Al día siguiente de su llegada a Tenochtítlan, Tlacaélel inició la inspección de los efectivos militares con que contaban los aztecas para hacer frente a la inminente guerra que se avecinaba. Al pasar revista a los juveniles batallones que comandaba Moctezuma, el Azteca entre los Aztecas, tras de elogiarlos por su decidida voluntad de lucha y evidente entusiasmo, aprovechó la ocasión para hacerles ver el grave error en que habían incurrido al pretender efectuar la defensa del Reino actuando en forma separada del resto de la sociedad. Resultaba imprescindible, afirmó, lograr cuanto antes la efectiva participación de todo el pueblo en el esfuerzo bélico que habría de realizarse, pues de ello dependía el que se pudiese contar con algunas posibilidades de éxito en el grave conflicto al que se enfrentaban.
Una vez concluida la revisión de las fuerzas militares del Reino, Tlacaélel llevó a cabo un segundo acto público: se dirigió a la población donde moraba Izquixóchitl, con objeto de devolver personalmente a la inválida la canoa que ésta le prestara para cruzar el lago y hacer su arribo a la ciudad.
La visita de Tlacaélel a la pequeña aldea fue motivo de una verdadera conmoción, no sólo entre sus habitantes, sino en todos los pobladores de la comarca, los cuales acudieron de inmediato en cuanto se corrió la noticia de la presencia del Portador del Emblema Sagrado en aquel sitio.
Así pues, ante una concurrencia de regulares dimensiones, Tlacaélel hizo la devolución de la vieja canoa a una emocionada Izquixóchitl, no sin antes pronunciar un breve discurso en el cual puso de manifiesto su agradecimiento por la ayuda recibida y su segura convicción de que para el futuro la bondadosa anciana sería objeto de mayores y mejores atenciones por parte de sus vecinos.
Tlacaélel dedicó el resto del día a conversar informalmente con las numerosas personas que se habían reunido en la aldea, escuchando con atención los planteamientos que se le hacían acerca de los problemas que afectaban a las pequeñas comunidades en donde estas personas residían.
Al igual que ocurría en todas las poblaciones tenochcas que día con día se multiplicaban en las riberas del enorme lago, la mayor parte de las dificultades a que tenían que hacer frente los moradores de la región que visitaba Tlacaélel provenían de la total carencia de coordinación en las actividades que cada una de las distintas poblaciones realizaba, lo cual se traducía en una incesante duplicación de esfuerzos y en la consiguiente pobreza de resultados.
Con frases sencillas pero impregnadas de un criterio práctico y realista, Tlacaélel explicó pacientemente a sus atentos interlocutores que jamás verían resueltos sus problemas mientras no lograsen conjugar esfuerzos y actuar en forma unificada. Era preciso, por ejemplo, constituir asociaciones que agrupasen a los componentes de las distintas actividades productivas que se desarrollaban dentro de la sociedad azteca.
Tlacaélel se comprometió a dar su más completo apoyo a las asociaciones cuya creación proponía, pero acto seguido manifestó que si bien esta tarea representaba una importante labor por realizar, el Reino se enfrentaba a un problema inmediato mucho más urgente: la guerra en contra de los tecpanecas, de cuyo resultado dependía la sobrevivencia misma del pueblo azteca. ¿En qué forma tenían pensado participar los que lo escuchaban en tan decisiva contienda?
Todas las personas que habían asistido al diálogo con el Portador del Emblema Sagrado manifestaron un sincero interés por colaborar en la lucha, pero expresaron también su desconocimiento respecto a la mejor forma de actuar para lograr que dicha colaboración resultase lo más efectiva posible. Tlacaélel les indicó que debían incorporarse cuanto antes a los grupos organizados por Moctezuma y Citlalmina; en los primeros tenían cabida todos los hombres aptos para el combate y en los segundos la totalidad de la población civil.
Concluida su visita a la aldea, el Azteca entre los Aztecas retornó al atardecer a Tenochtítlan, plenamente convencido de que los moradores de aquella comarca no se encontraban ya simplemente entusiasmados en favor de la independencia del Reino, sino que participarían activamente en los denodados esfuerzos que implicaba el tratar de obtenerla.
Lo ocurrido en la aldea donde habitaba Izquixóchitl, repitióse en forma más o menos parecida durante los incesantes recorridos que en los subsecuentes días llevó a cabo Tlacaélel por las diferentes comunidades de origen azteca existentes en las riberas del lago. En todas partes el Portador del Emblema Sagrado escuchó con atención los problemas que le planteaban personas de los más distintos estratos sociales, manifestando siempre una profunda compenetración con los anhelos y aspiraciones populares, pero a la vez fijando elevados objetivos cuya conquista el pueblo jamás había soñado.
En esta forma, la vigorosa personalidad de Tlacaélel constituyóse en el impulso rector que conducía al pueblo azteca en su lucha por liberarse del dominio tecpaneca. Las recientes direcciones que mantuvieron divididos a los tenochcas habían desaparecido y todos laboraban sin descanso con miras a incrementar su capacidad combativa.[7]
A su vez, Moctezuma era el jefe militar indiscutido del ejército tenochca. Sus excepcionales facultades de organización y mando, así como sus relevantes cualidades de estratego nato, hacían de su persona el guerrero insustituible dentro de las fuerzas aztecas.
Y en verdad era necesario un carácter indomable como el de Moctezuma para atreverse a asumir la responsabilidad de la dirección de la guerra dada la evidente desproporción existente entre los ejércitos contendientes. Los tecpanecas contaban con un numeroso ejército profesional, aguerrido y disciplinado, poseedor de una gran confianza en sí mismo como resultado de una interrumpida secuela de triunfos. Por si esto fuera poco, la prosperidad económica de que disfrutaba el Reino de Maxtla permitía a éste la posibilidad de incrementar considerablemente su ejército en el momento que lo juzgase conveniente mediante la contratación de tropas mercenarias provenientes de las más apartadas regiones.
En muy diferente situación se encontraba el ejército azteca. Con la excepción de aquellos que habían militado como mercenarios en las huestes tecpanecas, los demás integrantes de las fuerzas tenochcas poseían escasa o nula experiencia militar. Por otra parte, al ingresar al ejército la totalidad de los hombres con capacidad para empuñar las armas, las actividades productivas habían quedado súbitamente abandonadas, originándose con ello no sólo la ominosa perspectiva de una inminente carencia de alimentos, sino también la insuficiencia de material bélico con el cual equipar debidamente a los guerreros.
Para contrarrestar al máximo posible la carencia de un ejército profesional, Moctezuma obligó a todos los integrantes de los recién formados contingentes aztecas a un intenso entrenamiento y a la realización incesante de complicadas maniobras. El diario adiestramiento a que sometía Moctezuma a sus tropas resultaba a tal grado agotador, que muy pronto éstas comenzaron a desear que los verdaderos combates se iniciasen cuanto antes, pues habían llegado a la conclusión de que la guerra resultaría un descanso en comparación con los rigurosos entrenamientos a que se encontraban sujetas.
La difícil tarea de organizar a la población no combatiente para que ésta se hiciese cargo de todas las actividades productivas, principalmente las relacionadas con la urgente necesidad de dotar de armamento a las tropas tenochcas, fue afrontada con ánimo resuelto por Citlalmina. Muy pronto la joven logró crear una vasta organización que abarcaba a la totalidad de la población civil, cuyos integrantes, haciendo gala de un enorme entusiasmo y de una [9] increíble imaginación creadora, generaban sin cesar ingeniosas soluciones para resolver cuantos problemas se les planteaban. Mujeres, niños y ancianos, trabajaban sin descanso elaborando implementos guerreros y llevando a cabo las faenas agrícolas y de pesca indispensables para la diaria subsistencia.
En el breve lapso de unas cuantas semanas contadas a partir de la llegada de Tlacaélel a Tenochtítlan, el Reino Azteca se había transformado en una especie de enorme campamento armado en donde todos sus componentes se aprestaban febrilmente para la contienda.
Los acontecimientos que tenían lugar en Tenochtítlan eran objeto de profunda atención por parte de los tecpanecas. Hasta el último instante, Maxtla había sido de la opinión que las rivalidades existentes entre los dirigentes tenochcas terminarían por desatar una guerra intestina que le facilitaría enormemente recuperar el perdido control del Reino Azteca. Al ver definitivamente frustradas sus esperanzas en este sentido, resolvió que no debía intentarse ya lograr de nueva cuenta el sometimiento de los rebeldes, sino proceder a su completo exterminio. Plenamente consciente de la superioridad de recursos de que disponía en comparación con los de sus enemigos, Maxtla decidió no correr riesgo alguno, y por ende, optó por no precipitar el inicio de las hostilidades, sino que primeramente se dio a la tarea de concentrar en Azcapotzalco la suficiente cantidad de fuerzas que le garantizasen la total destrucción de sus rivales en un único y demoledor ataque.
La situación geográfica de Tenochtítlan, rodeada por doquier de poblaciones tributarias de los tecpanecas, volvía prácticamente imposible la probabilidad de concertar con ellas una alianza defensiva, pues a pesar de que sus habitantes soportaban a duras nenas el yugo que les imponían los de Azcapotzalco, no estaban dispuestos a tomar parte en una riesgosa aventura que contaba con muy pocas probabilidades de éxito y en cambio podía acarrearles su total destrucción.
Existía, sin embargo, un Reino que era la excepción a la regla anteriormente enunciada: el Reino de Texcoco, cuyos habitantes no se habían resignado nunca a la pérdida de su independencia y mantenían un indomable espíritu de rebeldía siempre a punto de estallar, fortalecido por el hecho de que el príncipe Nezahualcóyotl, a quien todos los texcocanos consideraban como su legítimo gobernante, había logrado sobrevivir a la incesante persecución de que era objeto por los secuaces de Maxtla.
Al percatarse los aztecas que los ejércitos tecpanecas estaban desguarneciendo las poblaciones que ocupaban para proceder a concentrarse en Azcapotzalco, enviaron mensajeros al escondite donde se encontraba Nezahualcóyotl, alentándolo a que aprovechase esta circunstancia e intentase promover una rebelión en Texcoco.
En un golpe de audacia, Nezahualcóyotl, acompañado tan sólo de media docena de sus más leales partidarios, se presentó de improviso en la que fuera antaño capital del Reino de su padre. La simple vista del ya legendario príncipe poeta despertó en el pueblo una reacción incontenible. La gente se lanzó a la calle a vitorearlo y a proferir toda clase de improperios contra sus opresores. Cuando los soldados que integraban el reducido contingente de tropas tecpanecas que permanecían en la ciudad intentaron apoderarse de Nezahualcóyotl, fueron atacados por el enfurecido pueblo de Texcoco; suscitóse una sangrienta refriega en la que la aplastante superioridad numérica de los habitantes de la ciudad no tardó en imponerse. Rodeado de una eufórica multitud que no cesaba de aclamarle, Nezahualcóyot penetró en el palacio construido por Ixtlilxóchitl y del cual había tenido que salir huyendo la noche en que sus enemigos tomaran por asalto la ciudad. Su primer acto de gobierno consistió en enviar emisarios a Tenochtítlan, informando a los aztecas que podían considerar al Reino de Texcoco como un firme alado en su lucha contra los tecpanecas.
La noticia de la rebelión de Texcoco produjo en Maxtla el mayor ataque de ira de toda su existencia; solamente existía sobre la tierra una persona a quien odiara más que a Tlacaélel y a Moctezuma, y ésta era precisamente Nezahualcóyotl. La inasible figura del príncipe texcocano hacía largo tiempo que constituía una permanente pesadilla para los gobernantes de Azcapotzalco. Primero Tezozómoc y después Maxtla habían urdido incontables celadas en contra del joven príncipe, pero tal parecía que éste gozaba de una particular protección de los dioses, pues lograba siempre burlar todas las acechanzas y eludir una y otra vez a sus perseguidores.
A pesar del desbordante furor que le dominaba, Maxtla no dejó que sus sentimientos le cegasen al punto de impedir analizar la situación con frío realismo. Si pretendía castigar de inmediato a los texcocanos se vería obligado a dividir sus fuerzas, con los consiguientes riesgos y desventajas que esta clase de campañas traen siempre consigo. La rebelión de Texcoco había sido posible merced a una circunstancia muy particular: el indestructible afecto que unía al pueblo de este Reino con su príncipe. Al no existir en el resto de los pueblos vasallos de los tecpanecas condiciones similares, no se corría mayor peligro de que pudiese cundir el ejemplo de los rebeldes. Así pues, en virtud de la proximidad y mayor poderío de Tenochtítlan, los aztecas continuaban siendo el enemigo cuya destrucción debía obtenerse en primer término, ya se tomarían después las debidas represalias en contra de los engreídos texcocanos. Por otra parte —concluyó Maxtla— resultaba evidente que el tiempo estaba actuando en favor de la causa de Azcapotzalco: atraídos por la generosa paga que se les otorgaba, cada día era mayor el número de tropas mercenarias que acudían de todos los rumbos a ofrecer sus servicios. Esto permitía suponer que cuando llegase el momento de medir sus fuerzas, aun en el lógico supuesto de que aztecas y texcocanos se aliasen, resultarían fácilmente derrotados por el numeroso y bien pertrechado ejército que los tecpanecas lograrían armar en su contra.
Las noticias acerca de la incesante concentración de tropas mercenarias que tenía lugar en Azcapotzalco llevó a, los dirigentes aztecas a la decisión de apresurar el inicio de la contienda, aun cuando esto significase el tener que prescindir de las ventajas estratégicas que para una guerra defensiva otorgaba la ubicación de Tenochtítlan.
Moctezuma trazó un audaz plan de operaciones que fue aprobado íntegramente por Tlacaélel e Itzcóatl. Informado Nezahualcóyotl acerca del mismo, estuvo de acuerdo en efectuar la guerra conforme al proyecto azteca.
La lucha que habría de decidir el futuro de tres Reinos estaba por iniciarse.