Artistas y filósofos eran siempre protegidos y recompensados con largueza por las autoridades tecpanecas, sinceramente interesadas por incrementar al máximo posible las actividades educativas y culturales.
Al meditar en la particular misión que política y culturalmente había venido desempeñando en los últimos años el Reino de Azcapotzalco, Maxtla se percató repentinamente de que su innata ambición de poder, eje central de toda su conducta, había sido utilizada como un simple instrumento por ese instinto poderoso que subyace en toda sociedad y que anhela como suprema finalidad la preservación del orden y la paz, instinto que mantiene una permanente lucha en contra de la tendencia —igualmente poderosa y arraigada en lo más profundo de la naturaleza humana— que busca promover el desorden y la anarquía.
En esta forma, al cobrar plena conciencia de que la supremacía tecpaneca era al mismo tiempo la mejor garantía de la subsistencia pacífica entre múltiples pueblos y de la continuidad de una cierta manera de vivir, fundada en los vestigios de una herencia cultural proveniente de un remotísimo pasado, Maxtla se vio invadido, con gran sorpresa de su parte, de un desconocido sentimiento de responsabilidad. ¿Qué ocurriría —se preguntó con sincera preocupación— si desapareciese repentinamente el predominio tecpaneca? ¿Podrían acaso los pueblos de Tenochtítlan y Texcoco, recién salidos de una larga servidumbre, reemplazar en su función pacificadora y civilizadora al prestigiado señorío de Azcapotzalco? Después de un análisis en el que procuró ser del todo imparcial, Maxtla concluyó que ninguna de las dos ciudades rebeldes poseía ni la fuerza militar ni la tradición cultural suficientes para convertirse en dignas sucesoras de la capital tecpaneca, y por tanto, en el supuesto de que lograsen salir triunfantes en el combate del día siguiente, su victoria constituiría un seguro presagio del pronto retorno a la anarquía y de un retroceso cultural de incalculables consecuencias.
Agobiado bajo la doble carga que significaba ver en peligro su permanencia como gobernante y saberse responsable directo de la preservación de la paz y de la antigua herencia cultural, Maxtla calificó de injustos a los dioses por haber depositado en un solo hombre tan desmedida ambición y tan enormes obligaciones.
Al percatarse de su desfallecimiento, Maxtla trató de justificar su debilidad preguntándose: ¿Existía acaso sobre la tierra un ser humano que en aquellos momentos sobrellevase una responsabilidad mayor a la suya?
En lo más profundo de la mente de Maxtla surgió la figura de Tlacaélel. Si bien el rey de Azcapotzalco no se distinguía por un espíritu religioso particularmente acendrado, no podía dejar de admitir que la misión que desde tiempo inmemorial venía desempeñando la Hermandad Blanca de Quetzalcóatl revestía una particular importancia para todo el género humano. ¿Qué sucedería si esta labor se interrumpiese bruscamente por la osadía del nuevo Portador del Emblema Sagrado, quien al romper la tradicional abstención que en materia política caracterizaba a la Hermandad, la había expuesto a las contingencias de una contienda en la que tenía muy pocas probabilidades de salir triunfante?
Olvidando por un momento sus propias preocupaciones, Maxtla intentó imaginar lo que estaría sucediendo en el interior del hombre que había asumido la responsabilidad de poner en peligro la existencia misma de la institución de mayor prestigio espiritual de que se tenía conocimiento; sin embargo, sus esfuerzos resultaron en vano, pues el monarca tecpaneca no logró encontrar una respuesta satisfactoria a la pregunta que a sí mismo se planteara.
El poeta y filósofo más famoso del Anáhuac, Nezahualcóyotl, el perseguido príncipe de Texcoco que merced a su inquebrantable voluntad e inteligencia superior lograra siempre burlar las acechanzas de sus enemigos, vencido por el insomnio y la incertidumbre contemplaba absorto a las estrellas, tratando inútilmente de descifrar sus ocultos mensajes.
Los trágicos recuerdos de dos noches igualmente angustiosas volvían una y otra vez a la memoria de Nezahualcóyotl. La primera de ellas era aquélla en que las tropas tecpanecas de Tezozómoc habían tomado por asalto la ciudad de Texcoco, capital del Reino de igual nombre regido por Ixtlilxóchitl, padre de Nezahualcóyotl. Como si recordase una pesadilla, el príncipe revivió en su mente los múltiples horrores que presenciara en esa ocasión: las altas llamas que envolvían gran parte de la ciudad, los gritos aterrorizados de las mujeres y los niños, los cuerpos de los soldados muertos y las quejas lastimeras de incontables heridos que se arrastraban por doquier sin que nadie pudiese auxiliarlos.
Únicamente unos cuantos días separaban aquella noche de otra todavía más fatídica en la memoria de Nezahualcóyotl. Durante la toma de Texcoco, Ixtlilxóchitl había logrado abrirse paso y salir de la ciudad, combatiendo en unión de un número cada vez más reducido de sus leales y teniendo a su lado a Nezahualcóyotl, quien a pesar de su aún temprana juventud sabía ya manejar las armas con singular destreza. El pequeño grupo de texcocanos fue pronto objeto de una implacable cacería por parte de las victoriosas tropas tecpanecas. Tras de deambular sin descanso escondiéndose en grutas y barrancos, fueron finalmente localizados y cercados por sus enemigos. Antes de iniciar el que habría de ser su último combate, Ixtlilxóchitl habló con Nezahualcóyotl y le hizo ver que por encima de los sentimientos personales de los gobernantes deben prevalecer siempre los intereses del pueblo cuyo destino encarnan transitoriamente. Con base en esto, le ordenó permanecer oculto mientras se libraba el encuentro, ya que de la supervivencia del heredero del trono dependía que subsistiese la esperanza de un futuro renacimiento del Reino de Texcoco. Por último, le hizo jurar solemnemente que consagraría su existencia a liberar a su pueblo del dominio tecpaneca.
Escondido entre las ramas de un capulín y teniendo como aliada la obscuridad de la noche, Nezahualcóyotl había permanecido oculto mientras que a su alrededor tenía lugar el fiero enfrentamiento entre tecpanecas y texcocanos. Muy pronto la superioridad numérica de los primeros logró imponerse sobre el valor de los segundos e Ixtlilxóchitl y sus guerreros fueron cayendo aniquilados. Concluido el combate, los tecpanecas se percataron de la ausencia del príncipe heredero e iniciaron al instante una meticulosa búsqueda de su persona. En dos ocasiones grupos de soldados enemigos llegaron a estar tan cerca de Nezahualcóyotl, que éste consideró inevitable su descubrimiento, sin embargo, en ambos casos los soldados desviaron su atención hacia los arbustos próximos al que le servía de escondrijo, revisándolos minuciosamente para luego alejarse y proseguir la búsqueda en otras direcciones. Al no encontrarlo, los tecpanecas llegaron a la conclusión de que Nezahualcóyotl había logrado huir de la zona donde se desarrollara el encuentro y que lo más conveniente era iniciar cuanto antes su persecución en lugar de seguir perdiendo el tiempo en aquel sitio.
Una vez que el príncipe vio alejarse las últimas antorchas bajó de su escondrijo, y con suma cautela, pues temía que los tecpanecas hubiesen dejado algunos guardias, comenzó a buscar el cuerpo de su padre entre los innumerables cadáveres esparcidos por la maleza.
Nezahualcóyotl no pudo hallar el cadáver de Ixtlilxóchitl, pues los soldados tecpanecas lo habían llevado consigo para mostrarlo a Tezozómoc como prueba irrefutable de la muerte del gobernante de Texcoco; sin embargo, el joven príncipe encontró y reconoció al instante el escudo que su padre portaba en el brazo izquierdo siempre que participaba en algún combate. Tomando entre sus manos aquel preciado recuerdo, Nezahualcóyotl se alejó tan rápido como le fue posible, encaminándose en dirección contraria a la que habían tomado sus perseguidores.
Al tiempo que interrumpía sus tristes recuerdos, Nezahualcóyotl dejó de contemplar el firmamento para observar con atención el espectáculo que le rodeaba. Una tensa inmovilidad predominaba en el improvisado campamento donde se hallaban concentradas las tropas texcocanas. A pesar de lo avanzado de la noche los guerreros no dormían, sino que aguardaban la aurora presos de un incontrolable nerviosismo. ¡Habían esperado durante tantos años la llegada del día en que se enfrentarían cara a cara con sus odiados opresores!
El príncipe poeta profesaba un sincero agradecimiento a su pueblo por la inconmovible lealtad y la confianza sin límites que en él habían depositado, sin embargo, en aquella noche cargada de zozobra, dichos sentimientos constituían una responsabilidad insoportable, pues hacían aún más evidente ante su conciencia el hecho de que la sobrevivencia o la extinción del Reino de Texcoco dependían de que hubiese adoptado una resolución correcta al juzgar llegado el momento de iniciar la lucha contra la tiranía tecpaneca.
Apesadumbrado y abatido, Nezahualcóyotl fijó una vez más su mirada en las lejanas estrellas, a la vez que una amarga pregunta cruzaba por su mente: ¿Existía acaso sobre la tierra un ser humano que en aquellos momentos sobrellevase una responsabilidad mayor a la suya?
Al parecer, las cintilantes y enigmáticas estrellas habían optado por contestar a las incógnitas que ante ellas formulaba el angustiado Nezahualcóyotl, pues al instante mismo de plantearse la pregunta vino a su mente con toda precisión la figura de Tlacaélel.
En virtud de su sobresaliente inteligencia Nezahualcóyotl se daba cuenta, mejor que nadie, de las causas que podían haber inducido a Tlacaélel a romper la conducta de abstencionismo en cuestiones políticas mantenida en los últimos tiempos por los Sumos Sacerdotes de la Hermandad Blanca de Quetzalcóatl. A su juicio, ello indicaba que el nuevo Portador del Emblema Sagrado pretendía iniciar la reconstrucción del desaparecido Imperio Tolteca, y junto con ello, propiciar un poderoso movimiento de renovación espiritual que abarcase al mundo entero. ¿Qué sentimientos predominarían en aquellos momentos en el alma de la persona que se había fijado en la vida una misión de tan enormes proporciones? Nezahualcóyotl se juzgó a sí mismo incapaz de responder a tan difícil interrogante.
Advirtiendo el manifiesto desasosiego que dominaba a Nezahualcóyotl, uno de sus más fieles soldados se aproximó hasta el lugar donde se encontraba el príncipe, inquiriendo con tono respetuoso:
¿Es que aún no dormís, señor?
Tras de meditar un instante, Nezahualcóyotl respondió con grave acento:
¿Quién podría dormir esta noche?
El sirviente que venía acompañando al Portador del Emblema Sagrado desde que saliera de Chololan se acercó cauteloso a la estera donde éste reposaba y contempló con atención la faz del Azteca entre los Aztecas. El rostro de Tlacaélel revelaba una serena confianza. Su sueño era tranquilo y reposado.