II

La pequeña caverna tenía una longitud de unos tres metros, una anchura aproximada de dos metros, y un techo abovedado de alrededor de un metro en el centro que se estrechaba hasta un poco más de la mitad en los lados. Bronson se agachó y miró a su alrededor, apuntando con la linterna a los muros de piedra toscamente labrados y al polvoriento suelo.

Quedó claro de inmediato que Ángela tenía razón: los «mentirosos» no eran libros ni documentos. A ambos lados de la cueva yacían dos esqueletos, los dos obviamente muy antiguos y tremendamente frágiles. Diminutos pedacitos de ropa tejida toscamente continuaban aferrados a algunos de los huesos. El cráneo de uno de los esqueletos se encontraba a aproximadamente medio metro de las vértebras del cuello.

—¿Qué pasa? —dijo Ángela.

—Espera —dijo Bronson, incapaz de hablar por unos segundos. Se sentía abrumado por la increíble sensación de antigüedad, del paso del tiempo. Salió y tocó las marcas de cincel situadas en las paredes de piedra. Estaban tan nítidas y claras como si se hubieran tallado el día anterior, aunque sabía que el mampostero debía de llevar muerto dos mil años.

Olisqueó el aire. Ligeramente parecido al de una iglesia o una catedral, la cueva tenía un olor a humedad, cubierto por un ligero toque de olor a setas. Setas realmente antiguas.

Y entonces bajó la mirada hacia los dos patéticos montones de huesos, sintiendo que se le ponían de punta los pelos de la nuca.

—Aquí dentro hay dos esqueletos —dijo, mientras observaba detenidamente el cráneo separado del cuello—. Son solo polvo y huesos, y realmente antiguos. Pero no creo que ninguno de los dos muriera de vejez.

—¿Quieres decir que fueron asesinados? ¿Cómo lo sabes?

—Espera mientras tomo algunas fotografías. No me atrevo a tocarlos, es probable que se desmenucen y se queden en nada.

Bronson colocó la linterna en una roca para que su luz iluminara el prolongado eje de la cueva y empezó a realizar fotografías del interior de la cavidad. Comenzó con una vista panorámica de la estructura completa, fotografiando el suelo, el techo, las paredes y la entrada, antes de ocuparse de los restos de los cuerpos. Tomó varias de cada uno, primero del esqueleto completo y luego numerosos primeros planos, concentrándose en el cráneo y en los huesos del cuello, y en particular en una vértebra claramente rota del primer esqueleto. Con el segundo, tomó varias fotografías de los huesos de la muñeca y del tobillo, donde aún sé podían ver los restos de clavos oxidados.

Bronson temblaba, pero no de frío. Miró alrededor de la tumba (una tumba tan antigua como el tiempo mismo) casi con temor, luego volvió a bajar la mirada hacia los huesos, huesos que habían yacido allí intactos durante dos milenios. Los huesos de dos hombres. Uno decapitado, y el otro, crucificado.