El cambio de depositario del Emblema Sagrado de Quetzalcóatl dio origen a toda una serie de acontecimientos importantes que afectaron radicalmente a las diversas comunidades que habitaban en el Valle del Anáhuac.
Al día siguiente de aquél en que tuviera lugar la transmisión del venerado símbolo, fue hallado, colgado de una cuerda atada al techo de su propia habitación, el cadáver de Mazatzin. La frustración derivada de no lograr alcanzar el objetivo al cual consagrara toda su existencia, había resultado intolerable para el ambicioso sacerdote tecpaneca. Antes de ahorcarse —en un último gesto de lealtad hacia su monarca— Mazatzin había enviado un mensaje a Maxtla, informándole con detalle de los recientes sucesos ocurridos en el santuario de la Hermandad Blanca.
El enviado de Mazatzin no era el único mensajero que, portando idénticas noticias, se alejaba de la ciudad de Chololan.
Guiado por esa intuición que caracteriza a los auténticos guerreros —y que les permite presentir la existencia de algún posible peligro antes de que éste comience a manifestarse— Moctezuma se había percatado de que el alto honor conferido a su hermano entrañaba también una grave amenaza para el pueblo azteca, pues el disgusto que este suceso produciría a los tecpanecas podía muy bien impulsarles a tomar represalias en contra de los tenochcas.
Así que, aprovechando los lazos de amistad que le unían con varios de los jefes militares de Chololan, el guerrero azteca se apresuró a enviar un mensajero a Tenochtítlan, que informara a Chimalpopoca del inesperado acontecimiento que había convertido a Tlacaélel en el Heredero de Quetzalcóatl y lo previniera sobre la posibilidad de alguna reacción violenta por parte de los tecpanecas.
Cubierto de polvo y desfallecido a causa de la agotadora caminata, el mensajero de Mazatzin atravesó la ciudad de Azcapotzalco y penetró en el ostentoso y recién construido palacio de Maxtla. En cuanto tuvo conocimiento de su presencia, el monarca acudió personalmente a escucharle.
Al conocer lo sucedido en la ceremonia de transmisión del Emblema Sagrado, la furia de Maxtla se desbordó en forma incontenible: ordenó dar muerte al portador de tan malas nuevas, azotó a sus numerosas esposas y mandó destruir todas las bellas obras de fina cerámica de Chololan que adornaban el palacio.
Una vez ligeramente desahogada su ira, Maxtla convocó a una reunión de sus principales consejeros, para determinar el castigo que habría de imponerse a los aztecas, pues deseaba aprovechar la ocasión para dejar sentado un claro precedente de lo que podía esperar a cualquiera que, voluntaria o involuntariamente, actuase en contra de los intereses tecpanecas.
Al inicio de la reunión, Maxtla se mostró inclinado a adoptar el castigo más drástico: la destrucción total del pueblo azteca. Los consejeros del monarca, haciendo gala de una gran prudencia que les permitía no aparecer en ningún momento como abiertamente contrarios a la voluntad de su colérico gobernante, le hicieron ver que esa decisión resultaría contraproducente para los propios intereses tecpanecas: los aztecas pagaban importantes y crecientes tributos y, por otra parte, su empleo como soldados mercenarios estaba rindiendo magníficos frutos, pues los tenochcas habían demostrado poseer admirables cualidades como combatientes.
Después de una larga deliberación, uno de los consejeros encontró la que parecía más adecuada solución al problema, pues permitiría a un mismo tiempo darle el debido escarmiento a los tenochcas y conservar intacta su capacidad productiva, que tan buenas ganancias venía reportando para Azcapotzalco. Se trataba de dar muerte al monarca azteca ante la vista de todo su pueblo.
El mensajero enviado por Moctezuma, remando vigorosamente, cruzó el enorme lago en cuyo interior —mediante increíble y sobrehumana proeza— los aztecas edificaran su capital. Saltando a tierra, el mensajero recorrió a toda prisa la ciudad, deteniéndose ante la modesta construcción que constituía la sede del gobierno azteca.
La noticia de que su hermano Tlacaélel era ahora el depositario del Emblema Sagrado constituyó para Chimalpopoca una agradable y desconcertante sorpresa. Después de ordenar que colmaran al mensajero de valiosos presentes, mandó llamar a las principales personalidades de su gobierno para comunicarles la inesperada noticia. Los tenochcas convocados por el Soberano manifestaron al unísono su asombro y alegría.
Tozcuecuetzin, supremo sacerdote del pueblo azteca, sufrió de una emoción tan grande que perdió momentáneamente el conocimiento; al recuperarlo, alzó los brazos al cielo y, con el rostro bañado en lágrimas, bendijo a los dioses con grandes voces, agradeciéndoles que le hubiesen permitido vivir hasta aquel venturoso instante, cuya dicha borraba todos los sufrimientos de su larga existencia.
La reunión de los gobernantes tenochcas concluyó con la decisión unánime de participar inmediatamente a todo el pueblo el feliz acontecimiento, así como de organizar una gran fiesta para celebrarlo.
Abstraído en los preparativos del festejo y embargado por la intensa emoción que lo dominaba, Chimalpopoca no tomó en cuenta las advertencias de Moctezuma respecto a una posible represalia tecpaneca, atribuyéndolas a un exceso de suspicacia, muy propia del carácter receloso de su hermano.
La mayor parte de los integrantes del pueblo azteca poseían únicamente una noción vaga —y un tanto deformada— respecto a lo que en verdad significaba la posesión del Emblema Sagrado de Quetzalcóatl; sin embargo, en cuanto se tuvo conocimiento de que un miembro de la comunidad tenochca había alcanzado tan alta distinción, se produjo un estallido de regocijo popular como jamás se había visto en toda la historia del pequeño Reino.
Hileras de canoas adornadas con flores llegaban sin cesar a Tenochtítlan, provenientes de los múltiples sembradíos en tierra firme que poseían los pobladores de origen azteca en las riberas del lago. Las construcciones de la capital, incluso las más modestas, fueron bellamente engalanadas con tejidos de flores de los más variados diseños y sus habitantes rivalizaban en poner de manifiesto su alegría. Todo era bullicio, música y canciones.
Se celebraron el mismo día dos solemnes actos religiosos. Uno en el Teocalli Mayor, situado en el centro de la ciudad, y otro en el templo que le seguía en importancia, ubicado frente al mercado del barrio de Tlatelolco. Al concluir la primera de las ceremonias, Tozcuecuetzin habló largamente ante la nutrida concurrencia, en un esfuerzo por tratar de explicar, con lenguaje sencillo y popular, la gran trascendencia de lo ocurrido en Chololan y el inconmensurable privilegio que de ello se derivaba para el pueblo tenochca.
En medio de la desbordante alegría que se había posesionado de Tenochtítlan, una joven azteca era al mismo tiempo el ser más feliz y el más desdichado de todos los mortales: Citlalmina, la prometida de Tlacaélel.
Citlalmina era uno de esos raros ejemplares en los que la naturaleza parece volcar al mismo tiempo todas las cualidades que puede poseer un ser humano, haciéndolo excepcional.
La resplandeciente belleza de la prometida de Tlacaélel era conocida no sólo entre los aztecas, sino incluso entre los nobles tecpanecas, varios de los cuales habían hecho tentadoras ofertas de matrimonio —siempre rechazadas— a los padres de la joven.
Las facciones armoniosas de Citlalmina poseían una exquisita delicadeza y un encanto misterioso e indescriptible. Sus grandes ojos negros relampagueaban de continuo en miradas cargadas de entusiasta energía y toda su figura tenía una gracia encantadora e incomparable, que se manifestaba en cada uno de sus actos.
Pese a que los atributos físicos de Citlalmina eran tan relevantes, constituían algo secundario al ser comparados con los rasgos distintivos de su carismática personalidad. Una voluntad firme y poderosa, unida a una inteligencia superior y a una gran nobleza de espíritu, habían hecho de ella la representante más destacada del movimiento de inconformidad que, en contra del vasallaje que padecía el Reino Tenochca, comenzaba a surgir entre la juventud azteca.
Ni Tlacaélel ni Citlalmina recordaban el momento en que sus vidas se habían cruzado. Las casas de los padres de ambos eran vecinas, y siendo aún niños, surgió entre ellos una mutua atracción y una sólida camaradería infantil. Al llegar la pubertad, estos sentimientos fueron trocándose en un amor que crecía día con día; muy pronto los dos se convirtieron en una especie de pareja modelo de la juventud tenochca. La profunda y permanente comunión espiritual en que vivían, producía en todos la enigmática sensación de que trataban con un solo ser, que por algún incomprensible motivo había nacido dividido en dos cuerpos.
Cuando Tlacaélel marchó a Chololan como aspirante a sacerdote de la Hermandad Blanca, Citlalmina no vio en ello sino una simple separación transitoria, pues el hecho de formar parte de esta orden sacerdotal representaba una honrosa distinción, que comúnmente no requería de la renuncia de sus miembros a la vida matrimonial; sin embargo, el caso del Portador del Emblema Sagrado de Quetzalcóatl era muy distinto, ya que constituía un cargo que por su altísima responsabilidad exigía de quien lo ejercía una entrega total y absoluta.
Sublimando la dolorosa frustración de ver deshechos sus proyectos matrimoniales, Citlalmina enfrentó los acontecimientos con un regocijo generoso y sincero. El inesperado honor conferido a Tlacaélel le enorgullecía como algo propio; y ante la trascendencia que este suceso tenía para todo el pueblo azteca, sus sentimientos personales quedaron voluntariamente relegados a un segundo término.
El festejo popular se encontraba en su apogeo, cuando arribaron a Tenochtítlan varias canoas transportando a un centenar de guerreros provenientes de Azcapotzalco. Su llegada no ocasionó alarma alguna en la capital azteca, ni siquiera sorpresa; sus moradores estaban acostumbrados a la continua presencia de soldados del poderoso ejército tecpaneca. Ingenuamente, una buena parte del pueblo pensó que los recién llegados constituían una delegación enviada por Maxtla, que portaba una felicitación al gobierno tenochca con motivo del venturoso acontecimiento que todos celebraban.
Cruzando los canales de la ciudad y marchando a través de sus congestionadas calles, los tecpanecas llegaron ante el edificio donde se encontraba Chimalpopoca, que en unión de los principales personajes del Reino, estaba por concluir un banquete. Mientras el resto de los guerreros permanecían aguardando en la calle, el capitán que los conducía, con algunos de sus mejores arqueros, penetró al interior del edificio y anunció sus deseos de transmitir al rey tenochca un mensaje del mandatario de Azcapotzalco.
Al enterarse de la presencia de los enviados de Maxtla, Chimalpopoca ordenó que fuesen conducidos a un salón cercano, en el cual se celebraban las audiencias públicas. Al terminar de comer, el monarca azteca, acompañado únicamente de un ayudante, se dirigió al encuentro de los tecpanecas. Mientras se aproximaba al salón de audiencias, Chimalpopoca recordó las advertencias de Moctezuma y un funesto presentimiento cruzó por su espíritu, pero lo desechó al instante, pensando que era imposible que un pequeño puñado de soldados, rodeados como se encontraban de todo el pueblo azteca, se atreviera a perpetrar una agresión en su contra.
En cuanto el capitán tecpaneca vio aproximarse a Chimalpopoca ordenó a sus guerreros disponer los arcos para el ataque. La actitud que asumían ante su presencia los soldados de Azcapotzalco hizo comprender a Chimalpopoca la suerte que le esperaba. Reflexionando con la celeridad que alcanza la mente en los momentos de peligro, el monarca sopesó las probabilidades que tendría de sobrevivir si dando media vuelta emprendía una veloz huida; pero desechó enseguida tal pensamiento ante la sola idea de recibir las flechas por la espalda y morir de forma tan ignominiosa.
Asumiendo una actitud a la vez digna y despectiva, Chimalpopoca aguardó erguido frente a sus verdugos el fin de su destino. El capitán tecpaneca dio una nueva orden y las flechas salieron disparadas de los arcos de los soldados. El ayudante de Chimalpopoca profirió un alarido y trató de cubrir con su cuerpo el del rey azteca, lo que logró sólo parcialmente, pues recibió la mayor parte de los proyectiles desplomándose en medio de terribles gemidos, mientras que Chimalpopoca permanecía en pie, al parecer insensible a las heridas de los dardos que atravesaban sus brazos. Una segunda andanada de flechas dio de lleno en el cuerpo del monarca, haciéndole caer por tierra, siempre en silencio.
Los gritos del ayudante de Chimalpopoca atrajeron la curiosidad de varios sirvientes, que al entrar en la habitación y contemplar horrorizados lo ocurrido, salieron corriendo en todas direcciones, dando grandes voces de alarma.
Actuando con una sorprendente serenidad y sangre fría, los tecpanecas salieron del edificio con toda calma, cruzándose a su paso con innumerables personas que acudían presurosas y desconcertadas a tratar de averiguar lo que pasaba. Ya en el exterior, el capitán y los arqueros se unieron a sus compañeros y huyeron hacia el lugar donde dejaran sus canoas.
En el edificio que albergaba al gobierno tenochca se creó una pavorosa confusión; los esfuerzos de aquéllos que trataban de restablecer el orden e iniciar la persecución de los tecpanecas resultaban inútiles, pues se veían entorpecidos por los centenares de personas que sin cesar acudían al edificio y, que no pudiendo dar crédito a lo que escuchaban, deseaban corroborar por sus propios ojos la muerte de Chimalpopoca. Una vez cumplido su propósito, trataban de lanzarse a la calle en persecución de los asesinos, pero se veían a su vez obstaculizados por los nuevos recién llegados, cuyo número siempre creciente nulificaba todos los intentos de una acción coordinada.
Los soldados tecpanecas se encontraban ya sobre sus lanchas, cuando comenzaron a escucharse gritos airados en su contra y algunas flechas cruzaron los aires para luego caer en el agua sin lograr alcanzarlos.
Siempre en medio del más completo desorden, varios grupos de enfurecidos aztecas, muchos de ellos aún sin armas, abordaron canoas y se lanzaron en persecución de los tecpanecas. Aquéllos que lograron darles alcance fueron recibidos por certeras andanadas de flechas, que les ocasionaron varias bajas. Poco después, al caer la noche, fue imposible cualquier acción efectiva de persecución.
Maxtla podía sentirse orgulloso de la eficacia de sus guerreros, un centenar de los cuales había dado muerte al rey azteca en medio de su pueblo, sin que ninguno de ellos hubiese sufrido el más leve rasguño.