EL DIABLO CON UNA SOLA MEDIA

El mejor lugar para nuestro fútbol callejero era a mitad de cuadra, sobre Guido Spano: poco tránsito, arboleda frondosa y buenas franjas de alquitrán para usar como líneas de fondo y como límites de las áreas. Blanco Encalada, con sus colectivos, quedaba tranquilizadoramente lejos, y solo muy de tanto en tanto algún despeje demasiado rústico ponía los balones en peligro. Poníamos cascotes para los arcos y marcábamos la línea de gol con un filo de ladrillo. Podían pasar horas sin que un auto nos interrumpiera. Si pasaba alguno, el primero de nosotros en verlo debía gritar para que los demás se quedaran quietos. Supongo que éramos un raro espectáculo para el conductor del auto: diez o doce pibes, haciéndole apenas sitio para que pasara, quietos como estatuas de sal.

La calle Guido Spano era un remanso de paz, pero de paz aparente. Porque encerraba, como esas aguas cristalinas y tibias que ocultan hambrientos tiburones, el peligro bestial de Alejandrito Miranda.

Supongo que todos los barrios, en su folclore, tuvieron el suyo: ese ser despreciable, empeñado a toda costa en estropear el sano esparcimiento de los chicos. Miles de viejos cascarrabias, legiones de solteronas irascibles, regimientos de gordas intolerantes poblaron, alguna vez, las calles de los barrios. Y persisten, todavía, agazapados en nuestros recuerdos más oscuros. Desde el limbo de nuestras pesadillas, aún alzan un puño iracundo, fruncen el ceño en un gesto amargo, vociferan impiadosos “¡Rajen de acá, mocosos del demonio!”.

Ahora bien, sin ánimo de pasar por jactancioso, me atrevo a desafiar al lector: dudo mucho que haya tenido que enfrentarse con un enemigo de la talla de Alejandrito Miranda. Y ojo que lo que digo de su talla no lo hago en sentido figurado: el tipo medía cerca de dos metros, y tenía unos brazos de orangután que terminaban en manos con aspecto de tenazas que hacían temblar al más pintado. Y la cara tampoco lo ayudaba. Corrijo, en realidad, para lo que él se proponía —aterrorizarnos hasta la parálisis—, sí que lo ayudaba: esa expresión de loco, ese aura de criatura tenaz y sanguinaria. Si uno tenía la desgracia de topárselo frente a frente, si uno se daba de bruces con esos ojos fríos y negros como el caño de un revólver, solo le quedaban dos opciones: echarse a correr o echarse a llorar.

No sé si el lector se hace una idea del monstruo que estoy describiendo: no estoy hablando de un viejo artrítico ni de una vecina torpe de andar y entrada en carnes. Hablo de un hombre en la plenitud. Andaría por los treinta o los treinta y cinco años. Era flaco y lo sospechábamos ágil. Esos brazos como tentáculos parecían más que eficaces para perseguir, atrapar y triturar, en cuestión de segundos, el delicado espinazo de un niño. No sé si soy suficientemente claro: Alejandrito Miranda era un predador nato. En comparación, enfrentarnos con viejos gruñones o con gordas irascibles hubiese sido como enfrentarnos a la madre Teresa de Calcuta. Además, Alejandrito nos odiaba con una dedicación exquisita. Era de esos adultos que encuentran un placer inagotable en infundir temor en los chicos. No fue el único que conocí, de semejante calaña. Pero como fue el primero su rostro me quedó grabado para siempre: los ojos helados, las cejas partidas, los labios en una mueca de amenaza perpetua.

Muchas veces, entre los pibes, hablábamos de él. Como siempre es más emocionante lo que imaginamos que lo que en realidad sucede, en las anécdotas truculentas que compartíamos solíamos mezclar lo que sabíamos a ciencia cierta con escenas de las películas de terror que daban los sábados a la noche y con nuestras más floridas pesadillas. Y el producto era al mismo tiempo tétrico y atrayente. Estábamos convencidos de que envenenaba perros ajenos y los enterraba en el jardín del fondo, de que escuchaba long-plays de música satánica y de que pintaba extraños símbolos herméticos en una de las habitaciones de su casa.

Otras versiones menos fantasiosas —y menos divertidas—, que nos llegaban a través de los mayores, lo pintaban como un treintañero vago y levemente excéntrico, que vivía con la mamá y se consideraba becado con la pensión de viuda. Hoy por hoy, que un grandulón de dos metros y treinta años se haga llamar “Alejandrito” y siga viviendo con su mamá es pan de todos los días, pero en los años setenta esa circunstancia nos sonaba extraña. Alejandrito Miranda nos hacía acordar a esas criaturas siniestras que los villanos de las películas a terror mantienen en oscuras mazmorras para acentuar su salvajismo y usan como sicarios para encargos imperdonables.

Y ahora retomo el hilo de lo que contaba al principio: porque precisamente a mitad de cuadra de la calle Guido Spano, en ese lugar inmejorable para jugar al fútbol a la hora de la siesta, estaba la casa de Alejandrito Miranda. Y para nosotros eso era casi una burla del destino, un sarcasmo de Dios.

Para peor, el energúmeno estacionaba con frecuencia su auto en la calle. Y el auto ese era, para él, la porción más entrañable del universo entero. Alejandrito era de esos tipos que entablan con su auto una relación casi física, de ensoñación y de ternura. Y, como jamás trabajaba, tenía tiempo de sobra para lavarlo, pulirlo, lustrarlo, mimarlo y enternecerse contemplándolo. Concedamos que era un lindo auto: un Peugeot 504 blanco e impecable, que seguramente era la envidia de vecinos más trabajadores y con menos tiempo libre.

Pero a nosotros el auto nos importaba un cuerno o, más bien, el auto era un obstáculo: uno no puede armar una cancha en la calle con semejante artefacto en el medio. A veces nos demoraba el inicio de los partidos, porque había que esperar a que Alejandrito saliese de su casa para poner los cascotes. Otras, nos cortaba el match en el momento más inoportuno, porque retornaba a su hogar y nos plantaba su joya en pleno mediocampo. Y por más que eso nos enfureciera, no éramos suicidas: creo que si alguna vez le hubiésemos pegado un pelotazo al Peugeot, este libro no existiría, porque Alejandrito nos habría asesinado en masa, como hizo, en esa época, el loco de Jim Jones con su secta de Guyana. De modo que cuando nos estacionaba en plena cancha no quedaba otra acción que tragar saliva para deglutir la indignación, levantar los cascotes y mudar la cancha a otro sitio.

Una sola vez nos atrevimos a desafiarlo. Era la hora de la siesta, y el resto de la calle Guido Spano estaba inusualmente cargado de autos estacionados. Quedaba libre, eso sí, un hermoso espacio de veinte o treinta metros a la mitad de la cuadra. Libre, descontando el maldito Peugeot de Alejandrito Miranda. Con el auto diez metros más allá, pegado a los otros, la cancha quedaba perfecta. No sé de quién fue la idea de empujar el auto para sacarlo del medio. O de quién fue la valentía como para decir que sí y convencer a los demás. Lo cierto es que allí fuimos y en disciplinado pelotón nos pusimos a empujar la joya de la corona. Como estaba en punto muerto, el Peugeot se deslizó con la suavidad de un trozo de manteca a medio derretir sobre una sartén caliente. Concluida la operación, nos pusimos a jugar con la inocencia y la naturalidad de Adán antes del asunto aquel de la manzana.

No habían pasado ni veinte minutos cuando nos paralizó un rugido. De las profundidades de su casa, ataviado apenas con un calzoncillo y una media (no sé por qué, y claro que jamás se me ocurrió preguntarlo, pero el tipo vestía una sola media), emergió Alejandrito al grito de “¡Chorros, chorros, me afanaron el auto!”.

Tal vez acababa de despertarse de su siesta, o a lo mejor una oscura intuición lo hizo interrumpir el sueño. Para el caso es lo mismo. Alejandrito seguramente se había asomado por el visillo del garage y habia notado que la carne de su carne no estaba en su lugar. Por eso el alarido enajenado y la frenética irrupción en paños menores. Apenas vio que su bebé se encontraba sano y salvo, veinte metros a un costado, detuvo su carrera en paños menores y giró la cabeza hacia donde estábamos nosotros, paralizados de miedo y de sorpresa. Sus ojos quemaban el aire.

Creo que el lector convendrá conmigo en que el tal Alejandrito era un ingrato. Porque, cuando avanzó unos pasos en la vereda y divisó, ahí nomás, a unos metros, a su bendito Peugeot tan campante y enterito, lo lógico hubiese sido que se alegrase y le agradeciera al Señor la buena nueva. Durante cinco segundos había pensado que se lo habían robado y sin embargo ahí estaba su precioso Peugeot, sin un rasguño. ¿No era motivo más que suficiente para ponerse contento?

Nosotros supusimos que sí, pero nos equivocamos. Porque en lugar de decir algo alegre, al estilo de “Qué suerte, ahí está mi auto”, o algo así, Alejandrito nos miró iracundo y vociferó “¡Los voy a cagar a patadas en el culo, mocosos del diablo!”, mientras cerraba los puños y ponía los brazos en jarra, en un gesto igualito al que poco después inmortalizaría Lou Ferrigno en la exitosísima serie de “El increíble Hulk”.

Debo reconocer que nuestra retirada careció de método y de elegancia: cada cual rajó como mejor pudo, como cucarachas al encenderse la luz. Tal vez en otra ocasión, en alguna de las historias de este libro, pueda limpiar un poco mi honor y el de mis amigos, narrando la venganza que alumbramos para la Nochebuena siguiente. Pero hoy no sería justo. Aunque me duela, el relato debe detenerse aquí: con Alejandrito en calzones y con una sola media puesta, dueño y señor de la vereda de la calle Guido Spano, mientras nosotros disparamos cada cual a su cucha para ponernos a cubierto.

Agrego un último trazo, que me asalta ahora que termino este recuerdo. No hace mucho, después de visitar a mi mamá en la que fue mi casa, caminé hasta la parada del 238 en la esquina de Guido Spano. Mientras esperaba, sentí crujir una ramita a mis espaldas. Me di vuelta. Un escalofrío súbito me recorrió la piel. Allí, de pie frente a mí, estaba Alejandrito, con sus dos metros de fiera incandescente y sus ojos satánicos, escrutándome a pocos pasos de distancia. Cuando estaba a punto de echarme a correr o a llorar, Alejandrito abrió la boca. “Buen día”, dijo. Y después se apoyó en un tapial para esperar, él también, el colectivo.

Dudé un poco, hasta que por fin entendí. Habían pasado veinte años y yo ya no era un chico, de modo que carecía de motivos para odiarme. A mí me hubiese gustado decirle algo, devolverle un poco de su crueldad inútil, de su patético sadismo suburbano. Pero no me animé. Claro: yo estaba solo, y esa ya no era mi cuadra. Entonces comprendí que cuando uno está sin sus amigos no tiene a quién pedirle prestada la valentía.