Descendió con cautela y se paró a escuchar a la puerta del dormitorio de su madre. Se trataba de un gesto instintivo, pues sabía que la estancia estaba insonorizada. Luego fue a su habitación y se preparó para la marcha; se vistió de montañero, con botas de clavos, y colocó sus útiles de acampada en sus bolsillos, sin olvidar el saco de dormir y su correspondiente grupo electrógeno.
Contó su dinero y profirió un juramento; el resto se hallaba en su libreta de ahorros y no tenía tiempo de ir a retirarlo. Qué se le iba a hacer… Bajaba ya la escalera, cuando se acordó de algo importante, y volvió a su escritorio.
«Querida mamá —escribió—, Lum y yo nos vamos y será mejor que no tratéis de buscarnos. Lamento tomar esta decisión, pero no tengo otra alternativa».
Releyó la nota, añadió «Te quiere» y la firmó.
Empezó a redactar otra para Betty, pero tras varios intentos se dijo que era mejor enviarle una carta cuando tuviese más cosas que decirle. Se dirigió al comedor y dejó la nota sobre la mesa. Luego fue a la despensa y cogió algunas cosas de comer. Pocos minutos después, cargado con una gran mochila atestada de latas y paquetes, salió para dirigirse al cobertizo de Lummox.
Su mascota dormía. El ojo vigilante lo reconoció, así que Lummox siguió durmiendo apaciblemente. John Thomas tomó impulso y atizó un tremendo puntapié en el costado de Lummox.
—¡Eh, Lummox! Despierta.
La bestia abrió sus otros ojos, bostezó discretamente y dijo con su vocecita aflautada:
—Hola, Johnnie.
—Levántate. Nos vamos de excursión.
Lummox extendió sus patas y se incorporó, dejando que una ondulación corriese por su lomo, desde la cabeza hasta la cola.
—De acuerdo.
—Hazme un asiento; y haz sitio también para esto.
John Thomas izó la mochila hasta el lomo de la bestia y luego trepó él. Pronto se hallaron en la carretera.
A pesar de ser un inexperto mozalbete, John Thomas sabía que escaparse y ocultarse con Lummox constituía un proyecto de casi imposible realización; Lummox llamaría la atención en todas partes. No obstante, había una cierta dosis de método en aquella locura; no resultaba tan imposible ocultar a Lummox cerca de Westville, como lo hubiera resultado en otros sitios.
Westville se extendía en un valle montañoso muy abierto; inmediatamente al oeste, el espinazo de la cordillera elevaba sus agudos picachos hacia el cielo. A pocos kilómetros de la ciudad comenzaba una de las grandes zonas primitivas del país, constituida por miles de kilómetros cuadrados de accidentado terreno, que se encontraba casi en el mismo estado que cuando los indios dieron la bienvenida a Colón. Durante una breve temporada anual, bullían por la región los cazadores de chaqueta roja, que disparaban contra venados y alces, e incluso contra ellos mismos; la región estaba desierta la mayor parte del año.
Si podía llevar a Lummox allí sin que le viesen, era bastante posible que consiguiesen evitar ser descubiertos…, por lo menos mientras le durasen las reservas alimenticias. Cuando llegase ese momento, viviría de lo que le diese la región, tal como haría Lummox; podía comer venado. O tal vez volver a la ciudad sin Lummox, y negociar entonces, desde la fuerte posición que representaría su negativa de decirles dónde se hallaba éste, hasta que ellos se aviniesen a entrar en razón. No se detenía a pensar en las posibilidades de realizar su plan; él intentaba simplemente poner a Lummox a cubierto de sus perseguidores; luego ya habría tiempo de pensar. ¡Ocultarlo en algún sitio donde aquel canalla de Dreiser no pudiese alcanzarlo y hacerle daño!
John Thomas podía haber ordenado a Lummox que se dirigiese hacia el oeste, para llegar a las montañas yendo a campo traviesa, pues Lummox podía caminar por todos los terrenos; pero dejaba un rastro en la tierra blanda tan visible como el de un tanque. Era necesario no salir de la carretera, que tenía un pavimento duro.
Johnnie acariciaba una idea que solucionaba perfectamente el problema. En otros siglos una carretera transcontinental cruzaba las montañas pasando al sur de Westville y serpenteando al ascender hacia la Gran Divisoria. Hacía mucho tiempo que había sido reemplazada por una moderna autopista movida por energía, que atravesaba la muralla rocosa por medio de un túnel, en lugar de encaramarse por ella. La vieja carretera aún existía, abandonada, cubierta por la vegetación en muchos trechos, con sus losas de cemento levantadas y agrietadas a causa de las heladas y el calor del estío; pero seguía siendo una carretera pavimentada, en la que el pesado avance de Lummox dejaría muy pocas huellas.
Condujo a Lummox por callejones apartados, evitando las casas y dirigiéndose hacia un lugar situado a unos cinco kilómetros hacia el oeste, donde la autopista penetraba en el primer túnel, y la antigua carretera iniciaba el ascenso. No llegó hasta la bifurcación, sino que se detuvo a un centenar de metros de ella, dejando a Lummox en un solar vacío y advirtiéndole que no se moviese, mientras él reconocía el terreno. No se atrevió a llevar a Lummox hasta la autopista para pasar desde ésta a la vieja carretera; no sólo podían verles, sino que además aquello podía resultar peligroso para Lummox.
Pero John Thomas consiguió encontrar lo que buscaba: una carretera secundaria que daba la vuelta a la bifurcación. No estaba pavimentada, pero sí recubierta de grava de granito perfectamente apisonada, y le pareció que no quedarían señalados en ella los pesados pasos de Lummox. Volvió junto a éste, y lo encontró comiéndose tranquilamente un rótulo que decía «en venta». Lo riñó y se disponía a alejarse con él, cuando lo pensó mejor y decidió que más valía librarse de aquella prueba. Volviendo al solar, esperó a que Lummox terminase de comerse el letrero.
Una vez en la antigua carretera, John Thomas respiró aliviado. Durante los primeros kilómetros estaba en buen estado, porque aún la utilizaban los moradores de las casas situadas más allá del cañón. Pero el tránsito local aún no había empezado a aquella hora. Una o dos veces pasó sobre ellos un coche aéreo, conducido por personas que habían ido a una fiesta o al teatro y regresaban a sus casas, pero si sus pasajeros advirtieron la enorme bestia que avanzaba por la carretera debajo de ellos no lo demostraron.
La carretera zigzagueaba subiendo por el cañón, hasta que desembocó en una meseta; aquí el pavimento estaba obstruido por una barrera: carretera cerrada, prohibido el paso de vehículos más allá de este punto. Johnnie se apeó para examinar el obstáculo. Estaba constituido por un solo tronco, muy grueso, colocado transversalmente a la altura del pecho.
—Lummie, ¿puedes pasar por encima de este tronco sin tocarlo?
—Claro que sí, Johnnie.
—Muy bien. Despacio, ¿eh? No tienes que derribarlo. Trata de ni siquiera rozarlo.
—Ni siquiera lo rozaré, Johnnie.
Y así fue. En lugar de saltar por encima del obstáculo, como un caballo por encima de una valla baja, Lummox fue encogiendo sucesivamente sus diversos pares de patas, y se escurrió con presteza por encima del tronco.
Johnnie se arrastró por debajo de la barrera y se unió a Lummox en el otro lado.
—No sabía que fueses capaz de hacer eso.
—Ni yo tampoco.
La carretera estaba en muy mal estado desde aquel punto en adelante. Johnnie se detuvo para sujetar la mochila con una cuerda bajo el vientre de Lummox, sujetándose luego él mismo por los muslos.
—Muy bien, Lummie. A ver si podemos correr un poco. Pero no galopes; no quiero caerme.
—¡Sujétate, Johnnie!
Lummox adquirió velocidad, manteniendo la colocación normal de sus patas. Avanzaba a un trote rápido, y su marcha era suave y sin sacudidas gracias a sus numerosas patas, Johnnie se dio cuenta de que estaba muy cansado, tanto de cuerpo como de espíritu. Lejos de lugares habitados y de carreteras frecuentadas se sentía seguro, y la fatiga le dominó. Se recostó sobre el lomo de Lummox, y éste adaptó sus contornos al cuerpo de su amigo. El movimiento de balanceo y el rítmico rumor de las numerosas patas de Lummox tuvieron sobre él un efecto calmante, y terminó por quedarse dormido.
Lummox continuó avanzando sobre las losas agrietadas con paso firme y seguro. Hacía uso de su visión nocturna y no corría el menor peligro de tropezar en la oscuridad. Se dio cuenta de que Johnnie dormía, y trató de que su marcha fuese lo más suave posible. Pero terminó por aburrirse y decidió descabezar también un sueñecito. No había dormido bien las noches que pasó fuera de casa; siempre se había visto envuelto en algo desagradable, y además le inquietaba no saber dónde estaba Johnnie. Por lo tanto, montó ahora su ojo guardián, cerró los otros y pasó el control a su cerebro secundario, situado en la grupa. Lummox se entregó en brazos de un sueño apacible, dejando que aquella parte insignificante de sí mismo que nunca dormía se encargase de la sencilla tarea de vigilar la carretera y comprobar el incansable movimiento de sus ocho patas.
John Thomas se despertó cuando las estrellas empezaban a palidecer en el cielo matinal. Sacudió sus músculos envarados y se estremeció. Por todas partes los rodeaban altas montañas, y la carretera discurría junto a una de ellas, con un precipicio cortado a pico al otro lado, que terminaba en un torrente, allá abajo, muy lejos. Incorporándose, gritó:
—¡Eh, Lummie!
No recibió respuesta. Volvió a gritar. Esta vez Lummie respondió con voz soñolienta:
—¿Qué pasa, Johnnie?
—Te has dormido —le acusó éste.
—Tú no me lo has prohibido, Johnnie.
—Bueno…, está bien. ¿Seguimos en la misma carretera?
Lummox consultó a su otro yo, y repuso:
—Sí. ¿Quieres ir a otra carretera?
—No. Pero tenemos que salir de ésta. Se está haciendo de día.
—¿Por qué hemos de salir?
John Thomas no supo cómo responder a aquella pregunta; no le hacía ninguna gracia tener que explicar a Lummox que se hallaba sentenciado a muerte y tenía que ocultarse.
—Tenemos que hacerlo, eso es todo. Pero tú sigue andando. Ya te lo contaré.
El torrente ascendía hacia ellos; después de recorrer cosa de un kilómetro y medio, la carretera estaba sólo a pocos metros por encima del mismo. Llegaron a un lugar donde el lecho del torrente se ensanchaba, convirtiéndose en una extensión sembrada de grandes peñascos, cruzada por un hilillo de agua.
—¡Para! —gritó Johnnie.
—¿Vamos a descansar? —inquirió Lummox.
—Todavía no. ¿Ves esos peñascos?
—Sí.
—Quiero que pases sobre ellos sin poner tus pies sobre ese fango tan blando. Pasa desde la carretera a los peñascos directamente. ¿Me entiendes?
—¿No quieres que deje huellas? —preguntó Lummox dubitativamente.
—Eso mismo. Si viene alguien y ve tus huellas, tendrás que volver a la ciudad…, porque las seguirán y nos encontrarán. ¿Comprendes?
—No dejaré huellas, Johnnie.
Lummox bajó al lecho seco del torrente como un gusano gigantesco. La maniobra obligó a John Thomas a sujetarse fuertemente con una mano a su cuerda de seguridad, mientras que con la otra sostenía la mochila. Lanzó un grito agudo.
Lummox se detuvo y preguntó:
—¿Estás bien, Johnnie?
—Sí. Es que me has sorprendido. Sube ahora por el torrente, sin salirte de las rocas.
Siguieron el curso del torrente hasta que encontraron un punto por donde podían vadearlo, y luego siguieron por la otra orilla. El torrente giraba apartándose de la carretera, y pronto se hallaron a algunos centenares de metros de ella. Era ya de día y John Thomas empezaba a preocuparse ante un eventual reconocimiento aéreo, aunque era improbable que se hubiese dado tan pronto la alarma.
Frente a ellos, una ladera montañosa cubierta de abetos descendía hasta la orilla del torrente. El bosquecillo parecía bastante denso; aunque Lummox no resultase del todo invisible en su interior, si permanecía quieto parecería un enorme peñasco cubierto de musgo. Tenía que meterlo allí; no había tiempo de escoger un sitio mejor.
—Sube y métete entre esos árboles, Lum, y trata de no desmoronar la orilla. Pisa con cuidado.
Entraron en el bosquecillo y se detuvieron; Johnnie se apeó de su montura. Lummox arrancó una rama de abeto y empezó a comérsela. Eso recordó a Johnnie que él tampoco había probado bocado desde hacía mucho tiempo, pero estaba tan mortalmente cansado, que ni siquiera tenía hambre. Sólo quería dormir, dormir de verdad, no a medias y lleno de sobresaltos sujeto a una cuerda de seguridad.
Pero temía que si dejaba pastar a Lummox mientras dormía, el estúpido grandullón saldría a un lugar descubierto y sería visto.
—¿Lummie? ¿Vamos a echar una siestecita antes de desayunar?
—¿Por qué?
—Verás, Johnnie está muy cansado. Tú échate aquí, y yo pondré mi saco de dormir a tu lado. Después, cuando nos despertemos, desayunaremos.
—¿No comeremos hasta que tú te despiertes?
—Eso es.
—Bueno…, como tú quieras —dijo Lummox.
John Thomas sacó su saco de dormir del bolsillo, abrió de un golpe rápido la ligera membrana y le conectó el grupo electrógeno. Ajustó el termostato y dio vuelta al conmutador; después, mientras se calentaba, infló la colchoneta. El tenue aire de las alturas convirtió aquella labor en un trabajo muy fatigoso; dejó la colchoneta a medio inflar y se despojó de todas sus ropas. Temblando bajo aquel aire helado, se deslizó en el interior del saco y lo cerró hasta dejar únicamente un orificio por el que asomaba la nariz.
—Buenas noches, Lummie.
—Buenas noches, Johnnie.
Henry Kiku durmió mal y se levantó temprano. Desayunó sin molestar a su esposa y se dirigió a Asuntos Espaciales, adonde llegó cuando el gran edificio aún permanecía silencioso y sólo había en él el turno de noche. Sentado ante su mesa, trató de pensar.
Su subconsciente le había estado importunando toda la noche, diciéndole que se olvidaba de algo importante. Kiku sentía un gran respeto por su subconsciente, pues sustentaba la teoría de que la auténtica función pensante no se realizaba en la parte superficial de la mente, que él consideraba simplemente como un escaparate donde se exhibían los resultados que llegaban de otra parte, como las ventanillas de la «respuesta» de una calculadora.
Algo que había dicho Greenberg…, algo relacionado con la creencia del rargiliano de que los hroshii, sólo con una nave, constituían una tremenda amenaza para la Tierra. Kiku consideró aquella afirmación como un burdo intento por parte del hombre de las serpientes para ver si conseguía salvar la honra y concluir satisfactoriamente las negociaciones. En realidad, poco importaba; las negociaciones estaban casi concluidas, y el único detalle que quedaba por resolver era el establecimiento de relaciones diplomáticas permanentes con los hroshii.
Su subconsciente no lo creía así.
Se inclinó sobre su mesa y habló al supervisor nocturno de comunicaciones.
—Kiku al habla. Llame al Hotel Universal. Se aloja allí un tal doctor Ftaeml, un rargiliano. Quiero hablarle en cuanto pida el desayuno. No, que no le despierten; todo el mundo tiene derecho al descanso.
Después de hacer todo cuanto podía por el momento, se consagró al trabajo rutinario que tenía ante sí, lo cual le sirvió de sedante.
Su bandeja de entrada estaba vacía por primera vez desde hacía muchos días, y el edificio empezaba a entrar en actividad, cuando en la pantalla del intercomunicador se encendió una luz roja intermitente.
—Kiku al aparato.
—Señor —dijo una cara ansiosa—, hemos llamado al Hotel Universal. El doctor Ftaeml no ha pedido el desayuno.
—Tal vez desea levantarse tarde. Puede hacerlo.
—No, señor. Quiero decir que no ha desayunado. Se dirige ahora al espaciopuerto.
—¿Hace mucho que se ha marchado?
—De cinco a diez minutos. Acabo de saberlo.
—Muy bien. Llame al espaciopuerto y dígales que no den la salida a esa nave. Asegúrese de que comprenden que se trata de un despacho diplomático y de que tienen que hacer algo, sin limitarse simplemente a garrapatear el despacho de aduanas en la pizarra para luego volver a dormirse. Después de localizar al propio doctor Ftaeml, preséntele mis respetos, y dígale que me conceda el honor de esperar unos minutos, pues deseo verle. Salgo inmediatamente hacia el espaciopuerto.
—Sí, señor.
—Si hace bien lo que le digo, procuraré que conste como una nota favorable en su hoja de servicios. Es usted Znedov, ¿verdad? Decida usted mismo el ascenso; quiero ver qué opinión tiene de sí mismo.
—Gracias, señor.
Kiku cortó la comunicación y llamó a Transportes.
—Soy Kiku. Salgo hacia el espaciopuerto tan de prisa como pueda subir al tejado. Proporcióneme un coche rápido y una escolta policíaca.
—¡Al instante, señor!
Se detuvo el tiempo justo para decirle a su secretaria adonde se dirigía y luego subió a su ascensor particular, que lo condujo a la azotea.
En el espaciopuerto, Ftaeml esperaba en el paseo para viajeros, contemplando las naves y pretendiendo fumar un cigarrillo. Kiku se acercó a él y se inclinó.
—Buenas días, doctor. Ha sido usted muy amable al esperarme.
El rargiliano tiró el cigarrillo.
—Es usted quien me concede un alto honor, señor subsecretario. Que una persona de su rango y con innumerables ocupaciones oficiales, condescienda a venir a despedirme…
Terminó la frase con un gesto que denotaba sorpresa y placer al mismo tiempo.
—No lo retendré mucho rato. Pero no quería privarme del placer de verle nuevamente hoy, y no sabía que tenía usted intención de marcharse.
—Ha sido culpa mía, señor subsecretario. Sólo tenía intención de ir y volver en seguida, para tener el gusto de verle esta tarde.
—Muy bien. Bueno, quizá mañana pueda ofrecer una solución aceptable a este problema.
Ftaeml mostró una inequívoca sorpresa.
—¿Una solución favorable?
—Así lo espero. Los datos que usted nos proporcionó ayer nos han dado una nueva pista.
—¿Debo entender que han encontrado ustedes a la hroshia perdida?
—Es posible. ¿Conoce usted el cuento del patito feo?
—¿El patito feo? —El rargiliano parecía rebuscar en sus archivos—. Sí, conozco esa expresión.
—El señor Greenberg, siguiendo la pista que usted nos proporcionó, ha salido en busca de nuestro patito feo. Si por suerte resulta ser el cisne que andamos buscando, entonces…
Kiku hizo inconscientemente un gesto como el doctor Ftaeml.
El rargiliano no parecía dar crédito a lo que oía.
—¿Y usted cree que lo es, señor subsecretario?
—Veremos. La lógica nos dice que debe serlo; el cálculo de probabilidades nos dice que no.
—¿Puedo comunicárselo a mis clientes?
—Creo que será mejor que esperemos a tener noticias del señor Greenberg. Está fuera de la capital, investigando. ¿Podré ir a buscarle a usted con la nave exploradora, doctor?
—Desde luego, señor.
—Oiga, doctor…, aún hay algo más.
—¿Ah, sí?
—Anoche hizo usted una observación muy singular en presencia del señor Greenberg. Suponemos que se trata de una broma… o tal vez de una distracción. Dijo algo acerca de que la Tierra podía ser «volatilizada».
Durante un momento el rargiliano permaneció silencioso. Luego cambio de tema:
—Dígame, señor, ¿qué fundamento lógico hay para afirmar que ese patito feo es un cisne?
Kiku respondió midiendo cuidadosamente sus palabras:
—Una astronave terrestre visitó un planeta desconocido en la época a que se refieren los datos que usted nos dio. La raza dominante podía haber sido la de los hroshii; la identificación sólo es exacta en lo que se refiere al tiempo. Un ser vivo de ese planeta fue raptado y transportado a la Tierra. Ese ser aún sigue vivo, aunque hayan transcurrido más de ciento veinte años desde esa fecha: el señor Greenberg ha ido en su busca, para que los clientes de usted procedan a su identificación.
El doctor Ftaeml dijo en voz baja y reposada:
—Tiene que ser ése. Es increíble, pero tiene que serlo. —Prosiguió en voz baja y alegre—: Señor, me ha dado usted una gran alegría.
—¿De veras?
—Sí, una gran alegría. También ha hecho posible que le hable con entera libertad.
—Siempre ha podido usted hablar libremente, doctor; nadie se lo ha impedido. Ignoro las instrucciones que le han dado sus clientes a ese respecto.
—No han ejercido ninguna coerción. Pero…, ¿se ha dado cuenta, señor, de que las costumbres de una raza determinada se reflejan en su lengua?
—A veces he encontrado cosas que me han hecho creerlo así —respondió secamente Kiku.
—Efectivamente. Si visitase a un amigo suyo enfermo en un hospital, sabiendo que tiene que morir y que usted no puede hacer nada por evitarlo, ¿le hablaría de la suerte que le espera?
—No. A menos que él mismo abordase el tema.
—¡Exactamente! Al hablar con usted y el señor Greenberg, me vi constreñido a adaptarme a sus costumbres.
—Doctor Ftaeml —dijo lentamente Kiku—, vamos a hablar con franqueza, aun a riesgo de mostrarnos descorteses. ¿Debo creer que está usted convencido de que esa sola nave extranjera puede causar graves daños a este planeta, a pesar de las defensas nada despreciables con que cuenta?
—Hablaré con franqueza, señor subsecretario. Si los hroshii llegasen a tener el convencimiento de que, debido a las acciones cometidas por este planeta o por algún miembro de su cultura, su hroshia había muerto o estaba perdida para siempre, la Tierra no recibiría graves daños; simplemente sería destruida.
—¿Por esa nave únicamente?
—Sin otra ayuda.
Kiku movió la cabeza dubitativamente.
—Doctor, estoy seguro de que está usted convencido de lo que dice. Pero yo no. La extensión y calidad de las defensas de este planeta, el principal de la Federación, posiblemente le son desconocidas. Pero si se atreviesen a cometer esa locura, les enseñaríamos que tenemos dientes y sabemos morder.
Ftaeml parecía apenado.
—En ninguna de las muchas lenguas civilizadas hallo palabras para convencerle. Pero créame, lo que ustedes pudiesen hacer contra ellos sería tan fútil como arrojar piedras contra uno de sus modernos barcos de guerra.
—Ya veremos. O mejor dicho, no lo veremos. Detesto las armas, doctor; son el último recurso de la mala diplomacia. ¿Les ha hablado del deseo de la Federación de aceptarlos como miembros de la Comunidad de Civilizaciones?
—He tenido grandes dificultades en hacerles comprender la naturaleza de su ofrecimiento.
—¿Son entonces una raza decididamente belicosa?
—No son belicosos en absoluto. ¿Cómo le diría? ¿Es usted belicoso cuando aplasta a una mosca? Los hroshii son prácticamente inmortales para la medida humana del tiempo, e incluso para la nuestra. Son tan invulnerables ante todos los accidentes y azares, que tienden a contemplarnos…, ¿cuál es la expresión que usan ustedes?… «¡Olímpico!», eso es, a contemplarnos desde alturas olímpicas. No pueden ver ninguna utilidad ni finalidad en las relaciones con razas inferiores; por eso su proposición no fue tomada en serio, aunque me esforcé porque la considerasen seriamente.
—Me resultan unos perfectos estúpidos —respondió Kiku sarcásticamente.
—No es cierto, señor. Valoran altamente la raza humana y la nuestra. Saben que todas las culturas que han alcanzado la navegación interplanetaria poseen al menos cierta habilidad en las artes menores, y por lo tanto son conscientes de que ustedes se consideran muy poderosos. Por tal razón proyectan una demostración de fuerza, para convencerles de que deben entregar inmediatamente su hroshia. Consideran esta acción como un puyazo a un animal de tiro, una señal que éste comprenderá bien.
—Vaya… ¿Conoce usted la naturaleza de esa demostración?
—La conozco. Mi viaje de hoy a su nave tiene por objeto tratar de persuadirles a esperar. Intentan tocar ligeramente la cara de la luna, dejando en ella una marca incandescente de más de mil seiscientos kilómetros de longitud, para convencerles de que ellos… «no bromean».
—Eso no me impresiona en lo más mínimo. Podemos reunir una escuadrilla de naves y trazar la misma señal, si queremos.
—¿Pero podrían hacerlo con una sola nave, en pocos segundos, sin hacer el menor ruido y desde una distancia de cuatrocientos millones de kilómetros?
—¿Cree que ellos podrán?
—Estoy seguro de ello. Una demostración sin importancia. Señor subsecretario, en la parte del espacio que ellos ocupan han aparecido novas que no eran accidentes de la naturaleza.
Kiku vaciló. Si aquello era cierto, tal demostración podría servir a sus propios fines al obligar a los hroshii a mostrar de qué eran capaces. La pérdida de unas cuantas montañas lunares sin valor alguno no tenía importancia, pero sería difícil evacuar una zona tan extensa, aunque hubiese en ella muy pocas personas.
—¿Les ha dicho que nuestra Luna está habitada?
—No está habitada por su hroshia, que es lo único que les interesa.
—Lo supongo. Doctor, ¿podría sugerirles, primero, que está a punto de dar con el paradero de su hroshia, y segundo, que ésta puede hallarse en algún lugar de nuestro satélite, siendo ésa la causa de que su búsqueda haya sido tan laboriosa?
El rargiliano simuló una amplia sonrisa humana.
—Señor, permítame que le felicite. Estaré muy contento de comunicarles lo que me sugiere. Estoy seguro de que no habrá demostración de fuerza.
—Buena suerte, doctor. Permaneceré en contacto con usted.
—Gracias, señor, y hasta la vista.
De regreso a su despacho. Kiku se dio cuenta de que no había experimentado ninguna sensación de náusea en presencia del medusoide. Después de todo, aquel bribón era bastante simpático, aunque no dejaba de ser horrible. El doctor Morgan era ciertamente un estupendo hipnotizador.
Su bandeja de entrada estaba repleta, como de costumbre; apartó a los hroshii de su pensamiento y se puso a trabajar activamente y lleno de contento. Muy avanzada la tarde, le comunicaron que Greenberg estaba en circuito y deseaba hablar con él personalmente.
—De acuerdo —dijo Kiku, pensando que por último se iban colocando en su lugar las piezas del rompecabezas.
—¿Jefe? —empezó a decir Greenberg.
—¿Eh? Sí, soy yo, Sergei. ¿Por qué demonios pone esa cara?
—Porque estoy considerando si me gustará mucho ir como simple soldado a la Legión Extranjera del Espacio.
—Deje de andarse con rodeos. ¿Qué ha pasado?
—El pájaro ha volado.
—¿Ha volado? ¿Adónde?
—Ojalá lo supiese. El lugar más probable es una reserva forestal al oeste de la población.
—Entonces, ¿por qué pierde el tiempo contándomelo? Vaya a buscarlo en seguida.
Greenberg suspiró.
—Esperaba que dijese eso. Verá jefe, esa región tiene más de cuarenta mil kilómetros cuadrados, elevados árboles, altas montañas y no hay en ella carretera de ninguna clase. Además, el jefe de la policía local me ha tomado la delantera, llevándose a todos sus hombres y la mitad de los ayudantes del sheriff del condado. Les ha ordenado que lo maten en cuanto lo vean, y ha ofrecido una recompensa para la nave que consiga darle muerte.
—¿Qué?
—Lo que oye. Recibieron a su debido tiempo la autorización de usted para dar muerte a Lummox; pero su anulación se ha perdido; no sé adonde puede haber ido a parar. Pero el jefe en funciones es un hombre anticuado con alma de chupatintas; se atiene a la orden y no hay quien le saque de ahí. Ni siquiera me ha permitido utilizar la frecuencia de la policía para llamarle a usted. Después de haber sido retirada nuestra intervención, yo no tengo la menor autorización para oponerme a él.
—Y usted acepta esa situación, ¿no es eso? —dijo Kiku con acritud—. Espera con lo brazos cruzados a que ese bicho reviente.
—Casi. He tratado de ver al alcalde, pero está fuera de la ciudad. He intentado que el gobernador me recibiese y está en una reunión a puerta cerrada muy importante. Tampoco he podido ver al jefe de los guardabosques; creo que se ha unido a los perseguidores, para ver si consigue la recompensa. Tan pronto como termine de hablar con usted, iré a retorcerle el brazo al jefe hasta hacerle entrar en razón y…
—Ya tendría que estar haciéndolo.
—No tardaré mucho. Le he llamado para pedirle que hiciese algo, jefe. Necesito ayuda.
—La tendrá.
—No sólo para conseguir ver al gobernador e iniciar una nueva intervención. Incluso después de lograr echar mano a ese jefe de policía loco y persuadirle para que llame a sus sabuesos, seguiré necesitando ayuda. Cuarenta mil kilómetros cuadrados de terreno montañoso, significa hombres y naves. No es una tarea que pueda desempeñar un hombre, sólo con una cartera de negocios. De todos modos, ya sé que terminaré en la Legión Extranjera.
—Allí nos veremos —dijo Kiku sombríamente—. Muy bien, manos a la obra. Andando.
—Ha sido una suerte haberle encontrado, jefe.
Henry Kiku cortó la comunicación, y empezó inmediatamente a hacer las oportunas gestiones, iniciando una nueva intervención departamental, y envió mensajes urgentes y con carácter de excepción al gobernador del Estado, al alcalde de Westville y al tribunal del distrito de Westville. Una vez adoptadas estas primeras medidas, se sentó durante unos segundos para reflexionar acerca de lo que debía hacer… Levantándose, fue a decir al ministro que debían pedir ayuda a las autoridades militares de la Federación.