6
El espacio es profundo, excelencia

—Doctor Ftaeml, tengo el gusto de presentarle a mi colaborador, Sergei Greenberg.

El rargiliano hizo una profunda inclinación, y sus rodillas dobles y sus articulaciones no humanas convirtieron aquel gesto en un curioso rito.

—Conozco al distinguido señor Greenberg por su gran reputación, gracias a un compatriota mío que tuvo el privilegio de trabajar con él. Es un honor para mí, señor.

Greenberg utilizó en su respuesta la misma cortesía ampulosa que empleaba el lingüista cósmico.

—Desde hace mucho esperaba tener la suerte de conocer personalmente el ilustrado espíritu del doctor Ftaeml, pero jamás me había atrevido a concebir que tal esperanza se convirtiese en realidad. Soy su más humilde servidor y alumno, señor.

—Doctor —interrumpió Henry Kiku—, el delicado asunto que le trae es de tal importancia que, debido a mis constantes ocupaciones, no he podido concederle la delicada atención que merece. El señor Greenberg tiene la categoría de embajador extraordinario y ministro plenipotenciario de la Federación y está designado especialmente para esta misión.

Greenberg miró de reojo a su jefe, pero no mostró sorpresa. Ya había advertido que su jefe había dicho, «colaborador» en lugar de «ayudante». Lo habrá considerado una maniobra elemental para realzar el prestigio de uno de sus funcionarios, debido al protocolo, pero no esperaba aquel súbito nombramiento. Tenía la seguridad de que Kiku no había pedido al Consejo que lo aprobase; sin embargo, las credenciales estaban sobre la mesa. Se preguntó si el nuevo nombramiento afectaría también al sueldo.

Decidió que el jefe dejaba ver que aquel fastidioso asunto no tenía mucha importancia. ¿O quizá se proponía únicamente desembarazarse del medusoide?

Ftaeml volvió a inclinarse:

—Estaré encantado de trabajar con su excelencia.

Greenberg sospechó que el rargiliano no se dejaba engañar tan fácilmente; no obstante, era probable que en realidad le encantase, pues ello adjudicaba también al medusoide el rango de embajador.

Una ayudante trajo refrescos; ellos se dispusieron a cumplir el ritual. Ftaeml escogió un vino francés, mientras Greenberg y Kiku escogieron el único artículo rargiliano disponible…, algo llamado «vino» porque el lenguaje no daba para más, pero que parecía pan mojado en leche y sabía a ácido sulfúrico. Greenberg hizo ver que le gustaba sobremanera, aunque evitó cuidadosamente que pasara de sus labios.

Observó con admiración que su jefe conseguía tragarse aquello.

El rito del intercambio de bebidas, seguido por el setenta por ciento de las civilizaciones, dio tiempo a Greenberg para medir con la mirada a Ftaeml. El medusoide iba vestido con una costosa parodia de los trajes de etiqueta terrestres: chaqueta recortada, corbata de pajarita y pantalones cortos a rayas. Su atavío le ayudaba a ocultar el hecho de que, a pesar de que era un humanoide bifurcado con dos piernas, dos brazos y una cabeza al extremo de un tronco alargado, no tenía nada de humano, como no fuese en el sentido legal de la palabra.

Pero Greenberg había crecido con los Grandes Marcianos y había tratado desde entonces con muchos otros pueblos; no esperaba que los «hombres» pareciesen hombres, y no tenía el menor prejuicio en favor de la forma humana. A sus ojos, Ftaeml era bello e incluso gracioso. Su piel seca y quitinosa, de color violeta con bultos verdes, era tan suave y decorativa como la de un leopardo. La ausencia de nariz no importaba, y se veía compensada por la boca movible y sensitiva.

Greenberg llegó a la conclusión de que Ftaeml llevaba la cola enrollada en torno al cuerpo bajo sus ropas, a fin de mantener la ilusión de que su aspecto era el de un terrestre, además de ir vestido como uno de ellos. Los rargilianos eran capaces de llegar donde fuera, en su afán de conformarse a la antigua regla que dice: «adonde fueres, haz lo que vieres». El otro rargiliano con el que había trabajado Greenberg no llevaba ropa alguna (puesto que los habitantes de Vega-VI no la utilizaban), y mantenía su cola enhiesta como un gato orgulloso. Greenberg se estremeció al pensar en Vega-VI, pues allí se había visto obligado a taparse los oídos.

Dirigió una mirada a los zarcillos del medusoide. No tenían forma de serpiente, pero su jefe debía de tener una cierta prevención. Desde luego, medían unos treinta centímetros de largo y eran tan gruesos como su pulgar, pero no tenían ojos, bocas ni dientes…, no eran más que zarcillos. Muchísimas razas tenían zarcillos parecidos. ¿Qué eran los dedos sino zarcillos cortos?

Kiku dejó su copa al mismo tiempo que Ftaeml dejaba la suya.

—Doctor, ¿ha consultado con sus superiores?

—He tenido ese honor, señor. Y aprovecho esta oportunidad para agradecerle la nave exploradora que ha puesto tan amablemente a mi disposición para realizar los inevitables viajes de ida y vuelta desde la superficie de su encantador planeta hasta la nave del pueblo que tengo el privilegio de representar. Sin el menor deseo de menoscabar las atenciones recibidas por parte del gran pueblo a quien ahora sirvo, me atrevo a decir que su nave es más adecuada a su finalidad, y más cómoda para un ser de mi raza, que los aparatos auxiliares que ellos transportan en la suya.

—Olvídelo. Nos encanta poder hacer un favor a un amigo.

—Me abruma con sus atenciones, señor subsecretario.

—Bien, ¿y qué le dijeron?

El doctor Ftaeml encogió todo su cuerpo.

—Me apena tener que informarle que se muestran inflexibles.

Insisten en que la hembra de su especie que se encuentra en la Tierra les sea devuelta sin la menor dilación.

Kiku frunció el ceño.

—No dudo que usted les habrá explicado que nosotros no tenemos tal criatura y que jamás hemos oído hablar de ella. Por si fuese poco, no tenemos ninguna razón para creer que haya estado alguna vez en nuestro planeta, y por el contrario, fuertes razones para creer que jamás ha estado en él.

—Se lo dije. Le ruego que perdone mi descortesía al traducirle su respuesta en términos groseros pero inequívocos. —Se encogió para disculparse—. Dicen que usted miente.

Kiku no se dio por ofendido, pues sabía que un rargiliano en funciones de representante era tan impersonal como un teléfono.

—Ojalá mintiese. Si así fuera, podría entregarles su criatura, y asunto concluido.

—Le creo —dijo Ftaeml de pronto.

—Gracias. ¿Por qué?

—Ha empleado usted el subjuntivo.

—¡Oh! ¿Les dijo que había más de siete mil variedades de criaturas no terrestres en la Tierra, representadas por unos cuantos cientos de miles de individuos? ¿Que de esos individuos, unos treinta mil son seres inteligentes, pero que de esos seres inteligentes, sólo unos cuantos tienen algo parecido a las características físicas de los hroshii? ¿Y que aun esos pocos pueden demostrar perfectamente cuál es su raza y planeta de origen?

—Yo soy rargiliano, señor. Les dije eso y mucho más, en su propio lenguaje, haciéndoselo ver tan claramente como usted mismo podría hacérselo ver a otro terrestre. Lo hice vivir ante sus ojos.

—Le creo. —Kiku tamborileó con los dedos sobre la mesa—. ¿Puede sugerirme algo?

—Un momento —intervino Greenberg—. ¿Tiene una fotografía de un hroshii típico? Tal vez podría ayudarnos.

—«Hroshiu» —le corrigió Ftaeml—. O mejor, en este caso, «hroshia». Lo siento. No utilizan la simbología de la imagen. Desgraciadamente, yo no estoy equipado para sacar una fotografía.

—¿Es una raza sin ojos?

—No, excelencia. Su vista es muy buena, agudísima. Pero sus ojos y sus sistemas nerviosos son algo diferentes a los suyos. Lo que ellos entienden por «imagen» para ustedes no tendría el menor significado. Incluso para mí resulta difícil, y eso que es de todos admitido que mi raza es la más sutil en la interpretación de las abstracciones simbólicas. Si un rargiliano…

Se interrumpió, mostrándose satisfecho de sí mismo.

—Bien…, pues descríbanos uno. Utilice su talento semántico, justamente famoso.

—Con mucho gusto. Los hroshii que tripulan esta nave son todos del mismo tamaño, pues pertenecen a la clase militar…

Kiku le interrumpió:

—¿La clase militar? ¿Es que es una nave de guerra, doctor? Usted no me lo dijo.

Ftaeml parecía apenado.

—Consideré que era un hecho a la vez evidente y desagradable.

—Sí, eso creo.

Kiku se preguntó si debía advertir al Estado Mayor de la Federación. Aún no era el momento, decidió. Sentía gran repugnancia ante la intromisión del elemento militar en las negociaciones, pues creía que una demostración de fuerza no sólo era admitir el fracaso por parte de los diplomáticos, sino que impedía también toda ulterior posibilidad de acuerdo pacífico. Este parecer era perfectamente racional, pero en él seguía siendo una emoción.

—Prosiga, por favor.

—Los individuos de la clase militar son de tres sexos; las diferencias que hay entre ellos no son muy aparentes a primera vista y no tienen por qué preocuparnos. Mis compañeros de viaje y anfitriones son tal vez unos quince centímetros más altos que esta mesa, y su longitud es vez y media la estatura de ustedes. Tienen cuatro pares de patas y dos brazos. Sus manos son pequeñas y suaves y extremadamente diestras. En mi opinión, son desusadamente hermosos y en ellos la forma sirve a la función con rara gracia. Son notablemente hábiles manejando máquinas, instrumentos y haciendo toda clase de delicadas manipulaciones.

Greenberg se tranquilizó un poco mientras Ftaeml hablaba. A pesar de todo, se hallaba dominado por la acuciante impresión de que aquella criatura llamada Lummox podía pertenecer a los hroshii. Con todo, comprendía que esa idea sólo había surgido de una casual igualdad en el número de patas. ¡Cómo si un avestruz tuviese que ser un hombre porque también es bípedo! Deseaba clasificar a Lummox en una categoría determinada, y no cejaría en su empeño hasta lograrlo; pero aquella categoría no le correspondía.

El doctor Ftaeml continuaba:

—… pero la característica principal de los hroshii, no explicada por estos simples hechos de tamaño, forma, estructura corporal y función mecánica, es una abrumadora impresión de gran poder mental. Tan abrumadora, en realidad —el medusoide soltó una risita de embarazo— que casi me sentí persuadido de renunciar a mis honorarios profesionales y considerar este servicio como un privilegio.

Greenberg se sintió muy impresionado. Aquellos hroshii realmente debían de tener algo especial; los rargilianos, a pesar de ser unos agentes honrados, dejarían morir de sed a un hombre antes que comunicarle la palabra local para obtener agua, si no les pagaban al contado. Su actitud mercenaria poseía la cualidad de la devoción.

—Lo único —añadió Ftaeml— que me salvó de cometer ese exceso fue saber que por lo menos en una cosa yo era mejor que ellos. No son lingüistas. A pesar de que su propia lengua es rica y poderosa, es el único idioma que son capaces de aprender bien. Incluso tienen menos aptitudes lingüísticas que vuestra propia raza. —Ftaeml extendió sus grotescas manos en un gesto puramente francés (o una perfecta y estudiada imitación de él) y añadió—: De modo que mantuve mi propia estima y les cobré el doble.

Dejó de hablar. Kiku se quedó mirando sombríamente a la mesa y Greenberg se limitó a esperar. Finalmente, Kiku dijo:

—¿Qué sugiere?

—Mi apreciado amigo, sólo hay un partido que tomar. La hroshia que buscan tiene que serles entregada.

—Pero nosotros no la tenemos.

Ftaeml simuló un suspiro humano.

—Es verdaderamente lamentable.

Greenberg le miró agudamente; aquel suspiro no indicaba convicción. Comprendía que Ftaeml consideraba aquel callejón sin salida como algo tremendamente emocionante, lo cual era ridículo; un rargiliano, después de aceptar el papel de intermediario, deseaba invariablemente que las negociaciones llegasen a buen puerto; un fracaso le hacía perder prestigio a sus propios ojos.

Sergei habló:

—Doctor Ftaeml, cuando se encargó de esa misión para los hroshii, ¿esperaba que podríamos encontrar a esa hroshia?

Los zarcillos de la extraña criatura se abatieron de pronto; Greenberg enarcó una ceja y dijo secamente:

—No, ya sé que no lo esperaba. ¿Puedo preguntarle, pues, por qué aceptó semejante misión?

Ftaeml respondió lentamente y sin su acostumbrada confianza:

—Señor, uno no puede negarse tan fácilmente a aceptar un encargo de los hroshii…, créame, no se puede.

—¡Caramba con esos hroshii! Doctor, ¿querrá usted perdonarme si le digo que aún no ha logrado hacerme comprender claramente a ese pueblo? Nos ha dicho que son de una mentalidad muy poderosa, hasta tal punto que una mentalidad superior de una raza muy avanzada, me refiero a usted, se siente casi «abrumado» en su presencia. Indica que son también poderosos en otros aspectos, hasta tal punto que usted, miembro de una raza libre y orgullosa, se ve obligado a obedecer sus deseos. Ahora los tenemos aquí en una sola nave, enfrentándose a todo un planeta, un planeta tan poderoso que ha sido capaz de crear una hegemonía más extensa que cualquiera de las anteriores en esta porción del espacio… y sin embargo dice que sería «lamentable» que no satisfaciéramos su imposible demanda.

—Sí, todo eso es verdad —respondió Ftaeml con cautela.

—Cuando un rargiliano habla profesionalmente, yo no puedo dejar de creerle, sin embargo, me cuesta creer esto último. Estas supercriaturas… ¿Por qué no hemos oído hablar nunca de ellas?

—El espacio es profundo, excelencia.

—Cierto. No dudo que existen miles de grandes razas que los terrestres nunca hemos conocido ni nunca conoceremos. ¿Debo inferir que éste es también el primer contacto de su raza con los hroshii?

—No. Los conozco desde hace mucho tiempo, desde mucho antes de conocerles a ustedes.

—¿Eh? —Greenberg dirigió una rápida mirada a Kiku, y prosiguió—: ¿Cuáles son las relaciones de Rargil con los hroshii? ¿Y por qué no han sido comunicadas a la Federación?

—Excelencia, ¿es un reproche esta última pregunta? Si es así, me veo obligado a responder que en estos momentos no represento en modo alguno a mi gobierno.

—No —le tranquilizó Greenberg—, era una simple pregunta. La Federación siempre trata de extender sus relaciones diplomáticas lo más lejos posible. Nos sorprendió saber que su raza, que blasona de su amistad con la nuestra, estuviese enterada de la existencia de una poderosa civilización y no hubiese comunicado ese hecho a la Federación.

—¿Puedo decir, excelencia, que me sorprende su sorpresa? El espacio es profundo, y los de mi raza somos grandes viajeros desde hace mucho tiempo. Tal vez la Federación no ha hecho las preguntas adecuadas. Por lo que se refiere a su primera pregunta, mi pueblo no tiene relaciones diplomáticas ni relaciones de ninguna clase con los poderosos hroshii. Éstos son un pueblo que, como ustedes dicen, sólo se ocupa de sus propios asuntos, y nosotros estamos muy contentos, como dirían ustedes, de mantenernos fuera de su camino. Han transcurrido muchos años, más de cinco de los siglos terrestres, desde la última vez que una nave hroshia apareció en nuestro cielo para pedirnos un servicio. Es mejor así.

Greenberg dijo:

—Cuanto más voy sabiendo, más confuso me parece todo esto. ¿Se detuvieron en Ragil para recoger a un intérprete en lugar de venir directamente aquí?

—No fue así exactamente. Aparecieron en nuestro cielo y nos preguntaron si teníamos conocimiento de la existencia de ustedes. Nosotros les respondimos que sí, ¡porque cuando los hroshii preguntan, hay que responderles! Les indicamos su planeta y yo tuve el honor no buscado de ser escogido como representante suyo. —Se encogió de hombros—. Y aquí me tienen. Permítanme añadir que sólo me enteré del objeto de su viaje cuando estábamos profundamente adentrados en el espacio.

Greenberg se había dado cuenta de que existía un cabo suelto.

—Un momento. Dice que le retuvieron con ellos, emprendieron el viaje a la Tierra, y le dijeron en el curso del mismo que iban en busca de una hroshia desaparecida. Debió de ser entonces cuando comprendió que la misión fracasaría. ¿Por qué?

—¿No es evidente? Nosotros los rargilianos, para decirlo en su idioma preciso y encantador, somos los mayores chismosos del espacio. Quizás usted diría «historiadores», pero yo quiero decir algo más significativo que eso. Chismosos. Vamos a todas partes, conocemos a todo el mundo, hablamos todas las lenguas. No me hacía falta «comprobar en los archivos» para saber que los hombres de la Tierra nunca habían estado en el planeta de los hroshii. Si ustedes hubiesen establecido tal contacto, se habrían visto obligados a concentrar su atención en ellos, y hubiera surgido una guerra, lo cual habría sido conocido en todo el espacio interestelar. Se habrían enterado hasta las ratas… hermosa frase, ésta; tengo que ver una rata antes de irme. El hecho habría sido comentado y salpimentado con sabrosas anécdotas por los rargilianos. Por lo tanto, comprendí que debían estar equivocados; no encontrarían lo que buscaban.

—En otras palabras —comentó Greenberg—, ustedes les indicaron un planeta equivocado…, y nos hicieron cargar con el muerto.

—Por favor —protestó Ftaeml—. Nuestra identificación fue perfecta, se lo aseguro, no de su planeta, porque los hroshii no sabían de dónde vinieron ustedes, sino de ustedes mismos. Las criaturas que ellos deseaban localizar eran hombres de la Tierra, hasta el último detalle; desde las uñas hasta sus órganos internos.

—Sin embargo, usted sabía que se equivocaban, doctor. Yo no soy el formidable filólogo que es usted, y me parece ver sin embargo una contradicción, o una paradoja.

—Permítame que me explique. Los que nos ocupamos del estudio de las palabras, sabemos lo poco que valen. Una paradoja sólo puede existir en las palabras, nunca en los hechos que éstas ocultan. Puesto que los hroshii describieron exactamente a los hombres de la Tierra, y puesto que yo sabía que los hombres no conocían a los hroshii, llegué a la única conclusión lógica: que existe otra raza en esta galaxia tan parecida a la suya como dos conchas gemelas, o como dos guisantes. Aunque…, ¿no suelen emplear más el término «habas»?

—«Guisantes» es el modismo correcto —respondió Kiku.

—Gracias. Su idioma es rico; tengo que refrescarlo mientras esté aquí. ¿Querrá usted creerlo?…, el primer hombre que me lo enseñó, me hizo aprender modismos inaceptables en la sociedad educada. Por ejemplo, «fresco como una…».

—Sí, sí —se apresuró a decir Kiku—. Lo creo. Algunos de nuestros compatriotas tienen un sentido del humor muy curioso. ¿Y llegó usted a la conclusión de que en algún lugar de esta nebulosa hay una raza tan parecida a nosotros, que podrían ser nuestros hermanos gemelos? Esa idea me parece estadísticamente improbable, totalmente imposible.

—El universo entero, señor subsecretario, es tan improbable que llega a ser ridículo. Por lo tanto, nosotros los rargilianos sabemos que Dios es un humorista.

El medusoide hizo un gesto peculiar en los de su raza, y luego lo repitió cortésmente a la manera humana, haciendo uno de los más vulgares gestos de reverencia de uso en la Tierra.

—¿Explicó usted a sus clientes la conclusión a que había llegado?

—Sí, señor, y se la repetí cuidadosamente en la última consulta que me hicieron. El resultado era previsible.

—¿Ah, sí?

—Todas las razas tienen sus cualidades y sus debilidades propias. Los hroshii, una vez han llegado, gracias a su poderoso intelecto, a formarse una opinión, no cambian tan fácilmente de idea. «Más tercos que una mula», es la expresión precisa que emplean ustedes.

—La terquedad engendra terquedad, doctor Ftaeml.

—¡Por favor, mi querido señor! Espero que no caerá en esa tentación. Déjeme comunicarles que no han podido encontrar a su querida criatura, pero que están organizando búsquedas más minuciosas. Soy amigo de ustedes; no quiero admitir que esta negociación pueda haber fracasado.

—Nunca en mi vida he roto una negociación —respondió amargamente Kiku—. Cuando uno se ve incapaz de convencer a sus contrincantes, a veces puede sobrevivirles. Pero no veo qué más podemos ofrecerles. A no ser esa única posibilidad de que hablamos la última vez… ¿Ha traído usted las coordenadas de su planeta? ¿O se negaron a entregárselas?

—Las traigo. Ya le dije que no se negarían a entregármelas; los hroshii no temen en los más mínimo que otras razas sepan dónde pueden encontrarlos; eso les deja indiferentes. —Ftaeml abrió la cartera de mano que, o bien era una imitación de una cartera terrestre, o había sido adquirida en la Tierra—. Sin embargo, no fue nada fácil. Sus conceptos espaciales tuvieron que ser traducidos a los que colocan a Rargil como verdadero centro del Universo, para cuyo fin fue necesario que primero les convenciese de la necesidad, y después explicase las unidades espacio-tiempo que usamos en Rargil. Y ahora, con gran vergüenza por mi parte, pues tengo que admitir que no soy hábil en los métodos que usan ustedes para calcular la forma del universo, no tengo más remedio que pedirles que me ayuden a traducir nuestras cifras a las de ustedes.

—No tiene por qué avergonzarse —respondió Kiku—, porque yo mismo tampoco sé una palabra de nuestros métodos de navegación interplanetaria. Usamos especialistas para estas cosas. Un momento. —Tocó una moldura ornamental de la mesa de conferencias—. Póngame con BuAstro.

—Ya se han marchado todos —respondió una voz femenina—, excepto el oficial de navegación de guardia.

—Entonces, llámelo. Dese prisa.

Poco después, una voz masculina dijo:

—El doctor Warner, oficial nocturno de guardia, al habla.

—Soy Kiku, doctor, ¿resuelve usted correlaciones de espacio y tiempo?

—Desde luego, señor.

—¿Puede hacerlo a partir de datos rargilianos?

—¿Rargilianos? —El oficial de guardia lanzó un suave silbido—. Eso es otra cosa, señor. El doctor Singh es quien podría hacerlo.

—Envíemelo inmediatamente.

—Es que… verá, ya se ha ido a su casa, señor. No volverá hasta mañana por la mañana.

—No quiero saber dónde está, sino que me lo envíe inmediatamente. Utilice la alarma policíaca y la llamada general si es necesario. Quiero que venga ahora.

—Es que…, sí señor.

Kiku se volvió de nuevo hacia Ftaeml:

—Espero poder demostrar que ninguna astronave terrestre visitó jamás a los hroshii. Afortunadamente, guardamos los informes de navegación espacial de todos los viajes interestelares. Mi idea es ésta: ha llegado el momento de que se enfrenten las partes dirigentes en esta negociación. Gracias a sus hábiles servicios de intérprete, les haremos ver que no tenemos nada que ocultar, que los servicios de nuestra civilización están completamente a su disposición, y que nos gustaría ayudarles a encontrar su hijo pródigo, pero que éste…, o ésta, no está aquí. Después, si tienen algo que sugerir, nosotros, con mucho gusto… —Kiku se interrumpió al ver abrirse una puerta en el fondo de la estancia. Dijo con voz inexpresiva—: ¿Cómo está usted señor ministro?

Roy MacClure, ministro de Asuntos Espaciales de la Comunidad Federada de Civilizaciones, entró en la estancia. Sus ojos parecieron iluminarse únicamente al ver a Kiku.

—¡Por fin te encuentro, Henry! Te he buscado por todas partes. Aquella estúpida muchacha no sabía dónde habías ido, pero supuse que no habías salido del edificio. Debieras…

Kiku lo sujetó fuertemente por el codo y dijo:

—Señor ministro, permítame que le presente al doctor Ftaeml, embajador de facto de los poderosos hroshii.

MacClure se dirigió a él sin mirarlo:

—¿Cómo está, doctor? ¿O debería decir excelencia?

—Doctor es suficiente, señor ministro. Estoy bien, gracias. ¿Me permite que le pregunte cómo va su salud?

—Oh, bastante bien, bastante bien, y aún iría mejor si no se presentase todo de repente. A propósito… ¿Me permite que le quite a mi principal colaborador? Lo siento muchísimo, pero acaba de suceder algo urgente.

—No faltaba más, señor ministro. Mi mayor deseo es verle a usted contento.

MacClure miró inquisitivamente el medusoide, pero se encontró incapaz de interpretar su expresión…, si es que aquel ser tenía expresión, rectificó para sus adentros.

—Confío en que le tratarán bien, doctor.

—Sí, muchas gracias.

—Magnífico. Realmente lo siento, pero… Henry, hazme el favor.

Kiku saludó al rargiliano inclinando la cabeza y después abandonó su asiento, mostrando un rostro tan inexpresivo que Greenberg se estremeció. Kiku susurró algo al oído de MacClure, tan pronto como se hubieron apartado de la mesa.

MacClure miró a los otros dos, y respondió luego en un susurro que Greenberg pudo oír:

—¡Sí, sí! Pero te digo que esto es de una importancia crucial, Henry. ¿Cómo se te ocurrió hacer aterrizar esas naves sin consultármelo?

La respuesta de Kiku fue inaudible. McClure prosiguió:

—¡Valiente sandez! Bien, no tendrás más remedio que salir y dar la cara. No puedes…

Kiku se volvió bruscamente:

—Doctor Ftaeml, ¿no tenía usted intención de volver esta noche a la nave hroshii?

—No hay prisa. Estoy a sus órdenes, señor.

—Es usted amabilísimo. ¿Me permite que lo deje en las siempre buenas manos del señor Greenberg? Es como si se tratase de mí mismo.

El rargiliano se inclinó.

—Lo consideraré como un honor.

—Me permito esperar que mañana gozaré de nuevo de su agradable compañía.

El doctor Ftaeml volvió a inclinarse.

—Hasta mañana. Señor ministro, señor subsecretario…, a sus órdenes.

Éstos se marcharon. Greenberg no sabía si reír o llorar; se sentía inquieto por toda su raza. El medusoide le observaba en silencio.

Greenberg sonrió con media boca y dijo:

—Doctor, ¿incluye juramentos la lengua rargiliana?

—Señor mío, puedo decir palabrotas en más de un millar de lenguas. Algunas poseen blasfemias que harían sonrojarse a las piedras. ¿Quiere que le enseñe algunas?

Greenberg se recostó en su silla y soltó una sonora carcajada.

—Doctor, usted me gusta. Realmente me gusta. Se lo digo, créame, sin tener en cuenta nuestro deber profesional que nos obliga a ser corteses.

Ftaeml contrajo sus labios en una buena imitación de una sonrisa humana.

—Gracias, señor. El sentimiento es mutuo… y se agradece.

¿Puedo decir, sin intención de ofender a nadie, que el modo de recibirnos que tienen a veces los habitantes de su gran planeta es algo que hay que tomarse con filosofía?

—Lo sé, y créame que lo lamento. Mis compatriotas, la mayoría de ellos, están honradamente convencidos de que los prejuicios de su aldea nativa fueron decretados por el Todopoderoso. Ojalá fuese de otro modo.

—No tiene usted que avergonzarse. Créame, señor, ésa es la única convicción que se ve compartida por todas las razas del universo, lo único que tenemos todos en común. Y mi raza no es excepción. Si usted supiese idiomas… Todos los idiomas llevan en ellos un retrato de los seres que los hablan, y los modismos y giros de todas las lenguas repiten incansablemente: es un extranjero y, por lo tanto, un bárbaro.

Greenberg sonrió torcidamente.

—Es desalentador, ¿verdad?

—¿Desalentador? ¿Por qué tiene que serlo? En realidad, es para morirse de risa. Es el único chiste que no se cansa de repetir Dios, porque su humor nunca se marchita. —Hizo una pausa y añadió—: ¿Cuál es su deseo? ¿Quiere que continuemos examinando este asunto? ¿O simplemente su propósito es que continuemos conversando amigablemente hasta el regreso de su… colaborador?

Greenberg comprendió que el rargiliano le decía, lo más cortesmente posible, que él no podía actuar sin Kiku. Greenberg decidió que no podía esperar lo contrario. Y además, tenía hambre.

—¿No hemos trabajado ya bastante por hoy, doctor? ¿Quiere concederme el honor de cenar conmigo?

—¡No sabe cuánto me gustaría! Pero…, ¿conoce usted nuestros peculiares regímenes?

—Ciertamente. Recuerde que pasé varias semanas en compañía de un compatriota de usted. Podemos ir al Hotel Universal.

—Sí, claro.

El doctor Ftaeml no parecía muy entusiasmado.

—¿O tal vez preferiría otra cosa?

—He oído hablar de sus restaurantes con espectáculo. ¿Sería posible? ¿O es…?

—¿Un club nocturno? —Greenberg reflexionó—. ¡Sí! El Club Cósmico. Su cocina puede preparar cualquiera de los platos que sirven en el Hotel Universal.

Se disponían a marcharse cuando se abrió una puerta y un hombre delgado y moreno asomó la cabeza por ella.

—Oh, discúlpeme. Creía que el señor Kiku estaba aquí.

Greenberg recordó de pronto que su jefe había llamado a un matemático relativista.

—Un momento. Supongo que es usted el doctor Singh.

—Sí.

—Lo siento, pero el señor Kiku ha tenido que marcharse, dejándome a mí en su lugar.

Los presentó y explicó el problema; Singh examinó el rollo de papel rargiliano e hizo un signo de asentimiento.

—Requerirá cierto tiempo.

—¿Puedo ayudarle en algo, doctor? —preguntó Ftaeml.

—No será necesario. Sus notas son muy completas.

Una vez tranquilizados sobre aquel particular, Greenberg y Ftaeml se dirigieron hacia la ciudad.

El espectáculo del Club Cósmico incluía un malabarista, que deleitó a Ftaeml, y coristas, que deleitaron a Greenberg. Ya era tarde cuando Greenberg dejó a Ftaeml en una de las habitaciones especiales reservadas para los huéspedes no humanos del Departamento Espacial en el Hotel Universal. Greenberg bostezaba al descender en el ascensor, pero decidió que la velada había valido la pena en lo que se refería al afianzamiento de las relaciones extranjeras.

A pesar de estar muy cansado, pasó por el Departamento. Ftaeml había revelado una cosa, durante la velada, que él creyó que su jefe debía saber, aquella misma noche, si podía encontrarlo. Si no, tendría que dejarle una nota sobre su mesa. El rargiliano, entusiasmado ante las proezas del malabarista, manifestó su pena porque tales cosas pronto dejarían de existir.

—¿Qué quiere decir? —le preguntó Greenberg.

—Cuando la poderosa Tierra sea volatilizada… —empezó a decir el medusoide, pero se interrumpió.

Greenberg trató de sonsacarle, pero el rargiliano insistió en que había estado bromeando.

Sergei se preguntó si aquello significaría algo realmente. Pero el humor rargiliano solía ser mucho más sutil; por lo tanto, resolvió comunicárselo a Kiku lo antes posible. Tal vez aquella extraña nave requiriera una descarga de frecuencias paralizadoras, una bomba «cascanueces» y una dosis de vacío.

El guarda nocturno le detuvo a la puerta.

—Señor Greenberg…, el subsecretario le busca desde hace media hora.

Dio las gracias al guarda y subió las escaleras de dos en dos. Encontró a Kiku inclinado sobre la mesa de su despacho; la bandeja de entrada estaba abarrotada como siempre, pero el subsecretario no le concedía ninguna atención. Levantó la mirada y dijo calmosamente:

—Buenas noches, Sergei. Mire esto.

Y le tendió un informe…

Era la traducción que Singh había hecho de las notas de Ftaeml. Greenberg siguió las coordenadas geocéntricas inferiores e hizo una rápida suma.

—¡Más de novecientos años luz! —contestó—. Y además, en esa dirección. No me extraña que jamás nos hayamos encontrado. No son exactamente lo que se llama vecinos de rellano, ¿eh?

—Eso ahora no importa —le advirtió Kiku—. Observe la fecha. Este cómputo sirve a los hroshii para alegar cuándo y dónde fueron visitados por una de nuestras naves.

Greenberg miró la fecha y sintió que se le helaba la sangre. Se dirigió a la máquina de respuestas y empezó a registrar una pregunta.

—No se moleste en hacerlo —le dijo Kiku—. Su recuerdo es exacto. El «Rastro de Fuego». En su segundo viaje.

—El «Rastro de Fuego»… —repitió Greenberg como alelado.

—Sí. Nunca supimos qué ruta siguió y, por lo tanto, no podíamos conjeturarlo. Pero sabemos exactamente cuándo fue allí. Concuerda con este informe. Es una hipótesis mucho más sencilla que la de esas dos razas gemelas de que habla el doctor Ftaeml.

—Desde luego. —Miró a su jefe—. Entonces… es Lummox.

—Sí, es Lummox.

—Pero es que no puede ser. No tiene manos. Es más estúpido que un conejo.

—No, no puede ser. Pero es.