Todos nosotros, mis amigos y yo, estábamos convencidos de que Carlitos era un imbécil. Para mis ojos de adulto resulta un poco embarazoso rastrear los motivos de esa conclusión. Pero lo cierto es que estábamos rotundamente convencidos. Carlitos no jugaba al fútbol, no andaba en bicicleta, no perdía su tiempo en la vereda. Y sobre todo, cometía el pecado de no intentar formar parte de la barra. Supongo que parte de nuestro desprecio nacía, por eso, en el despecho.
Nuestros encuentros siempre acababan por adquirir un carácter tumultuoso y, si no se iniciaban a los insultos, terminaban a los piedrazos.
Carlitos no estaba solo. Disponía de una corte de hermanos y primos que le servían de séquito y que emparejaban los enfrentamientos. A nosotros nos parecía ridícula la devoción que le profesaban a su líder. Lo seguían como perros fieles. Le festejaban los chistes y le cumplían las órdenes. Por eso los juzgábamos como idiotas por partida doble: seguir a alguien como un perro nos parecía de imbéciles, pero si ese alguien también era un imbécil, eso los convertía en imbéciles elevados al cuadrado.
En otras palabras: los odiábamos. No los odiábamos con ese odio visceral, primitivo, básico, que solíamos sentir por los desconocidos que vivían en otros barrios. No era esa inquietud rápidamente traducida en desprecio. No. Era algo más elaborado o, por lo menos, algo que nacía de convivir en la misma cuadra y respirar en el mismo aire, pero sin compartir ninguna de las dos cosas.
Hechas las presentaciones pasemos a los hechos. Lo que voy a narrar ocurrió un domingo a la tarde, durante esa primavera lluviosa durante la que el barrio tuvo su laguna, cuando levantaron completa la calle Blanco Encalada para pavimentarla de nuevo. Como llovía casi día por medio, la laguna nos duró todo noviembre.
Que fuese domingo a la tarde tiene su importancia, porque las cosas ocurrieron en medio de esa pesadez de siesta, de ese fastidio de lunes inminente. Para peor, tarde de domingo sin pibes, porque de vez en cuando el azar se ensañaba con nosotros y a casi todos se los llevaban a visitar tíos y padrinos distantes.
Esa tarde éramos Sergio y yo: del resto de la barra no quedaba ni señales. Antes de resignarnos, hicimos la ronda de rigor por el resto de las casas, pero fue inútil. Estábamos solos, y no teníamos ánimo de jugar un fútbol de uno contra uno. Terminamos despatarrados en la vereda de mi casa, con la espalda apoyada contra el cerco de madera blanca, tirando con escasa convicción, y de tanto en tanto, piedras a la laguna.
Así estábamos, a la deriva, cuando vimos salir a Carlitos y a los suyos. De inmediato nos pusimos de pie. Tampoco era cuestión de dar esa imagen de náufragos. En la comparación, estábamos derrotados de antemano, porque eran como diez, aunque no estoy seguro del número preciso. Nunca les prestábamos tanta atención como para contarlos con números exactos. Nos alcanzaba un vistazo a la volada, como el que acabábamos de dar, y concluir que acababa de salir Carlitos con un número indeterminado de secuaces.
Caminamos hasta el borde del agua y seguimos con lo de las piedras, como para dar la impresión de que estábamos divertidísimos. Fue entonces cuando Sergio detectó la figurita. Estaba sobre el pasto, a poca distancia del agua, y aunque había dejado de llover un rato antes estaba bastante seca. Una figurita común y corriente, un rectángulo de papel lustrado de cuatro por seis. No recuerdo a qué álbum pertenecía. A nosotros se nos había pasado la época de las figuritas. Supongamos, por la época en que acontecieron los hechos, que se tratara del Chavo del Ocho.
No quiero mandarme la parte con laureles ajenos: la idea la tuvo Sergio. Yo lo secundé, hice mi parte, y en algún momento me tocó asumir el protagonismo. Pero la genialidad primera salió de su rubia cabecita. Y su inspiración fue tan repentina que yo fui el primer sorprendido. Se agachó, levantó la figurita y la arrojó al agua. Y de inmediato empezó a gritar “¡Se me cayó, se me cayó la figurita!”.
Yo no habría tenido la idea, pero compartía la malicia de mi amigo, de manera que rápidamente me sumé a su iniciativa. Así que también empecé a gritar, con la voz estrangulada de angustia y húmeda de lágrimas inminentes, “Se nos cayó, se nos cayó, me quiero matar”. Seguramente completé mis alaridos con una coreografía, improvisada pero verosímil, consistente en emprenderla a los saltitos, con apertura de brazos y palmas al cielo, congruente con el pensamiento de “Por qué, Dios, por qué a nosotros nos sucede esto”.
El resultado fue inmediato. Carlitos y su tribu se aproximaron como moscas a un pedazo de bofe dejado al sol. Supongo que vernos tan tristes y preocupados era para ellos, y de por sí, tan placentero como entretenido. Cuando se acercaron y se hicieron una idea de lo que ocurría se olvidaron por un rato de odiarnos, porque necesitaban dirigirnos la palabra para obtener algunos datos que les permitiesen disfrutar mejor nuestra desgracia.
—¿Qué figurita se les cayó? —preguntó Carlitos, que por supuesto llevaba la voz cantante.
—Ehhh… —Sergio dudó. Bueno, no sé si la palabra “duda” corresponde para referirse a algo que, sencillamente, se ignora por completo. Por suerte a nuestros enemigos los devoraba el placer de la desgracia ajena y no estaban para sutilezas.
—¿Es del álbum del Chavo? —preguntó uno de los laderos de Carlitos, con expresión de que deseaba fervientemente que fuera.
—¡Síii! —tomé la posta, porque la maldad del alma me florecía mucho más fácilmente de lo que le reconocía al padre Johnny en la parroquia—. ¡La más difícil de todas! —creo que hasta extendí las manos hacia el agua, como queriendo atraer a la figurita, con la misma desesperada devoción que si se hubiera tratado de mi hermanita de ocho meses (es un decir, porque para entonces mi hermanita tenía casi veinte años).
—¡¿La difícil?! ¡¿Se te cayó al agua la de “El Chavo dando lección con Jirafales”?!
La pregunta la había hecho Carlitos, y yo asentí moviendo la cabeza con ademanes desesperados, y abriendo mucho los ojos.
—¡Síiii! —repetí, desolado.
En realidad, hubiera dicho que sí aunque hubiera sido la de “La Chilindrina en Saturno” o “Ñoño en la playa con una biquini a lunares”. Lo importante era que me creyeran, que me miraran así esos diez pares de ojos redondos, extáticos. Pero todavía faltaba. Estaban un poquito crudos.
—¿Y por qué no la vas a buscar? —inquirió Carlitos, haciendo gala de una sagacidad que (confieso) nunca había sospechado que poseyera.
Me quedé mudo. Pero Sergio me hizo el relevo.
—No, lo que pasa es que ya la tenemos.
—¡¿Tenés repetida “El Chavo con Jirafales”?! ¿Pero cuántos paquetes de figus compraste?
Sergio lo miró plácido, calculando una cifra que resultara más o menos verosímil.
—Seiscientos… seiscientos cincuenta —afirmó, con la misma cara que ponían Paul Newman y Robert Redford en El golpe para que el gángster pisara el palito.
—Eso él —acoté, y los diez pares de ojos viraron hacia mí—. Yo ya casi llego a los mil paquetes.
La constatación de que éramos dos millonarios los dejó pasmados. Pero a Carlitos le quedaban un par de cartuchos para disparar, antes de rendirse.
—¿Y entonces para qué se hacen problema? Si ya la tienen…
Con Sergio nos miramos. O hasta entonces habíamos subestimado erróneamente la capacidad intelectual de Carlitos o esa tarde gozaba de una brillantez excepcional pero superlativa.
—Porque la tenemos vendida. A un pibe de la escuela —Sergio era tan mala persona como yo, pero mucho más rápido.
—¿A cuánto? —preguntó uno de los primos más chicos, sin pedirle permiso a su jefe para hablar. Se ve que la codicia los hacía saltarse las jerarquías.
Contesté yo, aunque no recuerdo cuál fue la cifra que inventé. Además eran “pesos ley” o “pesos argentinos”, intraducibles a los actuales, con sus miles de ceros. Sí me aseguré de barajar un número posible como para que no advirtieran que les estábamos mintiendo, pero suficientemente alto como para que la cabeza se les incendiase en las llamaradas de la ambición.
—¿Y por qué no se meten a buscarla? —Carlitos estaba echando mano a sus últimas reservas de inteligencia.
—Yo no puedo porque me arruino las zapatillas —adujo Sergio, que calzaba unas Adidas de cuero que en esa época estaban al alcance únicamente de los potentados.
—Yo estoy saliendo de una pulmonía —me apresuré a tomar por la variante de la salud, porque nadie me hubiera creído que quisiera proteger mis Flecha de lona con la puntera hecha polvo.
Y como tenían muchas ganas de dar el siguiente paso, nos creyeron.
—Y si la buscamos nosotros… —Carlitos hizo una pausa, supongo que con la idea de generar cierta intriga. Y yo, aunque nunca fui partidario de poner trampas para pajaritos, entendí el placer que debía sentirse, con el piolín en la mano, listo para el tirón, cuando el bicho picotea el alpiste a diez centímetros del centro de la trampa—, ¿qué nos dan?
Nosotros mantuvimos la sangre fría. Nada de abrazarnos y empezar a los saltos, al grito de “cayeron, los pelotudos cayeron”. Nada de eso. Apenas un mirarnos, un fingirnos dubitativos primero, magnánimos después, para decirles que si la sacaban se merecían quedársela.
—¿Cuánto dijiste que te pagaban por esa figurita? —Listo. Carlitos acababa de malgastar su última bala, y de aquí en adelante solo se escucharía el click del percutor sobre los alvéolos vacíos, como en las películas de tiros.
Repetimos la cifra. Estaba hecho. Ya Carlitos se encaraba con los suyos y cerraban el corro. Ya el dedo del líder señalaba al primo más chico, ya los mandos intermedios palmeaban al candidato y le deseaban suerte.
Tendría seis o siete años. Medía poco más de un metro y tenía una cara de boludo que invitaba a la piedad o al sadismo. Supongo que lo eligieron por eso, aunque en voz alta dijeron que tenía que ir él porque estaba vestido para lograrlo. Es verdad que tenía puesto un impermeable de plástico amarillo grueso, suelto como una capa, sin mangas, coronado por un gorro del mismo color. Tenía botas igual de amarillas, que le quedaban un poco grandes y le daban justo a la altura de las rodillas.
—Pero me voy a mojar igual —afirmó el pequeño, con extraordinario sentido común.
—No te creas —dije yo, mientras nos aproximábamos.
—Y menos con esas botas. —Sergio lo palmeó, admirativo.
El enano sonrió.
—Bajá por aquel lado que es menos profundo, y tenés piedras para ir pisando —señalé vagamente un sitio de la orilla.
—¿Es muy hondo? —el infante, a medida que se aproximaba al líquido elemento, parecía flaquear en sus certezas.
—Así —dijo Sergio, dibujando con las manos un espacio de unos veinte centímetros.
—Como mucho así —corregí, aumentando a unos veinticinco. Yo sabía que en el centro la laguna llegaba cómodamente a un metro y no quería un ahogado en mi conciencia. Me consolé pensando que a lo mejor el impermeable lo ayudaba a flotar.
El petiso abandonó la orilla con cautela, dando pasitos muy cortos, casi sin levantar los pies del piso. Pero cuando llegó al borde de la piedra que estaba pisando, trastabilló y tuvo que seguir con menos miramientos. Casi enseguida el agua le llegó a los tobillos y el petiso nos miró a nosotros, como aguardando respuestas. Le devolvimos un par de sonrisas cálidas, confiadas, indicándole con las manos que siguiera confiadamente hacia delante. La tribu de Carlitos se lanzó a estimularlo con gritos alegres y esperanzados, temiendo tal vez que el enano reculara y les tocase a ellos encabezar una segunda expedición.
El pibe hizo caso y siguió avanzando. De inmediato el agua, que le había seguido trepando por la pierna, llegó a la altura del borde de sus botas.
—¡Ya llegás! ¡Ya llegás! —gritamos, intuyendo que estábamos en un momento límite.
Dio un paso más y el agua comenzó a invadirle la caña de las botas. Yo me acordé de una película de naufragios que había visto en “Sábados de Superacción”, porque el agua le hacía un embudo parecido a medida que se le metía por las piernas.
—Ayyy… me mojo… Ayyyy —la verdad que el enano tenía un vocabulario más bien rudimentario.
—¡Dale, dale, no te frenes! —ahora era la tribu la que lo azuzaba.
El petiso obedeció. Ahora el avance era más lento todavía porque las botas llenas de agua debían pesarle como plomos. La ventaja era que, con los pies inundados, le había cambiado la temperatura corporal, y apenas se daba cuenta de que el agua ya le llegaba a los muslos y seguía subiendo hacia la cintura.
—Mirá bien dónde pisás. Mirá bien dónde pisás —me pareció que decir eso me hacía quedar como un muchacho sensible. De todos modos era un consejo inútil, porque en el agua fangosa no se veía absolutamente nada.
—Dale que ya estás, te falta repoquito —Sergio hablaba mientras el capote amarillo, que tendía a flotar, se iba abriendo como los pétalos de una flor mañanera.
La verdad es que el espectáculo era bellísimo. El agua quieta y brillante, el capote amarillo extendido sobre la superficie, la cabeza del enano emergiendo como el peristilo de una flor, y el lento avance como si una brisa tenue la condujera hacia el centro de la laguna.
Cuando el agua le llegó al pecho confieso que tuve un instante de inquietud. ¿Y si el candidato terminaba pereciendo en las aguas oscuras? Una cosa era vengarnos de Carlitos y otra cargar con un muerto en la conciencia. Confié en que hubiese llegado a la máxima profundidad. Le faltaban un par de metros, y el petiso estaba decidido a penetrar en los anales de la gloria.
Entonces me asaltó una duda de carácter casi científico. ¿Cómo se desempeñaría el enano en un medio acuático con oleaje? De manera que me acerqué a la orilla, levanté un enorme pedazo del asfalto viejo que había quedado sin retirar y se lo lancé un metro adelante, al grito de “¡Esperá, esperá que con las olitas te acerco la figu!”. Sergio me imitó de inmediato. Y piedras de esas sobraban en la orilla. De modo que casi de inmediato el enano se vio bombardeado por decenas de proyectiles que le salpicaban hasta empaparle la única parte del cuerpo que conservaba seca.
Hay que reconocer que el enano tenía temple: en medio de una salpicadura parecida a la que sufrieron los aliados en la evacuación de Dunquerque, seguía avanzando con la porfía de los conversos.
Por fin, con el agua a la altura del mentón, consiguió estirar la mano y adueñarse de la figurita, mientras el clan de Carlitos vociferaba su alegría. Enseguida se dio la vuelta (enseguida es un modo de decir, porque con las botas llenas de agua sus movimientos se parecían a los de un buzo con escafandra, caminando en el fondo del mar) y volvió hacia la orilla. Alguno de su tribu lo ayudó a salir. Huelga decir que estaba calado hasta los huesos y sucio como si hubiera hecho cuerpo a tierra en un chiquero. Pero extendida la mano derecha, amplia la sonrisa, altivo el mentón, mostraba la figurita millonaria. Los otros lo rodearon. El enano entregó la joya a la contemplación colectiva, mientras nosotros advertíamos, íntimamente, que se acercaba el momento de partir.
Entonces ocurrió lo que tenía que pasar. A nuestras espaldas sentimos la voz de Carlitos, estrangulada por la confusión, aterida por el espanto, iracunda por la sospecha:
—¡Pero esta es de la Chilindrina con Doña Florinda!
Pudimos habernos quedado. Pudimos fingir una discusión entre nosotros, en la que nos achacásemos recíprocamente el error o el dolo. Pero algo nos dijo que la cosa ya se situaba más allá de nuestras posibilidades, y que lo mejor era salir corriendo hacia las vías para ponernos a cubierto. Diez contra dos es mucha ventaja, aunque el jefe de los diez fuese Carlitos y otro de los diez fuera un enano con pinta de duende amarillo y con los labios violetas de frío.