ROMPEPORTONES
Y o no soy de esos adultos que suponen que “todo tiempo pasado fue mejor” y que nuestra juventud fue mejor que la actual, en todos sus aspectos. No. Creo que hay cosas que eran más lindas y cosas que eran más feas. Y cosas que eran más peligrosas, como esos cohetes que comprábamos para las Fiestas. En aquellos años la pirotecnia era peligrosísima, y todavía hoy me pregunto cómo fuimos capaces de atravesar todas nuestras Navidades sin dejar ojos y dedos por el camino. Hoy en día —por suerte— uno puede comprar cohetes, cañitas voladoras y fuegos artificiales fabricados legalmente y mucho más seguros a la hora de estallar.
Los nuestros, los de esos años, se vendían en cualquier kiosco y tenían toda la apariencia de ser peligrosos y clandestinos. No tenían marca ni nombre del fabricante ni nada, y estaban recubiertos de papel ordinario y áspero, y rellenos con pólvora del tipo peligroso. Para colmo, nos dejaban salir a encenderlos sin que ningún adulto nos ayudara o nos echara un ojo, por lo menos. Por eso comenté recién que, si crecimos con todos los dedos y todos los ojos sanos, es casi un milagro.
Tirábamos los primeros cohetes a principios de diciembre, para festejar el final de las clases de la escuela, pero después nos dedicábamos a acopiar un arsenal gigantesco para las Fiestas. Subrepticiamente, nos quedábamos con los vueltos de los mandados, andábamos a la pesca de cualquier moneda suelta en un bolsillo, todo lo que nos permitiese ir acopiando cohetes en cantidad casi para iniciar una guerra.
Como en tantos otros rubros, había mucha menos variedad de cohetes para elegir. Además de los petardos tradicionales y las cañitas voladoras, estaban los triangulitos y los rompeportones. Los triangulitos se llamaban así porque tenían exactamente esa forma y la mecha cortísima. Por eso era tan peligroso tirarlos, porque corrías el riesgo de que te estallara en las narices apenas encendido. Los rompeportones eran mis preferidos. Tenían el tamaño de un dado, estaban hechos de papel madera atado con un piolín, y rellenos de pólvora y piedritas. Una especie de chasquibum nuclear, porque era veinte, treinta, cincuenta veces más potente que un chasquibum.
A mí me encantaban porque uno los tiraba como una granada, contra una pared o contra el piso, y hacían un estruendo descomunal y un fogonazo perfecto. Con los rompeportones, yo me sentía como los soldados de la serie “Combate”, arrojando granadas a los enemigos. Eso sí, había que tener mucho cuidado para elegir las paredes sobre las cuales arrojarlos, porque esos petardos eran tan potentes que quemaban la pintura con los fogonazos.
La primera vez que tiré un rompeportones me llevé un susto mayúsculo. Fuimos a comprarlos con Nicolás, sin que los demás se enterasen. No fue porque sí, que lo hicimos de ese modo. Algunos de los pibes (Esteban, Sergio, o los hijos del oculista) tenían mucha más experiencia pirotécnica que nosotros. Y no teníamos ganas de que se mandasen la parte en nuestras narices. Por eso fuimos solos, para tirar unos cuantos antes de tener que hacerlo delante de ellos y poder, así, fingir veteranía. Nicolás había visto a algún compañero de su escuela arrojándolos, y tenía el dato de que metían un bochinche tremebundo.
Después de comprar tres o cuatro cada uno (esos rompeportones costaban una fortuna) nos fuimos al frente de una casa abandonada. Atardecía, faltaba un día para Nochebuena y necesitábamos comprobar la potencia de nuestra artillería. Con la casa no había problema: llevaba tantos años vacía que ninguno de nosotros había visto jamás entrar ni salir gente de ella. La vereda estaba desierta, aunque varios autos habían estacionado junto al cordón de la calle. Un par de tipos estaban apoyados contra uno de esos autos —un Renault 12 azul marino, flamante—, tomando el fresco del final de la tarde. No los conocíamos y, por lo tanto, no nos preocupamos. Como mucho, podría disgustarles un poco el estruendo cuando sonaran los rompeportones.
Con una mirada nos dimos a entender que comenzaba la prueba. Sacamos, cada uno, un rompeportones del bolsillo (como verdaderos idiotas, guardábamos los cohetes en el bolsillo del pantalón, con lo cual corríamos el riesgo de que estallasen todos juntos y nos provocaran terribles quemaduras). Apuntamos a la pared. Echamos atrás el brazo derecho. Y a la cuenta de tres los arrojamos contra la pared de la casa. Los rompeportones estallaron casi al unísono, metiendo un batifondo de infierno. Hasta ahí, todo magnífico.
Pero no contábamos —no sabíamos— cómo era que funcionaba el mecanismo de esos artefactos. Cuando uno los arrojaba contra una pared, provocaba que las piedritas que contenía el cohete oprimieran la pólvora hasta hacerla estallar. Pero esas piedritas, naturalmente, salían volando para todos lados como parte de la explosión. Y eso no lo tomamos en cuenta. En este caso las piedritas volaron, en su mayoría, hacia el inmaculado Renault 12 azul marino sobre el que estos dos tipos estaban apoyados, a diez metros de nosotros. Se escuchó, a medida que las piedritas impactaban contra la chapa del auto, un “tiqui-tiqui” fúnebre que nos heló la sangre, y que hizo que esos dos fulanos nos encarasen furiosos.
—Oíme, pendejo —empezó uno de los dos, que seguramente era el dueño de la joya inmaculada—. ¿Vos sos pelotudo o te hacés? —La pregunta de ese señor, como ustedes podrán apreciar, no iba dirigida a ninguno de nosotros en particular. Y no sé si la pregunta esperaba una respuesta. Pero Nicolás, que era un chico muy educado y consideraba una falta de respeto dejar a los adultos con la palabra en la boca, respondió desde la más absoluta sinceridad:
—Soy.
Se ve que el tipo no estaba listo para una respuesta tan meditada y autocrítica, porque la sorpresa le diluyó el enojo, o por lo menos lo peor del enojo. Parpadeó un par de veces, alzó la mano indicando el horizonte y nos dijo, con cierto hastío:
—Rajen de acá, mocosos.
Y nosotros, naturalmente, nos apresuramos a obedecer.