Los murmullos de la sala del tribunal cesaron al entrar O’Farrell y Greenberg. Un alguacil gritó:
—¡Orden en la sala!
Los espectadores corrieron en busca de asiento. Un joven con sombrero se interpuso en el camino de los dos magistrados.
—¡Un momento, por favor! —gritó, mientras los fotografiaba—. Una más… Sonría, juez, como si el delegado acabase de decir algo divertido.
—Con una basta. Y haga el favor de descubrirse.
O’Farrell pasó por su lado como una exhalación. El fotógrafo se encogió de hombros, pero no se quitó el sombrero.
El alguacil tenía el rostro rojo y sudoroso, y ante él estaban esparcidos varios instrumentos. Dijo:
—Lo siento, señor juez. Un momentito. —Se inclinó sobre el micrófono y dijo—: Probando, uno, dos, tres, cuatro… Cincinnati…, sesenta y seis. —Levantó la mirada—. Este sistema de grabación me ha dado mucho trabajo.
—Debía de haberlo comprobado antes.
—Ya lo sé, señor juez, pero es que no encontré a nadie que me sustituyese… Lo cierto es que lo comprobé y funcionaba perfectamente. Pero cuando lo puse de nuevo, a las diez menos diez, falló un transistor y me ha costado mucho localizar la avería.
—Bueno, bueno —dijo O’Farrell con impaciencia, disgustado por el hecho de que aquello ocurriese en presencia de un visitante distinguido—. Quite sus instrumentos de mi banco, haga el favor.
Greenberg se apresuró a decir:
—Si no le importa, prefiero no utilizar el banco. Nos reuniremos en torno a una gran mesa, al estilo de un consejo de guerra. Me parece un sistema más expeditivo.
O’Farrell se mostró desolado.
—Siempre he mantenido las antiguas formalidades en este tribunal. Pensaba que valía la pena hacerlo.
—Me parece muy justo. Supongo que todos los que nos vemos obligados a ejercer la profesión jurídica, adquirimos determinados hábitos. No se puede hacer nada por evitarlo. No hay más que ver el caso de Minatare: suponga que intentase, por cortesía, adaptarse a su forma de juzgar un caso. Allí creen que el juez debe hacer unas abluciones antes de encaramarse a la esfera que le está destinada, en la que tiene que permanecer, sin probar alimento ni bebida, hasta que tome una decisión. Francamente, yo no podría adaptarme a esas costumbres. ¿Y usted?
Al juez O’Farrell le molestó que aquel joven voluble y locuaz pudiese inferir que existía un paralelo entre el serio ceremonial de su estrado y aquellas prácticas paganas. Recordó con inquietud las tres tortas de trigo, acompañadas de salchichas y huevos, con que había empezado el día.
—Verá…, son otros pueblos y otras costumbres —rezongó.
—Exactamente. Y muchas gracias por su amabilidad.
Greenberg hizo una seña al alguacil, y ambos empezaron a reunir las mesas de los abogados para formar una mayor, antes de que O’Farrell pudiese hacerle ver que si había citado el viejo dicho, había sido para rechazar el asunto de plano. Poco después, unas quince personas tomaban asiento en torno a la mesa así compuesta. Greenberg se volvió hacia el alguacil, que se hallaba en su pupitre, con los auriculares puestos e inclinado sobre sus aparatos, en la actitud característica de los técnicos electrónicos.
—¿Funciona ya su equipo?
—Perfectamente.
—Muy bien. Queda abierta la vista.
El alguacil habló por el micrófono, anunciando la hora, la fecha, el lugar, la naturaleza y la jurisdicción del tribunal, y el nombre y títulos del magistrado que presidía, pronunciando mal el nombre de pila de Sergei Greenberg, el cual no le corrigió. Entró un ujier con las manos llenas de ceniceros, y el alguacil dijo, apresuradamente:
—Se hace saber, para conocimiento público y general, que todos aquellos que tengan algo que alegar ante este tribunal deben presentarse y…
—Déjelo —le interrumpió Greenberg—. Gracias de todos modos. Este tribunal celebrará ahora una audiencia preliminar con el fin de esclarecer los sucesos y acciones en que tomó parte el lunes pasado una criatura extraterrestre, residente en la localidad y conocida por el nombre de Lummox. Me refiero al enorme bruto que se encuentra encerrado en una jaula no lejos de aquí. Alguacil, vaya a sacarle una fotografía, por favor, y adjúntela al sumario.
—Como mande usía.
—Este tribunal anuncia que en esta audiencia se podrá llegar a una determinación final sobre los hechos antes citados. En otras palabras, que todo el mundo haga fuego a discreción; esta sesión puede ser única. El tribunal admitirá reclamaciones relativas a este ser extraterrestre y escuchará al propio tiempo las alegaciones pertinentes.
—Una pregunta, señor juez.
—Diga.
—Con la venia del tribunal; mi cliente y yo no tenemos objeciones que hacer si sólo se trata de una encuesta preliminar. ¿Pero volveremos a los procedimientos ordinarios si continúa la vista?
—Este tribunal, por el hecho de haber sido convocado por la Federación y actuando de acuerdo con el corpus legal conocido por el nombre popular de «Costumbres de civilizaciones», que engloba convenios, tratados, etcétera, entre dos o más planetas de la Federación u otras civilizaciones con cuyos miembros los planetas de la Federación mantengan relaciones diplomáticas, no se halla afectado por los procedimientos locales. Es propósito de este tribunal llegar al esclarecimiento de la verdad y, una vez conocida, alcanzar la imparcialidad…, la imparcialidad bajo la ley. El tribunal no se opondrá a las leyes y costumbres locales, mientras éstas no se opongan a la ley superior. Pero cuando las costumbres locales se limiten únicamente a cuestiones de procedimiento, este tribunal ignorará tales formulismos y seguirá juzgando de acuerdo con lo antedicho. ¿Me entienden?
—Ejem, creo que sí, señor. Tal vez presentaré objeciones más adelante.
El hombrecillo de mediana edad que pronunció estas palabras parecía algo turbado.
—Todos ustedes son libres de presentar las objeciones que quieran en cualquier momento. También pueden apelar contra mis decisiones. No obstante… —Greenberg sonrió con simpatía—. Dudo que eso les sirva de mucho. Hasta hoy siempre he conseguido que mis decisiones fuesen ratificadas invariablemente.
—Yo no intentaba insinuar —respondió el hombrecillo altivamente— que este tribunal careciese de validez…
—¡Claro, claro!, continuemos la vista. —Greenberg recogió un fajo de papeles—. Aquí tengo una demanda presentada por Bon Marché Merchandising Corporation contra Lummox, John Thomas Stuart XI… («Ese nombre aún sigue molestándome», dijo en un aparte al juez O’Farrell), Marie Brandley Stuart y otros; y otra semejante presentada por la Compañía de Seguros Mutuos Occidentales, aseguradores de Bon Marché. Hay otra, presentada contra los mismos demandados por K. Ito y su compañía de seguros, Riesgos del Nuevo Mundo, S. A., y otra más, presentada por la ciudad de Westville, también contra los mismos demandados. Y, finalmente, hay una demanda presentada por Isabelle Donahue. También algunas querellas criminales…, una por albergar a un animal peligroso, otra por deliberada ocultación del mismo, otra por negligencia y otra por representar dicho animal un peligro público.
John Thomas se iba poniendo cada vez más pálido a medida que se le imputaban estos cargos. Greenberg le miró y le dijo:
—No han omitido nada, ¿verdad, hijo? Anímese…, el condenado siempre tiene derecho a un suculento almuerzo…
John Thomas se esforzó por sonreír pero fue una sonrisa triste. Betty le dio unas palmaditas en la rodilla.
Aún había otra hoja en el montón; Greenberg la puso junto a las demás sin leerla. Era una petición firmada por el jefe de Policía de la ciudad de Westville, solicitando al tribunal que ordenase la destrucción de aquella peligrosa bestia, conocida por el nombre de Lummox, y más tarde identificada como tal, etcétera. En lugar de leerla, Greenberg levantó la mirada y dijo:
—Creo que ahora le toca a usted.
El interpelado era el abogado que había puesto en duda los métodos del tribunal; se presentó como Alfred Schneider y afirmó que representaba a los Seguros Mutuos Occidentales y al Bon Marché.
—El caballero que está a mi lado es el señor De Grasse, gerente del Bon Marché.
—Muy bien. El siguiente por favor.
Greenberg comprobó que estaban presentes los principales demandantes, con sus abogados. En la cabecera de la mesa se sentaban, además de él, el juez O’Farrell, John Thomas, Betty y el jefe Dreiser. Y un poco más apartados Isabelle Donahue y su abogado, Beanfield; Schneider y De Grasse, por el Bon Marché; Lombard, abogado de la ciudad de Westville; el abogado de la compañía aseguradora de K. Ito y el hijo de este último (que representaba a su padre); los agentes de policía Karnes y Mendoza (testigos) y la madre de John Thomas, acompañada por Postle, el abogado de los Stuart.
Greenberg dijo a Postle:
—Según creo, defiende usted también al señor Stuart.
Betty le interrumpió:
—¡No, por Dios! A Johnnie lo defiendo yo.
Greenberg enarcó las cejas.
—Iba a preguntar precisamente qué hace usted aquí. ¿Es usted acaso abogado?
—Verá…, considéreme su asesor.
O’Farrell se inclinó hacia Greenberg y le susurró al oído:
—Esto es descabellado, señor delegado. Esa chica no es abogado; la conozco muy bien. Le tengo mucho afecto, pero francamente, no la creo muy inteligente. —Añadió con severidad y en voz alta—: Betty, no tienes nada que hacer aquí. Vete y deja de hacer tonterías.
—Verá usted, juez, es que…
—Un momento, señorita —intervino Greenberg—. ¿Puede alegar algo para presentarse como asesora del señor Stuart?
—Desde luego. Soy la asesora que él quiere.
—Hum, una razón muy sólida. Aunque quizá no sea suficiente. —Se dirigió entonces a John Thomas—: ¿Es cierto eso?
—Oh, sí, señor.
El juez O’Farrell murmuró:
—¡No hagas eso, hijo! Te la vas a cargar.
Greenberg susurró a su vez:
—Eso temo. —Frunciendo el ceño, se dirigió a Postle—: ¿Está dispuesto a actuar en defensa de la madre y el hijo?
—Sí.
—¡No! —le contradijo Betty.
—Pero, ¿no estarían más protegidos los intereses del señor Stuart en las manos de un abogado profesional que en las suyas? No, no me responda usted; quiero que lo haga el propio señor Stuart.
John Thomas se puso colorado y tartamudeó:
—Yo…, yo no quiero a ése.
—¿Porqué?
John Thomas no parecía dispuesto a dar su brazo a torcer. Betty dijo con sarcasmo:
—Porque a su madre no le gusta Lummox, ésa es la razón. Y…
—¡Eso no es cierto! —atajó Marie Stuart.
—Es cierto… Y ese viejo fósil de Postle está de acuerdo con ella. ¡Lo que ellos quieren es deshacerse de Lummox!
O’Farrell carraspeó cubriéndose la boca con el pañuelo. Postle enrojeció. Greenberg dijo gravemente:
—Señorita, levántese y pida disculpas al señor Postle.
Betty miró al delegado, bajó los ojos y se levantó, diciendo humildemente:
—Señor Postle, lamento que sea usted un fósil. Quiero decir que lamento haber dicho que era usted un fósil.
—Siéntese —dijo Greenberg secamente—. Y en adelante tenga más cuidado con lo que dice. Señor Stuart, no puede obligarse a nadie a aceptar un defensor que no sea de su agrado. Pero me pone usted en un dilema. Legalmente es usted menor de edad, y ha escogido como defensor a otro persona menor de edad. Eso no quedará muy bien en el sumario. —Se pellizcó la barbilla—. ¿No podría ser que usted o su defensora…, o ambos a la vez quisieran llegar a un juicio nulo por error del tribunal?
Betty, repuso:
—Oh, no, señor.
Mostraba una actitud de afectada inocencia; había contado, en efecto, con esa posibilidad, que no había mencionado a John Thomas.
—Con la venia de usía…
—Diga, señor Lombard.
—Esto me parece enormemente ridículo. La joven aquí presente no tiene lugar en este tribunal. No es un jurisconsulto; por lo tanto, no puede actuar como abogado. Me disgusta verme obligado a recordar estas verdades elementales al respetado tribunal, pero lo que aquí procede hacer es colocarla entre el público y nombrar un abogado. ¿Se me permite sugerir que ocupe ese puesto el defensor público?
—Se acepta la sugerencia. ¿Es eso todo, señor Lombard?
—Sí, señor juez.
—Permítame añadir que a este tribunal le desagrada verse aconsejado; le ruego, pues, que no vuelva a hacerlo.
—Sí, señor juez.
—Este tribunal cometerá sus propios errores de la manera que le parezca más conveniente. Según la costumbre que ha presidido la formación de este tribunal, no es necesario que el defensor sea de carrera… o, como usted dice, un jurisconsulto, un abogado diplomado. Si le parece insólito, permítame asegurarle que los sacerdotes-abogados hereditarios de Deflai aún lo encuentran más extraño. Pero es la única regla que tiene aplicación universal. Sin embargo, le doy las gracias por su sugerencia. ¿Quiere levantarse el defensor público?
—Sí, señor juez. Me llamo Cyrus Andrews.
—Gracias. ¿Está preparado para tomar la defensa?
—Sí. Necesitaré una tregua para consultar con mi cliente.
—Naturalmente. Bien, señor Stuart. ¿Nombra este tribunal al señor Andrews como su abogado defensor, o como defensor asociado?
—¡No! —respondió de nuevo Betty.
—Me dirigía al señor Stuart, señorita Sorensen. ¿Qué responde?
John Thomas miró a Betty.
—No, señor juez.
—¿Porqué no?
—Voy a responderle yo —intervino Betty—. Hablo más de prisa que él; por eso me encargo de su defensa. No aceptamos los servicios del señor Andrews porque el abogado público actúa contra nosotros en una de esas estúpidas demandas que han presentado contra Lummox; y porque el abogado que representa a Westville y el señor Andrews tienen un bufete a medias. Son socios.
Greenberg se volvió hacia Andrews:
—¿Es cierto eso, señor?
—Pues sí, estamos asociados, señor juez. Comprenderá usted que en una ciudad tan pequeña como ésta…
—Sí, lo comprendo. Pero comprendo también la objeción de la señorita Sorensen. Gracias, señor Andrews.
—Con la venia.
—¿Qué quiere ahora, señorita?
—Puedo ayudarle a salir del atolladero. Me daba en la nariz que algún entrometido trataría de echarme. Por lo tanto, me curé en salud. Soy dueña a medias.
—¿Dueña a medias?
—De Lummox, claro, ¿Ve usted? —Sacó un papel de su bolso y se lo mostró—. Un documento de venta, completamente legal.
Por lo menos tiene que serlo, porque lo copié del libro de texto.
Greenberg lo estudió.
—La forma parece correcta. Lleva fecha de ayer, lo que la hace a usted voluntariamente responsable, alcanzando la responsabilidad a sus intereses desde un punto de vista civil. No afecta a cuestiones criminales de fecha anterior.
—¡Bah! No hay cuestiones criminales.
—Eso aún tiene que decidirse. Y no diga, «bah»; no es un término legal. La cuestión aquí es saber si el firmante de este documento puede vender esta posesión. ¿Quién es el dueño de Lummox?
—¡Johnnie, claro! Así constaba en el testamento de su padre.
—¿Ah, sí? ¿Es cierto eso, señor Postle?
Postle habló en susurros con Marie Stuart; después repuso:
—Es cierto, señor juez. Esa criatura llamada Lummox es propiedad de John Thomas Stuart, menor de edad. La participación de la señora Stuart en esa pertenencia se efectúa a través de su hijo.
—Muy bien —dijo Greenberg entregando el documento de venta al secretario—. Tome nota de él.
Betty volvió a sentarse y dijo:
—Bien, señor juez, nombre a quien quiera. Pero permítame intervenir cuando lo juzgue necesario.
Greenberg suspiró.
—¿Cree que habrá alguna diferencia si nombro a otro?
—No mucha, supongo.
—Constará en el sumario que ustedes dos, después de haber sido debidamente advertidos y aconsejados, insisten en actuar en su propia defensa. El tribunal asume a disgusto la carga de proteger sus derechos y aconsejarles en cuestiones legales.
—Oh, no se ponga así, señor Greenberg. Tenemos confianza en usted.
—Preferiría que no me la tuviesen —dijo él secamente—. Pero continuemos. Ese caballero del extremo… ¿Quién es usted?
—¿Yo, señor juez? Soy el corresponsal de Prensa Galáctica en la localidad. Me llamo Hovey.
—¿Ah, sí? El secretario redactará un resumen para la prensa. Más tarde concederé la entrevista acostumbrada, si alguno lo desea. Sin embargo, no deseo que me fotografíen con ese Lummox. ¿Hay más señores de la prensa?
Se levantaron otros dos.
—El ujier les pondrá sillas detrás de la barra.
—Gracias, señor juez. Pero antes…
—Fuera de la barra, por favor. —Greenberg miró en torno suyo—. Creo que eso es todo…, no, aún queda aquel caballero del rincón. ¿Su nombre, por favor?
El interpelado se levantó. Vestía un traje gris a rayas y su porte era altivo y digno.
—Con la venia de este tribunal diré que me llamo T. Ornar Esklund, y que soy doctor en Filosofía.
—No hace falta pedir la venia del tribunal para eso, doctor. ¿Es usted parte litigante?
—Sí, señor. Estoy aquí como amicus curiae, amigo del tribunal.
Greenberg frunció el ceño.
—Este tribunal desea escoger sus propios amigos. ¿Cuál es su ocupación, doctor?
—Con la venia, señor. Soy secretario ejecutivo de la Liga Humana para la conservación de la Tierra. —Greenberg ahogó un gruñido, pero Esklund no lo advirtió, pues se había inclinado para recoger un gran manuscrito—. Como es harto sabido, desde que se inició la impía práctica de los viajes interplanetarios, nuestra madre Tierra, que nos fue concedida por la Ley Divina, se ha visto cada vez más infestada por criaturas…, será mejor que digamos bestias, de dudoso origen. Las pestilentes consecuencias de este sacrílego tráfico se ven en todos…
—¡Doctor Esklund!
—¿Señor?
—¿Qué le ha traído a este tribunal? ¿Actúa como defensor de alguno de los encartados?
—No exactamente, señor juez. En sentido amplio, puede considerárseme como el abogado de toda la humanidad. La sociedad a la cual tengo el honor…
—¿No tiene algo más concreto que presentar? ¿Una petición, acaso?
—Sí —respondió Esklund sombríamente—, tengo una petición que presentar.
—Preséntela.
Esklund rebuscó entre sus papeles y sacó una hoja, que fue pasada a Greenberg, el cual ni siquiera la miró.
—Diga ahora brevemente en qué consiste su petición. Hable con claridad y en dirección al micrófono más próximo.
—Bien…, con la venia del tribunal: la sociedad a la cual tengo el honor de pertenecer, una liga que comprende a toda la humanidad, ruega…, no, exige que sea destruida la bestia no terrestre que ya ha asolado esta pacífica comunidad. Su destrucción está sancionada y ordenada por aquellos sagrados…
—¿Es ésta su petición? ¿Quiere que este tribunal ordene que sea destruido el ser extraterrestre conocido por Lummox?
—Sí, pero aún más que eso, tengo aquí una cuidadosa documentación en refuerzo de mis argumentos, de mis irrebatibles argumentos, diría, que…
—Un momento. La palabra «exige» que ha utilizado usted, ¿figura en la petición?
—No, señor juez, esa palabra ha salido de mi corazón, de la plenitud de…
—Su corazón le ha llevado a usted a sentir desprecio. ¿Quiere enmendar la frase?
Esklund se le quedó mirando fijamente y luego dijo a regañadientes:
—Retiro esa palabra. Mi intención no era despreciar a nadie.
—Muy bien. Se admite la petición; el secretario tomará nota de ella, en espera de nuestra decisión. Hablemos ahora de ese discurso que tiene usted intención de hacer; a juzgar por el tamaño de su manuscrito, calculo que durará unas dos horas, ¿no es eso?
—Sí, creo que dos horas serán suficientes, señor juez —respondió Esklund, algo apaciguado.
—Bien. ¡Ujier!
—¿Señor juez?
—¿Puede usted montar un estrado ahí fuera?
—Creo que sí, señor.
—Excelente. Colóquelo en el prado. Doctor Esklund, todos estamos a favor de la libertad de expresión, así es que diviértase. Podrá hablar desde ese estrado durante dos horas.
El doctor Esklund se volvió del color de la berenjena.
—¡Ya oirá hablar de nosotros!
—Sin duda.
—¡Conocemos a los de vuestra calaña! ¡Traidores a la humanidad! ¡Renegados! Jugando con…
—Llévense a este hombre.
El ujier cumplió la orden, sonriendo. Uno de los periodistas los siguió. Greenberg dijo amablemente:
—Parece que ahora sólo quedamos los indispensables. Tenemos varias demandas ante nosotros, pero todas se atienen a los mismos hechos. A menos que alguien tenga algo que objetar, oiremos primero la declaración testifical de todas las demandas, para pasar luego a estudiar éstas una por una. ¿Objeciones?
Los abogados se miraron. Finalmente, el abogado del señor Ito dijo:
—Señor juez, me parece que sería más correcto oírlas una por una.
—Es posible. Pero si lo hacemos así, por Navidad aún estaremos aquí. Me disgusta hacer venir tantas veces a personas atareadas. Pero gozan ustedes del privilegio de celebrar un juicio de cada uno de los hechos ante un jurado…, sin olvidar, si pierden, que su patrocinado tendrá que sufragar las costas suplementarias él solo.
El hijo de K. Ito tiró de la manga de su abogado y le susurró algo al oído. El abogado asintió y dijo:
—Aceptamos una audiencia conjunta…, por lo que se refiere a los hechos.
—Muy bien. ¿Hay otras objeciones? —Nadie presentó ninguna. Greenberg sé volvió a O’Farrell—: Juez, ¿está provista esta sala de detectores de mentiras?
—¿Eh? Desde luego. Aunque apenas los uso.
—A mí me gustan. —Se volvió hacia los demás—. Los detectores de mentiras serán conectados. No se requerirá a nadie que los emplee excepto en el caso de que alguien se niegue a declarar. Este tribunal, como es su privilegio, tomará nota y subrayará el hecho de que alguien se niegue a utilizar un detector de mentiras.
John Thomas susurró a Betty:
—Mira de no resbalar, Bella Durmiente.
Ella le respondió:
—¡No te preocupes por mí! Mira de no resbalar tú.
El juez O’Farrell dijo a Greenberg:
—Tardarán algún tiempo en prepararlos. ¿No sería mejor que interrumpiésemos la sesión para ir a almorzar?
—Ah, sí, el almuerzo. Atención todos…, este tribunal no suspenderá la vista para ir a comer. Voy a pedir al ujier que encargue café y bocadillos o lo que ustedes quieran, mientras ese empleado conecta los detectores. Comeremos en esta misma mesa. Entre tanto… —Greenberg buscó cigarrillos en sus bolsillos—. ¿Alguien tiene un fósforo?
En su celda, Lummox, después de considerar la difícil cuestión del derecho que tenía Betty para dar órdenes, llegó a la conclusión de que posiblemente ella gozaba de una situación especial. Cada uno de los John Thomas que había conocido había introducido en su vida a una persona equivalente a Betty; cada uno había insistido en que la persona en cuestión fuese complacida en todos sus humores y caprichos. El John Thomas actual había iniciado ya su proceso con Betty; por consiguiente, era mejor seguir la corriente a ésta, siempre que no se tratase de cosas graves. Se tendió en el suelo y se puso a dormir, dejando de guardia a su ojo vigilante.
Durmió inquieto, turbado por el sabroso olor del acero. Transcurrido un tiempo se despertó y se desperezó, agitando la jaula. Le parecía que John Thomas llevaba demasiado tiempo ausente. Pensándolo bien, no le gustaba la manera como aquel hombre se había llevado a John Thomas…, no, no le gustaba en lo más mínimo. Se preguntó qué debía hacer. ¿Qué diría John Thomas si estuviese allí?
El problema era demasiado complejo. Volvió a tenderse y probó los barrotes. Se contuvo para no comérselos; simplemente probó su sabor. Algo mohosos, decidió, pero buenos.
Mientras tanto, el jefe Dreiser había terminado su declaración, que fue seguida por la de Karnes y Mendoza. No surgió ninguna discusión y los detectores de mentiras permanecieron silenciosos; el señor De Grasse insistió en ampliar parte de la declaración. El abogado de K. Ito declaró que su cliente había disparado contra Lummox; se permitió al hijo de Ito que describiese las consecuencias y mostrase fotografías. Sólo faltaba el testimonio de Isabelle Donahue para completar la historia de lo sucedido el día L.
Greenberg se volvió hacia el abogado, de ésta:
—Señor Beanfield, ¿desea hacer preguntas a su cliente o prosigue el juicio?
—Continúe, señor juez. Es posible que haga aún un par de preguntas.
—Tiene usted derecho a ello. Señora Donahue, cuéntenos lo que pasó.
—Con mucho gusto. Señor juez, distinguidos visitantes, a pesar de no hallarme acostumbrada a hablar en público, a mi manera creo que soy…
—Éso no importa ahora, señora Donahue. Limítese a los hechos y a lo sucedido el lunes por la tarde.
—¡Pero si es lo que hacía!
—Muy bien, prosiga. Cuéntelo sencillamente.
Ella lanzó un bufido.
—¡Bien! Estaba echada, tratando de descansar unos minutos…, tengo tantas responsabilidades a que atender: clubs, comités de caridad y otras organizaciones semejantes…
Greenberg contemplaba el detector de mentiras que la demandante tenía sobre la cabeza. La aguja oscilaba nerviosamente, pero sin permanecer el tiempo suficiente en la zona roja como para poner en marcha el timbre de alarma. Decidió que no valía la pena advertirla.
—… cuando de pronto me sobresaltó un ruido indefinible.
La aguja saltó al rojo, se encendió una luz de color rubí y el timbre empezó a sonar estrepitosamente. Se oyeron risitas; Greenberg se apresuró a intervenir:
—Orden en la sala. El ujier tiene orden de echar a todos aquellos que alboroten.
Isabelle Donahue se interrumpió súbitamente al oír sonar el timbre. Su abogado, con rostro ceñudo, le tiró de la manga y dijo:
—No haga caso, señora. Limítese a contar al tribunal el ruido que oyó, lo que vio y lo que hizo a continuación.
—Está aconsejando a la testigo —objetó Betty.
—No importa —dijo Greenberg—. Alguien tiene que hacerlo.
—Pero…
—No se acepta la objeción. La testigo puede continuar declarando.
—¡Bien! Pues…, como decía, oí aquel ruido y me pregunté qué podría ser. Atisbé al exterior y vi a esa gran bestia de rapiña corriendo en todas direcciones con aspecto amenazador y…
El timbre sonó de nuevo; una docena de espectadores no pudieron contener la risa. La señora Donahue dijo airada:
—¿No pueden parar ese timbre? ¿Cómo quieren que declare con ese maldito ruido?
—¡Orden! —gritó Greenberg—. Si continúa el alboroto, el tribunal tendrá que detener a alguien. —Prosiguió, dirigiéndose a Isabelle Donahue—: Una vez que un testigo ha aceptado el uso del detector de mentiras, la decisión ya no puede alterarse. Pero los datos que nos proporciona este instrumento son sólo informativos; el tribunal no se halla obligado por ello. Continúe.
—Bueno. Ya lo esperaba. No he dicho una mentira en mi vida.
El timbre permaneció silencioso; Greenberg pensó que ella debía de creerlo de buena fe.
—Quiero decir —añadió el juez— que el tribunal forma su propio juicio de los hechos, sin permitir que una máquina lo haga por él.
—Mi padre siempre decía que aparatos como éste eran engendro del diablo. Decía que un hombre de negocios honrado no debería…
—Por favor, señora Donahue.
Beanfield le susurró al oído que se reportase. Ella prosiguió, más calmada:
—Bien, allí estaba esa criatura, esa enorme bestia propiedad del chico de la casa de al lado. Estaba comiéndose mis rosales.
—¿Y usted qué hizo?
—No sabía qué partido tomar. Empuñé lo primero que tuve a mano, una escoba, y me precipité hacia la puerta. Cuando salí fuera, la bestia se abalanzó sobre mí y…
¡Riiiiiiiiiiiing!
—¿Le parece que lo repitamos de nuevo, señora Donahue?
—Bien…, de todos modos, yo me precipité hacia él y empecé a golpearle en la cabeza. El animal gruñía, y con sus grandes dientes…
¡Riiiiiiiiiiiing!
—¿Qué pasó luego, señora Donahue?
—Verá, el cobardón dio media vuelta y salió corriendo de mi jardín. No sé adonde fue. Pero me dejó mi hermoso jardín hecho una ruina.
La aguja osciló pero no sonó el timbre.
Greenberg se volvió hacia el abogado de la dama:
—Señor Beanfield, ¿ha examinado usted los daños sufridos en el jardín de la señora Donahue?
—Sí, señor juez.
—¿Quiere decirnos la extensión de los daños?
Beanfield decidió que más valía perder una cliente que verse descubierto ante todo el tribunal por aquel maldito juguete.
—Fueron devorados cinco rosales, señor juez, total o parcialmente. El césped resultó pisoteado en parte y se produjo un agujero en un seto ornamental.
—¿Importancia de las pérdidas?
El abogado respondió, midiendo cuidadosamente sus palabras:
—La cantidad que exigimos como indemnización se halla ante usía.
—Eso no responde a mi pregunta, señor Beanfield.
Beanfield se encogió mentalmente de hombros y borró a la señora Donahue de su lista de clientes.
—Oh, alrededor de unos doscientos dólares, señor juez, como daños y perjuicios. Pero el tribunal tendría que aumentar la suma, por molestias y angustia mental causada a mi cliente.
Isabelle Donahue puso el grito en el cielo:
—¡Esto es absurdo! ¡Eran mis rosas de exposición!
La aguja saltó, pero volvió con demasiada rapidez a su posición anterior y el timbre no sonó. Greenberg preguntó cansadamente:
—¿De qué exposición está hablando, señora Donahue?
Su abogado intervino:
—Estaban al lado mismo de las famosas plantas de concurso de la señora Donahue. La valiente acción de esta señora salvó las flores de más precio, afortunadamente.
—¿Tiene que añadir algo más?
—Creo que no. Puedo presentar fotografías, selladas y reconocidas.
—Muy bien.
Isabelle Donahue fulminó a su abogado con la mirada.
—¡Vaya! Pues yo sí tengo algo más que añadir. Insisto absolutamente en una cosa, y es que sea destruida esa peligrosa bestia sedienta de sangre.
Greenberg se volvió hacia Beanfield:
—¿Debemos considerar esto como una petición formal, señor abogado, o como simple retórica?
Beanfield parecía estar sobre ascuas.
—Hemos presentado una petición en este sentido, señor juez.
—El tribunal la admite.
Betty intervino diciendo:
—¡Eh, espere un momento! Lo único que Lummie hizo fue comerse unas cuantas de sus viejas y arrugadas…
—Después, señorita Sorensen.
—Pero…
—Después, se lo ruego. Ya tendrá oportunidad de hablar. El tribunal estima que ya posee todos los datos pertinentes. ¿Desea alguien presentar nuevos hechos o interrogar a otros testigos? ¿O presentar a otro declarante?
—Sí, nosotros —dijo Betty al instante.
—¿Ustedes qué?
—Nosotros queremos llamar a un nuevo testigo.
—Muy bien. ¿Está aquí?
—Sí, señor juez. Es decir, afuera. Es Lummox.
Greenberg pareció reflexionar.
—¿Entiendo que me proponen que haga comparecer a, ejem, Lummox, para que éste asuma su propia defensa?
—¿Por qué no? Sabe hablar.
Un periodista se volvió bruscamente hacia uno de sus colegas y le susurró algo; después salió a toda prisa de la sala. Greenberg se mordió los labios.
—Ya lo sé —admitió—. Yo mismo cambié con él unas cuantas palabras. Pero la facultad de hablar no es suficiente por sí sola para que un testigo sea competente. Un niño puede aprender a hablar antes de tener un año, pero sólo muy raramente un niño de tierna edad, digamos de menos de cinco años, será considerado con capacidad para testimoniar. Este tribunal admite que miembros de razas no humanas, no humanas en el sentido biológico, pueden declarar como testigos. Pero nada nos hace creer ni nos da muestra que este ser extraterrestre a que nos referimos tenga competencia para hacerlo.
John Thomas, con voz abrumada, susurró al oído de Betty:
—¿Te has vuelto loca? ¡No sabemos lo que puede decir Lummie!
—¡Chitón! —Betty se volvió hacia Greenberg—: Mire, señor delegado, ha dicho usted un buen número de palabras, pero ¿qué significan? Se dispone a sentenciar a Lummox, y ni siquiera desea tomarse la molestia de hacerle una pregunta. Dice usted que no está capacitado para declarar. Bien, he visto a otros testigos que tampoco lo estaban mucho. Apuesto a que si coloca un detector de mentiras en la cabeza de Lummox, el timbre no sonará. Sí, ya sé que hizo cosas que no debiera haber hecho. Se comió algunas raquíticas y viejas rosas y las coles del señor Ito. ¿Qué hay de horrible en eso? Cuando usted era niño, ¿no dio alguna vez un puntapié a un perro, cuando creía que nadie le veía?
Respiró profundamente.
—Suponga que cuando dio ese puntapié a aquel perro, alguien vino y le golpeó en la cara con una escoba, o disparó un arma contra usted. ¿No se hubiera asustado? ¿No hubiera salido corriendo? Lummie posee sentimientos amistosos. Aquí todos lo saben…, o si no lo saben es que son más estúpidos e irresponsables que él. ¿Pero trató alguien de hablarle razonablemente? ¡Oh, no!, lo aterrorizaron, le dispararon cañones y le dieron un susto de muerte, terminando por precipitarlo por un puente. Dice usted que Lummie es incompetente. ¿Quién es competente aquí? ¿Todas esas personas que lo trataron tan mal, o Lummie? Ahora no se conforman con menos que matarlo. Si un niño diese un puntapié a un perrito, supongo que el remedio no sería cortarle la cabeza, sólo para asegurarse de que no volviese a hacerlo. ¿Es que nos hemos vuelto locos? ¿Qué farsa es ésta?
Betty se interrumpió, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Sus dotes histriónicas le habían sido muy útiles en la escuela de arte dramático; pero con gran sorpresa por su parte, se dio cuenta de que esta vez las lágrimas eran reales.
—¿Ha terminado? —preguntó Greenberg.
—Creo que sí. Al menos de momento.
—Debo reconocer que se ha expresado con mucha emoción. Pero un tribunal no se deja ganar por la emoción. Su tesis es que la mayor parte de los daños, digamos todos los daños menos los rosales y las coles, se debieron a actos improcedentes realizados por seres humanos, y que por lo tanto no hay que atribuir la responsabilidad de ellos a Lummox ni a su dueño.
—Creo que así es, señor juez. La cola suele seguir al perro. ¿Por qué no pregunta a Lummie cuál fue su impresión?
—Ya llegaremos a eso. Pero, por otra parte, no puedo aceptar la validez de su analogía. Nos referimos ahora, no a un niño, sino a un animal. Si este tribunal decretase la destrucción de ese animal, no lo haría animado por un espíritu de venganza o de castigo, porque se presume que los animales no entienden tales valores. El propósito sería preventivo, con el fin de que un peligro potencial no llegase a convertirse en un peligro verdadero para las vidas o las propiedades. El niño de su ejemplo puede ser dominado por los brazos de su niñera, pero ahora nos enfrentamos con una criatura cuyo peso es de algunas toneladas, capaz de aplastar a un hombre inadvertidamente en una de sus caricias. No existe paralelo con el niño de su ejemplo.
—¿No lo hay, eh? Ese niño puede crecer y hacer volar toda la ciudad sólo con oprimir un botoncito. ¡De modo que cortadle la cabeza antes de que crezca! ¡No le preguntéis por qué dio el puntapié al perro, no le preguntéis nada! Es un niño malo…, cortadle la cabeza y así evitaréis ulteriores complicaciones.
Greenberg volvió a morderse los labios:
—¿Es pues su deseo que el tribunal examine a Lummox?
—Eso es lo que he dicho, ¿no?
—No estoy muy seguro de lo que ha dicho. El tribunal considerará esa decisión.
Lombard se apresuró a intervenir:
—Me opongo, señor juez. Si ese extraordinario…
—Retenga su objeción, por favor. El tribunal se retirará a deliberar durante diez minutos. Entre tanto, continúen todos en su sitio.
Greenberg se levantó y se alejó. Sacó un cigarrillo, descubrió de nuevo que no tenía cerillas y volvió a meterse el paquete en el bolsillo.
¡Condenada muchacha! Él había dispuesto las cosas para que aquel caso fuese sobre ruedas, aumentando su prestigio ante el Departamento y dejando satisfecho a todo el mundo… a excepción del joven Stuart, pero eso no podía evitarlo; del muchacho y de aquella precoz y descarada jovencita que lo tenía dominado.
No podía permitir que aquel ejemplar único fuese destruido, pero había querido hacer las cosas con suavidad…, negarse a la demanda de aquella vieja arpía, inspirada evidentemente por el resentimiento, y decir al jefe de Policía, en privado, que retirase la otra. La demanda presentada por la Liga Humana para la Conservación de la Tierra no le preocupaba. ¡Pero aquella insolente muchacha, que hablaba cuando debía escuchar, haría que pareciese que un tribunal departamental se veía impulsado a arriesgar la seguridad pública a causa de una dosis de palabrería sentimental y antropomórfica!
¡Malditos sean sus lindos ojos azules!
También le acusarían de haberse dejado influenciar por aquellos lindos ojos. Era una lástima que la joven no fuese fea.
El dueño del animal era el responsable de los daños que éste había causado; había un millar de casos de «animales extraviados» que lo justificaban…, puesto que éste no era el planeta Tencora. Éso de que la culpa era de las personas que lo habían asustado era simple palabrería. Pero aquel ser extraterrestre, como ejemplar único para la ciencia, valía mucho más que los daños que había causado; su decisión no afectaría económicamente al muchacho.
Comprendió que se había dejado llevar a un estado anímico muy poco judicial. La solvencia del demandado era asunto que no le incumbía.
—Ruego a usía que me disculpe, pero le agradecería que no tocase esas cosas.
Levantó la mirada, dispuesto a reprender a quien fuese, y se encontró ante el alguacil. Vio entonces que había estado jugueteando con los interruptores y controles de la mesa de éste. Retiró rápidamente sus manos.
—Discúlpeme.
—Una persona que no entienda el funcionamiento —dijo el alguacil en son de excusa— puede provocar muchas complicaciones.
—Es cierto. Desgraciadamente, muy cierto. —Se alejó bruscamente—. Que se restablezca el orden en la sala.
Sentándose, se volvió hacia Betty Sorensen:
—El tribunal decreta que Lummox no es testigo competente.
Betty se quedó boquiabierta.
—¡Su señoría es muy injusto!
—Posiblemente.
Ella meditó un momento.
—Solicitamos que el tribunal se reúna en otro sitio.
—¿Dónde ha aprendido a pedir tales cosas? El lugar ya estaba señalado cuando intervino el Departamento, y no vamos a cambiarlo ahora. Procure callarse un ratito, hágame el favor.
Betty enrojeció.
—¡Tendría usted que dimitir!
Greenberg intentaba mostrar calma y modales olímpicos. Ahora tuvo necesidad de hacer tres profundas inspiraciones.
—Señorita —dijo midiendo sus palabras—, durante todo el tiempo ha estado usted tratando de embrollar la sesión de este tribunal. No es necesario que hable ahora de nuevo; ya lo ha hecho en exceso. ¿Me entiende?
—¡No he hablado en exceso, seguiré hablando y no le he entendido!
—¿Cómo? ¿Quiere repetir lo que ha dicho?
—No, será mejor que lo retire…, si no ya le veo a usted acusándome de insulto a la autoridad.
—No, no, sólo quería recordarlo. No creo haber oído nunca una afirmación tan tajante. No importa. Limítese a contener su lengua, si es que sabe cómo hacerlo. Más tarde le permitiré hablar de nuevo.
—Sí, señor juez.
Greenberg se volvió hacia los restantes juristas.
—El tribunal declaró antes que estaba dispuesto a terminar la vista hoy mismo. El tribunal no ve ninguna razón que se oponga a ello. ¿Tienen algo que objetar?
Los abogados se agitaron inquietos, mirándose entre sí. Greenberg se volvió hacia Betty.
—¿Usted qué dice?
—¿Yo? Creía que no tenía voto.
—¿Terminamos la vista hoy?
Ella miró a John Thomas y dijo sombríamente:
—No hago ninguna objeción. —Inclinándose luego hacia éste, susurró—: ¡Oh, Johnnie, he hecho lo posible!
Él le acarició la mano por debajo de la mesa.
—Ya sé que lo has hecho, mi Bella Durmiente.
Greenberg hizo como que no oía. Prosiguió con una voz fría y oficial:
—Este tribunal tiene ante él para su examen una demanda solicitando la destrucción del ser extraterrestre llamado Lummox, alegando que es peligroso e ingobernable. Los hechos no corroboran esta alegación; por lo tanto, la demanda es rechazada.
Betty empezó a dar boqueadas y agudos chillidos. John Thomas pareció sorprendido de momento, pero luego sonrió por primera vez.
—Orden, orden —dijo Greenberg con suavidad—. Tenemos aquí otra demanda en el mismo sentido, pero inspirada en diferentes motivos. —Exhibió el documento firmado por la Liga Humana para la Conservación de la Tierra—. Este tribunal declara no ser de su competencia dicha demanda, y, por lo tanto, se deniega. Respecto a las cuatro querellas criminales, quedan rechazadas. La ley requiere…
El abogado que representaba a Westville inició una protesta:
—Pero, señor juez…
—Si tiene alguna objeción que presentar, resérvela. En este caso no hallo intención criminal, y por lo tanto queda claro que no pudo haber crimen. No obstante, la ley exige que los ciudadanos ejerzan una debida prudencia a fin de proteger a los demás, y es bajo esa luz como debe enjuiciarse este caso. La prudencia se basa en la experiencia, personal y delegada, y no es una presciencia imposible. A juicio de este tribunal, las precauciones adoptadas eran prudentes a la luz de la experiencia…, es decir, de la experiencia hasta la tarde del lunes. —Volviéndose, se dirigió a John Thomas—. Lo que yo quiero decir, joven, es esto: las precauciones que usted adoptó eran «prudentes» en la medida de lo que sabía entonces. Pero ahora está mejor enterado. Si esa bestia vuelve a escaparse, seremos más duros con usted.
Johnnie tragó saliva.
—Sí, señor.
—Quedan los daños y perjuicios. Aquí nuestro criterio es diferente. El tutor de un menor de edad o el dueño de un animal son responsables de los daños cometidos por el niño o animal en cuestión, pues la ley sostiene que es preferible que sean el dueño o el tutor quienes sufran las consecuencias, en lugar de la tercera persona inocente. Excepto por una sola cosa, que de momento no mencionaré, los actos aquí juzgados caen dentro de esta regla. En primer lugar, permítaseme observar que una o más de las demandas presentadas alegan daños reales, pidiendo al mismo tiempo una actuación punitiva y ejemplar. Esta petición de castigo queda rechazada; no hay motivo para ella. Creo que sólo existen los daños reales en todos los casos, y los abogados así lo han declarado. Por lo que se refiere a las costas, el Departamento de Asuntos Espaciales, en el interés público, se hace cargo de las mismas.
Betty le comentó a John Thomas:
—Hicimos bien en declararlo una propiedad. Mira cómo sonríen esos buitres de las compañías de seguros.
Greenberg prosiguió:
—He dicho que hacía una reserva. Se presenta indirectamente la cuestión de que Lummox pueda no ser un animal y, por consiguiente, no se le pueda considerar un bien, sino que pueda tratarse de un ser sensible e inteligente, en el sentido que dan a esta expresión las «Costumbres de civilizaciones», siendo por lo tanto dueño de sus propios actos. —Greenberg vaciló. Temía que su alegato no fuese encontrado válido—. Hace mucho tiempo que hemos colocado a la esclavitud fuera de la ley; ningún ser sensible e inteligente puede ser propiedad de un tercero. Pero si Lummox es un ser de esta categoría, ¿qué debemos hacer? ¿Puede hacerse responsable a Lummox de sus actos? No parece que posea el suficiente conocimiento de nuestras costumbres para ello, y tampoco parece que se encuentre entre nosotros por su libre elección. ¿Son sus dueños putativos sus guardianes de hecho, y por lo tanto los responsables? Todas estas preguntas se reducen a una: ¿es Lummox un bien mueble, o un ser libre?
»Este tribunal ha expresado su opinión, en el momento oportuno, de que Lummox no podía declarar como testigo… de momento. Pero este tribunal no está capacitado para pronunciar una decisión final, por mucho que crea que Lummox es una bestia.
»El tribunal iniciará, por consiguiente, una encuesta por su cuenta, con el fin de determinar la naturaleza de Lummox. Entretanto, éste pasará a depender de las autoridades locales, las cuales serán responsables tanto de su seguridad como de la seguridad pública respecto a él.
Una mosca hubiera tenido trabajo en escoger entre tantas bocas abiertas. El primero en recobrarse de su asombro fue el abogado de la Sociedad Mutua de Seguros Occidentales, Schneider.
—Pero, señor juez… ¿Cómo va a quedar este asunto?
—Lo ignoro.
—Pero… suplico a usía que se enfrente con los hechos. La señora Stuart no tiene propiedades ni bienes embargables; es la beneficiaria de un consorcio. Lo mismo puede decirse del muchacho. Esperábamos poder embargar a la propia bestia; reportaría un buen precio en el mercado adecuado. Pero ahora usía, si me permite la expresión, ha volcado el carro de las manzanas. Si uno cualquiera de esos científicos empieza una larga serie de tests, que durarán tal vez años, o arroja dudas acerca de la naturaleza de bien mueble de la bestia…, bien, ¿qué haremos nosotros? ¿Tendremos que demandar a la ciudad?
Lombard se puso en pie de un salto.
—Oiga, ustedes no pueden poner un pleito a la ciudad. La ciudad se halla entre los perjudicados. Según esta teoría…
—Orden —dijo Greenberg con firmeza—. Ninguna de estas preguntas puede responderse ahora. Todas las acciones civiles continuarán hasta que la naturaleza de Lummox sea esclarecida. —Miró al techo—. Aún hay otra posibilidad. Según parece, esta criatura vino a la Tierra en el «Rastro de Fuego». Si mi recuerdo de la historia es correcto, todos los ejemplares traídos en esa nave eran propiedad del gobierno. Si Lummox es un bien mueble, puede resultar no ser de propiedad privada. En ese caso, la situación puede complicarse y dar lugar a un litigio más arduo.
Schneider parecía anonadado y Lombard mostraba un semblante colérico. John Thomas parecía confundido; le susurró a Betty:
—¿Qué está diciendo? Lummox me pertenece a mí.
—Chitón… —murmuró Betty—. Ya te dije que lo sacaríamos de ésta. Oh, el señor Greenberg es un corderillo.
—Pero…
—¡A callar! Pronto habremos ganado.
El hijo de K. Ito había guardado silencio durante toda la vista, excepto cuando se levantó a declarar. Pero ahora volvió a levantarse.
—Señor juez.
—Diga, señorito.
—No entiendo una palabra. Yo no soy más que un granjero, pero querría saber una cosa. ¿Quién pagará los invernaderos de mi padre?
John Thomas se puso en pie.
—Yo —dijo sencillamente.
Betty le tiró de la manga.
—¡Siéntate, idiota!
—Cállate, Betty. Ya has hablado bastante. —Betty se calló—. Señor Greenberg, todo el mundo ha hablado. ¿Puedo ahora decir algo?
—Adelante.
—He oído muchas cosas durante todo el día. Unos, que decían que Lummox es peligroso, cuando en realidad no lo es. Otros, que querrían verlo muerto, sólo por despecho… ¡Sí, a usted me refiero señora Donahue!
—Diríjase al tribunal, por favor —dijo Greenberg amablemente.
—Usted también ha dicho una serie de cosas. No las he entendido todas, pero si usted quiere perdonarme, señor, le diré que algunas de ellas me han parecido una perfecta majadería. Le ruego que me disculpe.
—Estoy seguro de que no tenía intención de ofenderme.
—Desde luego. Por ejemplo, analicemos lo que ha dicho acerca de si Lummox es o no un bien mueble, o si tiene la suficiente inteligencia para votar. Lummox es muy inteligente, y creo que nadie lo sabe mejor que yo. Lo que ocurre es que no ha podido estudiar y nunca ha viajado. Mas eso nada tiene que ver con quien sea o deje de ser su propietario. Me pertenece a mí; de la misma manera que yo le pertenezco… Nos criamos juntos. Ahora bien, ya sé que soy responsable de los daños causados el lunes… ¿Quieres estarte quieta, Betty? Ahora no puedo pagarlos, pero los pagaré. Yo…
—Un momento, joven. El tribunal no permite que contraiga usted compromisos sin ser aconsejado antes por su abogado. Si tiene esa intención, el tribunal se verá obligado a nombrarle un abogado.
—Usted dijo que podía hablar.
—Continúe. Que conste que eso no le obliga a usted.
—Sí, me obliga, porque pienso hacerlo. No tardaré en recibir el dinero para mi beca, que cubre casi el importe de los daños. Creo que podré…
—¡John Thomas! —le gritó su madre encolerizada—. ¡Tú no harás eso!
—Mamá, es mejor que no te metas. Sólo iba a decir que…
—Tú no vas a decir nada. Señor juez, él es…
—¡Orden! —interrumpió Greenberg—. Nada de esto le obliga. Continúa hablando, muchacho, continúa.
—Gracias, señor. De todos modos ya he terminado. Pero tengo algo más que decirle, señor. Lummie es tímido. Yo puedo manejarlo porque confía en mí, pero si usted cree que voy a permitir que un grupo de extraños le toquen, y lo hurguen, y le hagan preguntas estúpidas, y lo llenen de confusiones y de embrollos, será mejor que lo piense de nuevo… ¡Porque no estoy dispuesto a tolerarlo! Lummie está enfermo. Las impresiones recibidas han sido demasiado fuertes para él. El pobrecillo…
Lummox esperó a John Thomas más tiempo del que deseaba, porque no estaba muy seguro de adónde había ido su amo. Le había visto desaparecer entre la multitud sin estar muy seguro de si había entrado o no en la gran casa contigua. Trató de dormir después de haberse despertado por primera vez, pero lo jaula se hallaba rodeada de mirones, y se despertaba a cada instante, porque su circuito de guardia no tenía mucho criterio propio. No es que él lo considerase así; se dio cuenta simplemente de que su sistema de alarma funcionaba casi sin interrupción.
Por último, decidió que ya era hora de encontrar a John Thomas y volver a casa. Hizo pedazos mentalmente las órdenes de Betty; después de todo, ésta no era Johnnie.
Por lo tanto, aguzó su oído hasta el punto de «búsqueda», y trató de localizar a Johnnie. Escuchó durante largo rato y oyó varias voces, la voz de Betty…, pero ésta no le interesaba. Continuó escuchando.
¡Aquí estaba Johnnie, al fin! Afinó su mecanismo de escucha, y prestó atención. Sí, se hallaba en la gran casa. ¡Caramba! La voz de Johnnie tenía el mismo tono que cuando discutía con su madre. Lummox aguzó aún más el oído y trató de descubrir qué sucedía.
Hablaban de cosas incomprensibles para él. Pero una cosa estaba clara; alguien trataba mal a Johnnie. ¿Sería su madre? Sí, la oyó una vez, y sabía que tenía el privilegio de tratar mal a Johnnie, del mismo modo que Johnnie podía reñirle a él, sin que eso importase. Pero había alguien más, varias personas, y ninguna de ellas gozaba de tal privilegio.
Lummox decidió que había llegado el momento de actuar, y se puso en pie.
John Thomas nunca pasó en su discurso de «El pobrecillo…». Se oyeron gritos y chillidos en el exterior; todos los que se hallaban en la sala se volvieron para ver qué sucedía. Los gritos se fueron acercando rápidamente, y Greenberg se disponía a enviar al ujier a ver qué pasaba, cuando de pronto resultó innecesario. La puerta de la sala se bombeó primero y después saltó de sus goznes, apareciendo por la abertura la parte delantera de Lummox, que derribó parte de la pared arrastrando, a modo de collar, el marco de la puerta. Abriendo la boca, dijo con su vocecita:
—¡Johnnie!
—¡Lummox! —gritó su amo—. ¡No te muevas de ahí! ¡No avances ni un centímetro!
Todos los rostros lucían en su expresión la mezcla de diversos sentimientos. El más interesante era el del delegado espacial, Greenberg.