II

—Comprueba todo el edificio —le ordenó Mandino a Rogan—. Empieza por la azotea y continúa bajando. Yo me quedaré en la planta baja por si están por aquí. Cuando veas a Bronson y a Lewis, deja que Perini y Verrochio los encañonen y ven a buscarme.

—Entendido.

Rogan se dirigió hacia la desierta azotea y volvió a bajar, inspeccionando meticulosamente cada planta.

—Ni rastro de ellos, capo —le notificó, al volver a la planta baja—. ¿Es posible que se nos hayan escapado de alguna forma?

—No por la entrada principal —contestó Perini—. Hemos estado los dos vigilando atentamente y, estoy completamente seguro de que no han vuelto a salir.

—Hay un sótano con una biblioteca privada —les dijo Mandino, mientras comprobaba el folleto informativo del museo—. Deben de estar ahí abajo. Vamos.

Era ya casi la hora de cerrar cuando Mandino se dirigió a la entrada del sótano. Mientras se aproximaban, un guardia se les acercó, con la mano levantada para que se detuvieran.

—Cógelo, Perini —murmuró Mandino, cuando el hombre iba andando en dirección a ellos—, pero hazlo en silencio, luego cierra las puertas con llave. No quiero que nos interrumpa nadie.

Perini sacó su pistola y la presionó contra el estómago del guardia.

—Verrochio —dijo Mandino, dándose la vuelta—, coge a la recepcionista. Rogan, cierra la tienda.

Bajo la presión silenciosa de la Glock de Perini, el guardia se dirigió hacia las puertas principales y las cerró con llave. Verrochio condujo a la recepcionista hacia la tienda del museo, logrando con su pistola su silenciosa cooperación. Dos visitantes tardíos y la responsable de la tienda permanecían temblorosos en el extremo final del establecimiento, con los brazos levantados, mientras que Rogan los encañonaba a los tres. Perini sacó un puñado de tiras de alambre plástico y se las entregó a Verrochio, quien con gran pericia ató a las cinco personas, sentadas en el suelo, con las manos sujetas por detrás de la espalda y con los tobillos juntos.

—Apenas hay dinero en la caja —dijo la dependienta de la tienda, con voz temblorosa.

—No nos interesa la recaudación —le dijo Perini—. Mantente calladita, es decir, no intentes gritar para pedir ayuda, y no te haremos daño. Si alguien grita, disparo, y no me importa quién pueda salir perjudicado. ¿Entendido?

Los cinco asintieron de forma enérgica.

Josep Puente siempre se había sentido orgulloso de su fe. Era un católico apostólico romano, de nacimiento y por convicción. Iba a misa todos los domingos, pero lo que había leído en los dos dípticos y en el pergamino había cambiado su vida por completo y, en realidad, no sabía qué hacer al respecto. Era consciente de que los tres objetos, ya fueran elaboradas y convincentes falsificaciones o reliquias auténticas, eran probablemente los documentos antiguos más importantes que nadie hubiera visto jamás.

Cuando oyeron el sonido de pasos, ninguno de ellos prestó demasiada atención. Entonces apareció un hombre por la entrada, flanqueado por tres hombres más, cada uno de ellos con una pistola en la mano.

—Así que, Lewis, volvemos a encontrarnos —dijo Mandino, rompiendo el silencio con su voz—. Y, ¿dónde está Bronson?

Durante varios segundos, nadie pronunció ni una sola palabra. Ángela y Puente estaban sentados uno frente al otro en la mesa de la biblioteca, con el pergamino y el díptico delante de ellos.

Bronson estaba fuera de su vista, caminando entre las estanterías de la biblioteca. En el momento en que oyó la voz de Mandino, sacó la pistola Browning que había conservado desde el intento de robo en Italia, y se dirigió sigilosamente hacia el centro de la sala.

Se arriesgó a echar una mirada por detrás de una estantería independiente para comprobar dónde estaban exactamente los intrusos, y luego dio cuatro rápidas zancadas por la sala. Dos de los pistoleros lo vieron, pero antes de que pudieran reaccionar, había montado la Browning (el ruido metálico fue como un estrépito en medio del silencio sepulcral), agarrado la parte de atrás del cuello de la camisa de Mandino con la mano izquierda, y colocado el cañón de la pistola firmemente contra su cabeza. Bronson empujó al hombre hacia atrás, lejos de sus compañeros armados, sin que la pistola vacilara.

—Ha llegado el momento —dijo Bronson—, de averiguar qué demonios está pasando, comenzando por el motivo de su presencia, Mandino.

Notó cómo el tipo comenzaba a sentirse sorprendido.

—Sí, sé exactamente quién eres —dijo Bronson—. Dígale a sus hombres que bajen las armas, en caso contrario la familia de Roma de la Cosa Nostra va a tener que buscarse a un nuevo capofamiglia.

—¿El guardaespaldas, supongo? —la voz de Mandino era sorprendentemente calmada—. Bajad las armas —le dijo a sus hombres, luego giró ligeramente la cabeza en dirección a Bronson—. Le diré lo que sé, pero llevará un buen rato.

—No tengo ninguna prisa —dijo Bronson—. Ángela, ¿podrías traer aquí un par de sillas? Coloca una detrás de la otra, respaldo con respaldo.

Bronson empujó a Mandino hacía la silla de delante, y él tomó asiento en la de atrás, apoyando la boca de su Hi-Power en el respaldo de la silla, de forma que tocara el cuello de su cautivo. Rogan y los otros dos hombres se sentaron entre Mandino y la mesa en la que Ángela y Puente estaban sentados.

—Esta historia comenzó —dijo Mandino— en la Roma del siglo I, pero la participación del Vaticano empezó en el siglo VII. No tengo nada que ver con la Iglesia, pero mi organización (la Cosa Nostra) fue contratada para resolver el problema en su nombre. La mafia y el Vaticano son las organizaciones más antiguas de Italia, y hemos mantenido unas relaciones mutuamente ventajosas durante años.

—¿Por qué no me parecerá tan sorprendente? —murmuró Bronson.

—En el siglo I d. C., los romanos llevaban décadas luchando contra los judíos, y las continuas campañas militares estaban debilitando el Imperio. En lugar de iniciar una respuesta militar masiva, el emperador Nerón decidió crear una nueva legión, basada en uno de la docena de profetas que deambulaban por Oriente Próximo, y eligió a un ciudadano romano llamado Saúl de Tarso como su representante a sueldo. Juntos, decidieron que un profeta de menor relevancia y autoproclamado Mesías llamado Jesús, que había muerto en extrañas circunstancias en algún lugar de Europa hacía unos años, tras atraer a un reducido grupo de seguidores en Judea, resultaba ideal. Nerón y Saúl tramaron un plan que permitiría a Saúl apropiarse de la incipiente religión para su propio beneficio.

»Saúl obtendría en primer lugar una reputación como perseguidor de los cristianos, y los seguidores de Jesús ganarían popularidad, y luego sufriría una «revelación» espiritual que lo transformaría de perseguidor a apóstol, lo que le proporcionaría a Saúl una posición de poder y liderazgo, y luego dirigiría a los seguidores (por supuesto, en su mayoría judíos) a un período de cooperación pacífica con las fuerza romanas de la ocupación. Les diría «poned la otra mejilla», «rendíos ante el César», y cosas así.

»A fin de lograrlo relativamente rápido, Saúl tenía que «ensalzar» a Jesús mucho más de lo que hubiera merecido, dada su vida real, y decidió que la opción más clara era la de retratarlo como hijo de Dios. Tramó una serie de historias acerca de él, comenzando con su nacimiento de una virgen y acabando con su resurrección, y las proclamó como ciertas.

»Para que alguien le ayudara a extender la palabra, reclutó a un hombre llamado Simón Ben Jonás (un hombre débil y crédulo) que había conocido a Jesús personalmente, pero que simplemente lo consideraba un profeta más. Simón (quien con posterioridad sería más conocido con el nombre de san Pedro) también comenzó a trabajar para Nerón, pero hacia el final de su vida comenzó a creerse sus propias historias. Un tercer hombre (José, hijo de Matías, más conocido como Flavio Josefo) se uniría más tarde, pero que yo sepa era un verdadero creyente. Los tres hombres predicaban las historias de la versión de Saúl en un intento por reclutar a los judíos, quienes, debido a la doctrina de los «discípulos», se convertían en personas pacíficas, sin deseos de continuar luchando contra los romanos.

—¿Está intentando decirnos que Nerón fundó el cristianismo como una estratagema para acallar a los judíos? —susurró Ángela.

—Eso es exactamente lo que les estoy diciendo. En el siglo VII d. C., el papa Vitaliano encontró el borrador de un discurso que Nerón nunca pronunció en el Senado romano, en el que se explicaba en detalle cómo había comenzado exactamente el cristianismo, y que había sido una idea sugerida por el propio Nerón. El papa Vitaliano quedó consternado ante lo que había leído y comenzó lo que sería la búsqueda de toda una vida de algún otro documento que pudiera respaldar, o lo que resultaría aún mejor, repudiar esta afirmación tan horrenda.

—Y encontró algo —sugirió Bronson.

—Exactamente. En un paquete de textos antiguos no catalogado, encontró un pergamino que resultó ser una copia de los que se conoce dentro del Vaticano como la «Exomologesis». El nombre que Vitaliano dio a este documento era «Exomologesis de assectator mendax», que se traduce como «La confesión de los pecados de la disciplina falsa». Se trataba de la admisión de que las afirmaciones de Nerón eran ciertas, y estaba escrito por Saúl.

—Dios mío. Entonces, ¿qué hizo Vitaliano? —preguntó Ángela.

—Precisamente lo que la Iglesia lleva haciendo desde entonces: ocultó la prueba y preparó un documento (conocido actualmente como el Códice Vitaliano) en el que se explicaba lo que había descubierto, e incluía la copia de la Exomologesis. El códice incluía además más información acerca del borrador del discurso de Nerón: afirmaba que los cuerpos de Saúl y Simón Ben Jonás habían sido enterrados en un lugar secreto, después de que fueran ejecutados, un lugar al que Vitaliano denominaba la «Tumba del cristianismo». Ordenó que a cada papa nuevo, así como a un puñado de los dirigentes más importantes del Vaticano, les fuera mostrado el códice.

»Pero la Exomologesis que Vitaliano había encontrado se trataba obviamente de una copia, preparada específicamente para Nerón, e incluía una breve nota al respecto. El papa plagió los archivos del Vaticano, y todo documento al que tuvo acceso, pero no pudo encontrar ni rastro del pergamino original, por lo que se inició una búsqueda de la reliquia, que se ha mantenido hasta la fecha. Vitaliano dio órdenes además para que la Exomologesis fuera destruida en cuanto fuera hallada, por el bien eterno de la Iglesia.

»Desde el siglo VII, cada nuevo papa ha sido informado del secreto de la Exomologesis durante las primeras cuatro semanas de su papado, pero solo ha habido un caso en el que un papa se haya pronunciado al respecto, así de poderosa era. A principios de siglo XVI, León X, un Medici que ostentó el papado de 1513 a 1521, realizó una afirmación un tanto enigmática: «Desde tiempos inmemoriales es sabido cuán provechosa nos ha resultado esta fábula de Jesucristo». Esa frase ha estado sujeta a especulaciones durante los últimos quinientos años.

»El Códice Vitaliano se encuentra en la Penitenciaria Apostólica (el almacén de documentos más seguro de todo el Vaticano) en el interior de una caja fuerte, que se encuentra en una habitación cerrada con llave, que a su vez se encuentra en otra habitación, también cerrada con llave. El responsable oficial del documento es el prefecto del dicasterio de la Congregación para la Doctrina de la Fe, quien custodia la reliquia y, por lo general, solo un puñado de cardenales relevantes de esa Congregación, seleccionado meticulosamente, conoce su existencia.

—¿Qué creían que le había ocurrido al pergamino original? —preguntó Bronson.

—Los oficiales de responsabilidad del Vaticano creen que la Exomologesis y la piedra que Marcelo había tallado desaparecieron durante el caos que reinó tras la expulsión de Nerón de Roma, y pasaron a manos desconocidas, antes de ser adquiridas por los cátaros. Posteriormente, el pergamino y la piedra se convirtieron en los elementos más importantes del denominado «tesoro» cátaro, que había desaparecido como por arte de magia de Montségur en el año 1244, durante la Cruzada Albigense. Y desde ese momento hasta que una pareja de ingleses llamada Hampton comenzaron a restaurar una casa que compraron en Italia, tanto el pergamino como la piedra simplemente habían desaparecido.

Bronson respiró profundamente. Ese había sido el motivo por el que la mujer que amaba y su mejor amigo habían muerto. La historia parecía cierta y proporcionaba respuestas convincentes a todas las preguntas. Pero estaba claro que había un asunto que Mandino había pasado por alto.

—¿Cómo supo de la existencia de la tumba en las colinas?

—Había una posdata en la Exomologesis original, el pergamino que había sido escondido en el skyphos, en la que se afirmaba que dos dípticos (reliquias que demostraban lo que afirmaba la Exomologesis) y otro pergamino habían sido enterrados junto a dos cuerpos. Se afirmaba además que la ubicación de la tumba sería deducida a partir de la «piedra creada por Marcelo». Ese es el motivo por el que los cátaros guardaron la piedra con tanto celo, aunque no tenían ni idea de cómo descifrar el diagrama que aparecía en ella. Y lo único que tuve que hacer es seguirle el rastro, Bronson.

—Pero, ¿cómo sabe todo esto si no es un miembro del Vaticano? —preguntó Ángela.

—Fui informado en detalle acerca de la historia de la búsqueda por el último prefecto del dicasterio de la Congregación para la Doctrina de la Fe —respondió Mandino.

—Pero, ¿por qué revelaría un cardenal de la curia romana toda esta información a alguien ajeno al círculo interno del Vaticano? ¿Y en concreto a un miembro de la mafia?

—Simplemente porque necesitaban mi ayuda para encontrar la Exomologesis, y me negué a colaborar hasta saber exactamente cuál era la situación.

Se hizo el silencio en la biblioteca durante aproximadamente un minuto, mientras Ángela, Bronson y Puente digerían lo que acababan de oír.

—Seamos claros —dijo Bronson al fin—. Lo que estamos tratando aquí va mucho más allá de un mero asunto de reliquias perdidas. Esas tres reliquias que hay sobre aquella mesa pueden tirar por tierra los cimientos de la Iglesia Apostólica Romana. En caso de que sean auténticas, los cristianos de todo el mundo se despertarán un día para descubrir que su fe ha sido cruelmente traicionada por el Vaticano durante casi mil quinientos años. Incluso si se pudiera demostrar que se trata de falsificaciones, siempre quedaría la duda y teorías conspiratorias en torno a ellas, al igual que ocurre con la Sábana Santa, por lo que la cuestión es: ¿qué debemos hacer con ellas?

—Mis instrucciones están bastante claras —contestó Mandino—. Soy ateo, pero incluso yo soy capaz de ver el daño incalculable que podría sufrir la Iglesia católica y toda religión cristiana, si se filtrara información sobre su contenido. Por el bien de innumerables millones de creyentes de todo el mundo, estas reliquias son demasiado peligrosas como para permitir que sobrevivan. Deben ser destruidas.

Bronson miró alrededor de la habitación. Sorprendentemente, Puente asintió con la cabeza en señal de acuerdo, e incluso Ángela parecía no tenerlo muy claro.

De manera repentina, Perini recorrió la habitación y agarró a Ángela del brazo, haciéndole darse la vuelta, de forma que su cuerpo quedara entre él y Bronson y, con un ágil movimiento, sacó su Glock y le presionó con ella el cuello, imitando prácticamente la posición de Bronson por detrás de Mandino.

Puente dio unos pasos adelante y levantó los brazos para relajar la situación.

—Por favor, todo el mundo, por favor —dijo él—. No hay necesidad de derramamiento de sangre. Ningún pergamino ni díptico, independientemente de lo antiguo que sea o del texto que contenga, merece una sola vida humana. —Retrocedió en dirección a la mesa, cogió el pergamino y los dípticos y los sujetó por encima de su cabeza.

—Todos sabemos lo que estos documentos afirman, y el poder destructor de la información que contienen —continuó—. Sé que las circunstancias distan mucho de ser las normales, pero, por favor, ¿podríamos llevar a cabo una votación? ¿Qué debemos hacer con ellas? ¿Qué opinas, Ángela?

Perini la presionaba con la pistola.

—Deberíamos conservarlas. Ya sean documentos auténticos o falsificaciones encargadas por Nerón, son reliquias de una inmensa importancia —contestó, sin sonar del todo convencida.

Puente asintió con la cabeza.

—¿Qué opinas, Chris?

Bronson pensó en Jackie, tumbada muerta en el vestíbulo de piedra, en Mark, asesinado en su piso, y en Jeremy Goldman muriendo a causa de unas horribles heridas en alguna calle de Londres. Todos habían muerto para que se preservaran estas reliquias.

—Está claro —dijo él— que deberíamos conservarlas.

Puente dirigió su mirada a Mandino.

—Ya conocemos su opinión —dijo él, y se giró en dirección a Rogan—. ¿Qué opina?

—Que las destruyamos —dijo Rogan.

—¿Verrochio?

El hombre que se encontraba junto a él asintió con la cabeza.

—Quemémoslas.

—Tres votos a favor de destruirlas y dos a favor de conservarlas —dijo Puente—. Usted, señor —se giró en dirección a Perini, quien continuaba utilizando a Ángela como escudo humano—. ¿Cuál es su decisión?

—Destruirlas.

—Me temo —dijo Puente— que estamos de acuerdo por mayoría. Debemos pensar en el bien del mayor número de personas posible. —Miró alrededor de la sala—. Incluso a mí me entristece ver como se destruyen objetos de tal antigüedad e importancia, pero dadas las circunstancias, sinceramente, no veo otra opción. Señor Mandino, si estas reliquias dejan de existir, ¿se acabaría con el asunto?

—Sí. Mis instrucciones eran asegurarme de que eran destruidas.

—Y en caso de hacerlo, ¿qué nos ocurrirá a los que hemos visto las reliquias, y sabemos lo que contienen?

—Nada, le doy mi palabra. Sin los objetos, no hay prueba alguna de sus contenidos —dijo Mandino.

Puente asintió con la cabeza. A Bronson le parecía que se había hecho con el control de la situación.

Puente se acercó al escritorio y extrajo la tarjeta de memoria de la cámara que había utilizado.

—Todas las fotografías de esta tarjeta son de estos objetos —dijo él, y tras coger unas enormes tijeras, la cortó en cuatro pedazos—. Ahora voy a destruir las reliquias. Lo haré ahora mismo, con todos ustedes como testigos, les guste o no.

Puente señaló hacia la pared lateral que se encontraba junto a la puerta de entrada, y todos siguieron con la mirada su gesto.

—Esa caja roja controla los detectores de humo y la alarma de incendios —dijo él—. Antes de que pueda quemarlas, alguien tiene que desconectar el sistema, de no ser así, los aspersores comenzarán a funcionar.

—Yo lo haré —dijo Rogan, se dirigió a la caja y pulsó un par de interruptores.

—Los papiros arden muy bien —dijo Puente, con un tono de voz que mostraba su pesar—, así que no llevará mucho tiempo.

Colocó una plancha de acero cuadrada en su escritorio, luego cogió el pergamino, sacó un mechero y le prendió fuego a uno de los extremos. En cuestión de segundos, el papiro ardió como la yesca, y muy pronto, lo único que quedó fue un montón de cenizas. Puente abrió el primero de los dípticos y mantuvo la llama del mechero en contacto con la cera, hasta que comenzó a gotear y se fundió sobre el acero. La madera no prendió, así que cogió un pequeño martillo y, con unos cuantos golpes, quedó reducida a polvo y astillas. Luego repitió el proceso con el segundo díptico.

—Ya está —dijo él, con un intento poco entusiasta por sonreír—. El mundo de la religión organizada estará a salvo por toda la eternidad.

Durante un momento, nadie se movió, como si la atrocidad de las acciones de Puente los hubieran dejado de piedra y, de repente, Perini empujó a Ángela hacia un lado, levantó la pistola y le disparó a Rogan en el corazón. Luego movió el arma y efectuó un segundo disparo que le atravesó el pecho a Mandino.