BICICLETAS I

INTRODUCCIÓN

No sé si éramos demasiado ingenuos o si nos faltaba imaginación, pero muchos de nuestros juegos nacían de lo que veíamos en la tele. De la televisión uno obtenía enseñanzas fundamentales para jugar a la guerra o para besar a una chica o para convertirse en cantante melódico. Más de uno, estoy seguro, soñó con ser el nuevo Julio Iglesias, el más reciente Raphael o la reencarnación criolla del pianista Richard Clayderman. Y puedo jurar que miles de chicas que hoy tienen cuarenta y tantos años se pasaron horas frente al espejo ensayando las canciones y las coreografías de Rafaela Carrá.

Y en los deportes pasaba lo mismo. Después de ver un partido de fútbol de la selección argentina a uno le quedaba circulando tanta adrenalina por el torrente sanguíneo que sí o sí necesitaba salir a la vereda a patear una pelota fingiéndose Mario Kempes o Daniel Passarella. Con el boxeo no nos pasaba. Primero porque éramos un grupo poco dado a la beligerancia y, sobre todo, porque la época de oro del boxeo argentino estaba en el atardecer. Monzón, Galíndez o Nicolino Locche emocionaban a nuestros padres pero no a nosotros, y nos parecía un desperdicio de tiempo tener que esperar un montón de rounds para que alguno aterrizara en la lona.

Lo que no esperábamos del boxeo sí lo esperábamos del automovilismo. En esos años, Carlos Alberto Reutemann corría en la Fórmula 1 y toda la Argentina suponía que, tarde o temprano, tendríamos un nuevo campeón mundial. Nosotros habíamos oído hablar de Fangio, pero Fangio había sido campeón tanto tiempo atrás que sus carreras en blanco y negro nos parecían de otro mundo que no era el nuestro. Las de Reutemann, en cambio, nos llegaban en directo vía satélite, y con la televisión en color recién estrenada podíamos identificar las escuderías por el color de los autos. El rojo de las Ferrari, el negro de los Lotus, el celeste de Ligier, y así con todas. Y las carreras de autos nos entusiasmaban, sobre todo, porque, aunque no teníamos autos Fórmula 1 para reproducir las competencias, sí teníamos, de sobra, bicicletas.

No era solo por Reutemann que correr en bici era emocionante. Esas carreras incluían a las chicas y, a una edad en la que la compañía femenina nos entusiasmaba y atemorizaba, nos repugnaba y nos seducía con idéntica intensidad, correr en bicicleta nos obligaba a estar en su compañía sin remordimientos de género y a salvo de que cualquiera nos dijera “maricón”.

No obstante, esas carreras masivas eran un problema. Teníamos, doce, trece, catorce años, pero muchos tenían también hermanos más chicos, que se encaprichaban en participar. Es fácil desatender los reclamos de un hermano más chico. Pero es difícil ignorar los reclamos de una madre, no tanto porque nos acuse de egoístas o de angurrientos (uno a esa edad puede tranquilamente lidiar con el acoso moral de una progenitora), sino porque es mucho más difícil escapar de la ecuación “o te llevás a tu hermanito a jugar con vos o te quedás adentro de casa”. Fin de las opciones.

En consecuencia, la heterogeneidad de participantes en las competencias ciclísticas generaba un caos lastimoso: junto a los verdaderos profesionales del asunto —nosotros— estaban las chicas y, peor que eso, los mugrosos y entusiastas hermanitos menores.

Otra fuente de diversidad alarmante venía por el lado del parque rodante: había bicicletas de adulto y bicicletas de chicos, bicicletas de paseo y bicicletas de carrera, bicicletas con cambios y bicicletas sin esperanzas. Aunque todos nos movíamos, económicamente hablando, en una medianía parecida, había entre nosotros algún que otro potentado. Atemorizaba un poco, la verdad, cuando alguno de esos privilegiados se aparecía con una bicicleta nueva, con el cuadro brillante y las llantas cromadas. Esas bicicletas parecían aviones: livianas, aerodinámicas, ligeras, lo último del ciclismo mundial, a nuestro criterio. La ventaja, no obstante, era que en el barrio nadie era demasiado rico, y ninguno de los que tenían bicis nuevas estaba dispuesto a arriesgar la pintura flamante en pos de tomar una curva bien cerrada. Eso emparejaba las cosas. Los que teníamos bicicletas berretas podíamos emparejar, a fuerza de temeridad, la superior aerodinamia de nuestros rivales.

De todos modos, las carreras tenían un costado aburrido. Así como en el boxeo lo lindo de ver eran las piñas, en el automovilismo lo emocionante eran los sobrepasos. Esas carreras en las que nadie pasaba a nadie eran un bodrio. Y nosotros corríamos el mismo riesgo. Los varones más grandes picábamos en punta y el resto del pelotón quedaba desde el inicio a nuestras espaldas. Creo que fue a Fernanda —supongo que fue ella, o Pía, o Camila, porque el sistema era demasiado complejo e inteligente para que nuestras rudimentarias mentes varoniles lo hubieran alumbrado— que se le ocurrió el muy ingenioso sistema de pruebas clasificatorias a la inversa, para armar la grilla de partida.

En cualquier competencia normal existen esas pruebas de tiempo. Cada auto, en esas pruebas, intenta dar una vuelta lo más rápido posible, para empezar la carrera en la pole position o lo más cerca posible de ella. Pues bien, Fernanda sugirió que lo hiciéramos exactamente al revés. Cuanto mejor fuera nuestro tiempo en las pruebas clasificatorias, más atrás había que largar en la carrera propiamente dicha. Una especie de “last position” difícil de justificar frente a los ojos de los extraños. Tonto, pero emocionante: uno se pasaba todo el primer tramo de la carrera sobrepasando rivales y sintiéndose cada vez más invencible.

Otro aspecto importante de nuestras competencias era el circuito. Otra vez un problema de madres. Como parte de los competidores no contaba con la autorización correspondiente, por su minoría de edad, para andar en bici por la calle había que correr, sí o sí, por la vereda. El lado bueno era que ese cuadrado tenía toda la apariencia de un circuito. Lo malo era el riesgo de que a algún adulto despistado se le ocurriera salir de su casa precisamente en el momento de la carrera. Sobre todo en la primera vuelta. Después era más sencillo porque el pelotón de ciclistas se iba desgranando. Pero…, ¿al principio?

Evoco nuestra imagen y debo reconocerle un costado intimidante. Veinticinco chicos en bicicleta, entre la línea de las casas y la de los árboles, lanzados a todo pedaleo como almas que persigue el diablo y sin la menor voluntad para tolerar obstáculos humanos que puedan entorpecer su camino hacia la gloria. Ahora lo pienso y me pregunto: ¿cómo fue que nunca matamos a nadie?

Y me veo obligado a concluir, como las vecinas que nos miraban crecer en las veredas: “Estos chicos deben tener un Dios aparte”.