15
Sentimos haber enredado las cosas

—¿Acaso estoy arrestada? —insistió Betty—. ¿O lo está Johnnie?

—Pues…, no. Se trata de una custodia protectora.

—Entonces, puede seguir custodiándole protectoramente en cualquier otro lugar. Si no quiere, puede quedarse aquí. Vamos, Johnnie.

Cowen miró a la señorita Holtz; ésta respondió lentamente:

—Supongo que no hay nada que objetar, Ed; nosotros estaremos con ellos.

Cowen se encogió de hombros y se levantó. Johnnie le dijo a Betty:

—No voy a presentarme en público contigo mientras vayas pintarrajeada de ese modo. Lávate la cara.

—¡Pero, Johnnie! Tardé dos horas en maquillarme.

—Lo pagaron los contribuyentes, ¿no es verdad?

—Bueno, sí, pero…

—Lávate la cara. O no vamos a ninguna parte. ¿No le parece, señorita Holtz?

La agente especial Holtz sólo llevaba un dibujo floral que le adornaba la mejilla izquierda, además del color acostumbrado. Dijo con expresión pensativa:

—La verdad es que Betty no lo necesita. A su edad no le hacen falta esos afeites.

—¡Oh, sois un par de puritanos! —dijo Betty con acritud, sacando la lengua a Johnnie y metiéndose en el baño. No tardó en salir de él con el rostro colorado a causa del fregoteo a que lo había sometido—. Ahora ya estoy en cueros. Vamonos.

Hubo otra pelea en el ascensor, que ganó Ed Cowen. Subieron a la azotea para tomar un taxi aéreo en lugar de bajar a la calle.

—Vuestras caras, chicos, han aparecido demasiado en los periódicos estos últimos días. Y en esta ciudad hay muchos chismosos y fisgones. No quiero que ocurran incidentes.

—Si no les hubiese dejado que me coaccionasen, mi cara hubiera sido irreconocible —saltó Betty.

—Pero la de él, no.

—Hubiéramos podido pintársela también. Cualquier cara de hombre mejora con el maquillaje.

Pero accedió a entrar en el ascensor, y tomaron un taxi aéreo.

—¿Adónde vamos? —preguntó el conductor.

—Oh —dijo Cowen—, dé unas vueltas por encima de la ciudad, y enséñenos vistas bonitas. Un paseito de una hora, ¿comprende?

—Usted manda. Puedo volar sobre la avenida de los Soles. Hay un desfile, o algo parecido.

—Ya lo sé.

—Mire —intervino Johnnie—, llévenos al espaciopuerto.

—No —enmendó Cowen—. Allí no.

—¿Por qué no, Ed? Todavía no he visto a Lummox. Me gustaría echarle una miradita. Puede no estar bien.

—Eso es lo único que no puedes hacer —le dijo Cowen—. La nave de los hroshii está en la zona militar.

—Bueno, pero puedo verlo desde el aire, ¿no?

—¡No!

—Pero…

—No discutas —le aconsejó Betty—. Tomaremos otro taxi. Yo tengo dinero, Johnnie. Hasta luego, Ed.

—Escuchen —se quejó el chófer—. Les llevaré a Timbuctú, si lo desean, pero no puedo estar parado sobre una azotea de aterrizaje. Los guardias me amonestarán si lo descubren.

—Diríjase al espaciopuerto —dijo Cowen resignado.

La extensa zona asignada a los hroshii estaba rodeada por una barrera, abierta únicamente por el lugar por donde había salido su delegación para pasar a la avenida de los Soles, y aun allí la barrera continuaba en otras dos que se prolongaban paralelamente a ambos lados de la avenida, en dirección al edificio donde se había celebrado la conferencia. En el interior del recinto la nave de desembarco de los hroshii permanecía agazapada. Era de feo aspecto y casi tan grande como una astronave terrestre. Johnnie la miró y pensó cómo sería su vida en Hroshijud. Esta idea le producía desazón, no porque tuviese miedo ante la perspectiva, sino porque aún no le había dicho a Betty que se iba. Había empezado a decírselo un par de veces, pero en ninguna de ellas consiguió terminar.

Y puesto que ella no había abordado el tema, presumía que lo ignoraba.

Había otros mirones en el aire, y una multitud no muy compacta en la parte exterior de la barrera. Nada nuevo, por asombroso que fuese, retenía por mucho tiempo la atención de los capitalinos; éstos se jactaban de estar de vuelta de todo y, en realidad, los hroshii no tenían un aspecto muy fantástico, comparados con una docena de otras razas amigas, algunas de ellas miembros de la Federación.

Los hroshii bullían en torno a la nave, realizando extrañas operaciones en los artefactos que habían montado. Johnnie trató de calcular su número, pero le pareció tan difícil como calcular los guisantes que cabían en una botella. Docenas de ellos, seguramente…

El taxi pasaba por delante de la zona de aparcamiento de los coches aéreos de la patrulla policíaca. Johnnie gritó de pronto:

—¡Eh! ¡Allí está Lummie!

Betty estiró el cuello.

—¿Dónde, Johnnie?

—Ahora aparece por el otro lado de la nave. ¡Allí! —Volviéndose al chófer, dijo—: Oiga, amigo, ¿no podría llevarnos al otro lado, tan cerca como se lo permitan?

El chófer miró a Cowen, el cual asintió. Dieron la vuelta pasando frente a los centinelas de la policía militar, y se acercaron a la nave hroshii por el otro lado. El chófer escogió un lugar situado entre dos coches de la policía, y se aproximó un poco más. Ahora se veía claramente a Lummox, rodeado por un grupo de hroshii que lo acompañaba a todas partes, y entre los cuales sobresalía.

—Ojalá tuviese unos gemelos —se quejó Johnnie—. No lo veo muy bien.

—Encontrará unos en la guantera —le dijo amablemente el chófer.

Johnnie se apoderó de ellos. Eran de óptica sencilla, sin amplificación electrónica, pero consiguió ver a Lummox como si estuviera mucho más cerca. Contempló la cara de su amigo.

—¿Qué aspecto tiene Lummie, Johnnie?

—Bueno. Algo flacucho me parece. Me gustaría saber si come lo suficiente.

—Según me dijo el señor Greenberg, no le dan nada en absoluto. Ya creía que lo sabías.

—¿Cómo? ¡No pueden hacerle eso a Lummie!

—No veo que nosotros podamos hacer nada.

—Vaya… —John Thomas bajó la ventanilla, tratando de ver mejor—. Oiga, ¿no podría acercarse un poco más? Y un poco más abajo también. Quiero examinarlo bien.

El chófer gruñó:

—No quiero líos con la policía.

Pero se acercó un poco más, hasta que estuvo en línea con los coches de la policía.

Casi inmediatamente el altavoz colocado sobre el coche más próximo atronó el espacio:

—¡Oiga, usted! ¡Número cuatrocientos ochenta y cuatro! ¿Dónde va a meterse con ese cacharro? ¡Salga de ahí en seguida!

El chófer masculló algo por lo bajo y se dispuso a obedecer.

John Thomas, que seguía aún con los gemelos pegados a los ojos, dijo:

—¡Atiza!… —y añadió—: ¿Podrá oirme? ¡Lummie! —gritó con voz estentórea—. ¡Eh, Lummox!

La hroshia levantó la cabeza y miró a su alrededor con estupefacción.

Cowen sujetó a John Thomas, tratando de cerrar al propio tiempo la ventanilla. Pero Johnnie se desasió de un tirón.

—¡Vayase a freír espárragos! —dijo con voz airada—. Ya me han manejado a su antojo demasiado tiempo. ¡Lummox! ¡Soy Johnnie! ¡Aquí! ¡Acércate!…

Cowen consiguió arrastrarle al interior, y cerró de golpe la ventanilla.

—Ya sabía que no debíamos haber venido. Chófer, salgamos de aquí.

—¡Ojalá fuese tan fácil!

—O mejor, manténgase detrás de las líneas de la policía. Quiero ver lo que pasa.

—Bueno, decídase de una vez.

No hacían falta gemelos para ver lo que pasaba. Lummox se dirigía hacia la barrera, avanzando en línea recta hacia el taxi, derribando a algunos hroshii a su paso. Al llegar a la barrera no hizo el menor intento de pasar sobre ella; simplemente, la perforó.

—¡Repámpanos! —dijo Cowen en voz baja—. Bueno, el campo magnético la detendrá.

No fue así. Lummox aminoró la marcha, pero sus poderosas patas seguían avanzando una tras otra, como si el aire cargado no hubiese sido más que un espeso fango. Con la tenacidad de un glaciar, la hroshia se dirigía al punto inmediatamente debajo del taxi.

Más hroshii surgían por la abertura. Luchaban con grandes dificultades para caminar a través del campo inmovilizador, pero también seguían avanzando. Cowen, que observaba atentamente, vio que Lummox salía de la zona magnética y emprendía el galope, derribando a las personas que encontraba a su paso.

Cowen barbotó:

—¡Myra, pon el circuito militar! Voy a llamar a la oficina.

Betty le tiró de la manga.

—¡No!

—¿Eh? ¡Usted otra vez! Cállese, o le daré un cachete.

—Señor Cowen, hará usted el favor de escucharme. —Y prosiguió apresuradamente—: De nada le servirá pedir ayuda. Nadie puede hacer obedecer a Lummox excepto Johnnie… y ellos no escucharán a nadie excepto a Lummox. Usted lo sabe. De modo que bájele hasta un sitio donde pueda hablar con Lummie…, o resultarán muchas personas heridas, y después le echarán a usted la culpa de todo.

El agente secreto de primera clase Edwin Cowen la miró de hito en hito y revisó mentalmente su brillante hoja de servicios y su esperanzador futuro. Casi instantáneamente, tomó una valiente decisión.

—Baje —barbotó—. Aterrice y déjenos salir al chico y a mí.

El chófer rezongó.

—Le cobraré doble por eso.

Pero hizo tomar tierra al coche con tanta brusquedad, que todos tuvieron que sujetarse para no caer. Cowen abrió la puerta de un tirón, y él y John Thomas se precipitaron al exterior; Myra Holtz trató de detener a Betty, sin conseguirlo. La joven saltó a tierra cuando el coche volvía a elevarse.

—¡Johnnie! —chilló Lummox extendiendo sus poderosos brazos en un gesto universal de bienvenida.

John Thomas corrió hacia la bestia estelar.

—¡Lummie! ¿Estás bien?

—Claro que sí —dijo Lummox—. ¿Por qué no tendría que estarlo? Hola, Betty.

—Hola, Lummie.

—Lo único que tengo es hambre —añadió Lummox, muy pensativo.

—Ya arreglaremos eso.

—No, déjalo. Dicen que ahora no tengo que comer.

John Thomas se disponía a responder adecuadamente a esta sorprendente afirmación, cuando observó a Myra Holtz, que se apartaba con aprensión de un hroshii. Otros se agolpaban junto a su compañero, como si no supiesen qué partido tomar. Cuando Johnnie vio que Ed Cowen sacaba su pistola y se interponía entre los hroshii y Myra, dijo de pronto:

—¡Lummox! Esos de ahí son amigos míos. Di a tus compatriotas que los dejen en paz y se vuelvan allá dentro. ¡De prisa!

—Lo que tú digas, Johnnie.

La hroshia habló en su aguda lengua dirigiéndose a sus compatriotas; éstos la obedecieron inmediatamente.

—Haznos una silla. Iremos contigo y hablaremos de todo.

—Desde luego, Johnnie.

Los dos jóvenes treparon al lomo de Lummox y éste se dirigió hacia la brecha abierta en la barrera. Cuando Lummox volvió a penetrar en el campo magnético se detuvo y dio unas órdenes perentorias a uno de los hroshii.

El interpelado llamó a otro del interior; el campo magnético desapareció como por ensalmo. Entonces penetraron en la zona acotada sin dificultad.

Cuando Henry Kiku, Sergei Greenberg y el doctor Ftaeml llegaron al espaciopuerto, se encontraron con una tregua entre los dos posibles oponentes, que se vigilaban con atención. La totalidad de los hroshii se encontraban tras la barrera rota; gran cantidad de aparatos militares habían reemplazado a la patrulla policíaca, y a bastante distancia, en un lugar que desde allí no podía verse, los bombarderos estaban preparados por si no había más remedio que convertir aquella zona en un desierto radiactivo.

El secretario general en persona, acompañado por el jefe de Estado Mayor, les recibió junto a la barrera. El primero mostraba un semblante grave.

—Ah, Henry. Parece que hemos fracasado. No es culpa tuya, desde luego.

Kiku miró a los apiñados hroshii.

—Tal vez.

El jefe de Estado Mayor añadió:

—Estamos evacuando lo más rápidamente posible la zona que sería afectada por la explosión. Pero si nos vemos obligados a bombardear, no sé qué podremos hacer por esos dos jóvenes.

—Entonces, no hagamos aún nada, ¿no le parece?

—Lo que me parece es que no se da usted cuenta de la gravedad de la situación, señor subsecretario. Por ejemplo, pusimos un campo de inmovilización alrededor de toda esta zona. Ha desaparecido. Ellos lo han anulado. Y no sólo aquí. En todas partes.

—¿Ah, sí? Tal vez sea usted el que no se da cuenta de la gravedad de la situación, y no yo, general. De todos modos, unas cuantas palabras no pueden hacernos daño. Venga conmigo, Sergei. ¿Viene usted también, doctor?

Kiku se separó del grupo reunido en torno al secretario general y se dirigió hacia la brecha abierta en la barrera. El fuerte viento que recorría sin trabas el ancho campo, le obligó a sujetarse el sombrero.

—Me molesta el viento —se quejó al doctor Ftaeml—. Lo desordena todo.

—Hay un viento mucho más poderoso ahí enfrente —respondió el rargiliano con sobriedad—. Amigo mío, ¿cree que es prudente lo que hacemos? A mí no me harán nada; estoy a su servicio. Pero usted…

—¿Qué otra cosa puedo hacer?

—Lo ignoro. Pero hay situaciones en que el valor no sirve de nada.

—Posiblemente. Aún no me he encontrado en una de ellas.

—Uno sólo se encuentra en tales situaciones una vez en la vida.

En estos dimes y diretes se iban aproximando a la compacta masa de hroshii que rodeaba a Lummox. Distinguieron a las dos criaturas humanas colocadas sobre el lomo de la hroshia cuando se hallaban aún a un centenar de metros de distancia. Kiku se detuvo.

—Dígales que se aparten. Deseo aproximarme a la hroshia Lummox.

Ftaeml tradujo estas palabras. Nada sucedió, aunque los hroshii se agitaron inquietos. Greenberg dijo:

—Jefe, ¿y si pidiese a Lummox y a los chicos que se acercasen? Esa multitud no me parece muy amistosa.

—No. Me disgusta gritar con este viento. Haga el favor de llamar al joven Stuart, y dígale que les obligue a dejarnos paso.

—A la orden, jefe. Tendré algo que contar a mis nietos…, si es que llego a tenerlos. —Formando bocina con las manos, gritó—: ¡Johnnie! ¡John Stuart! Diga a Lummox que les obligue a dejarnos pasar.

—¡Muy bien!

Un camino lo suficientemente ancho para dejar paso a una columna de tropas se abrió, como bajo los efectos de una escoba gigantesca. La pequeña comitiva avanzó entre hileras de hroshii. A Greenberg los escalofríos le recorrían el espinazo, y notó que se le ponía la carne de gallina.

La única preocupación de Kiku parecía consistir en evitar que el viento le arrebatase el sombrero. Lanzaba tacos entre dientes, mientras con una mano se sujetaba fuertemente el sombrero. Se detuvieron al llegar frente a Lummox.

—¿Cómo está usted, señor Kiku? —le saludó John Thomas—. ¿Quiere que bajemos?

—Tal vez sería mejor.

Johnnie se deslizó por el costado de Lummox, tomando después a Betty entre sus brazos.

—Sentimos haber enredado las cosas.

—Yo también lo siento. ¿Quiere presentarme a su amigo, por favor?

—Oh, sí. Lummox, este es el señor Kiku. Es una excelente persona, y muy buen amigo mío.

—¿Cómo está usted, señor Kiku?

—Bien, ¿y tú, Lummox? —Kiku parecía pensativo—. Doctor, ¿no es el comandante ése que está junto a la hroshia? El que tiene esa expresión tan fea en la mirada.

El rargiliano asintió.

—Sí, es él, en efecto.

—Pregúntele si ha informado de la conferencia a su esposa.

—Está bien. —El medusoide habló con el comandante hroshii, y luego respondió—: Dice que no.

—John Thomas, hemos concluido un tratado con los hroshii con el fin de realizar todo cuanto hablé con usted. Pero de repente ellos cancelan el tratado, al descubrir que nosotros nos negamos a entregarles su persona sin garantías. ¿Quiere usted ayudarme a descubrir si son éstos los deseos de su amigo?

—¿Se refiere a Lummox? Desde luego.

—Gracias. Espere un momento. Doctor Ftaeml, ¿quiere usted comunicar los puntos esenciales del tratado a la hroshia Lummox…, en presencia del comandante? ¿O escapan a su comprensión tales conceptos?

—¿Por qué tienen que escapar? Ella tenía tal vez doscientos de los años terrestres cuando la trajeron aquí.

—¿Tantos? Bien, pues comuníqueselo.

El rargiliano empezó a emitir el curioso lloriqueo de la lengua hroshii, dirigiéndose a Lummox. Éste le interrumpió una o dos veces, permitiéndole luego continuar. Cuando Ftaeml hubo terminado, la hroshia habló con el comandante de la expedición. Ftaeml dijo a los seres humanos.

—Le pregunta: ¿es cierto eso?

El comandante hizo abrir un círculo tan ancho como lo permitía el espacio y se arrastró ante ella, mientras el pequeño grupo que representaba a la Federación le dejaba paso libre. El comandante había encogido todas sus patas, y se arrastraba como una oruga. Sin levantar la cabeza del suelo, gimoteó algo en respuesta.

—Admite la verdad de esas afirmaciones, pero dice para disculparse que lo hizo impelido por la necesidad.

—Que se dé prisa —dijo Kiku malhumorado—. Me estoy helando.

Sus débiles rodillas temblaban.

—Lummox no acepta la explicación. Les ahorraré la traducción exacta de lo, que dice…, pero su retórica es soberbia.

De pronto Lummox lanzó un gran chillido, y luego se enderezó, levantando cuatro de sus patas del suelo. Encogiendo sus brazos, la enorme bestia bajó la cabeza y propinó al comandante un tremendo golpe en el costado, que levantó al hroshiu del suelo, arrojándolo entre la multitud. El vapuleado comandante volvió a ponerse lentamente en pie, y se arrastró de nuevo ante Lummox.

Lummox empezó a hablarle otra vez.

—Le está diciendo…, ¡ojalá pudiesen oírlo en su rico idioma!, que mientras la Galaxia exista, los amigos de Johnnie son sus amigos. Añade que aquellos que no son amigos de sus amigos no son nada, menos que nada, y que no quiere ni verlos. Le ordena en nombre de…, ahora se pone a recitar su árbol genealógico, con todas sus complicadas ramas, y la verdad, resulta algo aburrido. ¿Quieren que pruebe a traducirlo?

—No se moleste —le dijo Kiku—. «Sí» es «sí» en cualquier lengua.

—Pero lo dice de una manera muy bella —objetó Ftaeml—. Les recuerda acontecimientos terribles y maravillosos, que se pierden en la noche de los tiempos…

—Eso sólo me interesa en lo que pueda afectar al futuro…, y estoy harto de soportar este viento tan molesto. —Kiku estornudó—. ¡Ay, ya lo he pillado!

Ftaeml se despojó de su capa y la puso sobre los débiles hombros de Kiku.

—Amigo mío…, hermano. No sabe cuánto lo siento.

—No, no, que se resfriará usted.

—Eso no va conmigo.

—Utilicémosla a medias, pues.

—Es un honor —respondió amablemente el medusoide, mientras sus zarcillos temblaban de emoción. Se cubrió con parte de la capa y ambos se apretujaron bajo ella, mientras Lummox daba fin a su perorata. Betty se volvió hacia Johnnie:

—Nunca has hecho una cosa así conmigo.

—Ya sabes, Bella Durmiente, que yo te aprecio.

—Bien, abrázame, por lo menos.

—¿Delante de todo el mundo? Sube otra vez encima de Lummox.

Mientras hablaba, Lummox permaneció erguido. A medida que su discurso avanzaba, los hroshii allí reunidos se fueron postrando, encogiendo las patas hasta que todos se hallaron en la humilde postura del comandante. Por último, Lummox pareció darse por satisfecho, terminando con una incisiva observación. Los hroshii se agitaron y empezaron a moverse.

—Ha dicho —tradujo Ftaeml— que ahora desea estar a solas con sus amigos.

—Pídale —le ordenó Kiku— que asegure a su amigo John Thomas que todo cuanto ha dicho es cierto y se cumplirá.

—Así lo haré.

Cuando los demás hroshii empezaron a alejarse a toda prisa, Ftaeml habló brevemente con Lummox.

Éste le escuchó y se volvió luego hacia John Thomas. De la enorme boca brotó la vocecita infantil y aflautada.

—Todo lo que he dicho es verdad, Johnnie. Te lo juro.

John Thomas asintió solemnemente.

—No se preocupe, señor Kiku. Puede usted fiarse por completo. Es cierto.