5
Depende del punto de vista

Henry Kiku abrió el cajón de su mesa y contempló su colección de píldoras. Su úlcera de estómago volvía a atormentarle. Tragó la pildora conveniente y volvió a enfrascarse en sus asuntos.

Leyó un oficio de la Sección de Ingeniería del Departamento recomendando que quedasen en tierra todas las naves interplanetarias del tipo Pelícano, hasta que se les hubiesen hecho ciertas modificaciones. El subsecretario no se molestó en leer el informe adjunto de los ingenieros. Estampó su firma y anotó al margen: «Que se haga efectiva inmediatamente». Luego depositó los documentos en la bandeja de salida. La seguridad en los viajes interplanetarios era de la incumbencia del ingeniero BuEcon; a Kiku no le interesaba lo más mínimo la ingeniería; se limitaría a respaldar las decisiones de su ingeniero jefe, o a sustituirlo si no estaba satisfecho con su trabajo.

Pero tuvo que admitir de mala gana que los importantes financieros, dueños de las naves del tipo Pelícano, no tardarían en tirar de la oreja al ministro…, y que éste, preocupado por la fuerza política de dichos caballeros, le endosaría el mochuelo.

El nuevo ministro empezaba a fastidiarle. Le costaba mucho amoldarse a sus costumbres.

El documento siguiente parecía de puro trámite y desprovisto de interés; le había sido enviado cumpliendo la orden de que todo lo relativo al ministro, por rutinario que fuese, pasara por su despacho. Según el resumen que tenía delante, una organización denominada «Amigos de Lummox», presidida por una tal Beulah Murgatroyd, pedía una audiencia al ministro de Asuntos Espaciales, pero los enviarían al encargado de relaciones públicas, Wes Robbins, el cual les prodigaría efusivas muestras de afecto, y ni él ni el ministro se verían molestados por aquellos importunos. Se divirtió ante la idea de castigar al ministro enviándole a esa tal Murgatroyd, pero no fue más que una fantasía pasajera; el tiempo de aquél debía reservarse para cosas más importantes, como por ejemplo la colocación de primeras piedras, y no perderlo atendiendo a sociedades de chiflados. Todas las organizaciones denominadas «Amigos de esto o aquello», solían estar formadas casi siempre por gentes que tenían un propósito oculto, además del surtido normal de badulaques y figurones profesionales. Pero tales grupos podían llegar a constituir un estorbo; por consiguiente, no había que concederles nunca lo que pedían.

Archivó el documento y examinó el memorándum redactado por el ingeniero jefe BuEcon: un virus se había apoderado de la gran fábrica de levadura de San Luis; el informe mostraba una posibilidad de carencia en proteínas, y unas medidas de racionamiento más drásticas. El hambre que pudiesen sufrir en la Tierra tampoco interesaba directamente a Kiku, pero observó pensativo el documento mientras la regla de cálculo de su cabeza barajaba unas cuantas cifras. Después llamó a un ayudante.

—Wong, ¿ha visto el informe BuEcon Ay0428?

—Sí, creo que sí, jefe. ¿Lo de la fábrica de levadura de San Luis?

—Sí. ¿Qué ha hecho usted a ese respecto?

—Pues…, nada. Eso no me concierne, creo.

—No le concierne, ¿eh? Pero sí le conciernen las estaciones exteriores, ¿no es eso? Repase sus horarios de embarque para los próximos dieciocho meses, póngalos de acuerdo con Ay0428, y proyecte. Tal vez tenga que comprar ganado australiano, y hacer que pase a depender de nosotros. No podemos tolerar que nuestro pueblo sufra hambre porque algún mentecato de San Luis dejó caer sus calcetines en un tanque de levadura.

—Sí, señor.

Kiku volvió a concentrarse en su trabajo. Se dio cuenta con disgusto de que se había mostrado demasiado brusco con Wong. Su actual estado de ánimo pensó, no era culpa de Wong, sino del doctor Ftaeml.

No, tampoco era culpa de Ftaeml…, ¡era culpa suya! Sabía que no debía albergar prejuicios raciales, por lo menos mientras ocupase aquel cargo. De un modo intelectual se daba cuenta de que él estaba relativamente a salvo de persecuciones que pudiesen surgir de diferencias en el color de la tez y del cabello, y en el contorno facial, por la sola razón de que criaturas tan extravagantes como el doctor Ftaeml habían logrado que las diferencias entre las distintas razas humanas pareciesen mucho menos importantes.

Sin embargo, la verdad era que odiaba hasta la misma sombra de Ftaeml. No podía evitarlo.

Si aquel mamarracho llevara un turbante, sería otra cosa…, pero se empeñaba en exhibirse con aquellas asquerosas serpientes, que bullían y se meneaban como un vivero de gusanos. Pero, oh, no; los rargilianos se enorgullecían de ellas. Con sus modales parecían sugerir que aquel que no las llevase, no era humano.

A pesar de todo, Ftaeml era un sujeto decente. Redactó una nota, invitando a Ftaeml a cenar con él; no podía aplazarlo más. Después de todo, se aseguraría una profunda preparación hipnótica; no quería dificultades durante la cena. Su úlcera le produjo una punzada de dolor ante esa idea.

Kiku no reprochaba al rargiliano que hubiese creado un problema difícil al Departamento; los problemas difíciles eran meras cuestiones de trámite. Era sólo que…, bien, ¿por qué no se afeitaba la cabeza aquel monstruo?

La visión del doctor Ftaeml con la cabeza rapada, llena de bultos y abolladuras, hizo sonreír a Kiku; se entregó de nuevo a su trabajo con el ánimo más sosegado. El asunto siguiente era un informe…, ¡ah, sí!, Sergei Greenberg. Buen chico, ese Sergei. Alcanzaba ya la pluma para dar su aprobación incluso antes de terminar de leerlo, pero de pronto, en vez de firmar, dudó un segundo con la mirada perdida en el vacío; luego, oprimió un botón.

—¡Archivo! Envíenme el informe completo de la misión del señor Greenberg, ésa de la que regresó hace unos días.

—¿Tiene usted el número de referencia, señor?

—Búsquelo usted. Espere…, sí, es el Rt0411, con fecha del sábado. Lo deseo inmediatamente.

Apenas había despachado una docena más de documentos cuando, unos segundos después, el tubo de entrega produjo un ruido sordo y un pequeño cilindro cayó sobre su mesa. Lo introdujo en su máquina de leer y se retrepó en su sillón, con el pulgar derecho apoyado en una palanca, a fin de controlar la velocidad del manuscrito a través de la pantalla.

En menos de siete minutos había pasado ante él, no sólo una transcripción completa del juicio, sino también el informe de Greenberg acerca de todo cuanto había sucedido después. Kiku podía leer como mínimo dos mil palabras por minuto con ayuda de la máquina; consideraba una pérdida de tiempo las grabaciones orales y las entrevistas personales. Pero cuando la máquina se detuvo, se decidió por un informe oral. Se inclinó hacia el intercomunicador interior y dio vuelta a una llave.

—Greenberg.

Éste apareció en la pantalla, sentado detrás de su mesa.

—Hola, jefe.

—Venga, por favor.

Dio vuelta al conmutador sin la menor cortesía.

Greenberg pensó que el estómago de su jefe debía de molestarle bastante otra vez. Pero era demasiado tarde para decir que tenía algún asunto urgente fuera del Departamento; subió apresuradamente las escaleras y compareció ante su jefe con su acostumbrada sonrisa jovial.

—Hola, jefe.

—Buenos días. He leído el informe de su intervención.

—¿De veras?

—¿Qué edad tiene usted, Greenberg?

—¿Yo? Treinta y siete años.

—Ya. ¿Cuál es su actual jerarquía?

—¿Cómo dice, señor? Oficial diplomático de segunda clase…, propuesto para primera.

¿Qué diablos era aquello? Kiku lo sabía tan bien como él; probablemente sabía incluso el número que calzaba.

—Lo bastante mayor como para tener juicio —musitó Kiku—. Rango suficiente para ser nombrado embajador… o agregado a un embajador de carrera. Sergei, ¿a qué se debe que sea usted tan enormemente estúpido?

Los músculos de la mandíbula de Greenberg se contrajeron, pero no dijo nada.

—¿Y bien?

—Señor —respondió Greenberg con voz glacial—, usted es mayor y con más experiencia que yo. ¿Puedo preguntarle por qué es tan enormemente grosero?

La boca de Kiku se contrajo en un rictus, pero no llegó a sonreír.

—Pregunta muy acertada. Mi psiquiatra dice que es porque soy un anarquista que se ha equivocado de profesión. Ahora siéntese y discutiremos la causa de que sea usted tan duro de mollera. Encontrará cigarrillos en el brazo del sillón.

Greenberg se sentó, se dio cuenta de que no tenía cerillas y pidió lumbre a Kiku.

—No fumo —respondió éste—. Creía que eran de ésos que se encienden solos. ¿No lo son?

—Oh, sí, es verdad.

Greenberg encendió un cigarrillo.

—¿Ve usted? No sabe hacer uso de sus ojos y oídos. Sergei, cuando esa bestia habló, usted debiera haber aplazado la vista hasta saber más cosas de ella.

—Es posible.

—¡Es posible! Hijo mío, sus timbres de alarma subconscientes debían estar resonando como el timbre de un despertador el lunes por la mañana. En realidad, dejó usted que le echasen a la cara toda suerte de suposiciones e indirectas, una vez terminado el juicio, o cuando creyó que había terminado. Y por una joven, una niña casi. Me alegro de no haber leído los periódicos; apostaría a que se lo han tomado a chacota.

Greenberg enrojeció. Él sí había leído los periódicos.

—Entonces, cuando estuvo hecho un verdadero lío, en lugar de tratar de salir del embrollo y hacer frente a su reto… ¿Hacerle frente cómo? Aplazando la vista, desde luego, y ordenando que se abriese la encuesta que usted debiera haber ordenado desde el principio, para…

—¡Pero si la ordené…!

—No me interrumpa: aún no he acabado con usted. Luego procedió a emitir un veredicto del que no hay precedentes desde que Salomón ordenó que partiesen al niño en dos. ¿Dónde estudió usted Derecho?

—En Harvard —respondió Greenberg sombríamente.

—Ya… Bueno, no debería mostrarme demasiado duro con usted; está coaccionado. Pero por los setenta y siete dioses con siete lados de los Sarvanchil, ¿qué se le ocurrió hacer después? Primero, rechazar una petición de las propias autoridades locales para que ese bruto fuese destruido en interés de la seguridad pública. Luego, se contradice, concede la petición y les dice que lo maten…, con la sola condición de que este Departamento dé antes su acostumbrada aprobación. Todo eso en menos de diez minutos. Hijo, no me importa que usted dé en público la impresión de ser un perfecto zoquete, pero ¿debe incluir también al Departamento?

—Jefe —dijo Greenberg con humildad—, admito que me equivoqué. Y cuando vi que me había equivocado, hice lo único que podía hacer: anulé mi anterior veredicto. Esa bestia es realmente peligrosa y en Westville no existen los medios para tenerla encerrada. Si no hubiese sido ir más allá de mis poderes, hubiera ordenado que la destruyesen inmediatamente, sin esperar la aprobación del Departamento…, su aprobación.

—¡Vaya!

—Era yo, y no usted, señor, quien estaba allí. Usted no vio cómo se bombeaba aquella sólida pared, ni presenció la destrucción subsiguiente.

—Eso no me impresiona. ¿Ha visto alguna vez una ciudad totalmente arrasada por una bomba nuclear? ¿Qué importancia tiene la pared de la sala de un tribunal? Probablemente algún contratista de obras sin escrúpulos hizo antes su agosto al construirla con materiales defectuosos.

—¡Pero, jefe… debiera usted haber visto la jaula que rompió previamente! Estaba hecha con vigas de acero soldadas. Las arrancó como si hubiesen sido de paja.

—Recuerdo que usted me dijo haberlo examinado mientras estaba en esa jaula. ¿Por qué no procuró que lo encerrasen en un sitio de donde no pudiese escaparse?

—Pues, porque no concierne al Departamento la provisión de mazmorras.

—Muchacho, todo lo que esté relacionado de algún modo con «allá afuera», concierne especialmente a este Departamento. Y usted lo sabe. Cuando lo sepa tanto dormido como despierto, de la punta de los cabellos hasta la punta de los pies, entonces empezará a ser un hombre del Departamento Espacial. No le enviamos allí para que cumpliese una fastidiosa rutina, como si fuese un presidente honorario cualquiera que va a probar la sopa de una casa de caridad. Era de suponer que usted iría allí con ojos y oídos alerta, tratando de descubrir cualquier «situación especial». Pero falló. Ahora hábleme de esa bestia. He leído el informe y he visto su fotografía. Pero no es bastante; me falta una impresión, directa, personal.

—Verá, es de un tipo multipedal no equilibrado, con ocho patas. Su dorso tiene unos dos metros y pico de altura. Es…

Kiku se enderezó:

—¿Ocho patas? ¿Y manos?

—¿Manos? No.

—¿No tiene algún tipo de órganos manipuladores? ¿Un pie modificado?

—No, no tiene nada de eso, jefe…; de haberlo tenido, hubiera ordenado inmediatamente una investigación a fondo. Las patas tienen el tamaño de barriles para clavos, y son muy delicadas. ¿Por qué?

—Por nada. Siga.

—La impresión que produce es de una mezcla entre rinoceronte y triceratops, aunque sus articulaciones son completamente diferentes a todo ser viviente de nuestro planeta. Su joven dueño le llama Lummox. Es una bestia bastante atractiva, pero estúpida. Ése es el peligro; es tan enorme y poderoso que existe la posibilidad de que hiera a alguien por su misma estupidez y falta de tino. Habla, en efecto, pero no mejor que un niño de cuatro años. De hecho, al oír su vocecita, uno tiene la impresión de que tiene a una niña en la panza.

—¿Por qué dice usted que es estúpido? Al parecer, su dueño afirma que es inteligente.

—Es un prejuicio, jefe. Yo he hablado con esa bestia, y he podido cerciorarme de que es estúpida.

—No veo por ningún lado que usted haya conseguido demostrarlo. Asegurar que un ser extraterrestre es estúpido porque no sabe hablar nuestra lengua, es como decir que un italiano es un analfabeto sólo porque chapurrea el inglés. Es un corolario ilógico.

—Pero mire, jefe, no tiene manos. Y su cociente de inteligencia es inferior al de los monos. Tal vez sobrepase al de un perro, aunque no es probable.

—Bien, admito que su punto de vista es ortodoxo, según la teoría xenológica, pero nada más. Algún día esa suposición se levantará para abofetear a los xenistas clásicos. Descubriremos una civilización que no necesitará sujetar y tomar las cosas con manos o garras, sino que las habrá superado.

—¿Quiere que apostemos a que no?

—No. ¿Dónde está ahora ese Lummox?

Greenberg se mostró confundido.

—Jefe, el informe que he redactado se encuentra ahora en el laboratorio fotográfico, a fin de microfilmarlo. De un momento a otro se lo enviarán a su despacho.

—Así que el lío continuó… A ver, cuénteme.

—Me hice bastante amigo del juez local y le rogué que me mantuviera informado de todo lo que sucediese. Desde luego, les era imposible encerrar a ese bicho en la cárcel local; la verdad es que no hay allí nada que pueda contenerlo con suficiente solidez. Lo encerraron a su costa, desde luego. Y no había tiempo de construir nada que ofreciese la solidez requerida. Créame, la jaula que rompió era muy fuerte. Pero el jefe de policía empezó a darle vueltas al asunto y a devanarse los sesos; se acordó de un depósito de agua vacía cuyas paredes, de más de nueve metros de altura, están construidas con cemento armado y reforzado. Forma parte de un sistema contra incendios. Así es que construyeron una rampa y condujeron a Lummox a ese depósito, quitando luego la rampa. Parecía una buena treta; esa criatura no puede saltar.

—Sí, no está mal.

—Desde luego. Pero eso no es todo. El juez O’Farrell me dijo que el jefe de policía estaba tan enfadado que no quiso esperar el permiso del Departamento; así es que decidió efectuar la operación inmediatamente.

¿Cómo?

—Déjeme terminar. No comunicó a nadie su proyecto, pero accidentalmente o de manera premeditada aquella noche la válvula de entrada estaba abierta, y el depósito se llenó. A la mañana siguiente, Lummox apareció en el fondo. Ello hizo creer al jefe Dreiser que aquel «accidente» había tenido éxito, y dio a la bestia por ahogada.

—¿Y qué pasó?

—Aquello no molestó a Lummox en lo más mínimo. Pasó varias horas dentro del agua, pero cuando el depósito se vació, él se despertó, se enderezó y dijo: «Buenos días».

—Probablemente es un anfibio. ¿Qué medidas ha tomado usted para poner coto a esos actos arbitrarios?

—Espere un momento, señor. Dreiser sabía que las armas de fuego y los explosivos eran inútiles, ya ha visto el sumario, al menos los que sería prudente emplear en una población. Así es que probó entonces el veneno. Como no sabía una palabra acerca de la naturaleza de la criatura, los utilizó de una docena de tipos distintos, y en cantidades suficientes como para causar la muerte a un centenar de personas. Se los administró mezclados con la comida.

—¿Y bien?

—Lummox se los zampó como si tal cosa. Ni siquiera le dieron sueño; en realidad, parecieron estimularle el apetito, porque terminó por devorar la válvula de entrada, y el depósito empezó a llenarse de nuevo. Tuvimos que cortar el agua en la sala de bombas.

Kiku soltó una risita.

—Ese Lummox empieza a gustarme. ¿Dice usted que devoró la válvula? ¿De qué estaba hecha?

—Lo ignoro. De la aleación acostumbrada para esa clase de piezas, supongo.

—Parece un bocado algo fuerte para su régimen. Quizá tiene buche, como los pájaros.

—No me sorprendería.

—¿Y qué hizo entonces el jefe?

—Todavía no ha hecho nada. Pedí a O’Farrell que dijese a Dreiser que corría el peligro de terminar en una penitenciaría a treinta años luz de Westville, como siguiese empeñado en obstaculizar la labor del Departamento. Eso le calmó, y ahora está tratando de ver si resuelve el problema de otro modo. Parece que su última ocurrencia consiste en arrojar a Lummox a un foso lleno de cemento fresco y esperar a que muera allí cuando fragüe. Pero O’Farrell, de todos modos, consiguió parar los pies de ese… inhumano.

—Por lo tanto, Lummox sigue aún en el depósito, esperando que nosotros hagamos algo, ¿no es cierto?

—Eso es, señor. Por lo menos ayer aún estaba.

—Bien, puede esperar allí, supongo, hasta que nos decidamos a emprender una acción ulterior.

Kiku cogió el informe de Greenberg, con la recomendación anexa.

Greenberg dijo:

—¿Debo suponer que rechaza usted la petición, señor?

—No. ¿Qué le ha hecho imaginar tal cosa? —Firmó la orden que autorizaba la destrucción de Lummox, y dejó que desapareciese por la bandeja de salida—. Yo no acostumbro a anular las decisiones de mis hombres sin despedirlos…, y tengo ya otro trabajo para usted.

—¡Oh!

Greenberg sintió una súbita compasión; había esperado, confiadamente, que su jefe anularía la sentencia de muerte de Lummox. Bien, qué se le iba a hacer. Era una lástima, pero aquella bestia era realmente peligrosa.

Kiku prosiguió:

—¿Le dan a usted miedo las serpientes?

—No. Más bien me agradan.

—¡Magnífico! Aunque es un sentimiento que yo soy incapaz de imaginar. A mí siempre me han dado un miedo mortal. Una vez, cuando era niño, en África…, pero no importa. ¿Ha trabajado alguna vez en estrecha colaboración con rargilianos? No lo recuerdo.

Greenberg lo comprendió de pronto.

—Utilicé los servicios de un intérprete rargiliano en el asunto Vega-VI. Esa gente y yo nos llevamos muy bien.

—Ojalá a mí me ocurriese lo mismo. Sergei, tengo entre manos algunos asuntos en los que interviene un intérprete rargiliano, un tal doctor Ftaeml. Tal vez haya oído hablar de él.

—En efecto, señor.

—Tengo que admitir que, para ser un rargiliano —y pronunció esta palabra recalcando todas sus letras—, el doctor Ftaeml es bastante aceptable. Pero me da en la nariz que surgirán complicaciones en este asunto, y la fobia que siento contra esa gente me deja sin olfato para el peligro. De modo que le nombro mi ayudante, para que olfatee por mí.

—Creía que no confiaba usted en mi nariz, jefe.

—Dejaremos que el ciego conduzca al ciego, si me permite que le obsequie con una metáfora. Quizás entre ambos olfatearemos mejor.

—Como quiera, señor. ¿De qué asunto se trata?

—Verá…

Antes de que Kiku pudiera responder, se encendió la luz del interfono y la voz de su secretaria le anunció:

—Está aquí su hipnoterapeuta, señor.

El subsecretario consultó su reloj y dijo:

—Hay que ver cómo pasa el tiempo… —Dirigiéndose luego al interfono, dijo—: Hágalo pasar a mi gabinete particular. Voy allá en seguida. —Continuó, dirigiéndose a Greenberg—: Ftaeml estará aquí dentro de media hora. No tengo tiempo de explicarle; tengo que prepararme para la entrevista. Sabrá de qué se trata si se toma la molestia de consultar mi carpeta de asuntos urgentes. —Kiku echó una mirada a su bandeja de entrada, que se había llenado hasta rebosar mientras hablaban—. No tardará usted ni cinco minutos. El resto del tiempo, dedíquelo a despachar todos esos papelotes. Firme «por orden» y aparte lo que crea que yo debo revisar…, ¡pero procure no retener más de media docena de asuntos, o de lo contrario le envío nuevamente a Harvard!

Se levantó apresuradamente, mientras mentalmente se decía que debía ordenar a su secretaria, desde su gabinete particular, que anotase todo lo que entrara durante la próxima media hora, para que él lo viese después, pues quería comprobar cómo se desenvolvía el muchacho. Kiku, que tenía negros presentimientos respecto a la duración de su vida, quería dejar las cosas dispuestas de tal modo que Greenberg lo sustituyese. Entretanto, tenía que hacerle la vida lo más dura posible.

El subsecretario se dirigió a su gabinete particular; la puerta se apartó y se plegó a un lado; Greenberg quedó solo. Alcanzó la carpeta de asuntos urgentes. Como Kiku había dicho, el expediente que ostentaba el nombre «Ftaeml» no era voluminoso. Vio que tenía como subtítulo «La bella y la bestia», y se preguntó por qué. El jefe tenía sentido del humor, pero daba más vueltas que una veleta y era bastante difícil seguirlo.

De pronto enarcó las cejas. Los rargilianos, incansables intérpretes, agentes comisionistas y comerciantes, siempre intervenían en las negociaciones entre distintas razas; la presencia del doctor Ftaeml en la Tierra hacía suponer a Greenberg que algo le pasaba a una raza no humanoide…, no humana en su mentalidad, formada por criaturas tan diferentes psicológicamente, que la comunicación con ellas se hacía muy difícil. Pero no esperaba que el culto doctor representase a una raza de la que Sergei nunca había oído hablar, unos seres llamados hroshii.

Cabía la posibilidad de que Greenberg se hubiese olvidado por completo de ese pueblo cuyo nombre sonaba como un estornudo; quizá se trataba de una raza poco importante, de bajo nivel cultural, de poca potencia económica, o que aún no utilizaba la navegación interplanetaria. Tal vez intervinieron por primera vez en la Comunicación de civilizaciones mientras él había estado metido hasta las cejas en los asuntos relacionados con el Sistema Planetario. Una vez la raza humana hubo establecido contacto con otras razas que realizaban viajes interestelares, las adiciones a la familia de «seres humanos» legales llegaron a tales cotas que era casi imposible para un hombre mantenerse al corriente; cuanto más ensanchaba sus horizontes la humanidad, más costaba distinguir esos horizontes.

¿O tal vez conocía a los hroshii bajo otro nombre? Greenberg marcó el nombre en el Diccionario Universal electrónico, que lo procesó. Luego la pantalla se iluminó con estas palabras: no hay información.

Greenberg probó sin la hache aspirada, en la presunción de que aquella palabra pudiese haber degenerado en las bocas de los que no pertenecían a aquella raza, pero obtuvo la misma respuesta.

Abandonó la búsqueda. El Diccionario Universal del Museo Británico no acumulaba más datos de los que tenía el subsecretario en su despacho; las diferentes partes del diccionario ocupaban todo un edificio en otro lugar de la capital, y un ejército de enciclopedistas y especialistas en cibernética y semántica lo atiborraban continuamente de datos. Podía estar seguro de que, fuesen quienes fuesen los hroshii, la Federación nunca había oído hablar de ellos.

Era sorprendente.

Cuando se repuso de su sorpresa, Greenberg siguió leyendo. Se enteró de que los hroshii aún no habían desembarcado en la Tierra pero se hallaban al alcance de las ondas espaciales, en una órbita de estacionamiento situada a unos 80.000 kilómetros de distancia. Esta vez su asombro fue mayor. Se enteró a continuación de que la razón por la que no había oído hablar de su llegada era que el doctor Ftaeml había advertido con urgencia a Henry Kiku para que evitase que las naves patrulla y otras similares desafiasen e intentasen contener a los extranjeros.

Fue interrumpido por la devolución de su informe sobre el caso Lummox, que ostentaba la confirmación de la sentencia de puño y letra de Kiku. Meditó un momento, y luego añadió el siguiente párrafo: «Se aprueba la recomendación, pero esta acción no será llevada a efecto hasta después de haberse realizado un completo análisis científico de la criatura. Las autoridades locales delegarán su custodia, cuando sean requeridas para ello, a la Sección de Ciencia Xénica, que se encargará del transporte y escogerá la entidad que deberá proseguir la evaluación».

Greenberg firmó la adición con el nombre de Kiku y volvió a depositar el documento en la bandeja. Admitió que la orden resultaba ahora muy astuta, porque tenía la seguridad de que una vez los xenobiólogos hubiesen puesto sus manos sobre Lummox ya no querrían soltarlo. Sintió de pronto un gran alivio en su corazón. La otra acción había sido equivocada; ésta era acertada.

Volvió su atención de nuevo a los hroshii, y sus cejas volvieron a enarcarse. No habían venido para establecer relaciones con la Tierra, sino para rescatar a uno de los suyos. Según el doctor Ftaeml, estaban convencidos de que en la Tierra se retenía a un hroshia, y pedían que se lo entregasen.

A Greenberg le pareció que acababa de meterse en un melodrama barato. Ese pueblo con nombre de estornudo se había equivocado de planeta para jugar a policías y ladrones. Un ser no humano en la Tierra, sin pasaporte, sin el correspondiente expediente personal en el archivo del Departamento, sin una razón concreta y autorizada para visitar la Tierra, se encontraría tan desvalido como un recién nacido. Lo detendrían en un abrir y cerrar de ojos. ¡Qué idiotas! Ni siquiera podría pasar de la cuarentena. ¿Por qué no se limitaba el jefe a decirles que se volviesen a casita?

Además, ¿cómo se figuraban que su compatriota había llegado a la superficie de la Tierra? ¿A pie? ¿O haciendo el salto del ángel? Las astronaves no aterrizaban; se comunicaban con la Tierra por medio de naves de enlace. Le parecía oírla —pues se trataba de una hembra— diciendo al sobrecargo de una de aquellas naves:

—Le ruego que me perdone, señor, pero he huido de mi marido, que se halla en una parte distante de la Vía Láctea. ¿Le importa que me esconda debajo del asiento y usted me lleva como polizón hasta su planeta?

—No tiene usted billete ni pasaporte —replicaría el sobrecargo.

Las compañías encargadas de aquellos viajes de enlace detestaban a los polizones; Greenberg lo notaba cada vez que presentaba su propio pasaporte diplomático.

Algo le desazonaba…, entonces recordó lo que le había preguntado el jefe acerca de si Lummox tenía manos. Comprendió que el jefe pudo haberse preguntado si Lummox sería el hroshia desaparecido, puesto que los hroshii, según Ftaeml, tenían ocho patas. Greenberg sonrió. Lummox no era capaz de construir y pilotar astronaves, ni él ni ninguno de su familia. Claro, el jefe no había visto a Lummox y por lo tanto no sabía lo absurda que era esa idea.

Además, Lummox llevaba en la Tierra más de cien años.

La verdadera cuestión consistía en saber qué había que hacer con los hroshii, ahora que se había establecido contacto con ellos. Todo cuanto viniese de «allá fuera» era interesante, educativo y provechoso para la humanidad, una vez hubiese sido analizado. Y una raza que había accedido a los viajes interestelares sería todo eso sin lugar a dudas. Estaba casi seguro de que su jefe quería entretenerlos, con el propósito de establecer con ellos relaciones permanentes. Correspondía, pues, a Greenberg mantener aquella política y ayudar a su jefe a superar su trastorno emocional al tener que enfrentarse con un rargiliano.

Leyó por encima el resto del informe. Lo que sabía hasta aquel momento fue lo que leyó en la sinopsis; el resto del informe no era más que una transcripción de las floridas circunlocuciones de Ftaeml. Entonces volvió a colocar el expediente en la carpeta, y empezó a despachar el trabajo del jefe.

Kiku anunció su llegada mirando por encima del hombro de Sergei y diciendo:

—Esa bandeja sigue tan llena como siempre.

—Ah, hola, jefe. Sí, pero piense cómo hubiera estado si yo no hubiese leído los informes de trámite.

Greenberg cedió el sillón a su jefe.

Kiku asintió.

—Ya lo sé. A veces me limito a poner «no aprobado» en todos los impares.

—¿Se encuentra mejor?

—Me veo capaz de escupirle a la cara. ¿Qué tiene una serpiente que no tenga yo?

—Le felicito.

—El doctor Morgan es muy capacitado. Acuda a él si alguna vez le fallan los nervios.

Greenberg sonrió:

—Jefe, lo único que me incomoda es el insomnio durante las horas de trabajo. Ya no puedo dormir en mi despacho como solía hacer.

—Ésos son los primeros síntomas. Sin embargo, ahora está a tiempo de que le curen los mecánicos de la mente. —Kiku consultó su reloj—. ¿Aún no hay noticias de nuestro amigo de los cabellos móviles?

—Todavía no.

Greenberg le comunicó las medidas que había tomado en algunos asuntos. Kiku lo aprobó, y Sergei se sintió rebosante de satisfacción. Luego le habló de la revisión que había hecho del caso Lummox. Lo dijo dando un rodeo.

—Jefe, al estar sentado en su sillón, las cosas se ven diferentes.

—Eso ya lo descubrí yo hace años.

—Mientras estaba ahí sentado me puse a pensar en esa última intervención mía.

—¿Por qué? Ese asunto ya está resuelto.

—Eso creía yo también. No obstante…, bien, de todos modos…

Y le contó en pocas palabras el cambio que había introducido en la orden.

Kiku volvió a asentir. Estuvo a punto de decir a Greenberg que le había ahorrado el trabajo de imaginar un medio de llegar al mismo resultado salvando las apariencias, pero resolvió no decírselo. En lugar de ello se inclinó sobre la mesa.

—Mildred. ¿Sabe algo del doctor Ftaeml?

—Acaba de llegar, señor.

—Muy bien. Condúzcalo a la sala de conferencias del este, por favor.

Cerró el conmutador y se volvió hacia Greenberg:

—Bueno, hijo, vamos a encantar a esas serpientes. ¿Ha traído la flauta?