IV

Gregori Mandino había vuelto a Roma en cuanto estuvo claro que su presa no volvería a la casa. Había logrado localizar la dirección de la vivienda de Mark Hampton y de su lugar de trabajo en la ciudad de Londres. El segundo hombre estaba resultando ser más escurridizo: un inglés que hablaba un perfecto italiano y que se había presentado ante las personas del funeral con el nombre de Chris Bronson.

Pero había numerosas formas de seguirle el rastro a una persona, y Mandino sabía que los dos ingleses habían volado a Roma desde Gran Bretaña: la Cosa Nostra tenía enormes conexiones y contactos con todos los niveles de burocracia italiana. Así que marcó un número y dio unas determinadas órdenes.

Transcurridas solo tres horas, Antonio Carlotti lo llamó con el resultado.

—Mandino.

—Hemos descubierto algo, capo —dijo Carlotti—. Nuestro contacto en el control de pasaportes de Roma ha identificado al hombre como Christopher James Bronson, y dispongo de su dirección en Tunbridge Wells.

Mandino cogió lápiz y papel mientras Carlotti le dictaba la dirección y el número de teléfono de Bronson.

—¿Dónde está ese Tunbridge Wells? —preguntó Mandino.

—En Kent, a unos cincuenta kilómetros al sur de Londres. Y hay algo más. La razón por la que su consulta ha llevado tanto tiempo ha sido que mi hombre ha tenido que explicar las razones de su solicitud a las autoridades británicas. Por lo general, el control de los pasaportes es una mera formalidad, pero en este caso se negaron a proporcionar información hasta que les dijera por qué deseaba saberlo.

—¿Qué les ha dicho?

—Les ha dicho que puede que Bronson haya sido testigo de un accidente de carretera en Roma, y eso parece haberles bastado.

—¿Pero por qué se negaban a dar información? —dijo Mandino, formulando la pregunta evidente.

—Porque este hombre, Bronson, es un oficial de policía en activo —explicó Carlotti—. De hecho, es oficial de policía de la comisaría de Tunbridge Wells y, al igual que los Carabinieri, los policías británicos se protegen entre ellos.

Durante un momento, Mandino no respondió. Era un descubrimiento inesperado, y no estaba seguro si eran buenas o malas noticias.

—¿Qué hay de su familia? —preguntó por fin Mandino.

—Sus padres están los dos muertos, no tiene hijos, y se acaba de divorciar. Su ex mujer se llama Ángela Lewis y trabaja en el museo Británico de Londres.

—¿En qué? ¿De secretaria o algo así?

—No. Es conservadora de objetos de cerámica.

Y eso sin duda eran malas noticias, pensó Mandino. En realidad no tenía ni idea de qué era un conservador de objetos de cerámica, pero el simple hecho de que la señora Lewis trabajara en uno de los museos más populares del mundo significaba que tendría acceso inmediato a expertos de una gran variedad de disciplinas.

En ese momento supo Mandino que el tiempo se agotaba. Tenía que llegar a Londres lo más rápido posible para tener alguna posibilidad de recuperar el control de la situación. Pero antes de colgar, apuntó también la dirección y el número de teléfono de Ángela Lewis. Además, dio instrucciones para que se hicieran algunos cambios en el sistema de control de Internet y se añadieran algunos criterios muy específicos para las búsquedas que los revisores de sintaxis deberían analizar.

El sistema de control que estaba instalando era muy completo y costoso, pero como el Vaticano corría con los gastos, el coste no le preocupaba. Estaba basado en un producto llamado NIS, o Naruslnsight Intercept Suite, que los hombres de Mandino habían modificado para que pudiera ser instalado en servidores remotos y funcionara como el virus de un ordenador o, para ser más exactos, como un troyano. Una vez instalado, el software del sistema NIS se podría programar para que controlara redes completas a fin de detectar cadenas de búsqueda específicas en Internet o incluso mensajes electrónicos privados.

Siempre que Bronson accediera a Internet, e independientemente de lo que buscara, Mandino estaba seguro de que se enteraría.