LOS MEJORES AMIGOS DEL MUNDO
“Hasta acá llegamos”, decía mi mamá, cuando le saturaba la paciencia con algo y quería darme a entender que debía detenerme. Hasta acá llegamos, digo yo, mientras termino de ponerle el punto final al último de estos cuentos.
Como avisé al principio, casi todo lo que ustedes leyeron fue verdad y nos pasó a nosotros. A mis amigos y a mí. Pero como no quiero ofender a nadie, ni poner incómodo a ninguno, cambié todos los nombres.
Por eso en este libro ustedes no se encontraron con ningún chico que se llame Andrés, Christian, Gustavo, Diego, Pablo, Mariano, Javier, Jorge, Gaby, Luis, Alejandro, Juan Pablo, Gabriel o Lisandro. Ni con ninguna chica que se llame Carolina, Graciela, Paula o Moira. Esos fueron los de verdad. Mis amigos. Ojalá, si alguno se encuentra y se reconoce en estas páginas, disfrute de estos recuerdos como disfruto yo, cada vez que ando por esas calles de mi barrio, cerca de la barrera de Zapiola.
Así como una persona no dice las cosas porque sí, los escritores tampoco escribimos porque sí. Tenemos motivos. Razones para hacerlo. Escribir este libro fue, para mí, una manera de recordar mi propia infancia. Y de recordar a los que fueron mis amigos. A casi todos ellos he dejado de verlos. Muy de vez en cuando me cruzo con alguno, por las calles de Castelar, en la escuela a la que van nuestros hijos, o en llamadas telefónicas que viajan por encima del océano. Y eso, únicamente con algunos. Con la mayoría nos perdimos de vista para siempre. Son cosas que pasan. A medida que crecemos nuestras vidas cambian, se hacen distintas, y se pueblan de personas nuevas. Supongamos que hoy, treinta años después, volviésemos a juntarnos con los quince o veinte pibes con los que compartí mi niñez. No sé si volveríamos a ser amigos. Tal vez no. Tal vez hemos cambiado tanto que nos resultaría imposible reconocernos.
Y sin embargo… creo que tuve los mejores amigos del mundo. Les debo mucho. Cuando yo tenía diez años se murió mi papá. Un papá que no era cualquier papá. Era, según me parecía a mí, el mejor papá del mundo. Un papá que hoy, treinta años después, sigue pareciéndome el mejor papá que pude haber tenido. Y eso me produjo un gran dolor, una enorme impotencia, y una rabiosa soledad.
Gracias a Dios, conocí a mis amigos. Ellos me ayudaron a curarme esa soledad. A pensar que seguían existiendo cosas lindas para hacer, cosas divertidas para compartir, y razones para volver, poco a poco, a ser feliz.
Eso, ni más ni menos, es lo que les debo a mis amigos. Y es tanto, que nunca voy a poder pagarles todo lo que les debo. Escribir este libro es, me parece, una manera chiquita de decirles gracias. Gracias por todo.
Ituzaingó, julio de 2011.