John Thomas Stuart XI se sentía terriblemente deprimido, y pensaba que nadie podía sufrir tanto como él y Lummox. En realidad, no era el único que lo pasaba mal en Westville. Al señor Ito le acechaba una dolencia fatal, que pronto acabaría con su vida…, la vejez. En todos los hogares de la ciudad había personas que sufrían en silencio. Diversas razones —dinero, salud, orgullo— les mantenían encerrados en sus casas.
Mas lejos, en la capital del Estado, el gobernador contemplaba desesperado los documentos que tenía ante sí, y que constituían las pruebas que iban a enviar a la cárcel a su más íntimo amigo. Mucho más lejos, en Marte, un explorador abandonaba su coche oruga averiado y se disponía a intentar el largo viaje de regreso al Puesto Avanzado, al que nunca llegaría.
Infinitamente más lejos, a veintisiete años luz, la astronave «Bolívar» penetraba en una transición interespacial. Un defecto en un minúsculo relé haría que éste funcionase una décima de segundo después de lo debido. De resultas de ese hecho, la astronave «Bolívar» permanecería vagando durante muchos años entre las estrellas. Nunca hallaría el modo de volver a su base.
Inconcebiblemente lejos de la Tierra, en el interior de otra galaxia, una raza de crustáceos arbóreos perdía terreno progresivamente ante una raza de anfibios más jóvenes y agresivos. Transcurrirían varios miles de años terrestres antes de la total extinción de los crustáceos, pero el resultado de la lucha entablada era indudable. Desde el punto de vista humano, era algo lamentable, porque la raza de crustáceos poseía unas facultades mentales y espirituales que se hubieran complementado felizmente con las humanas, favoreciendo la mutua cooperación. Pero cuando los primeros terrestres desembarquen allí, dentro de unos once mil años, los crustáceos habrán sido aniquilados desde mucho tiempo atrás.
En la Tierra, en la capital de la Federación, Su Excelencia el Muy Honorable Henry Gladstone Kiku, subsecretario permanente de Asuntos Espaciales, no estaba preocupado en lo más mínimo por los crustáceos sentenciados, porque nunca sabría de su existencia. Tampoco estaba preocupado por la astronave «Bolívar», pero lo estaría. Además de la pérdida de la astronave en sí, la pérdida de uno de sus pasajeros originaría una larga serie de problemas a Henry Kiku y a sus colaboradores.
Todas y cada una de las cosas que sucedían fuera de la ionosfera de la Tierra eran de la incumbencia de Henry Kiku, al igual que todo cuanto concernía a las relaciones entre la Tierra y cualquier parte del Universo explorado. Incluso asuntos que aparentemente eran sólo terrestres caían bajo su jurisdicción, si afectaban o se veían afectados de algún modo por algo de origen extraterrestre, interplanetario o interestelar… Un campo muy amplio, a decir verdad.
Los problemas que se le presentaban incluían cosas como, por ejemplo, el trasplante de hierba de los desiertos de Marte, debidamente modificada, a la meseta tibetana. El departamento de Kiku no dio su aprobación al proyecto hasta después de haber examinado cuidadosa y matemáticamente las posibles repercusiones que tendría en la industria lanar australiana, juntamente con una docena de otros factores. Se andaba entonces con pies de plomo, tras el fracaso en Madagascar con el asunto de las raíces marcianas en forma de baya. Las decisiones de índole económica no preocupaban a Henry Kiku, por importantes que fuesen; pero en cambio había otras que lo mantenían despierto toda la noche, como su decisión de no otorgar escolta policíaca a los estudiantes de Proción VII que venían a Goddard en intercambio escolar, a pesar del auténtico peligro que corrían entre terrestres provincianos llenos de prejuicios contra seres cuyos miembros, ojos u otras partes de su anatomía no tenían nada de terrestre; los cefalópodos de aquel planeta eran muy susceptibles, y algo muy parecido a una escolta policíaca era lo que utilizaban comúnmente para castigar a sus criminales.
Henry Kiku disponía de una extensa plana mayor de colaboradores, desde luego, y también contaba con la ayuda de su ministro. Éste pronunciaba discursos, recibía visitas importantes, concedía entrevistas y descargaba a Kiku de unas obligaciones ciertamente pesadas. Mientras el ministro se portase debidamente ocupándose de sus asuntos, efectuando apariciones en público y dejando que el subsecretario gobernase a su antojo el departamento, contaba con la completa aprobación de Kiku. Desde luego, si no conseguía descargarle de parte de su trabajo o aliviarle de sus obligaciones, Kiku era capaz de encontrar un medio de deshacerse de él. Pero hacía quince años que no se veía obligado a emplear tan drásticas medidas. Aún no había llegado a una decisión en lo que concernía al ministro, pero en ese momento no pensaba en él. En lugar de eso; estudiaba el Proyecto Cerbero de energía para la estación investigadora de Plutón. Se encendió una luz sobre su mesa y levantó la mirada, a tiempo de ver cómo se abría la puerta que comunicaba su despacho con el del ministro, el cual entró silbando Llévame al baile; pero Kiku no reconoció la melodía.
El ministro dijo:
—Hola, Henry. No, no te levantes.
Henry Kiku no había hecho el menor gesto de levantarse.
—¿Cómo está usted, señor ministro? ¿En qué puedo servirle?
—En muy poco, en muy poco. —Se detuvo junto a la mesa de Kiku y tomó en sus manos la carpeta del proyecto—. ¿Qué estás estudiando? Cerbero, ¿eh? Henry, esto corresponde a los ingenieros. ¿Por qué tenemos que preocuparnos nosotros?
—Tiene aspectos —respondió Kiku midiendo sus palabras— que nos incumben.
—Así lo supongo. El presupuesto y otras zarandajas. —Sus ojos buscaron la línea que decía: coste calculado: 3,5 megapavos y 7,4 vidas—. ¿Qué es esto? Yo no puedo presentarme ante el Consejo y pedir que lo aprueben. Es grotesco.
—Los primeros cálculos daban más de ocho megapavos y un centenar de vidas.
—El dinero no me importa, pero este otro apartado… ¿Quieres que pida al Consejo que firme la sentencia de muerte para siete hombres y cuarto? No querrás que haga eso, sería inhumano. Pero dime, ¿qué diablos es eso de cuatro décimas de hombre? ¿Cómo se puede matar una fracción de hombre?
—Señor ministro —respondió pacientemente su subordinado—, todo proyecto de más envergadura que lograr un columpio para el patio de la escuela entraña una probable pérdida de vidas. Pero aquí el factor de riesgo es pequeño; quiero decir que siguiendo adelante, con el Proyecto Cerbero gozaremos de mayor seguridad, por término medio, que si nos quedamos en la Tierra. Ésa es mi opinión.
—¿Cómo? Entonces, ¿por qué no lo has dicho así? ¿Por qué no lo has expuesto de ese modo en el Proyecto?
—Este informe es para que lo estudie yo…, para que lo estudiemos nosotros únicamente. Él informe que se presentará al Consejo subrayará todas las medidas de seguridad sin incluir el cálculo de muertes, que es aproximado.
—Así que es aproximado, ¿eh?
El ministro dejó el informe y pareció perder interés en él.
—¿Algo más, señor?
—¡Ah, sí! Henry, ¿conoces a ese dignatario rargiliano que tengo que recibir hoy? El doctor…, como se llame.
—El doctor Ftaeml —dijo Kiku dirigiendo una mirada al tablero de avisos colocado encima de la mesa—. La entrevista se celebrará dentro de una hora y siete minutos.
—Pues me temo que tendré que pedirte que me sustituyas. Preséntale mis excusas. Dile que me retienen los asuntos de estado.
—¿Lo cree prudente, señor? Yo no se lo aconsejaría. Él espera verse recibido por un alto funcionario como usted y los rargilianos son muy meticulosos en cuestiones de protocolo.
—Oh, vamos, ese indígena no se dará cuenta de la sustitución.
—Le aseguro que sí, señor.
—Bien, pues que se crea que tú eres yo. No me importa. Pero yo no puedo recibirle. El Presidente me ha invitado a ir al juego de pelota con él; y una invitación del Presidente es una orden, como tú sabes muy bien.
Kiku sabía que no era nada de eso. Pero se calló.
—Muy bien, señor.
—Gracias, amigo.
El ministro se marchó sin dejar de silbar.
Cuando se cerró la puerta, Kiku accionó con gesto avinagrado una hilera de conmutadores que había en el tablero de su mesa. Ahora estaba aislado y nadie podía llegar hasta él utilizando teléfono, video, tubo, autoescritor o cualquier otro medio parecido, como no fuese a través de un timbre de alarma que su secretaria sólo había utilizado una vez en doce años. Puso los codos sobre la mesa, se cubrió la cabeza con las manos y se peinó el crespo cabello, con los dedos.
Esto, aquello, lo de más allá… y siempre algún latoso en el momento más inoportuno. ¿Por qué se marchó de África? ¿Por qué le vino aquella desazón por convertirse en funcionario público? Una desazón que desde hacía mucho tiempo se había convertido en simple hábito.
Se enderezó y abrió el cajón del centro. Estaba atiborrado de prospectos de Kenya; tomó unos cuantos y al poco rato se hallaba enfrascado en la comparación de los méritos respectivos de una docena de granjas. Una de ellas era una verdadera ganga, si podía pagarla…, más de 300 hectáreas, la mitad en cultivo, y siete pozos de agua potable. Miró el mapa y las fotografías y se sintió mejor. Después de un rato los guardó y cerró el cajón.
Se vio obligado a admitir que, a pesar de que lo que había dicho a su jefe era cierto, su reacción nerviosa se basaba principalmente en el inveterado temor que le causaban las serpientes. Si el doctor Ftaeml fuese cualquier otra cosa en lugar de rargiliano, o si los rargilianos no fuesen medusas antropoides, a él no le hubiera importado. Desde luego, sabía que los tentáculos que brotaban de la cabeza de los rargilianos no eran serpientes, pero su estómago ignoraba este hecho. Tenía que encontrar el tiempo necesario para someterse antes a un tratamiento hipnótico… No, no tenía tiempo; en lugar de eso, sería mejor que tomase una pildora.
Suspirando, volvió a accionar los conmutadores. La bandeja de los asuntos por despachar empezó a llenarse inmediatamente, y se encendieron todas las luces de los instrumentos de comunicación. Pero las luces eran de color ámbar en lugar de rojo sangre; ignoró su existencia y miró los papeles que caían en la bandeja. Casi todo eran asuntos de trámite pendientes de su aprobación, aplicando sus directrices, sus subordinados o los subordinados de éstos solían resolver todos los asuntos. De vez en cuando comprobaba un nombre o una acción sugeridos y echaba la hoja en la bandeja de salida.
Llegó un radiotipo que no era un simple asunto de trámite, pues concernía a una criatura que al parecer era extraterrestre, pero de tipo y origen no determinados. El incidente en que se había visto envuelta parecía de poca monta…, un pequeño alboroto en una de las aldeas indígenas de la parte occidental del continente. Pero el hecho de que se tratase de una criatura extraterrestre obligaba automáticamente a la policía a informar a Asuntos Espaciales, y la falta de clasificación de la criatura extraterrestre impedía que se tomase una acción rutinaria, por lo que se le había enviado el informe.
Henry Kiku jamás había visto a Lummox, y aunque le hubiese visto no hubiera sentido por él ningún interés especial. Pero sabía que cada contacto con lo de «allá fuera» era único. El universo era ilimitado en su variedad. Presumir algo sin conocimiento previo, razonar por analogía, dar por sabido lo desconocido, no era más que invitar al desastre.
Kiku repasó su lista de personal para ver a quién podía enviar. Todos y cada uno de sus funcionarios de carrera tenían atribuciones para actuar como un tribunal de jurisdicción ordinaria y superior en cualquier caso relacionado con seres extraterrestres, pero ¿cuál de ellos estaba en la Tierra y libre de servicio?
Ya lo tenía. Sergei Greenberg era el hombre. El Departamento de Inteligencia Comercial podría pasarse sin su jefe durante un día o dos. Accionó un commutador.
—¿Sergei?
—Diga, jefe.
—¿Está ocupado?
—Verá, sí y no. Me estoy cortando las uñas y tratando de hallar una razón suficiente para obligar a los contribuyentes a darme más dinero.
—Deberían hacerlo, ¿verdad? Le envío ahora mismo una nota.
Kiku puso el nombre de Greenberg en el radiotipo y lo dejó caer en la bandeja de salida; esperó unos segundos hasta que vio a Greenberg recogerlo en su bandeja de llegada.
—Léalo.
Greenberg lo hizo y después levantó la mirada.
—Usted dirá lo que se hace, jefe.
—Telefonee al juez local que ese asunto pasa a nuestra jurisdicción, después salga para allá y vea de qué se trata.
—«Tus deseos son órdenes para mí, ¡oh rey!». Imagino que la criatura es terrestre, después de todo. Apuesto doble contra sencillo a que soy capaz de identificarlo sí no lo es.
—Nada de apuestas, por lo menos en esa proporción. Aunque probablemente tenga usted razón. Pero podría tratarse de una «situación especial»; no podemos correr riesgos.
—Ya mantendré a raya a los sabuesos locales, jefe. ¿Dónde está el villorrio? ¿Westville? ¿Es así como se llama?
—¿Cómo voy a saberlo? Es usted quien tiene el informe delante.
Greenberg le echó una ojeada.
—¡Atiza! Es en las montañas… Tal vez requerirá dos o tres semanas, jefe. ¿Le parece bien?
—Si se toma más de tres días, se los descontaré de sus vacaciones anuales.
Kiku cerró el conmutador y se enfrascó en otros asuntos. Atendió a una docena de llamadas, despachó totalmente los asuntos de trámite, pero la bandeja volvió a llenarse, y advirtió finalmente que había llegado la hora de recibir al rargiliano. Se le puso la carne de gallina al pensarlo y rebuscó apresuradamente en su mesa tratando de hallar una de las píldoras especiales que su médico le había aconsejado que no tomara con demasiada frecuencia. Acababa de engullirla cuando una luz empezó a parpadear y su secretaria le dijo:
—¡Señor! Está aquí el doctor Ftaeml.
—Hágale pasar.
Kiku murmuró algo en una lengua que sus antepasados utilizaban para la magia y para hacer conjuros… contra las serpientes, por ejemplo. Cuando la puerta se abrió su rostro asumió la expresión conveniente a la recepción de un visitante distinguido.