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«… Una pregunta improcedente»

La vista sobre el caso de Lummox no se vio aplazada por la intervención del Departamento de Asuntos Espaciales, sino que se aceleraron los trámites. El delegado del Departamento, Sergei Greenberg pidió permiso al juez para que le dejara utilizar la sala del tribunal; y le rogó asimismo que reuniese a los implicados, Lummox incluido, a las diez de la mañana siguiente. Al juez O’Farrell no le parecía bien la presencia de la criatura estelar.

—¿Es indispensable que comparezca?

Greenberg le respondió que sí, puesto que la relación de ese ser con el caso era la única razón que le obligaba a intervenir.

—Señor juez, a los del Departamento Espacial no nos gusta inmiscuirnos en sus cuestiones locales. Una vez haya visto e interrogado a la criatura, me daré probablemente por satisfecho. El motivo de mi intervención es precisamente la existencia de esa supuesta criatura extraterrestre. Por lo tanto, le ruego que la convoque al Tribunal.

—Verá, es que es demasiado grande para meterla en la sala. Hace ya algunos años que no la veo, y según creo aún ha crecido más…, aunque antes tampoco hubiera cabido. ¿No puede ir a verla donde se encuentra ahora?

—Posiblemente, aunque debo admitir que tengo el prejuicio de querer que estén reunidos en el tribunal todos los elementos de un juicio. ¿Dónde está?

—Arrestada en su domicilio, junto con su dueño. Poseen una casa en las afueras, a algunas millas de la ciudad.

Greenberg reflexionó. Aunque era un hombre conformista al que no importaba dormir o comer mal, cuando se trataba de algo concerniente al Departamento Espacial, prefería que los otros hiciesen las cosas; de lo contrario, nunca podrían resolverse todos los asuntos pendientes del Departamento.

—Me gustaría evitar ese viaje al campo, pues debo retener mi aeronave y regresar a la capital mañana por la tarde, si es posible. Me reclaman allí asuntos urgentes…, el tratado con Marte.

Ésa era la mentira que utilizaba siempre Greenberg cuando quería dar prisa a alguien que no pertenecía al Departamento.

El juez O’Farrell dijo que lo arreglaría.

—Levantaremos un cobertizo provisional en el prado contiguo al tribunal.

—¡Magnífico! Hasta mañana, señor juez. Gracias por todo.

El juez O’Farrell se hallaba pescando dos días atrás, cuando sucedió lo de Lummox. Los destrozos ya habían sido reparados cuando volvió, y tenía por principio inamovible no oír ni leer informes periodísticos ni habladurías sobre los casos que tenía que juzgar. Cuando telefoneó al jefe Dreiser, esperó que no habría dificultades en traer a Lummox.

El jefe Dreiser pegó un brinco fenomenal.

—Señor juez, ¿ha perdido usted el juicio?

—¿Eh? ¿Qué le pasa, diácono?

Dreiser trató de explicárselo, pero el juez hizo caso omiso de sus objeciones. Entonces, ambos telefonearon al alcalde. Pero éste había salido también a pescar con el juez, y le dio la razón a éste. Sus palabras fueron:

—Jefe, me sorprende usted. No podemos permitir que un alto funcionario de la Federación imagine que nuestra pequeña ciudad está tan atrasada que no puede resolver un asuntillo como ése.

Dreiser refunfuñó, pero llamó a las Industrias del Acero y Soldadura de los Estados Montañosos.

El jefe Dreiser decidió trasladar a Lummox antes del amanecer, pues deseaba dejarlo instalado antes de que las calles estuvieran animadas por coches y viandantes. Pero nadie se acordó de advertir previamente a John Thomas; lo despertaron a las cuatro de la madrugada causándole una impresión tremenda e interrumpiéndole en medio de una pesadilla. Al principio, creyó que algo malo le había sucedido a Lummox.

Cuando se enteró de la situación, no se mostró muy dispuesto a cooperar; era un sujeto que tardaba en ponerse en movimiento, uno de esos individuos que por la mañana tienen muy poca glucosa en la sangre y que no sirven para nada hasta después de haberse tomado un copioso desayuno…, que él insistía en tomar inmediatamente.

El jefe Dreiser perdía los estribos. La señora Stuart, en tono de suficiencia maternal, dijo:

—Pero, querido, ¿no crees que harías mejor en…?

—Primero voy a desayunar. Y Lummox también.

Dreiser dijo:

—Muchacho, estás completamente equivocado. Si te empeñas en mantener esa actitud, lo pasarás mucho peor. Anda, vamos. Ya desayunarás en la ciudad.

John Thomas seguía en sus trece. Su madre le reprendió con aspereza:

—¡John Thomas! Tienes que obedecer, ¿me oyes? Siempre tienes que poner dificultades, igual que hacía tu padre.

La mención de su padre le afirmó aún más en su actitud de desafío. Dijo con sarcasmo:

—Me extraña que no me defiendas, mamá. Me enseñaron en la escuela que a un ciudadano no puede sacársele de su casa por el simple capricho de un policía. Pero tú pareces deseosa de ayudarle a él, en lugar de a mí. ¿A favor de quién estás?

Ella le miró asombrada, pues su hijo había sido siempre muy dócil y obediente.

—¡Pero, John Thomas! ¡Qué modo es ése de hablar a tu madre!

—Sí —intervino Dreiser—. Si no hablas a tu madre como es debido te daré una bofetada…, extraoficialmente, desde luego. Si hay algo que no puedo sufrir es un hijo que trata mal a sus padres. —Desabotonándose la guerrera, sacó un papel doblado—. El sargento Mendoza me habló de la argucia que empleaste con él el otro día, y por lo tanto he venido preparado. Aquí tienes la citación del juez. ¿Vendrás ahora o tendré que llevarte a rastras?

El jefe de Policía permanecía inmóvil golpeando levemente el papel contra la palma de su mano, sin ofrecérselo a John Thomas; pero cuando éste trató de alcanzarlo, se lo entregó y esperó a que terminase de leerlo.

—¿Y bien? ¿Estás satisfecho?

—Es una orden del tribunal —dijo John Thomas— convocándome juntamente con Lummox.

—Así es en efecto.

—Pero la hora fijada es para las diez. No dice que no puedo desayunar antes, mientras me presente a las diez.

El jefe hizo una profunda inspiración, aumentando visiblemente de volumen. Su rostro sonrojado se puso escarlata, pero no replicó.

John Thomas dijo:

—¿Mamá? Voy a prepararme el desayuno. ¿Quieres que te lo prepare también?

Ella miró a Dreiser; después de nuevo a su hijo y se mordió los labios.

—No importa —dijo gruñendo—. Ya me lo prepararé yo. Señor Dreiser, ¿quiere tomar café con nosotros?

—¿Eh? Es usted muy amable, señora. Pues sí lo tomaré. He estado levantado toda la noche.

John Thomas los miró:

—Salgo un momento para echar una mirada a Lummox. —Vacilando, prosiguió—: Siento haber sido algo brusco, mamá.

—Será mejor que no hablemos más de ello —le respondió su madre fríamente.

Él intentaba decir algo en su disculpa, pero se lo pensó mejor y salió. Lummox roncaba suavemente, tendido medio dentro y medio fuera de su casa. Su ojo centinela estaba erguido sobre su cuello, como sucedía siempre que la bestia dormía; al aproximarse John Thomas, giró hacia él y lo examinó, pero la parte de Lummox que montaba guardia reconoció al joven; la criatura estelar siguió durmiendo. Satisfecho, John Thomas volvió a entrar en casa.

La atmósfera se suavizó durante el desayuno; cuando John Thomas se hubo comido dos platos de gachas de avena, huevos revueltos y tostadas, y bebido medio litro de cacao, se hallaba dispuesto a conceder que el jefe Dreiser había cumplido con su deber y que probablemente no fastidiaba a la gente por gusto. A su vez, el jefe, bajo la influencia del suculento desayuno, llegó a la conclusión de que aquel chico no era tan malo como parecía, y que con mano firme y algún que otro cachete se le podría hacer andar derecho. Era una lástima que sólo cuidase de él su madre; parecía una señora muy fina y distinguida. Persiguió un pedazo de huevo con su tostada, consiguió capturarlo y dijo:

—Me siento mucho mejor, señora Stuart, se lo aseguro. Para un viudo resulta muy peligroso probar la cocina casera…, pero no me atrevo a decírselo a mis hombres.

La señora Stuart se llevó una mano a la boca.

—¡Oh, me había olvidado de ellos! —Y añadió—: Puedo preparar más café en un momento. ¿Cuántos son?

—Cinco. Pero no se preocupe, señora, ya desayunarán cuando terminen el servicio. —Se volvió hacia John Thomas—. ¿Estás listo, muchacho?

—Hum… —John Thomas se volvió hacia su madre—. ¿Por qué no les ofrecemos desayuno también, mamá? Aún tengo que despertar a Lummox y darle de comer.

Cuando Lummox se hubo despertado y hubo comido y John Thomas le explicó lo que hacía al caso, cuando los cinco policías hubieron tomado una segunda taza de café después de un opíparo desayuno, la atmósfera era más propia de una fiesta social que de una detención. Eran ya más de las siete cuando la comitiva salió a la carretera.

Eran las nueve cuando consiguieron meter a Lummox en el cobertizo temporal anexo al tribunal, y dejarle en él. A Lummox le encantó el olor a acero, y quiso detenerse a mordisquearlo; John Thomas tuvo que ponerse muy serio. Entró en compañía de Lummox y le hizo mimos y carantoñas mientras los operarios soldaban la puerta. Se sintió bastante preocupado al ver la maciza jaula de acero, porque nunca había dicho al jefe Dreiser que el acero era completamente inútil contra Lummox.

Era ya bastante tarde, especialmente teniendo en cuenta que el jefe estaba muy orgulloso de su chiquero. No había habido tiempo de ponerle cimientos, y, por lo tanto, el jefe ordenó que construyesen una casa de vigas de acero, con techo, fondo y costados, pero con un lado abierto hasta que Lummox fuese encerrado en ella.

«Bien —pensó John Thomas—, todos son muy sabios y ni siquiera se han molestado en preguntarme nada».

Se limitó a advertir a Lummox que no comiese ni un pedazo de la jaula, bajo terribles amenazas de castigo… y confió que todo fuera bien.

Lummox se sentía inclinado a discutir; desde su punto de vista, aquello era tan estúpido como tratar de encerrar a un niño hambriento rodeándole de montones de pasteles. Uno de los trabajadores se detuvo, bajó su soplete y dijo:

—Oiga, yo diría que ese bicho estaba hablando.

—Hablaba, en efecto.

—¡Oh! —El obrero miró a Lummox y después volvió a su trabajo. Oír hablar a un extraterrestre no constituía ninguna novedad, especialmente en los programas estereofónicos; el hombre pareció darse por satisfecho. Pero pronto volvió a interrumpirse en su trabajo—. No estoy de acuerdo con que hablen los animales —declaró.

John Thomas no respondió; aquella observación no suscitaba ninguna clase de respuesta.

Ahora que tenía tiempo, John Thomas sentía deseos de examinar algo que tenía Lummox y que le había preocupado mucho. Observó los primeros síntomas la mañana siguiente al desastroso paseo de Lummox; dos bultos situados donde Lummox hubiera tenido las paletillas de haber contado con ellas. Ayer le habían parecido mayores, lo que le inquietó porque suponía que eran simples golpes, aunque Lummox se magullaba muy raramente.

Cabía la posibilidad de que Lummox se hubiese herido durante la accidentada persecución de que fue objeto. El proyectil que le disparó el señor Ito no le hizo el menor daño; sólo había una ligera quemadura en el lugar donde le alcanzó la carga explosiva, pero eso era todo; una carga que hubiera destruido un tanque, para Lummox apenas fue como un buen puntapié a una mula, capaz de causarle sobresalto, pero no daño.

Lummox podía haberse lastimado al atravesar los invernaderos, aunque esto parecía improbable. Lo más probable era que se hubiera herido al caer por el viaducto. John Thomas sabía que semejante caída mataría a cualquier animal terrestre de dimensiones considerables, como un elefante por ejemplo. Claro que Lummox, cuyo cuerpo se basaba en una química no terrenal, no era ni con mucho tan frágil como un elefante; sin embargo, podía haberse hecho daño.

¡Repámpanos! Los bultos eran mayores que nunca, auténticos tumores, y la piel que los recubría parecía más suave y delgada; ya no era la coraza que recubría a Lummox completamente. John Thomas se preguntó si un ser como Lummox podía sufrir cáncer a consecuencia de un golpe. No lo sabía, y no conocía a nadie que pudiese saberlo. Lummox nunca había estado enfermo en todo cuanto alcanzaban los recuerdos de John Thomas, y su padre jamás había dicho que sufriese alguna enfermedad. Era siempre el mismo, ayer, hoy y siempre, con la excepción de que aumentaba de tamaño.

Por la noche, tendría que ver el diario de su abuelo juntamente con las notas de su bisabuelo. Tal vez había pasado algo por alto. Oprimió uno de los bultos, tratando de hundir sus dedos en él; Lummox se agitó con inquietud. John Thomas se detuvo y preguntó con ansiedad:

—¿Te duele?

—No —respondió con voz infantil—, me haces cosquillas.

Esa respuesta no le satisfizo. Sabía que Lummox era muy propenso a tener cosquillas, pero generalmente se requería algo como un zapapico para causárselas. Aquellos bultos parecían muy sensibles. Se disponía a seguir investigando cuando oyó que le llamaban.

—¡John! ¡Johnnie!

Se volvió. Betty Sorensen estaba en el exterior de la jaula.

—Hola, Bella Durmiente —la saludó—. ¿Recibiste mi recado?

—Sí, pero sólo después de las ocho. Ya conoces el reglamento del dormitorio. Hola, Lummox. ¿Cómo está mi pequeñín?

—Muy bien —respondió Lummox.

—Por eso te he llamado —respondió John Thomas—. Esos idiotas me han sacado de la cama antes del amanecer. Valiente estupidez.

—Te conviene ver la salida del sol. ¿Pero a qué viene todo esto? Yo creía que la vista se celebraba la semana que viene.

—Así tenía que ser. Pero algún pez gordo del Departamento del Espacio ha anunciado su llegada desde la capital, para encargarse de la dirección del juicio.

¿Cómo?

—¿Qué pasa?

—¿Qué pasa? ¡Nada, si te parece! Yo no conozco a ese hombre de la capital. Creí que sólo tendría que entendérmelas con el juez O’Farrell. Sé lo que le preocupa. Este nuevo juez…, bueno, no sé. En segundo lugar, tengo algunas ideas que aún no he tenido tiempo de desarrollar. —Betty frunció el ceño—. Tendremos que pedir un aplazamiento.

—¿Para qué? —preguntó John Thomas—. ¿Por qué no nos limitamos a presentarnos ante el tribunal y decir la verdad?

—Johnnie, no tienes remedio. Si bastara con eso, no harían falta los tribunales.

—Tal vez resultase una mejora.

—Pero… Mira, cabezota, no te quedes ahí haciendo ruidos estúpidos. Si tenemos que presentarnos antes de una hora… —Miró el reloj de la torre del viejo edificio del tribunal—. Mucho menos que eso. Tenemos que movernos con rapidez. Por lo menos, tenemos que presentar esa reivindicación de casa solariega.

—Eso es otra estupidez. No la aceptarán. No podemos considerara Lummox como una casa solariega. No es un pedazo de terreno.

—Se puede reivindicar la propiedad de una vaca, de dos caballos y de una docena de cerdos. Un carpintero puede reivindicar la propiedad de sus herramientas. Una actriz puede hacer lo mismo con su guardarropa.

—Pero no es el mismo concepto jurídico. Yo he seguido el mismo curso de Derecho mercantil que tú. Se reirían de ti.

—No te burles. Trata de eso en la sección II de la misma ley. Si exhibieses a Lummox durante el carnaval, sería considerado «herramienta de tu oficio», ¿no? Son ellos quienes tienen que demostrar que no es así. Lo que hay que hacer es registrar a Lummox como bien exento de todo gravamen antes de que se emita un veredicto contra ti.

—Si no pueden sacarme dinero a mí, se lo sacarán a mi madre.

—No, no lo harán. Ya lo he comprobado. Puesto que tu padre invirtió su dinero en un consorcio, legalmente ella no tiene un céntimo.

—¿Dice eso la ley? —preguntó él con expresión de duda.

—¡Pues claro, hombre! La ley será aquello que consigas meter en la cabeza de un tribunal.

—Betty, me resultas muy maquiavélica. —Deslizándose entre los barrotes, se volvió y dijo:

—Lummox, estaré fuera un minuto. No te muevas de aquí.

—Muy bien.

Frente al tribunal había una gran multitud, formada por personas que contemplaban boquiabiertos a Lummox. El jefe Dreiser había ordenado que se colocasen barreras con cuerdas, y una pareja de agentes las vigilaban, para que la multitud no las arrancase. Los dos jóvenes pasaron agachándose bajo las cuerdas y se abrieron paso entre la gente hasta la escalera del tribunal. La oficina del secretario estaba en el segundo piso: en ella encontraron a su ayudante, una anciana señora.

La señorita Schreiber era de la misma opinión que John Thomas respecto a considerar a Lummox como exento de costas. Pero Betty señaló que era el secretario quien tenía que decidir aquella cuestión, y citó un caso ficticio acerca de un hombre que reivindicó la propiedad de un eco múltiple. La Schreiber llenó a regañadientes los formularios, aceptó la modesta propina y les entregó una copia certificada.

Eran casi las diez. John Thomas salió corriendo escaleras abajo. Se paró en seco al ver que Betty se había detenido ante una báscula automática.

—Vamos, Betty —le dijo—. Ahora no hay tiempo para eso.

—No me peso —respondió ella, mientras se miraba en el espejo de la báscula—. Me estoy acicalando. Quiero causar muy buena impresión.

—Pero si estás muy bien.

—¡Caramba, Johnnie, un cumplido en tu boca!

—No es un cumplido. Apresúrate. Tengo que decirle algo a Lummox.

—Plántate en diez mil. Yo te apoyaré.

Se borró las cejas, volvió a pintárselas según el modelo de madame Satán, que estaba de moda, y decidió que le daba el aspecto de más vieja. Pensó pintarse un dado en la mejilla derecha, pero desechó la idea, pues supuso que a Johnnie no le gustaría que perdiese más tiempo. Salieron corriendo al exterior.

Perdieron algunos minutos tratando de convencer al policía de que ellos eran los dueños de aquel animal. Johnnie vio que junto a la jaula de Lummox había dos hombres, y echó a correr.

—¡Oigan! ¡Ustedes dos! ¡Apártense de ahí!

El juez O’Farrell se volvió pestañeando.

—¿Por qué tiene tanto interés en que nos vayamos, joven?

Su acompañante se volvió, pero sin decir nada.

—¿Quién, yo? Porque soy su dueño. No está acostumbrado a la presencia de extraños. De modo que vuelvan al otro lado de la cuerda, ¿eh? —Se dirigió a Lummox—: Todo va bien, chiquitín. Johnnie está aquí contigo.

—¿Cómo le va, juez?

—Ah, hola, Betty. —El juez la miró como si no comprendiese a qué se debía su presencia allí; entonces se volvió hacia John Thomas—: Supongo que es usted el joven Stuart. Soy el juez O’Farrell.

—Oh, discúlpeme, señor juez —respondió John Thomas, poniéndose colorado hasta las orejas—. Creí que era un simple mirón.

—Un error muy natural. Señor Greenberg, éste es el joven Stuart…, John Thomas Stuart. Joven, le presento al honorable Sergei Greenberg, delegado especial del Departamento de Asuntos Espaciales. —Miró a su alrededor—. Ah, sí…, la señorita es Betty Sorensen, señor delegado. Betty, ¿por qué te has pintado la cara de ese modo?

Ella, muy digna, pasó por alto la pregunta.

—Tengo mucho gusto en conocerle, señor delegado.

—Puede llamarme Greenberg, señorita Sorensen. —Greenberg se volvió hacia Johnnie—. ¿Tiene usted algo que ver con el famoso John Thomas Stuart?

—Yo soy John Thomas XI —respondió Johnnie con sencillez—. Supongo que se refiere a mi tatarabuelo.

—Efectivamente; ya me figuraba que sería ese. Yo nací en Marte, casi a los pies de su estatua. No tenía idea de que su familia tuviese que ver con esto. Tal vez tengamos tiempo después para charlar un poco sobre historia marciana.

—Debo reconocer que no he estado nunca en Marte —dijo Johnnie.

—¿No? Es sorprendente. Bueno, en realidad usted es joven todavía.

Betty escuchaba atentamente y decidió que este juez, si era lo que parecía, aún sería más fácil de manejar que el juez O’Farrell. Era difícil acordarse de que el nombre de Johnnie tuviese algún significado especial, sobre todo cuando no lo tenía. Al menos en Westville.

Greenberg prosiguió:

—Me ha hecho usted perder dos apuestas, señor Stuart.

—¿De veras?

—Sí; pensaba poder demostrar que esa criatura no provenía del espacio exterior. Me equivoqué; esa enorme bestia no ha nacido ciertamente en la Tierra. Pero estaba igualmente seguro de que, caso de ser extraterrestre, descubriría su lugar de origen. No soy un zoólogo especializado en fauna exótica, pero en mi profesión hay que tratar de estar al corriente en tales materias…, aunque sea mirando las fotografías. Sin embargo, me doy por vencido. ¿Qué es y de dónde proviene?

—Oh, pues verá, es Lummox, simplemente. Así es como le llamamos. Mi bisabuelo lo trajo en el «Rastro de Fuego», en su segundo viaje.

—¿Hace tanto tiempo? Bien, eso nos aclara algo el misterio; sucedió antes de que el Departamento Espacial llevase un registro de estos hechos. En realidad, antes de que se crease el Departamento. Pero aun así, no comprendo cómo esa bestia no figura en los libros de Historia. He leído el relato del viaje que efectuó «Rastro de Fuego» y recuerdo efectivamente que trajo algunos animales exóticos. Pero no recuerdo que mencionase a éste, lo que no deja de ser extraño, teniendo en cuenta que los seres extraterrestres eran una novedad en aquellos días.

—Oh, es que… verá, señor, el capitán no sabía que Lummox estuviese a bordo. Mi bisabuelo lo trajo en una bolsa de mano y lo sacó de la nave sin que nadie se diese cuenta.

—¿En una bolsa de mano? —exclamó Greenberg, mirando boquiabierto la desmesurada figura de Lummox.

—Sí, señor. Desde luego, Lummie era entonces más pequeño.

—Lo supongo.

—Tengo fotografías suyas. Tenía el tamaño de un perrito faldero, poco más o menos. Con más patas, desde luego.

—Sí, claro. Con más patas. Aunque me recuerda más a un triceratops que a un perrito faldero. ¿No le sale muy cara su manutención?

John Thomas respondió animadamente:

—Oh, no. Lummie come cualquier cosa. No es muy remilgado —y John Thomas miró con aprensión los barrotes de acero—. Además, puede pasarse mucho tiempo sin comer. ¿No es verdad, Lummie?

Lummox estaba echado con las patas dobladas, dando muestras de la infinita paciencia de que sabía hacer acopio cuando era necesario. Escuchaba la conversación que sostenía su amo con Greenberg, sin perder de vista a Betty y al juez. Abrió entonces su enorme boca, y dijo:

—Sí, pero no me gusta.

Greenberg enarcó las cejas y dijo:

—No sabía que perteneciese a la clase de los dotados de un aparato fonador.

—¿Un qué? Ah, claro que sí. Lummie habla desde que mi padre era niño; aprendió en seguida. Voy a presentarles. Mira, Lummie…, quiero que conozcas al señor delegado Greenberg.

Lummox miró a Greenberg sin interés, y dijo:

—¿Cómo está usted, señor delegado Greenberg?

Pronunció muy claramente la frase formularia de cortesía, pero el nombre y título ya no le salieron tan bien.

—Muy bien, gracias, ¿y usted, Lummox?

Se le quedó mirando, pero en aquel instante en el reloj del tribunal sonaron las diez. El juez O’Farrell se volvió y le dijo:

—Es la hora, señor delegado. Creo que será mejor que empecemos.

—No hay prisa —respondió Greenberg, con aspecto abstraído—, el juicio no puede empezar hasta que nosotros estemos allí. Me interesa esta investigación. Señor Stuart, ¿cuál es el C.R.I. de Lummox en la escala humana?

—¿Eh? Ah, su cociente relativo de inteligencia. No lo sé, señor.

—Pero, buen Dios, ¿nadie ha intentado saberlo aún?

—Verá, pues no, señor…, es decir sí, señor. Le hicieron algunos tests en tiempos de mi abuelo, pero se enfadó tanto por la manera como trataban a Lummie, que los echó a todos con cajas destempladas. Desde entonces hemos procurado mantenerle alejado de los extraños. Pero es muy inteligente. Interróguelo.

El juez O’Farrell susurró a Greenberg:

—Ese bruto es más torpe que una mula, aunque sepa remedar algo el lenguaje humano. Lo sé muy bien.

John Thomas dijo con indignación:

—Le he oído, señor juez. ¡Eso no son más que prejuicios!

El juez se disponía a responder, pero Betty le atajó:

—¡Johnnie! Ya sabes lo que te dije…, déjame hablar a mí.

Greenberg pareció ignorar aquella interrupción:

—¿Se ha hecho algún intento para aprender su lenguaje?

—¿Cómo dice?

—No, ya veo. Y tal vez lo trajeron a la Tierra antes de que supiese hablar su propio lenguaje. Pero debe tener uno; es un axioma entre los xenistas que los centros de habla sólo se encuentran en aquellos sistemas nerviosos que los utilizan. Es decir, él no podría haber aprendido un idioma humano, aunque sea de un modo imperfecto, si los individuos de su propia raza no se comunicasen oralmente. ¿Sabe escribir?

—¿Cómo quiere que sepa, señor? No tiene manos.

—Sí, es verdad. Bien, haciendo un cálculo aproximado con ayuda de la teoría, me atrevo a apostar que tiene un promedio relativo de menos de 40. Los xenologistas han descubierto que los seres de tipo elevado, equivalentes a los humanos, siempre presentan tres características: centros de habla, manipulación y, a causa de estas dos cosas, archivo de recuerdos. Por lo tanto, podemos asegurar que la raza a que pertenece Lummox utilizaba un lenguaje. ¿Ha estudiado usted xenología?

—No mucho, señor —admitió tímidamente John Thomas—, sólo algunos libros que encontré en la biblioteca. Pero pienso profundizar en la xenología y en la biología exótica cuando estudie esas materias en la universidad.

—Tanto mejor para usted. Es un campo muy amplio. Le sorprendería saber cuán difícil es encontrar xenistas en número suficiente para el Departamento Espacial. Pero mi razón al hacerle esta pregunta era la siguiente: como usted sabe, mi departamento ha intervenido en este caso. Y el motivo es él. —Greenberg señaló a Lummox—. Existía la posibilidad de que su mascota perteneciese a alguna raza que tuviese algún tratado de amistad con nosotros. En dos o tres ocasiones, aunque le parezca extraño, algún extranjero que ha visitado nuestro planeta ha sido confundido con un animal salvaje, con… digamos «infortunados» resultados. —Greenberg frunció el ceño al recordar la terrible ocasión, prontamente silenciada, en que un miembro de la familia del embajador de Llador fue hallado muerto y embalsamado en una tienda de curiosidades de las Islas Vírgenes—. Pero aquí no hay tal riesgo.

—Oh, creo que no, señor. Lummox es… como uno más de la familia.

—Eso pensaba. —El delegado se dirigió al juez O’Farrell—: ¿Puedo hacerle una consulta a solas, juez?

—No faltaba más.

Los dos hombres se alejaron; Betty se acercó a John Thomas.

—Todo irá bien —le susurró— si sabes tener la lengua quieta.

—¿Qué he hecho yo? —protestó él—. ¿Y qué te hace creer que todo irá bien?

—Es cosa que salta a la vista. Le eres simpático, al igual que Lummox.

—No veo de qué me va a servir eso cuando se trate de pagar el escaparate del Bon Marché y todos esos faroles callejeros.

—Procura que no te aumente la tensión arterial y déjate llevar por mí. Antes de terminar, serán ellos los que nos darán dinero. Ya lo verás.

Un poco más lejos, Greenberg decía al juez O’Farrell:

—Oiga, juez, por lo que he podido ver me parece que el Departamento de Asuntos Espaciales tendrá que retirarse de este caso.

—¿Cómo? No lo entiendo.

—Me explicaré. Desearía aplazar la vista durante veinticuatro horas, a fin de que el Departamento compruebe mis conclusiones. Entonces es posible que me retire y deje el asunto en manos de las autoridades locales. Me refiero a usted, desde luego.

El juez O’Farrell se pellizcó el labio inferior.

—No me gustan los aplazamientos de última hora, señor delegado. Siempre me ha parecido incorrecto reunir a las personas, obligándolas a abandonar sus ocupaciones, originándoles gastos e inconvenientes, para decirles que vuelvan otro día. Eso resta seriedad a la administración de justicia.

Greenberg frunció el ceño.

—Es cierto. Déjeme ver si podemos resolverlo de otro modo. A juzgar por lo que dice el joven Stuart, considero que este caso no requiere nuestra intervención, según la política xénica de la Federación, aun admitiendo que el centro de interés sea extraterrestre y, por lo tanto, una causa legal de intervención, si fuese necesario. Aunque el Departamento tiene poder para ello, este poder sólo se ejerce cuando es necesario evitar complicaciones con los gobiernos de otros planetas. La Tierra posee cientos de miles de animales extraterrestres; hay en ella más de treinta mil xenianos no humanos, ya sean residentes o visitantes, que poseen una situación legal al amparo de sus tratados, que hace que se les considere «humanos», aunque evidentemente no lo sean. Hemos de tener en cuenta la fuerza que aún tiene la xenofobia, particularmente en nuestras capas sociales más bajas y en los centros alejados de población. ¡No, no me refiero a Westville! La naturaleza humana es como es, y cada uno de esos extranjeros constituye una causa potencial de peligro para nuestras relaciones exteriores.

»Perdóneme por repetirle lo que ya sabe; era necesario dejarlo bien sentado. Nuestro Departamento no puede acudir a todos lados para sonar las narices de nuestros visitantes xenianos…, incluso a aquellos que tienen narices. No disponemos del personal necesario y mucho menos del deseo de hacerlo. Si uno de ellos se ve envuelto en alguna complicación, por lo general es suficiente avisar al magistrado local, poniéndole al corriente de las obligaciones que nos impone el tratado que tenemos con el planeta materno de nuestro visitante xeniano. Sólo en contados casos interviene el propio Departamento. Pero en mi opinión, el caso que nos ocupa no se ajusta a estas condiciones. En primer lugar, parece que nuestro amigo Lummox es un «animal» que está dentro de la ley y…

—¿Es que cabía dudar de eso? —preguntó el juez, asombrado.

—Sí, en efecto. Ésa es la razón de que yo me encuentre aquí. Pero, a pesar de su limitada capacidad de hablar, sus restantes limitaciones impiden a este ser alcanzar un nivel en que pudiéramos considerarlo como un ser civilizado; por lo tanto, no pasa de ser un animal, y posee únicamente los derechos corrientes que tienen los animales bajo nuestras leyes humanas. Por consiguiente, mi Departamento no se da por aludido.

—Comprendo. Bien, nadie lo maltratará, por lo menos mientras esté bajo mi jurisdicción.

—Lo supongo. Pero el Departamento tampoco está interesado en el caso por otra razón de peso. Vamos a suponer que esa criatura fuese «humana» en el sentido que las leyes, la costumbre y los tratados han dado a esta palabra desde el día en que establecimos nuestro primer contacto con la Gran Raza de Marte. No es así, pero vamos a suponer que lo sea.

—De acuerdo —convino el juez O’Farrell.

—Concedido, pues. Sin embargo, no es de la incumbencia del Departamento, porque… Diga, juez, ¿conoce la historia del «Rastro de Fuego»?

—Muy vagamente, de los días en que iba a la escuela. Nunca he estudiado a fondo la exploración interplanetaria. Ya tengo bastante con nuestra confusa y embrollada Tierra.

—Cierto. Bien, pues el «Rastro de Fuego» realizó tres de los primeros vuelos interplanetarios de transición, cuando tales viajes eran tan temerarios como el que intentó Colón. No sabían a dónde iban y sólo tenían nociones muy confusas de cómo regresarían… De hecho, el «Rastro de Fuego» jamás regresó de su tercer viaje.

—Sí, sí, ya recuerdo.

—La cuestión es que el joven Stuart me dice que esa tosca criatura de estúpida sonrisa es un recuerdo del segundo viaje del «Rastro de Fuego». Eso es todo cuanto necesito saber. No tenemos tratados con ninguno de los planetas que visitó esa nave, ni relaciones comerciales o de otro tipo. Legalmente no existen. Por consiguiente, las únicas leyes a aplicar a Lummox han de ser nuestras propias leyes. Mi Departamento no tiene pues por qué intervenir y, aunque lo hiciese, un jurisconsulto especializado como yo tendría que atenerse enteramente a las leyes terrestres. Y para eso usted está mejor calificado que yo.

El juez O’Farrell asintió.

—Bien, no tengo objeciones que hacer y acepto que el asunto vuelva a mi jurisdicción. ¿Empezamos de una vez?

—Sólo un momento. Sugerí un aplazamiento porque este caso tiene aspectos muy curiosos. Deseo consultar al Departamento para asegurarme de que mi teoría es correcta y de que no se me ha pasado por alto algún precedente o ley importante. Pero estoy dispuesto a retirarme en seguida si usted puede asegurarme una cosa. Esa criatura…, tengo entendido que, a pesar de su dócil aspecto, resultó destructora, incluso peligrosa.

O’Farrell asintió.

—Eso creo yo…, extraoficialmente, desde luego.

—Bien, ¿ha habido alguna demanda pidiendo que sea destruida?

—Verá usted —respondió lentamente el juez—, hablando de nuevo de un modo no oficial, puedo decirle que sé que tal demanda será hecha. Me he enterado privadamente de que nuestro jefe de Policía intenta pedir al tribunal que ordene la destrucción de ese ser, como una medida de seguridad pública. Preveo también demandas parecidas por parte de otras personas.

Greenberg mostró preocupación en su semblante.

—¿Cree usted que llegarán a eso? Y bien, ¿cuál será su actitud? Como presidente del tribunal, ¿piensa permitir que ese animal sea destruido?

El juez O’Farrell repuso:

—Señor, su pregunta me parece fuera de lugar.

Greenberg enrojeció.

—Le ruego que me perdone. Pero tengo que decirlo de un modo u otro. ¿No se da usted cuenta de que este ejemplar es único? Dejando aparte lo que ha hecho o lo peligroso que pueda ser, aunque esto último me ofrece bastantes dudas, el interés que ofrece para la ciencia es tal que su vida debiera ser conservada. ¿Puede usted asegurarme que no ordenará su destrucción?

—Señor, me está usted apremiando para que juzgue un caso por anticipado. ¡Su actitud me parece muy inconveniente!

El jefe Dreiser escogió aquel momento tan delicado para venir corriendo.

—Señor juez, le he estado buscando por todas partes. ¿Es que no va a empezar el juicio? Tengo siete hombres que…

O’Farrell le interrumpió.

—Jefe, le presento al señor delegado Greenberg. Señor delegado, nuestro jefe de Policía.

—Encantado, jefe.

—¿Cómo está usted, señor delegado? Señores, respecto a este juicio, me gustaría saber…

—Mire, jefe —le interrumpió el juez bruscamente—, hágame el favor de decir a mi alguacil que lo tenga todo a punto. Ahora, le agradecería que nos dejase solos.

—Pero…

El jefe se calló y terminó por marcharse, murmurando algo entre dientes que podía excusársele, teniendo en cuenta que estaba agotado. O’Farrell se volvió hacia Greenberg.

El delegado tuvo tiempo, durante aquella interrupción, de recordar que se suponía que él estaba desprovisto de emociones personales. Dijo suavemente:

—Retiro esa pregunta, juez. No tenía intención de hacer preguntas inconvenientes. —Sonrió—. En otras circunstancias podría haberme visto detenido por desacato a la autoridad, ¿no es eso?

O’Farrell esbozó una sonrisa gruñona.

—Es posible.

—¿Tienen una prisión bonita? Dispongo de siete meses de permiso, y nunca se me presenta la oportunidad de utilizarlo.

—No tendría que trabajar tanto. Yo siempre encuentro tiempo para pescar, por mucho trabajo que tenga. «Alá no resta al tiempo concedido al hombre las horas pasadas en la pesca».

—Me parece un sentimiento excelente. Pero sigo teniendo un problema. ¿Ya sabe que podría aplazar la vista mientras consulto al Departamento?

—Desde luego. Puede hacerlo si lo desea. Sus decisiones no tienen que verse afectadas por mis opiniones personales.

—No. Pero estoy de acuerdo con usted; los aplazamientos de última hora son descorteses.

Pensaba que consultar al Departamento equivaldría, en este caso, a consultar a Henry Kiku…, y ya le parecía oír al subsecretario haciendo agrias observaciones acerca de «la falta de iniciativa y de responsabilidad», y diciendo «por el amor del cielo, ¿no hay nadie en esta casa de locos capaz de tomar una simple decisión?». Greenberg tomó la suya.

—Creo que es mejor para los intereses del Departamento que no me retire del caso por ahora. Pienso asistir al juicio y encargarme de él, al menos durante las primeras sesiones.

O’Farrell sonrió satisfecho.

—Lo suponía. Tengo mucho interés en oírle. Según tengo entendido, ustedes, los juristas del Departamento de Asuntos Espaciales, esgrimen a veces argumentos legales muy poco usuales.

—¿Eso cree? Espero que no sea así. Pienso atenerme al Derecho que me enseñaron en Harvard.

—¿En Harvard? ¡Pero si yo también estudié allí! ¿Aún siguen tan aferrados a Reinhardt?

—Al menos lo seguían cuando yo estuve allí.

—¡Vaya, vaya, qué mundo tan pequeño! Lamento que sea un condiscípulo quien tenga que cargar con este caso, que mucho me temo será de alivio.

—¿Acaso no lo son todos? Bueno, vamos a empezar los fuegos artificiales. ¿Por qué no nos sentamos en el mismo banco? Probablemente será usted quien cerrará el caso.

Se dirigieron hacia el edificio del tribunal. El jefe Dreiser, que estaba echando chispas a cierta distancia, observó que el juez O’Farrell se había olvidado por completo de su presencia. Se disponía a seguirlo, cuando advirtió que el joven Stuart y Betty Sorensen estaban aún al otro lado de la jaula de Lummox. Tenían las cabezas muy juntas y no repararon en la ausencia de los dos magistrados. Dreiser se dirigió hacia ellos a grandes zancadas.

—¡Eh! ¡Adentro en seguida, Johnnie Stuart! Ya hace veinte minutos que debieras estar en la sala del tribunal.

John Thomas se mostró sorprendido.

—Pero yo creía… —empezó a decir, adviertiendo entonces que el juez y Greenberg ya se habían ido—. ¡Oh, sólo un momento, señor Dreiser! Tengo que decirle una cosa a Lummox.

—Tú no tienes nada que decir a esa bestia ahora. Vamos.

—Pero, jefe…

Dreiser lo agarró por el brazo y emprendió la marcha. Teniendo en cuenta que pesaba unos cincuenta kilos más que Johnnie, éste no tuvo más remedio que ir tras él. Betty trató de interponerse:

—¡Pero diácono Dreiser! ¡Vaya un modo de comportarse!

—Le ruego que no se meta en esto, señorita —respondió Dreiser. Y continuó hacia el tribunal arrastrando a John Thomas. Betty optó por callarse y seguirles. Pensó en echar la zancadilla al jefe de Policía, pero desistió de ello.

John Thomas se inclinó ante lo inevitable. Había querido imprimir en la mente de Lummox, en el último instante, la necesidad de permanecer quieto, sin comerse los barrotes de acero. Pero el señor Dreiser no había querido escucharle. A John le parecía que la mayoría de los adultos nunca escuchaban lo que se les decía.

Lummox no dejó de advertir su marcha. Se levantó, haciendo crujir los barrotes, y siguió a John Thomas con la mirada, mientras se preguntaba qué debía hacer. Betty volvió la cabeza y dijo:

—¡Lummox, pórtate bien y no te muevas de ahí! Volvemos en seguida.

Lummox continuó de pie, mirándolos y pensando. Una orden de Betty no era realmente una orden. ¿O sí lo era? Había precedentes que le hicieron reflexionar.

Por último, optó por tumbarse de nuevo.