10
La decisión del cisne

Al despertar, John Thomas no acababa de comprender dónde se hallaba. Se sentía perezoso, aunque descansado. Cuando recordó los sucesos del día anterior, sacó la cabeza del saco de dormir. El sol era radiante y hacía calor. Vio a Lummox que le contemplaba.

—Hola, Lummie.

—Hola, Johnnie. Has dormido mucho. Y además roncabas.

—¿Ah, sí? —Salió a rastras del saco y se vistió. Desconectó el saco de dormir, lo dobló y se volvió hacia Lummox… Entonces se quedó mirando algo fijamente—. ¿Qué es eso?

Cerca de la cabeza de Lummox, despachurrado como si éste lo hubiese aplastado, se veía el cadáver de un oso pardo, un macho que pesaría unos doscientos cincuenta kilos. De su hocico salía sangre, ya coagulada. Lummox le echó una mirada distraída.

—El desayuno —dijo a guisa de explicación.

El muchacho miró al oso con repugnancia.

—Lo que es para mí, no, desde luego. ¿Dónde lo encontraste?

—Lo capturí —respondió Lummox, sonriendo bobamente.

—No se dice «capturí», sino «capturé».

—Bueno, pues eso. Intentaba acercarse a ti, y entonces lo capturí.

—Bueno, está bien. Gracias.

John Thomas volvió a mirar al oso, se apartó y abrió su mochila. Sacó una lata de huevos con jamón, la abrió, vació su contenido en un recipiente y esperó a que se calentase.

Lummox consideró esta acción como indicio de que él también podía empezar a desayunar; en un santiamén se zampó el oso, y como postre un par de pequeños abetos, un puñado de grava y la lata vacía que había contenido el desayuno del muchacho. Después, ambos fueron al arroyo. Lummox remojó su comida en el equivalente de algunos bidones de agua de montaña pura y cristalina. Johnnie se arrodilló para beber, se lavó luego la cara y las manos y se las secó en la camisa. Lummox le preguntó:

—¿Qué haremos ahora, Johnnie? ¿Ir de paseo? ¿Buscar cosas, quizá?

—No —repuso Johnnie—. Nos esconderemos entre los árboles hasta que oscurezca. Tienes que simular que eres un peñasco. —Ascendió por la orilla, seguido de Lummox—. Échate aquí —le ordenó—. Quiero examinar esos bultos.

Lummox obedeció y Johnnie los examinó con creciente preocupación. Habían crecido y parecían tener bultos y protuberancias en su interior; trató de recordar si aquella clase de tumores eran malignos. La piel que los recubría estaba tirante y se había vuelto tan delgada que parecía tener sólo el grosor del cuero, sin que se pareciese en absoluto al resto de la coraza que recubría a Lummox, seca y cálida al tacto. Johnnie sobó con cuidado el tumor de la izquierda; Lummox se apartó vivamente.

—¿Tan tierno lo tienes? —le preguntó Johnnie ansiosamente.

—No puedo resistirlo —protestó Lummox. Extendió las patas y se dirigió hacia una gran conifera, contra la que empezó a frotar el tumor.

—¡Eh! —le gritó Johnnie—. ¡No hagas eso! Te harás daño.

—Pero es que me pica —dijo Lummox, sin dejar de rascarse.

John Thomas corrió hacia él, intentando mostrarse firme. Pero así que llegó a su lado, el tumor reventó, y él lo contempló horrorizado.

Algo oscuro y húmedo surgía retorciéndose, se prendió en la piel desgarrada, para liberarse en seguida y empezar a danzar y oscilar como una serpiente colgada de una rama. Por un momento de agonía Johnnie pensó que se trataba de algún gigantesco gusano parasitario que trataba de salir de su desgraciado huésped. Pensó lleno de remordimiento que había obligado a Lummie a subir a las montañas, cuando probablemente aquello lo tenía enfermo de muerte.

Lummox suspiró y culebreó.

—¡Vaya! —exclamó satisfecho—. ¡Me encuentro mucho mejor!

—¡Lummox! ¿Estás bien?

—¿Por qué no tendría que estarlo, Johnnie?

—¿Por qué? ¡Por eso!

—¿Qué? —Lummox miró a su alrededor; la extraña excrecencia se inclinó hacia adelante y él le echó una mirada de reojo—. Ah, eso… —respondió, y ya no le hizo más caso.

El extremo de aquella cosa se abrió como el capullo de una flor y Johnnie comprendió por último de qué se trataba.

A Lummox le había salido un brazo.

El brazo se secó rápidamente, se volvió de un color más claro y pareció adquirir firmeza. Lummox todavía no lo dominaba mucho, pero John Thomas ya veía cuál sería su forma definitiva. Tenía dos codos y una mano perfectamente definida con pulgares a ambos lados. Además de éstos, tenía cinco dedos, o sea siete en total. El dedo medio era más largo y extraordinariamente flexible, como la trompa de un elefante. La mano no se parecía mucho a una mano humana, pero no había duda de que era por lo menos tan útil como ésta…, o lo sería; de momento los dedos se retorcían en extraños movimientos.

Lummox le dejó que la examinase, aunque él no parecía especialmente interesado en lo que había brotado de su cuerpo; se comportaba como si aquello le sucediese todos los días después de desayunar.

Johnnie le dijo:

—Déjame echar una mirada al otro bulto —y dio la vuelta en torno a Lummox. El tumor del lado derecho aún estaba más hinchado. Cuando John Thomas lo tocó, Lummox se encogió e hizo el gesto de alejarse, como si se propusiese ir a frotarse otra vez contra el árbol.

—¡Espera! —le gritó Johnnie—. Estáte quieto.

—Tengo que rascarme.

—Podrías estropearte para toda la vida. No te muevas; voy a probar una cosa.

Lummox obedeció algo ceñudo; Johnnie empuñó su cuchillo de monte y pinchó delicadamente el centro del tumor.

El bulto se rasgó y el brazo derecho de Lummox brotó casi en las narices de Johnnie. Se apartó de un salto.

—¡Gracias, Johnnie!

—De nada, hombre, de nada.

Envainó el cuchillo y contempló con semblante pensativo los brazos recién nacidos.

No podía figurarse todas las consecuencias que tendría la inesperada adquisición de brazos de Lummox. Pero sí comprendía que cambiaría muchas cosas, aunque no sabía de qué manera. Tal vez Lummox no necesitaría tantos cuidados después de esto. Por otra parte, habría que vigilarle constantemente, para que no tocase cosas que no debía. Recordó con inquietud haber oído decir una vez que era una verdadera suerte que los gatos no tuviesen manos; bien, Lummie era diez veces más curioso que un gato.

Pero inconscientemente comprendía que aquello eran aspectos secundarios de la cuestión; lo importante era el hecho en sí.

De todos modos, decidió con sorda cólera, eso no cambiaría una cuestión: el jefe Dreiser no podría intentar nada contra él por segunda vez.

Escudriñó el cielo a través de las ramas, y se preguntó si podrían verlos.

—Lum…

—¿Dime, Johnnie?

—Recoge tus patas. Ha llegado el momento de representar el papel de peñasco.

—Oh, vamos a dar un paseo, Johnnie.

—Iremos a pasear esta noche. Pero hasta que oscurezca, quiero que te estés quietecito y sin moverte.

—¡Oh, Johnnie!

—Mira, ¿quieres volver hoy mismo a la ciudad? ¿Verdad que no? Muy bien; pues entonces, no discutamos más.

—Bueno, como tú quieras.

Lummox se acurrucó en el suelo lo mejor que pudo. John Thomas se sentó apoyándose en él, y empezó a meditar.

Tal vez él y Lummie podrían encontrar algún medio de ganarse la vida…, en un carnaval o algo parecido. Los seres extraterrestres eran muy apreciados en los carnavales; no podían pasarse sin ellos —aunque más de la mitad fuesen falsos—, y Lummox no era una falsificación. Probablemente podría aprender a hacer juegos de manos, a tocar algún instrumento. Quizás un circo sería lo mejor.

No, eso a Lummie no le gustaría; las muchedumbres le ponían nervioso. ¿Qué podían hacer para ganarse la vida? Después de que aquel enojoso asunto con las autoridades hubiese quedado resuelto y zanjado definitivamente, desde luego. ¿Una granja, quizá? Lummie sería mejor que un tractor, y con sus manos podría ser también mano de obra. Tal vez era ésa la solución, aunque nunca había pensado en ser granjero.

Se imaginó a él y a Lummox cultivando grandes campos de trigo, de heno, de verduras y… Sumido en estos pensamientos, se quedó dormido.

Le despertó un crujido y supo vagamente que ya había oído varios en sueños. Abrió los ojos, miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba tendido junto a Lummox. La criatura no se había movido de allí, pero agitaba los brazos. Uno de ellos pasó junto a la cabeza de Lummox, algo cruzó los aires y se oyó otro crujido…, y un pequeño chopo situado a cierta distancia cayó de pronto al suelo. Junto a él se veían tendidos otros.

John Thomas se puso trabajosamente en pie.

—¡Eh, deja de hacer eso!

Lummox se detuvo.

—¿Qué pasa, Johnnie? —preguntó con voz dolida. Frente a él había un montón de piedras, y en aquel momento se disponía a coger una.

—No tires piedras a los árboles.

—Pero si tú también lo haces, Johnnie.

—Sí, pero yo no los derribo. Está bien que comas árboles, pero no los estropees sin necesidad.

—Me los comeré. Iba a hacerlo.

—Bueno, de acuerdo. —Johnnie miró a su alrededor; dentro de pocos minutos ya no habría peligro, pues estaría oscuro del todo—. Anda, ve a buscarlos y cómetelos para cenar. Oye, espera un momento.

Examinó los brazos de Lummox. Tenían el mismo color que el resto de su cuerpo, y empezaban a volverse duros como una coraza. Pero el cambio más sorprendente era que tenían un grosor doble que al principio, tan gruesos casi como los muslos de Johnnie. La mayor parte de la piel suelta se había desprendido; Johnnie comprobó que podía arrancar muy fácilmente la que quedaba.

—¡Hale, a cenar!

Lummox engulló los chopos en menos tiempo del que tardó Johnnie en preparar y comer su sencillo refrigerio, y luego se zampó también la lata vacía como si fuese un bombón. Ya era de noche; se dirigieron a la carretera.

La segunda noche fue aún más tranquila que la primera. El frío aumentaba considerablemente a medida que iban ascendiendo; Johnnie conectó el grupo electrógeno a sus ropas. Pronto empezó a sentirse soñoliento bajo aquel reconfortante calorcillo.

—Lum…, si me quedo dormido, llámame cuando empiece a apuntar el día.

—De acuerdo, Johnnie.

Lummox pasó esta orden a su cerebro posterior, por si las moscas. El frío no le molestaba, y ni siquiera lo sentía, pues el termostato de su cuerpo era más eficiente que el de Johnnie, incluso más eficiente que el que controlaba el grupo electrógeno.

John Thomas daba soñolientas cabezadas. Dormitaba cuando Lummox lo llamó, al advertir que los primeros fulgores del día iluminaban los distantes picachos. Johnnie se incorporó y empezó a buscar un lugar donde pudieran ocultarse. La suerte parecía haberle abandonado. A un lado de la carretera se elevaba un imponente farallón, y el otro estaba cortado a pico sobre un profundo y aterrador barranco. A medida que iban pasando los minutos y se iba haciendo de día, el pánico se apoderaba de él.

Pero no podían hacer otra cosa sino seguir avanzando.

A mucha altura cruzó una nave estratosférica. Oyó el silbido que producía, pero no la vio; lo único que podía hacer era esperar que no anduviesen buscándole. Pocos minutos después, mientras seguía escudriñando el cielo, distinguió una manchita que supuso sería un águila.

Muy pronto se vio obligado a admitir que era un ser humano con un helicóptero individual.

—¡Alto Lummox! Arrímate a la pared. Eres un desprendimiento de tierras.

Con su vocecita, su enorme amigo preguntó:

—¿Un desprendimiento de tierras, Johnnie?

—¡Cállate y haz lo que te digo!

Lummox obedeció sin rechistar. John Thomas se deslizó al suelo y se ocultó detrás de la cabeza de Lummox, achicándose todo lo que pudo, en espera de que el volador pasara.

El individuo volante no pasó, sino que empezó a descender en una precipitada curva, cuyo estilo le era familiar a John. El muchacho respiró aliviado cuando Betty Sorensen aterrizó en el lugar que él acababa de abandonar. Saludó amistosamente a Lummox y luego, volviéndose hacia Johnnie y poniendo los brazos en jarras, dijo:

—¡Vaya! ¡Qué bonito! ¡Conque escapándose sin decírmelo!

—Verás, yo quería decírtelo, Bella Durmiente, te lo aseguro. Pero no tuve ocasión de hacerlo. Lo siento.

—No importa. Ahora tengo mejor opinión de ti de la que tenía últimamente. Por lo menos has hecho algo Johnnie, temía que no fueses más que otro Lummox…, dejándote gobernar por el antojo de cualquiera.

John Thomas decidió no discutir, pues estaba demasiado contento de verla para enojarse por sus palabras.

—¿Cómo te las has arreglado para descubrirnos?

—¿Que cómo? Tienes que saber, cabezota, que a pesar de que lleváis dos noches de marcha, sólo estáis a pocos minutos de vuelo de la ciudad. ¿Cómo querías que no te descubriese?

—Sí, pero ¿cómo has sabido dónde tenías que buscarnos?

—Siguiendo la vieja regla: pensé como una mula, y fui a donde hubiera ido la mula. Sabía que seguiríais esta carretera; por lo tanto, me puse a volar sobre ella y sin perderla de vista. Y si no quieres que te descubran dentro de pocos minutos, haremos mejor en salir de aquí cuanto antes y ocultarnos en alguna parte. ¡Vamos! Lummie, muchacho, pon el motor en marcha.

Tendió la mano a Johnnie y éste subió a bordo: la caravana se puso en marcha.

—Yo quería salir de la carretera —explicó Johnnie con nerviosismo—, pero no encontraba el sitio por donde hacerlo.

—Comprendo. Bueno, no te preocupes, después de este recodo se encuentran las Cascadas de Adán y Eva, y podremos salir de la carretera justamente encima de ellas.

—Oh, ¿hasta aquí hemos llegado?

—Sí. —Betty se inclinó hacia adelante, en un fútil intento por ver al otro lado de un espolón rocoso. Al hacerlo, se apercibió por primera vez de los brazos de Lummox. Sujetando fuertemente a John Thomas, gritó—: ¡Johnnie! ¡Hay una boa sobre Lummox!

—¿Qué? No seas boba; eso no es más que su brazo derecho.

—¿Su qué? Johnnie, tú no estás bien de la cabeza.

—Tranquilízate y no me aprietes de ese modo. He dicho brazo: lo que tomábamos por tumores eran brazos.

—¿Los tumores… eran brazos? —La joven suspiró—. Me he levantado demasiado pronto, y además no he desayunado aún. Esta clase de impresiones no me convienen. Muy bien, dile que se pare. Quiero verlos.

—¿Y si antes buscáramos un refugio?

—Oh, sí, tienes razón. Generalmente tienes razón, Johnnie…, con dos o tres semanas de retraso.

—Bueno, ya vale. Ahí están las cascadas.

Pasaron sobre ellas; el fondo del cañón contiguo subió a su encuentro. John Thomas descubrió el primer lugar adecuado para abandonar la carretera, un lugar semejante a aquel en que habían acampado el día anterior. Estaba mucho más tranquilo al tener a Lummox otra vez bajo los árboles. Mientras él preparaba el desayuno, Betty se dedicó a examinar los flamantes brazos de Lummox.

—Lummox —le dijo en tono de reproche—, no le habías dicho nada a mamá sobre esto.

—Tú no me lo preguntaste —repuso él.

—Excusas, siempre excusas. Y bien, ¿qué eres capaz de hacer con ellos?

—Sé tirar piedras. Johnnie, ¿está bien que lo haga?

—¡No! —se apresuró a responder Johnnie—. Betty, ¿cómo quieres el café?

—Solo —respondió ella distraídamente, y siguió inspeccionando los brazos. Una idea le daba vueltas en el cerebro, pero no conseguía verla claramente, lo cual la disgustaba, pues quería que su mente trabajase con la precisión de una máquina calculadora y no admitía errores. Bueno, primero desayunaría.

Después de dar los platos sucios a Lummox, para que se los comiera, Betty se recostó en la hierba y dijo a John Thomas:

—Criatura díscola, ¿te das cuenta de la que has armado?

—Sí, creo que debo de tener al jefe Dreiser echando espumarajos.

—Presunción acertada. Pero aún hay más.

—Mamá, desde luego.

—Naturalmente. Alterna el llanto por su niño perdido con la declaración de que ya no eres hijo suyo.

—Ya. Conozco a mamá —admitió con desazón—. Bueno, no me importa. Sabía que se enfadarían todos conmigo. Pero tenía que hacerlo.

—Claro que tenías que hacerlo, querido cabezota, aunque lo hiciste con la gracia alada de un hipopótamo. Pero no me refiero a ellos.

—¿Ah, no?

—Johnnie, hay una pequeña población en Georgia llamada Adrian. Es demasiado pequeña para tener una fuerza regular de policía, y cuenta sólo con un alguacil. ¿Sabes cómo se llama ese alguacil?

—¿Yo? Claro que no.

—Pues es una lástima. Porque, según pude saber, ese alguacil es el único polizonte que no te busca, por lo cual me decidí venir a escape, a pesar de que tú, so cochino, te marchaste sin tomarte ni siquiera la molestia de advertírmelo.

—Ya te he dicho que lo siento.

—Y yo te he perdonado. Permitiré que lo olvides dentro de diez años o cosa así.

—¿Pero a qué viene hablarme de ese alguacil? ¿Y por qué tienen que andar todos tras de mí, además del jefe Dreiser?

—Porque éste ha dado la alarma general y ha ofrecido una recompensa para el que prenda a Lummie vivo o muerto…, mejor muerto que vivo. Se lo han tomado muy en serio, Johnnie, terriblemente en serio. Por lo tanto, hay que desechar cualquier plan que pudieses haber formado y trazar otro mejor. ¿Qué piensas hacer?

John Thomas palideció y respondió lentamente:

—Bien…, pensaba mantenerme así durante un par de noches más, hasta encontrar algo seguro.

Ella movió la cabeza.

—No sirve. A su torpe manera oficial, habrán llegado ya a la conclusión de que te dirigirás aquí, puesto que es el único lugar próximo a Westville donde puede ocultarse una criatura del tamaño de Lummox. Y además…

—¡Oh, pero hemos salido de la carretera!

—Desde luego. Y ellos buscarán en este bosque árbol por árbol. Están dispuestos a hacerlo, amiguito.

—No me has dejado terminar. ¿Conoces aquella vieja mina de uranio? ¿La Gloria y Energía? Hay que franquear el paso del Lobo Muerto, y seguir después al norte por una carretera de grava. Ahí es adonde nos dirigimos. En esa mina podré ocultar completamente a Lummox; la galería principal es muy espaciosa.

—En eso ya hay chispas de sentido. Pero aún no resuelve del todo el atolladero en que estáis metidos.

La joven permaneció silenciosa. Johnnie se agitó con desazón y dijo:

—Bueno. Si eso no sirve, ¿qué haremos?

—A callar. Estoy pensando. —Permaneció silenciosa y quieta, contemplando el profundo cielo azul de la montaña. Al poco, dijo—: No resolverás nada huyendo de ese modo.

—No…, pero así enredo más las cosas.

—Sí, y considerablemente. De vez en cuando hay que revolverlo bien todo; así entra luz y aire. Pero ahora lo que tenemos que hacer es tratar de que las piezas ajusten donde nosotros queremos. Para conseguirlo, tenemos que ganar tiempo. Tu idea acerca de esa mina no está mal del todo; nos servirá hasta que encontremos algo mejor.

—Veo muy difícil que lo descubran allí. Es un lugar completamente solitario y apartado. No se puede pedir nada mejor.

—Y por esa misma razón puedes estar seguro de que lo registrarán. Desde luego, eso conseguiría engañar al diácono Dreiser; ése sería incapaz de encontrar su propio sombrero sin estar provisto de un mandato judicial. Pero ha formado una fuerza aérea del tamaño de un pequeño ejército; uno de sus esbirros terminará por encontrarte. Yo lo hice porque sé dónde te aprieta el zapato, pero ellos lo harán guiándose por la lógica, lo cual es más lento, pero igualmente seguro. Te encontrarán…, y eso será el fin de Lummox. Ahora no correrán riesgos innecesarios; probablemente arrojarán bombas contra él.

John Thomas consideró aquella triste perspectiva.

—Entonces, ¿qué se consigue con ocultarlo en la mina?

—Sólo ganar un día o dos, porque yo aún no puedo sacarlo.

—¿Eh?

—Naturalmente. Después lo ocultaremos en la ciudad.

—¿Cómo? Mi Bella Durmiente, creo que tienes el mal de las montañas.

—En la ciudad y a buen recaudo, porque allí es el único sitio de todo el ancho mundo donde no lo buscarán. —Y añadió—: Tal vez en los invernaderos del señor Ito.

—¿Qué dices? Ahora estoy seguro de que te has vuelto loca.

—¿Puedes decirme un sitio más seguro? El hijo del señor Ito es un hombre que se aviene a razones: ayer mismo estuve hablando con él, y se mostró muy sensato. Uno de sus invernaderos resultaría el escondrijo perfecto, cómodo y abrigado además. No se puede ver a través del cristal esmerilado con que están construidos, y nadie soñaría ni por asomo que Lummox estuviese dentro.

—No comprendo cómo lo conseguirías.

—Tú déjame hacer a mí. Si no consigo el invernadero…, ¡pero lo conseguiré!, encontraré un almacén vacío o algo parecido. Esta noche llevaremos a Lummie a la mina, después yo volveré volando y prepararé las cosas. Mañana por la noche Lummie y yo volveremos a la ciudad y…

—No puede ser. Tardamos dos noches en llegar hasta aquí, y tendremos que caminar casi toda esta noche para llegar a la mina. No conseguirás llevarlo a la ciudad en una sola noche.

—¿A qué velocidad puede ir?

—A bastante, pero nadie puede ir montado en él cuando va al galope. Ni siquiera yo.

—Yo no lo montaré, sino que volaré sobre él, dirigiéndole y haciéndole aminorar la marcha en las curvas. ¿Nos llevará tres horas, tal vez? Y hay que contar con otra hora para llevarlo a escondidas al invernadero y ocultarlo allí.

—Bien…, tal vez dé resultado.

—Lo dará, tiene que darlo forzosamente. Entonces, tú te dejas atrapar.

—¿Cómo? ¿Yo no volveré a casa?

—No, eso nos delataría. Te detienen, y tú dices que estabas haciendo una simple prospección de aficionado en busca de uranio; ya te traeré un contador para las radiaciones. No sabes dónde está Lummox; le diste un beso de despedida y lo pusiste en libertad, y viniste aquí con el fin de olvidar tus penas. Tienes que mostrarte convincente. Y no permitas que utilicen un detector de mentiras.

—Sí, pero… Escucha, Bella Durmiente, ¿de qué va a servir eso? Lummox no puede estar siempre encerrado en un invernadero.

—No hacemos más que ganar tiempo. Están dispuestos a matarlo así que lo vean, y lo harán. De este modo lo mantendremos invisible, hasta que podamos cambiar la situación.

—No sé cómo vamos a lograr cambiarla —dijo Johnnie con voz compungida.

—No te desanimes tan pronto, cabezota. Mira, ¿te acuerdas de «La decisión del cisne»?

—¿La decisión del cisne? La dimos en Costumbres de Civilizaciones, grado elemental.

—Sí. Repítela.

—¿Qué significa esto? ¿Adónde quieres ir a parar? —John Thomas frunció el ceño y rebuscó en su memoria—. «Los seres que poseen habla y manipulación deben ser considerados como inteligentes, y por lo tanto poseerán derechos humanos innatos, a menos que se demuestre lo contrario de manera concluyente». —Se enderezó—. ¡Arrea! No pueden matar a Lummox…, ¡tiene manos!