11
Es demasiado tarde, Johnnie

—Frena tu entusiasmo —le previno Betty—. ¿Conoces el caso de aquel hombre al que su abogado aseguró que no podían encarcelarlo por aquello?

—¿Qué es «aquello»?

—¡Y eso qué más da! Su cliente le respondió: «Pero, señor abogado, le hablo desde la cárcel». Lo que quiero decir es que «La decisión del cisne» no es más que teoría; hemos de mantener a Lummox oculto hasta que el tribunal cambie de parecer.

—Sí, creo que tienes razón.

—Siempre la tengo —admitió Betty con gesto digno—. Johnnie, me muero de sed; pensar me deja la garganta reseca. ¿Tienes agua del arroyo?

—Pues, no.

—¿No has traído un cubo?

—Sí, pero no sé dónde lo tengo. —Rebuscó en sus bolsillos, lo encontró y lo sacó. Se puso a inflarlo hasta que adquirió cierta rigidez, y entonces dijo—: Yo iré a buscarla.

—No, iré yo. Me apetece estirar las piernas.

—¡Cuidado con los que vuelan!

—Niño, no quieras enseñar a la abuelita.

Descendió por la ladera con el cubo en la mano, ocultándose entre los árboles hasta llegar a la orilla del torrente. Johnnie vio cómo su esbelta figura recibía a raudales la luz que penetraba por entre las ramas de los pinos, como si fuesen las vidrieras de una catedral, y pensó que era muy guapa…, y su cerebro casi tan bueno como el de un hombre. Dejando aparte que le gustaba mandar, como a casi todas las mujeres, su Bella Durmiente era un encanto. Cuando volvió, le dijo:

—¿Sabes, Betty, que si no fueras patizamba serías muy bonita?

—¿Quién es patizamba?

—Y además tu cara… —prosiguió risueño—. Con excepción de esas dos imperfecciones, es…

No pudo terminar…, ella se agachó y le dio un golpe. Johnnie estaba bebiendo y el agua se vertió sobre su cabeza. La lucha continuó hasta que él consiguió sujetarle el brazo derecho y doblárselo en la espalda, impidiéndole todo movimiento.

—Di: tengo bastante —le ordenó.

—¡Me las pagarás, Johnnie Stuart!

—¡Dilo!

—Está bien. Tengo bastante. Ahora, suéltame.

—De acuerdo, lo haré.

Johnnie se puso en pie. Ella rodó hasta quedarse sentada, lo miró y se puso a reír. Ambos estaban sucios, llenos de rasguños y contusiones, pero se sentían maravillosamente bien. Lummox contempló la lucha simulada con interés, pero sin alarma, puesto que sabía que Johnnie y Betty nunca podían enfadarse de verdad. Su único comentario fue:

—Johnnie está todo mojado.

—Lo está, Lummie…, calado hasta los huesos. Deberíamos colgarlo de un árbol a secar.

—Estaré seco en cinco minutos, con un sol tan radiante.

—Pareces una gallina mojada, Johnnie.

—No me importa en absoluto. —Tendiéndose en el suelo, tomó una aguja de pino y se puso a mordisquearla—. Bella Durmiente, este sitio es encantador. Desearía quedarme aquí y no ir a la mina.

—Si quieres, cuando hayamos resuelto este asunto y antes de empezar las clases, volvemos aquí a pasar unos días. Traeremos a Lummox, desde luego. ¿Te gustará, Lummie?

—Mucho —dijo Lummox—. Buscaré cosas. Tiraré piedras. Divertido.

John Thomas la miró con reprobación.

—Y provocaría comentarios en toda la ciudad. No gracias.

—No seas melindroso. ¿No estamos aquí ahora?

—Se trata de una situación de emergencia.

—¡Tú y tu intachable reputación!

—Verás, alguien tiene que pensar en esas cosas. Mamá dice que los chicos deberían preocuparse de ello cuando las chicas dejan de hacerlo. Dice que antes las cosas eran diferentes.

—Claro que lo eran…, y lo volverán a ser. Es un programa que se repite una y otra vez. —Parecía pensativa—. Johnnie, creo que prestas demasiada atención a todo lo que dice tu madre.

—Es posible —admitió él.

—Sería mejor que pensases por tu cuenta. De lo contrario, ninguna muchacha se arriesgará a casarse contigo.

Él sonrió.

—Ésa es mi póliza de seguros.

Ella bajó los ojos y se sonrojó.

—¡No hablaba por mí! Yo no te quiero…, sólo te cuido para hacer práctica.

El muchacho resolvió que era mejor no seguir por aquel camino.

—Sinceramente —dijo—, lo cierto es que uno se acostumbra a actuar de un modo determinado, y después cuesta cambiar. Por ejemplo, tengo una tía… tía Tessie, ¿la recuerdas?, que cree en la astrología.

—¡No es posible!

—Te lo aseguro. Parece que está en sus cabales, ¿verdad? Pues en realidad, está chiflada, y resulta muy molesto porque siempre se empeña en hablar de su manía, y mamá insiste en que tengo que mostrarme cortés con ella y escucharla. Si me dejasen decirle que está más loca que una cabra, no me importaría soportar sus rollos. Pero, ¡oh, no! Tengo que escucharlos y tratarla como a una persona mayor juiciosa y responsable…, cuando la verdad es que no es capaz de contar hasta diez sin la ayuda de un ábaco.

—¿Un ábaco?

—Ya sabes…, un cuadro con bolas móviles para enseñar a contar. He dicho ábaco porque ella sería incapaz de aprender a manejar una calculadora. Le gusta ser un cerebro imperfecto, y yo tengo que dar pábulo a ese deseo.

—No lo hagas —dijo Betty de pronto—. No prestes atención a lo que diga tu madre.

—Bella Durmiente, eres una influencia subversiva.

—Lo siento, Johnnie —respondió ella con mansedumbre, añadiendo—: ¿No te he contado nunca por qué dejé a mis padres?

—No, nunca. Es una cuestión de tu vida privada.

—En efecto. Pero voy a contártelo, porque tú podrás comprenderme. Acércate.

Sujetándolo por una oreja, le susurró algo.

Mientras John Thomas escuchaba, su rostro asumió una expresión de extrema sorpresa.

—¡No es posible!

—Lo es. Nunca trataron de rebatirlo, y por lo tanto nunca tuve que contárselo a nadie. Pero así fue.

—No comprendo cómo podías soportarlo.

—No lo soporté. Me fui ante un tribunal y pedí la emancipación; cuando la obtuve me asignaron un tutor que no tiene esas absurdas ideas. Pero mira, Johnnie, no he puesto mi alma al desnudo sólo para que te quedes con la boca abierta. La herencia no lo es todo; yo soy yo, un individuo diferente. Tú no eres tus padres. No eres ni tu padre ni tu madre. Pero has tardado bastante tiempo en darte cuenta de ello. —Se enderezó—. De modo que sé tu mismo, cabezota, y ten el valor de echar a perder tú mismo tu vida. No imites los errores de los demás.

—Bella Durmiente, cuando dices esas cosas, haces que parezcan racionales.

—Eso es porque yo soy siempre racional. ¿Has traído muchas provisiones? Tengo hambre.

—Eres igual que Lummox. Aquí está la mochila.

—¿Vamos a comer? —inquirió Lummox, al oír su nombre.

—Oye, Betty, no quiero que empiece a derribar árboles en pleno día. ¿Cuánto tiempo crees que tardarán en descubrirnos?

—No creo que lo consigan en menos de tres días; la región es enorme.

—Bien… Guardaré comida para cinco, por si acaso.

Escogió una docena de latas de conserva y se las dio a Lummox sin abrirlas, pues a éste le gustaba que las latas se calentasen de repente cuando les hincaba el diente. Las despachó antes de que Betty hubiese tenido tiempo de abrir las latas para ellos.

Después de comer, Johnnie abordó de nuevo el tema.

—Betty, ¿crees de veras que…? —se interrumpió súbitamente—. ¿Has oído?

Ella escuchó, y luego asintió solemnemente.

—¿A qué velocidad?

—No más de trescientos kilómetros.

El asintió a su vez.

—Están explorando. ¡Lummox! ¡No muevas ni un músculo!

—No lo moveré, Johnnie. Pero, ¿por qué no tengo que mover ni un músculo?

—¡Hazlo y verás!

—No te excites —le advirtió Betty—. Probablemente están extendiendo su cuadriculado de búsqueda. Existe la probabilidad de que no puedan identificarnos ni en la pantalla ni a simple vista, pues esos árboles deformarán la imagen. —Pero parecía preocupada—. Ojalá Lummie estuviese ya en la galería de la mina. Si alguien es lo suficientemente listo para recorrer la carretera, donde estaremos esta noche, con un detector selectivo…

John Thomas, en realidad, no la escuchaba. Estaba inclinado hacia delante, haciendo pantalla con las manos detrás de ambas orejas.

—¡Silencio! —susurró—. Betty…, ¡vuelven!

—No te asustes. Probablemente es el otro lado de la cuadrícula de búsqueda.

Pero incluso mientras lo decía, sabía que se equivocaba. Aquel sonido se fue acercando, se cernió sobre ellos y después decreció en intensidad. Miraron hacia arriba, pero el espesor del bosque y la altura a que se hallaba el aparato les impidieron ver nada.

De pronto, brilló un resplandor tan vivo, que la luz del sol resultó mortecina cuando hubo pasado. Betty tragó saliva.

—¿Qué es eso?

—Fotografía con ultraflash —respondió él secamente—. Están comprobando lo que han descubierto con la televisión.

El sonido que se oía sobre sus cabezas aumentó en intensidad para decrecer luego; hubo un nuevo relámpago cegador.

—Lo toman con estéreo —anunció Johnnie solemnemente—. Ahora nos ven realmente, y sus sospechas se han convertido en certidumbre.

—¡Johnnie, tenemos que sacar a Lummox de aquí!

—¿Cómo? ¿Llevándolo a la carretera para que lo hagan papilla con las bombas? No, hijita, nuestra única esperanza es que decidan que se trata de una enorme roca… Me alegro de haberle obligado a estarse quieto y encogido. —Añadió—: Nosotros tampoco debemos movernos. Tal vez se vayan.

Ni siquiera esa esperanza se realizó. Uno tras otro, se oyeron hasta cuatro aparatos más. Johnnie los fue contando con los dedos.

—Ése se ha situado hacia el sur. El tercero va hacia el norte, creo. Ahora convergen hacia el oeste… Se trata de la guardia del molinete. Nos tienen rodeados, Bella Durmiente.

Ella le miró, con el bello semblante mortalmente pálido.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó.

—La verdad es que nada… No, mira Betty. Tú baja ocultándote entre los árboles hasta el torrente. Llévate el helicóptero. Luego sigue por el torrente durante un buen trecho y emprende el vuelo. Mantente baja hasta que te encuentres fuera de su sombrilla. Te dejarán escapar…, tú no les interesas. —¿Y qué harás tú entretanto?

—¿Yo? Pues quedarme aquí.

—Si tú te quedas, yo también.

Johnnie dijo con displicencia:

—No me crees más dificultades. Tú te marchas.

—¿Pero qué crees que puedes hacer? Ni siquiera tienes un arma.

—Tengo ésta —respondió John Thomas sombríamente, tocando su cuchillo de monte—, y Lummox sabe tirar piedras.

Ella se le quedó mirando, para romper luego en incontenibles carcajadas.

—¿Qué dices? ¿Piedras? ¡Oh, Johnnie…!

—No nos cogerán sin lucha. Ahora hazme el favor de marcharte…, ¡y rápido! Si te quedas, no serás más que un estorbo.

—¡No!

—Mira, Betty, ahora no hay tiempo de discutir. Tú te vas, y asunto concluido. Yo me quedo con Lummox; ese es mi privilegio. Lummox es mío.

Ella rompió a llorar.

—Y tú eres mío, pedazo de zoquete.

Él trató de responder algo y no pudo. Su rostro empezó a contraerse con los espasmódicos movimientos del hombre que quiere contener las lágrimas. Lummox se agitaba inquieto.

—¿Qué pasa, Johnnie? —dijo con su vocecita de niña.

—¿Eh? —replicó John Thomas con voz ahogada—. Nada. —Se incorporó y dio unas cariñosas palmaditas a su mascota—. Nada en absoluto, amigo, Johnnie está aquí contigo. Todo va bien.

—Todo va bien, Johnnie.

—Sí —asintió débilmente Betty—. Todo va bien, Lummie. —Añadió en voz baja, dirigiéndose a John Thomas—: Será rápido, ¿verdad, Johnnie? Espero que no nos demos cuenta.

—Creo que así será, en efecto… ¡Eh! Ni hablar, en menos de medio segundo te daré un buen sopapo… y después te arrojaré por la orilla del torrente. Creo que eso te protegerá de la explosión.

Ella movió lentamente la cabeza, sin ira ni temor.

—Es demasiado tarde, Johnnie. Y tú lo sabes muy bien. No me riñas, dame únicamente la mano.

—Pero… —y se interrumpió—. ¿Oyes eso?

—Han venido más.

—Sí. Probablemente están trazando un octógono, para asegurarse de que no podemos escapar.

Un trueno repentino le ahorró la respuesta. Fue seguido por el agudo chillido de una nave que se cernía sobre ellos; esta vez pudieron verla, a menos de trescientos metros sobre sus cabezas. Entonces, una voz férrea retumbó en el cielo:

—¡Stuart! ¡John Stuart! ¡Sal de tu escondrijo!

Johnnie desenvainó su cuchillo de monte, echó hacia atrás la cabeza y gritó:

—¡Ven a buscarme si puedes!

Betty le miró con rostro radiante, y le acarició la manga.

—¡Muy bien, Johnnie! —susurró—. ¡Así me gusta verte!

Los hombres que se ocultaban detrás de aquella voz gigantesca parecían tener un micrófono direccional enfocado hacia él, pues le respondieron:

—No queremos detenerte ni queremos hacer daño a nadie. Sal para que te veamos.

Él les contempló murmurando una palabra de desafío y añadió:

—¡No saldremos!

La voz atronadora prosiguió:

—Ultima advertencia, John Stuart. Sal con las manos vacías. Enviaremos un aparato a recogerte.

John Thomas les gritó:

—¡Enviadlo y lo haremos pedazos! —Añadió con voz ronca, dirigiéndose a Lummox—: ¿Has recogido algunas piedras, Lummox?

—¿Cómo? ¡Claro! ¿Ahora, Johnnie?

—Aún no. Ya te lo diré.

La voz permaneció silenciosa; ningún aparato bajó a tierra. En lugar de ello otra nave que no era la del comandante se dejó caer rápidamente, cerniéndose a unos treinta metros sobre los abetos y aproximadamente a la misma distancia lateral de ellos. Inició entonces un lento recorrido circular, casi arrastrándose sobre las copas de los árboles.

Inmediatamente se escuchó un ruido como de algo que se desgarra, luego un crujido y un gigante del bosque cayó pesadamente al suelo. Otro lo siguió casi en seguida. Como una gran mano invisible, un rastrillo desconocido que surgía de la nave aérea derribaba los árboles y los apartaba a un lado. Lentamente fue despejando una ancha zona circular en torno a ellos como si tratasen de contener un incendio.

—¿Por qué hacen eso? —susurró Betty.

—Es un aparato del servicio forestal. Nos están aislando.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué no nos atacan y terminan de una vez?

Empezó a temblar, y él la rodeó con un brazo, protector.

—Lo ignoro, Bella Durmiente. Se están acercando.

El aparato cerró el círculo, luego se enfrentó con ellos y pareció ponerse en cuclillas. Con el delicado cuidado de un dentista al arrancar una muela, el conductor se acercó, escogió un árbol lo arrancó del suelo y lo echó a un lado. Luego escogió otro…, y otro más. Gradualmente se fue abriendo un ancho sendero a través del bosque, en dirección al lugar donde se encontraban.

No podían hacer otra cosa sino esperar. La nave del guardabosque arrancó el último árbol que los ocultaba; el campo de energía los rozó mientras lo apartaba, haciendo que se tambaleasen y provocando en Lummox un chillido de terror. John Thomas consiguió dominarse y dio unas palmadas en el costado de la bestia.

—Tranquilízate, muchacho. Johnnie está contigo.

El aparato maderero se retiró; una nave de combate ocupó su lugar. Descendió súbitamente aterrizando al extremo del corredor. Johnnie tragó saliva y dijo:

Ahora, Lummox. Mira de dar a todo cuanto salga de esa nave.

—¿Qué te apuestas, Johnnie?

Lummox empezó a reunir municiones con ambas manos.

Pero nunca llegó a arrojar las piedras. John Thomas sintió como si estuviese hundido en cemento húmedo hasta el cuello; Betty daba boqueadas y Lummox chillaba. Entonces dijo con su vocecita aniñada:

—¡Johnnie! ¡Las piedras están pegadas al suelo! John Thomas trató de hablar:

—Está bien, muchacho. No luches. Betty, ¿estás bien?

—¡Apenas puedo respirar! —dijo ella, dando boqueadas.

—No podemos luchar. Nos han atrapado.

Ocho figuras salieron por la puerta de la nave. Su aspecto no tenía nada de humano, pues iban recubiertos de pies a cabeza por una pesada armadura de metal. Cada uno de ellos llevaba un yelmo parecido a una máscara de esgrima, y transportaban a la espalda antigeneradores de campaña. Avanzaban confiadamente y a paso vivo en fila doble hacia el paso abierto entre los árboles; cuando llegaron allí aminoraron ligeramente su marcha, saltaron chispas y los rodeó un nimbo violeta. Pero siguieron avanzando.

Cuatro de ellos transportaban un gran cilindro de tela metálica, alto como un hombre y de anchura correspondiente. Lo balanceaban fácilmente en el aire. El hombre que iba delante gritó:

—No os acerquéis a la bestia. Primero sacaremos a los muchachos, después nos ocuparemos de él.

Su voz parecía bastante alegre y risueña.

El destacamento se acercó a ellos, dando un pequeño rodeo para evitar a Lummox.

—¡Cuidado! Cogedlos —ordenó el jefe.

La jaula en forma de tonel fue colocada sobre Betty y John Thomas, bajando lentamente hasta que el hombre que daba las órdenes metió la mano en su interior y accionó un conmutador… Entonces empezó a soltar chispas y se posó en el suelo.

El jefe les miró con una sonrisa en su rostro rojo y congestionado.

—Se está mejor sin la maleza, ¿verdad?

Johnnie le fulminó con la mirada mientras su barbilla temblaba, y soltó un taco, mientras se frotaba las piernas acalambradas.

—¡Vamos, vamos! —respondió el oficial sin animosidad—. No te pongas así. Vosotros nos habéis obligado a hacerlo. —Echó una mirada a Lummox—. ¡Buen Dios! Vaya bicho. No me gustaría encontrármelo sin armas en un callejón oscuro.

Johnnie se dio cuenta de que las lágrimas corrían por su rostro, sin que pudiese evitarlo.

—¡Vamos, hombre! —gritó con voz entrecortada—. ¿A qué esperáis? ¡Acabad de una vez!

—¿Eh?

—¡Nunca ha hecho daño a nadie! Así es que matadlo rápidamente y no le hagáis sufrir; no juguéis al gato y al ratón con él.

El oficial parecía apenado.

—¿De qué estás hablando, hijo? Nosotros no hemos venido para causarle daño. Tenemos orden de llevárnoslo sin hacerle ni un rasguño, aunque para ello tengamos que perder algún hombre. Nunca he tenido que cumplir unas órdenes más descabelladas.