—¿Qué sabe de códigos en clave, cardenal? —preguntó Mandino.
Los dos hombres estaban sentados en la abarrotada terraza de una cafetería de la Piazza del Popolo, justo al este del Ponte Regina Margherita, entre el bullicio de la gente que pasaba por la calle. Bajo ningún concepto habría permitido Vertutti al hombre la entrada en el Vaticano: ya tenía bastante con tener que tratar con él. Esta vez Mandino acudía junto a tres hombres más. Dos eran guardaespaldas, y el tercero era un hombre delgado, con gafas y con pinta de académico.
—Prácticamente nada —confesó Vertutti.
—Yo tampoco, motivo por el que le he pedido a mi colega (lo puede llamar Pierro) que se una a nosotros. —Mandino hizo un gesto al tercer hombre que estaba sentado en la mesa—. Lleva participando en el proyecto como asesor alrededor de tres años. Está completamente al tanto de lo que estamos buscando y puede confiar en su discreción.
—Así que, ¿esta es otra persona que conoce la existencia del códice? —preguntó Vertutti con enfado—. ¿Se lo cuenta a todo el mundo, Mandino? ¿Por qué no publica toda la información disponible en los periódicos?
Pierro parecía incómodo con el arranque de ira de Vertutti, pero Mandino parecía estar tranquilo.
—Solo se lo he contado a las personas que tienen que saberlo —explicó—. Para que Pierro analice los fragmentos escritos en lenguas muertas que estamos traduciendo, necesita saber qué buscamos y por qué. Entiende griego, latín, arameo y copto, y es además una especie de experto en las técnicas de cifrado de los siglos I y II. He tenido mucha suerte de encontrarlo.
La mirada que Pierro le dirigió a Mandino de inmediato le insinuó a Vertutti la posibilidad de que la «suerte» hubiera sido solo para una de las partes, e imaginó que Mandino habría hecho uso de amenazas y de cierta presión para lograr que el académico trabajara con él.
—Es evidente que está familiarizado con la frase en latín que hemos encontrado, cardenal —dijo Pierro, mientras Vertutti asentía con la cabeza.
»Bien. Sabemos que los primeros códigos en clave eran básicos y sencillos. Hasta aproximadamente el siglo V, el analfabetismo era la norma para la mayoría de la población, y no solo en Europa, sino por toda la región mediterránea. La habilidad para leer y escribir, en cualquier idioma, estaba casi completamente limitada a las comunidades religiosas y a los escribas en activo. Además merece la pena recordar que muchos de estos monjes eran básicamente copistas, que reproducían manuscritos y libros para que fueran utilizados dentro de sus propias comunidades. No necesitaban entender lo que estaban duplicando: la habilidad de la que disponían era la de realizar copias exactas de los documentos que servían de fuente. Por el contrario, los escribas, o amanuenses, sí que tenían que entender lo que escribían, ya que producían documentos legales, tomando dictados y cosas por el estilo.
»Debido a un analfabetismo tan extendido, rara vez había necesidad de cifrar la información, sencillamente porque solo un escaso número de personas eran capaces de leer cualquier fragmento escrito. Sin embargo, en el siglo I los romanos comenzaron a utilizar un sencillo código para algunos de los mensajes más importantes, en especial aquellos relacionados con temas militares. Los códigos eran, según los estándares modernos, de una sencillez pueril: el texto oculto se formaba a partir de las iniciales de las palabras que el mensaje contenía. Con objeto de un mayor refinamiento, en ocasiones el mensaje oculto era escrito hacia atrás. El problema con este tipo de cifrado era que el texto no codificado era casi siempre rebuscado, simplemente para contener el texto secreto, por lo que solía ser evidente que había un mensaje oculto, lo que más bien hacía fracasar el objetivo del ejercicio.
»Otro código en clave bastante común se conocía como «Atbash», un sencillo cifrado de sustitución originariamente utilizado en el alfabeto hebreo. La primera letra del alfabeto era sustituida por la última, y así sucesivamente.
—¿Está insinuando que «Hic vanidici latitant» contiene un código en clave? —preguntó Vertutti.
Pierro negó con la cabeza.
—No, no lo estoy haciendo. De hecho, estoy bastante convencido de que no lo contiene. Podemos excluir un cifrado en Atbash de inmediato, porque cualquier palabra codificada en Atbash siempre tiene como resultado un galimatías, y la frase en latín es demasiado breve como para que un código de texto simple funcione. Como medida de precaución, he ejecutado varios programas de análisis con las palabras en latín, pero no he logrado ningún resultado. Estoy seguro de que no existe ningún texto oculto.
—Entonces, ¿qué hago yo aquí? —preguntó Vertutti—. Si no hay nada nuevo que saber acerca de la inscripción, estoy perdiendo el tiempo. Y usted, Mandino, podría haberme contado todo esto por teléfono. Tiene mis números, ¿no?
Mandino le hizo un gesto a Pierro para que continuara.
—No he dicho que no haya nada más que saber acerca de esta frase —dijo el estudioso—. Lo único que he dicho es que no hay ningún mensaje oculto en las palabras, que no es lo mismo en absoluto.
—Entonces, ¿qué ha averiguado? —preguntó Vertutti con brusquedad.
—Paciencia, cardenal —dijo Mandino—. Esa piedra lleva esperando a que alguien descifre su inscripción aproximadamente dos mil años. Estoy seguro de que podrá esperar unos minutos más para oír lo que Pierro tiene que contarle.
El desgarbado académico miró con aire de inseguridad a los dos hombres, y volvió a dirigirse a Vertutti.
—El análisis de la frase en latín solo ha confirmado el significado literal de las palabras. «Hic vanidici latitant» significa «Aquí yacen los mentirosos», y la explicación más plausible para la inscripción es que la piedra se encontrara originariamente en dos lugares. La primera ubicación posible es evidente: fue colocada en el interior o en las cercanías de una tumba o cámara mortuoria que contenía los restos de al menos dos cuerpos. Si solo hubiera habido un solo cuerpo, la frase en latín debería decir «Hic Vanidicus Latitant».
—Leo y entiendo el latín, signor Pierro —murmuró Vertutti—. Es la lengua oficial del Vaticano.
Pierro se sonrojó ligeramente.
—Lo único que intento es mostrarle la lógica que he seguido, cardenal. Por favor, escúcheme.
Vertutti movió la mano con gesto de enfado, pero se reclinó y esperó a que Pierro continuara.
—He rechazado esa explicación por dos motivos muy simples. En primer lugar, si esa piedra hubiera estado en el interior de una tumba o cercana a esta, sería muy posible que la persona que la hubiera encontrado hubiese hallado también los cuerpos. Y podemos estar razonablemente seguros de que eso no ha ocurrido, porque habría con seguridad un registro del descubrimiento. Incluso en la Edad Media, la importancia de ese enterramiento habría sido bastante obvia.
—¿Y el segundo motivo?
—La piedra en sí. Sencillamente no tiene ni el tamaño ni la forma de un marcador de tumbas.
—Entonces, ¿cuál es la otra ubicación posible? ¿Dónde estaba? —preguntó Vertutti.
Pierro esbozó una ligera sonrisa antes de contestar.
—No tengo ni idea. Podría ser cualquier lugar de Italia, o incluso de otro país.
—¿Qué?
—Cuando he dicho que existen dos ubicaciones posibles para la piedra, a lo que me refería es que si la piedra no fuera un marcador de tumbas, lo que creo que ha quedado demostrado, solo podría ser una cosa.
—¿Y esa cosa es…?
—Un mapa. O, para ser más exactos, medio mapa.