A medida que fue pasando la semana, me di cuenta de que mi vida estaba volviendo a ser tal y como había sido antes de la A llegada de Amanda; como si mi relación con las chicas no hubiera sido más que una de esas amistades de verano que terminan con el fin de las vacaciones. El viernes, a la hora del almuerzo, me crucé en el pasillo con Charlie, el batería de Girl Like Me.
—Ey, tío, ¿dónde te habías metido? —me dijo dándome una palmada en la espalda.
No supe qué responderle. Podría haberle dicho que había estado con unas amigas, pero ya no sabía si Callie y Nia volverían a hablarme alguna vez. ¿Debía contarle que había estado con mis guías?
Sí, claro Hal. ¿De verdad quieres que piensen que andas metido en algún rollo raro en plan Hare Krishna?
Empezamos a caminar juntos en dirección a la cafetería.
—Tío, la semana pasada te perdiste el peor ensayo del mundo. La madre de Brian nos echó la peta porque decía que tocábamos demasiado alto. Brian le respondió que eso es lo que se supone que hace una banda de música, y ella le contestó que le parecía estupendo, pero que en ese caso fuéramos una banda más tranquilita —Charlie remarcó sus palabras como si no le entrara en la cabeza que alguien no fuera capaz de apreciar el rock clásico—. Incluso nos hizo apagar los amplificadores, como si fuéramos los Girl Like Me versión acústica.
No le estaba escuchando realmente, pero, por suerte, para hablar con Charlie no tienes que prestar toda la atención del mundo. El chaval se las apaña perfectamente él solito.
—Sí —respondí, totalmente ajeno a lo que me decía.
—Menuda movida, ¿eh?
Llegamos a la cafetería y, cuando Charlie llevaba ya un rato hablándole a la nada, por fin se dio cuenta de que yo no lo seguía.
—¿No vas a comer? —me preguntó, dándose la vuelta para mirarme.
Era mediodía y la cafetería empezaba a llenarse. Eché un vistazo a la sala, pero no vi a las chicas. Sintiéndome aliviado y decepcionado al mismo tiempo, negué con la cabeza.
—No, tengo que hacer cosas en el aula de dibujo.
—Está bien. Nos vemos luego, Picasso —dijo Charlie.
—Hasta luego —me despedí.
Mientras Charlie se perdía entre aquella multitud de estudiantes hambrientos, me pregunté si debería sentarme para comer con los compañeros del grupo, hablar de música, planear la actuación para el concurso de talentos, discutir sobre si U2 era una de las mejores bandas de la historia o si sus canciones estaban sobrevaloradas… Era algo que habría hecho hace apenas unos meses: juntarme con compañeros que no llegaban a ser del todo mis amigos, pero que se acercaban a parecerlo.
Antes de conocer a Amanda, me habría conformado con eso.
¿Por qué ahora no?
—¡Odio esta canción! ―exclamé al tiempo que me tapaba los oídos para intentar silenciar hasta la última nota de Silly love songs.
―¡O Amanda bebió un sorbo de su café mientras la melodía sonaba a todo trapo por los altavoces de Aqua.
―Sí, es una canción bastante mala ―dijo.
Su disfraz me recordaba a alguien. Llevaba varios brazaletes negros de goma en el brazo, y una peluca corta. Cada vez que mi madre se ponía con una tarea doméstica que odiara a muerte, como pasar la aspiradora o limpiar el frigorífico, siempre escuchaba viejos discos de Madonna a todo volumen, así que no me costó demasiado relacionar una cosa con la otra.
Me encantaba hablar de los Beatles con Amanda, así que me incliné sobre la mesa, entusiasmado.
―¿Y sabes por qué es una canción tan mala? Porque Paul McCartney es un desastre componiendo.
Para demostrar su desacuerdo, Amanda arqueó una ceja.
― Revolution, Dear Prudence, Rocky Raccoon. . ¿Es necesario que siga?
Como a ninguno nos gustaba la canción, me sorprendió que se pusiera a defender a McCartney. No obstante, no me fue difícil replicarle.
―Fue John Lennon quien escribió esas canciones ―aseguré.
―Lennon y McCartney ―me corrigió―. Mira los créditos del disco.
―Que John Lennon tenga la bondad suficiente como para compartir los créditos de esas canciones con él no lo convierte en un compositor decente.
Basta con escuchar a los Wings, la banda de McCartney.
―Cuando, los dos eran jóvenes, iban juntos a las fiestas y se quedaban en un rincón escribiendo canciones ―dijo Amanda, sonriendo al imaginarse la escena.
―¿Sabes qué? ―le repliqué―. Me gustaría ver una transcripción de esas conversaciones. «Oye, Paul, ¿podrías dejar de hacer unas letras tan cursis?». «Lo siento, tío, es lo único que sé hacer».
―Cada amigo es un mundo para nosotros, un mundo que no existe hasta que ese amigo llega a nuestra vida ―dijo Amanda mientras deslizaba la cucharilla por el borde de su taza.
Pero daba igual lo que dijera, seguía sin convencerme.
―Odio a Paul McCartney ―sentencié, y cuando Amanda volvió a enarcar una ceja, me retracté, aunque solo un poco―. Está bien, odio al Paul McCartney post-Beatles. ¿Contenta?
Amanda esbozó una sonrisa triste y negó con la cabeza.
―No puedes odiarle. Odiar a Paul sería como odiar a John.
Lo que acababa de decir era una locura tan grande que estuve a punto de atragantarme con el chocolate caliente.
―¿Odiar a John? ¿De verdad me estás acusando de odiar a John Lennon?
―Una amistad fuerte como la suya ―Amanda unió sus dedos, llenos de anillos, para ilustrar su opinión― cambia para siempre a las personas que la comparten.
―Pues es una pena que Paul no cambiase un poco más. Quizá así su música post-Beatles no hubiera sido tan mala.
Sin dejar de mirarse las manos, Amanda prosiguió con suavidad.
―Puede que no fuera así para nada. Puede que John absorbiera toda la genialidad de Paul, o que Paul sintiera una pena tan profunda cuando los Beatles dejaron de existir que nunca llegó a recuperarse. También es posible que Paul solamente fuera él mismo cuando estaba con John, y que a John le pasara lo mismo cuando estaba con Yoko —me lanzó una mirada pícara, sabiendo que no echaría a perder la oportunidad de poner verde a Yoko Ono―. La cuestión es que sin Paul McCartney, el John Lennon que todos conocimos jamás habría existido. Los amigos de verdad influyen en tu personalidad tanto como tus padres o tu familia. Ponen su granito de arena para que seas tú mismo.
Empecé a serenarme un poco.
―Entonces, me estás diciendo que debería dejar de odiar a Paul.
―Fue John el que lo dijo, no yo ―señaló Amanda―. Y ahora te toca a ti, déjame escucharlo de tus labios.
Y por primera vez desde que éramos amigos, fui yo el que se sacó una cita de la manga.
― Love is the answer ―dije citando la canción de los Beatles.
El amor es la respuesta.
Entonces levantamos las tazas y brindamos por la memoria del gran John Lennon, cantando al unísono otro verso de aquella canción: « And you know that for sure».
Y tú lo sabes bien.
¿Ese era el problema? ¿La amistad con las chicas me había cambiado para siempre? ¿Nunca volvería a ser el Hal que era antes de conocerlas?
Mientras volvía a casa desde el instituto, con el reloj de Amanda en un bolsillo y el móvil silenciado en el otro, sentí más simpatía por Paul McCartney de la que jamás habría creído posible. Sí, tras la muerte de su mejor amigo se había convertido en un cantante de pop cursilón, bueno, ¿y qué? Al menos no se pasó el resto de su vida deambulando por ahí sin hacer nada o elaborando absurdas teorías conspiratorias sobre la muerte de John.
Ojalá pudiera decir lo mismo de mí.
El sábado por la mañana, mi padre y yo salimos juntos a correr.
Llevaba toda la semana esperando pasar un rato a solas con él, así que dejé que me hiciera un montón de preguntas sobre el instituto, el grupo y mis dibujos. Después ya le interrogaría yo sobre lo que había querido decir el otro día, en la cocina. Pero mi plan se fue al traste porque, cuando doblamos la esquina de Briar Lane, nos encontramos con mamá y Cornelia.
—¡Sois más lentos que el caballo del malo! Casi nos hacemos viejas de tanto esperar —exclamó mi hermana, apoyada en un lateral del coche.
Mamá había bajado la ventanilla de su asiento y nos saludaba eufóricamente.
—¿A quién le apetecen unos crepes en lugar de seguir haciendo ejercicio?
—Me apunto a lo de los crepes —respondió mi padre, que incluso parecía aliviado por aquella propuesta.
—¿Y unos batidos de postre? —añadió mamá.
—¡Me parece estupendo! —exclamó papá.
—Y todo gracias a Anna, ¿eh? —le dijo mamá guiñándole un ojo.
Puse los ojos en blanco. Mi plan para sonsacar información a mi padre se había ido al garete, y antes de que pudiera darme cuenta, íbamos de camino a Rosie’s sentados en el asiento trasero del coche. Pero bueno, qué le vamos a hacer. Aunque tenía muchas ganas de hablar con él, tuve que conformarme con los exquisitos batidos que servía Anna (la mejor camarera del mundo, no podría estar más de acuerdo con mi madre). Un buen premio de consolación, dicho sea de paso.
Durante el resto del día, no pude pillarlo a solas en ningún momento, y más tarde tuvo que irse de viaje de negocios a Toronto. Después de despedirnos, me tumbé en la cama y empecé a repasar mentalmente nuestra conversación.
Si pudiera protegerte de todos los males del mundo, lo haría.
Solté un gruñido y giré para ponerme boca arriba. En realidad, mi padre no tenía por qué saber nada. Una chica había desaparecido y, poco después, alguien había agredido al subdirector del instituto en su propio despacho. Visto lo visto, no era nada raro que papá se preocupase por mí y me dijera que tuviese cuidado. No obstante, el hecho de que yo hubiera interpretado aquel comentario como un indicio de que mi padre sabía algo sobre Amanda, solo era una prueba más de que, de una manera lenta pero inevitable, estaba empezando a perder la cabeza.
—¿Hal?
Mi madre abrió la puerta nada más llamar. Yo ya tenía asumido que esa costumbre suya era lo más cerca que estaría nunca de llamar antes de entrar.
Al verme tirado en la cama con el chándal y las zapatillas, se cruzó de brazos y torció el gesto.
—¿Qué? —repliqué—. He salido a correr sin papá muchas veces, ya lo sabes.
Que mi madre no me dejara salir a correr solo no me ayudaba especialmente en esos momentos, que digamos.
—Nadie te ha puesto bajo arresto domiciliario, cariño. Lo que pasa es que no creo que sea apropiado que vayas así vestido al espectáculo.
—¿Qué espectáculo?
—¿Cómo que qué espectáculo? —entró en la habitación y entonces reparé en que iba vestido con unos pantalones muy chulos y un suéter largo, además de un brillante collar de cuentas de plástico—. Pues la obra de teatro en la que habéis estado trabajando. Ya te dije que iríamos todos juntos a verla.
¿De verdad me había dicho que iríamos a ver Como gustéis aquella noche? Aunque, claro, tampoco es que le hubiera hecho demasiado caso últimamente. Bastante me comía la cabeza pensando si las chicas volverían a hablarme alguna vez, o si mi hermana, mis padres y todos mis seres queridos corrían un grave peligro.
Mamá seguía mirándome, con una ceja enarcada.
—¿Es que no piensas ponerte al menos una camisa?
Bueno, tampoco es que tuviera nada mejor que hacer…
—Ponte algo bonito, anda —dijo mientras salía de la habitación—. Ya sabes que…
—…es una muestra de cortesía hacia los que están en el escenario —terminamos la frase al unísono.
Había oído esa frase miles de veces, cada vez que íbamos a un concierto o al teatro.
—Así es. Y ya que te lo sabes tan bien, aplícate el cuento —añadió antes de cerrar finalmente la puerta de mi cuarto.
Había un montón de familias en el vestíbulo del Endeavor esperando para entrar en el salón de actos.
Pero la primera persona con la que nos encontramos nada más cruzar la puerta fue el padre de Callie. Cómo no. Tenía mucho mejor aspecto que la última vez que lo vi, un día que vino a buscar a Callie con su camioneta. Mamá empezó a hablar con él y a los pocos minutos se les unieron los Rivera. Llevaban unos trajes muy elegantes y más bien parecían estrellas de cine en lugar de los padres de unos chicos de nuestro instituto. La señora Rivera le preguntó a mi madre si estaría interesada en colaborar como voluntaria en no sé qué mercadillo de libros. Estuve a punto de soltar una carcajada. ¿Acaso existía alguna actividad en la que mi madre no quisiera participar?
Sabía que las chicas estarían entre bastidores, atareadas con los trajes, pero no pude evitar echar un vistazo a mi alrededor, por si las veía.
Jamás en mi vida me había sentido tan solo.
Cisco Rivera se acercó a mí y me estrechó la mano. Me preguntó qué tal me iba con mis creaciones y si me había salido alguna oportunidad después de ganar el concurso nacional de dibujo. No me extraña que Cisco sea tan popular. ¿Cómo era posible que un tío tan guay y con tanta vida social como él pudiera recordar que un don nadie como yo, que solo había estado una vez en su casa, había ganado un premio artístico hacía varios meses? Me asombró tanto que se acordara de ese dato, que ni me enteré del nombre de su acompañante cuando me la presentó. Segundos después, alguien le llamó y Cisco desapareció en medio de un grupo de gente.
Era como ver al alcalde de Orion charlando con sus electores.
La chica que había venido con él tenía una larga melena oscura y, mientras él se dedicaba a saludar a sus colegas del equipo de fútbol, me miró encogiéndose de hombros, como queriendo decir: «Este es el precio que hay que pagar para salir con un chico tan popular». Le respondió con una sonrisa, dudando si debía volver a preguntarle por su nombre o simplemente disimular con la esperanza de que no se diera cuenta.
De repente, tuve la extraña sensación de que la había visto en alguna parte.
¿Sería una actriz? ¿Acaso había actuado en alguna peli o en alguna serie de la tele?
—¿Estudias en Endeavor? —me preguntó.
Asentí y aproveché para preguntarle:
—¿Cómo conociste a Cisco?
Quizá su respuesta me ayudase a explicar aquella extraña sensación.
—Nos conocimos en Washington. Yo estudio en la universidad de allí y Cisco vino a la ciudad para un campeonato de fútbol.
Me di cuenta de que era una locura pensar que la conocía.
Probablemente me recordase a una de esas modelos que salen en los catálogos de ropa que siempre encontramos en el buzón.
Las luces se suavizaron durante unos instantes y, cuando volvieron a encenderse, dos chicas vestidas de cortesanas atravesaron el vestíbulo haciendo resonar unas campanillas doradas.
—Por favor, ocupen sus asientos…
Las chicas se abrieron paso entre la multitud, que no tardó en dispersarse ahora que las puertas del salón de actos estaban abiertas.
Normalmente me hubiera molestado que mi madre me pasara el brazo por los hombros como si fuera un niño pequeño, pero aquella noche me sentía tan solo que no me importó. En cuanto nos sentamos, me apretó la mano y me dijo:
—Qué bonito te ha quedado, Hal.
Se refería al decorado que, iluminado desde detrás, parecía un muro opaco de denso follaje. Mi intención había sido que la audiencia tuviera la impresión de estar mirando a través de un sendero rodeado de árboles. Al parecer lo había conseguido, pero, siendo sincero, la verdad es que daba igual. Cuanto mejor fuera el espectáculo, más puntos ganaría Heidi Bragg. Si pudiera borrar todas y cada una de las hojas que había dibujado durante la última semana, devolviendo así al bosque de Arden su prehistórica apariencia, lo habría hecho encantado.
Las luces se apagaron al tiempo que subía el telón y, cuando volvieron a encenderse, ante nuestros ojos apareció el interior de la casa de un noble.
—Recuerdo muy bien, Adam, que a mí me legó nada más que mil coronas y, como dices, al bendecir a mi hermano, le encargó que me educase bien. Y ahí empiezan mis penas…
El chico que interpretaba a Orlando se llamaba Adam, lo cual había sido motivo de bromas entre el reparto cada vez que soltaba su monólogo. Pero esta noche, todos consiguieron representar la escena sin partirse de la risa.
A excepción de los pasajes en los que actuaba la insoportable Heidi, la obra me enganchó con su alocado argumento, sus trágicos amantes, sus chicas disfrazadas de hombres y sus nobles vestidos de pastores.
Pero habría dado igual que los actores hablaran en japonés, pues aunque comprendía sus palabras, era incapaz de asimilarlas. No hacía más que pensar en las chicas y en que estarían trabajando como locas al otro lado del escenario por mi culpa, porque se me había ocurrido la brillante idea de participar en esa obra para poder descifrar juntos la caja de Amanda. La misma caja que, dicho sea de paso, me arrebataron ante mis propias narices. Me las imaginé maldiciendo y odiándome cada vez que les llegaba otro traje para remendar. No paraba de moverme y, a mitad del primer acto, mi madre me puso una mano en el brazo y se inclinó hacia mí.
—¿Te pasa algo, cariño? —su voz era un susurro, pero el mensaje fue alto y claro: «Estate quieto, Hal».
—No, no, lo siento —murmuré.
Al salir de casa me había guardado el reloj de Amanda en un bolsillo delantero de los pantalones, y ahora se me estaba clavando en la pierna, pero sabía que si volvía a revolverme en el asiento una vez más, mamá me echaría una buena bronca. Así que me quedé quieto, concentrándome en el dolor que sentía en la pantorrilla para ver si de esa manera conseguía olvidarme del que sentía en el corazón.
—Creo que no me voy a sentar con vosotras en la segunda parte.
Acababa de terminar el descanso, y mi madre y Cornelia se dirigían de vuelta al salón de actos. Me había pasado los últimos quince minutos dando vueltas por el vestíbulo para intentar localizar a las chicas, antes de darme cuenta de que, con tanto trabajo, ni siquiera habrían salido de bastidores.
Aunque tampoco me hubiera servido de mucho encontrármelas por allí.
Cuando la gente te hace el vacío, la distancia física no es lo que te separa de ellos, precisamente.
Mi madre alargó la mano para apartarme el pelo de los ojos.
—¿Quieres sentarte con tus amigas, cariño?
—Sí.
Y era cierto. ¡Pues claro que quería sentarme con mis amigas! Lo que no tenía claro es que ellas quisieran sentarse conmigo…
Porque ya no eran mis amigas.
Como si supiera que mi respuesta ocultaba más de lo que parecía a simple vista, mamá me dio un achuchón.
—Nos vemos a la salida —dijo antes de desaparecer con mi hermana entre la multitud.
Pensé en salir del edificio, pero eso suponía volver antes de que terminase la obra o explicarle a la paranoica de mi madre por qué me había marchado a casa de noche y a pata en vez de esperar a que me llevasen en coche. Así que lo que hice fue atravesar el pasillo B y dirigirme al único lugar donde la soledad no me afectaba, por muy solo que estuviera: el aula de dibujo.
No soy de los que se asustan fácilmente, pero a medida que fui avanzando por el pasillo, deseé que el sitio adonde iba estuviera un poquito más cerca del salón de actos. El instituto estaba sumido en la oscuridad, y aunque hacía una noche clara, la luz de la luna apenas conseguía penetrar en el edificio. Cuando por fin abrí la puerta del aula de dibujo, sentía algo más que una pequeña inquietud. La luz de la bombilla roja iluminaba la estancia. Solo se encendía cuando alguien utilizaba el cuarto oscuro, pero como sabía que a esas horas no habría nadie allí, ni me molesté en dar al interruptor general. Sin pensármelo dos veces, me dejé caer en el viejo sofá, lleno de manchas de pinturas.
Y, cómo no, se me volvió a clavar el reloj de Amanda en la pierna.
Esta vez metí la mano en el bolsillo y lo saqué. Bajo aquella luz roja, su superficie metálica adquirió un brillo espeluznante. Y, como tantas otras veces, pasé el dedo sobre la inscripción.
I know you (x2) know me.
Me entraron ganas de estrellar el reloj contra la pared, de sumergirlo en disolvente de pintura, de rajarlo con el cúter, de golpearlo y de torturarlo hasta obligarle a revelar su significado.
a feria benéfica Santa Catalina, organizada para recaudar fondos para los niños necesitados, se celebraba en el parque municipal de Orion. No era L un evento que me atrajera especialmente, pero Amanda me estuvo comiendo tanto la cabeza que terminé cediendo.
―Venga, Hal, será divertido. ¿No te apetece divertirte un poco?
Estaba plantada en la puerta de mi casa, vestida con pantalones, cazadora y botas de cuero. Todo a juego. Ese vestuario, así como su tono de voz, no dejaban lugar a posibles discusiones.
―Las ferias no son divertidas ―repliqué―. Son deprimentes.
―No, lo deprimente es quedarse en casa en un día de otoño tan bonito como este.
Al final, fue mucho más sencillo coger la bici y seguirla hasta el parque que intentar convencerla de que no quería pasarme la tarde comiendo algodón de azúcar, golpeando monigotes con un martillo, lanzando pelotas para derribar pollo o cualquier de esas cosas que se hacen para ganar espantosos animales de peluche en una feria.
Para mi sorpresa, la cosa no resultó ser tan horrible como me esperaba. Había un millón de niños riendo y corriendo de un lado para otro, pintándose la cara y pasándoselo en grande, y la gente que organizaba los juegos era gente normal y corriente, no los monstruitos de feria que me había imaginado.
De hecho, cuando llegamos a un puesto en el que tenías que derribar patos para ganar un gigantesco oso de peluche, estaba empezando a divertirme y todo.
Me quedé mirando cómo Amanda empuñaba con firmeza la pistola de agua y deslizaba el dedo índice sobre el gatillo. Cerró un ojo para apuntar mejor y, por la intensidad de su mirada, me alegré de no ser uno de esos sonrientes patitos de plástico que flotaban ante nosotros.
―Quiero hablar contigo sobre tus dibujos ―dijo sin venir a cuento y sin girarse siquiera para mirarme.
De repente sentí que tenía mucho más en común con esos patos que de lo que pensaba.
―Mejor no ―respondí, intentando seguir con el buen rollo, y después metí la mano en la mochila para ofrecerle un puñado de palomitas de caramelo―.
¿Quieres?
―No estamos hablando de chucherías, Hal, sino de tu arte ―dijo, y apretó el gatillo.
¡Bam! Un pato menos.
―No, eres tú la que ha sacado el tema. Yo solo intento disfrutar de este precioso día de otoño ―inspiré profundamente y extendí los brazos―. ¿Notas el aire?
Amanda ignoró mi comentario meteorológico.
―Es hora de que le muestres al mundo lo que sabes hacer, Bennett ―añadió.
¡Bam! Otro pato menos.
Ver cómo Amanda derribaba aquellas indefensas aves de plástico mientras apretada las tuercas con mis dibujos, era más de lo que podía soportar. Me di la vuelta y me apoyé sobre el mostrador de la caseta, con la mirada perdida en la distancia.
―Bueno, respecto a eso. . Creo que preferiría que me descubrieran después de muerto. En plan «¡Mirad esto! Pensábamos que era un simple mecánico, pero resulta que fue uno de los mayores genios del siglo XXI».
¡Bam! El chasquido del plástico al chocar el suelo y el tintineo de la campana me permitieron saber lo que había ocurrido, aunque no lo hubiese visto.
―Hal, tus conocimientos de mecánica no darían ni para llenar medio folio. Y en lo que respecta a un descubrimiento póstumo, ¿sabes qué es lo que conseguirías cuando estés muerto?
―¿Ser famoso? ―comenté.
―Estar muerto ―me replicó.
Y para enfatizar sus palabras (como si hubiera alguna necesidad de hacerlo), acabó con otro inocente patito de plástico. ¡Bam!
―¿Este juego no termina nunca o qué? ―pregunté, exasperado―. ¿No has hecho ya la máxima puntuación posible?
―No cambies de tema, Hal ―dijo Amanda, que empezaba a parecer enfadada de verdad―. Ya es hora de que le enseñes a la gente lo que haces.
―¡Pues sí quiero cambiar de tema, Amanda! ―ella no era la única con derecho a cabrearse―. Y le enseñaré lo que hago a la gente cuando esté preparado.
Sin soltar la pistola, giró la cabeza para mirarme.
―¿Y cuándo será eso? ¿Nunca?
―No es asunto tuyo, pero si así fuera, ¿qué? Si quiero morir dejando un estudio lleno de lienzos y un armario abarrotado de bocetos que nadie ha visto jamás, es problema mío.
―¡No, Hal, no lo es!
¿Era mi imaginación, o Amanda estaba deseando apuntarme con la pistola de agua y empezar a dispararme con el mismo ahínco con el que había derribado esos patos?
―Cuando una persona tiene talento ―prosiguió―, debe mostrárselo al mundo.
Un gran poder conlleva una gran responsabilidad.
Nos quedamos mirándonos fijamente.
―¿Y qué sabes tú de lo que tengo que ofrecer al mundo?
―Venga, Hal, no me vengas con esas. Ya empiezas con el rollo de siempre.
―¡No es el mismo rollo de siempre! ―estaba tan enfadado que dejé caer la bolsa de palomitas al suelo―. ¡Mi arte es privado! Se lo mostraré al mundo cuando sienta que estoy preparado, y si eso supone no hacerlo nunca, pues así sea.
Amanda dejó a un lado la pistola y me clavó un dedo en el pecho. Con mucha fuerza.
―Demasiado tarde, Bennett. Ya le he enseñado tus bocetos al señor Harper. Va a inscribirte en el concurso nacional de arte escolar.
―¿Pero qué estás. .? ―me quedé mirándola, demasiado sorprendido como para terminar la frase.
Amanda retiró el dedo y prosiguió.
―Es hora de que empieces a formar parte del mundo, Hal. Es hora de dar un paso adelante. O estás dentro o estás fuera ―retrocedió unos pasos sin dejar de clavarme los ojos.
―Pero. .
―Y no me estoy refiriendo solo a tu arte ―sentenció.
Antes de que pudiera decir nada (¿y qué podría haber dicho? ¿Gracias? ¿Vete a la mierda?), se dio la vuelta y se encaminó hacia el lugar donde habíamos dejado las bicis.
Cuando me aclaré un poco las ideas y me dispuse a seguirla, hacía rato que había desaparecido.
—¡Sigo sin saber lo que querías decir! —grité con todas mis fuerzas, en medio de la desolada aula.
Y para mi sorpresa, una voz emergió de la oscuridad, respondiéndome.
—Pues claro, como que todavía no he dicho nada.