Cuando Henry Kiku llegó a su oficina la mañana siguiente, encontró a Wesley Robbins, encargado de relaciones públicas, dormido en su silla.
—Buenos días, Wes —dijo el subsecretario.
—¿Qué sabes de esto? —contestó Robbins entregándole un ejemplar del Capital Times.
Kiku leyó:
¡Invasores extraterrestres amenazan con la guerra!
Piden rehenes.
El ministro de Asuntos Espaciales ha revelado hoy que los visitantes llamados hroshii, actualmente en el puerto de la Capital, exigen de la Federación…
Kiku vio en esta noticia que MacClure se había ido de la lengua, distorsionando además la respuesta dada por el subsecretario a los hroshii.
Se inclinó sobre el interfono.
—¿Seguridad? —dijo—. Ah, O’Neill, Sitúe más policía antidisturbios alrededor de la nave de los hroshii.
Volviéndose a Robbins, dijo:
—Creo que debemos ver a MacClure.
Se dirigieron al despacho del ministro. Una vez allí, Robbins esperaba que Kiku hablase, pero éste mostraba un rostro impenetrable. Fue el ministro quién habló:
—¿Y bien Henry? Hoy estoy muy ocupado y…
—Pensé que desearía darnos instrucciones respecto al nuevo plan de acción, señor.
—¿Qué nuevo plan de acción?
—Respecto a los hroshii. ¿O no es cierto lo que dicen los periódicos?
—Pues… sí, sí que lo es; aunque han exagerado, desde luego. Simplemente he dicho al pueblo lo que tenía derecho a saber.
—Ah, claro, gracias por recordármelo —repuso Kiku—. Supongo que ahora debo reparar mí error, y contarle a la gente toda la historia.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, contarles cómo, debido a nuestra falta de respeto por los derechos de los demás, raptamos en el pasado a un miembro de una raza civilizada. Cómo éste sólo pudo sobrevivir gracias a una increíble suerte. Y cómo a raíz de esto vemos ahora a nuestro planeta amenazado con la destrucción.
MacClure le escuchaba con la boca abierta.
—¡Santo cielo Henry! —dijo. ¿Estás tratando de desencadenar disturbios?
—Señor, he tomado medidas para prevenirlos. La xenofobia siempre está dispuesta a atacar, y eso —señaló el periódico— desatará las pasiones de muchos.
El ministro se levantó y comenzó a recorrer su despacho de un lado a otro. Wes Robbins se limpiaba las uñas con una navaja. MacClure se volvió súbitamente hacia Kiku.
—Mira, Henry —le dijo—, no creas que vas a amedrentarme.
—¿Yo, señor ministro?
—¡Sí, tú! Sabes muy bien que si damos a la prensa todos esos detalles innecesarios, el alboroto que habrá en el Consejo podrá oírse desde Plutón. La Conferencia Tripartita podría tener resultados desastrosos. —Calló un instante para tomar aliento—. Pues bien, no vas a tener esa oportunidad, porque… ¡quedas despedido! ¿Me entiendes? ¡Despedido!
—Muy bien, señor ministro —dijo Kiku, dirigiéndose a su oficina. En ese momento, Wes Robbins se levantó y dijo:
—Un momento, Henry. Oye, Mac…
—No me llames Mac —saltó el ministro— y no te metas en esto. Es un asunto oficial.
—No te muestres tan estirado conmigo —le dijo Robbins, irónico—. Hace mucho que te conozco, si bien entonces me gustabas, lo que no puedo decir ahora. Dime, ¿por qué tienes tanto empeño en perder tu puesto?
—¿Cómo se te ocurre…?
—¿Qué crees si no que ocurrirá cuando Henry hable con los periodistas? —añadió Wes.
—¿Cómo? —exclamó MacClure—. Henry, te prohibo que…
—¿Puedo decir algo? —intervino Kiku—. No tengo la menor intención de hablar con la prensa. Sólo quería hacer ver que mantener a la gente informada puede ser desastroso. Esperaba evitar más indiscreciones por su parte, señor, mientras se reparaban los daños.
—¿De veras? —dijo el ministro—. Lo siento Henry, me precipité. Olvida lo que he dicho y…
—No, señor ministro, lo siento —dijo Kiku, fríamente—. No resultaría.
En ese momento, volvió a intervenir Robbins.
—Henry puede ser un hombre honrado y leal —dijo—, pero yo no lo soy. Pienso decírselo todo a la prensa a menos que presentes la dimisión, Mac, y rectifiques tus declaraciones de ayer.
—Si ése es tu plan, Wes, ya puedes salir de aquí inmediatamente. Declararé a la prensa que tuve que echaros a los dos por deslealtad e incompetencia.
—Lo esperaba —dijo Robbins fieramente—. Tu cabeza caerá de todos modos, pero puedes largarte honrosamente o por las malas. Si digo todo lo que sé, el secretario general te echará a los lobos.
MacClure lo escuchó sin interrumpirle:
—Sólo tienes una opción —prosiguió Robbins—. Presentar ahora tu renuncia, que no se hará pública hasta dentro de dos semanas, en que estará solucionado el problema de los hroshii. Y desmentir la noticia que diste ayer a la prensa.
—Está bien —repuso MacClure mansamente.
A Greenberg le había costado mucho convencer a la señora Stuart de que ella y John Thomas le acompañasen a la Capital. Pero cuando volvió a la mañana siguiente, vio que no era bien recibido. La señora Stuart le mostró el periódico.
—¿Y bien, señor Greenberg —le espetó—, que tiene que decirme?
—Señora Stuart, ya sabe como son los periódicos. La noticia no tiene ningún fundamento. No se ha hablado en absoluto de rehenes y…
—Mire, señor Greenberg, sabe que accedí a regañadientes. Pero usted me ha decepcionado. Esto es un complot para entregar a mi hijo a esos monstruos.
—Mamá —le interrumpió Johnnie—, no seas absurda.
—Cállate, John Thomas. No hay más que hablar.
Fue imposible toda discusión.
Greenberg se dirigió a su hotel. Pensaba telefonear a su jefe, pero decidió que a él no le gustaría saber que no era capaz de solucionar el asunto por sí mismo.
Una vez en su habitación, el jefe Dreiser le telefoneó. El joven Stuart había desaparecido, y su madre pensaba que podría encontrarle allí. Dreiser le recordó que era un ciudadano —pese a la importancia de su cargo—, y que como tal podía ser perseguido por la ley.
—Jefe —repuso entonces Sergei—, si me encuentra haciendo algo ilegal, no tiene más que cumplir con su deber.
—Lo haré, señor. No lo dude.
Y colgó.
De nuevo sonó el teléfono, y Sergei se halló ante el rostro de Betty Sorensen, que le sonreía.
—Le habla la señorita Sorensen —dijo.
—¿Cómo está, señorita Sorensen? —repuso Greenberg.
—Bien, gracias, aunque muy ocupada. Verá, tengo un cliente, el señor Brown, que ha sido requerido para hacer un viaje. La cuestión es que tiene un amigo en su ciudad de destino y desea saber si podrá verlo.
Greenberg pensó un momento y dijo:
—Dígale al señor Brown que lo verá.
—Bien —repuso Betty—. ¿Cuándo pasará a recogernos su piloto?
—Es mejor que hagan el viaje con una línea comercial. Por el dinero no se preocupe, le haré un préstamo personal. A usted, no al señor Brown.
—Oh, estupendo —dijo Betty.
Greenberg esperó dos horas y llamó a la madre de Johnnie.
—Señora Stuart —le dijo—, he oído que su hijo ha viajado a la Capital por su cuenta. —Esperó a que se calmara y añadió—: ¿Quiere acompañarme allí? Mi nave es más rápida que las comerciales.
Media hora después salían hacia la Capital de la Federación.
El señor Kiku recibió primero a John Thomas. Lo trató como a un igual, pese a que tenía edad suficiente para ser su abuelo. Le explicó que Lummox no deseaba volver sin él, y que era muy importante que regresara tanto para los hroshii como para la Tierra.
Johnnie dijo, divertido:
—Es curioso que sea tan indispensable para ellos y que yo haya estado dominándole todos estos años.
—En cualquier caso —aclaró Kiku— no voy a pedirte que evites una posible guerra. Queremos establecer relaciones amistosas con los hroshii. ¿Qué te parecería ir con Lummox a su planeta? No necesitas contestar ahora.
—Iré, desde luego —dijo resueltamente Johnnie.
—No te precipites. Ten en cuenta que Hroshijud, el planeta de Lummox, está a casi mil años luz de la Tierra.
—Mi bisabuelo llegó allí, ¿por qué no habría de hacerlo yo?
—Muy bien. Disfruta de tu estancia aquí, mientras tanto.
Henry Kiku había recibido a Johnnie en su despacho, pero a su madre la recibió en una deslumbrante sala diseñada por los psicólogos para impresionar a los visitantes. Sabía que no sería fácil tratar con la señora Stuart.
Tomaron el té y enfocó la conversación hacia temas triviales. Finalmente, entró en materia.
—He estado hablando con su hijo. Le contaré todo brevemente. Vamos a enviar una misión cultural y científica al planeta de los hroshii. Quiero enviar a su hijo como ayuda especial. Él ha accedido a ir.
Esperó la explosión, que no tardó.
—¡Ni hablar! ¡Me niego rotundamente! Enviar a mi hijo como rehén de esos monstruos…
—Se equivoca, señora. Los periódicos le han dado una visión falsa. El ministro ya ha desmentido las declaraciones de ayer. Su hijo sólo servirá de ayuda para establecer un puente cultural entre dos razas muy distintas. De hecho, la profunda amistad que existe entre Johnnie y Lummox parece una bendición del destino.
—Tonterías —exclamó ella—. Mi hijo va a ingresar en la universidad y…
—Si es la educación de su hijo lo que le preocupa, le acabaré de explicar el asunto. Además de una embajada, enviamos las mejores mentes dedicadas a la ciencia, la economía, la cultura. Nadie podría tener una educación como la de su hijo en el campo de la xenología.
—Él no va a estudiar xenología —repuso la señora Stuart, airada— sino derecho.
—Señora, esto es lo que él desea estudiar y es una oportunidad única. Para que se haga una idea de las diferencias entre nuestros pueblos, le hablaré algo más de esta raza. Su joven hroshia, es decir, Lummox, tiene un papel fundamental en un plan genético trazado hace dos mil años… ¿Se da usted cuenta? Son seres prácticamente inmortales. Por eso no estaban enfadados ni desesperados por la desaparición de su hroshia durante cien años; la consideraban simplemente extraviada. Otra característica es que aumentan de tamaño al comer, y se encogen al pasar hambre. Su hijo ha alimentado en exceso a Lummox…
—¡Se lo he dicho muchas veces! —intervino ella.
—Es igual, no ha habido perjuicio alguno, la están devolviendo a su tamaño normal. En fin, señora —concluyó—, su hijo ya es un hombre. Si intenta controlarlo, puede verse repudiada por él.
—Johnnie no haría tal cosa con su propia madre —repuso ella indignada—. Además, es un menor.
—Quizá. Pero nuestros tribunales de menores saben del uso arbitrario de la autoridad paterna. La coerción a la hora de elegir carrera es un tema recurrente. Si se opone demasiado a él, le perderá. Piénselo.