ANTICAPITALISMO
Un último capítulo de historias de cohetes, me viene a la mente apenas termino de hablar sobre la destrucción de la casita-buzón de Alejandrito Miranda. Será que los recuerdos son así: cuando vienen, vienen en manada.
Este incidente sucedió unos años después, cuando en el barrio quedábamos muy pocos de aquella antigua multitud: apenas Sergio, Nicolás y yo. Los demás se habían mudado o habían crecido demasiado, que es otro modo de mudarse. Tendríamos quince, dieciséis a lo sumo.
Después de brindar con la familia de cada cual, en la casa correspondiente, nos juntamos para dar una vuelta por el centro. El “centro” de Castelar, que es como decir, en esa época y siendo generosos, dos cuadras para un lado y una para el otro. Allí nos fuimos, con las manos en los bolsillos, charlando un poco nomás, soltando palabras de tanto en tanto, en medio de largos silencios. No lo decíamos, pero supongo que extrañábamos esas Navidades que habíamos vivido cuando éramos más, cuando éramos quince o veinte, cuando pensábamos que íbamos a ser así para siempre. Pero Sergio, que siempre fue más dado a la acción que a la nostalgia, se detuvo en un kiosco con aspecto de tugurio, que en el fondo del local vendía petardos de todas las especies. Cuando salió otra vez a la calle, sonreía. En la mano llevaba un tubo de cartón rústico, de unos cuarenta centímetros de largo por tres de diámetro.
—Bomba brasilera —declaró, y el alma nos volvió al cuerpo.
—¿Suena fuerte? —preguntó Nicolás.
—No te das una idea —aseguró Sergio—. El año pasado mi primo tiró como cuatro —y el modo en que lo dijo nos sonó a que el universo había crujido, víctima de esos artefactos.
Me lo alargó, como obsequiándome el privilegio. Tragué saliva. Me sentía armado, de repente, con un bazooka.
—¿Y la mecha? —me atreví a preguntar, porque no la veía. Sergio me señaló un agujerito en un costado, cerca de la base. Entendí entonces que esa bomba brasileña no se arrojaba como un petardo ni se metía en una botella como las cañitas, sino que debía encendérsela y sostenerla en la mano. Tragué otra vez. No estaba en mis planes ver cómo mis dedos salían volando, pulverizados. Pero tampoco podía pasar por un cobarde.
Tal vez Sergio advirtió mi vacilación, porque dijo:
—No te preocupes. Sentís un sacudón cuando sale el petardo del caño, pero explota lejos.
“¿Y por qué no lo tirás vos, si es tan sencillo?”, pensé. Pero dije que sí, que muy bien, que todo perfecto.
Estábamos sobre la vereda de la calle Arias, la más céntrica de nuestro minúsculo centro. Sergio encendió el fósforo y lo alargó hacia la bomba brasileña. Yo entrecerré los ojos y estiré la mano, como si con eso pudiese minimizar los daños. En mi mente, mis dedos salían desperdigados en todas direcciones, o era directamente mi mano derecha la que, completa, salía despedida junto con la maldita bomba.
Tan atento estaba a completar mentalmente los detalles de mi pesadilla que no me tomé el trabajo de apuntar, de buscar un sitio hacia el cual soltar la dichosa explosión. Mucho menos cuando sentí el topetazo de la ignición en el caño de cartón. Como tenía el brazo en alto, la bomba salió despedida en ascenso, cruzó la calle Arias y fue a dar contra la fachada del Banco. Espero que el lector me disculpe si no digo el nombre del Banco. Porque el Banco sigue existiendo y se llama casi igual. Y pongamos que algún ejecutivo lee este relato y me hace un juicio retroactivo por daños y perjuicios. Espero sepa disculpar entonces mi silencio al respecto.
El asunto es que la bomba explotó metiendo un estruendo de película. Aterrado, yo supuse que la enorme vidriera del Banco iba a venirse abajo con la explosión. Me equivocaba, porque los enormes paños de blíndex no sufrieron daño alguno. Lo que sí ocurrió fue que, de inmediato, empezó a sonar la alarma. Hoy en día uno se pasa escuchando alarmas todo el santo día. Pero en aquellos tiempos ni los autos ni las casas ni los comercios tenían esos artefactos. Solo la policía, los bomberos, las ambulancias… y los bancos.
Para colmo, era la madrugada del 25 de diciembre y era viernes. El sábado 26 nos pegamos una vuelta, como quien no quiere la cosa, y comprobamos que la alarma, con intermitencias de silencio, seguía sonando. Y volvimos a pasar el domingo 27 y la alarma seguía atronando las calles vacías del feriado. Nos daba cierto orgullo, la verdad, mientras nos acercábamos al centro, empezar a escuchar, desde tres o cuatro cuadras de distancia, el aullido de la sirena, pensando que nosotros éramos los autores de esa alarma de duración récord que se había iniciado tres días antes. Fanfarronerías que uno tiene, qué se le va a hacer.
Eso sí: una vez que comprobamos,in situ, el feroz poderío de esas bombas brasileñas, juntamos mango sobre mango para comprar todas las que pudimos. El arsenal resultante lo dilapidamos en Año Nuevo, dando la bienvenida a 1984. Pero no nos fuimos hasta la estación a tirarlas. Como bien observó Nicolás, las explosiones se lucían muchísimo más en el oscuro silencio de las calles del barrio. Eso sí, el lector sabrá disculpar que evite entrar en detalles. Una cosa es atacar con una bomba brasileña a uno de esos símbolos del capitalismo como el Banco que estaba en Arias entre Carlos Casares y Rodríguez Peña, y otra bien distinta dar los nombres de las vecinas a las que hicimos saltar de la cama, ateridas, a las cuatro de la mañana.
¿Quién me garantiza que esas viejas no vuelvan, desde el lejano pasado, a acechar mis propias noches?