I

Dos hombres, que solo portaban equipaje de mano, salieron de la Terminal B del aeropuerto de Barcelona y se colocaron en la cola de los taxis. Los nombres que aparecían en sus pasaportes italianos eran Verrochio y Perini, y sus apariencias eran prácticamente idénticas: eran altos y fornidos, llevaban trajes de chaqueta negros y gafas de sol con unos impenetrables cristales negros que ocultaban sus ojos. Cuando les llegó el turno, subieron a un taxi Mercedes negro y amarillo y, cuando el conductor salió de la fila, Perini le indicó una dirección a las afueras del oeste de la ciudad en fluido español, aunque con un fuerte acento italiano.

Cuando llegaron a su destino, Perini se inclinó hacia delante.

—Espere aquí —dijo— tardaré unos veinte minutos, luego tenemos que ir a Barcelona.

Verrochio permaneció en el coche y Perini salió del vehículo, recorrió una escasa distancia por la calle y entró en el vestíbulo de un bloque de apartamentos. Comprobó un pequeño pedazo de papel, en el que se encontraban escritos algunos números, y luego pulsó uno de los botones del interfono. Se encendieron unas luces, y miró fijamente a las lentes de una cámara. Un par de segundos más tarde, se oyó que se abría el cierre electrónico, abrió la puerta de un empujón y se introdujo en el interior del bloque.

Perini cogió el ascensor hasta la séptima planta, recorrió un pequeño pasillo y llamó a una puerta. Oyó ruidos en su interior, y se percató de que un ojo invisible lo observaba a través de la mirilla. La puerta se abrió, y se encontró cara a cara con un hombre corpulento, y de tez morena, que llevaba vaqueros y una camiseta.

—Me envía Tony —dijo Perini, en italiano, y el hombre lo invitó a entrar, y cerró la puerta con llave.

El hombre lo condujo a uno de los dormitorios y abrió un armario empotrado. Sacó dos maletines de cuero negro y los colocó sobre la cama.

—Le puedo ofrecer pistolas Walther o Glock —dijo él, y abrió los cierres de ambos maletines.

Perini se agachó para verlos. En uno de los maletines, había dos pistolas semiautomáticas Walther PPK de nueve milímetros, y en el otro un par de pistolas Glock 17 de igual calibre. Ambos maletines incluían además un cargador de repuesto para cada pistola, dos cajas de cincuenta balas de munición Parabellum, y un par de fundas para el hombro.

Perini analizó las cuatro pistolas, y las volvió a introducir en los maletines.

—Me quedo con las Glock —dijo él, finalmente.

—Ningún problema. Me han dicho que las necesitará durante un día, ¿no es así?

—Sí, un día, puede que dos —contestó Perini.

—¿Hay munición suficiente?

—Más que suficiente.

—Bien. Llámeme a este número de teléfono, cuando quiera devolverlas. —El hombre le entregó un pedazo de papel.

Perini se lo metió en la cartera, cerró con llave el maletín en el que se encontraban las Glock, le estrechó la mano al hombre, y abandonó el apartamento.

—Llévenos a la plaça Mossén Jacint Verdaguer —le dijo al conductor del taxi, mientras se reclinaba en su asiento.

El conductor asintió con la cabeza y, en escasos minutos, el vehículo se dirigía al centro de la ciudad por la Avinguda Diagonal, la carretera más importante, que dividía Barcelona en dos partes.

Cuando llegaron a la plaça, Perini pagó al taxista, incluyendo una modesta propina, y los dos hombres salieron del vehículo y esperaron en la acera hasta que el taxi se perdió entre el rápido y denso tráfico.

Verrochio sacó un mapa de Barcelona.

—Tenemos que llegar allí —dijo Verrochio, señalando un lugar en el mapa. Esperaron en el paso de peatones a que cambiara el semáforo, cruzaron la Diagonal y se dirigieron, en dirección sur, hacia el passeig de Sant Joan, antes de girar en el carrer de Valencia.

—Eso servirá —dijo Perini, cuando llegaron al cruce con el carrer de Pau Claris. Junto a la esquina de la calle, había una cafetería con terraza. Se detuvieron y tomaron asiento en un lugar que les permitiera ver con claridad la entrada del Museu Egipci, que estaba situado al otro lado de la carretera.

Cuando apareció el camarero, Verrochio practicó su catalán y pidió dos cafés amb llet y un surtido de pastas, y se prepararon para lo que probablemente iba a ser una larga espera.

Una vez servidos los cafés y las pastas, Perini asintió con la cabeza, dirigiéndose a su compañero.

—Ve tú primero.

Verrochio recorrió la cafetería en dirección a los aseos, llevando el maletín, y regresó transcurridos aproximadamente cinco minutos. Unos diez minutos más tarde, Perini hizo exactamente lo mismo. Nadie que estuviera cerca pudo notar que el maletín parecía más ligero una vez que Perini volvió a sentarse a la mesa, ya que estaba prácticamente vacío, y solo contenía cuarenta balas con munición de nueve milímetros. Las dos pistolas Glock y las recámaras de repuesto cargadas se encontraban en las fundas para el hombro que ambos hombres llevaban colgadas bajo sus ligeras chaquetas.

—Me imagino que sabes que esto puede ser una completa pérdida de tiempo —dijo Verrochio, con los ojos ocultos tras sus gafas de diseño—. Puede que ni siquiera aparezcan.

—Sí, pero por otro lado, pueden aparecer dentro de los próximos diez minutos, así que vigila con atención —contestó Perini.

Pero los efectos de una hora de vigilancia, sin ningún éxito, pronto empezaron a ser palpables en ambos.

—Voy a leer durante una hora mientras tú vigilas, y luego nos cambiaremos, ¿de acuerdo? —dijo Perini. Y pidamos algo de beber la próxima vez que se acerque el camarero.

—Me parece bien —contestó Verrochio, y desplazó su silla ligeramente para asegurarse de que tenía una vista despejada de la entrada del museo.