COLECTIVOS

Una de las mejores cosas que tenía el barrio de mi niñez era que, por la esquina de mi casa y todo a lo largo de Blanco Encalada, pasaba el colectivo. En esos tiempos de autos escasos y cuadras silenciosas, que por esa calle angosta y mansa apareciesen, cada quince o veinte minutos, esas moles rugientes y veloces, a nosotros nos parecía una aventura y un privilegio.

La línea era —sigue siendo— la 238. Lo decíamos cortado, como si fuera un número de teléfono que uno separa según su gusto: todo el mundo la llamaba “dos treinta y ocho”. No decíamos “doscientos treinta y ocho”, como hubiera correspondido. A unas cuadras pasaba el 136 y, tampoco sé por qué, la gente lo decía bien: “Ciento treinta y seis”.

Las dos líneas pertenecían a empresas diferentes: la 238 era de “Transportes Unidos de Merlo”. La TUM, para los íntimos. La 136 era de “Transportes del Oeste”. Los 238 eran rojos, los 136 eran celestes. En mi escuela cada empresa tenía su hinchada y sus fanáticos. Sosteníamos debates acalorados —y estúpidos— sobre cuál de las dos empresas era mejor, cuál hacía un recorrido más largo, cuál tenía colectivos más nuevos y mejor pintados. En mi barrio, por supuesto, todos éramos hinchas del dos treinta y ocho, y reconocíamos cada interno (el interno es el número chiquito que tienen al lado de la puerta y en la parte de atrás, y que lo identifica dentro de la empresa) a dos o tres cuadras de distancia. Verdaderos peritos en la materia. Festejábamos la compra de un colectivo nuevo como si fuera un éxito personal o de toda la barra, y en la escuela nos llenábamos la boca como si la enorme flota nos perteneciera. En realidad, eso de “enorme flota” nos quedaba un poco grande. Lo cierto es que la TUM era mucho más chica que la Transportes del Oeste, y hacía un recorrido minúsculo, comparado con el del 136, y sus internos lucían en general una cierta tendencia al destartalamiento. Pero el amor es el amor, y no conoce de razones. De manera que estábamos siempre dispuestos a defender al 238, con verdades, con mentiras o a puño limpio, si hacía falta.

Yo tenía un motivo personal para querer al 238, que no compartía con mis demás amigos salvo con Esteban: sus colectivos eran rojos, completamente rojos, parecidísimos a la camiseta de Independiente.

Los veíamos aparecer cuando doblaban desde Victorino de la Plaza (justo pegándole la vuelta al campito de Sergio). Giraban en segunda y en seguida metían tercera, con una aceleración que nos parecía pavorosa y mientras proferían sonidos de exterminio. Llegando a la esquina de Guido Spano (donde una de las cuatro casas era precisamente mi casa) soltaban la cuarta velocidad y aceleraban todavía un poco más. Cruzaban esa esquina como si lo único que pudieran tener por delante fuera el porvenir. Eso sí, tocaban un largo bocinazo a diez metros de Guido Spano, como buques a punto de adentrarse en la niebla espesa de mares inhóspitos, como única precaución por si algún incauto tenía la mala idea de venir hacia la esquina por esa otra calle.

Porque allí se ponía en juego la otra mitad de la historia. Desconozco el motivo, pero en el Castelar de los años setenta los automovilistas tenían una peligrosa tendencia a considerarse solos en el mundo. O solos en la calle, por lo menos. Y afrontaban las esquinas con una confianza ciega en la benevolencia del destino. También ellos se conducían como si lo único que pudiera existir por delante fuese el futuro. Tal vez había en esa época tan pocas cuadras pavimentadas en Castelar que los conductores querían experimentar un poco del vértigo de la velocidad. O tal vez el aspecto inofensivo de las veredas arboladas disipaban hasta la propia noción del peligro. O todos éramos tan cándidos e ingenuos que suponíamos que nada demasiado malo podría jamás ocurrirnos. Lo cierto es que los autos que venían por Guido Spano lo hacían con el mismo desparpajo, con la misma estúpida confianza que los colectivos.

La consecuencia lógica e inevitable era que, cada dos por tres, colectivos y autos se pegaban unos virulazos de padre y señor nuestro. Desde el interior de nuestras casas, el universo de los sonidos se torcía y nos anunciaba el desastre: en lugar de escuchar el rugido creciente del 238 lanzado a sesenta por hora, oíamos un chillido sobrecogedor, un raspar helado de neumáticos sobre el asfalto, y un topetazo brutal de metales descalabrados y cristales hechos trizas. Entonces los pibes abandonábamos todo, cualquier cosa que estuviéramos haciendo, deberes, juegos, televisión o merienda, y corríamos a la calle al grito de “choque”, “choque”. Aunque no podíamos confesarlo —porque nuestros padres nos decían que no había que alegrarse de la desgracia ajena—, el espectáculo de los choques nos encantaba, nos seducía, nos emocionaba y nos conmovía.

La ventaja de vivir en la esquina era que podía llegar antes que cualquiera de mis amigos, y conseguir un lugar privilegiado en la creciente ronda de curiosos. El automovilista siempre era el primero en bajarse, con expresión desorbitada y ademanes enlentecidos. Con paso inseguro, daba dos o tres vueltas alrededor de su vehículo, golpeándose los muslos o la frente, con cara de “no puedo creerlo, me hizo pelota el auto”. Los colectiveros, en cambio, se manejaban con una calma admirable. Duchos en estos avatares viales, los tipos bajaban a las cansadas, como aristócratas o pontífices, después de haber permanecido largo rato todavía sentados al volante de sus naves repentinamente inmóviles, con la espalda recta y la mano derecha abandonada sobre la expendedora de boletos que se usaba antes de las máquinas para monedas. Vistos así, desde nuestra modestia de peatones, sus ojos fijos en algún punto indefinido del horizonte, la respiración calma y el gesto inescrutable, uno podía confundirlos con comandantes de una escuadra de tanques, en plena batalla en el desierto. Recién cuando se sentían listos y dispuestos, descendían taconeando sobre los escalones de chapa, mientras la corbata azul se les balanceaba como un péndulo sobre la camisa celeste.

Para entonces, todo el barrio se había hecho presente. No faltaba el comedido que ofreciera hielo para los contusos, consuelo para las señoras angustiadas o recomendaciones para las averías. Es verdad que en aquellos tiempos uno veía con frecuencia a todos sus vecinos. Pero a nosotros nos maravillaba verlos a todos ahí, al mismo tiempo, hermanados en la contemplación de la tragedia y en el comentario de sus causas y sus efectos.

Era usual que el encuentro cara a cara entre automovilista y colectivero derivase en un recíproco achaque de responsabilidades. “Fue culpa suya”, “¿Qué? ¿Cómo dice? ¡Culpa suya!” y así sucesivamente, hasta que la cosa se deslizaba al terreno de los insultos. Esa era para nosotros una de las mejores partes de la ceremonia. Escuchar, hilvanadas una tras otra con una precisión litúrgica y proferidas con la entonación estentórea del Himno Nacional, todas las malas palabras que nuestros padres nos tenían solemnemente prohibidas, era un deleite mayúsculo.

Tarde o temprano los ánimos se calmaban y los contendientes volvían a sus vehículos a buscar los papeles que necesitaban para denunciar el siniestro a las compañías de seguros. Esa sección ya nos aburría. De manera que los chicos nos lanzábamos, como buitres con escaso disimulo, a revisar el asfalto palmo a palmo, en busca de algún trofeo. Los vidrios en general no, porque en nuestras casas nos los tenían prohibidos. Pero en una de esas podíamos hallar un farolito lateral, un trozo de pintura saltada o el tesoro de todos los tesoros: una de esas insignias metálicas —ahora son de plástico— con la marca y el modelo del auto, que casi todos tenían en los guardabarros delanteros o sobre el paragolpes de atrás.

No nos parábamos a considerar que esa liturgia reiterada pudiese encarnar un peligro para nadie. La muerte era, entonces, algo que solo sucedía en los diarios o en las películas de guerra.

Y si el choque se producía un sábado —no digo un domingo porque creo que los domingos había tan poco movimiento callejero que la probabilidad de que se cruzaran dos en mi esquina era directamente nula—, la cosa tenía el atractivo adicional de que mi papá estaba en casa. Y si mi papá estaba, asumía siempre un rol protagónico. Odiaba a los colectivos con un fervor, con una enjundia, con una entrega, dignos de un fanático o un apóstol. Los acusaba de destrozar el pavimento, de meter un batifondo insufrible, de correr a velocidades imprudentes. Más de una vez intentó juntar firmas de los vecinos para reclamar en la intendencia que cambiasen el recorrido, que disminuyeran la frecuencia o que les prendieran fuego a esas máquinas del demonio.

Y como las autoridades nunca jamás le llevaron el apunte, cuando los choques le ponían a tiro, cara a cara, a un colectivero, no perdía la oportunidad de hacerlo objeto de su ira y su venganza. Y salía de mi casa más rápido que yo mismo, dispuesto a hacerles pagar a esos imprudentes cada uno de sus atropellos. Me generaba una admiración lindante con el miedo ver a mi papá, con el dedo índice en alto, arengando a las masas de peatones y automovilistas contra esa plaga homicida que, a su santo criterio, constituían los colectiveros.

Yo no lo vi, pero me contaron que una vez se fue a las manos con un colectivero que lucía un pucho en la comisura de la boca y que resultó demasiado sensible a sus críticas. Todavía hoy lamento habérmelo perdido. Parece que mi padre lo trató, iracundo, de “delincuente”. Eran otros tiempos, en los que había tanta gente honrada que decirle a otra persona que era un delincuente constituía, de verdad, un insulto. No sé quién ganó la dichosa pelea. Pero como es un recuerdo hecho a la medida de mis deseos, y por lo tanto un poco más mentiroso que los otros, me tomo la libertad de construirlo como quiero.

Me gusta imaginármelo a mi papá así: con su uniforme de los sábados consistente en pantaloncitos cortos, camisa sport y calzado con chinelas, con sus cuatro pelos locos desordenados en el tole tole, lanzándole iracundos y certeros manotazos a un colectivero de la dos treinta y ocho que termina por huir despavorido hacia las alturas de su castillo de hierro, mientras el público presente aplaude la venganza del odontólogo justiciero.

Podrá decírseme que el recuerdo no es precisamente la verdad, y es cierto. Pero, a fin de cuentas: ¿existe alguna utilidad mejor, para nuestros recuerdos, que embellecer las acciones de aquellos a quienes hemos amado?