Capítulo I
EL EMBLEMA SAGRADO DE QUETZALCÓATL

Tlacaélel recorrió lentamente con la mirada el fascinante espectáculo que se ofrecía ante su vista:

En el amplio patio interior del templo principal de Chololan, al pie de la gigantesca y antiquísima pirámide, estaba celebrándose la ceremonia de iniciación de los nuevos sacerdotes de Quetzalcóatl.

La luz de más de un centenar de antorchas, en las que ardían aromáticas esencias, iluminaba el recinto con cambiantes tonalidades. Una doble hilera de sacerdotes, alineados en ambos costados del patio, entonaban con rítmico acento antiguos himnos sagrados. Centeotl, el anciano sumo sacerdote, oficiaba la ceremonia ostentando sobre su pecho el máximo símbolo de la jerarquía religiosa: el Emblema Sagrado de Quetzalcóatl. En el centro del patio, dentro de un enorme círculo de pintura blanca, se encontraba el pequeño grupo de jóvenes —entre los cuales estaba el propio Tlacaélel— que recibirían en aquella ocasión el alto honor de entrar a formar parte del denominado sacerdocio blanco, consagrado al culto de Quetzalcóatl.

Para los jóvenes que en medio del complicado ceremonial iban siendo ungidos por el sumo sacerdote, aquel acto constituía la culminación de una meta largamente soñada, y lograda a través de varios años de incesantes esfuerzos.

De entre varios miles de adolescentes que en todas las comunidades náhuatl aspiraban a ser admitidos en el templo de Chololan, se escogía cada cinco años a cincuenta y dos candidatos. El criterio selectivo resultaba riguroso en extremo; no sólo era necesario poseer una conducta ejemplar desde la infancia y contar con amplias recomendaciones de los principales sacerdotes de la comunidad donde habitaban, sino que además, debían salir airosos de las difíciles pruebas que los sacerdotes de Quetzalcóatl imponían para valorar la capacidad de los aspirantes.

La extrema dureza de los sistemas de enseñanza utilizados en el templo de Chololan, motivaba una considerable deserción a lo largo de los cinco años del noviciado, por lo que rara vez lograban ingresar como nuevos miembros de la Hermandad Blanca más de media docena de jóvenes.

Una vez investidos con la prestigiada dignidad de sacerdotes de Quetzalcóatl, los así ungidos regresaban a sus lugares de origen, donde muy pronto ocupaban puestos relevantes, ya fuera como jefes militares y dirigentes eclesiásticos, o incluso como reyes de los múltiples y pequeños señoríos en que había quedado fragmentado el mundo náhuatl tras la desaparición, ocurrida varios siglos atrás, del poderoso Imperio Tolteca.

Diversas circunstancias singularizaban al grupo de novicios que en aquella ocasión estaban siendo ordenados como sacerdotes de Quetzalcóatl. Una de ellas era la de que por vez primera figuraban en dicho grupo dos jóvenes aztecas: Tlacaélel y Moctezuma, hijos de Huitzilíhuitl —que fuera segundo rey de los tenochcas— y hermanos de Chimalpopoca, quien gobernaba bajo difíciles condiciones al pueblo azteca, pues éste se hallaba sujeto a un vasallaje cada vez más oprobioso por parte del Reino de Azcapotzalco. Otro de los motivos que singularizaba a la nueva generación de sacerdotes, era el hecho de que formaba parte de ella Nezahualcóyotl, el desdichado príncipe de Texcoco, quien a raíz del asesinato de su padre y de la conquista de su reino por los tecpanecas, se había visto obligado a vivir siempre en constante fuga, acosado en todas partes por asesinos a sueldo, deseosos de cobrar la cuantiosa recompensa ofrecida a cambio de su vida.

La admisión en el templo de Chololan, tanto de los jóvenes aztecas como del príncipe Nezahualcóyotl, había producido desde el primer momento un profundo disgusto en Maxtla, el despótico rey de Azcapotzalco, sin embargo, el monarca tecpaneca se había cuidado muy bien de no hacer nada que pusiera de manifiesto sus sentimientos. Centeotl, el sumo sacerdote poseedor del Emblema Sagrado de Quetzalcóatl, era ya un anciano de más de noventa años cuya muerte no podía estar lejana; el sacerdote que le seguía en jerarquía dentro de la Hermandad Blanca era Mazatzin, un tecpaneca incondicional de Maxtla. Si, como era lo más probable, al percatarse Centeotl de que su fin estaba próximo, entregaba a Mazatzin el Emblema Sagrado, Maxtla vería aumentar el prestigio de su Reino hasta un grado jamás imaginado, lo que le facilitaría enormemente la conquista de nuevos pueblos y territorios. Así pues, a pesar del odio que profesaba a Nezahualcóyotl y de la posibilidad de que el honor de contar con miembros dentro de la Hermandad Blanca pudiese envanecer a los aztecas y despertar en ellos peligrosos sentimientos de rebeldía, el monarca tecpaneca se guardó muy bien de cometer cualquier acto que pudiese disminuir las probabilidades de que Mazatzin se convirtiese en depositario del Emblema Sagrado.

La ceremonia de admisión de los nuevos sacerdotes había concluido. Tras formular las últimas palabras rituales, Centeotl se dirigió hacia el enorme incensario que ardía al pie del altar central, en donde figuraba una impresionante representación de Quetzalcóatl en piedra basáltica; todos los concurrentes supusieron que Centeotl iba a extinguir las llamas del brasero para dar así por concluida la ceremonia, pero en lugar de ello, al llegar frente al incensario el sacerdote arrojó en él una nueva porción de resinas, produciéndose con esto una fuerte llamarada que iluminó vivamente el recinto. Enmarcado en el resplandor de las llamas, Centeotl se dio media vuelta quedando de frente ante todos los participantes, después, con un movimiento repentino y en medio del asombro general, se quitó del cuello la fina cadena de oro de la cual pendía el Emblema Sagrado de Quetzalcóatl.

El hecho de despojarse en una ceremonia del símbolo de su poder, sólo podía significar una cosa: Centeotl juzgaba llegado el momento de transmitir a un sucesor la pesada responsabilidad de ser el depositario humano de todos los secretos y conocimientos acumulados al través de milenios por la larga serie de civilizaciones que habían existido desde los orígenes de la humanidad.

Una paralizante expectación dominaba a todos los que contemplaban el trascendental suceso y todos se formulaban una misma pregunta: ¿Quién sería el nuevo poseedor del máximo símbolo sagrado?

Los orígenes del Emblema Sagrado de Quetzalcóatl se perdían en el pasado más remoto. Según los informes proporcionados por las antiguas tradiciones, existió mucho tiempo atrás un Primer Imperio Tolteca, cuya capital, la maravillosa e imponente ciudad de Tollan[1], había constituido a lo largo de incontables siglos el máximo centro cultural del género humano. Durante todo este período, los gobernantes toltecas habían ostentado sobre su pecho, como símbolo de la legitimidad de su poder, un pequeño caracol marino que le fuera entregado al primer Emperador por el propio Quetzalcóatl, venerada Deidad tutelar del Imperio.

Al sobrevenir primero la decadencia y posteriormente la aniquilación y desaparición del Imperio, la unidad política que agrupaba a la gran diversidad de pueblos que lo habitaban también había quedado destruida, dividiéndose éstos en pequeños señoríos que vivían en medio de luchas incesantes, sin que prosperasen ni el saber ni las artes. Escondida en alguna región montañosa, una mística orden sacerdotal —la Hermandad Blanca de Quetzalcóatl— había logrado preservar durante todos esos largos años de oscurantismo, tanto el Emblema Sagrado, como una buena parte de los antiguos conocimientos.

Más tarde y teniendo como capital a la bella ciudad de Tula, se había constituido un Segundo Imperio Tolteca, el que aunque no poseía el grandioso esplendor que caracterizara al primero, logró importantes realizaciones, como el unificar bajo un solo mando a un vasto conjunto de poblaciones heterogéneas y el promover en ellas un renacimiento cultural basado en una elevada espiritualidad.

Complacidos por lo que ocurría, los guardianes del Emblema Sagrado habían hecho entrega de su preciado depósito a Mixcoamazatzin, forjador del Segundo Imperio y, a partir de entonces, los Emperadores Toltecas ostentaron nuevamente, como símbolo máximo de su autoridad, el pequeño caracol marino.

Toda obra humana es perecedera, y finalmente, el Segundo Imperio corrió la misma suerte que el primero. Minado por luchas intestinas y por incesantes oleadas de pueblos bárbaros provenientes del norte, el Imperio comenzó a desintegrarse y el Emperador Ce Acatl Topiltzin Quetzalcóatl se vio obligado a huir al sur acompañado de algunos miles de sus más fieles vasallos. Al pasar por la ciudad de Chololan —centro ceremonial de máxima importancia desde antes de la época del Primer Imperio Tolteca— los fugitivos fueron amistosamente recibidos y pudieron así interrumpir por algún tiempo su penosa retirada.

Una tarde, agobiado por la tristeza y el abatimiento que le producían los males que afligían al Imperio, Ce Acatl Topiltzin Quetzalcóatl se despojó del Emblema Sagrado y lo arrojó con furia contra el piso, partiéndolo en dos pedazos. A pesar de que los prestigiados orfebres de Chololan lograron reparar el daño, injertando en ambas partes pequeños rebordes de oro que encajaban a la perfección y unían las dos piezas en una sola, el Emperador se empeñó en ver en aquella rotura un símbolo de la división que reinaba entre los pueblos y prefirió encomendar a la custodia de los sacerdotes del templo mayor de Chololan una de las dos mitades del caracol. Al llegar a territorio maya, Ce Acatl Topiltzin Quetzalcóatl hizo entrega de la segunda mitad del emblema al máximo representante del sacerdocio maya, encomendándole que lo conservara hasta que surgiese un hombre capaz de fundar un nuevo Imperio y de unir en él a los distintos pueblos que habitaban la tierra.

A partir de entonces, las dos mitades del caracol sagrado habían constituido el más prestigiado emblema de los sumos sacerdotes del área náhuatl y de la región maya, los cuales aguardaban ansiosos las señales que indicasen la llegada del hombre que lograría dar fin a la anarquía y a la decadencia en que se debatían todas las comunidades.

Portando en sus manos la cadena de oro de la cual pendía el Emblema Sagrado, Centeotl descendió lentamente por la escalinata que conducía al altar mayor y se encaminó directamente a la fila de sacerdotes situados en el costado derecho del patio.

Una extraña fuerza, parecía haber transformado súbitamente al anciano sumo sacerdote: su viejo y cansado rostro reflejaba una energía poderosa y desconocida, sus ojos eran dos hogueras de intensidad abrasadora y su andar, comúnmente torpe y dificultoso, parecía ahora el elástico desplazamiento de un felino.

Al llegar frente a Mazatzin, Centeotl se detuvo. Todos los que contemplaban la escena dejaron momentáneamente de respirar. Tlacaélel pensó que estaban a punto de realizarse sus temores y los de todo el pueblo azteca: un incremento aún mayor en la pesada carga que tenían que soportar como vasallos de los tecpanecas, lo que ocurriría fatalmente en cuanto Maxtla contase con el apoyo del nuevo Portador del Emblema Sagrado.

Las miradas de los dos sacerdotes se enfrentaron. Durante un primer momento Mazatzin se mantuvo aparentemente impasible, contemplando sin pestañear aquella manifestación desbordante de las más furiosas fuerzas de la naturaleza que parecía emanar de las pupilas de Centeotl, pero después, repentinamente, todo su ser comenzó a verse sacudido por un temblor incontrolable, mientras se reflejaban en su rostro, como en el más claro espejo, sentimientos que de seguro había logrado mantener siempre ocultos en lo más profundo del alma: una anhelante expresión de ambiciosa codicia contraía sus facciones, los labios se movían en una súplica desesperada que no alcanzaba a ser articulada en palabras y las manos se extendieron en un intento de apoderarse del emblema, pero sus dedos sólo llegaron a tocar la cadena, pues en ese instante las fuerzas le abandonaron y cayó al suelo, en donde permaneció sollozando como un niño.

Imperturbable ante el evidente fracaso del sacerdote que le seguía en rango, Centeotl dio dos pasos y quedó frente a Cuauhtexpetlatzin, el tercer sacerdote dentro de la jerarquía de la Hermandad Blanca.

Cuauhtexpetlatzin era el más querido de los sacerdotes de Chololan. Su espíritu bondadoso y comprensivo era bien conocido no sólo por sus compañeros y por los novicios, en cuya formación ponía siempre un particular empeño, sino por todos los habitantes de la comarca, que acudían ante él en gran número, en busca de consejo y de ayuda.

Un brusco estremecimiento sacudió a Cuauhtexpetlatzin al ver frente a sí a Centeotl sosteniendo a cercana distancia de su cuello el caracol sagrado; cayendo de rodillas, suplicó angustiado que no se le hiciese depositario de semejante honor, pues se consideraba indigno de ello.

Dando media vuelta, Centeotl se alejó de la fila de sacerdotes y se dirigió en línea recta hacia el círculo blanco donde se encontraba el grupo de jóvenes a los que había ungido momentos antes.

Un murmullo de asombro brotó de los labios de la mayor parte de los presentes. Aquello no podía significar otra cosa, sino que el sumo sacerdote juzgaba que entre los sacerdotes recién ordenados había uno merecedor de convertirse en su heredero.

En medio de una expectación que crecía a cada instante, Centeotl traspuso el círculo de pintura blanca y se detuvo frente a Nezahualcóyotl. La mirada del sumo sacerdote seguía siendo una hoguera de poder irresistible; sus manos, fuertemente apretadas a la cadena de la que pendía el venerado emblema, parecían las garras de una fiera sujetando a su presa. Tlacaélel pensó que si él se encontrara en el lugar de Centeotl, no vacilaría un instante en escoger a Nezahualcóyotl como la persona más adecuada para sucederle en el cargo. La inteligencia superior del príncipe texcocano, así como su profunda sabiduría y elevada espiritualidad, hacían de él un ser verdaderamente excepcional, merecedor incluso de convertirse en el depositario del legendario emblema.

Las manos de Centeotl se movían ya en un ademán tendiente a colocar sobre el cuello del príncipe la cadena de oro, cuando éste, tras reflejar en su rostro un súbito desconcierto, dio un paso atrás indicando así su rechazo ante la elevada dignidad que estaba por conferírsele. Tal parecía que en el último instante, y como resultado de un temor incontrolable surgido en lo más profundo de su ser, Nezahualcóyotl había llegado a la conclusión de que la tarea a la cual tenía consagrada la existencia —liberar a su pueblo y reconquistar el trono perdido— era ya en sí misma una misión suficientemente difícil y llena de peligros, y que el añadir a esta carga aún mayores responsabilidades, constituía una labor superior a sus fuerzas.

Manteniendo una actitud de impersonal indiferencia, como si actuase en representación de fuerzas que le trascendieran como individuo y de las cuales fuese tan sólo un instrumento, Centeotl desvió la mirada del príncipe de Texcoco y avanzando dos pasos quedó frente a Moctezuma.

Una sonrisa de regocijo estuvo a punto de aflorar en el rostro de Tlacaélel. Nada podía producirle mayor alegría que la probabilidad de que su hermano quedase investido con la alta jerarquía de Sumo Sacerdote de la Hermandad Blanca, sin embargo, no alcanzaba a vislumbrar la posibilidad de que el carácter de Moctezuma pudiese compaginarse con las funciones propias de semejante cargo. Moctezuma era la encarnación misma del espíritu guerrero. Un apasionado amor al combate y relevantes cualidades de estratego nato, constituían los principales rasgos de su personalidad.

Moctezuma contempló con asombro la imponente figura de refulgente mirada que tenía ante sí y en cuyas manos se balanceaba la cadena de la que pendía el Emblema Sagrado. Haciendo un esfuerzo sobrehumano trató de permanecer sereno, pero un sentimiento hasta entonces desconocido por su espíritu rompió en un instante toda resistencia consciente y se adueñó por completo de su voluntad. Siguiendo el ejemplo de Nezahualcóyotl, Moctezuma dio un paso atrás. El más valiente de los guerreros aztecas, acababa de conocer el miedo.

En las facciones generalmente inescrutables de Centeotl, pareció dibujarse una mueca de complacencia, como si en contra de lo que pudiese suponerse, el viejo sacerdote se encontrase preparado de antemano para presenciar todo lo que ocurría en aquellos momentos trascendentales.

Centeotl dio un paso hacia la derecha y quedó frente a Tlacaélel, sus miradas se cruzaron y los dos rostros permanecieron en muda contemplación durante un largo rato, después el sumo sacerdote, muy lentamente, fue extendiendo las manos, hasta dejar colocado en el cuello del joven azteca la fina cadena de oro con su preciado pendiente.

Con la misma tranquila naturalidad con que podía llevarse el más sencillo adorno, Tlacaélel portaba ahora sobre su pecho el Emblema Sagrado de Quetzalcóatl.