III

María Palomo había vivido en el área de Monti Sabini durante toda su vida, y con 27 años, seguía trabajando cincuenta horas a la semana. Era limpiadora, aunque no fuese un trabajo que le gustara ni fuera todo lo buena que debiera. Pero era honrada (sus clientes podían dejar un montón de billetes en un escritorio con la seguridad de que todos seguirían allí cuando María hubiera terminado) y responsable, en el sentido de que casi siempre solía acudir, si así lo había dicho. Y si un rincón escondido quedaba sin barrer y el horno no se limpiaba más de una vez al año, al menos las ventanas brillaban y las moquetas estaban limpias.

María, en resumen, era mejor que nada, y en su voluminoso bolso llevaba las llaves de alrededor de treinta propiedades de la zona de Ponticelli y Scandriglia. En algunas de las casas limpiaba, en otras simplemente vigilaba mientras los dueños estaban fuera, y en unas pocas regaba las plantas, clasificaba el correo y comprobaba que las luces y los grifos funcionaran correctamente y que los sumideros no se inundaran.

Villa Rosa era una de las casas en las que limpiaba, aunque María no estaba segura de cuánto le duraría el trabajo. Le tenía mucho cariño a la joven mujer inglesa, quien aprovechaba las visitas de María para perfeccionar su italiano, pero su dienta había expresado cierto descontento últimamente. Durante sus dos últimas visitas, en particular, le había mostrado varios lugares en los que la limpieza podía haberse mejorado, a lo que María había respondido, como siempre, con una sonrisa y un encogimiento de hombros. No era fácil, explicó, mantenerlo todo limpio cuando la casa estaba llena de albañiles y de sus herramientas y equipamiento. Por no hablar del polvo, por supuesto.

Era obvio que no había complacido a la señora Hampton, quien le rogó que intentara esmerarse un poco, pero María había llegado a un punto en el que no se preocupaba demasiado por lo que la gente le exigía llevar a cabo. Iría a la casa cada semana, haría lo mínimo posible y vería qué pasaba. Si la mujer inglesa la despedía, ya encontraría trabajo en otro sitio. En realidad, no le suponía ningún problema.

Esa mañana, poco después de las nueve, María emprendió su camino en dirección a Villa Rosa en la antigua Vespa que utilizaba para moverse por la zona desde hacía quince años. La escúter no era suya, pero se la habían prestado hacía tanto tiempo que apenas recordaba a quién pertenecía, confusión que se extendía a la documentación de la Vespa, que no tenía licencia y hacía algunos años que no pasaba una inspección técnica, pero eso no le importaba a María, quien nunca se había preocupado de sacarse el carné de conducir. Cuando la conducía, simplemente intentaba evitar a la Polizia Municipale y a los Carabinieri, que aparecían con menor frecuencia.

Detuvo la escúter enfrente de la casa y le puso el caballete. El casco (en este punto cumplía con la ley) lo dejó sobre el asiento, y se dirigió dando zancadas a la puerta principal. María sabía que Jackie estaba en casa, así que dejó las llaves en el bolso y llamó al timbre.

Transcurridos dos minutos, volvió a llamar, de nuevo sin recibir respuesta, algo que la desconcertó, así que se dirigió hacia el garaje doble situado a un lado de la casa y miró detenidamente por detrás de la puerta que estaba parcialmente abierta. El coche de los Hampton (un turismo Alfa Romeo) estaba allí, como había supuesto. La casa estaba demasiado lejos de Ponticelli para que sus jefes pudieran llegar hasta allí a pie y, de todas formas, sabía que a Jackie no le gustaba demasiado caminar. Así que, ¿dónde está? Quizá en el jardín, pensó, y dio la vuelta a la casa en dirección al jardín trasero, salpicado de arbustos y media docena de arriates, que se alzaban con delicadeza desde el antiguo edificio. Pero el jardín trasero estaba desierto.

María se encogió de hombros y volvió a la puerta principal de la casa, rebuscando en el bolso el manojo de llaves. Por fin, encontró la llave Yale, la deslizó en la cerradura y la giró, volviendo a llamar al timbre mientras lo hacía.

—¿Signora Hampton? —dijo, mientras la puerta se abría del todo —. Signora

Se quedó sin habla al ver la figura despatarrada que yacía inmóvil sobre el suelo de piedra, junto a un charco de sangre que rodeaba la cabeza de la mujer con un halo rojo oscuro.

María Palomo ya había enterrado a dos maridos y a cinco familiares, pero había un abismo entre ver una figura envuelta en una sábana en el interior de una capilla mortuoria y lo que estaba viendo en ese momento. Dio un grito, se dio la vuelta y salió corriendo de la casa hacia el camino de gravilla.

Más tarde se detuvo y se giró para volver a mirar al edificio. La puerta estaba completamente abierta y, a pesar del brillo de los primeros rayos de sol de la mañana, aún podía ver la figura en el suelo. Durante unos segundos se quedó inmóvil, intentando decidir lo que debía hacer.

Estaba claro que tenía que llamar a la policía, pero también sabía que una vez que la polizia se viera involucrada, la vida de todos iba a ser mirada con lupa. María se dirigió hacia la vespa, se puso el casco, arrancó y bajó el camino con la escúter. Cuando llegó a la carretera, giró a la derecha. A unos ochocientos metros de distancia había una casa que pertenecía a uno de sus numerosos familiares, un lugar seguro en el que podía dejar la Vespa y desde el que la podrían llevar en coche de vuelta a la casa de los Hampton.

Veinte minutos más tarde, María salió del asiento del copiloto del viejo Lancia de su sobrino y ambos se dirigieron a la puerta principal, que continuaba abierta. Entraron al vestíbulo y miraron el cuerpo. Su sobrino se agachó y palpó una de las muñecas de Jackie, luego se persignó y retrocedió un par de pasos. María ya lo había imaginado, así que apenas reaccionó.

—Ahora puedo llamar a la polizia —dijo. Descolgó el teléfono situado sobre la mesa del vestíbulo y marcó el 112, el número de emergencia italiano.