Durante un momento Jackie Hampton no tuvo ni la menor idea de lo que la había despertado. La pantalla digital del radiodespertador mostraba las tres y dieciocho, y la recámara principal estaba completamente a oscuras. Sin embargo, algo había interrumpido su sueño, un ruido que provenía de la casa antigua.
Los ruidos allí eran poco frecuentes (Villa Rosa había permanecido a un lado de la colina situada entre Ponticelli y la ciudad de mayor tamaño, Scandriglia, durante bastante más de seiscientos años) la antigua madera crujía y chirriaba y, en ocasiones, se oía un estallido como el de un disparo de rifle, como consecuencia de los cambios de temperatura. Pero este sonido era algo diferente, no se trataba de un ruido habitual.
De manera automática extendió la mano hacia el otro lado de la cama, pero lo único que tocaron sus dedos fue el edredón nórdico. Mark seguía en Londres y no cogería un avión de vuelta a Italia hasta el viernes por la noche o el sábado por la mañana. Debería haber ido con él, pero un cambio de última hora en el horario de los albañiles la obligó a tener que quedarse. De repente, volvió a oírlo, un ruido metálico y estridente. Uno de los postigos de las ventanas de la planta baja debía de haberse soltado y estaba dando golpes por el viento.
Jackie sabía que no podría volver a dormirse hasta que lo asegurara. Encendió la luz y se deslizó por la cama, se puso las zapatillas y cogió la bata que estaba sobre la silla situada enfrente de la cómoda.
Encendió la luz del rellano y bajó con determinación las amplias escaleras de roble que conducían al vestíbulo principal. Al pie de los peldaños, volvió a oír un ruido (ligeramente distinto al anterior, pero claramente el de un metal sobre piedra) y que provenía sin duda alguna del enorme cuarto de estar que ocupaba la mayor parte de la planta baja del lado este de la casa.
Casi sin pensárselo, Jackie empujó la puerta y la abrió. Entró en la habitación al mismo tiempo que encendía las luces principales. En el momento en el que las dos lámparas de araña comenzaron a destellar, se hizo evidente el origen del ruido metálico. Se llevó las manos a la cara, dando un grito ahogado, se dio la vuelta y salió corriendo.
Una figura vestida de negro estaba de pie en una silla del comedor y retiraba a golpes, con un martillo y un cincel, la parte del yeso situada por encima de la enorme chimenea, iluminada por el rayo de luz de una linterna que otro hombre sujetaba. Pero a pesar de que Jackie retrocedió, los dos hombres se giraron para mirarla con una expresión de temor en sus rostros. El hombre que sujetaba la linterna maldijo entre dientes y empezó a correr tras ella.
—Ay Dios, ay Dios, ay Dios. —Jackie atravesó corriendo el gran vestíbulo, en dirección a las escaleras para refugiarse en la recámara principal. La puerta de madera tenía un grosor de más de tres centímetros y un cerrojo de acero macizo. Junto a la cama había un teléfono supletorio y su móvil estaba en el bolso de mano que estaba encima de la cómoda. Si pudiera entrar en la habitación, sabía que estaría a salvo y podría llamar para pedir ayuda.
Pero no llevaba ropa adecuada para correr, aunque el hombre que la perseguía sí. Al llegar al tercer peldaño, se le salió la zapatilla del pie derecho, y pudo oír las pisadas de las zapatillas de deporte de su perseguidor, mientras golpeaban contra el suelo de losas del vestíbulo, a solo unos metros de ella. Intentó agarrarse con el pie a los pulidos peldaños de madera, pero resbaló y cayó de rodillas.
Jackie gritaba y se retorcía de costado, dando patadas con la pierna derecha. Con el pie descalzo alcanzó al hombre en la ingle. Él gimió de dolor y, en un acto reflejo, intentó golpearla con la linterna. El tubo de aluminio para uso industrial se estrelló contra un lado de la cabeza de Jackie cuando intentaba levantarse. Aturdida, se tambaleó a ambos lados y se intentó agarrar a la barandilla, pero le fallaron los dedos y no lo consiguió. Cayó aparatosamente, golpeándose la cabeza contra la barandilla, y rompiéndose el cuello de inmediato. Su cuerpo cayó sin vida por las escaleras y fue a parar al suelo del vestíbulo, sus extremidades se extendieron, y de la herida de la sien comenzó a manar un chorro de sangre.
Su perseguidor bajó las escaleras y se detuvo junto a ella. El segundo intruso apareció desde la puerta de la sala de estar, bajó su mirada hacia la figura silenciosa e inmóvil, se arrodilló junto a ella y presionó con los dedos uno de los lados de su cuello.
Después de un momento levantó la mirada con enfado.
—Se suponía que no tenías que matarla —dijo a gritos. Alberti bajó la mirada hacia su obra y se encogió de hombros.
—Tampoco se suponía que fuera a estar aquí. Nos dijeron que la casa estaría vacía. Ha sido un accidente —añadió— pero está muerta y ya no hay nada que podamos hacer al respecto.
Rogan se levantó.
—En eso tienes razón. Venga. Vamos a terminar lo que tenemos que hacer y salgamos de aquí.
Sin mirar atrás, los dos hombres volvieron a la sala de estar. Rogan cogió el martillo y el cincel y continuó machacando lo que quedaba del antiguo yeso que estaba situado por encima del enorme dintel de piedra que se extendía a lo largo de la chimenea.
El trabajo no duró mucho, y en unos veinte minutos quedó expuesta la zona completa. Los dos hombres permanecieron de pie enfrente de la chimenea, observando las letras que estaban talladas en una de las piedras.
—¿Es esto? —preguntó Alberti.
Rogan movió la cabeza mostrando duda.
—Parece que es esto, sí. Prepara el yeso.
Cuando Alberti dejó la habitación, llevando un cubo para coger un poco de agua, Rogan se sacó la cámara digital de alta resolución del bolsillo e hizo media docena de fotos de la piedra. Utilizó la pantalla para comprobar que todas ellas mostraban con claridad la inscripción tallada. Más tarde, como medida de seguridad, anotó las palabras en un pequeño cuaderno.
Alberti volvió con el agua. De los escombros que habían dejado los obreros, cogió una tabla de madera para la mezcla y una espátula, luego cogió una de las bolas de yeso que estaban apiladas contra la pared. Pocos minutos después, tras lograr la mezcla adecuada, colocó la tabla por encima de la chimenea.
El dintel reposaba sobre una plancha de acero, estaba claro que se trataba de una reparación relativamente reciente, que se había llevado a cabo para compensar la horrible grieta que recorría en forma diagonal la piedra a algo más de medio metro de distancia del borde izquierdo. El acero sobresalía alrededor de un centímetro enfrente del dintel, lo que servía como una firme base para el yeso.
Era obvio que Alberti tenía cierta experiencia en esto, y en alrededor de una hora había realizado un acabado liso y profesional que encajaba a la perfección con el yeso nuevo utilizado en la parte derecha de la chimenea. El otro lado aún conservaba yeso antiguo (los obreros todavía no se habían puesto con eso) pero no podían hacer nada al respecto.
Quince minutos después de que Jackie Hampton muriese, y casi noventa minutos después de que los dos italianos hubieran forzado la puerta trasera de la casa, abandonaron la propiedad, dirigiéndose al camino cercano en el que habían dejado el coche.