Acompañado de dos jóvenes tenochcas Moctezuma recorría, con presuroso andar, el último trecho del camino central que comunicaba a la ciudad de Chololan con las riberas del lago que albergaba la capital azteca.
Los cansados caminantes se encontraban ya próximos al inmenso espejo de agua, cuando se cruzaron con un grupo de campesinos que vivían en un pequeño poblado situado en las proximidades del lago, quienes los enteraron de los trágicos sucesos ocurridos en Tenochtítlan el día anterior. Sus informantes habían estado presentes en la ciudad durante los festejos organizados para celebrar la designación de Tlacaélel como Portador del Emblema Sagrado, y por lo tanto, habían sido testigos del violento acontecimiento que dio fin a la alegre celebración.
Al escuchar el relato de los hechos, Moctezuma comprendió al instante la trascendencia del daño inferido a todo el pueblo azteca con el asesinato de Chimalpopoca, pues no sólo se le privaba inesperadamente de su legítimo gobernante, sino lo que era mucho más grave, se le hacía objeto de una intolerable humillación que ponía de manifiesto su incapacidad para defenderse del ataque sorpresivo de un insignificante número de agresores. Nada bueno podía esperarse de semejante debilidad, que de seguro impulsaría a Maxtla a exigir de los aztecas condiciones de vasallaje aún más severas que las que habían venido soportando.
Caminando en medio de un opresivo silencio, los jóvenes recorrieron la escasa distancia que les separaba del embarcadero más próximo; al llegar a éste, Moctezuma rompió su silencio para afirmar en tono lacónico:
No retornaré a Tenochtítlan; si el rey fue muerto por nuestros enemigos, ello significa que de seguro antes perecieron defendiéndolo todos los hombres de la ciudad y al no haber ya quien la resguarde, preciso es que alguien vele por ella.
Después de pronunciar estas palabras, colocó una flecha en su arco y adoptó la posición del arquero que espera la próxima aparición del enemigo.
Sus acompañantes se miraron, sorprendidos ante la inesperada conducta del guerrero; después, temerosos de contradecirle y provocar su cólera, optaron por abordar una canoa. Muy pronto se alejaron remando con todas sus fuerzas, deseosos de llegar a la ciudad antes del anochecer.
En la orilla del lago sólo quedó Moctezuma, esperando la llegada de un adversario al cual hacer frente.
Las palabras pronunciadas por Moctezuma —en las cuales se contenía una clara acusación a todos los hombres de Tenochtítlan por no haber sabido defender a su monarca— se propalaron por toda la ciudad en cuanto llegaron a ésta los acompañantes del guerrero.
Los habitantes de la capital azteca se encontraban aún inmersos en el dolor y la confusión a causa de los infaustos acontecimientos del día anterior, y las lacerantes frases de Moctezuma, repetidas de boca en boca por los cuatro rumbos de la ciudad, produjeron en todos un profundo sentimiento de culpa, que les hizo enrojecer de vergüenza.
Pero aquellas palabras no originaron únicamente pasivos sentimientos de culpa y frustración; en la ciudad hubo una persona que supo recoger el reto contenido en las afirmaciones de Moctezuma a todos los hombres de Tenochtítlan; paradójicamente, no fue un hombre sino una mujer.
Desde tiempo atrás, la casa donde habitaba Citlalmina constituía el eje central de las más variadas actividades, lo mismo se celebraban en ella reuniones conspirativas para urdir planes contra la tiranía tecpaneca, que funcionaban permanentemente una escuela para mujeres de condición humilde y un taller donde se confeccionaban los mejores escudos y armaduras de algodón compacto de la ciudad.
Aquella noche Citlalmina impartía su clase acostumbrada a un numeroso grupo de modestas jovencitas, cuando una muchacha que vivía en las orillas de la ciudad llegó comentando lo que había escuchado sobre las afirmaciones hechas por Moctezuma. Al conocer las palabras mordaces del hermano del hombre a quien amaba, se operó en ella una súbita transformación: con el bello rostro contraído por la ira y poseída por la más viva emoción, se encaramó sobre un montón de escudos de guerra recién terminados y desde aquel improvisado estrado, dirigió a sus alumnas una breve y encendida arenga:
Tiene razón, está en lo justo Moctezuma cuando afirma que ya no hay hombres en Tenochtítlan. Si los hubiera, si de verdad existiesen, hace tiempo que Maxtla y su corte de sanguijuelas habrían dejado de enriquecerse a costa del trabajo de los aztecas. Pero se equivoca el valiente guerrero al creer que la sagrada ciudad de Huitzilopóchtli no tiene ya quien la proteja, quien cuide de ella. Las mujeres sabremos defender a nuestros dioses, a nuestras casas y a nuestros cultivos, tomemos las armas de las manos de aquéllos que no han sabido utilizarlas y vayamos con Moctezuma, a organizar de inmediato la defensa de la ciudad.
Citlalmina poseía un magnetismo irresistible que le permitía impulsar a los demás a llevar a cabo acciones que hubieran sido consideradas comúnmente como descabelladas. La pretensión de que fuesen las mujeres quienes se erigieran en defensoras de la ciudad, adoptando con ello una postura de franca rebeldía ante el poderío tecpaneca, resultaba a todas luces la más disparatada de las proposiciones, sin embargo, en cuanto la joven terminó de hablar, todas sus discípulas se comprometieron a secundarla en sus propósitos. Después de darse cita en la explanada frente al Templo Mayor, las jóvenes se dispersaron con objeto de abastecerse en sus casas del armamento necesario y de invitar a sus familiares y amigas a colaborar en aquel naciente movimiento de juvenil insurgencia femenina.
Muy pronto la actitud de las jóvenes tenochcas produjo las más variadas reacciones en toda la ciudad. Aun cuando en muchas casas los padres lograron oponerse a los propósitos de sus hijas —utilizando incluso la violencia—, la conducta adoptada por las mujeres desencadenó de inmediato una reacción de los hombres jóvenes que habitaban la capital, los cuales se lanzaron a las calles y, reunidos en grupos cada vez más numerosos, discutieron acaloradamente, bajo la luz de las antorchas, los recientes sucesos. Los improvisados oradores expresaban los sentimientos que los dominaban planteando preguntas, procedimiento muy generalizado en la oratoria náhuatl:
¿Qué es esto que contemplan nuestros ojos? ¿Hasta dónde ha llegado la degradación de los tenochcas? ¿Vamos a permitir que sean las mujeres las que tengan que encargarse de la defensa de la ciudad, mientras nosotros preparamos la comida y cuidamos a los niños? ¿Somos acaso tan cobardes que tendremos que vivir temblando, escondidos bajo las faldas de nuestras hermanas?:
Cada vez más enardecidos por las preguntas hirientes que sobre su propia conducta se formulaban, los diferentes grupos de jóvenes fueron coincidiendo en una misma conclusión: era necesario armarse y acudir ante Moctezuma para organizar de inmediato, bajo su dirección, la adecuada defensa de la ciudad. Al igual que sus hermanas, los varones se dieron cita en la Plaza Mayor, que se iba poblando rápidamente de jóvenes de ambos sexos, armados de un heterogéneo arsenal y poseídos de un belicoso e incontenible entusiasmo. Sus cantos de guerra, incesantemente repetidos, parecían cimbrar a la ciudad entera.
Los integrantes del Consejo del Reino —organismo de facultades vagas e indeterminadas, pero al fin y al cabo la única autoridad importante que existía en esos momentos a causa del reciente asesinato del monarca— no podían permanecer inactivos ante los desbordados cauces de la actuación juvenil. Presionados por los acontecimientos, sus miembros se reunieron apresuradamente y comenzaron a deliberar.
Al enterarse de que estaba celebrándose una reunión de los integrantes del Consejo del Reino, surgió entre los jóvenes la esperanza de que tal vez las propias autoridades se harían cargo de dirigir las labores tendientes a dotar a la ciudad de apropiados sistemas de defensa. Así pues, decidieron esperar a que concluyera la reunión del Consejo, antes de lanzarse a la búsqueda de Moctezuma.
Las esperanzas juveniles carecían en realidad de todo fundamento. El Consejo estaba constituido —en su gran mayoría— por individuos acostumbrados a utilizar su posición dentro del gobierno para la obtención de privilegios y el acrecentamiento de sus muy particulares intereses, y con tal de preservar su ventajosa situación, estaban dispuestos a soportar cualquier incremento de las formas de vasallaje que les sujetaban a los tecpanecas, pues en última instancia, siempre encontrarían la manera de eludirlas transfiriéndolas directamente sobre las espaldas del pueblo. Por otra parte, la conducta adoptada esa noche por la juventud tenochca había suscitado en los representantes de la autoridad profundos sentimientos de alarma y disgusto, convenciéndolos de que debía precederse, cuanto antes, a atacar a todos aquéllos que desobedeciesen la orden de desalojar las calles y retornar tranquilamente a sus hogares.
Las represivas intenciones del Consejo tropezaron con la resistencia de uno de sus miembros: Tozcuecuetzin, el sumo sacerdote tenochca cuyo proceder se regía comúnmente por un criterio en extremo rigorista y autoritario, se opuso terminantemente a que se adoptase la decisión de disolver por la fuerza a la creciente multitud de jóvenes que vociferaban en la Plaza Mayor.
Al parecer la inexplicable actitud de Tozcuecuetzin era resultado de la profunda impresión que había dejado en él la reciente designación de Tlacaélel como Portador del Emblema Sagrado. El anciano sacerdote consideraba ser el único de entre los aztecas que en verdad se había percatado de los alcances que tenía aquella designación. A su juicio, el hecho de que se hubiese roto la tradición de escoger para este cargo a un alto dignatario de la Hermandad Blanca (otorgándolo en cambio a un joven prácticamente desconocido, perteneciente a un pueblo débil y oprimido) sólo podía ser comprendido sobre la base de que el Supremo Dirigente de dicha Hermandad hubiese encontrado en Tlacaélel atributos suficientes para llevar a cabo la anhelada restauración del Imperio. De ser así —concluía el sacerdote— resultaba evidente que a partir de aquel instante no existía ya ninguna otra autoridad legítima sobre la tierra sino la de Tlacaélel, el cual debía ser reconocido por todos como Emperador y Heredero de Quetzalcóatl.
Aun cuando los razonamientos de Tozcuecuetzin resultaban confusos e incomprensibles para los restantes miembros del Consejo, éstos no se atrevieron a contradecir abiertamente al respetado sacerdote y, por lo tanto, se vieron imposibilitados para llevar adelante sus propósitos de castigar drásticamente a la alborotada juventud tenochca. La reunión del Consejo concluyó sin que se llegase a ningún acuerdo, como no fuese el de volverse a reunir al día siguiente para continuar deliberando.
En cuanto la muchedumbre de jóvenes que se hallaba congregada en la Plaza Mayor tuvo conocimiento de que los integrantes del Consejo no habían adoptado ninguna determinación, decidió no esperar más y como un solo y gigantesco ser, comenzó a marchar entre cantos y gritos de guerra en dirección a los desembarcaderos.
Los ramos de flores todavía frescos que lucían las canoas, adornadas con motivo de la festividad popular organizada el día anterior, fueron arrojados al agua y en su lugar se colocaron escudos y estandartes guerreros.
Sobre la negra superficie de las aguas resplandecían las luces de innumerables antorchas, portadas por jóvenes que desde sus canoas miraban ansiosamente el horizonte, intentando descubrir en las orillas del lago la silueta del recién surgido caudillo, el valeroso Moctezuma.