Como de costumbre, Lummox estaba hambriento, lo cual era un estado normal entre los de su raza; siempre estaban dispuestos a comer, incluso tras una comida abundante. También estaba aburrido, cosa no tan habitual, y la causa era que su amigo más íntimo, John Thomas Stuart, había estado fuera durante todo el día, pues había salido con su amiga Betty.
Una tarde no suponía nada; Lummox podía retener la respiración durante todo ese tiempo. Pero él identificaba las señales y comprendía la situación; John Thomas había alcanzado aquella etapa de su vida en que pasaría más y más tiempo con Betty, u otras criaturas semejantes, y cada vez menos con él. Después vendría un período bastante largo durante el cual John Thomas casi nunca estaría con Lummox, pero al término del cual llegaría un nuevo John Thomas que crecería hasta llegar a ser un interesante compañero de juegos.
Lummox sabía que este ciclo era necesario e inevitable; sin embargo, le esperaba una época muy fastidiosa. Caminó pesadamente y con indiferencia por el patio trasero de la mansión de los Stuart, buscando algo: un saltamontes, un petirrojo, cualquier cosa que valiera la pena observar. Durante un rato contempló un hormiguero. Una hilera interminable de hormigas arrastraba miguitas blancas en una dirección, que parecía ser la de su casa, mientras otra hilera que avanzaba en dirección opuesta iba en busca de más migajas. Así se entretuvo durante media hora.
Cuando se cansó de las hormigas, se dirigió a su propia casa. Su pata número siete aplastó el hormiguero, pero él no se dio cuenta. Su casa podía contenerle totalmente, y constituía el edificio terminal de una hilera de construcciones cuyo tamaño disminuía progresivamente; la del extremo opuesto hubiera constituido una adecuada perrera para un chihuahua.
Frente a su cobertizo había varias balas de paja. Lummox arrancó una pequeña cantidad y se puso a masticarla perezosamente. No tomó más porque eso era el límite de lo que podía robar sin que lo advirtiesen. Nada le impedía comerse todo el montón de heno…, pero sabía que John Thomas le reñiría y tal vez incluso se negara a rascarle con el rastrillo durante una semana o más. Las reglas de comportamiento doméstico requerían que Lummox no tocase otro alimento que el forraje que le colocaban en su pesebre; generalmente solía obedecer, pues odiaba las disensiones y le humillaba la desaprobación.
Además, no quería paja. La había tomado para cenar la noche anterior, la volvería a comer esta noche, y de nuevo mañana por la noche. Lummox quería algo más sólido y aromático. Caminó hasta la cerca baja que separaba el patio trasero del jardín de la señora Stuart, asomó la cabeza por encima de la cerca y miró anhelante los rosales de aquélla. La cerca no era más que un símbolo que señalaba la línea que él no debía cruzar… Lummox la cruzó una vez, pocos años antes, y probó las rosas…, sólo un bocado, un simple aperitivo para abrir el apetito, pero la señora Stuart armó tal tremolina que ni siquiera ahora quería pensar en ello. Estremeciéndose al evocar aquel recuerdo, se alejó apresuradamente de la cerca.
Recordó entonces unos rosales que no pertenecían a la señora Stuart, y que por lo tanto, en la opinión de Lummox, no pertenecían a nadie. Estaban en el jardín de los Donahue, los vecinos del otro lado. Había una manera posible, en la que había estado pensando Lummox últimamente, de llegar hasta esas rosas «sin dueño».
La propiedad de los Stuart estaba rodeada por un muro de cemento de tres metros de altura. Lummox nunca trató de encaramarse sobre él, aunque había mordisqueado el borde en alguna ocasión. En la parte trasera, el muro presentaba una abertura, para dar paso al barranco que cruzaba la propiedad y que recogía las aguas de ésta, formando un arroyo. Esta abertura estaba cerrada por una maciza reja de troncos muy gruesos, asegurados con flejes extremadamente fuertes. Los troncos verticales se hundían en el lecho del arroyuelo y el contratista que instaló la verja aseguró a la señora Stuart que bastaría para detener a Lummox, a una manada de elefantes o a cualquier cosa que pudiese pasar arrastrándose entre tronco y tronco.
Lummox sabía que el contratista en cuestión estaba equivocado, pero nadie le pidió su opinión y él no la manifestó. John Thomas tampoco había expresado la suya, pero parecía sospechar la verdad; ordenó con mucho énfasis a Lummox que no derribase la reja.
Lummox le había obedecido. Se limitó a olfatearla, pero los troncos habían sido empapados en una sustancia que les daba un sabor realmente insoportable; así que los dejó en paz.
Pero Lummox no se sentía responsable de lo que hiciesen las fuerzas naturales. Hacía unos tres meses había advertido que las lluvias primaverales habían erosionado el fondo del barranco de tal manera que dos de los troncos verticales ya no estaban hundidos en él, sino que descansaban sobre el lecho seco del torrente. Lummox le había estado dando vueltas a esto durante algunas semanas, y llegó a la conclusión de que con un suave empujón los troncos se separarían por abajo. Un empujón algo mayor podría abrir un espacio más ancho sin necesidad de derribar la verja.
Lummox bajó al torrente para comprobar si sus ideas eran exactas. El fondo del barranco había sufrido aún con mayor intensidad la acción de las últimas lluvias; uno de los troncos verticales tenía el extremo a algunos centímetros por encima del lecho de arena. El contiguo apenas si descansaba sobre el suelo. Lummox sonrió como un ser de sencilla mentalidad y cuidadosamente, con la mayor delicadeza, colocó su cabeza entre los dos enormes troncos. Luego empujó suavemente.
En la parte superior crujió la madera y la presión disminuyó de pronto. Sorprendido, Lummox retiró su cabeza y miró hacia arriba. El extremo superior de un tronco se había soltado de su sujeción y giraba sobre una viga horizontal, más baja. Lummox rió para sus adentros. Qué lástima…, pero ya no podía evitarse. No era de los que se lamentaban por lo que ya no tiene remedio; lo hecho, hecho está. Sin duda John Thomas se enfadaría…, pero entre tanto aquí había un paso a través de la verja. Bajó la cabeza como un jugador de rugby y siguió empujando. Se escucharon algunos quejidos de la madera que protestaba y cedía, mezclados con los estallidos más agudos de flejes rotos, pero Lummox hizo caso omiso; ahora ya estaba en el otro lado, y podía considerarse libre.
Se detuvo y se fue elevando como un gusano, levantando las patas números uno y tres, dos y cuatro, del suelo, y miró a su alrededor. Era ciertamente divertido estar fuera; se preguntó por qué no lo había hecho antes. Hacía mucho tiempo que John Thomas no lo sacaba, ni siquiera para dar un corto paseo.
Estaba aún mirando a su alrededor, olfateando el aire de la libertad, cuando una criatura de aspecto fiero se abalanzó sobre él aullando y ladrando furiosamente. Lummox le reconoció en seguida: era un corpulento y musculoso mastín que correteaba por la vecindad, sin dueño al parecer; frecuentemente habían intercambiado insultos a través de la verja. Lummox no tenía nada contra los perros; en el curso de su larga relación con la familia Stuart había conocido a varios de ellos y le habían parecido una compañía bastante agradable en ausencia de John Thomas. Pero este mastín era otra cuestión. Se creía el amo del barrio, actuaba como un matón, aterrorizando a los gatos, y desafiaba una y otra vez a Lummox a salir fuera y pelear como un perro.
A pesar de todo, Lummox le sonrió, abrió su boca de par en par y con una vocecita ceceante de niña que surgía de su interior, llamó al mastín con el peor nombre que se le ocurrió. El perro empezó a emitir sonidos entrecortados. Probablemente no comprendía lo que le había dicho Lummox, pero sí que éste le había insultado. Recobró el dominio de sí mismo y renovó el ataque, ladrando aún más fuerte y armando un estrépito infernal mientras saltaba alrededor de Lummox, abalanzándose de vez en cuando hacia los flancos de éste para morderle las patas.
Lummox permanecía en guardia, observando al perro pero sin hacer el menor movimiento. Añadió a su primera observación una afirmación verídica acerca de los antepasados del perro, y otra que ya no lo era tanto acerca de las costumbres de éste; ambas contribuyeron a mantener al mastín en un estado de frenética agitación. Pero en la séptima vuelta el perro se acercó demasiado al lugar que hubiera ocupado el primer par de patas de Lummox de haber tenido éste sus ocho patas en el suelo; Lummox bajó rápidamente su cabeza, como una rana dispuesta a atrapar una mosca. Abrió una boca enorme y se zampó bonitamente al perro. No está mal, pensó Lummox mientras lo engullía. No está mal del todo…, y el collar era una verdadera golosina. Consideró si debía volverse otra vez al patio atravesando de nuevo la verja, ahora que ya había tomado un bocadillo, negando rotundamente haber salido. Sin embargo, no podía quitarse de la cabeza aquellos rosales sin dueño…, y sin duda John Thomas le pondría inconvenientes si trataba de salir otra vez. Caminó pegado a la pared trasera de los Stuart, y luego dio la vuelta junto a su extremo y entró en los terrenos vedados de los Donahue.
John Thomas Stuart XI volvió a casa poco antes de cenar, después de dejar a Betty Sorensen en su casa. Al aterrizar advirtió que su mascota no estaba a la vista, pero supuso que estaría en el cobertizo. Su mente no se hallaba ocupada por Lummox, sino por el antiquísimo hecho de que las hembras no actúan según la lógica, al menos tal como entienden la lógica los varones.
Planeaba ingresar en la Escuela Técnica del Oeste; Betty quería que ambos asistieran a la Universidad Estatal. Él le señaló que en la universidad no podría seguir los cursos que le interesaban; Betty insistió en que sí podría, y aportó varias referencias que lo demostraban, le dijo que no era el nombre de un curso lo que importaba, sino el nombre del profesor que lo daba. La discusión terminó sin resultados cuando ella se negó a admitir que él fuere una autoridad.
Aflojó las correas de su helicóptero individual abstraído en sus pensamientos, diciéndose cuán falta de lógica era la mente femenina, y estaba guardando el aparato en el vestíbulo, cuando su madre irrumpió ante él.
—¡John Thomas! ¿Dónde has estado?
Trató de pensar qué error podía haber cometido. Era una mala señal que su madre le llamase «John Thomas»… «John» o «Johnnie» querían decir que todo iba bien o incluso «Johnnie, muchacho». Pero «John Thomas» significaba generalmente que en su ausencia el muchacho había sido acusado, juzgado y sentenciado.
—¿Eh? Pues ya te lo dije a la hora de comer, mamá. He salido con Betty. Volamos hasta…
—¡Eso ahora no importa! ¿Sabes lo que ha hecho esa bestia?
Ya se lo temía. ¡Lummox! Ojalá no fuese el jardín de su madre. Tal vez Lum había vuelto a derribar su propia casa. Si era así, su madre no tardaría en apaciguarse. Quizá tendría que construirle otra mayor.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó cautelosamente.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué no ha ocurrido? John Thomas, esta vez tendrás que deshacerte de él. Esto ya es el colmo.
—Tranquilízate mamá —se apresuró a responder—. No podemos deshacernos de Lum. Tú se lo prometiste a papá.
Ella no respondió directamente.
—Con la policía viniendo cada diez minutos, y esa enorme y peligrosa bestia campando por sus respetos, y…
—¿Cómo? Espera un momento, mamá; Lum no es peligroso; es tan manso como un gatito. ¿Qué ha sucedido?
—¡Todo lo malo que te puedas imaginar!
Poco a poco él le fue arrancando algunos detalles. Lummox había salido a dar un paseo; eso estaba claro. John Thomas esperaba sin mucha convicción que no hubiese comido nada de hierro o acero; el hierro tenía un efecto explosivo sobre su metabolismo. Aún recordaba la vez en que Lummox se comió aquel coche de segunda mano, un Buick.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por las palabras de su madre:
—… y la señora Donahue está hecha una furia. Ya puede estarlo, sus rosas de concurso…
Oh, eso era bastante feo. Trató de recordar a cuánto ascendían sus ahorros en la actualidad. Tendría que pedir excusas además, e imaginar algún medio de aplacar a aquella arpía. Entre tanto, pegaría con un hacha a Lummox en las orejas; Lummox sabía lo valiosas que eran las rosas, y no tenía la menor excusa.
—Mira, mamá, no sabes cuánto lo siento. Voy a salir en seguida a ver si consigo meter algo de juicio en su dura cabezota. Le mostraré que estoy tan enfadado, que ni siquiera se atreverá a respirar sin mi permiso.
Y John Thomas se dispuso a marcharse.
—¿Adónde vas? —le preguntó ella.
—¿Eh? Pues a hablar con Lum. Ya estoy harto y…
—No seas estúpido. No está aquí.
—¿Eh? ¿Dónde está?
John Thomas volvió a rogar de nuevo al cielo que Lummox no hubiese conseguido encontrar algún objeto de hierro. Lo del Buick no fue realmente culpa de Lummox, y además pertenecía a John Thomas, pero…
—No sabemos por dónde andará ahora. El jefe Dreiser dice…
—¿Le anda buscando la policía?
—¡Ya podías figurártelo, muchacho! Lo persigue toda una patrulla. El señor Dreiser quería que yo bajase a la ciudad para llevármelo a casa, pero yo le dije que tendría que llamarte a ti, como única persona capaz de manejar a esa bestia.
—Pero, mamá, Lummox te hubiera obedecido. Siempre lo ha hecho. ¿Por qué se lo ha llevado el señor Dreiser a la ciudad? Él ya sabe que Lum vive aquí. Eso de llevarlo a la ciudad puede asustar al pobrecillo. Lum es un animalito muy tímido; seguramente no le gustará…
—¡Un animalito! Nadie se lo ha llevado a la ciudad.
—Eso es lo que has dicho.
—Yo no he dicho tal cosa. Si puedes mantenerte tranquilo, te contaré lo que ha pasado.
Al parecer, la señora Donahue sorprendió a Lummox cuando éste se había comido sólo cuatro o cinco de sus rosales. Dando pruebas de mucho valor y muy poco juicio, ella le acometió con una escoba, chillando y golpeándole en la cabeza. La señora no siguió la suerte del mastín, aunque podría habérsela zampado de un bocado; Lummox tenía un sentido de la propiedad tan fino como el de cualquier gato doméstico. A las personas no había que comerlas; en realidad eran casi invariablemente amigas. Pero aquello hirió sus sentimientos en lo más íntimo, y se alejó pesadamente haciendo pucheros.
La siguiente acción atribuida a Lummox aconteció a unos tres kilómetros de distancia, y una media hora después de la primera. Los Stuart vivían en los alrededores de Westville; esa zona estaba separada de la ciudad propiamente dicha por extensos campos. Un tal señor Ito poseía una pequeña granja en la región, donde cultivaba verduras para las mesas de los gourmets.
El señor Ito, al parecer, no sabía qué era aquello que descubrió arrancándole las coles y engulléndolas. La larga residencia de Lummox en la vecindad no era ciertamente un secreto, pero el señor Ito no sentía el menor interés por las vidas de las otras personas, y era la primera vez que veía a Lummox.
Con todo, no mostró más admiración que la señora Donahue. Se precipitó al interior de su casa y salió de ella armado con un cañón que había pertenecido a su abuelo…, una reliquia de la Cuarta Guerra Mundial, de la clase conocida popularmente como «cañón antitanque».
El señor Ito afirmó el cañón sobre una hilera de tiestos y disparó apuntando al lugar en que Lummox se habría sentado, si hubiese sido creado para tal finalidad. El estampido asustó al señor Ito, que no había disparado nunca aquel arma, y el fogonazo le dejó momentáneamente ciego. Cuando se frotó los ojos y consiguió ver nuevamente, aquel ser había desaparecido.
Pero era fácil ver la dirección que había tomado. Este encuentro no humilló a Lummox, como le había ocurrido con la señora Donahue; esta vez era presa de un verdadero pánico. Mientras engullía la ensalada verde, estaba de cara a los invernaderos del señor Ito. Cuando la explosión cosquilleó sus oídos, Lummox partió a gran velocidad en dirección hacia donde tenía vuelta la cabeza. De ordinario ponía sus patas en el suelo por este orden: 1, 4, 5, 8, 2, 3, 6, 7 y vuelta a empezar, lo cual era bueno para velocidades que iban desde un paso lento hasta una especie de trote de caballo; ahora adoptó desde el principio un galope doble moviendo las patas 1, 2, 5, 6 simultáneamente, y alternándolas con 3,4,7,8.
Lummox había atravesado los invernaderos antes de que hubiese reparado en su presencia, abriendo en ellos un túnel por el que podría pasar un camión mediano. Frente a él, a unos cinco kilómetros, se hallaba la ciudad de Westville. Hubiera sido mucho mejor para él haber ido en dirección opuesta, hacia las montañas.
John Thomas Stuart escuchó el confuso relato de su madre con creciente aprensión. Cuando se enteró de lo que había pasado con los invernaderos del señor Ito, dejó de pensar en sus ahorros y empezó a preguntarse qué bienes podría convertir en efectivo. Su helicóptero era casi nuevo, pero no bastaría para pagar la indemnización. Se preguntó si podría hacer algún trato con el banco. De una cosa estaba seguro: su madre no querría ayudarle.
Luego fueron llegando más informes. Lummox, al parecer, había seguido a campo traviesa hasta que alcanzó la carretera que conducía a la ciudad. Mientras tomaba una taza de café, el conductor de un camión transcontinental se quejó a un guardia de tráfico, diciendo que acababa de ver un robot pedestre del tamaño de un camión y sin número de matrícula, y que el maldito no parecía prestar la menor atención a las señales de tráfico. El camionero, aprovechó la ocasión para lanzar una diatriba contra los conductores mecánicos, diciendo que no había nada que pudiera sustituir a un conductor humano, sentado en la cabina y con el ojo alerta ante cuanto pudiese suceder. El agente de tráfico no había visto a Lummox, pues estaba tomando café cuando éste pasó, y no se mostró muy impresionado por lo que le dijo el conductor, quien evidentemente hablaba influido por sus prejuicios. Sin embargo, telefoneó.
El centro de control de tráfico de Westville no prestó atención al informe: estaba totalmente ocupado por un caos de terror.
John Thomas interrumpió a su madre:
—¿Ha resultado alguien herido?
—¿Herido? No lo sé. Probablemente. John Thomas, tienes que librarte de esa bestia en seguida.
Él ignoró la orden; no parecía el momento indicado para discutir.
—¿Qué más ha pasado?
La señora Stuart no lo sabía con detalle. Cerca del centro de la población, Lummox se encontró con un ramal de la autopista aérea. Entonces avanzaba lentamente y con vacilación; el tráfico y la gran cantidad de personas le confundieron. Saliendo de la calzada, subió a una acera rodante. La acera se detuvo, pues no había sido diseñada para soportar un peso de seis toneladas; hubo un cortocircuito, los fusibles saltaron y el tránsito de peatones en la hora de más aglomeración del día resultó afectado a lo largo de veinte manzanas del distrito comercial.
Las mujeres chillaron, los niños y los perros añadieron sus voces a la confusión general, los agentes de tráfico trataron de restablecer el orden, y el pobre Lummox, que no había querido hacer daño a nadie ni tampoco tenía intención de visitar el distrito comercial; cometió una equivocación perfectamente comprensible… Los grandes escaparates del Bon Marché le parecieron un refugio ideal para escapar a todo aquel galimatías. La durísima sustancia transparente de los escaparates se suponía que era irrompible, pero no se había contado con que a Lummox se le podía ocurrir que allí sólo había aire. Entró en el escaparate y trató de esconderse en un dormitorio expuesto a la venta. Como es de suponer, no lo consiguió del todo.
La siguiente pregunta de John Thomas fue interrumpida por un golpe en el techo; alguien había aterrizado. Miró hacia arriba.
—¿Esperas a alguien, mamá?
—Probablemente es la policía. Dijeron que querían…
—¿La policía? ¡Dios mío!
—No te vayas…, tienes que verles.
—No me iba —respondió él, desolado y oprimió un botón para abrir la entrada del techo.
Momentos después, un sargento y un agente de tráfico aparecieron en la puerta.
—¿Señora Stuart? —empezó a decir el sargento con toda cortesía—. A sus órdenes, señora. Nosotros… —Vio a John Thomas, que trataba de pasar inadvertido—. ¿Es usted John T. Stuart?
John tragó saliva.
—Sí, señor.
—Entonces venga inmediatamente. Discúlpenos, señora. ¿O acaso quiere venir también?
—¿Quién, yo? Oh, no, estoy mejor aquí.
El sargento asintió, con expresión de alivio.
—Bien, señora. Vamos, joven. No hay que perder un minuto.
Tomó a John por el brazo. Éste trató de desasirse.
—Oiga, ¿qué es esto? ¿Trae usted una orden del juez o algo parecido?
El sargento se detuvo; luego dijo lentamente:
—No, hijo, no tengo una orden del juez. Pero si usted es el John T. Stuart que estoy buscando…, y sé que lo es, a menos que desee que se tomen medidas drásticas y definitivas respecto a ese bicho del espacio, o lo que sea, que usted ha estado ocultando, hará mejor en no rechistar y venir con nosotros.
—Oh, si es así iré —se apresuró a decir John.
—Muy bien. Y trate de portarse como es debido.
John Thomas Stuart guardó silencio y le siguió.
En los tres minutos que tardó el coche patrulla en volar hasta la ciudad, John Thomas trató de enterarse de lo peor.
—Oiga, señor sargento. ¿Ha habido algún herido? Dígame, ¿lo ha habido?
—Sargento Mendoza —respondió el sargento—. Espero que no, aunque no lo sé.
John consideró aquella ambigua respuesta.
—Bien… ¿Está aún Lummox en el Bon Marché?
—¿Es así como se llama…, Lummox? No me parece un nombre bastante fuerte. No, le echamos de allí. Ahora está bajo el viaducto del Arroyo del Oeste…, supongo.
Aquella respuesta tenía cierto sarcasmo.
—¿Qué quiere usted decir con eso de «supongo»?
—Verá, primero bloqueamos la calle Mayor y Hamilton, después le hicimos salir del almacén utilizando extintores de incendios. Era la única cosa que parecía capaz de importunarle; los perdigones rebotaban sobre su piel. Dígame, ¿de qué está hecha la piel de ese animal? ¿De acero?
—Oh, no exactamente.
La ironía del sargento Mendoza se acercaba más a la verdad de lo que se imaginaba; John Thomas seguía preguntándose con inquietud si Lummox se habría comido algún objeto de hierro. Después de digerir el Buick, el crecimiento de Lummox se activó extraordinariamente; en dos semanas pasó del tamaño de un hipopótamo a sus desusadas dimensiones actuales, un crecimiento mucho mayor que el que había tenido desde su nacimiento. Se volvió extraordinariamente flaco, y parecía un andamiaje recubierto por una lona, pues su esqueleto, que no tenía nada de terrenal, empujaba a través de su piel; se requirieron tres años de un régimen muy elevado en calorías para rellenarlo de nuevo. Desde aquel día John Thomas trató de mantener el metal alejado de Lummox, especialmente el hierro, a pesar de que su padre y su abuelo habían tenido por costumbre echarle de vez en cuando pedacitos de chatarra, como golosina.
—Por último los extintores de incendios consiguieron expulsarlo…, sólo que estornudó y derribó a dos hombres. Después de eso y puesto que no podíamos encontrarle a usted, seguimos utilizando más extintores para obligarle a marchar por la calle Hamilton, con la intención de empujarlo hasta el campo, donde no podría hacer tanto daño… La operación iba bastante bien, pues sólo derribaba de vez en cuando algún farol o pisaba algún que otro coche, cuando llegamos al lugar donde queríamos hacerle volver hacia Hillcrest y conducirlo de nuevo a su casa. Pero se nos escapó y se dirigió hacia el viaducto, tropezó con el pretil, se cayó y… bueno, ya lo verá usted ahora mismo. Ya estamos.
Media docena de coches de la policía se cernían sobre el extremo del viaducto. Rodeando aquella zona había muchos coches aéreos particulares y un autobús aéreo o dos; los coches patrulla los mantenían apartados a conveniente distancia. Había también varios centenares de personas con helicópteros individuales, revoloteando como murciélagos en todas direcciones entre los vehículos y haciendo aún más difícil la actuación de la policía. En tierra, unos cuantos agentes, reforzados por policías de la brigada de urgencia, que llevaban brazales, trataban de impedir el avance de la multitud y desviaban el tráfico del viaducto y de la carretera de carga que corría bajo él. El conductor del sargento Mendoza se abrió paso entre los coches que había en el aire, mientras hablaba por un teléfono colocado en su pecho. El coche del jefe Dreiser, de un rojo brillante, se separó del embotellamiento que había al extremo del viaducto y se aproximó a ellos.
Ambos coches se detuvieron, separados por unos pocos metros y a unos treinta metros sobre el viaducto. John Thomas veía la enorme abertura del pretil causada por la caída de Lummox, pero no veía a éste; el viaducto se lo impedía. La portezuela del coche de mando se abrió y el jefe Dreiser se asomó por ella; parecía azorado y su calva estaba cubierta de sudor.
—Digan al chico Stuart que se asome un momento.
John Thomas bajó una ventanilla e hizo lo que se le ordenaba.
—Usted dirá, señor.
—Oye chico, ¿puedes dominar a ese monstruo?
—Ciertamente, señor.
—Ojalá sea cierto. ¡Mendoza! Déjelo en tierra, y que lo pruebe.
—A la orden, jefe.
Mendoza dijo algo al conductor, que hizo avanzar el coche hasta más allá del viaducto y se dispuso a tomar tierra allí. Entonces pudieron ver a Lummox; se había refugiado bajo el extremo del puente, empequeñeciéndose… en relación con su tamaño anterior. John Thomas se asomó y llamo.
—¡Lum! ¡Lummie, chiquitín! Ven con papá.
La criatura se agitó y el extremo del viaducto se agitó con ella. Sacó el cuerpo unos cuatro metros y miró a su alrededor con azoramiento.
—¡Aquí, Lum! ¡Aquí arriba!
Lummox distinguió a su amigo y su rostro se contrajo en una mueca idiota. El sargento Mendoza barbotó:
—Aterriza, Slats. Terminemos de una vez.
El conductor descendió un poco y luego dijo ansiosamente:
—Ya es suficiente, sargento. Ese bicho nos puede alcanzar.
—Muy bien, muy bien. —Mendoza abrió la portezuela y echó por ella una escala de cuerda—. ¿Puede usted bajar por aquí, hijo?
—Claro.
Mientras Mendoza le daba una mano, John Thomas se escurrió por la portezuela y se sujetó a la escala. Empezó a bajar por ella, hasta llegar a un punto en que ésta se terminaba; aún quedaba a dos metros por encima de la cabeza de Lummox. Mirando abajo, dijo:
—Levanta la cabeza, bonito, y bájame.
Lummox levantó otro par de patas del suelo y puso cuidadosamente su ancho cráneo debajo de John Thomas, quien se dejó caer sobre él, tambaleándose ligeramente y sujetándose para no caer. Lummox lo bajó suavemente hasta el suelo.
John Thomas saltó al suelo y se volvió para verle. Bueno, al parecer la caída no había causado daño a Lum; por lo menos, eso era un consuelo. Se lo llevaría a casa y después lo examinaría centímetro a centímetro.
Entre tanto, Lummox se restregaba las patas y emitía un sonido que se parecía mucho a un ronroneo. John puso una cara seria:
—¡Lummie, eres malo! Malo, sí, muy malo… ¿Te parece bien lo que has hecho?
Lummox parecía azorado. Bajó su cabeza hasta el suelo, miró a su amigo y abrió su bocaza de par en par.
—Yo no tenía intención de hacerlo —protestó con su voz de niñita.
—¡No tenías intención de hacerlo! Claro, tú nunca la tienes. Te arrancaré tus patas delanteras y te las haré tragar. Sí, te las haré tragar, ¿te enteras? Te daré una paliza hasta hacerte papilla, y entonces te utilizaré como alfombra. Hoy, desde luego, te irás a la cama sin cenar. ¡Vamos, con que no tenías intención de hacerlo!
El coche rojo brillante se acercó y se colocó sobre ellos.
—¿Todo va bien? —preguntó el jefe Dreiser.
—Desde luego.
—Perfectamente. Escuche mi plan. Voy a hacer que se levante aquella barrera. Usted lo llevará hasta Hillcrest, haciéndole subir por el extremo superior de la zanja. Allí le esperará la escolta; colóquense ustedes detrás de ella y síganla todo el camino de vuelta a su casa. ¿Me ha entendido?
—Sí, señor.
John Thomas vio que el arroyo había sido bloqueado en ambas direcciones con parapetos antidisturbios, unos tractores con un pesado blindaje en su parte delantera, lo que permitía establecer una barricada temporal a todo lo ancho de una calle o plaza. Estos vehículos eran de uso obligatorio para la fuerza pública desde los Tumultos del 91, pero él no podía recordar que hubiesen sido utilizados en Westville hasta entonces y empezó a comprender que el día en que Lummox se decidió a ir a la ciudad no sería fácilmente olvidado.
Pero estaba contento de que Lummox hubiese sido demasiado tímido para mordisquear aquellas corazas de acero. Empezaba a abrigar la esperanza de que su mascota había estado lo bastante entretenida toda la tarde como para tener tiempo de comer algún objeto de metal. Se volvió hacia él.
—Bueno, saca tu feo corpachón de ese agujero. Volvemos a casa.
Lummox obedeció de buena gana; el viaducto volvió a temblar cuando él lo rozó.
—Hazme una silla.
La parte central del cuerpo de Lummox se hundió unos sesenta centímetros. Se puso a pensar intensamente en ello, y la parte superior de su cuerpo adquirió una forma vagamente parecida a una silla.
—Estate quieto —le ordenó John Thomas—. No quiero que me hagas papilla un dedo.
Lummox obedeció, temblando ligeramente, y el joven trepó por su costado, agarrándose a los pliegues de la dura piel de Lummox. Una vez en su lomo, se acomodó en la silla como un rajá dispuesto para una cacería de tigres.
—Perfectamente. Ahora sube despacio hasta la carretera. ¡No, no!, da la vuelta, pedazo de bruto. Hacia arriba, no hacia abajo.
Dócilmente, Lummox dio la vuelta y emprendió la marcha.
Abrían la comitiva dos coches patrulla, y otros dos la cerraban. El coche rojo del jefe Dreiser se mantenía sobre ellos a una prudente distancia. John Thomas se retrepó en la improvisada silla y se dedicó a pensar; primero, en lo que diría a Lummox, y segundo, en lo que diría a su madre. El primer discurso era desde luego más fácil; le salía con perfecta fluidez y adornado de hermosos epítetos; pero en el segundo se atascaba a cada momento.
Estaban a medio camino de su casa cuando una persona, volando rápidamente en un helicóptero individual, se aproximó a la pequeña comitiva. Aquella persona pareció ignorar la luz roja de advertencia que parpadeaba en el coche del jefe de policía, y descendió oblicuamente hacia la enorme bestia estelar. A John Thomas le pareció reconocer el chapucero estilo de Betty aun antes de poder distinguir sus facciones; y vio que no se había engañado. La tomó en sus brazos cuando ella paró el motor.
El jefe Dreiser abrió violentamente una ventanilla y asomó su cabeza por ella. Betty le interrumpió a la mitad de su furiosa perorata.
—¡Por Dios, jefe Dreiser! ¿Qué modo de hablar es ése?
Él se detuvo, y su expresión cambió.
—¿Es usted Betty Sorensen?
—Claro que sí. Y debo decir, jefe, que después de tantos años de verle enseñando en la Escuela Dominical, nunca me hubiera imaginado tener que oírle emplear un lenguaje tan inconveniente. Si con eso cree dar buen ejemplo, me parece que yo…
—Señorita, tenga cuidado con lo que dice.
—¿Yo? Pero si era usted quien empleaba…
—¡Basta! Por hoy ya he tenido bastante. Ponga otra vez en marcha su aparato y váyase inmediatamente. Éste es un asunto oficial. Ahora lárguese.
Ella miró a John Thomas y le guiñó un ojo, luego su rostro asumió una expresión de inocencia angelical.
—Lo siento, jefe, pero no puedo.
—¿Cómo? ¿Por qué no puede?
—Se me ha terminado el combustible. Ha sido un aterrizaje forzoso.
—Betty, no trate usted de tomarme el pelo.
—¿Yo? ¿Tomarle el pelo? ¡Vamos, diácono Dreiser!
—Ya le daré yo diácono. Si tiene el depósito vacío, baje de esa bestia y vuélvase a pie a su casa. Es peligroso permanecer aquí.
—¿Lummie peligroso? Lummie es incapaz de hacer daño a una mosca. Y además, ¿quiere usted que vuelva sola a casa? ¿Por una carretera en pleno campo, y siendo casi de noche? Me sorprende eso en usted.
Dreiser, rezongando, terminó por cerrar la ventanilla. Betty se desprendió de su aparato y se acomodó en el asiento que Lummox había preparado sin que se lo dijesen, al lado del de John Thomas. Éste la miró.
—Hola, guapa.
—Hola, cabezota.
—Ignoraba que conocieses al jefe.
—Yo conozco a todo el mundo. Ahora cállate. He venido aquí, a toda velocidad y bastante furiosa, después de oír las noticias por radio. Ni tú ni Lummox seríais capaces de salir de ésta, aunque fuese Lummox el que pensara más de los dos, así que me decidí a venir. Ahora cuéntamelo todo, sin ocultarme los detalles más espantosos. No le ocultes nada a mamá.
—Eres muy buena chica.
—No perdamos el tiempo con cumplidos. Ésta es probablemente la única oportunidad que tenemos de hablar en privado antes de que empiecen a meterse contigo, de modo que no pierdas tiempo y cuéntamelo todo.
—¿Qué crees que eres? ¿Un abogado?
—Mejor que eso, ya que no tengo el cerebro abarrotado de rancios precedentes. Puedo hacer labor creativa.
—Bien…
Con Betty a su lado, se sentía mucho mejor. Ahora ya no estaban Lummox y él solos contra un mundo hostil. Le contó todo cuanto sabía, mientras ella escuchaba en silencio.
—¿Ha resultado alguien herido? —le preguntó por último.
—No lo creo. Por lo menos, no lo mencionaron.
—Lo hubieran hecho. —Betty se enderezó—. Entonces no tenemos por qué preocuparnos.
—¿Cómo? ¿Con cientos, tal vez miles de personas, que reclamarán una indemnización? Me agradaría saber lo que entiendes por preocuparse.
—Personas heridas —le respondió ella—. Todo lo demás puede resolverse. Tal vez podamos declarar insolvente a Lummox.
—¡Valiente estupidez!
—Si crees que eso es una estupidez, es que no has estado nunca ante un tribunal.
—¿Y tú?
—No cambies de conversación. Después de todo, Lummox fue atacado con armas mortíferas.
—Que no le hicieron daño; sólo unas cuantas cosquillas.
—Eso está fuera de lugar. Indudablemente le causaron una gran angustia. No estoy segura de que después de eso pueda considerársele responsable de lo que ha sucedido. Deja que me concentre.
—¿Te importa que yo también piense?
—No, mientras no oiga el ruido del mecanismo. A callar.
La comitiva prosiguió en silencio hasta llegar a la mansión de los Stuart. Cuando se detuvieron, Betty le dio un consejo:
—No admitas nada. Nada en absoluto. Y no firmes nada. Si me necesitas, llámame.
La señora Stuart no salió a recibirlos. El jefe Dreiser inspeccionó la brecha en la verja en compañía de John Thomas, mientras Lummox miraba también por encima de sus espaldas. El jefe observó en silencio a John Thomas, mientras éste tomaba un cordel y lo ataba a ambos extremos de la abertura.
—¡Ya está! Ahora ya no podrá salir de nuevo.
Dreiser se tiró del labio inferior.
—Hijo, ¿estás bien de la cabeza?
—Usted no lo entiende, señor. La verja no lo detendría aunque la reparásemos… No sé de nada que pueda detenerle. Pero ese cordel lo detendrá. ¡Lummox!
—¿Qué quieres, Johnnie?
—¿Ves ese cordel?
—Sí, Johnnie.
—Si lo rompes, te rompo la cabezota. ¿Me entiendes?
—Sí, Johnnie.
—Y te prohíbo que vuelvas a salir del patio, a menos que yo te saque.
—Muy bien, Johnnie.
—¿Me lo prometes?
—Sí, Johnnie. Con todo mi corazón.
—En realidad, no tiene corazón —prosiguió Johnnie—. Tiene un sistema circulatorio descentralizado. Es como…
—No me importa que tenga bombas hidráulicas, mientras no se mueva de casa.
—No se moverá. Nunca se ha ido, ni ha roto una promesa, aunque no tenga corazón.
Dreiser se mordió el dedo pulgar.
—Muy bien. Esta noche dejaré un hombre aquí con un portófono. Y mañana pondremos vigas de acero en lugar de esos troncos.
John se disponía a decir «oh, no, acero no», pero lo pensó mejor. Dreiser preguntó:
—¿Qué ocurre?
—¿Eh?, no, nada.
—No le quites el ojo de encima.
—No saldrá.
—Será mejor para él. Supongo que te das cuenta de que ambos estáis arrestados, ¿eh? Lo que pasa es que no hay manera de encerrar bajo llave a ese monstruo. —Dreiser prosiguió en tono bondadoso—: Vamos, no te preocupes. Tú eres un buen chico y todo el mundo apreciaba a tu padre. Ahora tengo que hablar con tu madre. Quédate aquí hasta que llegue uno de mis hombres… y le presentaré a ese… ejem… a ese bicho —terminó, lanzando una mirada suspicaz a Lummox.
Se alejó hacia la casa. John Thomas pensó que era el momento de contarle las cuarenta a Lummox, pero no se veía con ánimos.