John Thomas no sabía de qué hablar con Lummox, así que no se quedó mucho rato junto a él. Lummox, consciente de su preocupación, le acosaba a preguntas. Finalmente, John Thomas hizo un esfuerzo y le dijo:
—¡No te oculto nada malo! Cállate y procura dormir. Y no se te ocurra moverte del patio; si lo haces, te haré poner de rodillas y te pegaré.
—Sí, Johnnie. No deseo salir. No quiero que la gente se meta conmigo.
—Pues a ver si no lo olvidas y no vuelves a hacerlo.
—No lo haré, Johnnie. Te lo prometo.
John Thomas regresó a casa, subió a su habitación y se echó sobre la cama. Pero no lograba conciliar el sueño. Al cabo de un rato se levantó, a medio vestir, y subió al desván. Aquella casa era muy antigua y tenía incluso buhardilla, a la que se accedía por una escalera de madera y una trampa abierta en el techo de un gabinete del piso alto. En otro tiempo hubo allí una escalera, pero fue suprimida cuando se construyó la terraza de aterrizaje en el tejado, pues se necesitó el espacio que ocupaba para colocar el ascensor.
Pero el desván seguía en el mismo sitio, y era el único retiro auténtico que tenía John Thomas. Su madre solía «limpiarle» a veces la habitación, si bien habitualmente lo hacía él. Cualquier cosa podía ocurrir cuando su madre le limpiaba la habitación. Sus papeles se perdían, eran destruidos o incluso leídos, porque ella era de la opinión de que entre padres e hijos no debe haber secretos.
Por lo tanto, todo aquello que quería tener bien guardado lo tenía en el desván; su madre nunca subía allí, pues las escaleras de mano le daban vértigo. El muchacho disponía en aquel lugar de una habitación muy reducida, casi sin ventilación y enormemente sucia, que su madre suponía que utilizaba únicamente como cuarto de trastos viejos. Su verdadero uso tenía múltiples aspectos: había criado serpientes en ella algunos años antes; allí guardaba la pequeña colección de libros que todos los jóvenes forman a escondidas de los padres; incluso tenía un teléfono supletorio conectado a la línea audiovisual de su dormitorio. Este aparato era el resultado práctico de las enseñanzas de física que recibió en la Escuela Superior, y le dio mucho trabajo su instalación, pues no sólo tuvo que montarlo aprovechando las ausencias de su madre y de tal modo que ésta no pudiera darse cuenta, sino que, además, tuvo que evitar que los técnicos de la compañía telefónica lo advirtiesen.
Pero el teléfono funcionaba, y él le añadió un circuito auxiliar que hacía encenderse una luz de aviso si alguien escuchaba desde los otros aparatos que había en la casa.
Aquella noche no sentía deseos de llamar a nadie, y ya había pasado la hora en que se podía telefonear a Betty. Simplemente quería estar solo, y revisar algunos papeles que llevaba mucho tiempo sin ver. Rebuscó debajo de su mesa de trabajo, accionó una palanca y se abrió una puertecilla en lo que parecía ser una pared lisa. En el armario así surgido, se veían libros y papeles que él se apresuró a sacar.
Entre aquellos tesoros había un libro de notas en papel biblia, el diario de su bisabuelo durante el segundo viaje de exploración del «Rastro de Fuego». Tenía más de cien años y estaba muy manoseado. John Thomas lo había leído docenas de veces; suponía que su padre y su abuelo habían hecho lo mismo. Todas las páginas estaban en un estado muy precario, y algunas habían sido restauradas.
Empezó a hojearlo, volviendo cuidadosamente las páginas, y pasando rápidamente la vista por ellas. Sus ojos se detuvieron en un párrafo que casi se sabía de memoria: «… algunos de los muchachos tienen pánico, especialmente los casados. Pero debieran haberlo pensado mejor antes de alistarse. Ahora todos sabemos lo que nos espera; salimos disparados y llegamos a un sitio bastante lejano. ¿Pero qué importa? Nosotros lo que queríamos era viajar, ¿no?».
John Thomas pasó unas cuantas páginas más. Conocía desde hacía tanto tiempo la historia del «Rastro de Fuego» que el releerlo no te producía asombro ni terror. Había sido una de las primeras naves interestelares, y su comandante y tripulación se habían convertido en modernos descubridores, con el mismo arrojo ante lo desconocido que señaló los días de oro del siglo XV, en que los hombres desafiaron mares no señalados en los mapas, aventurándose por ellos en frágiles navíos de madera. El «Rastro de Fuego» y sus naves hermanas siguieron el mismo camino, rompiendo la barrera de Einstein, en la presunción de que podrían regresar. John Thomas VIII se hallaba a bordo de aquella nave en su segundo viaje, y al volver a la Tierra se casó, tuvo un hijo y se estableció; fue él quien construyó la terraza de aterrizaje en el tejado.
Una noche oyó otra vez la llamada de lo desconocido, y se alistó de nuevo. Nunca más volvió.
John Thomas buscó la primera mención de Lummox en el diario: «Este planeta es muy similar a la Tierra, lo cual supone un alivio después de los tres últimos que hemos visitado, que eran repugnantes. Aquí la evolución ha hecho las cosas a doble escala; en lugar de la disposición de cuatro miembros, que entre nosotros se considera correcta, casi todo el mundo tiene por lo menos ocho patas. Hay “ratones” que parecen ciempiés, criaturas parecidas a conejos con seis patitas y un par de enormes patas saltadoras; y toda clase de seres, hasta unos tan grandes como jirafas. Me apoderé de un animalito (si es que puede llamársele así…, la verdad es que se acercó y se encaramó sobre mis rodillas) y me quedé tan prendado de él que quisiera quedármelo como mascota. Me recuerda a un cachorro de basset, aunque mejor constituido. Cristy estaba de guardia en la escotilla estanca, de modo que pude llevarlo a bordo sin verme obligado a entregarlo a los biólogos».
El diario del día siguiente no mencionaba a Lummox, pues trataba de algo más serio: «Esta vez hemos dado en el blanco… Civilización. Mis compañeros están tan excitados que casi han perdido la cabeza. He visto desde lejos a un miembro de la raza dominante. Tienen el mismo número de patas, pero fuera de esto, hacen que uno se pregunte qué le hubiera pasado a la Tierra si los dinosaurios hubiesen conseguido medrar».
Y más adelante: «Me he preguntado qué podría dar de comer a mi cariñoso cachorrillo. Le gusta de todo lo que logro coger para él de la despensa, pero también come cualquier otra cosa. Hoy se ha comido mi estilográfica Everlasting, y eso me tiene preocupado. No creo que la tinta lo envenene, pero ¿qué efecto le producirán las partes de metal y plástico? Es como una criatura; se lleva a la boca todo cuanto cae en sus manos.
»Cada día es más listo. El muy pillín incluso parece que va a romper a hablar de un momento a otro; me mira y se pone a lloriquear, y yo le miro y hago lo propio. Después se sube a mis rodillas y me dice que me quiere, lisa y llanamente. Que me ahorquen si dejo que los biólogos le echen mano, aunque me descubran. Esos pájaros de cuenta serían capaces de abrirle la barriga para investigar en ella. Él me quiere y confía en mí, y yo no voy a abandonarlo».
El diario se saltaba un par de días; el «Rastro de Fuego» había tenido que efectuar un despegue de urgencia, y el ayudante de energía, J. T. Stuart, había estado demasiado ocupado para escribir. John Thomas sabía por qué: las negociaciones iniciadas con la raza dominante, bajo tan buenos augurios habían abocado al más completo fracaso…, sin que nadie supiera por qué.
El capitán tuvo que huir a escape para salvar su nave y la tripulación. Salieron disparados, rompiendo de nuevo la barrera de Einstein, sin conseguir obtener de la raza inteligente los datos astronómicos que deseaban.
Había sólo unos cuantos párrafos más acerca de Lummox cachorrillo: John Thomas apartó el diario, pues no tenía ánimos para seguir leyendo las referencias a Lummox. Al poner de nuevo sus cosas en el escondrijo, su mano se posó sobre un librito impreso por cuenta del autor, titulado Algunas notas sobre mi familia. Fue escrito por su abuelo, John Thomas Stuart IX, y el padre de Johnnie lo había puesto al día antes de partir para siempre en su último viaje. Formaba parte de la biblioteca de la familia, donde figuraba también la voluminosa biografía oficial de John Thomas Stuart VI, pero Johnnie se lo llevó al ático sin que nadie lo advirtiese, y su madre nunca lo echó de menos. Se lo sabía casi tan de memoria como el diario, pero empezó a hojearlo para no pensar en Lummox.
El libro empezaba en 1880, con John Thomas Stuart. No se sabía quienes fueron sus padres y su familia, pues provenía de una pequeña población de Illinois, que en aquellos remotos tiempos no llevaba registro oficial de nacimientos. Él mismo terminó de borrar la, pista de sus antecesores, enrolándose en un barco cuando tenía catorce años. Navegó por los mares de China en naves mercantes, sobrevivió a palizas y a la mala alimentación, y por último terminó «echando el ancla», como capitán retirado, en las postrimerías de la navegación a vela. Fue él quien construyó la vieja mansión en que John Thomas vivía.
Su hijo, John Thomas, no sintió la llamada del mar. En lugar de eso, se mató volando en un extraño aparato al que denominaban «aeroplano». Eso ocurrió antes de la primera de las guerras mundiales; después, durante varios años, la casa recibió «huéspedes de pago».
J. T. Stuart III murió cumpliendo fines más importantes; el submarino donde servía como oficial artillero penetró en el estrecho de Tsushima, en dirección al mar del Japón, pero nunca regresó.
John Thomas Stuart IV murió en el primer viaje a la Luna.
John Thomas V emigró a Marte; su hijo, el personaje famoso de la familia, no interesaba a Johnnie, que se saltó rápidamente las páginas que se ocupaban de él; hacía mucho tiempo que estaba harto de que le recordasen que llevaba el mismo nombre que el general Stuart, el primer gobernador de la Comunidad Marciana después de la revolución. Johnnie se preguntó qué le hubiera ocurrido de haber fracasado la revolución. ¿Lo hubieran colgado, en lugar de erigirle estatuas?
En gran parte del libro, el abuelo de Johnnie se había propuesto reivindicar el nombre de su propio abuelo, porque el hijo del general Stuart fue todo lo contrario de un héroe; pasó los últimos quince años de su vida trabajando duramente en la colonia penitenciaria de Tritón. Su esposa volvió a la Tierra con su familia, tomando de nuevo su nombre de soltera, para ella y para su hijo.
Pero este último se presentó orgullosamente ante un tribunal el día que fue mayor de edad, y se hizo cambiar el nombre de Carlton Gimmidge por el de John Thomas Stuart VIII. Fue él quien trajo al encantador Lummox a casa, y utilizó el dinero que le proporcionó el segundo viaje del «Rastro de Fuego» para adquirir de nuevo la casa solariega. Al parecer, llevó a su propio hijo al convencimiento de que su abuelo había recibido un trato injusto; su hijo hacía mucho hincapié en esto en su libro.
El abuelo de Johnnie hubiera podido acudir a los servicios de un abogado para reivindicar su nombre mancillado. El libro decía simplemente que John Thomas Stuart IX abandonó el servicio y nunca volvió a viajar por el espacio, pues Johnnie sabía que le dieron a escoger entre la renuncia o un consejo de guerra; su propio padre se lo había dicho, diciéndole también que su abuelo hubiera salido del proceso con todos los honores, sólo con que hubiese querido declarar. Su padre añadió: «Johnnie, preferiría ver que te mantienes fiel a tus amigos, antes que verte con el pecho cubierto de medallas».
El viejo aún vivía cuando el padre de Johnnie le contó esto. Otro día, aprovechando que su padre estaba de patrulla, Johnnie le dio a entender que lo sabía.
El abuelo se puso furioso.
—¡Rayos y centellas! —gritó—. Me dieron la muerte civil.
—Pero papá dice que en realidad fue tu piloto quien…
—Tu padre no estaba allí. El capitán Dominic era el más cumplido piloto que jamás pisó acero. Descanse en paz su alma.
Johnnie trató de sacar algo más en claro después de la muerte de su abuelo, pero su padre le respondió con una evasiva:
—Tu abuelo era un romántico sentimental, Johnnie. Nunca tuvo instinto comercial ni comprendió el valor del dinero. —Sacándose la pipa de la boca, echó una bocanada de humo y añadió—: Pero nos divertimos mucho.
Johnnie guardó los libros y papeles, dándose cuenta oscuramente de que no le había hecho mucho bien leer la historia de sus antepasados; no podía quitarse a Lummox de la cabeza. Pensó que lo mejor que podía hacer era bajar e irse a dormir.
Se disponía a poner en obra esta idea, cuando el teléfono se iluminó; tomó el auricular antes de que la luz se convirtiese en llamada acústica; no quería que su madre se despertase.
—¿Diga?
—¿Eres tú, Johnnie?
—Sí. No puedo verte, Betty; estoy en el desván.
—No es ésa la única razón. No he podido arreglarme la cara y, por lo tanto, he cerrado el video. Además, aquí en el vestíbulo está más negro que boca de lobo, pues a esta hora de la noche no me permiten telefonear. Oye, no estará escuchando la duquesa, ¿verdad?
Johnnie miró la señal de aviso.
—No.
—Voy a ser breve. Mis espías me comunican que el diácono Dreiser ha recibido la conformidad para llevar adelante su idea.
—¡No!
—Sí. ¿Qué vamos a hacer? Esa es la cuestión. No podemos quedarnos cruzados de brazos dejando que él haga lo que le plazca.
—No, claro. Lo que ocurre es que no sé qué hacer y…
En ese momento, se cortó la comunicación.
Trató de llamarla de nuevo, pero sólo recibió como respuesta una voz grabada que decía:
—Este aparato está fuera de servicio directo hasta mañana a las ocho de la mañana. Si desea grabar un mensaje, marque el…
Permaneció sentado con la cabeza entre las manos, y deseando estar muerto.
Siguió sentado allí, sin saber qué partido tomar. Cuanto más pensaba en ello, mayor disgusto sentía.
¡Al diablo el sentido común! ¡Ninguno de sus antepasados lo había utilizado! ¿Quién era él para inaugurar semejante práctica en la familia?
Ninguno de ellos había cometido acciones sensatas y correctas. Por ejemplo, el padre de su tatarabuelo se encontró ante una situación que no le gustaba, y puso a todo un planeta patas arriba con una sangrienta guerra que duró siete años. Desde luego, lo consideraron un héroe…, pero ¿tiene algo que ver con el sentido común el desencadenar una revolución?
O por ejemplo… ¡Qué diablo, cualquiera de ellos! No había existido ni un solo «buen chico» en los Stuart. ¿Hubiera su abuelo abandonado a su suerte a Lummox? Desde luego que no. Hubiera sido capaz de derribar la sala del tribunal con las manos desnudas. Si su abuelo se encontrase en el mismo caso que él, estaría montando guardia al lado de Lummox, empuñando un rifle y desafiando al mundo a que se atreviese a hacerle el menor daño. Ultimó su plan. Poseía la virtud de no tener absolutamente ni pies ni cabeza; constaba de locura y riesgo a partes iguales. Pensó que a su abuelo le hubiera entusiasmado.