CURSO DE INGRESO

Salí de mi casa resoplando de fastidio. En una mano llevaba las monedas para el colectivo. En la otra, la bolsa de plástico con “las cosas del ingreso”. Durante séptimo grado, aquello del curso de ingreso se me convirtió en una involuntaria obsesión. En mi colegio no teníamos nivel secundario, y para poder seguir estudiando en una escuela buena tenía que rendir examen con otro montón de pibes, y aprobarlo con una nota suficientemente buena como para asegurarme una vacante. El plan familiar era que fuese a la misma a la que había ido mi hermana: Escuela Nacional Normal Superior Manuel Dorrego de Morón. Con ese nombre así de largo ya resultaba intimidante. Pero más intimidante era que se presentaban al examen como mil pibes, pero había nada más que trescientas vacantes. De cada diez, siete se quedaban afuera. Sonaba difícil el asunto.

Yo era un buen alumno, pero en mi casa la filosofía dominante era “Más vale prevenir que curar” —otro de los dichos de Abuela Nelly—. Por eso mi vieja me anotó en un curso de ingreso a contraturno de la escuela, dos veces por semana, una para estudiar Lengua y otra para Matemática. Si había algo que odiaba yo a los doce años (y eso que a los doce años odiaba un montón de cosas, empezando por mi panza de gordito pacífico) era malgastar dos tardes por semana en esa especie de escuela paralela. No es que tuviera demasiado que hacer durante la tarde. Básicamente, mi idea de una tarde perfecta consistía en ver unas cuantas series en televisión y liquidarme una opípara merienda. Pero precisamente eso, que en lugar de dejarme hacer lo que me daba la gana me mandaran, después de estudiar, a seguir estudiando, me resultaba imperdonable.

Cuando salí de casa, insultando entre dientes, los vi: sobre la montaña de escombros de la calle a medio pavimentar, Esteban y Sergio jugaban a tirar piedrazos. Estaban apuntando a blancos fijos, escogidos al azar: un árbol, una columna de alumbrado público, alguna de las máquinas viales que descansaban ahí, hasta el día siguiente.

Yo no podía creer mi mala suerte. Habría dado lo que fuera por quedarme ahí con ellos, rascándome, tirándole piedras a lo que me diera la gana, en lugar de viajar hasta Ituzaingó a lo de la señorita Hilda para descubrir el maravilloso mundo del análisis sintáctico y el modificador directo.

Alcé la cabeza y orienté la mirada al frente, al horizonte, como si no los hubiera visto. Estúpida actitud, porque los tenía a veinte metros. En lugar de gritarme, ellos decidieron cambiar de un blanco fijo a un blanco móvil. La primera piedra que me tiraron picó un par de metros adelante. La segunda me pasó rozando el hombro izquierdo. Me contuve. Iba con el tiempo justo y a la señorita Hilda le gustaba que fuéramos puntuales. Quince, veinte pasos más y me pondría fuera del alcance de las piedras. Los di sin que lograran golpearme. Pero estar fuera del radio de las piedras era una cosa, y estar a salvo de sus gritos era otra.

—¡Dale, Eduardo, vení a jugar! —me gritó Esteban.

Claro, pensé: este porque es más bruto que una vaca y terminó entrando en una escuela de porquería. Hiel. Rencor que me corría por el torrente sanguíneo.

—No puedo. Tengo que ir al ingreso —declaré, sin darme vuelta, como Lot, el de la Biblia, para no tentarme.

—¡Dale, no seas traga!

Ese había sido Sergio. Todavía le faltaba un año para la secundaria pero no tendría problemas al respecto. Iba al San José de Morón, que salía un ojo de la cara pero tenía secundaria. Seguí caminando.

—¡Dale, Eduardo! —Reclamo aceptable. Me ordené seguir caminando.

—¡Dale, gordo traga! —Todo hombre tiene un límite.

Me di vuelta. Me devolvieron una sonrisa alborozada. Para completar la invitación, Esteban me tiró una piedra de asfalto que traía bastante fuerza. El último rebote lo dio a un escaso par de metros de mis pies.

Dejé la bolsa junto al tapial de una casa. Analicé mis posibilidades. Los que estaban sobre la pila de escombros de la calle vieja eran ellos. De modo que disponían de todos los proyectiles que quisieran. Además, el fin de semana anterior habíamos construido una especie de búnker en la cima. Nicolás había traído un par de carteles de chapa, de esos que usan los martilleros para ofrecer las casas con un “VENDE” en grandes letras. No le preguntamos de dónde los había sacado porque, si el rematador venía a reclamarlos, preferíamos ignorar la verdad. Pero entre los dos carteles y alguna que otra madera adicional, habíamos conseguido edificar una linda fortificación sobre la montaña, que hacía que los que estaban arriba gozaran de una posición segura y casi inconquistable. Yo, desde la vereda de enfrente, tendría únicamente las piedras que ellos me tiraran, más alguna que hubiese quedado de anteriores enfrentamientos. Pero me habían dicho gordo traga, y esas ofensas hay que pagarlas, qué tanto. Por eso, después de dejar la bolsa con los útiles del curso de ingreso contra el tapial pintado de blanco, me agaché a recoger tres o cuatro cascotes y me parapeté detrás de uno de los árboles, un tilo de tronco grueso que me permitiría dispararles desde escasos diez metros de distancia.

La batalla empezó como debía, es decir, me reventaron a cascotazos durante varios minutos sin que yo pudiese asomar la nariz desde atrás del tronco. No había problema. Podía esperar. En realidad, la que no podía esperar era la señorita Hilda, pero ella desconocía que uno de sus aspirantes estaba en un duelo mortal de artillería, a más de media hora de su casa de la calle Soler. Cuando calculé que mis rivales tenían que tener el brazo cansado, me asomé como para lanzar mi primera andanada. Error. No estaba jugando contra un par de aficionados, sino con un dúo perspicaz. Puede ser que a Esteban no se le diera bien la ciencia escolar, pero los desafíos a pedradas carecían de secretos para su mente siniestra.

Desde el comienzo se estaban turnando. Mientras uno tiraba piedra tras piedra, el otro preparaba una pila de cascotes para cuando le tocara el turno, y de paso descansaba. De manera que cuando salí de mi escondite, se dedicaron entre los dos a surtirme con piedras de todos los colores. Volví a esconderme. Miré el reloj. Claro que podía volver sobre mis pasos y escapar. Como mucho, soportar algún cascote trasnochado en la espalda o en la nuca. De lo que no podría librarme sería de los gritos. Y a los poco gentiles apelativos de “traga” y “gordo” debería sumar el de “cobarde”, en su versión doméstica de “mariquita”.

Imposible. Aunque la señorita Hilda me reprendiera por la tardanza. Como pude, yendo y viniendo desde la intemperie hasta el tilo, conseguí reunir un arsenal respetable. Me llené de piedras chicas los bolsillos. Separé las mejores para llevarlas en las manos. Y salí rumbo a la montaña de escombros. O no se esperaban semejante ataque o de verdad estaban un poco cansados, porque en lugar de molerme a pedradas se escondieron en el búnker.

Eufórico, empecé a descargar mi munición. Con extraordinario regocijo, escuchaba el bochinche que metía cada piedrazo al dar contra las chapas de los carteles de “vende”. Algún insulto ahogado, alguna orden de Esteban que Sergio de inmediato retrucaba, me hacía sentir que el enemigo había entrado en pánico. No me atrevía a escalar la montaña de cascote. Eran unos cuantos metros y, si mis enemigos salían de su escondite, conservaban la ventaja de tirar desde arriba. Por eso desde el pie de la montaña de escombros, seguía disparando y sacudiéndoles el búnker.

Pero yo también empezaba a cansarme. Y cuando uno se cansa pierde precisión, en el brazo y en el intelecto. Mi primer error fue pensar que, si lograba tirarles una piedra suficientemente grande, el búnker terminaría por derrumbarse y mi victoria sería definitiva. Mi segundo error fue suponer que sería capaz, pese al cansancio, de dirigir esa bomba atómica con la precisión necesaria.

Empecé por buscar el proyectil adecuado. Elegí un trozo de pavimento con forma casi cúbica, de unos quince centímetros de lado. “Paralelepípedo”, pensé. No en vano tantas horas dedicadas a la geometría. Pesaba tanto que tuve que usar las dos manos para levantarlo. Debí haber sospechado que, con semejante peso específico y esa masa irregular, y la obligación de impulsarlo con ambas manos, iba a salir cualquier cosa menos un disparo certero. Pero ya hablé de lo confuso que estaba mi entendimiento. Levanté la piedra con ambas manos sobre mi cabeza. Esteban y Sergio se asomaron en ese momento, con la sospecha de que la calma repentina auguraba inminentes tempestades. No se equivocaban, y sus perplejas expresiones de pánico terminaron de envalentonarme.

Me di ánimo con un grito, como había visto hacer a los levantadores de pesas. Llevé ambos brazos hacia adelante con su carga mortífera, y en el momento de mayor ascenso y aceleración, solté la piedra. Alborozado, vi cómo mi proyectil aterrador se dirigía hacia la cima, hacia el búnker, hacia esas tiernas cabecitas. Grité de felicidad. Iba a lograrlo. Mi cascote desmesurado iba a derrumbar el búnker arriba de esos dos. Había valido la pena tanto sacrificio. Pero en física las cosas tienen que ser exactas, y no es lo mismo dos centímetros más que dos centímetros menos, tres kilogramos/fuerza que sobren o tres kilogramos/fuerza que falten. Y en la diferencia cabe un mundo.

El cascote sideral pasó a escasos centímetros del techo del refugio de mis amigos, y se perdió del otro lado de la montaña. Y hay veces que uno tiene mala suerte, la verdad. ¿Qué le costaba a ese cascote, ya que había fallado, aterrizar un poco más allá, sobre la pila de piedras, y rodar cada vez más manso hasta la base? ¿Qué le costaba provocar un daño mínimo, un breve alud sobre la pared de la montaña opuesta a la que ocupábamos? No le costaba nada. Pero el muy taimado siguió otro recorrido.

Se ve que le había impreso una fuerza más que respetable. Porque lo que hizo el dichoso proyectil fue seguir planeando un buen trecho, sobrevolando la montaña, para aterrizar en el parabrisas del camioncito de Zaldívar.

Pobre incauto, el tal Zaldívar era un vecino que tenía un Rastrojero en regular estado de conservación, y lo estacionaba contra la montaña de escombros porque le parecía la mar de seguro: era como dejarlo al final de una calle sin salida. Se ve que el pobre tipo ignoraba que estaba dejando su querido Rastrojero al lado de nuestro teatro de operaciones misilísticas. En realidad, por lo que me contaron después, el cascote rebotó primero en el capot, después en el vidrio, y después en el techo de la cabina, donde detuvo su marcha destructiva y quedó como muda evidencia de la crueldad de la guerra. Previamente, en su camino, había hecho un lindo bollo sobre la chapa del capot, y un contundente astillamiento sobre el vidrio, a la altura del acompañante. Creo que en el techo no quedaron marcas.

Los tres combatientes quedamos sumidos en el silencio que siguió al estrago del último bombardeo. Sabíamos lo que venía. Zaldívar, atragantado con el mate, saldría como una exhalación para cerciorarse de que su bebé estuviera a salvo. Y cuando advirtiera que no, que el Rastrojero estaba de cualquier modo menos a salvo, buscaría de inmediato a los culpables. Y no necesitaría ser un genio para advertir el cubo de pavimento sobre la cabina de su bebé ni para determinar de dónde había salido y quiénes eran los culpables.

Tuve que actuar rápido. Giré sobre mis talones y salí disparando. Levanté la bolsa de plástico con mis útiles para el curso de ingreso y seguí corriendo a todo lo que me daban las piernas, a sabiendas de que, si era capaz de doblar la esquina de Mitre antes de que Zaldívar detectara mi presencia, estaría a salvo.

Esteban y Sergio, pobrecitos, no tendrían esa suerte. Primero tenían que levantar el techo del búnker y ponerlo a un costado. Después, pasar las piernas por encima de la otra chapa, la que servía de frente al refugio. Y todo eso, con Zaldívar parado al pie de la montaña, esperándolos con las manos a la cadera, como si fuera el destino o la muerte misma.

Me derrumbé en el primer 238 que pasó por la parada y recién entonces me convencí de que me había salvado. Esteban y Sergio podían ser crueles a la hora de iniciar un enfrentamiento a piedrazos, pero no iban a buchonearme. Dirían que estaban jugando entre ellos o, como mucho, que se habían enfrentado a algún desconocido que pasaba por ahí y los había desafiado. Zaldívar se encargaría de que recibieran castigos ejemplares. Pero a mis amigos no iba a cruzárseles por la cabeza incluirme en la redada. No les serviría de nada. Ni acortaría sus penitencias. Ellos enfrentarían con la cabeza alta el “daño colateral”, como aprenderíamos después que se llaman esas cosas. En su lugar, yo habría hecho lo mismo. Son cosas que pasan. Cosas de la guerra.

Al curso de ingreso llegué tardísimo. Pero creo nunca disfruté tanto del análisis sintáctico.