Cuando nos aburríamos de nuestros juegos habituales, una de las distracciones que teníamos a mano eran los trenes. A dos cuadras del barrio pasaba —sigue pasando, de hecho— el ferrocarril Sarmiento, y eso nos llenaba de orgullo. Primero porque éramos proclives a sentirnos orgullosos de lo que teníamos. Nos parecía que el Club Morón era maravilloso, que la esquina de Guido Spano y Blanco Encalada era estupenda y que Castelar era el mejor lugar del mundo. No nos entraba en la cabeza que la gente quisiera vivir en otro barrio, en otro país, hablar otro idioma. Lo que teníamos, lo que hacíamos, nos parecía lo “natural”, lo deseable para cualquier adulto y cualquier chico. No concebíamos que pudiesen existir otras costumbres, otros gustos, otras realidades. Cualquier argumento nos servía: en Castelar mucha gente tenía teléfono (y eso, en la Argentina de los años setenta, sí que era un verdadero privilegio). Y nuestro ferrocarril era eléctrico. El único de la Argentina, junto con el ferrocarril Mitre, que corría en la zona norte del Gran Buenos Aires. Pero la zona norte nos quedaba lejos y nos tenía sin cuidado. Puertas neumáticas, ocho vagones cada formación, trenes al Centro cada menos de diez minutos. No teníamos nada que envidiarle a nadie.
Y encima, las vías eran un lugar de juego. Un lugar prohibido, por cierto. Nuestras madres ignoraban que frecuentábamos la barrera de Zapiola o el paso peatonal de Máximo Paz, o que salíamos a la vía en la calle sin salida de Bahía Blanca. Nos habían hecho prometer que jamás, pero jamás de los jamases, nos acercaríamos a las vías sin la debida custodia. Pero nosotros, que considerábamos que sus remilgos eran excesivos y que nuestras existencias eran inmortales, desobedecíamos sin remordimientos. En las vías podían hacerse un montón de cosas. Para empezar, ubicarse en el paso a nivel, encaramados en los caños de los andariveles para peatones, bien cerca del paso de los trenes, para sentir el vientito y la vibración de su peso de gigantes, era toda una inyección de adrenalina.
Pero lo mejor, lo mejor de lo mejor, era poner cascotes en la vía para que el tren los destrozara. Como éramos cándidos pero no estúpidos, teníamos la precaución de poner las piedras a cincuenta o sesenta metros de distancia, para ponernos a salvo de alguna esquirla que pudiera saltar y vaciarnos un ojo. Escondidos a medias entre los yuyos del terraplén, veíamos a los trenes aproximarse a nuestra emboscada. En el momento de aplastar nuestras piedras, los trenes hacían un estruendo a bombardeo que nos parecía sublime. Hoy en día, algunos de los que viajan en esos trenes dejan caer latas de gaseosas vacías a las vías, y cuando alguna de esas latas queda enganchada en el tercer riel (el que conduce la electricidad, una especie de banquito de madera larguísimo, que esconde una viga de hierro electrificada que corre paralelo a las vías), genera un corto circuito y puede desatar un incendio. Nosotros jamás hicimos eso, porque una cosa es ser ingenuo, pero otra muy distinta es ser idiota.
Creo que fue Esteban el que vino con el dato de que podíamos poner monedas en lugar de cascotes. Como Esteban era un adelantado a su tiempo (no en vano era el más grande del grupo y había vivido varios años en Morón antes de recalar en el barrio, y eso le daba una amplitud de horizontes de la que los criados ahí carecíamos), tuvo que explicarnos varias veces. Si uno ponía una moneda en la vía, el peso del tren la achataba hasta dejarla del grosor de un papel, y la estiraba como si fuera un chicle. Una moneda aplastada por el tren podía alcanzar el doble de su tamaño original, y sus relieves se alisaban sin borrarse. De ese modo el escudo de la patria, o el perfil de San Martín o de Belgrano, quedaban como un dibujo a lápiz sobre una pulida superficie de metal. Un poco deformes, eso sí, porque el impacto de las ruedas del tren les cambiaba un poco las facciones a los próceres o desacomodaba el gorro frigio del escudo nacional, pero el efecto fantasmagórico no hacía más que agregarle valor estético al asunto. Nicolás, que era el más respetuoso de los deseos maternos y se sentía culpable en esas expediciones al mundo ferroviario, sugirió que por qué no generábamos esas monedas achatadas a martillazos. Le dijimos que estaba loco, porque las monedas eran demasiado resistentes como para eso.
Nicolás no nos hizo caso y decidió intentarlo. La siesta siguiente puso unas cuantas monedas en el piso del patio y entró a darle sin asco con el martillo y con la maza que encontró en la caja de herramientas de su padre. El resultado fue funesto: despertó a su mamá, cascó un par de baldosas del patio, y a las monedas apenas les hizo algunas muescas y raspones. Cuando su madre por fin le levantó la penitencia y pudo salir a la vereda, exhibió con timidez el resultado. Era descorazonador, por cierto: las monedas tenían el mismo tamaño que antes, y el único cambio era que ahora Belgrano, Sarmiento o San Martín parecían enfermos de sarampión o varicela. Hasta el propio Nicolás tuvo que aceptar que el único modo de hacerlo bien era en la vía. Y allí nos fuimos.
Pusimos tres o cuatro monedas de distintos tamaños y valores en fila, y nos agazapamos a esperar. Yo había supuesto que si uno ponía en la vía algo tan chato como una moneda, todas las ruedas del tren le pasarían por encima. Pero me equivoqué. Apenas la primera rueda del tren aplastó la hilera, las monedas cayeron a un costado. Mientras esperábamos que el tren terminase de pasar, nos miramos desilusionados. Seguro que no era suficiente. Y sin embargo, cuando nos acercamos a recogerlas, vimos que el resultado era inmejorable: con un solo impacto, el tren las había dejado del grosor de un papel, y los relieves eran como dibujos, y las efigies de los próceres eran retratos lisos con cierto vaivén psicodélico.
Ese día, todos fastidiamos a nuestras madres hasta el cansancio para que nos diesen monedas de todos los tamaños y colores, sin explicar demasiado el porqué de nuestras urgencias. En un par de horas y con unos cuantos trenes, completamos colecciones de monedas deformadas que nos parecían el colmo de la originalidad y la belleza.
Lástima que al atardecer nos llevamos un susto mayúsculo. Mientras preparábamos una nueva tanda de monedas (llevados por el entusiasmo, ahora achatábamos las achatadas, con la idea de comprobar el límite de expansión del metal del que estaban hechas), frenó un Ford Falcon gris, o verde, del que se bajaron cuatro tipos con aspecto de mala gente, y se vinieron al humo hacia donde estábamos.
A veces uno sabe las cosas, y a veces uno no las sabe pero es como si las supiera. Nosotros teníamos diez o doce años, y nadie nos había dicho que energúmenos como esos andaban por las calles del país secuestrando gente y llevándosela a cárceles clandestinas. No sabíamos que detrás de esos bigotes, de esos lentes oscuros, de esos ademanes prepotentes, había asesinos auspiciados por la Dictadura.
Por suerte para nosotros, estábamos a mitad del terraplén, con las vías entre ellos y nosotros. Y apenas pegaron un par de gritos, y les vimos la cara (o lo que de sus caras no quedaba oculto por sus anteojos y sus bigotes) y entendimos que eran ese tipo de personas de las que no puede esperarse nada bueno, corrimos todo lo rápido que nos dieron las patas hacia el lado opuesto, dejamos atrás el terraplén y nos metimos en la casa de Nicolás, que era el que vivía más cerca. Seguro que no pensaban hacernos daño. O mejor dicho, el único daño que pensaban hacernos era darnos un susto mayúsculo, disfrutar nuestro miedo, reírse de nuestra desesperación. Hay gente así de hija de puta, y esos cuatro seguro que eran muy malas personas.
Esperamos un rato, temiendo que esos forajidos nos hubiesen visto y vinieran por nosotros. No sucedió. Fuimos saliendo de a poco, como ciervos que olfatean el viento para ver si hay leones en las cercanías. Cuando estuvimos seguros nos atrevimos a volver hacia las vías. En el fondo lo sabíamos, pero nos dio rabia confirmarlo: nuestras monedas achatadas habían desaparecido. Esos delincuentes, porque las monedas les gustaron o simplemente para molestarnos, se las habían robado.
El de las monedas no fue, sin embargo, nuestro último plan de aplastamiento. Una tarde cualquiera me vino a buscar Esteban que era, por lejos, el tipo con más imaginación y recursos de toda nuestra barra. “¿Te acordás de lo de las monedas en la vía?”, me preguntó. Le dije que sí. “Tengo algo mejor para aplastar”, agregó, disfrutando el suspenso. Le pregunté qué tenía. “Una rata”, concluyó.
No hacía falta nada más para convencerme. La sola idea de aplastar a uno de esos malditos roedores (a los que les tenía pánico, debo confesar) me pareció sublime. Seguí a Esteban hasta el terraplén de la vía. Ahí tenía a la rata. Por supuesto que la rata estaba muerta (difícilmente una rata viva se hubiese prestado a nuestros experimentos silvestres), y era de un tamaño más que respetable: parecía un gato mediano. Lo único que no me resultaba tan atractivo era que la rata estaba como… desecada. Quiero decir, estaba chata, como en esos dibujitos animados en los que a uno de los personajes les cae algo muy pesado encima, y conservan su apariencia pero solo en dos dimensiones. Claro que a Esteban no le dije nada, porque, encima que se había tomado el trabajo de conseguir la rata, no me parecía justo empezar con objeciones. En realidad el propio Esteban se anticipó, y levantando con dos palitos el cadáver, dijo, como pensando en voz alta: “Hubiera estado mejor que no estuviese seca, para verla explotar”. Todo un esteta, Esteban. Por algo era uno de mis dos mejores amigos. Le dije que no se preocupara.
Lo que fue todo un problema fue acomodar la rata sobre la vía, porque sucedía lo mismo que con las monedas. La primera rueda del tren la pisaba, pero la vibración hacía que se cayera de la vía. El lector podrá pensar: ¿para qué querían estos pibes que todas las ruedas del tren le pasaran por encima a la rata? ¿No alcanza con que la primera rueda la aplaste? Y si el lector se formula esa pregunta es porque nunca ha hecho la prueba de aplastar con un tren una rata desecada. Nomás que le pasara un tren por encima, advertimos que la rata seca iba a ser un hueso duro de roer, o mejor dicho de aplastar. En realidad estaba tan aplastada que era una especie de cartón con forma de rata. La pisó un tren, un segundo tren, un tercero y un cuarto. A ese ritmo, íbamos a necesitar cincuenta trenes para cortar la rata al medio (que era nuestro objetivo prioritario).
Menos mal que yo me acordé de que mi abuela estaba tejiendo un pulóver para mi hermana. Pasé por mi casa, tomé prestado un ovillo de lana, y con un poco de paciencia pudimos atar la rata al riel del ferrocarril como para que todas las ruedas de un tren le pasaran por encima. A mí se me daban bien las matemáticas. Cuatro ejes por vagón, ocho vagones por tren, significaban treinta y dos aplastamientos sucesivos sobre nuestra rata seca.
No es por mandarme la parte, pero la verdad es que me mandé una linda artesanía atando el cuerpo plano de la rata a la vía del tren. Lástima que en esa época no existían los teléfonos celulares ni las cámaras digitales como para sacarle una foto que diera testimonio de mi obra. De todos modos, no hubiese habido tiempo. Terminamos los últimos nudos cuando la vía empezaba a vibrar con la inminencia del tren acercándose.
Esta vez sí, treinta y dos ruedas mediante, nos dimos el gusto de cortar la rata a la mitad. Apenas el tren se alejó, ovillé como pude la lana que me había sobrado, para devolverla a casa antes de que mi abuela la echase en falta. Y Esteban se las ingenió para levantar, con dos palitos, las mitades de la rata. No terminé de preguntarle por qué lo hacía cuando entendí: Esteban no pensaba dejar a nuestra enemiga ahí, en medio de la vía, sino volver al barrio con sus pedazos. Porque apenas volviésemos al barrio íbamos a mandarnos la parte, frente a todos los demás, de que habíamos cortado una rata en dos mitades usando al tren como guillotina involuntaria. Y nuestros amigos, naturalmente, iban a desconfiar. Perfecto: ahí estaría mi amigo Esteban para tirarles, en los pies mismos, los dos pedazos de rata, para dejarlos tiesos de admiración y de envidia. Después de todo, son lindas las hazañas, pero más lindo es apabullar con ellas a tus amigos incrédulos.