Poco después, esa misma tarde, los rayos de la puesta de sol bañaban los tejados irregulares y los antiguos muros del centro histórico de la ciudad de Roma de un brillo dorado. Los peatones iban y venían por las amplias aceras, y un continuo flujo de vehículos pitaban y se disputaban el camino que bordeaba la Piazza di Santa María alie Fornaci. Sin embargo, el cardenal Joseph Vertutti no vio nada de esto.
Tomó asiento junto a Mandino en la misma cafetería en la que se habían encontrado por primera vez. Dado que la operación había finalizado con éxito, pensó que sería más agradable llevar a cabo su último encuentro en el mismo lugar en el que habían quedado la primera vez, sin embargo, esta vez Mandino había insistido en que se reuniesen en una pequeña estancia que se encontraba al fondo de la cafetería.
—¿La tiene? —preguntó Vertutti, con un tono de voz alto, que reflejaba su emoción. Las manos le temblaban ligeramente, y Mandino se dio cuenta.
—Todo a su debido tiempo, cardenal, todo a su debido tiempo. —Un camarero llamó a la puerta y entró con dos tazas de café, las colocó suavemente sobre la mesa, y se retiró, cerrando la puerta—. Antes de que le entregue nada, existe un pequeño asunto administrativo del que debemos ocuparnos. ¿Ha realizado la transferencia del dinero?
—Sí —dijo Vertutti con brusquedad—. He enviado cien mil euros a la cuenta que especificó.
—Puede que crea que su palabra es prueba suficiente, eminencia, pero sé de primera mano que el Vaticano puede ser tan hipócrita como cualquiera. Si no me entrega un justificante de la transferencia, esta conversación habrá concluido.
Vertutti se sacó la cartera del bolsillo de la chaqueta, la abrió y extrajo un recibo de papel, que le pasó por encima de la mesa.
Mandino lo miró, y se lo guardó en su propia cartera. El importe era el correcto y en el apartado de «referencia». Vertutti había escrito «Compra de artefactos religiosos», lo que correspondía a una descripción muy exacta de la transacción.
—Excelente —dijo Mandino—. Ahora le complacerá oír que hemos logrado recuperar la reliquia. Observé como Bronson (el amigo de Mark Hampton) recuperaba el pergamino, y lo interceptamos de inmediato. Ni Bronson ni su esposa, quien se encontraba presente también en la casa, tienen un conocimiento significativo acerca del contenido de la Exomologesis, por lo que no ha sido necesario eliminarlos.
Mandino no le contó nada a Vertutti de lo que les había contado acerca del pergamino, ni del hecho vergonzoso de que el inglés lo había hecho escapar corriendo para salvar su vida, y que le había disparado a uno de sus guardaespaldas.
—Muy generoso por su parte —dijo Vertutti en tono irónico—. ¿Dónde se encuentran ahora?
—Probablemente se dirijan de vuelta a Gran Bretaña. Ahora que hemos recuperado la reliquia, ya no les queda nada por hacer aquí.
Una vez más, Mandino había disfrazado ligeramente la verdad. Había dado órdenes a Antonio Carlotti para que avisara a uno de sus contactos en los Carabinieri de que Bronson (un hombre que la Policía Metropolitana buscaba para un interrogatorio relacionado con un asesinato en Gran Bretaña) campaba a sus anchas por Italia. También había proporcionado información detallada sobre la Renault Espace que había visto aparcada en el exterior de la casa, y estaba completamente convencido de que les darían caza mucho antes de que pudieran llegar a la frontera italiana.
—Entonces, ¿dónde está la reliquia? —preguntó Vertutti con impaciencia.
Mandino abrió su maletín, sacó un recipiente de plástico lleno de una sustancia blanca y esponjosa, y se lo pasó por encima de la mesa.
Vertutti retiró con sumo cuidado las distintas capas de algodón y encontró el pequeño pergamino. Con los dedos temblorosos, cogió el antiguo papiro, lo levantó (la expresión de su rostro reflejaba que conocía su antigüedad y su terrible poder destructor) y, con sumo cuidado, lo desenrolló encima de la mesa que tenía delante. Asintió con la cabeza con enorme seriedad, casi de manera reverencial, cuando leyó el breve fragmento de texto.
—Aunque aún no estuviera seguro de quién lo escribió —dijo él—, la forma en que está escrito es un indicador de la identidad del autor.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Mandino.
—La escritura es llamativa y las letras de gran tamaño —dijo Vertutti—. No era sabido por muchos, pero el hombre que escribió esto padecía una enfermedad denominada ophthalmia neonatorum, la cual era bastante común por aquella época. La dolencia provocaba una pérdida paulatina de la vista y una debilidad en los ojos muy dolorosa, que, en su caso, lo dejó prácticamente ciego. Escribir le resultaba muy difícil, y es probable que por lo general le ayudara un amanuense, un escriba profesional. Sin embargo, era evidente que en Judea no se disponía de ninguno, lugar en el que fue obligado a escribir el documento.
Vertutti continuó analizando la reliquia durante un momento, luego levantó la mirada.
—Sé que hemos tenido diferentes puntos de vista, Mandino —dijo él, con una especie de sonrisa tensa—, pero a pesar de sus opiniones acerca de la Iglesia y del Vaticano, me gustaría darle las gracias por recuperar esto. El santo padre se sentirá especialmente complacido de que hayamos logrado hacerlo.
Mandino inclinó la cabeza en señal de agradecimiento, y preguntó:
—¿Qué harán ahora? ¿Destruirla?
Vertutti negó con la cabeza.
—Espero que no —dijo él—. Creo que se debería guardar en secreto en la Penitenciaria Apostólica junto con el Códice Vitaliano. Destruir un objeto de tal antigüedad e importancia no es una posibilidad que el Vaticano deba contemplar, independientemente de su contexto.
Vertutti desenrolló los últimos centímetros del pergamino, y se inclinó hacia delante para analizar algo que aparecía al final del documento, debajo de la firma «SQVET».
—¿Ha visto esto? —preguntó, con cierto nerviosismo en el tono de su voz.
—No —respondió Mandino—. Solo he comprobado el principio, simplemente para asegurarme de que se trataba del documento correcto.
—Ah, es el documento correcto, sí. Pero esto, esto lo cambia todo —dijo Vertutti, señalando el final del pergamino.
Mandino observó el documento detenidamente. En él, había unos pocos renglones escritos con una letra diferente y de menor tamaño justo por encima del sello imperial de Nerón.
Vertutti tradujo el latín en voz alta, y luego dirigió su mirada a Mandino.
—Ya sabe lo que tiene que hacer —dijo él.