La llegada al museo no resultó tarea fácil. Era la primera vez que Bronson visitaba la ciudad, y una vez que abandonaron las carreteras principales, se perdieron en el laberinto de calles de un solo sentido.
—Esta es —dijo Ángela por fin, levantando la mirada de su mapa para comprobar las indicaciones de la calle mientras Bronson giraba el Nissan en una esquina—. Esta es la calle carrer de Valencia.
—Por fin —masculló Bronson—. Ahora, solo nos queda encontrar un lugar donde poder aparcar el maldito vehículo…
Encontraron una plaza en uno de los aparcamientos de varias plantas situados junto al museo, y cruzaron la calle en dirección al pequeño edificio de color blanco y gris. A Bronson no le pareció un museo, ya que se había hecho una imagen mental con escalones de piedra y columnas de mármol, y en cambio, el edificio tenía la anchura de una casa, y de hecho era similar a una gran casa de la ciudad. Por encima de la puerta doble central había tres plantas con ventanas, que daban a balcones con rejas metálicas.
—No es muy grande, ¿no? —observó Bronson.
—No tiene que serlo, se trata de una pequeña unidad de especialistas, no de un lugar enorme como el museo Victoria y Albert, ni como el museo Imperial de la Guerra.
Una vez dentro, abonaron los seis euros de la entrada, Ángela se dirigió a la recepción y dedicó una sonrisa a la mujer de mediana edad que se encontraba en ella.
—¿Habla inglés? —preguntó ella.
—Por supuesto —contestó la recepcionista—. ¿En qué puedo ayudarles?
—Nos gustaría ver al profesor Puente. Mi nombre es Ángela Lewis y soy una antigua compañera suya. ¿Se encuentra el profesor en el edificio?
—Creo que sí. Esperen un momento. —Marcó un número y mantuvo una breve conversación en español a gran velocidad—. Se acuerda de usted —dijo ella con una sonrisa, tras colgar el auricular—. Está trabajando arriba, en la sala llamada «Dioses de Egipto», que está en la primera planta, por si desean subir ahora mismo.
—Gracias —dijo Ángela, y se dirigió hacia las escaleras.
En cuanto que llegaron a la primera planta del edificio, un hombre bajito de pelo oscuro corrió hacia ellos, con los brazos abiertos en señal de bienvenida.
—¡Ángela! —gritó, y la estrechó entre sus brazos—. ¡Has vuelto a mí, mi pequeña florecilla inglesa!
—Hola, Josep —dijo Ángela, sonriendo mientras intentaba soltarse de sus brazos.
Puente retrocedió y le ofreció la mano a Bronson, con unos movimientos tan ágiles como los de un pájaro—. Perdona —dijo él, sin apenas acento—, es que sigo echando de menos a Ángela. Me llamo Josep Puente.
—Chris Bronson.
—Ah. —Puente dio un paso hacia atrás, y les dirigió una mirada a los dos—. Pero pensaba que vosotros dos os habíais…
—Tienes razón —dijo Ángela, suspirando y dirigiendo su mirada hacia Bronson—. Estábamos casados, y luego nos divorciamos y, francamente, no sé cuál es ahora nuestra relación, pero necesitamos tu ayuda.
—Y, ¿es posible que tenga que ver con la bolsa negra que llevas, Chris? —preguntó Puente.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Bronson con expresión de perplejidad en su rostro.
—No es algo difícil de imaginar. La mayoría de la gente no lleva bolsas de viaje cuando visita un museo. Además, he observado que no te has desprendido de ella y que has tenido sumo cuidado para que no se golpeara con nada. Por lo que debe haber algo frágil en su interior, y probablemente de gran valor, sobre lo que queréis conocer mi opinión. Bueno, ¿qué me habéis traído para que vea?
El rostro de Ángela se turbó por un momento.
—No estoy segura. Tenemos que explicarte la secuencia de sucesos antes de mostrarte el contenido de la bolsa. ¿Podemos ir a tu despacho o a algún lugar privado?
—Mi despacho no ha aumentado de tamaño desde la última vez que estuviste aquí, querida. Tengo una idea mejor. Vayamos al sótano. En la biblioteca hay espacio suficiente.
Ángela recordaba que el sótano del Museu Egipci albergaba una biblioteca privada que fue creada por el fundador del museo, Jordi Clos, y se lo contó a Chris mientras recorrían las modernas salas públicas y sin tabiques en las que los pilares de sección cuadrada y las barandillas de acero inoxidable contrastaban con la belleza clásica y atemporal de los objetos de exposición con dos mil años de antigüedad.
Puente bajó las escaleras, atravesó las señales de «Prívat» y entró en la biblioteca.
—Vale —dijo él, cuando tomaron asiento—, contadme.
—Chris ha participado en esto desde el principio, por lo que probablemente resulte más adecuado que sea él quien te lo explique.
Bronson asintió, y comenzó desde el principio, contándole al español las misteriosas circunstancias de la muerte de Jackie Hampton en la casa situada a las afueras de Ponticelli; su viaje a Italia en compañía de Mark, lo que había ocurrido durante su estancia allí, y los sucesos que tuvieron lugar más tarde en Gran Bretaña.
—El quid de la cuestión —dijo él—, parece estar en las dos piedras inscritas. Hasta que los obreros de los Hampton no destaparon la inscripción en latín…
—«Hic vanidici latitant» —agregó Ángela.
—«Aquí yacen los mentirosos» —tradujo Puente de inmediato.
—Exactamente —prosiguió Bronson—. Hasta que los obreros no retiraron la escayola de la pared situada por encima de la chimenea, nadie estaba interesado en la casa ni en su contenido, pero en cuanto Jackie Hampton comenzó a buscar en Internet una traducción para la frase, bueno… ya sabes el resto. —Seguía resultándole muy incómodo recordar cómo habían muerto Jackie y Mark.
Explicó como Ángela había averiguado el significado de la segunda inscripción en occitano, y cómo habían recuperado el skyphos y el pergamino de debajo de los tablones del suelo.
—¿Y lo habéis traído para que les eche un vistazo? —preguntó Puente con entusiasmo.
Bronson negó con la cabeza y le contó como los italianos se habían hecho con el pergamino, que el jefe de los dos había afirmado que databa del siglo I d. C., y que contenía un secreto que la Iglesia deseaba mantener oculto.
—Entonces, si no tenéis el pergamino —preguntó Puente—, ¿qué es lo que tenéis?
—Todavía no lo sabemos con exactitud —dijo Bronson, y le contó a Puente que, tras analizar el skyphos, Ángela había observado que se trataba de una reproducción, y que imaginaba que el dibujo que aparecía a un lado del recipiente era algo más que una simple decoración abstracta. Después, le contó su descubrimiento de la antigua tumba, situada en la cima de las colinas cercanas a Piglio, y lo que había en su interior.
—¿Dos cuerpos? —interrumpió Puente.
—Sí —contestó Bronson—. Te puedo mostrar las fotografías que tomé en el interior de la tumba. Creo que uno de los cuerpos fue decapitado y el otro crucificado. Por encima de la entrada estaban talladas las letras «H V L», que suponemos que son las iniciales de «Hic vanidici latitant».
Puente se quedó por un momento sumido en sus pensamientos.
—¿Por qué estás tan seguro de la forma en que murieron? —le preguntó, finalmente.
—En el esqueleto de mayor tamaño, una de las vértebras del cuello estaba partida por la mitad y, como oficial de policía, sé que las vértebras son muy sólidas, y no se me ocurre ninguna otra circunstancia para que uno de estos huesos se partiera así después de la muerte. La decapitación es la única explicación que tiene sentido.
—¿Y el segundo cuerpo?
—Eso fue tarea fácil. Los huesos de los dos talones estaban atravesados por los restos de un clavo grueso, y había manchas de óxido en ambas muñecas.
Puente parecía perplejo.
—¿Estás seguro?
—Tengo las fotografías que lo demuestran —le recordó Bronson—, y podríamos volver a la cueva, siempre que los italianos no la hayan volado.
—¿Sigues teniendo los objetos que recuperaste de la cueva? —le preguntó Puente, con un claro temblor en la voz.
—Hay dos dípticos y un pergamino —dijo Ángela, mientras Bronson abría el bolso de cuero y comenzaba a deshacer el paquete que contenía las reliquias—. Los dípticos están sellados, pero he echado un vistazo al pergamino, y ese es el motivo por el que te los hemos traído. No puedo creerme lo que he leído.
Bronson colocó la última parte del montón sobre el escritorio y con sumo cuidado la desenvolvió, mientas Puente se ponía unos guantes blancos de algodón. En el momento en que las reliquias se hicieron visibles, suspiró bruscamente.
—Dios mío —masculló—, están en unas condiciones excelentes, es lo mejor conservado que he visto nunca.
Colocó una gran hoja de papel de dibujo sobre la mesa y fijó un par de luces de escritorio en ambos lados. Cogió uno de los dípticos y lo colocó con reverencia en medio del papel, luego se inclinó sobre él con una lupa iluminada.
—Pensé que podía tratarse del sello imperial de Nerón —sugirió Ángela, y Puente asintió con la cabeza.
—Estás completamente en lo cierto —dijo él—, es el sello imperial, lo que lo convierte en algo muy poco frecuente y de un extraordinario valor. —Levantó su mirada hacia Ángela—. ¿Tienes alguna idea de su contenido?
—No. Solo he mirado el pergamino.
—Muy bien. Parte del linum se ha desintegrado, por lo que podré retirar la hebra sin dañar el sello.
—Es bastante urgente, profesor —comentó Bronson.
—Debes tener en cuenta que un correcto análisis de reliquias como estas puede llevar meses o incluso años —dijo él—. Pero puedo realizar algunas comprobaciones visuales muy rápidas.
Abrió con llave una caja fuerte con control térmico de detrás de la mesa y extrajo tres cajas que contenían pergaminos y dípticos, y otras dos con solo fragmentos de papiros. Luego colocó el pergamino y el segundo díptico en el papel de dibujo, seleccionó cuatro dípticos y un par de pergaminos de las cajas y los colocó también sobre el papel.
—La paleografía comparativa es un ciencia muy meticulosa y compleja —dijo él—, pero una rápida comparación con estas reliquias existentes y fechadas puede servir de ayuda para indicar un período probable.
Cinco minutos más tarde, alzó la mirada.
—Este pergamino es muy antiguo, probablemente date del siglo I d. C., y los dípticos parecen ser de aproximadamente el mismo período. Lo sabré con mayor seguridad cuando los abra, y también podré informaros del contenido.
Se dirigió a un armario y volvió a la mesa con una cámara. Tomó varias fotografías del primer díptico, luego retiró con sumo cuidado la hebra que los cerraba, y colocó los pedazos junto al objeto. Luego, lentamente y con sumo cuidado, abrió el díptico y, antes de hacer ninguna otra cosa, lo fotografió.
Bronson se inclinó hacia delante para ver el díptico, pero sintió una enorme decepción. Las dos superficies cubiertas de cera parecían capas de pintura de color marrón barro, cubiertas de garabatos apenas visibles. Sin embargo, a Puente se le iluminó la cara, mientras analizaba el objeto con entusiasmo.
—¿De qué se trata? —preguntó Ángela.
El español alzó los ojos para mirarla, y luego reanudó el escrutinio del díptico.
—Como he dicho antes, puede que pasen años hasta poder estar seguros de su antigüedad y autenticidad, pero mi impresión es que se trata de una reliquia auténtica del siglo I. Parece un codex accepti et expensi. Así —prosiguió, dirigiendo su mirada hacia Bronson— era como los romanos llamaban a sus registros de pagos y gastos. Una especie de libro de recibos —añadió.
—¿Eso es todo? —preguntó Bronson, sintiendo una puñalada de decepción.
Puente negó con la cabeza, con los ojos brillantes por la emoción.
—Por lo general, un libro de recibos conlleva una lectura bastante aburrida —dijo él—, pero este es bastante diferente. Parece ser un listado de pagos, bastante sustanciosos por cierto, realizados por el propio emperador Nerón a dos hombres durante un período de varios años. No figura el nombre de los receptores, pero han firmado con sus iniciales junto a cada cantidad recibida. Las iniciales que han utilizado son «SBJ» y «SQVET». ¿Significan algo para vosotros?
Bronson negó con la cabeza, pero Ángela asintió, completamente pálida.
—Eso es lo que quería preguntarte. Creo que SBJ corresponde a Simón Ben Jonás y SQVET a Saúl quisnam venit ex Tarsus, o Saúl de Tarso.
—Quien es más conocido en la actualidad —comentó Puente— como san Pablo.
—Espera un momento —interrumpió Bronson—. Ese italiano nos dijo que el pergamino que habíamos encontrado en el skyphos había sido escrito por alguien que firmaba como SQVET ¿Estás diciendo que se trata de san Pablo?
—Creo… creo que sí —respondió Ángela, con el rostro completamente pálido.
—Entonces, ¿quién es Simón Ben Jonás?
—Bueno —dijo ella, casi a regañadientes—. Podría ser san Pedro. —Se dirigió a Puente—. ¿Es auténtico?
—Es difícil de decir con seguridad —contestó Puente. Bronson notó que le temblaban las manos—. Las tres reliquias podrían ser falsificaciones. Muy antiguas y muy buenas falsificaciones del siglo I, pero falsificaciones al fin y al cabo. Pero en caso de que sean auténticas, podían estar relacionadas con los cuerpos de las tumbas.
—¿De qué forma? —preguntó Bronson.
—Habéis encontrado dos cuerpos —afirmó Puente—, uno decapitado y el otro crucificado. La primera historia de la cristiandad es incompleta y, a menudo, contradictoria, y se conoce muy poco acerca del destino de algunos de los primeros santos. Sin embargo, se cree que san Pedro fue sacrificado como mártir en Roma por Nerón alrededor del año 63 d. C. La fecha no está del todo clara, pero se cree que su muerte fue causada por una crucifixión, aparentemente boca abajo, ya que no tenía la importancia suficiente como para ser crucificado en la misma postura que Jesús.
—Pero hasta yo sé que los huesos de san Pedro fueron encontrados en Roma —interrumpió Bronson.
Puente sonrió levemente.
—Lo que la gente cree a menudo dista mucho de la realidad, pero tienes razón. Los restos mortales de san Pedro fueron hallados en Roma, al menos en dos ocasiones.
»En 1950 el Vaticano anunció que habían sido hallados unos huesos en una cripta situada bajo el altar mayor de la Basílica de San Pedro, que identificaron como pertenecientes al santo. Pero posteriormente, algunos patólogos identificaron los restos como partes integrantes de los esqueletos de dos hombres diferentes, uno mucho más joven que el otro, como los huesos de una mujer, así como los de un cerdo, un pollo y un caballo.
»Es posible que penséis que, tras un fiasco tan vergonzoso, el Vaticano sería más cauto a la hora de realizar afirmaciones de este tipo, pero algunos años más tarde fue hallado otro grupo de huesos en más o menos la misma zona, que fueron también considerados por el Vaticano como los restos mortales del apóstol. Otra de sus tumbas fue hallada en Jerusalén.
»La cuestión es que nadie sabe mucho acerca de san Pedro, sobre todo porque solo aparece dentro de las páginas del Nuevo Testamento, y no existe ninguna escritura contemporánea que lo mencione. A pesar de esto, es considerado por la Santa y Apostólica Iglesia Romana como el primer papa. Era hijo de un hombre llamado Juan o Jonás, de ahí su nombre bíblico Simón Ben Jonás o Simón Bar Jonás, pero se le conocía también como Pedro, Simón, Simón Pedro, Simeón, Cefas, Kefa y, en ocasiones, como «el pescador» o el «pescador de hombres».
Puente miró a Ángela y a Chris fijamente.
—Nadie sabe si san Pedro vivió realmente y, en caso de que lo hiciera, nadie conoce el lugar en el que su cuerpo fue enterrado, o si sus restos se conservaron.
Extendió las manos.
—Y eso es lo que hay hasta la fecha.