En la cafetería que había en la calle, Verrochio dio un codazo a su compañero y señaló, mientras Gregori Mandino salía del coche en el lado norte del carrer de Valencia.
—Ya era hora —dijo Perini. Se levantó, arrojó un billete de diez euros encima de la mesa para cubrir los gastos de sus últimas bebidas, y salió de la cafetería.
—¿Y bien? —preguntó Mandino, cuando Perini se detuvo junto a él.
—Están los dos en el interior del museo —contestó Perini—. Han llegado hace aproximadamente tres cuartos de hora, y Bronson llevaba un maletín de cuero negro.
Los cuatro hombres cruzaron la calle y entraron en el museo.
—Entonces lo que tú y Ángela me estáis diciendo es que hemos encontrado la última tumba de san Pedro, y que uno de los esqueletos, el que fue crucificado, era el suyo. ¿No es así? —Puente negó con la cabeza, impotente ante la pregunta de Bronson.
—Soy católico —dijo Josep—, y siempre he aceptado las doctrinas de la Iglesia. Sé que se creó una confusión acerca de los huesos que fueron hallados en Roma, pero siempre he asumido que los restos del apóstol, en caso de que existan, se encontrarían en algún lugar de la ciudad. —Bajó la mirada para observar el díptico, y luego volvió a mirar a Bronson—. Pero ahora, ya no estoy tan seguro.
—Entonces, ¿es ese el secreto?, ¿la mentira? —preguntó Bronson—. ¿Eso quería decir el italiano? ¿Que los huesos de san Pedro no estaban enterrados en Roma?
—No —dijo Puente con decisión—. Ni la existencia ni la ubicación de los huesos afectaría a la Iglesia. Debía referirse a alguna otra cosa.
—¿Qué hay del segundo cuerpo? —preguntó Bronson—. No va a decirme que era el de san Pablo, ¿no?
—Al menos, cabe la posibilidad. Una vez más, se desconoce la fecha exacta en la que murió, pero casi con completa seguridad fue ejecutado bajo las órdenes de Nerón en el año 64 o 67 d. C.
—Pablo era un ciudadano romano —añadió Ángela—, por lo que no pudo haber sido crucificado. La decapitación sería el método elegido, lo que parece encajar con los cuerpos que hemos hallado.
—Pero, ¿por qué Nerón habría abonado esas cantidades a estos dos hombres? Y, ¿por qué los habría luego mandado asesinar?
—Ese —dijo Puente—, es el quid de la cuestión. Quizá el segundo díptico o el pergamino nos proporcionen las respuestas.
Con suma suavidad, cerró el primer díptico y lo colocó, junto al fragmento de linum, en el interior de una caja de cartón que había sobre la mesa. Cogió la segunda tablilla y repitió el proceso para abrirla, tomando de nuevo fotografías de cada fase.
—Bueno, esta es diferente —dijo él, cuando se abrió la reliquia sobre la mesa que tenía enfrente—. Parece ser una orden confidencial, emitida por el propio Nerón, en la que da instrucciones específicas a Saúl de Tarso, quien era conocido también como «el judío de Cilicia». Firmaba como SQVET, por lo que se supone que aceptaba su apodo.
Puente se reclinó en su asiento y se frotó la cara con las manos.
—Esto es increíble —masculló.
—Echa un vistazo al pergamino, Josep —sugirió Ángela en voz baja—. Eso es lo que más me asusta. —Puente colocó el díptico a un lado, cogió el pequeño pergamino y, con sumo cuidado, lo desenrolló. Colocó la lupa por encima del texto y comenzó a traducir los caracteres.
Cuando hubo terminado, levantó su mirada hacia Ángela, con el rostro tan pálido como el de ella.
—¿Cuál crees que es su significado? —preguntó.
—Solo he leído los primeros renglones, pero hace referencia a la «Tumba del cristianismo» que alberga los huesos del «Converso» y del «Pescador».
Puente asintió con la cabeza.
—Parece ser que este pergamino —dijo él— fue escrito por un romano llamado Marco Asinio Marcelo.
—Averiguamos que actuaba como representante de Nerón en alguna operación secreta —dijo Bronson.
—Exactamente —contestó Puente—. Por lo que he leído aquí, tengo la impresión de que actuó coaccionado por el emperador…
—Eso tiene sentido —interrumpió Bronson—. Creemos que Nerón evitó su ejecución, tras participar en una conspiración llevada a cabo para falsificar un testamento.
—Bueno, de acuerdo con el pergamino —dijo Puente, con un tono de voz tembloroso—, el autor afirma explícitamente que el cristianismo era una farsa, un mero culto iniciado por Nerón para lograr sus propios objetivos, basado en un puñado de mentiras, y que esos dos hombres, a los que conocemos como san Pedro y san Pablo, estaban a sueldo de los romanos.