Era una noche cálida de primavera cuando un puño llamó a una puerta con tanta fuerza que se doblaron los goznes.

Un hombre salió a abrir y se asomó a la calle. Venía niebla del río y la noche estaba nublada. Era como intentar mirar a través de terciopelo blanco.

Pero más tarde pensaría que había habido siluetas allí fuera, más allá de la luz que se derramaba sobre la calle. Muchas siluetas que lo observaban con cautela. Y se le ocurriría que tal vez había habido puntos de luz muy débil…

La silueta que tenía justo delante, sin embargo, era inconfundible. Era enorme y de color rojo oscuro y parecía una figura de arcilla hecha por un niño para representar a un hombre. Sus ojos eran dos ascuas.

—¿Y bien? ¿Qué quieres a estas horas de la noche?

El gólem le dio una pizarra en la que había escrito:

TENEMOS ENTENDIDO QUE QUIERE USTED UN GÓLEM.

Claro, los gólems no podían hablar, ¿verdad?

—Ja. Quererlo, sí. Poder pagarlo, no. He estado preguntando pero es un escándalo lo caros que estáis últimamente…

El gólem borró las palabras de la pizarra y escribió:

PARA USTED, CIEN DÓLARES.

—¿Eres tú el que se vende?

NO.

El gólem se hizo bruscamente a un lado. Y otro de ellos entró en la luz.

También era un gólem, el hombre pudo verlo. Pero no era como esos montones de barro de aspecto pobre que se veían de vez en cuando. Aquel resplandecía como una estatua recién bruñida, perfecto hasta el último detalle de la ropa. Le recordó a uno de los viejos retratos de los reyes de la ciudad, que eran todo pose regia y peinado imperioso. De hecho, incluso tenía una pequeña corona moldeada en la cabeza.

—¿Cien dólares? —dijo el hombre en tono receloso—. ¿Qué defecto tiene? ¿Y quién lo vende?

NINGUN DEFECTO. PERFECTO HASTA EL ÚLTIMO DETALLE. NOVENTA DÓLARES.

—Suena como si alguien quisiera quitárselo de encima a toda prisa.

GOLEM DEBE TRABAJAR. GÓLEM DEBE TENER UN AMO.

—Sí, claro, pero se cuentan historias… de que enloquecen y hacen demasiadas cosas, y todo eso.

NO ENLOQUECE. OCHENTA DOLARES.

—Parece… nuevo —dijo el hombre, dándole unos golpecitos en el pecho resplandeciente—. Pero los gólems ya no se fabrican, eso es lo que ha hecho subir los precios más allá del poder adquisitivo del pequeño empresario. —Se detuvo—. ¿Es que los vuelven a fabricar?

OCHENTA DOLARES.

—He oído que los sacerdotes prohibieron su fabricación hace años. Me podría estar metiendo en un lío de los gordos…

SETENTA DOLARES.

—¿Quién los fabrica?

SESENTA DOLARES.

—¿Se los está vendiendo a Albertson? ¿O a Spadger y Williams? Ya es lo bastante dura la competencia, y ellos tienen dinero para invertir en una fábrica nuev…

CINCUENTA DOLARES

El hombre caminó alrededor del gólem.

—Uno no puede cruzarse de brazos mientras su empresa se hunde por culpa de los recortes de precios injustos, a eso me refiero…

CUARENTA DOLARES.

—La religión está muy bien, pero ¿qué saben los benefactores de beneficios, eh? Hum… —Levantó la vista para mirar al gólem amorfo que estaba en las sombras—. ¿Acabo de ver cómo escribías «treinta dólares»?

Sí.

—Siempre me ha gustado hacer tratos con mayoristas. Espera un momento. —Fue adentro y volvió a salir con un puñado de monedas—. ¿Le vais a vender alguno a esos otros hijos de puta?

NO.

—Bien. Decidle a vuestro jefe que es un placer hacer negocios con él. Para adentro, Destellitos.

El gólem blanco entró en la fábrica. Después de mirar a un lado y al otro, el hombre entró al trote detrás de él y cerró la puerta.

Unas sombras más profundas se movieron en la oscuridad. Se oyó un leve susurro. Luego, bamboleándose ligeramente, las formas enormes y pesadas se alejaron.

Poco después, y al otro lado de una esquina, un mendigo con la mano esperanzadamente extendida para pedir limosna descubrió con asombro que acababa de volverse nada menos que treinta dólares más rico. [1]

* * *

El Mundodisco giraba sobre el resplandeciente telón de fondo del espacio, dando vueltas muy despacito sobre los lomos de los cuatro elefantes gigantes que estaban posados sobre la concha de Gran A’Tuin, la tortuga estelar. Los continentes se movían poco a poco a la deriva, coronados por sistemas climáticos que a su vez daban vueltas lentas a contracorriente, como bailarines de vals girando en sentido contrario a la rueda del baile. Mil millones de toneladas de geografía rodando lentamente por el cielo.

La gente tiende a despreciar cosas como la geografía y la meteorología, y no solamente porque esté de pie sobre la primera y la esté empapando la segunda. Es porque no tienen mucha pinta de ciencia de verdad. [2] Pero la geografía no es más que física a baja velocidad y con unos cuantos árboles clavados, y la meteorología está llena de ese caos y esa complejidad tan emocionantes y a la moda. Y el verano no es una época del año. También es un lugar. El verano es una criatura que se mueve y a la que le gusta ir al sur a pasar el invierno.

* * *

Incluso en el Mundodisco, con su diminuto sol en órbita e inclinado sobre el mundo giratorio, las estaciones se movían. En Ankh-Morpork, la más grande de sus ciudades, a la primavera la apartaba a codazos el verano, y al verano le pinchaba en la espalda el otoño.

Hablando en términos geográficos, no había muchas diferencias en el seno de la ciudad, aunque a finales de primavera la porquería que flotaba sobre el río a menudo adoptaba un bonito color verde esmeralda. La neblina primaveral se convertía en la niebla otoñal, que se mezclaba con los gases y el humo del barrio mágico y de los talleres de los alquimistas hasta que parecía cobrar una espesa y asfixiante vida propia.

Y el tiempo continuaba pasando.

* * *

La niebla otoñal hacía presión contra los cristales de las ventanas a medianoche.

* * *

Un hilo de sangre corría sobre las páginas de un volumen raro de ensayos religiosos que alguien había partido por la mitad.

Lo cual había sido innecesario, pensó el padre Tubelcek.

Pensándolo un poco más, se le ocurrió que también había sido innecesario pegarle. Pero al padre Tubelcek nunca le habían importado mucho aquellas cosas. La gente se curaba, los libros no. Extendió un brazo tembloroso e intentó reunir las páginas, pero se volvió a caer de espaldas.

La sala estaba dando vueltas.

La puerta se abrió de golpe. Unos pasos pesados hicieron crujir los tablones del suelo… o por lo menos un paso y un sonido de arrastre.

Paso. Arrastre. Paso. Arrastre.

El padre Tubelcek intentó concentrar la mirada.

¿Tú? —preguntó con voz ronca.

El otro asintió.

—Recoge… los… libros.

El viejo sacerdote miró cómo el otro reunía los libros y los amontonaba cuidadosamente con unos dedos que no eran los más adecuados para la tarea.

El recién llegado cogió una pluma de entre los escombros y escribió algo meticulosamente sobre un trozo de papel, después lo enrolló y lo colocó con cuidado entre los labios del padre Tubelcek.

El sacerdote agonizante intentó sonreír.

—Nosotros no funcionamos así —balbuceó, con el pequeño cilindro moviéndose entre sus labios como un último cigarrillo—. Nosotros… hacemos… nuestras… propias… p…

La figura arrodillada se lo quedó mirando un momento y después, con mucho cuidado, se inclinó lentamente hacia delante y le cerró los ojos.

* * *

El comandante sir Samuel Vimes, de la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork, se miró al espejo con el ceño fruncido y empezó a afeitarse.

La navaja era una espada liberadora. Afeitarse era un acto de rebelión.

Últimamente había alguien que le preparaba el baño (¡todos los días! Quién iba a pensar que la piel humana pudiera soportarlo). Alguien le dejaba la ropa preparada (¡y vaya ropa!). Alguien le hacía la comida (¡y vaya comida! Estaba ganando peso, lo sabía). Y hasta había alguien que le lustraba las botas (¡y vaya botas! Nada de suela de cartón, sino unas botas enormes y de cuero reluciente del bueno, y además de su número). Tenía gente que lo hacía prácticamente todo por él, pero había cosas que un hombre debía hacer por sí mismo, y una de ellas era afeitarse.

Sabía que aquello no le hacía mucha gracia a lady Sybil. El padre de ella jamás se había afeitado solo en la vida. Tenía un tipo que se lo hacía. Vimes solía protestar diciendo que se había pasado demasiados años pateándose las calles de noche como para que ahora le gustara que alguien blandiera un instrumento afilado junto a su cuello, pero la verdadera razón, la que no le decía a nadie, era que odiaba la idea de que el mundo se dividiera entre los afeitados y los afeitadores. Entre los que llevaban botas relucientes y los que limpiaban el barro de esas botas. Cada vez que veía que Willikins, el mayordomo, le estaba doblando la ropa, tenía que reprimir el deseo acuciante de dar una patada en el reluciente trasero del mayordomo por ser una afrenta a la dignidad humana.

La navaja se movía tranquilamente sobre la barba que le había crecido durante la noche.

El día anterior había tenido una cena oficial. Ya no se acordaba del motivo de la misma. Parecía pasarse la vida entera en aquellos eventos. Mujeres altivas con risitas maliciosas y hombres con carcajadas como rebuznos que habían estado los últimos de la fila el día que se repartían las barbillas. Y como de costumbre, había regresado a través de la ciudad sumida en la niebla sintiéndose fatal consigo mismo.

Había visto luz debajo de la puerta de la cocina, había oído conversaciones y risas y había entrado. Willikins estaba allí, en compañía del anciano que echaba carbón a la caldera, del jefe de jardineros y del chaval que limpiaba las cucharas y encendía las chimeneas. Estaban jugando a cartas. Había botellas de cerveza sobre la mesa.

Había cogido una silla y había hecho un par de bromas y había pedido que le repartieran cartas. Y ellos habían sido… hospitalarios. En cierta manera. Pero a medida que la partida avanzaba, Vimes se había dado cuenta de que el universo cristalizaba alrededor de él. Era como convertirse en una rueda dentada dentro de un reloj de cristal. Nadie se reía. Lo llamaban «señor» y no paraban de carraspear. Todo era muy… cuidadoso.

Por fin había murmurado una excusa y había salido dando tumbos. A medio camino por el pasillo le había parecido oír un comentario seguido de… bueno, tal vez solamente fuera una risilla común. Pero podría haber sido una risilla sardónica.

La navaja circunnavegó la nariz con cuidado.

Ja. Hacía un par de años, alguien como Willikins solamente le habría dejado entrar en la cocina a regañadientes. Y le habría hecho quitarse las botas.

«Así que esta es tu vida ahora, comandante sir Samuel Vimes. Un poli arribista para los pijos y un pijo para los demás, ¿eh?».

Miró su reflejo con el ceño fruncido.

Era cierto que había empezado su vida en el arroyo. Y ahora estaba comiendo carne tres veces al día, tenía unas botas buenas, una cama caliente por las noches y, ahora que lo pensaba, también una esposa. La buena de Sybil… era cierto que últimamente tenía tendencia a hablar de cortinas todo el tiempo, pero el sargento Colon le había dicho que aquello les pasaba a todas las mujeres casadas y que era una cosa biológica y perfectamente normal.

La verdad era que había sentido bastante apego por sus viejas botas baratas. Las suelas eran tan finas que podía leer las calles con ellas. Llegó un punto en que podía saber dónde estaba en plena noche solamente gracias al tacto del empedrado. Ah, vaya…

El espejo frente al que Sam Vimes se estaba afeitando tenía algo raro. Era ligeramente convexo, de forma que reflejaba más espacio de la habitación que un espejo plano, y proporcionaba una vista muy buena de los edificios anexos y los jardines del otro lado de la ventana.

Hum. El pelo le clareaba. Definitivamente la línea del pelo le estaba retrocediendo. Menos pelo que peinar, pero por otro lado más cara que lavar…

Hubo un centelleo en el cristal.

Se apartó a un lado y se agachó.

El espejo se hizo añicos.

Se oyó el ruido de unos pies en alguna parte más allá de la ventana rota y luego un estrépito y un grito.

Vimes se incorporó. Pescó el pedazo de cristal más grande del cuenco de afeitarse y lo apoyó en la flecha negra de ballesta que se había incrustado en la pared.

Terminó de afeitarse.

Luego hizo sonar la campanilla del mayordomo. Willikins se materializó.

—¿Señor?

Vimes enjuagó la cuchilla.

—Dígale al chico que se pase un momento por el cristalero, ¿quiere?

El mayordomo echó un vistazo a la ventana y luego al espejo roto.

—Sí, señor. ¿Y la factura otra vez al Gremio de Asesinos, señor?

—Con mis saludos. Y ya que sale, que haga una visita a esa tienda del paseo Cinco y Siete y me traiga otro espejo para afeitarme. El enano de la tienda sabe cuáles me gustan.

—Sí, señor, y enseguida vengo con la escoba y el recogedor, señor. ¿Quiere que informe a la señora de este percance, señor?

—No. Siempre dice que es culpa mía porque los animo.

—Muy bien, señor —dijo Willikins. Y se desmaterializó.

Sam Vimes se secó y bajó a la salita de invitados, donde abrió el armario y sacó la ballesta nueva que Sybil le había regalado por su boda. Sam Vimes estaba acostumbrado a las viejas ballestas de la guardia, que tenían la desagradable costumbre de disparar por la culata cuando uno estaba arrinconado, pero aquella era una Burleigh & Fuerteenelbrazo hecha a medida y con la culata de nogal aceitado. Decían que no había otra mejor.

Luego eligió un puro fino y salió tranquilamente al jardín.

Se oía un revuelo enorme en la caseta de los dragones. Vimes entró en ella y cerró la puerta tras de sí. Dejó la ballesta apoyada en la puerta.

Arreciaron los aullidos y los chillidos. Por encima de las gruesas paredes de las jaulas de incubar se elevaban llamaradas diminutas.

Vimes se acercó a la más próxima. Cogió a una dragoncita recién salida del cascarón y le hizo cosquillas debajo de la barbilla. Cuando el bicho soltó su llama excitada él la usó para encenderse el puro y saboreó el humo.

Sopló un anillo de humo en dirección a la figura que colgaba del techo.

—Buenos días —le dijo.

La figura se retorció con movimientos frenéticos. Gracias a una gesta asombrosa de control muscular había logrado cogerse de una viga con el pie mientras caía, pero ahora era incapaz de subirse a la misma. Dejarse caer estaba completamente descartado. Debajo de él había media docena de bebés dragón saltando de excitación y soltando llamaradas.

—Esto… buenos días —respondió la figura colgante.

—Parece que hoy hace bueno —dijo Vimes, cogiendo un cubo lleno de carbón—. Aunque supongo que más tarde volverá la niebla.

Cogió una piedrecita de carbón y se la echó a los dragones. Ellos se pelearon por cogerla.

Vimes cogió otro trozo. El joven dragón que se había hecho con el carbón ya tenía una llama claramente más larga y caliente.

—Supongo —dijo el joven— que no puedo convencerlo a usted para que me baje de aquí.

Otro dragón atrapó un trozo de carbón y eructó una bola de fuego. El joven se balanceó desesperadamente para esquivarla.

—Adivina —dijo Vimes.

—Supongo, ahora que lo pienso, que fue una estupidez elegir el tejado —opinó el asesino.

—Probablemente —dijo Vimes. Hacía unas semanas se había pasado varias horas serrando vigas y recolocando meticulosamente las tejas del tejado.

—Tendría que haberme dejado caer de la pared y haber usado los arbustos.

—Tal vez —dijo Vimes. En los arbustos había colocado un cepo para osos.

Cogió más carbón.

—Supongo que no me querrás decir quién te ha contratado.

—Me temo que no, señor. Ya conoce las reglas. —Vimes asintió con gravedad.

—La semana pasada tuvimos que llevar al hijo de lady Sela-chii ante el patricio —dijo Vimes—. Ese chaval realmente necesita aprender que «no» no quiere decir «sí, por favor».

—Puede ser, señor.

—Y luego hubo aquel percance con el chaval de lord Óxido. No se puede disparar a los sirvientes por poner los zapatos del revés, ¿sabes? Lo pone todo perdido. Tendrá que aprender lo que es la derecha y lo que es la izquierda igual que los demás. Y también lo que está bien y lo que está mal.

—Le escucho, señor.

—Parece que hemos llegado a un impasse —dijo Vimes.

—Eso parece, señor.

Vimes lanzó un trozo de carbón a un dragón pequeño de color bronce y verde, que lo atrapó con habilidad. El calor se estaba volviendo intenso.

—Lo que no entiendo —dijo— es por qué lo intentáis todo el tiempo aquí o en la oficina. O sea, yo camino mucho, ¿no? Podríais dispararme en medio de la calle, ¿verdad?

—¿Qué? ¿Como vulgares delincuentes, señor?

Vimes asintió. Era oscuro y retorcido, pero el Gremio de Asesinos tenía una especie de honor.

—¿Cuál era mi precio?

—Veinte mil, señor.

—Es poco —dijo Vimes.

—Estoy de acuerdo.

El precio aumentaría si el asesino regresaba al Gremio, pensó Vimes. Los asesinos consideraban que sus propias vidas tenían gran valor.

—Vamos a ver —dijo Vimes, examinando la punta de su puro—. El Gremio se lleva el cincuenta por ciento. Lo cual deja diez mil dólares.

El asesino pareció reflexionar sobre aquello y después se llevó la mano al cinturón y tiró una bolsa con cierta torpeza hacia Vimes, que la cogió al vuelo.

Vimes recogió su ballesta.

—Me da la impresión —dijo Vimes— de que si a un hombre lo soltaran es posible que fuera capaz de llegar a la puerta solamente con quemaduras superficiales. Si fuera un tipo rápido. ¿Cómo de rápido eres tú?

No hubo respuesta.

—Por supuesto, tendría que estar desesperado —dijo Vimes, calzando la ballesta sobre la mesa de la comida y sacándose un cordel del bolsillo. Ató un extremo del cordel a un clavo y el otro a la cuerda de la ballesta. Luego, apartándose a un lado con cautela, aflojó el gatillo.

La cuerda se movió una pizquita.

El asesino, que estaba mirando aquello del revés, pareció dejar de respirar.

Vimes dio varias caladas a su puro hasta que la punta estuvo al rojo vivo. Luego se lo sacó de la boca y lo apoyó en el cordel que impedía que la ballesta disparara, de forma que solamente tenía que arder una fracción de pulgada más antes de que el cordel se chamuscara.

—Dejaré la puerta abierta —dijo—. Siempre he sido un hombre razonable. Seguiré tu carrera con interés.

Tiró el resto del carbón a los dragones y salió.

Parecía que iba a ser otro día lleno de acontecimientos en Ankh-Morpork, y no había hecho más que empezar.

Mientras Vimes llegaba a la casa oyó un zuuum, un clic y el ruido de alguien que corría muy deprisa hacia el estanque decorativo. Sonrió.

Willikins estaba esperándole con su abrigo.

—Recuerde que tiene una cita con su señoría a las once, sir Samuel.

—Sí, sí —dijo Vimes.

—Y a las diez tiene que ir a ver a los heraldos. La señora fue muy clara al respecto, señor. Sus palabras exactas fueron: «Dile que no intente escabullirse otra vez», señor.

—Ah, muy bien.

—Y la señora dijo que por favor intentara usted no molestar a nadie.

—Dígale que lo intentaré.

—Y su palanquín está fuera, señor.

Vimes suspiró.

—Gracias. Hay un hombre en el estanque decorativo. Sáquelo de ahí y dele una taza de té, ¿quiere? Me ha parecido un chico prometedor.

—Claro, señor.

El palanquín. Oh sí, el palanquín. Había sido un regalo de bodas del patricio. Lord Vetinari sabía que a Vimes le encantaba caminar por las calles de la ciudad, así que fue un detalle muy típico de él regalarle algo precisamente que le impedía hacerlo.

Le estaba esperando fuera. Los dos porteadores pusieron la espalda recta, expectantes.

Sir Samuel Vimes, comandante de la Guardia de la Ciudad, se volvió a rebelar. Tal vez que tenía que usar aquel trasto de los demonios, pero…

Miró al hombre de delante y le hizo un gesto con el pulgar en dirección a la portezuela del palanquín.

—Adentro —le ordenó.

—Pero señor…

—Hace una mañana bonita —dijo él, quitándose otra vez el abrigo—. Conduzco yo.

* * *

Queridísimos mamá y papá:

El capitán Zanahoria de la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork tenía el día libre. Y tenía una rutina. Primero desayunaba en alguna cafetería cercana. Luego escribía una carta a su familia. Las cartas que enviaba a su familia siempre le planteaban problemas. Las cartas que su familia le enviaba a él siempre eran interesantes y estaban llenas de estadísticas sobre minería y de noticias emocionantes sobre nuevas perforaciones y vetas prometedoras. Los únicos temas sobre los que Zanahoria podía escribir eran asesinatos y cosas por el estilo.

Mordió un momento el extremo de su lápiz.

Bueno, esta ha sido otra semana intresante [escribió]. He ido más de culo que un mono con el culo azul. ¡De Verdad De La Buena! Vamos a abrir otra Casa de la Guardia en la calle Chinchulín que cae cerca de Las Sombras, así que ahora tenemos Nada Menos que cuatro incluyendo la de Hermanas Dolly y la de Muro Largo, y yo soy el único Capitán que hay así que estoy dando vueltas todo el tiempo. Personalmente a veces hecho de menos la camaradería de los viejos teimpos cuando solo éramos yo y Nobby y el Sargento Colon pero estamos en el Siglo del Murciélago Frugívoro. El Sargento Colon se va a jubilar a final de mes, dice que la señora Colon quiere que compre una granja, dice que está anhelando la paz que reina en el campo y estar Cerca de la Naturaleza, estoy seguro de que le deseáis lo mejor. Mi amigo Nobby sigue siendo Nobby pero más que antes.

Zanahoria cogió con expresión ausente una chuleta de cordero a medio comer de su plato del desayuno y la sostuvo por debajo de la mesa. Se oyó un unk.

En todo caso, volviendo al trabajo, estoy seguro de haberos hablado de los Particulares de la calle Cable, aunque siguen operando desde Pseudópolis Yard, a la gente no le gusta que la Guardia no lleve uniforme, pero el Comandante Vimes dice que los delincuentes tampoco llevan uniforme así que a la m##rda con todos.

Zanahoria hizo una pausa. Decía mucho sobre el capitán Zanahoria el que, aun después de casi dos años en Ankh-Mor-pork, todavía le incomodara aquello de «m##rda».

El Comandante Vimes dice que hay que tener policía secreta porque hay crímenes secretos…

Zanahoria volvió a hacer una pausa. A él le encantaba su uniforme. Era la única ropa que tenía. La idea de la Guardia disfrazada era… bueno, era impensable. Era como aquellos piratas que navegaban bajo bandera falsa. Era como ser espías. Aun así, continuó obedientemente:

… Y el Comandante Vimes sabe de qué habla estoy seguro. Dice que esto ya no es como el trabajo policial a la vieja usanza, ¡¡que consistía en pillar a los pobres diablos demasiado estúpidos para escaparse!! En todo caso esto significa mucho más trabajo y caras nuevas en la Guardia.

Mientras esperaba a que se formara una nueva frase, Zanahoria cogió una salchicha de su plato y la puso bajo la mesa. Se oyó otro unk.

El camarero apareció correteando.

—¿Otra ración, señor Zanahoria? Invita la casa. —Todos los restaurantes y casas de comidas de Ankh-Morpork ofrecían comida gratis a Zanahoria, sabiendo con una feliz certeza que él siempre insistiría en pagar.

—No, pero estaba muy bueno. Aquí tiene… veinte peniques y quédese el cambio —dijo Zanahoria.

—¿Cómo está su joven dama? Hoy no la he visto.

—¿Angua? Ah, pues está… por ahí, ya sabe. Ya le diré que ha preguntado por ella.

El enano asintió jovialmente y se alejó correteando.

Zanahoria escribió unas pocas líneas diligentes más y luego dijo, en voz muy baja:

—¿Todavía están el mismo carro y el mismo caballo delante de la panadería de Cortezadehierro?

Se oyó un gañido procedente de debajo de la mesa.

—¿De veras? Qué raro. Hace horas que se terminó el reparto, y la harina y la sémola no suelen llegar hasta la tarde. ¿Y el cochero sigue ahí sentado?

Algo ladró, flojito.

—Y ese caballo parece demasiado bueno para un carro del reparto. Y ya sabes, lo normal sería que el cochero le pusiera un morral. Y es el último jueves del mes. Que es el día en que Cortezadehierro paga a sus empleados. —Zanahoria dejó el lápiz e hizo un gesto educado con la mano para llamar la atención del camarero—. Una taza de café de bellota, señor Tal’Adr.. Para llevar.

* * *

En el Museo del Pan de los Enanos, situado en el callejón Tiovivo, el señor Hopkinson, el conservador, estaba algo alterado. Dejando de lado otras consideraciones, lo acababan de asesinar. Pero en aquel momento estaba optando por considerar esto un enojoso detalle sin importancia.

Lo habían matado a golpes con una hogaza de pan. Se trata de algo muy poco probable incluso en la peor de las panaderías humanas, pero el pan de los enanos tiene unas propiedades asombrosas como arma ofensiva. Los enanos consideran la panadería una de las disciplinas bélicas. Cuando hablan de comerse una torta saben a qué se refieren.

—Mire esta muesca de aquí —dijo Hopkinson—. ¡Ha estropeado toda la corteza!

Y TAMBIÉN EL CRÁNEO DE USTED, dijo la Muerte.

—Ah, sí —dijo Hopkinson, con la voz de alguien que considera que los cráneos van regalados pero que es muy consciente del valor que su escasez da a una buena pieza de exposición—. ¿Pero qué tiene de malo una simple cachiporra? ¿O incluso un martillo? Yo podría haberle proporcionado uno si me lo hubiera pedido.

La Muerte, que por naturaleza tenía también una personalidad obsesiva, se dio cuenta de que estaba en presencia de un maestro. El difunto señor Hopkinson tenía una voz chillona y llevaba las gafas colgando de un cordel negro —su fantasma lucía ahora el equivalente espiritual de las mismas—, y estas eran siempre señales de una mente que sacaba brillo a la parte inferior de los muebles y guardaba los clips sujetapapeles organizados por tamaños.

—Es una vergüenza —dijo el señor Hopkinson—. Y también una muestra de ingratitud, después de que yo les ayudara con el horno. De verdad me temo que tendré que protestar.

SEÑOR HOPKINSON, ¿ES USTED CONSCIENTE DE QUE ESTÁ MUERTO?

—¿Muerto? —trinó el conservador—. Ah, no. Eso no puede ser de ninguna manera. Ahora no. Es de lo más inconveniente. Ni siquiera he catalogado las magdalenas de combate.

NO IMPORTA.

—No, no. Lo siento pero no me va bien. Va a tener usted que esperarse. Ahora no puedo ocuparme de esa clase de tonterías.

La Muerte se quedó perplejo. Después de la confusión inicial, la mayoría de la gente se sentía en cierto modo aliviada al morirse. Era como si les quitaran un peso subconsciente de encima. Como si las habas cósmicas estuvieran contadas por fin. Había pasado lo peor y ya podían, metafóricamente, continuar con sus vidas. Poca gente trataba el asunto como un simple incordio que podía desaparecer si se quejaban lo bastante.

La mano del señor Hopkinson atravesó el tablero de una mesa.

—Oh.

¿LO VE?

—Esto es del todo inoportuno. ¿No podía usted haber elegido un momento más conveniente?

SOLAMENTE PREVIA CONSULTA CON SU ASESINO.

—Todo esto me parece muy mal organizado. Quiero presentar una queja. Después de todo, pago mis impuestos.

SOY LA MUERTE, NO LOS IMPUESTOS. YO SOLAMENTE VENGO UNA VEZ.

La sombra del señor Hopkinson empezó a desvanecerse.

—Pero es que yo siempre he intentado tenerlo todo planeado de antemano, que es lo sensato…

YO CREO QUE LO MEJOR ES IR TOMANDO LA VIDA TAL COMO VIENE.

—Me parece muy irresponsable.

A MÍ SIEMPRE ME HA FUNCIONADO.

* * *

El palanquín se detuvo delante de Pseudópolis Yard. Vimes dejó que los porteadores se fueran a aparcarlo y entró con paso firme, poniéndose otra vez el abrigo.

Hubo un tiempo, y parecía que fuera ayer, en que la Casa de la Guardia solía estar casi vacía. Estaban solamente el viejo sargento Colon dormitando en su silla y la ropa limpia del cabo Nobbs secándose frente a la lumbre. Y de pronto todo había cambiado.

El sargento Colon lo estaba esperando con una tablilla para sujetar papeles.

—Tengo los informes de las otras Casas de la Guardia, señor —dijo, trotando al lado de Vimes.

—¿Algo especial?

—Ha habido un asesinato algo raro, señor. En una de las viejas casas del Puente Ilegítimo. Un viejo sacerdote. No sé mucho del asunto. La patrulla ha dicho que había que ir a mirar.

—¿Quién lo ha encontrado?

—El agente Visita, señor.

—Oh, dioses.

—Síseñor.

—Intentaré acercarme esta mañana. ¿Algo más?

—El cabo Nobbs está enfermo, señor.

—Oh, eso ya lo sé.

—Me refiero a que está de baja, señor.

—¿Esta vez no es el funeral de su abuela?

—Noseñor.

—¿Cuántos lleva este año, por cierto?

—Siete, señor.

—Una familia muy extraña, los Nobbs.

—Síseñor.

—Fred, no tienes que llamarme «señor» todo el tiempo.

—Tenemos compañía, señor —dijo el sargento, lanzando una mirada significativa hacia un banco de la oficina principal—. Ha venido para ese trabajo de alquimista.

Un enano sonrió con gesto nervioso a Vimes.

—Muy bien —dijo Vimes—. Lo veré en mi despacho. —Metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó el monedero del asesino—. Pon esto en el Fondo Para Viudas y Huérfanos, ¿quieres, Fred?

—Sí. Oh, bien hecho, señor. Un poco más de dinero providencial como este y pronto podremos permitirnos unas cuantas viudas más.

El sargento Colon regresó a su mesa, abrió su cajón disimuladamente y sacó el libro que estaba leyendo. Se titulaba Cría de animales. Al principio le había preocupado un poco el título —se oían historias sobre gente muy extraña en el campo—, pero luego resultó ser tan solo un libro sobre las cosas que tenían que hacer el ganado y los cerdos y las ovejas para criar.

Y ahora se estaba preguntando dónde podría encontrar un libro que les enseñara a leer.

En el piso de arriba, Vimes abrió con cautela la puerta de su despacho. El Gremio de los Asesinos seguía las normas. Eso había que reconocérselo a los muy cabrones. Matar a alguien que pasara por casualidad era de muy mala educación. Dejando todo lo demás aparte, a uno no le pagaban. Así que las trampas en su despacho quedaban descartadas, ya que todos los días entraba y salía demasiada gente de allí. Con todo, no estaba de más tener cuidado. A Vimes se le daba muy bien crearse esa clase de enemigos ricos que se podían permitir pagar a asesinos. Los asesinos solamente necesitaban tener suerte una vez, pero Vimes necesitaba tener suerte todo el tiempo.

Entró con rapidez en la sala y echó un vistazo por la ventana. Le gustaba tenerla abierta mientras trabajaba, aun cuando hacía frío. Le gustaba oír los ruidos de la ciudad. Pero cualquiera que intentara subir desde el suelo o bajar desde el techo se encontraría con todas las tejas sueltas, agarraderos inestables y tuberías traicioneras que el ingenio de Vimes pudiera idear. Y debajo Vimes había instalado rejas con puntas. Eran bonitas y decorativas, pero por encima de todo eran puntiagudas.

De momento, Vimes iba ganando.

Alguien llamó débilmente a la puerta.

Los responsables eran los nudillos del enano aspirante. Vimes lo hizo pasar a su despacho, cerró la puerta y se sentó a su mesa.

—Así pues —dijo—, eres alquimista. Tienes manchas de ácido en las manos y no tienes cejas.

—Exacto, señor.

—No es habitual encontrar enanos en esa línea de trabajo. Tu gente siempre parece trabajar en la fundición de su tío o algo parecido.

Al enano no se le escapó aquello de «tu gente».

—No se me dan bien los metales —dijo.

—¿Un enano al que no se le dan bien los metales? Debe de ser un caso único.

—Bastante poco frecuente, señor. Pero siempre se me ha dado bastante bien la alquimia.

—¿Miembro del gremio?

—Ya no, señor.

—¿Ah, no? ¿Cómo lo dejaste?

—A través del tejado, señor. Pero casi tengo la certeza de saber qué es lo que hice mal. —Vimes se reclinó hacia atrás.

—Los alquimistas siempre están volando cosas por los aires. Nunca he oído que echaran a nadie por ello.

—Eso es porque nadie había volado nunca el Consejo del Gremio, señor.

—¿Cómo, todo el Consejo?

—La mayor parte, señor. O por lo menos, todas las partes que se podían desprender.

Vimes se sorprendió abriendo inconscientemente el cajón inferior de su mesa. Lo volvió a cerrar y se dedicó en cambio a toquetear los papeles que tenía delante.

—¿Cómo te llamas, muchacho?

El enano tragó saliva. Estaba claro que aquella era la parte que había estado temiendo.

—Culopequeño, señor. —Vimes ni siquiera levantó la vista.

—Ah, sí. Lo dice aquí. Eso quiere decir que eres de la zona montañosa de Überwald, ¿verdad?

—Vaya… sí, señor —dijo Culopequeño, con aire sorprendido. Por lo general los humanos no podían distinguir entre clanes de enanos.

—Nuestra agente Angua es de allí —dijo Vimes—. A ver… Aquí dice que tu nombre de pila es… no entiendo la letra de Fred… esto…

No se podía hacer nada.

—Jovial, señor —dijo Jovial Culopequeño.

—Jovial, ¿eh? Me alegra saber que se mantienen los viejos nombres tradicionales. Jovial Culopequeño. Bien.

Culopequeño observó con atención. Por la cara de Vimes no había cruzado ni un asomo de burla.

—Sí, señor, Jovial Culopequeño —dijo. Y seguía sin haber ni una sola arruga de más en aquella cara—. Mi padre se llamaba Alegre. Alegre Culopequeño —añadió, igual que uno se hurgaría una muela cariada para ver cuándo se despertaba el dolor.

—¿De veras?

—Y… y su padre se llamaba Respingón Culopequeño. —Ni un rastro, ni una sombra de sonrisita apareció por ninguna parte. Vimes se limitó a dejar a un lado el papel.

—Bueno, pues aquí se viene a trabajar, Culopequeño.

—Sí, señor.

—No hacemos volar cosas por los aires, Culopequeño.

—No, señor. Yo no hago volar todo por los aires, señor. Algunas cosas se derriten.

Vimes tamborileó con los dedos sobre la mesa.

—¿Sabes algo de cadáveres?

—Solamente tuvieron conmociones leves, señor.

Vimes suspiró.

—Escucha. Yo sé cómo hacer de policía. Consiste sobre todo en caminar y hablar. Pero hay muchas cosas que no sé. Uno se encuentra la escena de un crimen y allí hay unos polvos grises en el suelo. ¿Qué son? Yo no lo sé. Pero vosotros sabéis mezclar cosas en cuencos y podéis descubrirlo. O a veces la persona muerta no tiene ni un moretón. ¿La han envenenado? Parece que necesitamos a alguien que sepa de qué color tiene que ser un hígado. Quiero a alguien que pueda mirar el cenicero y decirme qué clase de puros fumo.

—Panatelas Finos de Tizneabrojo —dijo Culopequeño de forma automática.

—¡Por los dioses!

—Se ha dejado el paquete en la mesa, señor. —Vimes bajó la vista.

—De acuerdo —dijo—. A veces la respuesta es fácil. Pero a veces no. A veces ni siquiera sabemos si era la pregunta correcta. Se puso de pie.

—No puedo decir que me caigan muy bien los enanos, Culopequeño. Pero tampoco me caen bien los trolls o los humanos, así que supongo que no pasa nada. Bueno, eres el único aspirante al puesto. Treinta dólares al mes, cinco dólares para gastos, y espero que trabajes para el oficio y no para el reloj, hay cierta criatura mítica llamada «horas extras» pero nadie ha visto nunca sus huellas, si los agentes trolls te llaman chupatierra los echo, y si tú los llamas rocas a ellos te echo a ti, somos una gran familia, y cuando hayas estado presente en unas cuantas disputas domésticas, Culopequeño, te aseguro que verás los parecidos, trabajamos en equipo y prácticamente vamos inventándonos las cosas sobre la marcha, y la mitad del tiempo ni siquiera estamos seguros de cuál es la ley, así que las cosas se pueden poner interesantes, técnicamente tienes el rango de cabo, pero no te pongas a dar órdenes a policías de verdad, estás a prueba durante un mes, te daremos algo de formación tan pronto como haya tiempo, ahora encuentra un iconógrafo y reúnete conmigo en el Puente Ilegítimo dentro de… demonios… mejor que sea dentro de una hora. Tengo que encargarme de ese maldito escudo de armas. Pero bueno, por lo menos los muertos no suelen ponerse más muertos. ¡Sargento Detritus!

Se oyó una serie de crujidos mientras algo pesado se movía por el pasillo de fuera y un troll abría la puerta.

—¿Síseñor?

—Este es el cabo Culopequeño. El cabo Jovial Culopequeño, cuyo padre era Alegre Culopequeño. Dele su insignia, hágale jurar el cargo y enséñele dónde está todo. Muy bien. ¿Cabo?

—Intentaré ganarme el honor de este uniforme, señor —dijo Culopequeño.

—Bien —dijo Vimes en tono animado. Miró a Detritus—. Por cierto, sargento, tengo aquí un informe que dice que anoche un troll con uniforme clavó a uno de los sicarios de Chry-soprase a una pared por las orejas. ¿Sabe algo del asunto?

El troll arrugó su frente enorme.

—¿Dice algo de que estuviera vendiendo bolsas de tocho a niños trolls?

—No. Dice que iba a leerle literatura espiritual a su querida y anciana madre —dijo Vimes.

—¿Dijo Cerril si vio la placa de ese troll?

—No, pero dice que el troll lo amenazó con embutírsela allí donde el sol no brilla —dijo Vimes.

Detritus asintió con expresión grave.

—Eso es ir demasiado lejos para estropear una buena placa —dijo.

—Por cierto —dijo Vimes—, ha tenido mucha suerte al adivinar que le estaba hablando de Cerril.

—Me ha venido de repente, señor —dijo Detritus—. He pensado: ¿qué hijoputa que vende tocho a niños merece que lo claven a una pared por las orejas, señor? Y… bingo. Esa idea se ha formado en mi cabeza, así.

—Eso me parecía a mí.

Jovial Culopequeño paseó la mirada de una cara impasible a otra. Los dos guardias no dejaban de mirarse a los ojos, pero sus palabras parecían venir de cierta distancia, como si ambos estuvieran leyendo un guión invisible.

Luego Detritus negó lentamente con la cabeza.

—Ha tenido que ser un impostor, señor. Es fácil encontrar cascos como los nuestros. Ningún troll de los míos haría algo así. Sería brutalidad policial, señor.

—Me alegra oírlo. Solamente de cara a la galería, sin embargo, quiero que registre las taquillas de los trolls. La Liga Anti-Difamación del Silicio anda detrás de este asunto.

—Sí, señor. Y si me entero de que ha sido uno de mis trolls caeré encima de él como una tonelada de cosas rectangulares para construir, señor.

—Bien. Bueno, puede marcharse, Culopequeño. Detritus se hará cargo de usted.

Culopequeño vaciló. Aquello era imposible. El tipo no había mencionado ni hachas ni oro. Ni siquiera había dicho cosas del tipo: «Puedes llegar muy alto en la Guardia». Culopequeño sentía realmente extrañeza.

—Esto… le he mencionado mi nombre, ¿verdad, señor?

—Sí. Lo tengo aquí escrito —dijo Vimes—. Jovial Culopequeño. ¿Sí?

—Esto… sí. Eso es. Bueno, gracias, señor.

Vimes se quedó escuchando cómo se alejaban por el pasillo. Luego cerró la puerta con cuidado y se tapó la cabeza con el abrigo para que nadie le oyera reír.

—¡Jovial Culopequeño!

* * *

Jovial salió corriendo detrás del troll llamado Detritus. La Casa de la Guardia se estaba empezando a llenar. Y estaba claro que la Guardia trataba con toda clase de cosas, y que muchas de ellas estaban relacionadas con gritar.

Había dos trolls con uniforme delante del escritorio del sargento Colon, con un troll ligeramente más pequeño entre ellos. Este último lucía una expresión abatida. También lucía un tutu y un par de alitas de gasa pegadas a la espalda.

—… casualidad de que sé que los trolls no tienen ninguna tradición del Hada de los Dientes —estaba diciendo Colon—. Sobre todo ninguna que se llame —bajó la vista— «Cangapanilia». Así pues, ¿qué tal si lo dejamos en allanamiento de morada sin licencia del Gremio de Ladrones?

—No dejar que los trolls tengamos Hada de los Dientes es un prejuicio racista —murmuró Cangapanilla.

Uno de los guardias trolls volcó el contenido de un saco sobre la mesa. Diversos artículos de plata cayeron en cascada sobre los papeles.

—Y esto es lo que ibas encontrando debajo de sus almohadas, ¿no? —dijo Colon.

—Ay, pequeñines míos —dijo Cangapanilla.

En la siguiente mesa, un enano fatigado estaba discutiendo con un vampiro.

—Mire —le dijo—, no es asesinato. Usted ya está muerto, ¿verdad?

—¡Pero me los ha clavado!

—Bueno, acabo de bajar a hablar con el encargado y me ha dicho que ha sido un accidente. Dice que no tiene nada en absoluto en contra de los vampiros. Que simplemente estaba cargando con tres cajas de lápices HB con goma de borrar y se tropezó con el borde de la capa de usted.

—¡No sé por qué no puedo trabajar donde me dé la gana!

—Sí, pero… ¿en una fábrica de lápices?

Detritus bajó la vista hacia Culopequeño y sonrió.

—Bienvenido a la vida en la gran ciudad, Culopequeño —dijo—. Tienes un apellido interesante.

—¿Ah, sí?

—La mayoría de los enanos tienen apellidos como Levanta-rrocas o Fuerteenelbrazo.

Detritus no tenía buen ojo para los matices en las relaciones, pero por fin captó el tono incisivo de la voz de Culopequeño.

—Pero es buen apellido —dijo.

—¿Qué es el tocho? —preguntó Jovial.

—Es cloruro de amonio mezclado con radio. Te da un cosquilleo en la cabeza pero funde el cerebro troll. Es un gran problema en las montañas y algunos cabrones lo están fabricando aquí en la ciudad y estamos intentando descubrir cómo llega allí. El señor Vimes me está dejando dirigir una —Detritus se concentró— cam-pa-ña de con-cien-cia-ción pú-bli-ca para decirle a la gente lo que les pasa a los cabrones que se lo venden a niños… —Hizo un gesto con la mano en dirección a un póster enorme y más bien tosco que había en la pared. Decía:

Tocho: Simplemente di

«AarrghaarrghporfavornononononoUGH».

Abrió una puerta.

—Este es el viejo retrete que ya no usamos nunca, lo puedes usar tú para mezclar cosas, es el único sitio que tenemos ahora mismo, lo tienes que limpiar primero porque aquí huele como a váter.

Abrió otra puerta.

—Y este el vestuario —dijo—. Te toca una percha para ti solo y tal, y hay estos paneles para cambiarse detrás porque sabemos que los enanos sois modestos. Aquí se vive bien si no te ablandas. El señor Vimes es buen tío pero tiene sus cosas raras, no para de decir cosas como que esta ciudad es un crisol y toda la escoria flota hacia la parte de arriba y cosas así. Te daré tu casco y tu placa en un minuto, pero primero —abrió una taquilla más bien grande que había al otro lado de la sala y en la que había pintada la palabra «DTRiTUS»— tengo que ir a esconder este martillo.

* * *

Dos figuras salieron corriendo de la Panadería de Enanos Cortezadehierro («No Hay Pan Más Afilado»), se abalanzaron sobre el carruaje y le gritaron al cochero que arrancara a toda prisa.

El cochero volvió una cara pálida hacia ellos y señaló la calle que tenían delante.

Allí había un lobo.

No un lobo común y corriente. Tenía el pelaje rubio y lo bastante largo alrededor de las orejas como para ser una melena. Y por lo general los lobos no se sentaban tranquilamente sobre las patas traseras en medio de la calle.

Este lobo estaba gruñendo. Un gruñido muy, muy largo. Era el equivalente auditivo de una mecha consumiéndose.

El caballo estaba paralizado, demasiado asustado para quedarse donde estaba pero demasiado más aterrado para moverse.

Uno de los hombres extendió con cautela un brazo para coger una ballesta. El gruñido se intensificó un poco. El hombre apartó la mano todavía con más cautela. El gruñido empezó a remitir.

—¿Qué es?

—¡Es un lobo!

—¿En una ciudad? ¿Y qué come?

—Oh, ¿por qué has tenido que preguntar eso?

—¡Buenos días, caballeros! —dijo Zanahoria, despegando la espalda de la pared—. Parece que la niebla se está levantando otra vez. ¿Licencias del Gremio de Ladrones, por favor?

Ellos se volvieron. Zanahoria les dedicó una sonrisa jovial y asintió alentadoramente.

Uno de los hombres se dio varias palmadas en el abrigo a modo de exhibición teatral de despiste.

—Ah. Bueno. Esto… Esta mañana he salido de casa con un poco de prisa, me la debo haber dejado…

—La Sección Dos, Norma Uno de los Estatutos del Gremio de Ladrones dice que los miembros tienen que llevar sus carnets en todas sus incursiones profesionales —dijo Zanahoria.

—¡Ni siquiera ha desenvainado la espada! —dijo entre dientes el más estúpido de la banda de tres.

—No le hace falta. Tiene un lobo cargado.

* * *

Alguien estaba escribiendo a oscuras y el rasgueo de la pluma era el único ruido que se oía.

Hasta que se abrió una puerta con un chirrido. El que escribía se giró tan deprisa como un pájaro.

—¿Tú? ¡Te dije que no volvieras nunca aquí!

—¡Lo sé, lo sé, pero es esa cosa de las narices! ¡La línea de producción se detuvo y la cosa salió y mató a ese sacerdote!

—¿Lo vio alguien?

—¿Con la niebla que había anoche? No lo creo. Pero…

—Entonces no es, a-já, nada que deba importarnos.

—¿No? Se supone que no pueden matar a gente. Bueno, por lo menos —tuvo que admitir el que hablaba— no aplastándoles la cabeza.

—Lo harán si así se les ordena.

—¡Yo nunca se lo ordené! En todo caso, ¿y si se vuelve contra mí?

—¿Contra su amo? No puede desobedecer las palabras de su cabeza, hombre.

El visitante se sentó y negó con la cabeza.

—Sí, pero ¿qué palabras? No sé, no sé, esto está pasando de la raya, esa maldita cosa merodeando todo el tiempo…

—Generando unos beneficios enormes para ti…

—Muy bien, muy bien, pero este otro asunto, el veneno, yo nunca…

—¡Cállate! Te vuelvo a ver esta noche. Puedes decirles a los demás que ciertamente tengo un candidato. Y como te atrevas a volver aquí…

* * *

El Real Colegio de Heraldos de Ankh-Morpork resultó ser una puerta verde en un muro de la calle Mollymog. Vimes tiró del cordel de la campanilla. Algo hizo un ruido metálico al otro lado del muro y de inmediato el lugar estalló en una cacofonía de ululatos, gruñidos, silbidos y bramidos. Una voz gritó:

—¡Abajo, chico! ¡Mornado! ¡He dicho mornado! ¡No! ¡Rampante «o! Y os daré un terrón de azúcar como al niño bueno que sois. ¡William! ¡Parad de hacer eso! ¡Dejadlo en el suelo! ¡Mildred, soltad a Graham!

Los ruidos de animales remitieron un poco y unos pasos se acercaron. Una escotilla de mimbre que había en la puerta se abrió un poco.

Vimes vio un segmento de dos centímetros de anchura de un hombre muy bajito.

—¿Sí? ¿Sois vos el hombre de la carne?

—Comandante Vimes —dijo Vimes—. Tengo una cita.

Los ruidos de animales volvieron a empezar.

—¿Eh?

—¡¡Comandante Vimes!! —gritó Vimes.

—Oh, supongo que será mejor que entréis.

La puerta se abrió. Vimes cruzó el umbral.

Se hizo el silencio. Varias docenas de pares de ojos contemplaron a Vimes con intenso recelo. Algunos de los ojos eran pequeños y rojos. Otros eran grandes y asomaban apenas sobre la superficie del estanque inmundo que ocupaba bastante espacio en el patio. Otros estaban en perchas.

El patio estaba lleno de animales, pero hasta ellos se veían desplazados por el olor a patio lleno de animales. Y la mayoría de ellos eran obviamente muy viejos, lo cual no ayudaba a mejorar el olor.

Un león sin dientes bostezó en dirección a Vimes. Un león corriendo, o por lo menos paseando suelto, era algo que resultaba asombroso en sí mismo, pero no tan asombroso como el hecho de que estaba siendo usado como cojín por un grifo anciano, que dormía con las cuatro garras en el aire.

Había erizos y un leopardo canoso y pelícanos pelones. Hubo una ola de agua verdosa en el estanque y un par de hipopótamos salieron a la superficie y bostezaron. No había nada que estuviera enjaulado y nada que intentara comerse al resto.

—Ah, así es como se queda siempre la gente en su primera vez —dijo el anciano. Tenía una pata de palo—. Somos una familia muy feliz.

Vimes se giró y se sorprendió a sí mismo mirando a un buho de pequeño tamaño.

—Por los dioses —dijo—. Es un morpork, ¿verdad?

La cara del anciano dibujó una sonrisa encantada.

—Ah, puedo ver que entendéis de heráldica —rió—. Los antepasados de Dafne vinieron de unas islas situadas al otro lado del Eje, al parecer.

Vimes sacó su placa de la Guardia de la Ciudad y se quedó mirando el escudo de armas que había grabado.

El anciano miró por encima de su hombro.

—No es ella, por supuesto —dijo, indicando el buho que había posado sobre el ankh—. Era su bisabuela, Olive. Un morpork sobre un ankh, ¿lo ve? Se trata de un retruécano o juego de palabras. ¿No os reís? Yo estuve a punto. Pues es el tipo de humor que tenemos por aquí. No nos iría mal un macho para aparearlo con ella, esa es la verdad. Ni un hipopótamo hembra. O sea, su señoría dice que ya tenemos dos hipopótamos, lo cual es cierto, yo solamente digo que no es natural para Roderick y Keith, no lo estoy juzgando, simplemente digo que no está bien. ¿Cómo decíais que os llamabais?

—Vimes. Sir Samuel Vimes. Es mi mujer quien ha hecho la cita.

El anciano soltó otra risita.

—Ah, es lo más normal.

Moviéndose bastante deprisa a pesar de su pata de palo, el anciano lo guió por entre los montículos humeantes de bostas multiespecie hasta el edificio que había al otro lado del patio.

—Supongo que deben de ir bien para las plantas —dijo, intentando entablar conversación.

—Lo probé con mi ruibarbo —dijo el anciano, abriendo la puerta—. Pero creció hasta los seis metros y medio, señor, y luego se incendió espontáneamente. Cuidado con donde haya estado la serpiente alada, señor, ha estado enferma. Oh, qué lástima. No os preocupéis, cuando se seca se puede quitar sin problema. Tirad vos para adentro, señor.

El vestíbulo del interior estaba tan oscuro y silencioso como el patio había estado lleno de luz y ruido. Se notaba ese olor seco, como de tumba, de los libros viejos y las torres de iglesia. Por encima de él, cuando se le acostumbró la vista a la oscuridad, Vimes distinguió banderas y estandartes colgados. Había unas pocas ventanas, pero las telarañas y las moscas muertas significaban que la luz que dejaban entrar nunca pasaba del gris.

El anciano había cerrado la puerta y lo había dejado solo. Vimes miró por la ventana cómo el anciano regresaba cojeando a lo que fuera que estaba haciendo antes de que apareciera Vimes.

Lo que estaba haciendo era montar un escudo de armas viviente.

Había un escudo de gran tamaño. Y en este había clavadas varias coles, coles de verdad. El anciano dijo algo que Vimes no pudo oír. El pequeño buho se alejó aleteando de su percha y se posó sobre un ankh de gran tamaño que había pegado a la parte superior. Los dos hipopótamos salieron pesadamente de su estanque y se estacionaron a ambos lados del escudo.

El anciano desplegó un caballete delante de la escena, colocó un lienzo sobre el mismo, cogió paleta y pincel y gritó:

—¡Alehop!

Los hipopótamos se irguieron sobre las patas traseras con movimientos más bien artríticos. El buho desplegó las alas.

—Por los dioses —murmuró Vimes—. ¡Siempre pensé que se lo inventaban!

—¿Inventárnoslo, señor? ¿Inventárnoslo? —dijo una voz a su espalda—. No tardaríamos en meternos en líos si nos lo inventáramos, ya lo creo.

Vimes se giró. Detrás de él acababa de aparecer otro anciano diminuto, parpadeando felizmente detrás de unas gruesas gafas. Llevaba varios pergaminos debajo del brazo.

—Siento no haber podido salir a recibirlo a la puerta, pero ahora mismo estamos muy ocupados —dijo, ofreciéndole la mano que tenía libre—. Soy Croissant Rouge Pursuivant.

—Esto… ¿es usted un pequeño bollo rojo para el desayuno? —preguntó Vimes, perplejo.

—No, no. No. Quiere decir Media Luna Roja. Es mi título, ¿sabe? Un título muy antiguo. Soy heraldo. Usted debe de ser sir Samuel Vimes, ¿no?

—Sí.

Media Luna Roja consultó un pergamino.

—Bien. Bien. ¿Qué le parecen las comadrejas?

—¿Las comadrejas?

—Tenemos algunas comadrejas, ¿sabe? Sabemos que no son estrictamente un animal heráldico, pero parece que tenemos algunas en plantilla y con toda sinceridad creo que vamos a tener que dejarlas ir a menos que podamos convencer a alguien para que las adopte, y eso trastornaría a Pardessus Cha-tain Pursuivant. Siempre se encierra en su cobertizo cuando se siente trastornado…

—Pardessus… ¿se refiere al anciano de ahí fuera? —preguntó Vimes—. O sea… ¿por qué…? Yo pensaba que ustedes… o sea, un escudo de armas no es más que un diseño. ¡No hace falta pintar con modelo!

Media Luna Roja pareció escandalizado.

—Bueno, supongo que si uno quiere burlarse por completo de todo nuestro trabajo, sí, puede limitarse a inventárselo.

—Supongo que sí —dijo—. En todo caso… ¿nada de comadrejas, entonces?

—Personalmente, yo ni me molestaría —dijo Vimes—. Y ciertamente no con una comadreja. Mi mujer me ha dicho que los dragones serían…

—Por suerte, no se va a dar el caso —dijo una voz desde las sombras.

No era una voz que uno querría oír bajo ninguna clase de luz. Era reseca y polvorienta. Sonaba como si viniera de una boca que nunca hubiera conocido los placeres de la saliva. Sonaba muerta.

Lo estaba.

* * *

Los ladrones de la panadería consideraron sus opciones.

—Tengo la mano sobre la ballesta —dijo el más emprendedor de los tres.

El más realista, dijo:

—¿De verdad? Pues yo tengo el corazón en la boca.

—Oooh —dijo el tercero—. Yo el corazón lo tengo débil…

—Sí, pero lo que digo es… que ni siquiera lleva espada. Si yo me encargo del lobo, vosotros dos podríais sacarlo a él de circulación sin ningún problema, ¿no?

El único que pensaba con claridad miró al capitán Zanahoria. La armadura le brillaba. Igual que los músculos de los brazos desnudos. Hasta sus rodillas relucían.

—Me parece que hemos llegado a una especie de impasse o tablas —dijo el capitán Zanahoria.

—¿Y si tiramos el dinero? —dijo el que pensaba con claridad.

—Está claro que eso ayudaría.

—¿Y nos dejaríais marchar?

—No. Pero contaría definitivamente como un punto a vuestro favor y yo hablaría en vuestra defensa.

El más atrevido, que tenía la ballesta, se relamió los labios y miró primero a Zanahoria y luego al lobo.

—¡Si lo lanzas sobre nosotros, te aviso, alguien va a acabar muerto! —avisó.

—Sí, podría pasar —dijo Zanahoria en tono triste—. Preferiría evitarlo en la medida de lo posible.

Levantó las manos. En cada una de ellas había algo plano y redondo y de unos quince centímetros de diámetro.

—Esto —dijo— es pan de enanos. Del mejorcito del señor Cortezadehierro. No es el pan de batalla clásico, claro, pero probablemente baste para cortar…

El brazo de Zanahoria se movió tan deprisa que se convirtió en un borrón. Hubo un breve revuelo de serrín y la hogaza plana voló dando vueltas hasta clavarse en los gruesos tablones del carruaje, a aproximadamente centímetro y medio del hombre que tenía el corazón débil y que, según resultó, también tenía la vejiga frágil.

El hombre de la ballesta solamente arrancó su atención del pan cuando sintió una presión ligera y húmeda en la muñeca.

No había forma posible de que el animal se hubiera movido tan deprisa, y sin embargo allí estaba, y la expresión del lobo conseguía indicar con gran tranquilidad que si el animal así lo deseaba podía incrementar la presión de forma más o menos indefinida.

—¡Páralo! —chilló el hombre, tirando la ballesta lejos con la mano que le quedaba libre—. ¡Dile que me suelte!

—Oh, nunca le digo nada —dijo Zanahoria—. Ella toma sus propias decisiones.

Se oyó un claqueteo de botas con suela de hierro y media docena de enanos armados con hachas salieron corriendo de las puertas de la panadería, levantando chispas cuando derraparon para detenerse al lado de Zanahoria.

—¡A por ellos! —gritó el señor Cortezadehierro. Zanahoria le colocó una mano encima del casco al enano y le dio la vuelta.

—Soy yo, señor Cortezadehierro —dijo—. Creo que estos son los hombres, ¿no?

—¡Lleva razón, capitán Zanahoria! —dijo el panadero enano—. ¡Vamos, chavales! ¡Colguémoslos del bura’zak-ka! [3]

—Oooh —murmuró el débil de corazón, entre lágrimas.

—Vamos, vamos, señor Cortezadehierro —dijo Zanahoria, pacientemente—. Ese castigo no se practica en Ankh-Morpork. [4]

—¡Dejaron inconsciente de una paliza a Bjorn Bombacho-prieto! ¡Y le dieron una patada a Olaf Fuerteenelbrazo en los bad’dhakz! [5] ¡Vamos a cortarles los…!

—¡Señor Cortezadehierro!

El panadero enano vaciló y luego, para asombro y alivio de los ladrones, dio un paso atrás.

—Sí… muy bien, capitán Zanahoria. Si usted lo dice.

—Yo tengo asuntos pendientes en otra parte, pero le agradecería que usted los cogiera y los entregara al Gremio de Ladrones —dijo Zanahoria.

El que pensaba deprisa palideció.

—¡Oh, no! ¡Se toman muy a pecho lo de robar sin licencia! ¡Cualquier cosa menos el Gremio de Ladrones!

Zanahoria se giró. La luz se reflejó de cierta forma en su cara.

—¿Cualquier cosa? —preguntó.

Los ladrones sin licencia se miraron entre ellos y luego hablaron todos a la vez.

—El Gremio de Ladrones. Vale. No hay problema.

—Nos gusta el Gremio de Ladrones.

—No puedo esperar. Allá voy, Gremio de Ladrones.

—Unos hombres como es debido.

—Firmes pero justos.

—Bien —dijo Zanahoria—. Entonces todos contentos. Ah, sí. —Se hurgó en el monedero—. Aquí tiene cinco peniques por la hogaza, señor Cortezadehierro. La otra la he manoseado, pero no debería usted tener problema para lijarla.

El enano miró las monedas, parpadeando.

—¿Usted quiere pagarme a mí por salvar mi dinero? —preguntó.

—Como contribuyente tiene derecho a la protección de la Guardia —repuso Zanahoria.

Hubo una pausa educada. El señor Cortezadehierro se estaba mirando los pies. Uno o dos de los otros enanos empezaron a soltar risitas.

—Le diré qué haremos —dijo Zanahoria con voz amable—. Cuando tenga un momento me pasaré y le ayudaré a rellenar los formularios. ¿Qué le parece?

Un ladrón rompió el embarazoso silencio.

—Esto… ¿podría su… perrito… soltarme el brazo, por favor?

El lobo aflojó la presa, bajó de un salto y fue al trote con Zanahoria, que se llevó la mano al casco a modo de saludo respetuoso.

—Que tengan todos un buen día —dijo, y se alejó caminando tranquilamente.

Ladrones y víctimas observaron cómo se marchaba.

—¿Es real? —preguntó el que pensaba deprisa.

El panadero soltó un gruñido y luego gritó:

—¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta!

—¿Co… cómo? Ha recuperado el dinero, ¿no?

Dos de sus empleados tuvieron que sujetar al señor Cortezadehierro.

—¡Tres años! —dijo—. ¡Tres años y a nadie le importaba un pimiento! ¡Tres putos años y ni una sola llamada a la puerta! ¡Y ahora me va a preguntar! ¡Oh, sí! ¡Será tan amable de acordarse! ¡Probablemente irá a buscarme los formularios extra para que yo no me tenga que molestar! ¿Por qué no podríais haberos escapado, cabrones?

* * *

Vimes examinó la sala sombría y mohosa. La voz podría muy bien haber salido de una tumba.

Una mirada de pánico asomó en la cara del pequeño heraldo.

—¿Tal vez sir Samuel tendría ahora la amabilidad de acercarse por aquí? —dijo la voz. Era gélida y desgranaba cada sílaba con precisión. Era una de esas voces que no pestañean.

—Este es precisamente… esto… Dragón-dijo Media Luna Roja.

Vimes se llevó la mano a la espada.

—Dragón Rey de Armas —dijo el hombre.

¿Rey de armas? —preguntó Vimes.

—Un simple título —dijo la voz—. Entre deprisa. —Por alguna razón, las palabras se reescribieron en el fondo de la mente de Vimes como «entre mi presa».

—Rey de Armas —dijo la voz de Dragón mientras Vimes se adentraba en las sombras del sanctasanctórum—. No le va a hacer falta su espada, comandante. Acerqúese, acerqúese. Hace más de quinientos años que soy Dragón Rey de Armas pero no vomito fuego, se lo aseguro. A-já. A-já.

—A-já —dijo Vimes. No veía con claridad la figura. La luz venía de unas pocas ventanas altas y mugrientas y de varias docenas de velas que ardían con unas llamas de bordes negros. Algo en la silueta que tenía delante parecía sugerir unos hombros caídos.

—Siéntese deprisa —dijo Dragón Rey de Armas—. Y se lo agradeceré encarecidamente si mira a la izquierda y levanta la barbilla.

—¿Quiere decir que exponga mi cuello? —preguntó Vimes.

—A-já. A-já.

La figura cogió un candelabro y se le acercó. Una mano tan flaca como la de un esqueleto agarró la barbilla de Vimes y se la movió con delicadeza a un lado y al otro.

—Ah, sí. Tiene usted el perfil de los Vimes, está claro. Pero no las orejas de los Vimes. Por supuesto, su abuela materna era una Clamp. A —já…

La mano de los Vimes volvió a coger la espada de los Vimes. Solamente había una clase de persona que tuviera tanta fuerza en un cuerpo de apariencia tan frágil.

—¡Ya me parecía a mí! ¡Eres un vampirol —dijo—. Eres un puto vampiro chupasangre.

—A —já.

Podría haber sido una risa. Podría haber sido una tos.

—Sí. Un vampiro, está claro. Sí, ya he oído lo que piensa usted de los vampiros. «No del todo vivos pero no lo bastante muertos», creo que ha dicho usted. Me parece muy ingenioso. A-já. Vampiro, sí. Chupasangre, no. Morcilla, sí. El summum del arte del carnicero, sí. Y si todo lo demás falla, hay un montón de carniceros kosher allá en Salchicha Larga. A-já, sí. Todos vivimos lo mejor que podemos. A-já. Las vírgenes están a salvo de mí. A-já. Desde hace cientos de años, siento decirlo. A-já.

La forma y el círculo de luz de la vela se alejaron.

—Me temo que ha perdido usted el tiempo innecesariamente, comandante Vimes.

La mirada de Vimes se estaba acostumbrando a la luz trémula. La sala estaba llena de libros amontonados. Ninguno de ellos en estanterías. De todos sobresalían puntos de lectura que parecían dedos aplastados.

—No lo entiendo —dijo. O bien Dragón Rey de Armas tenía unos hombros muy encorvados o bien tenía alas debajo de su túnica sin forma. Algunos podían volar como murciélagos, recordó Vimes. Se preguntó qué edad debía de tener aquel. Podían «vivir» casi eternamente…

—Creo que ha venido usted porque se considera, a-já, apropiado que tenga un escudo de armas. Me temo que eso no es posible. A-já. Sí que existió un escudo de armas de los Vimes, pero no se puede resucitar. Iría en contra de las normas.

—¿Qué normas?

Se oyó un ruido sordo cuando el otro bajó un libro y lo abrió.

—Estoy seguro de que conoce usted a sus antepasados, comandante. Su padre era Thomas Vimes, hijo de Gwilliam Vimes…

—Es por el Viejo Carapiedra, ¿verdad? —dijo Vimes en tono inexpresivo—. Esto tiene que ver con el Viejo Carapiedra.

—Ciertamente. A-já. No-Sufráis-Injusticia Vimes. El antepasado de usted. El Viejo Carapiedra, en efecto, tal como le llamaban. Comandante de la Guardia de la Ciudad en 1688. Y regicida. Asesinó al último rey de Ankh-Morpork, tal como sabe cualquier escolar.

—¡Lo ejecutó!

Los hombros se encogieron.

—En cualquier caso, el emblema de la familia fue, como decimos en heráldica, Excretus Est Ex Altitudine. En otras palabras, Depositatum De Latrina. Destruido. Prohibido. Se hizo imposible su resurrección. Tierras confiscadas, casa demolida, página arrancada de la historia. A-já. ¿Sabe, comandante? Es interesante que tantos de los descendientes, a-já, del «Viejo Carapiedra» —las comillas se dispusieron pulcramente a ambos lados del apodo igual que una señora anciana cogería algo desagradable con unas pinzas— hayan sido agentes de la Guardia. Tengo entendido, comandante, que usted también ha adoptado el apodo. A-já. A-já. A veces me he preguntado si deben de heredar ustedes algún ansia de expurgar la infamia. A —já.

Vimes hizo rechinar los dientes.

—¿Me está diciendo que no puedo tener escudo de armas?

—Así es. A-já.

—¿Porque mi antepasado mató a un…? —Hizo una pausa—. No, ni siquiera fue una ejecución —dijo—. Se ejecuta a los seres humanos. A los animales se los sacrifica.

—Era el rey —dijo Dragón gentilmente.

—Ah, sí. Y resultó que abajo en las mazmorras tenía unas máquinas para…

—Comandante —dijo el vampiro, levantando las manos—, me da la impresión de que no me entiende. No importa qué más fuera, era el rey. ¿Sabe? Una corona no es como el casco de un guardia, a-já. Hasta cuando a uno se la quitan, sigue estando en la cabeza.

—¡Pues vaya si Carapiedra se la quitó!

—Pero el rey ni siquiera tuvo juicio.

—No se pudo encontrar a ningún juez dispuesto a ello —dijo Vimes.

—Salvo usted… quiero decir, su antepasado…

—¿Y bien? Alguien tenía que hacerlo. Hay monstruos que no deberían caminar bajo el sol.

Dragón encontró la página que estaba buscando y le dio la vuelta al libro.

—Este era su blasón —dijo.

Vimes contempló el signo familiar del buho morpork posado en un ankh. Se encontraba encima de un escudo dividido en cuatro cuarteles con un símbolo en cada uno de ellos.

—¿Qué es esta corona atravesada por una daga?

—Ah, es un símbolo tradicional, a-já. Indica su papel como defensor de la corona.

—¿En serio? ¿Y este puñado de varas con un hacha? —señaló.

—Unas fasces. Simbolizan el hecho de que es… era un agente de la ley. Y el hacha era un interesante presagio de cosas que iban a pasar, ¿verdad? Pero me temo que las hachas no resuelven nada.

Vimes observó el tercer cuartel. En él había pintado lo que parecía un busto de mármol.

—Simboliza su apodo, «Viejo Carapiedra» —dijo Dragón, solícitamente—. Él pidió que se hiciera alguna referencia al respecto. A veces la heráldica no es más que el arte de hacer juegos de palabras.

—¿Y este último? ¿Un racimo de uvas? ¿Es que le gustaba el trinque? —preguntó Vimes agriamente.

—No. A-já. Un juego de palabras. Vimes = Viñas.

—Ah. El arte de hacer malos juegos de palabras —dijo Vimes—. Apuesto a que les hizo partirse de risa.

Dragón cerró el libro de golpe y suspiró.

—Raras veces hay recompensa para quienes hacen lo que se tiene que hacer. Ay, así son las cosas, y yo no puedo cambiarlas. —La anciana voz se animó—. Con todo… me alegró mucho, comandante, enterarme de vuestra boda con lady Sybil. Un linaje excelente. Una de las familias más noble; de la ciudad, a-já. Los Ramkin, los Selachii, los Venturi, los Nobbs, por supuesto…

—¿Y eso es todo, entonces? —preguntó Vimes—. ¿Me voy y ya está?

—Casi nunca tengo visitas —dijo Dragón—. Por lo general a la gente la atienden los heraldos, pero me ha parecido que se merecía usted una explicación como es debido. A-já. Ahora estamos muy ocupados. Antes tratábamos con heráldica de la buena. Pero este, me dicen, es el Siglo del Murciélago Frugívoro. Ahora parece que en cuanto un hombre abre su segunda tienda de pastel de carne, se siente impelido a considerarse un caballero. —Hizo un gesto con una mano blanca y flaca en dirección a tres escudos de armas pegados en fila a un tablón de la pared—. El carnicero, el panadero y el fabricante de candelabros —bufó, aunque con elegancia—. Bueno, el fabricante de candelas. No se quedan satisfechos hasta que hurgamos en nuestros registros y los declaramos aceptablemente armígeros…

Vimes miró los tres escudos.

—¿No he visto este en alguna parte? —preguntó.

—Ah, el señor Arthur Carry el fabricante de candelas —dijo Dragón—. De pronto el negocio va viento en popa y él siente que debe ser un caballero. Un escudo dividido en dos cuarteles por un tajado d’une meche en metal gris. O lo que es lo mismo, un escudo de color gris metálico para indicar su determinación y fervor personales (¡qué fervorosos son estos tenderos, a-já!) dividido en dos por una mecha. En la mitad superior, una chan-delle en una fenetre avec rideaux houlant (una vela iluminando una ventana con un resplandor tenue, a-já), y en la mitad inferior dos arañas de luces illuminé (indicando que el desgraciado vende sus velas a ricos y pobres por igual). Por suerte su padre era capitán de puerto, lo cual nos dio un poco más de margen para una cimera de lampe au poisson (una lámpara en forma de pez), que indica tanto la profesión de este como el empleo actual de su hijo. El lema se lo dejé en el lenguaje común y es «El art de arrimar la lámpara». Lo siento, a-já, es un poco malvado pero no me pude resistir.

—Me muero de la risa —dijo Vimes. Algo le daba patadas en el cerebro, intentando llamarle la atención.

—Este otro es para el señor Gerhardt Calcetín, presidente del Gremio de Carniceros —dijo Dragón—. Su mujer le dijo que un escudo de armas es lo que se lleva, y quiénes somos nosotros para discutir con la hija de un mercader de tripas, así que le hemos hecho un escudo rojo, por la sangre, y a rayas azules y blancas, por el delantal de carnicero, dividido en dos cuarteles por una ristra de salchichas, con un cuchillo de carnicero centralis sostenido por una mano enguantada, con un guante de boxeo, que es, a-já, lo mejor que pudimos conseguir para representar «calcetín». El lema es «Futurus Meus est in Visceris», que quiere decir «Mi futuro está en (las) visceras», que se refiere a su profesión y también, a-já, a la vieja práctica de adivinar…

—… El futuro en las visceras —dijo Vimes—. Fascinante. —Fuera lo que fuese que estaba intentando llamarle la atención ahora ya estaba dando saltos.

—Mientras que este, a-já, es para Rudolph Ollas del Gremio de Panaderos —dijo Dragón, señalando el tercer escudo con un dedo flaco como una ramita—. ¿Puede leerlo, comandante?

Vimes lo miró con expresión lúgubre.

—Bueno, está dividido en tres partes, y tiene una rosa, una llama y una olla —dijo—. Esto… los panaderos usan el fuego y la olla es para el agua, supongo…

—Y hay un juego de palabras con el nombre —dijo Dragón.

—Pero a menos que el tipo se llame Rosita, yo no le… —Entonces Vimes parpadeó—. La rosa es una flor. Oh, cielo santo. Harina de flor. ¿Harina, fuego y agua? A mí esa olla me parece más bien un orinal. ¿Lo es? ¿Es una olla de cámara?

—La palabra que se usaba antes para decir panadero erapis-tor —dijo Dragón—. ¡Caramba, comandante, todavía acabaremos haciendo un heraldo de usted! ¿Y el lema?

—«Quod Subigo Farinam» —dijo Vimes, y arrugó la frente—. «Porque»… «Farinam» es de donde viene harina, y con la harina se hace pasta, ¿verdad?… Oh, no… ¿«Porque yo amaso la pasta»?

Dragón aplaudió:

—¡Bien hecho, señor!

—Este sitio tiene que ser la leche en las largas tardes de invierno —dijo Vimes—. Y esto es la heráldica, ¿no? ¿Pistas de crucigrama y juegos de palabras?

—Por supuesto, hay mucho más que eso —dijo el Dragón—. Estos son escudos de armas simples. Más o menos nos los tenemos que inventar. Mientras que el blasón de una familia antigua, como los Nobbs…

¡Los Nobbs! —dijo Vimes, cayendo por fin en la cuenta—. ¡Eso es! ¡Ha dicho usted «Nobbs»! ¡Antes… cuando hablaba de las familias antiguas!

—A-já. ¿Qué? Ah, claro. Sí. Oh, sí. Una buena y antigua familia. Aunque ahora, tristemente, en decadencia.

—Cuando habla de Nobbs no se referirá al… ¿cabo Nobbs? —dijo Vimes, mientras sus palabras se impregnaban de horror.

Un libro se abrió con un ruido seco. Bajo la luz anaranjada Vimes tuvo un vago vislumbre inverso de escudos y de un árbol genealógico laberíntico y sin podar.

—Caramba. ¿Se refiere a un tal C.W. St. J. Nobbs?

—Esto… sí. ¡Sí!

—¿Hijo de Pelusilla Nobbs y de una dama a la que aquí se alude como Maisie la de la calle Olmo?

—Es probable.

—¿Nieto de Amarillo Nobbs?

—Yo diría que sí.

—¿Que a su vez fue el hijo ilegítimo de Edward St. John de Nobbes, conde de Ankh, y de una, a-já, una doncella de linaje desconocido?

—¡Por los dioses!

—El conde murió sin descendencia, salvo aquella, a-já, que resultó en Amarillo. No habíamos sido capaces de encontrar el rastro de su vastago… por lo menos hasta ahora.

—¡Por los dioses!

—¿Conoce usted al caballero?

Vimes contempló con asombro aquella frase seria y positiva sobre el cabo Nobbs que incluía la palabra «caballero».

—Esto… sí —dijo.

—¿Es un hombre con propiedades?

—Solamente las ajenas.

—Bueno, a-já, dígaselo. Ya no hay tierras ni dinero, claro, pero el título sigue existiendo.

—Lo siento… déjeme asegurarme de que estoy entendiéndolo. El cabo Nobbs… mi cabo Nobbs… ¿es el conde de Ankh?

—Tendría que presentarnos pruebas satisfactorias de su linaje, pero sí, eso parece.

Vimes miró la oscuridad. En lo que llevaba de vida, sería poco probable que el cabo Nobbs hubiera podido presentar ninguna prueba satisfactoria de a qué especie pertenecía.

—¡Por los dioses! —repitió de nuevo Vimes—. Y supongo que a él sí le corresponde un escudo de armas, ¿no?

—Uno particularmente elegante.

—Ah.

Vimes ni siquiera había querido un escudo de armas. Una hora atrás habría eludido felizmente aquella cita tal como había hecho tantas veces con anterioridad. Pero…

—¿Nobby? —dijo—. ¡Por los dioses!

—¡Bueno, bueno! Esta ha sido una reunión muy agradable —dijo Dragón—. Me encanta mantener los registros al día. A-já. Por cierto, ¿cómo le va al capitán Zanahoria? Tengo entendido que su joven amiga es una mujer loba. A-já.

—De veras —dijo Vimes.

—A-já. —En la oscuridad, Dragón hizo un movimiento que podría haber sido un golpecito conspiratorio en un costado de su nariz—. ¡Nosotros sabemos esas cosas!

—Al capitán Zanahoria le va bien —dijo Vimes, en el tono más gélido que pudo invocar—. Al capitán Zanahoria siempre le va bien.

Dio un portazo al salir. Las llamas de las velas temblaron.

* * *

La agente Angua salió de un callejón, abrochándose el cinturón.

—Ha ido muy bien, creo yo —dijo Zanahoria—, y nos ayudará un poco a ganarnos el respeto de la comunidad.

—¡Puaj! ¡La manga de ese hombre! Dudo que conozca el significado de la palabra «colada» —dijo Angua, frotándose la boca.

Los dos cogieron el paso de forma automática: esos andares de policía destinados a ahorrar energía, en los que el peso pendular de la pierna se usa para impulsar al caminante con el mínimo esfuerzo. Caminar era importante, decía siempre Vimes, y como lo decía Vimes, Zanahoria se lo creía. Caminar y hablar. Si uno caminaba lo bastante y hablaba con la bastante gente, tarde o temprano obtenía una respuesta.

«El respeto de la comunidad», pensó Angua. Era una expresión de Zanahoria. Bueno, de hecho era una expresión de Vimes, aunque sir Samuel solía escupir después de decirla. Pero Zanahoria se la creía. Era Zanahoria quien le había sugerido al patricio que a los criminales contumaces había que darles la oportunidad de «servir a la comunidad» redecorando los hogares de los ancianos, una idea que supuso un nuevo terror para la tercera edad y que, dado el índice de criminalidad de Ankh-Morpork, causó que al menos a una anciana le empapelaran tantas veces la sala de estar en seis meses que al final solamente podía entrar en ella de lado. [6]

—He encontrado algo muy interesante que te va a interesar mucho ver —dijo Zanahoria al cabo de un momento.

—Qué interesante —repuso Angua.

—Pero no te voy a decir qué es porque quiero que sea una sorpresa —dijo Zanahoria.

—Ah. Bien.

Angua caminó pensativa un momento y luego dijo:

—Me pregunto si será tan sorprendente como la colección de muestras de rocas que me enseñaste la semana pasada.

—Estuvo muy bien, ¿verdad? —dijo Zanahoria en tono entusiasta—. ¡Había pasado docenas de veces por esa calle y nunca habría pensado que allí hubiera un museo de minerales! ¡Con todos esos silicatos!

—¡Asombroso! Lo normal sería que la gente se apelotonara haciendo cola, ¿no?

—¡Sí, no entiendo por qué no lo hacen!

Angua se recordó a sí misma que Zanahoria no parecía tener en su alma ni un asomo de ironía. Se dijo a sí misma que no era culpa de él que lo hubieran criado unos enanos en una mina, y que realmente creyera que los trozos de piedra eran interesantes. La semana anterior habían visitado una fundición de hierro. Aquello también había sido interesante.

Y sin embargo… sin embargo… era inevitable que Zanahoria cayera bien. Zanahoria caía bien hasta a la gente a la que detenía. Zanahoria caía bien hasta a las ancianas que vivían en medio de un olor permanente a pintura fresca. Zanahoria le caía bien a ella. Muy bien. Lo cual iba a hacer que fuera mucho más difícil dejarlo.

Era una mujer loba. Y no había más que hablar. O bien te pasabas la vida intentando que la gente no lo descubriera o bien les dejabas descubrirlo y te pasabas la vida observando cómo se mantenían a distancia y murmuraban a tus espaldas, aunque por supuesto para observar aquello había que darse la vuelta.

A Zanahoria no le importaba. Pero sí le importaba que le importara a otra gente. Le importaba que hasta los colegas que eran bastante amistosos tendieran a llevar alguna cosa de plata encima. Y ella notaba que aquello lo incomodaba. Ella notaba que las cosas se iban poniendo tensas y que él no sabía cómo tratar con aquella situación.

Era exactamente lo que le había dicho su padre. Mézclate con humanos más allá de la hora de comer y será como tirarte a una mina de plata.

—Parece que va a haber castillos enormes de fuegos artificiales después de las celebraciones del año que viene —dijo Zanahoria—. Me gustan los fuegos artificiales.

—No entiendo por qué Ankh-Morpork quiere celebrar el hecho de que tuvo una guerra civil hace trescientos años —dijo Angua, regresando al aquí y al ahora.

—¿Por qué no? La ganamos —dijo Zanahoria.

—Sí, pero también la perdisteis.

—Siempre hay que mirar el lado positivo, eso es lo que yo digo. Ah, ya estamos aquí.

Angua miró el letrero. Ya había aprendido a leer las runas de los enanos.

—«Museo del Pan de los Enanos» —dijo—. Caray. Me muero de ganas.

Zanahoria asintió felizmente y abrió la puerta. Salió un olor a corteza de pan antigua.

—¡Yu-juuu, señor Hopkinson! —llamó. No hubo respuesta—. A veces sale —aclaró.

—Probablemente cuando no puede soportar tanta diversión —dijo Angua—. ¿Hopkinson? No es un nombre de enano…

—Oh, es humano —dijo Zanahoria, entrando—. Pero una autoridad asombrosa sobre el tema. El pan es su vida. Es el autor de la obra capital sobre panadería ofensiva. Bueno… como no está aquí cogeré dos entradas y dejaré un par de peniques sobre el mostrador.

No parecía que el señor Hopkinson tuviera muchos visitantes. Había polvo en el suelo y polvo sobre las vitrinas y mucho polvo sobre las piezas en exposición. La mayoría de los panes tenían la clásica forma de boñiga de vaca, un eco de su sabor, pero también había bollos, panecillos para el combate cuerpo a cuerpo, letales tostadas arrojadizas y una enorme colección polvorienta de otras formas diseñadas por una raza a quien le gustaba tirarse comida a la cara por todo lo grande y sobre todo de forma terminal.

—¿Qué estamos buscando? —dijo Angua. Olisqueó el aire. Había un aroma desagradable y familiar.

—Es… ¿Estás lista? Es… ¡el Pan de Batalla de B’hrian Hachasangrienta! —dijo Zanahoria, hurgando en un mostrador que había junto a la entrada.

—¿Una hogaza de pan? ¿Me has traído aquí para enseñarme una hogaza de pan?

Volvió a olfatear. Sí. Sangre. Sangre fresca.

—Exacto —dijo Zanahoria—. Solamente va a estar aquí un par de semanas en préstamo. Es el mismo pan que él empuñó personalmente en la Batalla del Valle de Koom y con el que mató a cincuenta y siete trolls, aunque —y aquí el tono de Zanahoria cambió del entusiasmo a la respetabilidad cívica— de eso hace mucho tiempo y no tenemos que dejar que la historia antigua nos ciegue ante las realidades de una sociedad multiétnica en el Siglo del Murciélago Frugívoro.

Se oyó el chirrido de una puerta. Y luego:

—Ese pan de batalla —dijo Angua con voz abstraída—. Es negro, ¿verdad? ¿Y mucho más grande que el pan normal?

—Así es —dijo Zanahoria.

—Y el señor Hopkinson… ¿un hombre bajito? ¿Con una barbita blanca y puntiaguda?

—El mismo.

—¿Y tiene la cabeza toda aplastada?

—¿Cómo?

—Creo que deberías venir a ver esto —dijo Angua, retrocediendo.

* * *

Dragón Rey de Armas estaba sentado a solas entre sus velas.

«Así que ese era el comandante sir Samuel Vimes», caviló. «Qué estúpido. Es evidente que está cegado por su rencor. Y esa es la clase de gente que llega a ocupar altos cargos hoy en día. Con todo, esa gente puede resultar útil, y es probablemente por eso que Vetinari lo ha ascendido. A menudo los estúpidos son capaces de cosas que los listos ni siquiera se atreverían a considerar…».

Suspiró y tiró de otro tomo hacia sí. No era mucho más grande que otros libros que recubrían las paredes de su estudio, un hecho que sorprendería a cualquiera que conociese sus contenidos.

Dragón estaba bastante orgulloso del libro. Era una obra más bien inusual, pero a él le había sorprendido —o más bien le habría sorprendido de no haber perdido del todo la capacidad de sorprenderse hacía un centenar de años— lo sencilla que había resultado en parte. Ya ni siquiera le hacía falta leerla. Se la sabía de memoria. Los árboles genealógicos estaban adecuadamente plantados, las palabras estaban allí escritas en las páginas y lo único que él tenía que hacer era cantar a coro.

El encabezamiento de la primera página era: «Descendencia del rey Zanahoria I, rey de Ankh-Morpork por la Gracia de los Dioses». Un árbol genealógico largo y complejo ocupaba la docena de páginas siguientes hasta llegar a: «casado con»… Las palabras estaban escritas a lápiz.

—«Delfina Angua von Überwald» —leyó el Dragón en voz alta—. «Padre —y, a-já, sire—: barón Guye von Überwald, también conocido como Cola Plateada. Madre: madame Serafina Soxe-Bloonberg, también conocida como Colmillo Amarillo, de Genua…».

Aquella parte había sido toda una hazaña. El había esperado que sus agentes tuvieran alguna dificultad que otra con las zonas más lupinas de la ascendencia de Angua, pero resultó que los lobos de las montañas también estaban bastante interesados en aquellas cosas. Estaba claro que los antepasados de Angua se habían contado entre los líderes de la manada.

Dragón Rey de Armas sonrió. Por lo que a él respectaba, la especie era una consideración secundaria. Lo que importaba realmente en un individuo era tener buen pedigrí.

Ah, bueno. Así es como el futuro podría haber sido.

Apartó el libro a un lado. Una de las ventajas de tener una vida mucho más larga de lo normal era que podías ver lo frágil que era el futuro. Los hombres decían cosas como «paz para nuestra época» o «un imperio que durará mil años», y menos de media vida después nadie se acordaba de quiénes eran, no digamos ya de lo que habían dicho o de dónde la muchedumbre había enterrado sus cenizas. Lo que cambiaba la historia eran cosas más pequeñas. A menudo bastaban unos pocos trazos con la pluma.

Tiró de otro tomo hacia él. En el lomo había la inscripción: «Descendencia del rey…». Y bien, ¿cómo se llamaría el hombre a sí mismo? Aquello por lo menos no era estimable. Oh, bueno…

Dragón cogió su lápiz y escribió: «Nobbs».

Sonrió en medio de la sala iluminada por las velas.

La gente siempre estaba hablando del verdadero rey de Ankh-Morpork, pero la historia enseñaba una lección cruel. Decía, a menudo con palabras de sangre, que el verdadero rey era el que era coronado.

* * *

Aquella sala también estaba llena de libros. Esa fue la primera impresión: la de acumulación rancia y opresiva de libros.

El difunto padre Tubelcek estaba despatarrado sobre una capa de libros caídos. No había duda de que estaba muerto. Nadie podría sangrar tanto y seguir vivo. O sobrevivir tanto tiempo con la cabeza como una pelota de fútbol desinflada. Alguien tenía que haberle golpeado con un mazo.

—Vino una anciana corriendo y gritando —dijo el agente Visita, haciendo el saludo—. Así que entré y lo encontré todo así, señor.

—¿Exactamente así, agente Visita?

—Sí, señor. Y me llamo Visita-Al-Infiel-Con-Panfletos-Ex-plicativos, señor.

—¿Quién era la anciana?

—Dice que es la señora Kanacki, señor. Dice que siempre le traía la comida. Que siempre se lo hacía todo.

—¿Que se lo hacía todo?

—Ya sabe, señor. Limpiar y barrer.

Había, en efecto, una bandeja en el suelo, además de un cuenco roto y unas cuantas gachas derramadas. La señora que le hacía todo al anciano se había quedado horrorizada al descubrir que alguien más le había hecho algo antes.

—¿Y ella lo ha tocado? —preguntó.

—Dice que no, señor.

Lo cual quería decir que el sacerdote había conseguido de alguna forma tener la muerte más pulcra que Vimes había visto nunca. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho. Le habían cerrado los ojos.

Y le habían metido algo en la boca. Parecía un trozo de papel enrollado. Daba al cadáver un aspecto desconcertantemente desenfadado, como si hubiera decidido fumarse un último cigarrillo después de morirse.

Vimes cogió con cautela el pequeño pergamino y lo desenrolló. Estaba cubierto de unos símbolos meticulosamente escritos pero desconocidos para él. Lo que los hacía particularmente dignos de mención era el hecho de que su autor había usado al parecer el único líquido que había en cantidades enormes por todo el lugar.

—Ees —dijo Vimes—. Está escrito con sangre. ¿Estos símbolos le dicen algo a alguien?

—¡Sí, señor!

Vimes puso los ojos en blanco.

—¿Sí, agente Visita?

—Visita-Al-Infiel-Con-Panfletos-Explicativos, señor —dijo el agente Visita con cara dolida.

—«Al-Infiel-Con-Panfletos-Explicativos.»[7] Estaba a punto de decirlo, agente —dijo Vimes—. ¿Y bien?

—Es una antigua caligrafía klatchiana —dijo el agente Visita—. De una de las tribus del desierto llamada los cenotinos, señor. Tenían una sofisticada pero fundamentalmente equivocada…

—Sí, sí, sí —interrumpió Vimes, que podía reconocer cómo el pie verbal se preparaba para bloquear la puerta auditiva—. ¿Pero sabe lo que significa?

—Lo puedo averiguar, señor.

—Bien.

—Por cierto, ¿por casualidad ha podido usted encontrar tiempo para echar un vistazo a esos folletos que le di el otro día, señor?

—¡He estado muy ocupado! —dijo Vimes automáticamente.

—No se preocupe, señor —dijo Visita, y sonrió con la sonrisa débil de quienes hacen el bien a pesar de los enormes obstáculos—. Cuando tenga un momento ya me va bien.

Las páginas de los viejos libros derribados de las estanterías estaban desperdigadas por todos lados. En muchas de ellas había salpicaduras de sangre.

—Algunos parecen religiosos —dijo Vimes—. Puede que encuentren algo. —Se giró—. Detritus, echa un vistazo, ¿quieres?

Detritus se detuvo en medio del acto de dibujar laboriosamente una silueta de tiza alrededor del cuerpo.

—Síseñor. ¿Qué buscamos, señor?

—Cualquier cosa que encuentres.

—Sí, señor.

Con un gruñido, Vimes se agachó y dio unos golpecitos a una mancha gris que había en el suelo.

—Polvo —dijo.

—A veces sale en el suelo, señor —dijo Detritus, solícito.

—Solo que este es blanquecino. Y estamos sobre tierra negra —dijo Vimes.

—Ah —dijo el sargento Detritus—. Una Pista. —Podría ser simple polvo, claro.

Había algo más. Alguien había hecho un intento de ordenar los libros. Habían amontonado varias docenas de ellos en una torre alta y pulcra, de un libro de anchura, con los libros más grandes debajo y todos los bordes alineados con precisión geométrica.

—Esto sí que no lo entiendo —dijo Vimes—. Hay una pelea. Al viejo lo atacan salvajemente. Luego alguien, tal vez él mismo al morir o tal vez el asesino, escribe algo usando la sangre del pobre hombre. Lo enrolla bien enrolladito y se lo mete en la boca como si fuera una piruleta. Luego el hombre se muere y alguien le cierra los ojos y lo coloca bien y hace un montón con todos los libros y… ¿y luego qué? ¿Sale a ese bullicio hirviente que es Ankh-Morpork?

El honesto ceño del sargento Detritus se arrugó por el esfuerzo de pensar.

—¿Puede… puede que haya una pisada fuera de la ventana? —preguntó—. Eso siempre es una pista que vale la pena buscar.

Vimes suspiró. Detritus, a pesar de tener un coeficiente intelectual de temperatura ambiente, era un buen poli y un sargento de narices. Tenía ese tipo especial de estupidez a la que resultaba difícil engañar. Pero la única cosa más difícil que hacer que pillara una idea era hacer que la soltara. [8]

—Detritus —dijo, con toda la amabilidad que pudo—, al otro lado de la ventana hay una caída de diez metros al río. No va haber… —Hizo una pausa. Después de todo, aquel era el río Ankh—. A estas alturas cualquier huella se habrá vuelto a llenar —se corrigió—. Casi seguro.

Miró afuera, sin embargo, por si acaso. Debajo de él el río gorgoteaba y siseaba. No había pisadas, ni siquiera en la famosa costra de su superficie. Pero sí había otra mancha de polvo en la repisa.

Vimes rascó un poco del mismo y lo olió.

—Parece la misma arcilla blanca.

No se le ocurría ningún sitio cerca de la ciudad donde hubiera arcilla blanca. En cuanto uno salía de las murallas no había más que marga negra y espesa hasta llegar a las montañas del Carnero. Cualquiera que cruzara esa marga sería cinco centímetros más alto después de atravesar cualquier prado.

—Arcilla blanca —dijo—. ¿Dónde demonios hay terrenos de arcilla blanca por aquí cerca?

—Es un misterio —dijo Detritus.

Vimes sonrió sin alegría. Sí que era un misterio. Y a él no le gustaban los misterios. Los misterios tenían la costumbre de crecer si no se resolvían deprisa. Los misterios criaban.

Los simples asesinatos sucedían a todas horas. Y habitualmente, hasta Detritus podía resolverlos. Si había una mujer angustiada de pie junto a su marido desplomado, con un atizador en forma de L en la mano y diciendo llorosamente: «¡Nunca tendría que haber dicho eso de nuestro Neville!», poco se podía hacer para alargar el caso más allá de la siguiente pausa para el café. Y cuando diversos hombres o partes de ellos estaban colgados de o clavados a diversas partes del mobiliario del Tambor Remendado un sábado por la noche, y el resto de la clientela estaba poniendo cara de inocencia, ni siquiera hacía falta una inteligencia detrítica para imaginarse lo que había estado pasando.

Echó un vistazo al difunto padre Tubelcek. Era asombroso que hubiera sangrado tanto, con sus brazos como varillas para limpiar tuberías y su pecho parecido a una parrilla para servir tostadas. Estaba claro que no había podido presentar mucha batalla.

Vimes se agachó y levantó suavemente uno de los párpados del cadáver. Un ojo de color azul lechoso con el centro negro se lo quedó mirando desde donde fuera que estaba ahora el viejo sacerdote.

Un anciano religioso que vivía en un par de cuartuchos diminutos y que obviamente no salía mucho, a juzgar por el olor. ¿Qué clase de amenaza podía…?

El agente Visita asomó la cabeza por la puerta.

—Hay un enano aquí sin cejas y con la barba chamuscada que dice que usted le ha dicho que venga, señor —dijo—. Y algunos ciudadanos dicen que el padre Tubelcek es su sacerdote y que quieren darle un entierro decente.

—Ah, debe de ser Culopequeño. Hágale subir —pidió Vimes, irguiéndose—. A los otros, dígales que tendrán que esperar.

Culopequeño subió la escalera, contempló la escena y consiguió llegar a la ventana a tiempo para vomitar.

—¿Mejor? —preguntó Vimes al cabo de un momento.

—Esto… sí. Espero que sí.

—Pues lo dejo en sus manos.

—Esto… ¿qué es lo que quiere que haga exactamente? —preguntó Culopequeño, pero Vimes ya estaba en mitad de la escalera.

* * *

Angua gruñó. Era la señal de que Zanahoria podía volver a abrir los ojos.

Las mujeres, tal como Colon le comentó una vez a Zanahoria cuando pensó que el chico necesitaba consejo, podían ser raras con algunas cosillas. Tal vez no les gustaba que las vieran sin maquillaje, o insistían en comprar maletas más pequeñas que los hombres a pesar de que siempre llevaban más ropa. En el caso de Angua, no le gustaba que la vieran en route de la forma humana a la de mujer loba, o viceversa. Era solo una manía, decía ella. Zanahoria podía verla en cualquiera de las dos formas, pero no en las diversas que ocupaba entre medio, por si acaso no quería volver a verla nunca más.

Visto con ojos de hombre lobo, el mundo era distinto.

Para empezar, era en blanco y negro. Por lo menos, aquella pequeña parte del mundo que como humana consideraba la «visión» era monocroma: ¿pero a quién le importaba que aquella visión tuviera que ocupar el asiento de atrás cuando era el olor el que iba al volante, riendo y sacando el brazo por la ventanilla y haciendo gestos maleducados a todos los demás sentidos? Después, ella siempre recordaba los aromas como colores y sonidos. La sangre era de color marrón intenso y profundamente grave, el pan rancio era de un sorprendente azul brillante que tintineaba, y cada ser humano era una sinfonía calidoscópica cuatridimensional. Porque la visión nasal implicaba ver a lo largo del tiempo además de en el espacio: un hombre podía permanecer quieto durante un minuto y una hora más tarde seguía allí, para la nariz, y su olor apenas se había disipado.

Estuvo rondando por los pasillos del Museo del Pan de los Enanos con el hocico pegado al suelo. Luego salió un momento al callejón y probó allí también.

Al cabo de cinco minutos regresó correteando con Zanahoria y volvió a darle la señal.

Cuando él abrió de nuevo los ojos ella se estaba poniendo la camisa por la cabeza. En aquello sí que los humanos se llevaban la palma. Nada podía superar un par de manos.

—Creía que estarías en la calle siguiendo a alguien —dijo él.

—¿Siguiendo a quién? —preguntó Angua.

—¿Perdona?

—Lo puedo oler a él, a ti y al pan, y eso es todo.

—¿Nada más?

—Suciedad. Polvo. Lo normal. Ah, hay algunos rastros viejos, de hace días. Sé que tú estuviste aquí la semana pasada, por ejemplo. Hay montones de olores. A grasa, a carne, a resina de pino por alguna razón, a comida vieja… pero puedo jurar que en el último día más o menos aquí no ha habido nadie vivo más que él y nosotros.

—Pero tú me dijiste que todo el mundo deja un rastro.

—Y es verdad.

Zanahoria miró al difunto conservador del museo. Daba igual qué palabras eligiera uno para explicarlo, o lo mucho que uno ampliara la definición, definitivamente el tipo no podía haberse suicidado. No con una hogaza de pan.

—¿Vampiros? —dijo Zanahoria—. Pueden volar…

Angua suspiró.

—Zanahoria, yo lo sabría si hubiera venido aquí un vampiro en el último mes.

—Hay casi medio dólar en peniques en el cajón —dijo Zanahoria—. Y en todo caso, un ladrón vendría a robar el Pan de Batalla, ¿no? Es un artefacto cultural muy valioso.

—¿Tenía el pobre hombre algún pariente? —preguntó Angua.

—Tiene una hermana anciana, creo. Yo vengo una vez al mes para charlar un rato. Me deja tocar las piezas, ya sabes.

—Debe de ser divertido —dijo Angua, antes de poder refrenarse.

—Es muy… satisfactorio, sí —dijo Zanahoria en tono solemne—. Me recuerda a mi tierra.

Angua suspiró y entró en la sala que había al fondo del pequeño museo. Era como los cuartos traseros de todos los museos, llenos de basura y de cosas para las que no hay sitio en los estantes y también de objetos de procedencia dudosa, como monedas con la fecha «52 a. C.». Había algunas mesas de trabajo cubiertas de esquirlas de pan de enanos, un ordenado mueble para herramientas con martillos de amasar de varios tamaños y papeles por todas partes. En una de las paredes, y ocupando una gran parte de la sala, había un horno.

—Se dedica a investigar viejas recetas —dijo Zanahoria, que parecía pensar que tenía que promocionar el talento del anciano hasta después de muerto.

Angua abrió la portezuela del horno. El calor invadió la sala.

—Menudo pedazo de horno —dijo—. ¿Qué son estas cosas?

—Ah… veo que ha estado haciendo polvorones —dijo Zanahoria—. Bastante letales en combate corto.

Ella cerró la portezuela.

—Volvamos a Pseudópolis Yard y que envíen a alguien para… —Angua se detuvo.

Siempre había momentos peligrosos, justo después del cambio de forma y tan cerca de la luna llena. No eran tan malos cuando era una loba. Seguía siendo igual de inteligente, o por lo menos se sentía igual de inteligente, aunque como la vida era mucho más sencilla lo más probable es que simplemente tuviera una inteligencia extraordinaria para una loba. Era al volver a ser humana cuando las cosas se ponían difíciles. Durante unos minutos, hasta que el campo mórfico se reasentaba por completo, todos sus sentidos seguían alerta. Los olores seguían siendo increíblemente intensos, y sus oídos podían percibir sonidos muy por encima del raquítico espectro humano. Y podía pensar más sobre las cosas que experimentaba. Un lobo podía olfatear una farola y saber que el viejo Bonzo había pasado por allí el día anterior, y que no se encontraba bien del todo, y que su dueño todavía le estaba dando de comer callos, pero una mente humana podía además pensar en los porqués de las cosas.

—Hay algo más —dijo, e inspiró suavemente—. Débil. Algo que no está vivo. Pero… ¿no lo hueles? Algo parecido al polvo pero no exactamente. Es como… amarillo anaranjado.

—Hum… —dijo Zanahoria, con tacto—. No todos tenemos tu nariz.

—Lo he olido antes, en alguna parte de esta ciudad. No recuerdo dónde… Es fuerte. Más fuerte que el resto de los olores. Es un olor como a barro.

—Ja, bueno, en estas calles…

—No, no es… exactamente barro. Es más nítido. Más agudo.

—¿Sabes? A veces te envidio. Tiene que estar bien ser un lobo. Aunque sea un rato.

—Tiene sus inconvenientes. —«Como las pulgas», pensó, mientras cerraban el museo. «Y la comida. Y esa sensación constante y molesta de que tendrías que estar llevando tres sujetadores a la vez».

No paraba de decirse a sí misma que lo tenía bajo control, y en cierta forma era verdad. En las noches de luna rondaba por la ciudad y vale, de vez en cuando caía algún pollo, pero ella siempre se acordaba de dónde había sido y al día siguiente volvía para meter algún dinero por debajo de la puerta.

No era fácil ser una vegetariana que al día siguiente tenía que sacarse trocitos de carne de entre los dientes. Pero sin duda lo tenía por la mano.

«Sin duda», se aseguró a sí misma.

Era la mente de Angua la que rondaba por las noches, no una mente de mujer loba. De eso estaba casi segura. Una mente de mujer loba no se conformaría con los pollos, ni de lejos.

Se estremeció.

¿A quién estaba engañando? De día era fácil ser vegetariana. Lo que costaba de verdad era evitar volverse humanoriana por las noches.

* * *

Los primeros relojes empezaban a dar las once cuando el palanquín de Vimes se detuvo meciéndose delante del palacio del patricio. Al comandante Vimes le empezaban a fallar las piernas, pero subió cinco pisos de escaleras corriendo tan deprisa como pudo y se desplomó en una silla del salón de espera. Pasaron los minutos.

No se llamaba a la puerta del patricio. El te hacía entrar con la certeza absoluta de que estarías allí.

Vimes se reclinó en el asiento y disfrutó del momento de paz.

Algo en el interior de su abrigo hizo: «¡Bing bing bíngueli bing!».

Suspiró, sacó un paquete encuadernado en cuero del tamaño de un libro pequeño y lo abrió.

Una cara amistosa pero ligeramente preocupada miró hacia arriba desde su jaula.

—¿Sí? —dijo Vimes.

—Once de la mañana. Cita con el patricio.

—¿Sí? ¿Y bien? Ya son y cinco.

—Ah. Entonces ya la ha tenido, ¿no? —dijo el diablillo.

—No.

—¿Quiere que siga recordándoselo o qué?

—No. Además, no me recordaste lo del Colegio de Armas a las diez.

El diablillo puso cara de pánico.

—Pero eso es el martes, ¿no? Yo habría jurado que es el martes.

—Fue hace una hora.

—Oh —el diablillo se quedó abatido—. Esto. Vale. Lo siento. Ejem. Eh, puedo decirle qué hora es en Klatch, si quiere. O en Genua. O en Hunghung. En cualquiera de esos lugares. Elija usted.

—No necesito saber qué hora es en Klatch.

—Pero podría —dijo el diablillo, a la desesperada—. Piense en lo impresionada que se quedaría la gente si, durante un momento aburrido de la conversación, usted pudiera decir: «Por cierto, ahora mismo en Klatch es hace una hora». O en Bes Pelargic. O en Efebia. Pregúnteme. Vamos. No importa. En cualquiera de esos sitios.

Vimes suspiró para sus adentros. Él tenía un cuaderno. Y tomaba notas en él. Siempre resultaba útil. Y entonces Sybil, que los dioses la bendijeran, le había dado aquel diablillo con quince funciones que hacía tantas otras cosas, aunque por lo visto al menos diez de aquellas funciones consistían en disculparse por su ineficacia en las otras cinco.

—Podrías anotar un memorando —dijo Vimes.

—¡Uau! ¿De verdad? ¡Caray! Vale. Claro. No hay problema.

Vimes carraspeó.

—Ver al cabo Nobbs tema puntualidad. También tema título de conde.

—Esto… lo siento, ¿eso era el memorando?

—Sí.

—Lo siento, había que decir «memorando» al principio. Estoy bastante seguro de que está en el manual.

—Muy bien. Pues eso era el memorando.

—Lo siento, tiene que decirlo otra vez.

—Memorando: ver al cabo Nobbs tema puntualidad. También tema título de conde.

—Lo tengo —dijo el diablillo—. ¿Quiere que le recuerde esto a alguna hora en particular?

—¿A la hora de aquí? —preguntó Vimes en tono malicioso—. ¿O a la hora de Klatch, por ejemplo?

—De hecho, puedo decirle qué hora es…

—Creo que lo voy a apuntar en mi cuaderno, si no te importa —dijo Vimes.

—Oh, bueno, si lo prefiere, puedo reconocer la escritura —dijo el diablillo con orgullo—. Soy bastante avanzado.

Vimes sacó su cuaderno y lo sostuvo en alto.

—¿Como esto? —preguntó.

El diablillo miró un momento con el ceño fruncido.

—Sí —dijo—. Eso es escritura, estoy bastante seguro. Palitos, lacitos, todo unido entre sí. Sí. Escritura. La reconocería en cualquier parte.

—¿No tendrías que decirme qué es lo que dice?

El diablillo puso cara de recelo.

—¿Lo que dice? —preguntó—. ¿Se supone que hace ruidos?

Vimes guardó el cuaderno gastado y cerró la tapa del organizador. Luego se reclinó en el asiento y regresó a su espera.

Alguien muy listo —ciertamente alguien mucho más listo que quien fuera que había adiestrado a aquel diablillo— debía de haber fabricado el reloj de la sala de espera del patricio. Hacía tictac como todos los relojes. Pero por alguna razón, en contra de toda la práctica horológica habitual, el tic y el tac eran irregulares. Tic tac tic… y luego, transcurrida apenas una fracción de segundo adicional… tac tic tac… y luego un tic una fracción de segundo antes de cuando el oído de la mente la esperaba. El efecto bastaba, al cabo de diez minutos, para convertir los procesos intelectuales de incluso los individuos más preparados en algo parecido a las gachas. El patricio debía de haber pagado mucho al relojero.

El reloj dijo once y cuarto.

Vimes se acercó a la puerta, y, a pesar de los precedentes, llamó con suavidad.

Del interior no vino ningún ruido, ningún murmullo de voces lejanas.

Probó la manecilla. La puerta no estaba cerrada con llave. Lord Vetinari siempre había dicho que la puntualidad era la cortesía de los príncipes. Vimes entró.

* * *

Jovial rascó diligentemente el polvo blanco y quebradizo y luego examinó el cadáver del difunto padre Tubelcek.

La anatomía era una disciplina importante en el Gremio de Alquimistas, debido a la antigua teoría de que el cuerpo humano era un microcosmos del universo, aunque cuando se veía un cuerpo abierto en canal costaba imaginar qué parte del universo era pequeña y de color morado y hacía plomp-plomp al tantearla. Pero en cualquier caso los alquimistas tendían a ir pillando la anatomía sobre la marcha, y a veces también sobre las paredes. Cuando los nuevos estudiantes probaban un experimento que salía particularmente exitoso en términos de fuerza explosiva, a menudo el resultado era un cruce entre una remodelación generalizada del laboratorio y una partida del Caza-El-Otro-Riñón.

Al hombre lo habían matado golpeándolo repetidamente en la cabeza. Eso era lo único que se podía decir. Con alguna clase de instrumento romo y muy pesado. [9]

¿Qué más esperaba Vimes que hiciera Jovial?

Examinó con atención el resto del cuerpo. No había más señales evidentes de violencia, aunque… el hombre tenía unas cuantas salpicaduras de sangre en los dedos. También era verdad que había sangre por todas partes.

Había un par de uñas rotas. Tubelcek había opuesto resistencia, o por lo menos había intentado cubrirse con las manos.

Jovial examinó los dedos más de cerca. Había algo incrustado debajo de las uñas. Algo que brillaba en tono cerúleo, como la grasa espesa. No tenía ni idea de por qué estaba allí, pero tal vez su trabajo consistiera en descubrirlo. Se sacó concienzudamente un sobre del bolsillo y raspó aquella sustancia, la metió dentro, selló el sobre y lo numeró.

Luego sacó el iconógrafo de la caja y se preparó para sacar una pintura del cadáver.

Y al hacerlo, algo le llamó la atención.

El padre Tubelcek seguía allí en el suelo, con un ojo todavía abierto tal como Vimes se lo había dejado, haciéndole un guiño a la eternidad.

Jovial miró más de cerca. Le parecía que se lo había imaginado, pero…

Ni siquiera ahora las tenía todas consigo. La mente podía jugar malas pasadas.

Abrió la portezuela del iconógrafo y habló con el diablillo que había dentro.

—¿Puedes hacer una pintura de su ojo, Sydney? —dijo.

El diablillo miró con el ojo fruncido a través de la lente.

—¿Solamente del ojo? —chilló.

—Sí. Lo más grande que puedas.

—Está usted enfermo, señor.

—Y cállate —dijo Jovial.

Dejó la caja apoyada en la mesa y se reclinó hacia atrás. Del interior de la caja venía el frufrú de las pinceladas. Al final se oyó el ruido de una manecilla al girar y de una ranura salió con un susurro una pintura ligeramente húmeda.

Jovial la miró fijamente. Luego dio unos golpecitos en la caja. La trampilla se abrió.

—¿Sí?

—Más grande. Tan grande que llene el papel entero. De hecho —Jovial entrecerró los ojos para escrutar la pintura que tenía en las manos—, pinta solamente la pupila. La parte del centro.

—¿Hasta que llene el papel entero? Es usted raro.

Jovial colocó la caja más cerca. Se oyó un ruidito de engranajes mientras el diablillo hacía girar las lentes hacia fuera y luego unos segundos más de pinceladas ajetreadas.

Salió otra pintura húmeda. Que mostraba un disco grande y negro.

Bueno… casi del todo negro.

Jovial miró más de cerca. Había un asomo, un mero asomo… Volvió a llamar a la caja.

—¿Sí, señor Enano Persona Rara? —preguntó el diablillo.

—La parte del medio. Tan grande como puedas, gracias.

Las lentes se proyectaron todavía más hacia fuera.

Jovial esperó con ansia. En la sala de al lado, Detritus deambulaba con paciencia.

El papel salió por tercera vez y la trampilla se abrió.

—Eso es todo —dijo el diablillo—. Se me ha acabado el negro.

Y el papel, en efecto, era negro… salvo por el área diminuta que no lo era.

La puerta de la escalera se abrió de golpe y el agente Visita entró, llevado en volandas por el empuje de una pequeña multitud. Jovial se metió el papel en el bolsillo con aire culpable.

—¡Esto es intolerable! —exclamó un hombre bajito con una barba larga y negra—. ¡Exigimos que nos dejen entrar! ¿Quién es usted, joven?

—Soy Jo… Soy el cabo Culopequeño —dijo Jovial—. Mire, tengo una placa…

—Bueno, cabo —dijo el hombre—, ¡yo soy Wengel Raddley y soy un hombre con cierta posición en esta comunidad y le exijo que nos entregue al pobre padre Tubelcek ahora mismo!

—Estamos, esto, estamos intentando descubrir quién lo ha matado —empezó a decir Jovial.

Algo se movió detrás de Jovial y de repente las caras que tenía delante parecieron muy preocupadas. Se giró y vio a Detritus en el umbral de la habitación contigua.

—¿Todo bien? —preguntó el troll.

La fortuna al alza de la Guardia había permitido a Detritus tener una coraza como era debido en lugar de un trozo de armadura de batalla para elefantes. Tal como era práctica habitual con los uniformes de los sargentos, el armero había intentado imprimirle representaciones estilizadas de músculos. En el caso de Detritus, no había sido capaz de hacer que entraran todos.

—¿Hay algún problema? —preguntó.

La multitud retrocedió.

—Ninguno en absoluto, agente —dijo el señor Raddley—. Usted, esto, ha surgido de repente, eso es todo…

—Correcto —dijo Detritus—. Soy un surgidor. Muchas veces pasa de repente. Entonces, ¿no hay problema?

—Ningún problema en absoluto, agente.

—Los problemas, qué cosa asombrosa —rugió Detritus en tono meditabundo—. Siempre estoy buscando problemas y cuando los encuentro la gente dice que no están allí.

El señor Raddley recuperó la compostura.

—Pero queremos llevarnos al padre Tubelcek para enterrarlo —dijo.

Detritus se giró hacia Jovial Culopequeño.

—¿Ya está todo lo que tenías que hacer?

—Supongo que sí…

—¿El muerto?

—Oh, sí.

—¿Se va a poner mejor?

—¿Mejor que muerto? Lo dudo.

—Muy bien, entonces ya se lo pueden llevar.

Los dos miembros de la Guardia se hicieron a un lado mientras se llevaban el cadáver escaleras abajo.

—¿Por qué hacías pinturas del hombre muerto? —preguntó Detritus.

—Bueno, esto, podría ser útil ver cómo estaba colocado.

Detritus asintió con expresión de sabiduría.

—Conque colocado, ¿eh? Y eso que era un hombre de la iglesia…

Culopequeño sacó la pintura y la volvió a mirar. Era casi toda negra. Pero…

Un agente apareció al pie de la escalera.

—¿Hay alguien ahí arriba que se llame —se oyó una risita ahogada-Jovial Culopequeño?

—Sí —dijo Culopequeño en tono lúgubre.

—Bueno, pues el comandante Vimes dice que tienes que ir al palacio del patricio ahora mismo, ¿vale?

—Estás hablando con el investigador Culopequeño —dijo Detritus.

—Da igual —dijo Culopequeño—. Nada puede empeorarlo.

* * *

El rumor es información destilada tan finamente que puede filtrarse por cualquier parte. No le hacen falta puertas ni ventanas, y a veces ni tan solo le hace falta gente. Puede existir libre y en estado salvaje, saltando de oreja en oreja sin siquiera tocar unos labios.

Ya se había escapado. Desde la alta ventana del dormitorio del patricio, Sam Vimes pudo ver que se acercaba gente al palacio. No era una muchedumbre —ni siquiera era lo que se dice una multitud—, pero el movimiento browniano de las calles estaba impulsando cada vez más y más gente en su dirección.

Se relajó un poco cuando vio entrar a un par de guardias por las puertas.

En la cama, lord Vetinari abrió los ojos.

—Ah… comandante Vimes —murmuró.

—¿Qué ha pasado, señor? —dijo Vimes.

—Parece que estoy acostado, Vimes.

—Estaba usted en su despacho, señor. Inconsciente.

—Cielos. Debo de haberme… excedido un poco. Bueno, gracias. Si quiere usted tener la amabilidad de… ayudarme a levantarme…

Lord Vetinari intentó levantarse, se bamboleó y cayó desplomado. Tenía la cara pálida. El sudor le empapaba la frente.

Alguien llamó a la puerta. Vimes la abrió un poco.

—Soy yo, señor. Fred Colon. Traigo un mensaje. ¿Cómo va todo?

—Ah, Fred. ¿A quién tienes ahí por ahora?

—Somos yo y el agente Pedernal y el agente Tortazo, señor.

—Bien. Que alguien vaya a mi casa y le diga a Willikins que me traiga mi uniforme de calle. Y mi espada y mi ballesta. Y una bolsa con cosas para pasar la noche fuera. Y unos cuantos puros. Y decidle a lady Sybil… decidle a lady Sybil… bueno, que le digan a lady Sybil que tengo cosas que hacer por aquí, eso es todo.

—¿Qué está pasando, señor? ¡Alguien ahí abajo ha dicho que lord Vetinari está muerto!

—¿Muerto? —murmuró el patricio desde su cama—. ¡Tonterías! —Se levantó de golpe, sacó las piernas de la cama y se dobló por la mitad. Fue un desplome lento y espantoso. Lord Vetinari era un hombre alto, así que cayó desde muy arriba. Y lo hizo doblando una articulación detrás de otra. Primero le fallaron los tobillos y cayó de rodillas. Sus rodillas dieron en el suelo con un ruido seco y entonces se le dobló la cintura. Por fin su frente rebotó contra la moqueta.

—Oh —dijo.

—Su señoría está un poco… —empezó Vimes. Luego agarró a Colon y lo sacó a rastras de la sala—. Creo que lo han envenenado, Fred, esa es la verdad.

Colon puso cara de horror.

—¡Por los dioses! ¿Quiere que vaya a buscar a un médico?

—¿Estás loco? ¡Queremos que viva!

Vimes se mordió el labio. Había dicho las palabras que tenía en mente, y ahora, sin duda, el humo tenue del rumor se alejaría flotando por la ciudad.

—Pero alguien tendría que echarle un vistazo… —dijo en voz alta.

—¡Maldición, sí! —dijo Colon—. ¿Quiere que vaya a buscar a un mago?

—¿Cómo sabemos que no ha sido uno de ellos? —¡Por los dioses!

Vimes trató de pensar. Todos los médicos de la ciudad trabajaban para los gremios, y todos los gremios odiaban a Vetinari, así que…

—Cuando tengas bastante gente como para enviar a un mensajero, mándalo a los establos de allá en la calle Reyes Abajo a buscar a Jimmy Dónut —dijo.

Colon pareció todavía más sobresaltado.

—¿Dónut? ¡Pero si no sabe nada de medicina! ¡Se dedica a dopar caballos de carreras!

—Tú tráelo, Fred.

—¿Y si no quiere venir?

—Entonces dile que el comandante Vimes sabe por qué Risitas no ganó los Cien Dólares de Quirm la semana pasada, y dile que sé que Chrysoprase el troll perdió diez mil en esa carrera.

Colon estaba impresionado.

—Tiene una mente retorcida, señor.

—Dentro de nada esto va a empezar a llenarse de gente. Quiero un par de guardias frente a la puerta de esta habitación, preferentemente trolls o enanos, y nadie puede entrar sin mi permiso, ¿de acuerdo?

A Colon se le retorció la cara mientras varias emociones luchaban para abrirse paso en ella. Por fin consiguió decir:

—Pero… ¿envenenado? ¡Si tiene gente que le prueba la comida y todo!

—Entonces tal vez haya sido uno de ellos, Fred.

—¡Por los dioses, señor! No confía usted en nadie, ¿verdad?

—No, Fred. Por cierto, ¿has sido tú? Es broma —añadió Vimes rápidamente, ya que la cara de Colon amenazó con estallar en lágrimas—. Anda, ve. No tenemos mucho tiempo.

Vimes cerró la puerta y se apoyó en ella. Luego giró la llave en la cerradura y colocó una silla debajo de la manecilla.

Por fin recogió al patricio del suelo y lo volvió a colocar en la cama. El hombre soltó un gruñido y los párpados le temblaron.

«Veneno —pensó Vimes—. Lo peor que hay. No hace ruido, el envenenador puede estar a kilómetros de distancia, no se puede ver, muchas veces no huele ni tiene sabor, puede estar en cualquier parte… y ahí está, haciendo su trabajo…».

El patricio abrió los ojos.

—Querría un vaso de agua —pidió.

Junto a la cama había una jarra y un vaso. Vimes cogió la jarra y vaciló.

—Mandaré a alguien a traerlo —dijo.

Lord Vetinari parpadeó, muy despacio.

—Ah, sir Samuel —dijo—, ¿pero en quién se puede confiar?

* * *

Para cuando Vimes bajó la escalera ya se había congregado una multitud en la gran cámara de audiencias. Se dedicaban a pulular, preocupados e inseguros, y como todos los hombres importantes de todas partes, cuando estaban preocupados e inseguros se ponían furiosos.

El primero en abordar a Vimes fue el señor Boggis del Gremio de Ladrones.

—¿Qué está pasando, Vimes? —exigió saber.

Su mirada se encontró con la de Vimes.

—Quiero decir sir Samuel —dijo, perdiendo cierta cantidad de aplomo.

—Creo que lord Vetinari ha sido envenenado —dijo Vimes.

Los murmullos de fondo se detuvieron. Boggis se dio cuenta de que, como la pregunta la había hecho él, ahora todos lo estaban mirando.

—Esto… ¿de forma fatal? —preguntó.

En el silencio que siguió, un alfiler habría provocado un estruendo.

—Todavía no —dijo Vimes.

Por todo el salón la gente giró la cabeza. El centro de la atención universal era el doctor Downey, jefe del Gremio de Asesinos. Downey asintió.

—No estoy al corriente de ningún acuerdo en relación a lord Vetinari —dijo—. Además, tal como estoy seguro de que sabe todo el mundo, hemos establecido el precio para el patricio en un millón de dólares.

—¿Y quién tiene una cantidad así de dinero? —dijo Vimes.

—Bueno… usted, por ejemplo, sir Samuel —dijo Downey. Hubo algunas risas nerviosas.

—En cualquier caso, queremos ver a lord Vetinari —dijo Boggis.

—No.

—¿No? ¿Y por qué no, si puede saberse?

—Órdenes del médico.

—¿En serio? ¿De qué médico?

Detrás de Vimes, el sargento Colon cerró los ojos.

—El doctor James Folsom —dijo Vimes. Pasaron unos segundos antes de que alguien cayera en la cuenta.

—¿Cómo? No puede referirse a… ¿Jimmy Dónut? ¡Pero si es un veterinario de caballos!

—Eso tengo entendido —dijo Vimes.

—¿Pero por qué?

—Porque muchos de sus pacientes sobreviven —dijo Vimes. Levantó las manos mientras las protestas arreciaban—. Y ahora, caballeros, tengo que dejarles. En alguna parte hay un envenenador. Me gustaría encontrarlo antes de que se convierta en asesino.

Y volvió a subir la escalera, intentando no hacer caso de los gritos tras su espalda.

—¿Está seguro de lo del viejo Dónut, señor? —preguntó Colon, alcanzándolo.

—Bueno, ¿tú confías en él? —dijo Vimes.

—¿En Dónut? ¡Por supuesto que no!

—Exacto. No es de fiar, así que no confiamos en él. Hasta ahí todo bien. Pero yo lo he visto revivir a un caballo cuando todo el mundo decía que estaba para ir al matadero. Los médicos de caballos tienen que conseguir resultados, Fred.

Y aquello era bastante cierto. Cuando un médico, después de muchas sangrías y auscultaciones, se encontraba con que el paciente se había muerto de pura desesperación, siempre podía decir: «Ay, cielos, es la voluntad de los dioses, son treinta dólares, por favor», y salir de allí con toda libertad. Esto se debía a que los seres humanos, técnicamente, no valen nada. Un buen caballo de carreras, por otro lado, podía valer veinte mil dólares. Un veterinario que lo dejara marcharse demasiado pronto a ese enorme prado cercado que hay en el cielo podía esperar oír un día una voz, procedente de un callejón oscuro, diciéndole algo como: «El señor Chrysoprase está muy molesto», y descubrir que lo poco que le quedaba de vida estaba lleno de incidentes.

—Parece que nadie sabe dónde están el capitán Zanahoria y Angua —dijo Colon—. Es su día libre. Y Nobby está desaparecido.

—Bueno, eso es algo que agradecer…

—Bíngueli, bíngueli, bong bip —dijo una voz desde el bolsillo de Vimes.

Vimes sacó el pequeño organizador y levantó la tapa.

—¿Sí?

—Esto… Doce del mediodía —dijo el diablillo—. Comida con lady Sybil.

Se quedó mirando sus caras.

—Esto… es correcto, ¿no? —dijo.

* * *

Jovial Culopequeño se limpió la frente.

—El comandante Vimes tiene razón. Podría ser arsénico —dijo—. A mí me parece envenenamiento con arsénico. Mire qué color tiene.

—Cosa mala —dijo Jimmy Dónut—. ¿Se ha estado comiendo su lecho?

—Me parece que están todas las sábanas, así que supongo que la respuesta es no.

—¿Cómo está meando?

—Ejem. De la forma normal, supongo.

Dónut chasqueó la lengua contra los dientes. Tenía una dentadura asombrosa. Era lo segundo en lo que más se fijaba la gente cuando lo miraba. Sus dientes eran del mismo color que el interior de una tetera sin lavar.

—Hazlo caminar un poco con la rienda suelta —dijo.

El patricio abrió los ojos.

—Es usted médico, ¿verdad?

Jimmy Dónut lo miró indeciso. No estaba acostumbrado a pacientes que pudieran hablar.

—Bueno, sí… Tengo muchos pacientes —dijo.

—¿De veras? Pues yo no soy precisamente paciente —dijo el patricio. Intentó levantarse de la cama pero volvió a hundirse en ella.

—Voy a preparar un bebedizo —dijo Jimmy Dónut, apartándose—. Tienes que cogerle el morro y echárselo en la garganta dos veces al día, ¿de acuerdo? Y nada de avena.

Salió a toda prisa, dejando a Jovial a solas con el patricio.

El cabo Culopequeño examinó la sala. Vimes no le había dado muchas instrucciones. Le había dicho: «Estoy seguro de que no han sido los que le prueban la comida. Seguro que saben que les pueden obligar a comerse el plato entero. Aun así, haremos que Detritus hable con ellos. Tú descubre el cómo, ¿vale? Y déjame a mí el quién».

Si no era un veneno que se comía ni se bebía, ¿qué otra cosa quedaba? Probablemente se podía poner en un paño y hacer que la víctima lo inhalara, o bien se lo podía verter un poco en el oído mientras dormía. O hacer que lo tocara. Tal vez un pequeño dardo… O la picadura de un insecto…

El patricio se agitó y observó a Jovial a través de unos ojos rojos y vidriosos:

—Dígame, joven. ¿Es usted policía?

—Esto… acabo de empezar, señor.

—Parece usted comulgar con el credo de los enanos.

Jovial no se molestó en contestar. No tenía sentido negarlo. De alguna forma, la gente se daba cuenta de que eras un enano simplemente echándote un vistazo.

—El arsénico es un veneno muy popular —dijo el patricio—. Tiene cientos de usos en el hogar. Los diamantes triturados estuvieron de moda durante centenares de años, a pesar de que no funcionaban. Y también las arañas gigantes, por alguna razón. El mercurio es para la gente que tiene paciencia y el agua fuerte para quienes no. La cantaridina tiene sus seguidores. Se puede hacer mucho con las secreciones de diversos animales. Los fluidos corporales de la oruga de la Mariposa Cuántica del Clima pueden dejar a un hombre bastante, bastante indefenso. Y a pesar de todo seguimos acudiendo al arsénico como si fuera un viejo, viejo amigo.

La voz del patricio sonaba algo soñolienta.

—¿No es cierto, joven Vetinari? Ciertamente, señor. Correcto. Pero entonces, ¿dónde lo ponemos, teniendo en cuenta que todo el mundo lo va a buscar? En el último sitio donde mirarían, señor. Mal. Una estupidez. Lo pondremos donde nadie miraría nunca…

La voz se redujo a un murmullo.

En las sábanas, pensó Jovial. O hasta en la ropa. Entrando por la piel, lentamente…

Jovial aporreó la puerta. Un guardia la abrió.

—Traed otra cama.

—¿Qué?

—Otra cama. De donde sea. Con sábanas limpias. Bajó la vista. La alfombra del suelo no era muy grande. Aun así, en un dormitorio, donde la gente podía caminar descalza… —Y llevaos esta alfombra y traed otra. ¿Qué más?

Detritus entró, saludó a Jovial con la cabeza y examinó la habitación con atención. Al cabo de un tiempo cogió una jarra de la mesa.

—Esto tendrá que valer —dijo—. Si quiere una más grande, que se la busque.

—¿Cómo? —preguntó Jovial.

—El viejo Dónut me ha dicho de tomar una muestra de aguas mayores —dijo Detritus, saliendo otra vez.

Jovial abrió la boca para detener al troll, pero luego se encogió de hombros. A fin de cuentas, cuantas menos cosas hubiera allí, mejor.

Y aquello parecía ser todo, a menos que se pusiera a arrancar el papel de las paredes.

* * *

Sam Vimes miró por la ventana.

Vetinari nunca se había preocupado mucho por la cuestión de los guardaespaldas. Sí que había empleado —es decir, todavía empleaba— probadores de comida, pero aquello era lo habitual. Eso sí, Vetinari había añadido su propio toque personal. A los probadores se les pagaba y se les trataba bien, y eran todos hijos del jefe de cocineros. Pero su principal mecanismo de protección era ser siempre un poquito más útil vivo que muerto, desde el punto de vista de todos. A los grandes y poderosos gremios no les caía bien, pero la idea de que él estuviera en el poder les gustaba mucho más que la idea de que alguien de un gremio rival ocupara el Despacho Oblongo. Además, lord Vetinari representaba la estabilidad. Era una estabilidad de tipo frío y clínico, pero parte de su genialidad consistía en haber descubierto que la estabilidad era lo que la gente quería por encima de todo.

Una vez le había dicho a Vimes, en aquella misma sala, y de pie frente a aquella misma ventana: «Creen que quieren buen gobierno y justicia para todos, Vimes, pero ¿qué es lo que ansian en realidad, en el fondo de sus corazones? Solamente que las cosas sigan yendo como siempre y que mañana sea más o menos igual que hoy».

Ahora Vimes se giró:

—¿Cuál es mi siguiente jugada, Fred?

—No sé, señor.

Vimes se sentó en la silla del patricio.

—¿Te acuerdas del patricio anterior?

—¿Del viejo lord Espasmo? Y del que había antes que él, lord Winder. Oh, sí. Eran malos como la peste, ya lo creo. Por lo menos este último no soltaba risitas ni llevaba vestidos de mujer.

«El pretérito imperfecto —pensó Vimes—. Ya se está infiltrando. No muy pretérito, pero sí bastante imperfecto».

—Están muy silenciosos abajo, Fred —dijo.

—Conspirar no suele armar mucho ruido, señor, por lo general.

—Vetinari no ha muerto, Fred.

—Noseñor. Pero no está exactamente al mando, ¿verdad?

Vimes se encogió de hombros.

—Supongo que no hay nadie al mando.

—Es posible, señor. Pero el tiempo dirá.

Colon estaba en postura rígida de firmes, con la mirada clavada en la media distancia y una voz cuidadosamente modulada para evitar cualquier asomo de emoción en las palabras.

Vimes reconoció la postura. Él también la usaba cuando le hacía falta.

—¿Qué quieres decir, Fred? —preguntó.

—Nada de nada, señor. Es una forma de hablar, señor.

Vimes se reclinó en el asiento.

«Esta mañana —pensó—, yo sabía lo que me deparaba el día. Iba a encargarme del maldito escudo de armas. Luego tenía mi reunión de siempre con Vetinari. Iba a leer algunos informes después del almuerzo, tal vez ir a ver cómo les va con la nueva Casa de la Guardia en la calle Chinchulín y acostarme temprano. Y ahora Fred está sugiriendo… ¿qué?».

—Escucha, Fred, si de verdad va a haber un nuevo gobernante, no seré yo.

—¿Quién va a ser, señor? —la voz de Colon seguía teniendo aquel tono lento y deliberado.

—¿Cómo lo voy a saber? Podría ser…

El vacío se abrió delante de él y notó cómo le absorbía los pensamientos.

—Estás hablando del capitán Zanahoria, ¿verdad, Fred?

—Es posible, señor. O sea, ninguno de los gremios dejaría que un tío de otro gremio fuera gobernante ahora, y a todo el mundo le cae bien el capitán Zanahoria, y bueno… se rumorea que es el heredero del trono, señor.

—De eso no hay pruebas, sargento.

—No soy quién para decirlo, señor. De eso no entiendo. No sé qué sería una prueba —dijo Colon, con solamente un pequeño asomo de desafío—. Pero tiene esa espada suya, y la marca de nacimiento en forma de corona, y… bueno, todo el mundo sabe que es rey. Por su krisma.

«Carisma —pensó Vimes—. Oh, sí. Zanahoria tiene carisma. Hace que pase algo en la cabeza de la gente. Puede convencer a un leopardo en plena carga para que se rinda y entregue sus dientes y se dedique a hacer trabajo benéfico para la comunidad, y eso sí que molestaría muchísimo a las ancianitas».

Vimes no se fiaba del carisma.

—No más reyes, Fred.

—Como usted diga, señor. Por cierto, Nobby ha aparecido.

—El día no para de complicarse, Fred.

—Dijo que tenía que hablar con él sobre todos esos funerales, señor…

—Supongo que el trabajo no se detiene. Muy bien, vete y dile que venga para aquí. Vimes se quedó solo.

No más reyes. Vimes tenía dificultades para poner en claro por qué tenía que ser así, por qué el concepto le revolvía las mismas entrañas. Al fin y al cabo, muchos de los patricios habían sido tan malos como cualquier rey. Y sin embargo… venían a ser… malos pero en términos igualitarios. Lo que hacía rechinar los dientes de Vimes era la idea de que los reyes eran una clase distinta de seres humanos. Una forma superior de vida.

Mágicos de algún modo. Pero, eh, parecía que algo de magia sí había de por medio. Ankh-Morpork todavía parecía estar infestada de Real Esto y Real Aquello, y de ancianos diminutos que cobraban unos cuantos peniques semanales por hacer tareas sin sentido, como el Maestro de las Llaves del Rey o el Guardián de las Joyas de la Corona, por mucho que no hubiera llaves ni por supuesto joyas.

La realeza era como los dientes de león. No importaba cuántas cabezas cortaras, las raíces seguían enterradas, esperando para brotar de nuevo.

Parecía ser una enfermedad crónica. Era como si hasta la persona más inteligente tuviera un pequeño punto ciego en la mente donde alguien había escrito: «Reyes. Qué buena idea». A quien fuera que había creado a la humanidad se le había escapado un fallo fundamental de diseño. Que era su tendencia a doblarse por las rodillas.

Se oyeron unos golpes en la puerta. No debería ser posible que unos golpes sonaran furtivos, y sin embargo aquellos lo conseguían. Tenían ecos armónicos. Y los ecos le decían al cerebelo: la persona que llama, si nadie responde, va a acabar abriendo la puerta de todos modos y colándose, después de lo cual sin duda robará todos los cigarrillos que haya por ahí, leerá cualquier correspondencia sobre la que pose la vista, abrirá unos cuantos cajones y echará un trago de tantas botellas de alcohol como encuentre, pero no va a llegar a cometer ningún crimen importante porque no es un criminal en el sentido de tomar decisiones morales, sino en el mismo en que una comadreja es malvada: le viene dado por su misma forma. Eran unos golpes que decían mucho por sí solos.

—Entra, Nobby —dijo Vimes en tono fatigado.

El cabo Nobbs se coló en la habitación. Otro de sus rasgos distintivos era que podía doblarse para avanzar con la misma eficacia que para andar de lado.

Hizo un saludo marcial incómodo.

En el cabo Nobbs había algo absolutamente inmutable, se dijo Vimes. Hasta Fred Colon se había adaptado a los cambios en la naturaleza de la Guardia de la Ciudad, pero nada podía alterar de ninguna forma al cabo Nobbs. No importaba qué le hicieras, en el cabo Nobbs siempre había algo fundamentalmente nóbbico.

—Nobby…

—¿Síseñor?

—Esto… siéntate, Nobby.

El cabo Nobbs puso cara de recelo. No era así como solían empezar los rapapolvos.

—Esto, Fred dijo que quería usted verme, señor Vimes, por el tema de los horarios…

—¿Cómo? ¿Yo? Ah, sí. Nobby, ¿a cuántos funerales de abuelas tuyas has ido de verdad?

—Esto… a tres… —dijo Nobby, incómodo.

—¿A tres?

—Resultó que Tata Nobbs no estaba muerta del todo la primera vez.

—¿Y entonces por qué te has tomado tanto tiempo libre?

—Prefiero no decirlo, señor…

—¿Por qué no?

—Porque se va a cabrear, señor.

—¿Cabrear?

—Ya sabe, señor… echar pestes.

—Puede que sí, Nobby. —Vimes suspiró—. Pero eso no será nada comparado con lo que volará por los aires si no me lo dices…

—Lo que pasa es que es el tricentri… el tricera… que el año que viene se celebran los trescientos años de la cosa esta, señor Vimes…

—¿Sí?

Nobby se humedeció los labios.

—No quería pedir días libres para el asunto. Fred dijo que usted era un poco sensible con el tema. Pero… sabe que soy miembro de los Huevos Pelados, señor…

Vimes asintió.

—Esos payasos que se disfrazan y fingen que luchan batallas antiguas con espadas sin afilar —dijo.

—La Sociedad de Recreación Histórica de Ankh-Morpork, señor —dijo Nobby, con un matiz de reproche en la voz.

—Eso he dicho.

—Bueno… Vamos a recrear la Batalla de Ankh-Morpork para las celebraciones, ¿sabe? Y eso quiere decir ensayos extra.

—Todo empieza a tener sentido —dijo Vimes, asintiendo con expresión fatigada—. O sea que has estado desfilando de arriba para abajo con tu pica de hojalata, ¿eh? ¿En horas de trabajo?

—Esto… no exactamente, señor Vimes… esto… He estado montando de arriba para abajo en mi caballo blanco, para ser sinceros…

—¡Ah! Jugando a ser general, ¿eh?

—Esto… un poco más que general, señor.

—Continúa.

La nuez de Nobby subió y bajó nerviosamente.

—Esto… voy a ser el rey Lorenzo, señor. Esto… ya sabe… el último rey, el rey al que su… esto…

El aire se congeló.

Tú… vas a ser… —empezó a decir Vimes, desgranando cada palabra como si fuera una sombría uva de la ira.

—Ya dije yo que se cabrearía —dijo Nobby—. Fred Colon también dijo que se cabrearía.

—¿Por qué vas a ser tú…?

—Lo echamos a suertes, señor.

—¿Y perdiste?

Nobby se encogió.

—Esto… no perdí exactamente, señor. No precisamente. Más bien es como que gané, señor. Todo el mundo quería ese papel. O sea, te dan un caballo y un buen disfraz y todo, señor. Y de verdad era un rey, a fin de cuentas, señor.

—¡Era un monstruo salvaje!

—Bueno, de eso hace mucho tiempo, señor —dijo Nobby, nervioso.

Vimes se tranquilizó un poco.

—¿Y quién sacó la bolita de interpretar a Carapiedra Vimes?

—Esto… esto…

¡Nobby!

Nobby bajó la cabeza.

—Nadie, señor. Nadie quería interpretarlo, señor. —El pequeño cabo tragó saliva, y luego se lanzó de cabeza con el aire de un hombre decidido a acabar con todo de una vez—. Así que estamos haciendo un muñeco de paja, señor, para que arda bien cuando lo arrojemos a la hoguera por la noche. Va a haber fuegos artificiales, señor —añadió, con una terrible certeza.

La cara de Vimes perdió toda expresión. Nobby prefería que la gente gritara. Le habían estado gritando durante la mayor parte de su vida. Aguantaba bien los gritos.

—Nadie quería ser Carapiedra Vimes —dijo Vimes con frialdad.

—Porque estaba en el bando que perdió y todo eso, señor.

—¿Que perdió? Los Cabezas de Hierro de Vimes ganaron. Gobernó la ciudad durante seis meses. Nobby se volvió a encoger.

—Sí, pero… en la Sociedad todo el mundo dice que no tendría que haberlo hecho, señor. Dicen que fue de pura chiripa, señor. Después de todo, lo superaban diez a uno, y tenía verrugas, señor. Y era un poco cabrón, señor, si lo pensamos bien. Le cortó la cabeza a un rey, señor. Hay que ser un tipo sin escrúpulos para hacer eso, señor. Sin ánimo de ofender, señor Vimes.

Vimes negó con la cabeza. ¿Qué importaba, al fin y al cabo? (Pero de alguna forma que importaba). De todo aquello hacía mucho tiempo. No importaba lo que creyeran un puñado de románticos degenerados. Los hechos eran los hechos.

—Muy bien, lo entiendo —dijo—. En realidad es casi gracioso. Porque hay algo más que tengo que decirte, Nobby.

—¿Síseñor? —dijo Nobby, con aspecto aliviado.

—¿Te acuerdas de tu padre?

Nobby pareció nuevamente al borde del pánico.

—¿Qué clase de pregunta es esa para hacerle a alguien de repente, señor?

—Una mera pregunta social.

—¿Del viejo Pelusilla? No mucho, señor. No solía verlo mucho, excepto cuando venía la policía militar para sacarlo a rastras del desván.

—¿Sabes mucho de tus, ejem, antecesores?

—Eso es mentira, señor. Estoy limpio de antecesores, señor, no importa lo que le hayan podido decir.

—Ah. Bien. Esto… No sabes realmente lo que quiere decir «antecesores», ¿verdad, Nobby?

Nobby cambió de postura, incómodo. No le gustaba que lo interrogara la policía, sobre todo porque él era uno de ellos.

—No con todas las palabras, señor.

—¿Nunca te han contado nada sobre tus ancestros? —Otra expresión preocupada cruzó la cara de Nobby, así que Vimes se apresuró a añadir— ¿Tus antepasados?

—Solamente del viejo Pelusilla, señor. Señor… si al final de todo esto va a preguntarme por los tres sacos de verduras que desaparecieron de la tienda de la calle de la Mina de Melaza, yo ni siquiera estaba cerca de…

Vimes hizo un gesto vago con la mano.

—¿No te… dejó nada? ¿Nada?

—Un par de cicatrices, señor. Y ese truco que hago con el codo. A veces duele cuando cambia el tiempo. Siempre me acuerdo del viejo Pelusilla cuando el viento sopla desde el Eje.

—Ah, ya…

—Y esto, claro. —Nobby hurgó debajo de su coraza oxidada. Era un verdadero prodigio. Hasta la armadura del sargento Colon podía lucir, o incluso brillar. Pero cualquier metal que estuviera cerca de la piel de Nobby se corroía enseguida. El cabo se sacó una correa de cuero que le colgaba alrededor del cuello. En la que había un anillo de oro. A pesar del hecho de que el oro no se puede corroer, este había desarrollado cierta pátina de todos modos.

—Me lo dejó cuando estaba en su lecho de muerte —dijo Nobby—. Bueno, cuando digo «dejó»…

—¿Te dijo algo?

—Bueno, sí, dijo: «¡Devuélveme eso, pequeño cabrón!», señor. Verá, lo llevaba sujeto con una correa alrededor del cuello, señor, igual que yo. Pero no es como un anillo de verdad, señor. Yo lo habría vendido, pero es el único recuerdo que tengo de él. Menos cuando el viento sopla desde el Eje.

Vimes cogió el anillo y lo frotó con el dedo. Era un anillo con sello, y en el sello había un escudo de armas. El paso del tiempo y el desgaste y la presencia inmediata del cuerpo del cabo Nobbs lo habían dejado casi ilegible.

—Eres armígero, Nobby.

Nobby asintió.

—Pero tengo un champú especial para ello, señor.

Vimes suspiró. Era un hombre sincero. Siempre le había parecido que era uno de los mayores defectos de su personalidad.

—Cuando tengas un momento, pásate por el Colegio de Heraldos en la calle Mollymog, ¿quieres? Lleva este anillo y diles que te he enviado yo…

—Esto…

—Tranquilo, Nobby —dijo Vimes—. No te meterás en problemas. Propiamente dichos.

—Si usted lo dice, señor.

—Y no hace falta que tú me llames «señor», Nobby.

—Noseñor.

Después de que Nobby se marchara, Vimes metió la mano por detrás de la mesa y cogió un ejemplar descolorido de La nobleza de Twurp, o bien, tal como lo veía él personalmente, la guía de la clase criminal. En aquellas páginas no aparecían los moradores de los arrabales, sino sus caseros. Y aunque vivir en un arrabal se consideraba una prueba bastante definitiva de criminalidad, por alguna razón ser el propietario de una calle entera allí simplemente hacía que te invitaran a los mejores eventos sociales.

Últimamente parecía que sacaban una edición nueva cada semana. Por lo menos en una cosa sí estaba en lo cierto Dragón. En Ankh-Morpork todo el mundo parecía suspirar por un estandarte encima de la chimenea.

Buscó «de Nobbes».

Hasta había un maldito escudo de armas. Una de las figuras que sostenían el escudo era un hipopótamo, presumiblemente uno de los hipopótamos reales de Ankh-Morpork y por tanto el antepasado de Roderick y Keith. El otro era alguna clase de toro, con una expresión muy parecida a la de Nobby. Sostenía un ankh dorado, que, teniendo en cuenta que era el escudo de armas de los de Nobbes, lo más probable es que fuera robado. El escudo era rojo y verde, y sobre el mismo había un galón blanco con cinco manzanas. No estaba muy claro qué tenían que ver con el arte de la guerra. Tal vez fueran alguna clase de retruécano o juego de palabras que hacía que los del Real Colegio de Armas se palmearan los muslos de la risa, aunque lo más probable era que si Dragón se palmeaba el muslo demasiado fuerte se le cayera la pierna.

Era bastante fácil imaginarse a un Nobbs ennoblecido. Porque en lo que Nobby andaba errado era en su falta de ambición. Se colaba en los sitios y afanaba cosas que no tenían mucho valor. Si se hubiera colado en continentes con sigilo y hubiera robado ciudades enteras, degollando a muchos de sus habitantes en el proceso, habría sido un pilar de la comunidad.

En el libro no aparecía el nombre «Vimes».

«No-Sufráis-Injusticia Vimes no era un pilar de la comunidad. Mató a un rey con sus propias manos. Era algo que se tenía que hacer, pero a la comunidad, fuera esta lo que fuese, no siempre le gustaba la gente que hacía las cosas que se tenían que hacer o decía las cosas que se tenían que decir. También mandó a otra gente a la muerte, era cierto, pero la ciudad andaba hecha un desastre, había un montón de guerras estúpidas y prácticamente nos habíamos convertido en parte del imperio klatchiano. A veces hacía falta un hijo de puta. La historia necesitaba cirugía. Y a veces el único cirujano que había a mano era el doctor Hacha. Las hachas tienen algo incontestable. Pero matas a un solo rey de las narices y todo el mundo te llama regicida. Tampoco es que lo tuviera por costumbre ni nada parecido…».

Vimes había encontrado el diario del Viejo Carapiedra en la biblioteca de la Universidad Invisible. Había sido un tipo duro, de aquello no había duda. Pero eran tiempos duros. Había escrito: «En los Fornos de la Lucha cocinemos Hombres Nuevos, que no den atención a las Viexas Mentiras». Pero al final habían ganado las viejas mentiras.

«Él le dijo a la gente: sois libres, y ellos dijeron: ¡hurra! Luego les mostró el precio de la libertad y ellos le llamaron tirano, y tan pronto como lo traicionaron, se dieron un paseíto como pollos de granja que acababan de ver el enorme mundo exterior por primera vez y después regresaron al corral y cerraron la puerta…».

—Bing bong bíngueli biip.

Vimes suspiró y se sacó el organizador del bolsillo.

—¿Sí?

—Memorando: cita con el botero, dos de la tarde —dijo el diablillo.

—Todavía no son las dos, y además eso era el martes —dijo Vimes.

—¿Entonces lo tacho de la lista de Cosas Por Hacer?

Vimes volvió a guardarse el organizador desorganizado en el bolsillo y volvió a mirar por la ventana.

¿Quién tenía motivos para envenenar a lord Vetinari?

No, aquella no era la pregunta correcta. Lo más probable era que si te ibas a alguna zona remota de las afueras de la ciudad y limitabas la investigación a las ancianitas que no salían mucho de casa por culpa de todo ese papel de pared sobre la puerta, pudieras encontrar a alguien que no tuviera un motivo. Pero, para seguir vivo, el patricio siempre había organizado las cosas de tal manera que un futuro sin él representara un riesgo mayor que un futuro con él todavía de pie.

Por tanto, la única gente que se arriesgaría a matarlo eran los locos —y los dioses sabían que Ankh-Morpork tenía locos de sobra— o bien alguien con una confianza absoluta en que si la ciudad se desplomaba él acabaría en lo alto del montón de escombros.

Si Fred tenía razón —y por lo general el sargento era un buen indicador de cómo pensaba el hombre de la calle porque él era el hombre de la calle—, entonces aquella persona era el capitán Zanahoria. Pero Zanahoria era una de las pocas personas en la ciudad a quienes parecía caerles bien Vetinari.

Por supuesto, había otra persona que podía salir ganando.

«Mierda —pensó Vimes—. Soy yo, ¿verdad?».

Alguien más llamó a la puerta. A este no lo reconoció.

Abrió la puerta con cautela.

—Soy yo, señor. Culopequeño.

—Ah, entre. —Era agradable saber que había por lo menos una persona en el mundo con más problemas que él—. ¿Cómo está su señoría?

—Estable —respondió Culopequeño.

—La muerte es estable —dijo Vimes.

—Quiero decir que está vivo, señor, sentado y leyendo. El señor Dónut le preparó un mejunje pegajoso que sabía a algas, y yo le he añadido unas sales de glubulo. Señor, ¿se acuerda del anciano de la casa en el puente?

—¿Qué anci…? Ah, sí. —Le parecía que había pasado mucho tiempo—. ¿Qué pasa con él?

—Bueno… me pidió usted que echara un vistazo y… saqué unas cuantas pinturas. Esta es una de ellas, señor. —Y le dio un rectángulo que era casi todo negro.

—Qué raro. ¿De dónde la ha sacado?

—Esto… ¿ha oído usted alguna vez la historia de los ojos de los muertos, señor?

—Asuma que no he tenido ninguna educación literaria, Culopequeño.

—Bueno… pues dicen…

—¿Quién lo dice?

Ellos, señor. Ya sabe, ellos.

—¿La misma gente que son «todo el mundo» en la frase «lo sabe todo el mundo»? ¿La gente que vive en «la comunidad»?

—Sí, señor. Supongo que sí, señor.

Vimes hizo un gesto con una mano.

—Ah, ellos. Bueno, siga.

—Dicen que lo último que ve un moribundo se le queda grabado en los ojos, señor.

—Ah, eso. No es más que una vieja historia.

—Sí, es asombroso, la verdad. O sea, si no fuera cierta no se entendería que hubiera sobrevivido, ¿no? Pues me pareció ver esta chispita roja, así que hice que el diablillo pintara un cuadro realmente grande antes de que se desvaneciera por completo. Y justo en el centro…

—¿No es posible que el diablillo se lo inventara? —preguntó Vimes, mirando otra vez la pintura.

—No tienen imaginación para mentir, señor. Lo que ven es lo que hay.

—Ojos resplandecientes.

—Dos puntos rojos —dijo Culopequeño escrupulosamente—. Que muy bien podrían ser un par de ojos resplandecientes, señor.

—Bien dicho, Culopequeño. —Vimes se frotó la barbilla—. ¡Maldición! Espero que no sea alguna clase de dios. Es lo único que me falta en un momento así. ¿Puede hacer copias para enviarlas a todas las Casas de la Guardia?

—Sí, señor. El diablillo tiene buena memoria.

—A ello, pues.

Pero antes de que Culopequeño pudiera salir, se volvió a abrir la puerta. Vimes levantó la vista. Eran Zanahoria y Angua.

—¿Zanahoria? Creía que hoy era tu día libre.

—¡Hemos descubierto un asesinato, señor! En el Museo del Pan de los Enanos. ¡Pero cuando hemos vuelto a la Casa de la Guardia nos han dicho que lord Vetinari había muerto!

«¿Ah, sí? —pensó Vimes—. Así son los rumores. Si pudiéramos modularlos con la verdad, anda que no serían útiles…».

—No respira mal para ser un cadáver —dijo—. Creo que se pondrá bien. Alguien lo ha cogido con la guardia baja, eso es todo. Tengo un médico que lo está tratando. No os preocupéis.

«Alguien lo ha cogido con la guardia baja —pensó—. Sí. Y su guardia soy yo».

—Espero que el hombre sea un líder en su campo, es todo lo que puedo decir —dijo Zanahoria en tono severo.

—Es mejor que eso: es el médico de los líderes del campo —aseguró Vimes. «Su guardia soy yo y no lo vi venir».

—¡Si le pasara algo sería terrible para la ciudad! —exclamó Zanahoria.

Vimes no vio nada más que preocupación inocente tras la mirada franca de Zanahoria.

—Lo sería, ¿verdad? —dijo—. En todo caso, está bajo control. ¿Decís que ha habido otro asesinato más?

—En el Museo del Pan de los Enanos. ¡Alguien ha matado al señor Hopkinson con su propio pan!

—¿Le han obligado a comérselo?

—Le han golpeado con él, señor —dijo Zanahoria en tono de reproche—. Pan de batalla, señor.

—¿Es el anciano de la barba blanca?

—Sí, señor. Seguro que se acuerda, se lo presenté cuando lo llevé a ver la exposición de las Galletas Boomerang.

A Angua le pareció entrever que una mueca de remembranza se apresuraba a cruzar culpable la cara de Vimes.

—¿Quién se está dedicando a matar ancianos? —preguntó Vimes al mundo en general.

—No lo sé, señor. La agente Angua se ha puesto de paisano —Zanahoria movió las cejas con aire conspiratorio— y no ha encontrado el olor de nadie. Y tampoco han robado nada. Esto es lo que han usado para matarlo.

El Pan de Combate era mucho más grande que una hogaza ordinaria. Vimes le dio la vuelta con cautela.

—Los enanos lo lanzan como si fuera un disco, ¿verdad?

—Sí, señor. En los juegos de las Siete Montañas del año pasado Roncador Muerdeescudos cortó la parte superior de una hilera de seis huevos duros a cincuenta metros de distancia, señor. Y lo hizo con una hogaza de caza estándar. Pero esto de aquí, bueno, es un artefacto cultural. Ya no tenemos la tecnología para cocer un pan como este. Es único.

—¿Valioso?

—Mucho, señor.

—¿Lo bastante como para robarlo?

—¡No se lo podrían sacar de encima! ¡Cualquier enano honrado lo reconocería!

—Hum. ¿Te has enterado de lo de ese sacerdote que han asesinado en el Puente Ilegítimo?

Zanahoria pareció horrorizado.

—¿No será el viejo padre Tubelcek? ¿De veras?

Vimes se contuvo de decir «Ah, ¿lo conoces?». Porque Zanahoria conocía a todo el mundo. Si a Zanahoria lo dejaran caer en medio de una espesa selva tropical, empezaría: «¡Hola, señor Corre Rápido Entre Los Árboles! ¡Hola, señor Habla Con El Bosque, qué espléndida cerbatana! ¡Y qué sitio tan original para ponerse una pluma!».

—¿Tenía más de un enemigo? —preguntó Vimes.

—¿Perdón, señor? ¿Por qué más de uno?

—Yo diría que el hecho de que tenía uno es obvio, ¿no crees?

—Es… era un anciano muy agradable —dijo Zanahoria—. Apenas salía de casa. Se pasa… se pasaba todo el tiempo con sus libros. Muy religioso. Me refiero a toda clase de religiones. Las estudiaba. Un poco raro, pero inofensivo. ¿Por qué querría alguien matarlo? ¿O al señor Hopkinson? ¿A dos ancianos inofensivos?

Vimes le dio el Pan de Batalla.

—Lo descubriremos. Agente Angua, quiero que eche un vistazo a esto. Llévese… sí, llévese al cabo Culopequeño —dijo—.

Ha estado trabajando en el caso. Angua también es de Überwald, Culopequeño. Tal vez tengan amigos en común. Esas cosas.

Zanahoria asintió jovialmente. La expresión de Angua se volvió rígida.

—¡Ah, h’druk g’har dGuardia, p’mpisc’nijo! —dijo Zanahoria—. H’h Angua tAgente… Angua g’har barg’a p’mpisc’nijo Kad’k… [10]

Angua pareció concentrarse.

—Grr’dukk d’buz-h’drak… —consiguió decir.

Zanahoria se rió.

—¡Acabas de decir «pequeña y deliciosa herramienta minera de naturaleza femenina»!

Jovial se quedó mirando a Angua, que le devolvió la mirada con cara inexpresiva mientras murmuraba:

—Bueno, el enano es un idioma difícil si no llevas toda la vida comiendo grava…

Jovial seguía mirándola.

—Esto… gracias —consiguió decir—. Esto… será mejor que vaya a ordenar mis cosas.

—¿Qué pasa con lord Vetinari? —preguntó Zanahoria.

—Tengo a mi mejor hombre en el caso —dijo Vimes—. Fiable, de confianza, que conoce los entresijos de este lugar como la palma de su mano. En otras palabras, yo me encargo.

La expresión esperanzada de Zanahoria se transformó en perplejidad dolida.

—¿No me quiere a mí? —preguntó—. Yo podría…

—No. Consiéntele un capricho a un viejo. Quiero que vuelvas a la Casa de la Guardia y te pongas a cargo.

—¿A cargo de qué?

—¡De todo! Ponte a la altura de la situación. Trasiega papeles. Hay que diseñar la nueva lista de turnos. ¡Grita a la gente! ¡Lee informes!

Zanahoria hizo el saludo marcial.

—Sí, comandante Vimes.

—Bien. Ya puedes irte.

«Y si algo le pasa a Vetinari —añadió Vimes para sí mismo mientras el desalentado Zanahoria salía—, nadie podrá decir que estabas cerca de él».

* * *

La rejilla de la puerta del Real Colegio de Armas se abrió de golpe, con un acompañamiento lejano de cacareos y rugidos.

—¿Sí? —dijo una voz—. ¿Qué queréis vos?

—Soy el cabo Nobbs —dijo Nobby.

Un ojo se asomó a la rejilla. Y contempló en su completa y espantosa amplitud el trabajo de artesanía divina que era el cabo Nobbs.

—¿Es usted el babuino? Tenemos un encargo de…

—No. Vengo por no sé qué escudo con armas —dijo Nobby.

—¿Usted? —dijo la voz. El dueño de la voz estaba dejando muy claro que era consciente de que había muchos grados de nobleza, desde algo situado por encima de la realeza hasta el vulgo que estaba abajo del todo, pero que en lo tocante al cabo Nobbs había que acuñar toda una nueva categoría: tal vez el vulguísimo.

—Me han dicho que venga —dijo Nobby con abatimiento—. Es por este anillo que tengo.

—Entre por la puerta de atrás —dijo la voz.

* * *

Jovial estaba ordenando el equipo improvisado que había instalado en el baño cuando un ruido le hizo levantar la vista. Angua estaba apoyada en la puerta.

—¿Qué quieres? —preguntó Jovial con brusquedad.

—Nada. Simplemente se me ha ocurrido decir: no te preocupes. No se lo diré a nadie si tú no quieres.

—¡No sé de qué estás hablando!

—Creo que mientes.

A Jovial se le cayó un tubo de ensayo y luego se desplomó en una silla.

—¿Cómo te has dado cuenta? —preguntó—. ¡Ni siquiera los demás enanos se dan cuenta! ¡He tenido mucho cuidado!

—Digamos simplemente… que tengo talentos especiales —dijo Angua.

Jovial se puso a limpiar un vaso de precipitados con aire distraído.

—No sé por qué te preocupas tanto —dijo Angua—. Yo creía que los enanos apenas le daban importancia a la diferencia entre varón y hembra, a fin de cuentas. La mitad de los enanos que traemos aquí por un número 23 son hembras, eso lo sé, y son las que cuestan más de reducir…

—¿Qué es un número 23?

—«Correr Gritando a la Gente en Estado de Ebriedad y Tratar de Cortarles las Rodillas» —dijo Angua—. Es más fácil ponerles números a estas cosas que escribirlo todo cada vez. Mira, hay muchas mujeres en esta ciudad a quienes les encantaría hacer las cosas a la manera de los enanos. O sea, ¿qué opciones tienen? Camarera, costurera o mujer de alguien. Mientras que tú puedes hacer cualquier cosa que haga un hombre…

—Siempre que solamente hagamos lo que hacen los hombres —dijo Jovial.

Angua hizo una pausa.

—Ah —dijo—. Ya veo. Ja. Sí. Esa canción ya me la sé.

—¡No puedo sostener un hacha! —exclamó Jovial—. ¡Me da miedo luchar! ¡Las canciones sobre oro me parecen estúpidas! ¡Odio la cerveza! ¡Ni siquiera puedo beber al estilo de los enanos! ¡Cuando intento echarme una copa entre pecho y espalda ahogo al enano que tengo detrás!

—Entiendo que eso puede ser complicado —dijo Angua.

—¡Vi a una chica caminando por la calle aquí y algunos hombres silbaron al verla pasar! ¡Y pueden llevar vestidos! ¡De colores!

—Oh, cielos. —Angua intentó no sonreír—. ¿Cuánto tiempo hace que las enanas se sienten así? Yo creía que estaban contentas tal como estaban las cosas…

—Oh, es fácil estar contenta cuando no conoces nada distinto —dijo Jovial, agriamente—. ¡Los pantalones de cota de malla están muy bien si nunca has oído hablar de la lancería!

—La lan… ah, sí —dijo Angua—. La lencería. Sí. —Intentó sentir comprensión y descubrió que podía sentirla, en efecto, pero que tenía que contenerse para no decir que por lo menos tú no tienes que buscar modelos que se puedan desabrochar fácilmente con garras.

—Pensé que podría venir aquí y conseguir un trabajo distinto —gimió Jovial—. Se me da bien coser y fui a visitar el Gremio de Costureras, y resulta que… —Se detuvo y se sonrojó por debajo de la barba.

—Sí —dijo Angua—. Mucha gente comete esa equivocación. —Se incorporó y se sacudió la ropa con la mano—. Has impresionado al comandante Vimes, en todo caso. Creo que aquí estarás bien. En la Guardia todo el mundo tiene problemas. La gente normal no se hace policía. Te adaptarás bien.

—El comandante Vimes es un poco… —empezó a decir Jovial.

—Es buen tipo cuando está de buen humor. Necesita beber pero últimamente no se atreve. Ya sabes: una copa es demasiado pero dos no es suficiente… Y eso le pone nervioso. Cuando está de mal humor te pisa el pie y luego te grita por no estar bien derecho.

—Tú eres normal —dijo Jovial, con timidez—. Tú me caes bien.

Angua le dio unas palmaditas en la cabeza.

—Eso lo dices ahora —dijo—. Pero cuando lleves un tiempo por aquí descubrirás que a veces puedo ser una perra… ¿Qué es eso?

—¿El qué?

—Esa… pintura. La de los ojos…

—O los dos puntos de luz roja —dijo Jovial.

—¿Ah, sí?

—Es lo último que vio el padre Tubelcek, creo —dijo la enana.

Angua observó el rectángulo negro. Olfateó el aire.

—¡Ahí está otra vez! Jovial dio un paso atrás.

—¿Qué? ¿Qué?

—¿De dónde viene ese olor? —preguntó Angua en tono brusco.

—¡De mí no! —se apresuró a decir Jovial.

Angua cogió un platillo de la mesa de trabajo y lo olisqueó.

—¡Esto es! ¡Lo que olí en el museo! ¿Qué es?

—No es más que arcilla. Estaba en el suelo de la sala donde mataron al viejo sacerdote —dijo Jovial—. Probablemente viene de la bota de alguien.

Angua deshizo un poco de la sustancia con los dedos.

—Creo que solo es arcilla de alfarero —dijo Jovial—. En el Gremio la usábamos. Para hacer vasijas —añadió, en caso de que Angua no hubiera entendido aquello—. ¿Sabes? Crisoles y cosas. Esta da la impresión de que alguien ha intentado cocerla pero se ha equivocado con la temperatura. ¿Ves cómo se deshace?

—Alfarería —dijo Angua—. Conozco a un alfarero…

Volvió a echar un vistazo a la iconografía de la enana.

Por favor, no, pensó. Que no sea uno de ellos.

* * *

La puerta principal del Colegio de Armas —las dos puertas principales— estaban abiertas. Los dos heraldos se dedicaron a revolotear emocionados alrededor del cabo Nobbs mientras este salía dando tumbos.

—¿Su señoría tiene todo lo que necesita?

—Nfff —dijo Nobby.

—Si podemos ayudarle en lo que sea…

—Nnnf.

—En cualquier cosa… —Nnnf.

—Siento lo de las botas, milord, pero la serpiente alada ha estado enferma. Cuando se seca no cuesta nada de quitar.

Nobby se alejó dando tumbos por la calle.

—Hasta camina con nobleza, ¿no crees?

—Creo que más que nobleza, nobbleza.

—Es repugnante que un hombre de su alcurnia solamente sea cabo.

* * *

Ígneo el troll retrocedió hasta quedar con la espalda pegada a su torno de alfarero.

—Yo no lo hice —dijo.

—¿No hiciste el qué? —preguntó Angua.

Ígneo vaciló.

Ígneo era enorme y… bueno, rocoso. Se movía por las calles de Ankh-Morpork como un pequeño iceberg y, lo mismo que un iceberg, había más en él de lo que se veía a simple vista. Era conocido como suministrador de cosas. Más o menos toda clase de cosas. En lo suyo era un perito, aunque dadas sus enormes dimensiones, algunos preferían llamarle perista. Ígneo nunca hacía preguntas innecesarias, porque no se le ocurría ninguna.

—Ná —dijo por fin. Ígneo siempre había considerado que la negación general era más fiable que la refutación específica.

—Me alegro de oírlo —dijo Angua—. Ahora dime… ¿De dónde sacas la arcilla?

La cara de Ígneo crujió mientras intentaba averiguar adonde podía ir encaminada aquella línea de interrogatorio.

—Tengo resibos —dijo—. Todo pagao como debe ser.

Angua asintió. Probablemente era cierto. Ígneo, a pesar de tener aspecto de no ser capaz de contar más de diez sin arrancarle el brazo a alguien, y de estar profundamente involucrado en la compleja jerarquía del crimen de la ciudad, era conocido por pagar sus facturas. Si uno quería tener éxito en el mundo del crimen necesitaba tener reputación de honrado.

—¿Has visto alguna de este tipo antes? —preguntó ella, enseñándole la muestra.

—Es arcilla —dijo Ígneo, relajándose un poco—. Veo arcilla todo el tiempo. No tiene número de serie. Arcilla es arcilla. Tengo montones ahí en la trastienda. Se usa pa hacer ladrillos y vasijas y cosas. En esta ciudad hay montones de alfareros y todos tenemos lo mismo. ¿Por qué pregunta por la arcilla?

—¿No puedes decirme de dónde ha salido?

Ígneo cogió el pedacito, lo olisqueó y lo frotó con los dedos.

—Esta es basuco —dijo, con un aspecto mucho más feliz ahora que la conversación empezaba a alejarse de los asuntos más personales—. Es como… arcilla cutre, vale solo para esas alfareras con colgantes en las orejas que hacen tazones para café que no se pueden levantar con las dos manos. —La volvió a frotar—. También tiene mucho grog. O sea, trocitos de vasijas viejas, machacados finos, finos. Así es más fuerte. Cualquier alfarero tiene montones de esto. —La volvió a frotar—. Esta la han calentado un poco, pero nostá bien cocida.

—¿Pero no puedes decirme de dónde viene?

—Lo más que puedo decir es que viene del suelo, señora —dijo Ígneo. Estaba un poco más relajado ahora que parecía que el interrogatorio no tenía que ver con cuestiones como la de una remesa reciente de estatuas huecas ni nada parecido. Tal como a veces pasaba en aquellas circunstancias, intentó ser de utilidad—. Venga a echar un vistazo a esto.

Se alejó al trote. Las guardias lo siguieron a través del almacén, ante las miradas de una docena de trolls cautelosos. A nadie le gustaba ver policías de cerca, sobre todo si la razón para trabajar en el taller de Ígneo era que se trataba de un sitio tranquilo y agradable y que preferías no llamar mucho la atención durante unas semanas. Además, aunque era cierto que mucha gente iba a Ankh-Morpork porque era una ciudad llena de oportunidades, a veces lo que buscaban era la oportunidad de no ser colgados, empalados o desmembrados por cualesquiera que fueran los delitos que dejaban atrás, en las montañas.

—No mires hacia allí —dijo Angua.

—¿Por qué? —preguntó Jovial.

—Porque estamos solas y hay por lo menos dos docenas de ellos —dijo Angua—. Y toda nuestra ropa está diseñada para gente que tiene un juego completo de brazos y piernas.

Ígneo cruzó una puerta y salió al patio de detrás de la fábrica. Había montones altos de vasijas colocados en paletas. Ladrillos curándose en largas hileras. Y bajo un tejado tosco había varios montículos grandes de arcilla.

—Miren —dijo Ígneo, generoso—. Arcilla.

—¿Tiene un nombre especial cuando está apilada así? —preguntó Jovial medrosamente. Tocó la sustancia.

—Sí —dijo Ígneo—. Esto es lo que llamamos técnicamente un montón.

Angua negó con la cabeza tristemente. Menudas pruebas. La arcilla era arcilla. Ella había confiado en que hubiera de distintas clases y resultaba que era tan común como el polvo.

Y entonces Ígneo «ayudó a la investigación policial».

—¿Les importa salir por la puerta datrás? —murmuró—. Están poniendo nerviosos a mis chicos y saldrán vasijas que no podré vender.

Señaló un par de portones que había en la tapia trasera, lo bastante grandes como para que pasara por ellos un carro. Luego hurgó en su delantal y sacó un llavero de gran tamaño.

La salida tenía un candado grande y reluciente y nuevo.

—¿Tú tienes miedo de que te roben? —preguntó Angua.

—Señora, eso es injusto —dijo Ígneo—. Alguien rompió la cerradura vieja cuando entraron a robar hace tres, cuatro meses.

—Repugnante, ¿no? —dijo Angua—. Le hace preguntarse a uno por qué paga sus impuestos, supongo.

En cierta forma, Ígneo era mucho más inteligente que, por ejemplo, el señor Cortezadehierro. No hizo caso alguno del comentario

—No fue nada importante —dijo, acompañándolas a la cancela abierta tan deprisa como se atrevió.

—¿Fue arcilla lo que robaron? —preguntó Jovial.

—No vale mucho pero es el principio del tema —dijo—. No entiendo para qué lo hicieron. No es muy normal que media tonelada de arcilla salga por la puerta asín sin más.

Angua volvió a mirar el candado.

—Pues sí —dijo en tono distante.

La puerta se cerró tras ellas con un chirrido. Ahora estaban fuera, en un callejón.

—Qué raro que alguien robe un montón de arcilla —dijo Jovial—. ¿Informó a la Guardia?

—Creo que no —dijo Angua—. Las avispas no se quejan demasiado de los picotazos. Además, Detritus cree que Ígneo está metido en el contrabando de tocho a las montañas, así que se muere por una excusa para echar un vistazo ahí dentro… Mira, técnicamente hoy sigue siendo mi día libre. —Dio un paso atrás y levantó la vista hacia el muro alto y lleno de pinchos que rodeaba el patio—. ¿Se puede cocer arcilla en un horno de panadero? —preguntó.

—Oh, no.

—¿Porque no calienta bastante?

—No, porque la forma no es la adecuada. Algunas vasijas se cocerían del todo y otras se quedarían poco hechas. ¿Por qué lo preguntas?

«¿Por qué lo he preguntado? —pensó Angua—. Oh, qué demonios…».

—¿Te apetece una copa?

—Que no sea cerveza —se apresuró a decir Jovial—. Ni en ninguna parte donde haya que cantar cuando bebes. Ni palmearse las rodillas.

Angua asintió, comprensiva.

—¿En algún sitio, de hecho, donde no haya enanos?

—Esto… sí…

—Allí donde vamos —dijo Angua— eso no será un problema.

La niebla se estaba levantando deprisa. Se había pasado toda la mañana dando vueltas por callejones y sótanos. Y ahora regresaba para pasar la noche. Emanaba del suelo y se alzaba desde el río y descendía del cielo, como una manta pegajosa, amarilla y rasposa, como el río Ankh en forma de gotitas. Conseguía filtrarse por las grietas y, en contra de todo sentido común, lograba sobrevivir en salas iluminadas, llenando el aire de una neblina que hacía que lloraran los ojos y chisporrotearan las velas. Afuera, todas las figuras acechaban, todas las siluetas eran una amenaza…

En un callejón gris que salía de una calle gris Angua se detuvo, cuadró los hombros y empujó una puerta.

La atmósfera de aquella sala larga, de techo bajo y oscura se alteró al entrar ella. El instante resonó como un cuenco de cristal y luego se produjo una sensación de relajación. La gente volvió a la posición inicial en sus asientos.

Bueno, estaban sentados. Y era bastante probable que fueran gente.

Jovial se acercó a Angua.

—¿Cómo se llama este sitio? —susurró.

—La verdad es que no tiene nombre —dijo Angua—. Pero a veces lo llamamos El Otro Barrio.

—Por fuera no parece una taberna. ¿Cómo lo encontraste?

—No se encuentra. Uno… gravita hacia aquí.

Jovial lanzó una mirada nerviosa a su alrededor. No estaba segura de dónde estaban, solamente sabía que se encontraban en el distrito del mercado de ganado, en alguna parte de un laberinto de callejones.

Angua se acercó a la barra.

Una sombra más intensa se materializó en la oscuridad.

—Hola, Angua —saludó la sombra, con una voz profunda y engolada—. Zumo de frutas, ¿verdad?

—Sí. Helado.

—¿Y el enano?

—Lo tomará crudo —dijo una voz desde algún punto de la oscuridad. Hubo una ola de risas en las sombras. Algunas le sonaron muy extrañas a Jovial. No podía imaginárselas saliendo de labios normales.

—Yo también tomaré zumo de frutas —dijo con voz trémula.

Angua echó un vistazo a la enana. Se sentía extrañamente agradecida de que el comentario procedente de las sombras pareciera haber pasado por encima de la pequeña cabeza en forma de bala. Se desenganchó la placa y con cuidado y deliberación la dejó sobre la barra. Tintineó. Luego Angua se inclinó hacia delante y le enseñó la iconografía al hombre de la barra.

Si es que era un hombre. Jovial todavía tenía sus dudas. Un letrero encima de la barra decía: «No cambiéis nunca».

—Tú sabes todo lo que pasa, Igor —dijo Angua—. Ayer mataron a dos ancianos. Y hace poco le robaron un montón de arcilla a Ígneo el troll. ¿Te enteraste de eso?

—¿Y a ti qué te importa?

—Matar ancianos va contra la ley —dijo Angua—. Por supuesto, hay muchas cosas que van contra la ley, así que en la Guardia estamos muy ocupados. Nos gusta estar ocupados con cosas importantes. De lo contrario tenemos que ocuparnos de cosas poco importantes. ¿Me sigues?

La sombra pensó en aquello.

—Id a sentaros —dijo—. Os llevaré las copas.

Angua guió a Jovial hasta una mesa de un reservado. La clientela perdió interés en ellas. El zumbido de las conversaciones se reanudó.

—¿Qué es este sitio? —murmuró Jovial.

—Es… un sitio donde la gente pueden ser ellos mismos —dijo Angua lentamente—. Gente que… tiene que tener un poco de cuidado en otros momentos. ¿Sabes?

—No…

Angua suspiró.

—Vampiros, zombis, hombres del saco, gules, oh cielos. Los no-muer… —se corrigió—. Los diferentemente vivos —dijo—. Gente que tiene que pasarse la mayor parte del tiempo teniendo mucho cuidado de no asustar a la gente, encajando. Así es como funcionan las cosas por aquí. Encaja, consigue un trabajo, no preocupes a la gente y es probable que no te encuentres una multitud en la calle con horcas y antorchas. Pero a veces está bien ir a algún sitio donde todo el mundo conozca tu forma.

Ahora que los ojos de Jovial se habían acostumbrado a la penumbra pudo distinguir la variedad de formas sentadas en los bancos. Algunos eran mucho más grandes que los humanos. Algunos tenían orejas puntiagudas y hocicos alargados.

—¿Quién es esa chica? —preguntó—. Parece… normal.

—Es Violeta. Trabaja de Hada de los Dientes. Y a su lado está Schleppel, que es un hombre del saco.

En la esquina más lejana había algo sentado y encorvado con un abrigo enorme y un sombrero alto, puntiagudo y de ala ancha.

—¿Y ese?

—Ese es el Old Man Trouble de la canción —dijo Angua—. Si sabes lo que te conviene, no le molestes.

—Esto… ¿hay hombres lobo por aquí?

—Un par —dijo Angua.

Odio a los hombres lobo.

—¿Ah?

La clienta más extraña estaba sentada sola a una mesa pequeña y redonda. Parecía ser una señora muy anciana, que llevaba un chal y un sombrero de paja con flores. Se dedicaba a mirar fijamente hacia delante con una expresión de insulsez afable, y en aquel contexto daba más miedo que ninguna de las siluetas de las sombras.

—¿Qué es esa? —preguntó Jovial entre dientes.

—¿Esa? Oh, esa es la señora Gammage.

—¿Y qué hace?

—¿Qué hace? Bueno, la mayoría de los días viene a por una copa y algo de compañía. A veces nos ponemos… se ponen a cantar. Canciones antiguas, las que ella recuerda. Está casi ciega. Si me estás preguntando si es una no-muerta… no, no lo es.

Ni vampira ni licántropa ni zombi ni hombre del saco. Solamente una señora mayor.

Una cosa enorme y peluda se detuvo arrastrando los pies junto a la mesa de la señora Gammage y le puso un vaso delante.

—Oporto con limón. Aquí tiene, señora Gammage —rugió.

—¡Gracias, Charlie! —rió la anciana—. ¿Cómo va el negocio de la fontanería?

—Va bien, cariño —dijo el hombre del saco, y desapareció en las sombras.

—¿Eso es un fontanero? —se horrorizó Jovial.

—Claro que no. No sé quién era Charlie. Lo más probable es que muriera hace años. Pero ella cree que el hombre del saco es él, ¿y quién la va a desengañar?

—¿Quieres decir que ella no sabe que este sitio es…?

—Mira, es clienta de este sitio desde los viejos tiempos en que se llamaba La Corona y el Hacha —dijo Angua—. Nadie quiere echárselo a perder. A todo el mundo le cae bien la señora Gammage. Ellos… cuidan de ella. Le echan una manita cuando pueden.

—¿Cómo?

—Bueno, oí que el mes pasado alguien entró en su casucha y le robó algunas cosas…

—Eso no suena a ser de mucha ayuda.

—… Y al día siguiente lo tenía todo de vuelta en casa y en las Sombras se encontró a un par de ladrones sin una gota de sangre en sus cuerpos. —Angua sonrió, y su voz adoptó un matiz de burla—. Ya sabes, hoy en día se habla muy mal de los no-muertos, pero nunca se mencionan las cosas maravillosas que hacen por la comunidad.

Igor el barman apareció. Tenía un aspecto más o menos humano, salvo por el pelo en el dorso de las manos y la única ceja no bifurcada que le cruzaba la frente. Tiró un par de posavasos sobre la mesa y dejó sus bebidas.

—Probablemente estás deseando que este sí que fuera un bar de enanos —dijo Angua. Levantó su posavasos con cautela y lo miró por debajo.

Jovial volvió a examinar el lugar. A aquellas alturas, si aquello fuera un bar de enanos, el suelo estaría pegajoso de cerveza, volarían rociadas de líquido por todos lados y la gente estaría cantando. Probablemente estarían cantando la última canción de los enanos, «Oro, oro, oro», o bien algún clásico como «Oro, oro, oro», o quizá el tema de hoy y de siempre, «Oro, oro, oro». Al cabo de pocos minutos se habría lanzado la primera hacha.

—No —dijo—. Nada puede ser tan malo.

—Acábate eso —dijo Angua—. Tenemos que ir a ver… algo.

Una mano grande y peluda agarró a Angua por la muñeca. Ella levantó la vista hasta una cara aterradora, toda ojos y boca y pelo.

—Hola, Shlitzen —dijo ella, tranquila.

—Ja, no paro de oír que hay un barón al que tienes muy poco contento —dijo Shlitzen, con el alcohol cristalizando en su aliento.

—Eso es cosa mía, Shlitzen —dijo Angua—. ¿Por qué no vuelves a esconderte detrás de tu puerta como el buen hombre del saco que eres?

—Ja, dice que estás deshonrando la vieja patria…

—Suéltame, por favor —dijo Angua. Tenía la piel lívida allí donde la estaba agarrando Shlitzen.

La mirada de Jovial fue desde la muñeca del hombre del saco hasta su hombro. Aunque la criatura era larguirucha, los músculos le recorrían el brazo como cuentas en un collar.

—Ja, llevas una placa. —Soltó un soplido—. ¿Qué hace una mujer lo…?

Angua se movió tan deprisa que solamente se vio un borrón. Con la mano libre se sacó algo del cinturón y le dio la vuelta y se lo puso en la cabeza a Shlitzen. Este se quedó quieto y empezó a mecerse suavemente hacia atrás y hacia delante, soltando gemidos débiles. Sobre su cabeza, cayéndole sobre las orejas como esos pañuelos anudados de los bañistas horteras de la playa, había un pequeño rectángulo de una tela pesada.

Angua echó su silla hacia atrás y cogió el posavasos. Las figuras sombrías que había apoyadas en las paredes estaban murmurando.

—Salgamos de aquí —dijo—. Igor, danos medio minuto y luego le puedes quitar la manta de encima. Vamos.

Salieron a toda prisa. La niebla ya había convertido el sol en una simple sugerencia, pero era un día claro y luminoso comparado con la oscuridad que reinaba en El Otro Barrio.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó Jovial, corriendo para seguir el ritmo de las zancadas de Angua.

—Incertidumbre existencial —dijo Angua—. No sabe si existe o no. Es cruel, lo sé, pero es lo único que hemos encontrado que funciona contra los hombres del saco. Mantas suaves y azules, preferentemente. —Reparó en la cara de incomprensión que ponía Jovial—. Mira, los hombres del saco se van si metes la cabeza debajo de las mantas. Lo sabe todo el mundo, ¿verdad? Así que si les pones la cabeza a ellos debajo de una manta…

—Ah, ya veo. Ooh, qué malvado.

—Se sentirá bien dentro de diez minutos. —Angua lanzó el posavasos rodando al otro lado del callejón.

—¿Qué estaba diciendo de un barón?

—La verdad es que no le escuchaba —dijo Angua con cautela.

Jovial tiritó en medio de la niebla, pero no solamente de frío.

—Parecía que tenía acento de Überwald, como nosotras. Había un barón que vivía cerca de nuestra casa y que odiaba que la gente se marchara del lugar.

—Sí…

—Toda su familia eran hombres lobo. Uno de ellos se comió a un primo segundo mío.

La memoria de Angua se puso a girar a toda velocidad. Las viejas comidas regresaron para atormentarla desde una época anterior al momento en que dijo: no, esta no es forma de vivir. Un enano, un enano… No, estaba bastante segura de que ella nunca… La familia siempre se había burlado de sus hábitos alimentarios…

—Es por eso que no los soporto —dijo Jovial—. Oh, la gente dice que se los puede domesticar, pero yo digo que cuando se es lobo una vez, se es lobo para siempre. No se puede confiar en ellos. Son básicamente malignos, ¿no? En cualquier momento pueden volver a su estado salvaje, creo yo.

—Sí, puede que tengas razón.

—Y lo peor de todo es que la mayor parte del tiempo van por ahí con toda la pinta de ser gente de la de verdad.

Angua parpadeó, contenta del doble camuflaje que suponían la niebla y la confianza indudable de Jovial.

—Vamos. Ya casi hemos llegado.

—¿Adonde?

—Vamos a ver a alguien que o bien es nuestro asesino o bien sabe quién es el asesino. Jovial se detuvo.

—¡Pero solamente tienes una espada y yo ni siquiera eso!

—No te preocupes, no necesitaremos armas.

—Ah, bien.

—No servirían de nada.

—Ah.

* * *

Vimes abrió la puerta para ver qué eran todos aquellos gritos en la oficina. El cabo que había detrás del escritorio —o habría que decir, detrás y debajo— era un enano que tenía problemas.

—¿Otra vez? ¿Cuántas veces lo han matado a usted esta semana?

—¡Yo estaba ocupado en mis asuntos! —exclamó el titular de la queja, invisible para Vimes.

—¿Amontonando ajo? Usted es un vampiro, ¿verdad? O sea, veamos qué tareas ha estado haciendo… Afilador de estacas para una empresa de cercas, probador de gafas de sol para la Óptica Argus… ¿Son imaginaciones mías o veo una misma tendencia subyacente en esto?

—Disculpe, comandante Vimes.

La mirada de Vimes se encontró con una cara sonriente que solamente deseaba hacer el bien en el mundo, incluso si el mundo prefería que le hicieran otras cosas.

—Ah, agente Visita, sí —dijo a toda prisa—. Me temo que ahora mismo estoy bastante ocupado, y ni siquiera estoy seguro de tener un alma inmortal, ja, ja, y tal vez pueda usted llamar otra vez cuando…

—Es por aquellas palabras que me pidió que buscara —dijo Visita en tono de reproche.

—¿Qué palabras?

—Las que el padre Tubelcek escribió con su propia sangre. Dijo usted que intentara averiguar qué significaban…

—Ah. Sí. Entre en mi despacho. —Vimes se relajó. Aquella no iba a ser otra de aquellas dolorosas conversaciones sobre el estado de su alma y la necesidad de darle un lavado y un cepillado antes de que la condenación eterna calase del todo. Aquella iba a tratar de cosas importantes.

—Es cenotino antiguo, señor. Está sacado de uno de sus libros sagrados, aunque por supuesto cuando digo «sagrados» es obvio que estaban básicamente malinterpretando una…

—Sí, sí, estoy seguro de ello —dijo Vimes, sentándose—. ¿Por casualidad no dirá: «Lo hizo el señor X, aargh, aargh, aargh»?

—No, señor. Esa frase no aparece en ninguna parte de ningún libro sagrado conocido, señor.

—Ah —dijo Vimes.

—Además, he mirado otros documentos presentes en la habitación y el papel no parece estar escrito en la caligrafía del difunto, señor.

Vimes se animó.

—¡Ajá! ¿Lo escribió otra persona? ¿No dirá algo así como «Toma, hijo de puta, llevamos una eternidad esperando cogerte por lo que hiciste hace tantos años»?

—No, señor. Esa frase tampoco aparece en ningún libro sagrado de ninguna parte —dijo el agente Visita, y vaciló—. Salvo en los apócrifos del Testamento vengativo de Offler —añadió, diligente—. Estas palabras de aquí están sacadas del Libro de la Verdad de los cenotinos. —Bufó—. Así es como lo llamaban. Es lo que su falso dios…

—¿Podría decirme simplemente las palabras y dejar de lado la religión comparada? —pidió Vimes.

—Muy bien, señor. —Visita pareció herido en su orgullo, pero desdobló un papel y bufó con aire desdeñoso—. Estas son algunas de las normas que su dios supuestamente dio a la primera gente después de fabricarlos cociendo arcilla, señor. Normas del tipo: «Trabajarás fructíferamente todos los días de tu vida», señor, y también «No matarás», y «Serás humilde». Y cosas por el estilo.

—¿Eso es todo? —preguntó Vimes.

—Sí, señor —dijo Visita.

—¿No son más que citas religiosas?

—Eso es, señor.

—¿Alguna idea de por qué las tenía en la boca? El pobre diablo parecía que se estuviera fumando un último cigarrillo.

—No, señor.

—Podría entenderlo si fuera uno de esos mensajes del tipo «aplasta a tus enemigos» —dijo Vimes—. Pero solo dice «sigue trabajando y no causes problemas».

—Ceno era un dios bastante liberal, señor. No se le daban bien los mandamientos.

—Parece casi decente, para ser un dios.

Visita no pareció aprobar aquello.

—Los cenotinos murieron a lo largo de quinientos años de provocar algunas de las guerras más sanguinarias del continente, señor.

—Les perdonas los rayos y se te echa a perder la congregación, ¿eh? —dijo Vimes.

—¿Perdón, señor?

—Oh, nada. Bueno, gracias, agente. Esto, me encargaré de que el capitán Zanahoria sea informado y le doy gracias una vez más, no quiero ocupar su precioso tie…

La voz en desesperada aceleración de Vimes llegó demasiado tarde para evitar que Visita se sacara un rollo de papel de la coraza.

—Le he traído el último ejemplar de la revista ¡Levantaos!, señor, y también el Loneta de vigilancia de este mes, que contiene muchos artículos que estoy seguro de que le interesarán, incluyendo la exhortación del pastor Mercachifle Nasal a que la congregación se levante y hable con sinceridad a la gente a través de sus buzones, señor.

—Esto, gracias.

—No puedo evitar ver que los panfletos y revistas que le di la semana pasada siguen sobre su mesa igual que los dejé, señor.

—Oh, sí, bueno, lo siento, ya sabe usted cómo son las cosas, la cantidad de trabajo que hay últimamente, y que hace tan difícil encontrar tiempo para…

—Es mejor afrontar la condenación eterna cuanto antes, señor.

—Pienso en ella todo el tiempo, agente. Gracias.

«Injusto —pensó Vimes después de que Visita se fuera—. Dejan una nota en la escena de un crimen en mi ciudad y ¿acaso tiene la decencia de ser una nota de amenaza? No. ¿El último garabato moribundo de un hombre decidido a nombrar a su asesino? No. Son simples ripios religiosos. ¿De qué sirven las pistas si son más misteriosas que el misterio?».

Garabateó una nota sobre la traducción de Visita y la metió en su bandeja de entrada.

* * *

Cuando ya era demasiado tarde, Angua recordó por qué solía evitar el distrito del matadero en aquella época del mes.

Podía cambiar a voluntad en cualquier momento. Eso era lo que la gente olvidaba de los hombres lobo. Pero recordaban lo más importante. La luna llena era el desencadenante irresistible: los rayos lunares descendían hasta el centro de su memoria mórfica y pulsaban todos los interruptores, no importaba que ella los quisiera encendidos o no. La luna llena estaba a solamente un par de días de distancia. Y el olor delicioso de los animales en sus corrales y de la sangre de los mataderos empezaba a rechinar contra su vegetarianismo estricto. La mezcla estaba desencadenando su TPL.

Miró con ferocidad el edificio sombrío que tenía delante.

—Creo que iremos por detrás —dijo—. Y puedes llamar tú.

—¿Yo? ¡A mí no me harán ni caso! —exclamó Jovial.

—Tú enséñales la placa y diles que eres de la Guardia.

—¡No me harán caso! ¡Se reirán de mí!

—Vas a tener que hacerlo tarde o temprano. Vamos.

La puerta la abrió un hombre corpulento con un delantal ensangrentado. Que se quedó pasmado cuando una mano de enano le agarró del cinturón mientras otra mano de enano se le plantaba delante de la cara, sosteniendo una placa, y una voz de enano en las inmediaciones de su ombligo le decía:

—Somos la Guardia, ¿vale? ¡Oh, sí! ¡Y si no nos dejas entrar nos comeremos tus tripas de entremeses!

—Buen intento —murmuró Angua. Levantó a Jovial para apartarla de en medio y dedicó una sonrisa afable al carnicero—. ¿Señor Calcetín? Nos gustaría hablar con un empleado suyo, el señor Dorfl.

El hombre no había superado lo de Jovial, pero consiguió reponerse.

—¿El señor Dorfl? ¿Qué ha hecho ahora?

—Simplemente nos gustaría hablar con él. ¿Podemos entrar? El señor Calcetín miró a Jovial, que estaba temblando de nervios y emoción.

—¿Tengo elección? —preguntó.

—Digamos… que tiene una especie de elección —dijo Angua.

Intentó cerrar los orificios nasales al seductor miasma de la sangre. Hasta había una fábrica de salchichas en el edificio. Que usaba todos los trozos de animales que de otra manera nadie se comería, o reconocería siquiera. Los aromas del matadero le revolvían su estómago humano pero, en el fondo, una parte de ella se incorporó y babeó y gimió ansiosa al percibir los olores mezclados a cerdo y buey y cordero y…

—¿Rata? —dijo, olisqueando—. No sabía que abastecía usted el mercado de los enanos, señor Calcetín.

De pronto el señor Calcetín era un hombre que deseaba ser considerado como alguien cooperativo.

—¡Dorfl! ¡Ven aquí ahora mismo!

Se oyó un ruido de pasos y una figura surgió de detrás de una ristra de cuerpos de reses muertas.

Había gente a quien no le hacían gracia los no-muertos. Angua sabía que el comandante Vimes se sentía incómodo en presencia de ellos, aunque últimamente le pasaba menos. La gente siempre necesitaba sentirse superior a alguien. Los vivos odiaban a los no-muertos y los no-muertos despreciaban —y ella sintió que se le cerraban los puños— a los no-vivos.

El gólem llamado Dorfl se tambaleaba un poco porque tenía una pierna ligeramente más corta que la otra. No llevaba ropa porque no tenía nada de nada que esconder, así que Angua pudo ver los retoques allí donde se le había añadido arcilla nueva a lo largo de los años. Había tantos retoques que se preguntó cómo de viejo sería. Originalmente se había hecho en él algún intento de representar la musculatura humana, pero las reparaciones lo habían tapado casi del todo. La cosa parecía una vasija de aquellas que Ígneo despreciaba, hechas por gente que pensaba que al estar hechas a mano tenían que parecer hechas a mano, y que las huellas de dedos cocidas en la arcilla eran una señal de integridad.

Eso era. La cosa parecía hecha a mano. Por supuesto, a lo largo de los años prácticamente se había hecho a sí mismo a base de reparaciones. Sus ojos triangulares emitían un leve resplandor. No había pupilas, solamente el brillo rojo oscuro de un fuego que ardía lentamente.

En una mano tenía un cuchillo de carnicero largo y pesado. La mirada de Jovial gravitó hacia allí y se quedó fija en él con una fascinación aterrada. La otra mano tenía agarrado un trozo de cuerda, al final del cual había una cabra grande, peluda y muy maloliente.

—¿Qué estás haciendo, Dorfl?

El gólem señaló con la cabeza hacia la cabra.

—¿Dando de comer a la cabrajudas?

Dorfl asintió.

—¿Tiene algo que hacer, señor Calcetín? —preguntó Angua.

—No, yo…

—Sí que tiene usted algo que hacer, señor Calcetín —dijo Angua, enfáticamente.

—Ah. ¿Ejem? Sí. ¿Ejem? Sí. Vale. Voy a echar un vistazo a los hervidores de despojos…

Mientras se alejaba, el carnicero se detuvo para blandir un dedo debajo del lugar donde estaría la nariz de Dorfl si el gólem tuviera nariz.

—Como hayas estado causando problemas… —empezó a decir.

—Creo que a esos hervidores realmente les vendría bien algo de atención —le cortó Angua.

El tipo se marchó apresuradamente.

Se hizo el silencio en el patio, aunque los ruidos de la ciudad flotaban por encima de los muros. Del otro lado del matadero venía de vez en cuando el balido de una oveja preocupada. Dorfl estaba completamente inmóvil, con su cuchillo en la mano y mirando el suelo.

—¿Es un troll que intentan que parezca humano? —susurró Jovial—. ¡Mira esos ojos!

—No es un troll —dijo Angua—. Es un gólem. Un hombre de barro. Es una máquina.

—¡Parece humano!

—Es porque es una máquina hecha para parecer un humano. Dio un rodeo detrás de aquella cosa.

—Voy a leer tu chem, Dorfl —dijo.

El gólem dejó ir a la cabra y levantó el cuchillo de carnicero y lo dejó caer bruscamente sobre un tajo de carnicero que había al lado de Jovial, haciendo que la enana saltara de lado. Luego sacó una pizarra que tenía colgada del hombro con un cordel, desenganchó el lápiz y escribió:

SÍ.

Cuando Angua levantó la mano, Jovial se dio cuenta de que había una línea fina que cruzaba de lado a lado la frente del gólem. Para su horror, toda la parte superior de su cabeza se levantó. Angua, bastante impertérrita, tanteó el interior. Su mano salió sosteniendo un pergamino amarillento.

El gólem se quedó inmóvil. Se le apagaron los ojos.

Angua desenrolló el papel.

—Alguna escritura sagrada —dijo—. Es lo que hay siempre. Alguna religión antigua y muerta.

—¿Lo has matado?

—No. No se puede quitar lo que no está ahí. —Devolvió el pergamino a su sitio y cerró la cabeza con un clic.

El gólem volvió a la vida y el brillo regresó a sus ojos.

Jovial había estado conteniendo la respiración. Ahora salió toda de golpe.

—¿Qué le has hecho? —consiguió decir.

—Díselo, Dorfl —dijo Angua.

Los gruesos dedos del gólem se movieron a toda velocidad mientras el lápiz avanzaba por la pizarra.

SOY UN GÓLEM. ME HICIERON CON ARCILLA. MI VIDA SON LAS PALABRAS. MEDIANTE PALABRAS SIGNIFICATIVAS EN MI CABEZA ADQUIERO LA VIDA. MI VIDA ES TRABAJAR. OBEDEZCO TODAS LAS ORDENES. NO DESCANSO.

—¿Qué palabras significativas?

TEXTOS RELEVANTES QUE CONSTITUYEN EL CENTRO DE LA CREENCIA. EL GÓLEM DEBE TRABAJAR. EL GÓLEM DEBE TENER UN AMO.

La cabra se tumbó al lado del gólem y empezó a rumiar.

—Ha habido dos asesinatos —dijo Angua—. Estoy bastante segura de que un gólem cometió uno y probablemente los dos. ¿Puedes decirnos algo, Dorfl?

—Lo siento, mira —dijo Jovial—. ¿Me estás diciendo que esta… cosa funciona con palabras? O sea… ¿la misma cosa me está diciendo que funciona con palabras?

—¿Por qué no? Las palabras tienen poder. Todo el mundo lo sabe —dijo Angua—. Hay más gólems por ahí de los que la gente cree. Han pasado de moda, pero duran. Pueden trabajar bajo el agua, o en la oscuridad total, o hundidos en veneno hasta las rodillas. Durante años. No necesitan comer ni descansar. Son…

—¡Pero eso es esclavitud! —exclamó Jovial.

—Por supuesto que no. Sería como esclavizar a un pomo de puerta. ¿Tienes algo que decirme, Dorfl?

Jovial no quitaba la vista del cuchillo que había en el tajo. Palabras como «largo» y «pesado» y «afilado» se acomodaban en su cabeza mejor que cualesquiera palabras que hubiera en el cráneo de barro del gólem.

Dorfl no dijo nada.

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí, Dorfl?

YA HACE TRESCIENTOS DÍAS.

—¿Y tienes tiempo libre?

SONIDO DE RISA HUECA. ¿QUE VOY A HACER YO CON TIEMPO LIBRE?

—Quiero decir, ¿no estás siempre en el matadero?

A VECES HAGO ENTREGAS A DOMICILIO.

—¿Y te reúnes con otros gólems? Escúchame, Dorfl, sé que las cosas como tú os mantenéis en contacto de alguna forma. Y si un gólem está matando a gente de verdad, tenéis menos futuro que una taza mellada. La gente se va a plantar aquí en un santiamén con antorchas llameantes. Y con mazos. ¿Me sigues hasta ahora?

El gólem se encogió de hombros.

NO SE PUEDEN LLEVAR LO QUE NO EXISTE, escribió.

Angua levantó las manos en gesto exasperado.

—Estoy intentando ser civilizada —dijo—. Te podría confiscar ahora mismo. Bajo la acusación de Obstruir La Justicia

Cuando Ha Sido Un Día Agotador Y Ya Me He Hartado. ¿Conoces al padre Tubelcek?

EL VIEJO SACERDOTE QUE VIVE EN EL PUENTE.

—¿Cómo es que lo conoces?

HE HECHO ENTREGAS ALLÍ.

—Lo han asesinado. ¿Dónde estabas tú cuando lo mataron?

EN EL MATADERO.

¿Cómo lo sabes?

Dorfl vaciló un momento. Luego escribió sus siguientes palabras muy despacio, como si le hubieran llegado desde muy lejos después de pensarlo mucho.

PORQUE ES ALGO QUE DEBE DE HABER PASADO HACE POCO. PORQUE USTED ESTA ALTERADA. ME HE PASADO LOS ÚLTIMOS TRES DÍAS TRABAJANDO AQUÍ.

—¿Todo el tiempo?

SÍ.

—¿Veinticuatro horas al día?

Sí. HAY HOMBRES Y TROLLS EN TODOS LOS TURNOS, ELLOS SE LO DIRÁN. DE DÍA TENGO QUE SACRIFICAR, DESPELLEJAR, TROCEAR, DESCUARTIZAR Y DESHUESAR, Y DE NOCHE SIN DESCANSO TENGO QUE HACER SALCHICHAS Y HERVIR LOS HÍGADOS, LOS CORAZONES, LAS TRIPAS, LOS RIÑONES Y LOS INTESTINOS.

—Es espantoso —dijo Jovial.

El lápiz se movió deprisa durante un instante.

BASTANTE PRECISO.

Dorfl giró la cabeza lentamente para mirar a Angua y escribió:

¿ME NECESITA PARA ALGO MÁS?

—Si te necesitamos, sabemos dónde encontrarte.

SIENTO LO DEL ANCIANO.

—Bien. Vamos, Jovial.

Sintieron los ojos del gólem fijos en ellas mientras salían del patio.

—Estaba mintiendo —dijo Jovial.

—¿Por qué dices eso?

—Porque tenía aspecto de estar mintiendo.

—Probablemente tengas razón —dijo Angua—. Pero ya ves lo grande que es el sitio. Apuesto a que no podríamos demostrar que salió durante media hora. Creo que voy a sugerir que lo pongamos bajo lo que el comandante Vimes llama vigilancia especial.

—¿Cómo? ¿Con agentes de paisano?

—Algo parecido —dijo Angua con cautela.

—Me ha parecido raro ver a una cabra como mascota en un matadero —comentó Jovial mientras se alejaban a través de la niebla.

—¿Qué? Ah, te refieres a la cabrajudas —dijo Angua—. La mayoría de los mataderos tienen una. No es una mascota. Supongo que se la puede considerar un empleado.

—¿Un empleado? ¿Y qué clase de trabajo puede hacer una cabra?

—Ja. Entrar en el matadero todos los días. Ese es su trabajo. Mira, tienes un corral lleno de animales aterrados, ¿vale? Y están deambulando por ahí sin líder… Y hay una rampa que entra en un edificio y que da mucho miedo… y eh, hay una cabra que no tiene miedo, así que el rebaño la sigue y… —Angua hizo un ruido de degollamiento— solamente sale la cabra.

—¡Eso es horrible!

—Supongo que tiene sentido desde el punto de vista de la cabra. Por lo menos ella sale —dijo Angua.

—¿Cómo te has enterado de eso?

—Oh, en la Guardia te acabas enterando de toda clase de historias y cosas.

—Ya veo que tengo mucho que aprender —dijo Jovial—. ¡Nunca pensé que había que llevar encima trozos de manta, para empezar!

—Es equipo especial para tratar con no-muertos.

—Bueno, yo sabía lo del ajo y los vampiros. Con los vampiros funciona cualquier cosa sagrada. ¿Qué funciona con los hombres lobo?

—¿Perdona? —dijo Angua, que seguía pensando en el gólem.

—Tengo una camiseta de malla de plata que le prometí a mi familia que me pondría, ¿pero hay algo más que vaya bien para los hombres lobo?

—Una ginebra con tónica siempre es bienvenida —dijo Angua en tono distante.

—¿Angua?

—¿Hum? ¿Sí? ¿Qué?

—¡Alguien me ha dicho que hay un hombre lobo en la Guardia! ¡No me lo puedo creer!

Angua se detuvo y se la quedó mirando.

—O sea, tarde o temprano el lobo acaba saliendo —dijo Jovial—. Me sorprende que el comandante Vimes lo permita.

—Hay un hombre lobo en la Guardia, sí —confirmó Angua.

—Ya sabía yo que el agente Visita tenía algo raro.

Angua se quedó boquiabierta.

—Siempre parece que tenga hambre —dijo Jovial—. Y tiene esa extraña sonrisa todo el tiempo. Yo reconozco a un hombre lobo en cuanto lo veo.

—Sí que parece que tenga un poco de hambre, eso es verdad —dijo Angua. No se le ocurría nada más que decir.

—¡Bueno, pues no pienso acercarme a él!

—Bien —dijo Angua.

—Angua…

—¿Sí?

—¿Por qué llevas la placa en un collar?

—¿Cómo? Oh. Bueno… para que esté siempre a mano. Ya sabes. En cualquier circunstancia.

—¿Yo también tengo que llevarla así?

—No, creo que no.

* * *

El señor Calcetín dio un respingo.

—¡Dorfl, maldita maceta estúpida! ¡Nunca aparezcas de sopetón detrás de un hombre que está manejando la rebanadora de beicon! ¡Ya te lo he dicho! ¡Intenta hacer algo de ruido cuando te mueves, maldito seas!

El gólem levantó la pizarra, que decía:

ESTA NOCHE NO PUEDO TRABAJAR.

—¿Qué es esto? ¡La rebanadora de beicon nunca pide días libres!

ES UN DÍA SAGRADO.

Calcetín miró los ojos rojos. El viejo Rispa había mencionado algo de aquello al venderle a Dorfl, ¿verdad? Algo así como: «A veces se marchará durante unas horas porque es un día sagrado. Es por las palabras de su cabeza. Si no se va trotando a su templo o a donde sea que va, las palabras dejan de funcionar, no me pregunte por qué. No tiene sentido impedírselo».

Quinientos treinta dólares le había costado la cosa. En aquel momento le había parecido una ganga, y no había duda de que lo era. Aquel cacharro de las narices solamente dejaba de trabajar cuando se le terminaban las tareas pendientes. A veces ni siquiera entonces, según se decía. Se oían historias de gólems que inundaban casas porque nadie les decía que pararan de traer agua del pozo, o que fregaban los platos hasta dejarlos tan finos como el papel. Estupideces por el estilo. Pero eran útiles si uno los tenía vigilados.

Y sin embargo… sin embargo… entendía por qué nadie parecía conservarlos mucho tiempo. Era por la forma en que aquellas malditas máquinas con manos se limitaban a estar allí, aguantándolo todo y guardándoselo… ¿dónde? Y nunca se quejaban. Ni decían nada en absoluto.

Al final una ganga como aquella podía convertirse en una preocupación, y escribir un recibo para el nuevo propietario podía resultar todo un alivio.

—Me parece que últimamente ha habido un buen montón de días sagrados —dijo Calcetín.

HAY PERÍODOS MÁS SAGRADOS QUE OTROS.

Pero no podía ser que estuvieran haciendo novillos, ¿verdad? Porque trabajar era el único sentido de los gólems.

—No sé cómo vamos a apañarnos… —empezó a decir Calcetín.

ES UN DÍA SAGRADO.

—Oh, de acuerdo. Puedes tomarte el día de mañana libre.

ESTA NOCHE. EL DÍA SAGRADO EMPIEZA AL PONERSE EL SOL.

—Entonces vuelve pronto —dijo Calcetín débilmente—. O si no… Vas a volver pronto, ¿me oyes?

Además estaba aquello. No se podía amenazar a aquellas criaturas. Estaba claro que no se les podía retirar la paga porque no tenían ninguna. No se los podía asustar. Rispa le había contado que un tejedor de la Colina de la Siesta había ordenado a su gólem que se hiciera trozos a sí mismo con un martillo… y el gólem lo había hecho.

SÍ. LE OIGO.

* * *

En cierta manera, no importaba quiénes fueran. De hecho, su anonimato era parte del asunto. Ellos se consideraban una parte del transcurso de la historia, de la corriente del progreso y de la energía motriz del futuro. Eran hombres que creían que había llegado la hora. Los regímenes pueden sobrevivir a hordas bárbaras, a terroristas enloquecidos y a sociedades secretas de encapuchados, pero lo tienen crudo cuando algunos hombres prósperos y anónimos se sientan a una mesa enorme y tienen ideas como aquellas. Uno dijo:

—Al menos así es limpio. No hay sangre.

Ellos asintieron con gravedad. No hacía falta que nadie dijera que lo que era bueno para ellos era bueno para Ankh-Morpork.

—¿Y no morirá?

—Al parecer se lo puede mantener simplemente… indispuesto. Me han dicho que la dosis se puede modificar.

—Bien. Lo prefiero indispuesto que muerto. No confiaría en que Vetinari se quedara dentro de una tumba.

—He oído decir que una vez dijo que prefería que lo incineraran, de hecho.

—Pues entonces espero que dispersen las cenizas a conciencia, no digo más.

—¿Y qué pasa con la Guardia?

—¿Qué pasa con ella?

—Ah.

* * *

Lord Vetinari abrió los ojos. En contra de todo lo que era razonable, le dolía el pelo.

Se concentró y un borrón que había junto a la cama adoptó la forma de Samuel Vimes.

—Ah, Vimes —dijo débilmente.

—¿Cómo se siente, señor?

—Mal de verdad. ¿Quién era ese hombrecillo de las piernas increíblemente torcidas?

—Era Jimmy Dónut, señor. Antes era jockey y montaba un caballo muy gordo.

—¿Un caballo de carreras?

—Eso parece, señor.

—¿Un caballo de carreras gordo? Seguramente no podría ganar nunca.

—Creo que nunca ganó, señor. Pero Jimmy hizo mucho dinero a base de no ganar carreras.

—Ah. Me ha dado leche y una especie de poción viscosa. —Vetinari se concentró—. He estado enfermo con ganas.

—Eso tengo entendido, señor.

—Es una expresión extraña. Enfermo con ganas. Me pregunto por qué es una frase hecha. Suena… alegre. La verdad es que suena bastante jovial.

—Sí, señor.

—Creo que tengo una gripe de las malas, Vimes. La cabeza no me funciona como es debido.

—¿De veras, señor?

El patricio se quedó un momento pensativo. Era obvio que tenía algo más en mente.

—¿Por qué todavía olía a caballo, Vimes? —preguntó por fin.

—Porque es veterinario equino, señor. Y buenísimo. Oí que el mes pasado trató a Fortuna Nefasta y el caballo no cayó hasta la recta final.

—No suena muy prometedor, Vimes.

—Oh, no lo sé, señor. El caballo ya había caído muerto al acercarse a la línea de salida.

—Ah, ya veo. Bien, bien. Bien. Qué mente más retorcida y desconfiada tiene usted, Vimes.

—Gracias, señor.

El patricio se incorporó apoyándose en los codos.

—¿Es normal que palpiten las uñas de los pies, Vimes?

—No sabría decirle, señor.

—Ahora creo que me gustaría ponerme a leer un rato. La vida sigue, ¿eh?

Vimes fue a la ventana. Había una figura de pesadilla acuclillada en el borde del balcón, al otro lado, observando la niebla cada vez más espesa.

—¿Todo bien, agente Tubería?

—Fí feñó —dijo la aparición.

—Voy a cerrar la ventana. Está entrando la niebla.

—Fiene rafón, feñó.

Vimes cerró la ventana, atrapando unos cuantos zarcillos de niebla que se deshicieron poco a poco.

—¿Qué era eso? —preguntó lord Vetinari.

—El agente Tuberías es una gárgola, señor. No queda bien en formación y es un puto inútil en la calle, pero cuando se trata de quedarse quieto en un sitio, señor, no le gana nadie. Es el campeón mundial de no moverse. Si quiere usted al ganador de los cien metros quietos, ahí lo tiene. Se pasó tres días en un tejado bajo la lluvia la vez que cogimos al Asesino del Pomo del Camino del Parque. Nada le pasa por alto. Y están el cabo Hijodetal’adr patrullando el pasillo y el agente Sobrinodeodro en la planta de abajo y los cabos Pedernal y Morrena en las salas contiguas a las de usted. Y el sargento Detritus anda por aquí todo el tiempo para patear culos si a alguien se le ocurre dar una cabezada, señor, y cuando lo haga se enterará usted porque el pobre desgraciado atravesará la pared y caerá aquí.

—Bien hecho, Vimes. ¿Tengo razón al pensar que ninguno de mis guardias es humano? Todos parecen ser enanos y trolls.

—Es lo más seguro, señor.

—Ha pensado usted en todo, Vimes.

—Eso espero, señor.

—Gracias, Vimes. —Vetinari se sentó en la cama y cogió un montón de papeles de la mesilla de noche—. Y ahora, no lo entretengo más.

Vimes se quedó boquiabierto.

Vetinari levantó la vista.

—¿Alguna otra cosa, comandante?

—Bueno… supongo que no, señor. Supongo que debería marcharme, ¿no?

—Si no le importa. Y estoy seguro de que se me ha acumulado un montón de papeleo en mi despacho, así que si manda a alguien a buscarlo, le estaré agradecido.

Vimes cerró la puerta tras de sí, un poco más fuerte de lo necesario. Por los dioses, le ponía lívido la forma en que Vetinari lo usaba y lo tiraba como a un pañuelo de papel. Y el hecho de que tuviera tanta gratitud natural como un caimán. El patricio confiaba en que Vimes hiciera su trabajo, sabía que haría su trabajo, y aquello era lo único que le preocupaba. Pues bueno, un día, Vimes iba a… iba a…

… Iba a hacer su trabajo, como no, qué otra cosa iba a hacer, si era lo único que sabía. Pero ser consciente de aquello le hacía sentirse todavía peor.

Fuera del palacio la niebla era espesa y amarilla. Vimes saludó con la cabeza a los guardias de la puerta y echó un vistazo a los remolinos pegajosos de nubes.

El camino a la Casa de la Guardia de Pseudópolis Yard era casi una línea recta. Y la niebla había traído la noche antes de tiempo a la ciudad. No había mucha gente en la calle. Todo el mundo se quedaba en casa, atrancando las ventanas ante aquellos jirones de humedad que parecían filtrarse por todas partes.

Sí… calles vacías, una noche gélida, humedad en el aire…

Solamente hacía falta una cosa para que todo fuera perfecto. Mandó a casa a los porteadores del palanquín y dio media vuelta para hablar con uno de los guardias.

—Es usted el agente Suerter, ¿verdad?

—Síseñor, sir Samuel.

—¿Qué número de botas calza?

Suerter pareció aterrado.

—¿Cómo, señor?

—¡Es una pregunta sencilla, hombre!

—Siete y medio, señor.

—¿Del viejo Plugger de Nuevos Remendones? ¿De las baratas?

—¡Síseñor!

—¡No puedo tener a un hombre protegiendo el palacio con botas de cartón! —dijo Vimes, con jovialidad fingida—. Quíteselas, agente. Puede quedarse las mías. Están así porque una serpiente alada les ha… bueno, les ha hecho lo que sea que hacen las serpientes aladas, pero son de su número. No se quede ahí papando moscas. Déme sus botas, hombre. Puede quedarse con las mías. —Y Vimes añadió—: Tengo muchas.

El agente se quedó mirando con asombro asustado cómo Vimes se ponía las botas baratas y se erguía, dando unos cuantos pisotones en el suelo con los ojos cerrados.

—Ah —dijo—. Estoy delante del palacio, ¿verdad?

—Esto… sí, señor. Acaba de salir de él, señor. Es este edificio tan grande de aquí.

—Ah —dijo Vimes alegremente—, ¡pero me daría cuenta de que estoy aquí aunque no lo supiera!

—Esto…

—Por las losas del suelo —dijo Vimes—. Son de un tamaño inusual y un poco hundidas en el centro. ¿No se ha dado cuenta? ¡Los pies, hijo! ¡Tendrá que aprender a pensar con ellos!

El agente se quedó mirando desconcertado cómo Vimes desaparecía en la niebla, dando zancadas felices contra el suelo.

* * *

El cabo honorable conde de Ankh Nobby Nobbs abrió la puerta de la Casa de la Guardia y entró dando tumbos.

El sargento Colon levantó la vista de su mesa y tragó saliva.

—¿Estás bien, Nobby? —preguntó, y salió a toda prisa de detrás de su mesa para sostener a la figura bamboleante.

—Es terrible, Fred. ¡Terrible!

—Ven, siéntate. Estás muy pálido.

—¡Me han elevado, Fred! —gimió Nobby.

—¡Qué horror! ¿Has visto quién te lo hacía?

Nobby le dio en silencio el pergamino que Dragón Rey de Armas le había puesto en la mano y se dejó caer en una silla. Se sacó un trocito de cigarrillo de fabricación casera de detrás de la oreja y lo encendió con la mano temblorosa.

—No entiendo nada de nada —dijo—. Uno hace lo que puede, mantiene la cabeza gacha, no causa problemas y entonces va y le pasa algo como esto.

Colon leyó el pergamino despacio, moviendo los labios cuando se encontraba alguna palabra complicada como «y» o «la».

—Nobby, ¿tú has leído esto? ¡Dice que eres un lordl!

—El viejo ha dicho que tenían que hacer muchas comprobaciones, pero que le parecía bastante claro con lo del anillo y tal. Fred, ¿qué voy a hacer ahora?

—¡Pues yo diría que sentarte y comer en platos de armiño!

—Pero no hay más que eso, Fred. No hay dinero. No hay caserón. No hay tierras. ¡No hay ni un centavo de latón!

—¿Cómo, nada?

—Ni un guisante seco, Fred.

—Yo creía que todos los nobles tenían dinero a patadas.

—Bueno, pues ellos tienen el dinero y yo las patadas, Fred. ¡Y yo no sé nada de lordear! No quiero tener que llevar ropa pija ni jugar a la pelota montando a caballo ni nada de eso.

El sargento Colon se sentó a su lado.

—¿Y nunca sospechaste que tenías parientes pijos?

—Bueno… a mi primo Vincent lo trincaron una vez por asalto indecente a la doncella de la duquesa de Quirm…

—¿Doncella de cámara o doncella de cocina?

—Creo que de cocina.

—Entonces probablemente no cuenta. ¿Esto lo sabe alguien más?

—Bueno, ella lo sabía, claro, y fue a contarlo a…

—Me refiero a tu lordismo.

—Solamente el señor Vimes.

—Pues ya lo tienes —dijo el sargento Colon, devolviéndole el pergamino—. No se lo tienes que contar a nadie. Así no tendrás que ir por ahí llevando pantalones dorados, y no tendrás que hacer nada con pelotas y caballos. Tú quédate ahí sentado y te traeré una taza de té, ¿qué te parece? Lo solucionaremos, no te preocupes.

—Eres un señor, Fred.

—¡Pues ya somos dos, milord! —Colon movió las cejas—. ¿Lo pillas? ¿Lo pillas?

—Déjalo, Fred —dijo Nobby en tono cansino.

Se abrió la puerta de la Casa de la Guardia.

Una ráfaga de niebla entró como si fuera humo. En medio de la misma había dos ojos rojos. Los jirones se apartaron para revelar la figura enorme de un gólem.

—Umpk —dijo el sargento Colon.

El gólem sostuvo en alto su pizarra.

HE VENIDO A USTEDES.

—Sí. Sí. Sí. Ya lo, esto, sí, ya lo veo —dijo Colon. Dorfl le dio la vuelta a la pizarra. Por el otro lado decía:

ME ENTREGO A MÍ MISMO POR ASESINATO. FUI YO QUIEN MATÓ AL VIEJO SACERDOTE. EL CRIMEN ESTÁ RESUELTO.

En cuanto sus labios dejaron de moverse, Colon fue correteando a protegerse tras el parapeto, repentinamente muy endeble, de su mesa y se puso a escarbar entre los papeles.

—Tú tenlo cubierto, Nobby —dijo—. Asegúrate de que no sale corriendo.

—¿Y para qué iba a salir corriendo? —preguntó Nobby.

El sargento Colon encontró un trozo relativamente limpio de papel.

—Bien, bien, bien, yo, bien, yo supongo que debería… ¿Cómo se llama usted?

El gólem escribió:

DORFL.

* * *

Para cuando llegó al Puente de Latón (adoquines de tamaño medio y redondeados de esos que llaman «cabezas de gato», algunos de ellos desaparecidos), Vimes ya empezaba a preguntarse si había hecho lo correcto.

La niebla de otoño siempre era espesa, pero él nunca había visto una como aquella. Aquel paño mortuorio asordinaba los ruidos de la ciudad y convertía las luces más brillantes en resplandores débiles, aunque en teoría el sol todavía no se había puesto.

Caminó a lo largo del parapeto. Una figura regordeta y brillante acechaba en medio de la niebla. Era uno de los hipopótamos de madera, un antepasado lejano de Roderick o de Keith. Había cuatro a cada lado, todos mirando hacia el mar.

Vimes había pasado a su lado miles de veces. Eran viejos amigos. A menudo se había puesto al abrigo de uno de ellos en las noches gélidas en que buscaba un lugar libre de jaleos.

Así eran las cosas antes, ¿verdad? No parecía que hubiera pasado tanto tiempo. Solamente un puñado de hombres en la Guardia, eludiendo los jaleos. Y entonces había llegado Zanahoria y de pronto el estrecho circuito de sus vidas se había abierto, y ahora había casi treinta hombres (oh, incluyendo a trolls y enanos y misceláneos) en la Guardia, y no escurrían el bulto para mantenerse lejos de los jaleos sino que iban en busca de los jaleos, y los encontraban allí donde buscaban. Tenía gracia. Tal como Vetinari había señalado de esa forma tan suya, parecía que cuantos más policías tenía uno, más delitos se cometían. Pero la Guardia estaba de vuelta en las calles, y por mucho que no se les diera tan bien patear culos como a Detritus, estaba claro que por lo menos impactaban en posaderas a base de bien.

Encendió una cerilla en la pezuña trasera de un hipopótamo y ahuecó una mano en torno a ella para proteger su puro de la humedad.

Y ahora, aquellos asesinatos. No le importarían a nadie si no le importaran a la Guardia. Dos ancianos, asesinados el mismo día. Nada robado… Se corrigió: nada robado en apariencia. Por supuesto, lo que pasaba con las cosas robadas era que las muy jodidas no estaban en su sitio. Casi seguro que los ancianos no habían estado tonteando con las esposas de otra gente. Probablemente ya ni se acordaban de qué era tontear. Uno de ellos pasaba todo su tiempo en compañía de libros religiosos antiguos. El otro, por el amor de los dioses, era una autoridad sobre los usos agresivos de la bollería.

La gente probablemente diría que habían llevado unas vidas intachables.

Pero Vimes era policía. Nadie vivía una vida completamente intachable. No era del todo imposible, si uno se quedaba tumbado muy quieto en algún sótano, pasar un día entero sin cometer un delito. Pero por los pelos. Y aun así, lo más probable es que fuera culpable de holgazanear.

En cualquier caso, parecía que Angua se había tomado aquel caso muy personalmente. Siempre sentía debilidad por los más débiles de la manada.

Y Vimes también. Había que sentirla. No porque fueran gente pura o noble, puesto que no lo eran. Había que estar del lado de los más débiles de la manada porque no eran los más fuertes de la manada.

En aquella ciudad todo el mundo se cuidaba de sí mismo. Para eso existían los gremios. La gente formaba bandas en contra de otra gente. El gremio cuidaba de ti desde la cuna hasta la tumba o, en el caso de los Asesinos, hasta las tumbas ajenas. Incluso velaban por la ley, o por lo menos lo habían hecho, en cierta manera. Robar sin licencia era castigable con la muerte a la primera infracción. [11] El Gremio de Ladrones se encargaba de ello. El arreglo sonaba irreal, pero funcionaba.

Funcionaba como una máquina. Lo cual estaba bien salvo por la gente que de vez en cuando quedaba aplastada entre los engranajes.

Los adoquines húmedos le transmitían una sensación tranquilizadora de realidad bajo las suelas de los zapatos.

Dioses, cómo había echado de menos aquello. En los viejos tiempos solía patrullar a solas. Cuando estaban únicamente él y las piedras que resplandecían a las tres de la madrugada, de alguna manera todo había tenido sentido…

Se detuvo.

A su alrededor, el mundo se convirtió en un cristal de horror, de ese horror especial que no tiene nada que ver con colmillos ni con pus ni con fantasmas pero sí mucho que ver con que lo familiar se transforme en desconocido.

Algo fundamental iba mal.

Su mente tardó unos segundos atroces en transmitirle los detalles de lo que su subconsciente acababa de percibir. Que había cinco estatuas a lo largo del parapeto de aquel lado.

Pero tendría que haber habido cuatro.

Se giró muy lentamente y caminó de regreso hasta la última. Aquella era un hipopótamo, sí.

Lo mismo que la siguiente. Tenía un graffiti. Nada sobrenatural podía tener una pintada que dijera: «Zaz es un jilipoyas».

Luego le pareció que no se tardaba tanto en llegar a la siguiente, y cuando la miró…

Dos puntos de luz roja brillaron en la niebla por encima de él.

Algo grande y oscuro saltó desde lo alto, lo derribó al suelo y desapareció en la oscuridad.

Vimes se puso de pie con dificultad, sacudió la cabeza y salió detrás de la cosa. No intervino ningún pensamiento. El instinto más primitivo de los terriers y los policías es perseguir todo lo que se aleja corriendo.

Mientras corría se llevó la mano automáticamente a la campanilla, con la que uno alertaba a otros guardias, pero el comandante de la Guardia no llevaba campanilla. Los comandantes de la Guardia estaban solos.

* * *

En el miserable despacho de Vimes, el capitán Zanahoria miró un papel:

Reparaciones en los canalones, Casa de la Guardia, Pseudó-polis Yard. Nueva tubería de bajada, codo Micklewhite de 35°, cuatro cuchillos de armadura en ángulo recto, mano de obra y profesionalidad. $16,35p.

Y había más como aquella, incluyendo la factura en palomas del agente Tubería. Sabía que al sargento Colon no le parecía bien que a un policía se le pagara en palomas, pero el agente Tubería era una gárgola y para las gárgolas el dinero no significa nada. En cambio, reconocían una paloma tan pronto como se la comían.

Con todo, las cosas estaban mejorando. Cuando Zanahoria llegó, todo el dinero para gastos de la Guardia se guardaba en un frasco colocado en una estantería y etiquetado «Abrillantador de metales Fuerteenelbrazo para conseguir unas cohortes relucientes», y si hacía falta dinero para algo, lo único que había que hacer era encontrar a Nobby y obligarle a que lo devolviera.

Luego estaba la carta de un ciudadano con residencia en el Camino del Parque, uno de los vecindarios más selectos de la ciudad:

Comandante Vimes:

La patrulla de la Guardia Nocturna de esta calle parece componerse en su totalidad de enanos. No tengo nada contra los enanos mientras se queden entre los suyos, por lo menos no son trolls, pero se cuentan historias por ahí y yo tengo hijas en mi casa. Le exijo que se ponga remedio de inmediato a esta situación o no tendré más alternativa que sacar el tema con lord Vetinari, que es amigo personal mío.

Suyo afectísimo, señor,

Joshua H. Catterail

¿Aquello era el trabajo policial, entonces? Se preguntó si el señor Vimes estaba intentando decirle algo. Había más cartas. El Coordinador Comunitario de Estaturas Igualitarias para los Enanos estaba exigiendo que a los enanos de la Guardia se les permitiera llevar hacha en vez de la tradicional espada, y que solamente se los mandara a investigar delitos cometidos por gente alta. El Gremio de Ladrones se quejaba de que el comandante Vimes había dicho en público que la mayoría de los robos los cometían ladrones.

Hacía falta la sabiduría del rey Isiahdanu para abordarlo todo, y aquellas eran solamente las cartas de aquel día.

Cogió la siguiente y leyó: «Traducción del texto encontrado en la boca del padre Tubelcek. ¿Por qué? SV».

Zanahoria leyó atentamente la traducción.

—¿En la boca? ¿Alguien le intentó meter palabras en la boca? —dijo Zanahoria, en el silencio del despacho.

Le dio un escalofrío, pero no por culpa del frío que venía del miedo. En el despacho de Vimes siempre hacía frío. Vimes era una persona a quien le gustaba estar al aire libre. En la ventana abierta danzaba la niebla, con sus deditos flotando entre la luz.

El siguiente documento del montón era una copia de la iconografía de Jovial. Zanahoria observó los dos ojos rojos borrosos.

—¿Capitán Zanahoria?

Giró a medias la cabeza, pero sin dejar de mirar la pintura.

—¿Sí, Fred?

—¡Tenemos al asesino! ¡Lo tenemos!

—¿Es un gólem?

—¿Cómo lo sabe?

* * *

«La tintura de la noche empezó a saturar la sopa de la tarde».

Lord Vetinari reflexionó sobre la frase y la juzgó satisfactoriamente. Le gustaba en especial «tintura». Tintura. Tintura. Era una palabra distinguida, y tenía un agradable contrapunto en la vulgaridad de «sopa». La sopa de la tarde. Sí. En la cual se podrían encontrar sin problemas los picatostes de la hora del té.

Se daba cuenta de que estaba un poco mareado. Nunca se le habría ocurrido una frase así de tener la mente en un estado normal.

En medio de la niebla que había fuera de la ventana, apenas visible a la luz de las velas, vio la silueta acuclillada del agente Tubería.

Una gárgola, ¿eh? Se había estado preguntando por qué la Guardia siempre ponía cinco palomas semanales en la cuenta de los salarios. Una gárgola en la Guardia, cuyo cometido era aguardar. Debía de haber sido idea del capitán Zanahoria.

Lord Vetinari se levantó con cuidado de la cama y cerró los postigos. Caminó lentamente hasta su escritorio, sacó el diario del cajón, luego sacó un montón de páginas manuscritas y destapó el frasco de la tinta.

Bueno pues, ¿por dónde iba?

«Capítulo ocho —leyó vacilante—, Los ritos del hombre». Ah, sí…

«En lo tocante a la verdad —escribió—, aquello que pudiere ser Escrito al Dictado de los Eventos, pero debiere ser Oído en Toda Ocasión…

Se preguntó cómo podía introducir «sopa de la tarde» en el tratado, o por lo menos «tintura de la noche».

La pluma rasgueó sobre el papel.

En el suelo estaba abandonada la bandeja que había contenido un cuenco de nutritivas gachas, al respecto de las cuales había decidido tener unas palabras muy serias con el cocinero en cuanto se encontrara mejor. Las habían probado tres probadores, incluyendo al sargento Detritus, al que no era muy probable que se pudiera envenenar con nada que funcionara con los humanos y ni siquiera con la mayoría de las cosas que funcionaban con los trolls… sino probablemente con la mayoría de las cosas que funcionaban con los trolls.

La puerta estaba cerrada con llave. De vez en cuando podía oír el crujido tranquilizador que provocaba Detritus al hacer la ronda. Al otro lado de la ventana, la niebla se condensaba sobre el agente Tubería.

Vetinari mojó la pluma en la tinta y empezó una nueva página. De vez en cuando consultaba el diario encuadernado en piel, humedeciéndose los dedos delicadamente al pasar las finas páginas.

Los zarcillos de niebla se enroscaban en las persianas y se frotaban con las paredes hasta que la luz de las velas los espantaba.

* * *

Vimes corrió pesadamente por entre la niebla detrás de la figura en fuga. Que no era tan rápida como él, a pesar de las punzadas que sentía en las piernas y de un par de puñaladas de advertencia en la rodilla izquierda, pero cada vez que acortaba distancias algún peatón embozado se le cruzaba en el camino, o bien un carro salía de una callejuela lateral. [12]

Sus suelas le decían que había bajado por la Vía Ancha y había girado a la izquierda por la Calle Noexiste (adoquines pequeños y cuadrados). Allí la niebla era todavía más espesa, atrapada entre los árboles del parque.

Pero Vimes estaba exultante. «¡Te equivocas de desvío si vas directo a las Sombras, chaval! Ahora solamente está el Puente de Ankh y allí tenemos un guardia…».

Sus pies le dijeron algo más. Le dijeron: «Hojas mojadas, eso es la Calle Noexiste en otoño. Adoquines pequeños y cuadrados con montones dispersos y traicioneros de hojas mojadas».

Se lo dijeron demasiado tarde.

Vimes aterrizó con la barbilla en la alcantarilla, se puso de pie dando tumbos y volvió a caer mientras el resto del universo pasaba a su lado dando vueltas, se levantó, dio unos pasos bamboleantes en la dirección incorrecta, se volvió a caer y por fin decidió aceptar temporalmente el voto de la mayoría.

* * *

Dorfl estaba de pie y en silencio en las oficinas de la comisaría, con los gruesos brazos cruzados sobre el pecho. Delante del gólem estaba la ballesta del sargento Detritus, fabricada a partir de una antigua arma de asedio. Disparaba una flecha de hierro de casi dos metros. Nobby estaba sentado detrás de ella, con el dedo sobre el gatillo.

—¡Guarda eso, Nobby! ¡Esa arma no se puede disparar aquí! —dijo Zanahoria—. ¡Ya sabes que nunca averiguamos dónde se paran las flechas!

—Le hemos obligado a confesar —dijo el sargento Colon, dando saltitos—. ¡No paraba de admitirlo, pero al final conseguimos que confesara! Y tenemos varios crímenes más a los que nos gustaría que se echara un vistazo.

Dorfl levantó su pizarra.

SOY CULPABLE.

Algo se le cayó de la mano.

Era algo corto y blanco. Con aspecto de ser un trozo de cerilla. Zanahoria lo cogió y lo observó, concentrado. Luego miró la lista que había hecho Colon. Era bastante larga y consistía en todos los crímenes sin resolver de la ciudad de los últimos dos meses.

—¿Ha confesado todos estos?

—Todavía no —respondió Nobby.

—Todavía no se los hemos leído todos —dijo Colon.

Dorfl escribió.

YO LO HICE TODO.

—¡Eh! —dijo Colon—. ¡El señor Vimes va a estar contento de verdad con nosotros!

Zanahoria se acercó al gólem. Tenía un débil resplandor anaranjado en los ojos.

—¿Mataste tú al padre Tubelcek? —preguntó.

SÍ.

—¿Lo ve? —dijo el sargento Colon—. Con eso no se puede discutir.

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Zanahoria. No hubo respuesta.

—¿Y al señor Hopkinson del Museo del Pan?

SÍ.

—¿Lo mataste a golpes con una barra de hierro? —preguntó Zanahoria.

SÍ.

—Espera —dijo Colon—. Creí que habías dicho que fue…

—Déjalo, Fred —dijo Zanahoria—. ¿Por qué mataste al anciano, Dorfl?

No hubo respuesta.

—¿Tiene que haber una razón? En los gólems no se puede confiar, mi padre siempre lo decía —dijo Colon—. Te traicionan nada más verte, decía.

—¿Alguna vez han matado a alguien?

—No porque no lo hayan pensado —dijo Colon en tono siniestro—. Mi padre me contó que una vez tuvo que trabajar con uno y que le miraba todo el tiempo. Que él se giraba de pronto y allí estaba el gólem… mirándolo.

Dorfl estaba sentado mirando hacia delante.

—¡Ponle una vela encendida delante de los ojos! —dijo Nobby.

Zanahoria arrastró una silla por el suelo y se sentó a horcajadas en ella, mirando a Dorfl. Hizo girar distraídamente la cerilla rota entre los dedos.

—Sé que tú no mataste al señor Hopkinson y no creo que mataras al padre Tubelcek —dijo—. Creo que estaba agonizando cuando lo encontraste. Creo que intentaste salvarlo, Dorfl. De hecho, estoy bastante seguro de poder demostrarlo si puedo ver tu chem…

La luz de los ojos resplandecientes llenó la sala. El gólem dio un paso adelante, con los puños en alto.

Nobby disparó la ballesta.

Dorfl agarró la larga flecha en pleno vuelo. Se oyó un chirrido metálico y la flecha se convirtió en una fina barra de hielo al rojo vivo con un bulto amontonado a la altura de las manos del gólem.

Pero Zanahoria ya estaba detrás de él, abriéndole la cabeza. Mientras el gólem se giraba, blandiendo la barra de hierro como si fuera una porra, se le apagó el fuego de los ojos.

—Lo tengo —dijo Zanahoria, sosteniendo en alto un pergamino amarillento.

* * *

Al final de la Calle Noexiste había una horca, donde antiguamente los maleantes —o por lo menos la gente declarada culpable de ser maleantes— eran colgados para que se balancearan suavemente al viento, a modo de castigo ejemplar y, cuando los elementos se cobraban su precio, también de lección de anatomía.

En otros tiempos, los padres llevaban allí a sus hijos para que aprendieran mediante el atroz ejemplo los peligros y las trampas que aguardan a los criminales, a los fuera de la ley y a los que tienen la mala suerte de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, y para que vieran los terroríficos despojos que colgaban de sus cadenas chirriantes y escucharan las severas imprecaciones, y luego por lo general (como aquello era Ankh-Morpork) dijeran: «¡Hala! ¡Cómo mola!» y usaran los cadáveres como columpios.

En la actualidad la ciudad tenía formas más privadas y eficaces de tratar con aquellos que consideraba excedente de cupo, pero en honor a la tradición la horca seguía ocupada por un cuerpo de madera bastante realista. De vez en cuando algún cuervo estúpido todavía se posaba para sacarle los ojos y terminaba con un pico mucho más corto.

Vimes llegó hasta allí tambaleándose y tratando de recuperar el aliento.

La presa podía haber ido a cualquier parte. La poca luz del día que se había estado filtrando por entre la niebla ya había claudicado.

Vimes se detuvo ante la horca, que chirriaba.

La habían construido para que chirriara. ¿De qué servía mostrar en público los castigos, decían los entendidos, si aquello no chirriaba siniestramente? En épocas más opulentas la ciudad contrataba a un anciano para producir el chirrido por medio de una cuerda, pero ahora había un mecanismo de relojería al que solo se tenía que dar cuerda una vez al mes.

El cadáver artificial goteaba vapor condensado.

—A tomar por saco —murmuró Vimes, y trató de regresar por donde había venido.

Al cabo de diez segundos de dar tumbos, se tropezó con algo.

Era un cadáver de madera, tirado en la alcantarilla. Cuando volvió a la horca, la cadena vacía se estaba meciendo suavemente, tintineando en medio de la niebla.

* * *

El sargento Colon le dio unos golpecitos en el pecho al gólem. Que hicieron donk.

—Como una maceta —dijo Nobby—. ¿Cómo pueden moverse cuando son como una maceta, eh? Tendrían que estar cuarteándose todo el tiempo.

—Y son tontos —dijo Colon—. Me contaron que hubo uno en Quirm al que le hicieron cavar una zanja y se olvidaron de él y solamente se acordaron cuando todo estaba lleno de agua porque había llegado cavando hasta el río.

Zanahoria desplegó el chem sobre la mesa y lo puso junto al papel que le habían metido en la boca al padre Tubelcek.

—Está muerto, ¿verdad? —preguntó el sargento Colon.

—Es inofensivo —dijo Zanahoria, mirando primero un papel y luego el otro.

—Bien. Tengo un mazo en la parte de atrás. Voy a…

—No —dijo Zanahoria.

—¡Pero ya has visto cómo actuaba!

—No creo que me pudiera haber golpeado. Creo que solamente quería asustarnos.

—¡Pues ha funcionado!

—Mira esto, Fred.

El sargento Colon echó un vistazo al escritorio.

—Escritura extranjera —dijo, en un tono que sugería que no le llegaba ni a las suelas de los zapatos a la escritura local y decente, y que probablemente olía a ajo.

—¿No hay nada que te llame la atención?

—Bueno… parecen las dos iguales —admitió el sargento Colon.

—La amarillenta es el chem de Dorfl. La otra es la del padre Tubelcek —dijo Zanahoria—. Idénticas letra por letra.

—¿Y por qué?

—Yo creo que Dorfl escribió las palabras y se las puso en la boca al viejo Tubelcek después de que muriera —dijo Zanahoria lentamente, sin dejar de mirar alternativamente los dos papeles.

—Ees, ajj —dijo Nobby—. Es asqueroso, es…

—No, no lo entiendes —dijo Zanahoria—. Quiero decir que las escribió porque eran las únicas que sabía que funcionaban…

—¿Que funcionaban cómo?

—Bueno… ¿conoces el beso de la vida? —dijo Zanahoria—.

—¿El de los primeros auxilios?

—Sé que lo conoces, Nobby. Viniste conmigo cuando dieron aquel cursillo en la Asociación de Jóvenes Paganos.

—Solamente fui porque me dijiste que daban una taza de té y una galleta gratis —dijo Nobby, enfurruñado—. Además, cuando me llegó el turno a mí el muñeco se fue corriendo.

—Pues es igual que el socorrismo —dijo Zanahoria—. Queremos que la gente respire, así que intentamos asegurarnos de que les entre aire…

Todos se giraron para mirar al gólem.

—Pero los gólems no respiran —dijo Colon.

—No, los gólems solamente conocen una cosa que te mantenga con vida —dijo Zanahoria—. Las palabras que hay en la cabeza.

Todos se giraron para mirar las palabras.

Todos se giraron para mirar la estatua que era Dorfl.

—Acaba de bajar la temperatura —dijo Nobby con voz temblorosa—. ¡Estoy seguro de haber notado un aura flotando en el aire ahora mismo! Como si alguien…

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Vimes, sacudiéndose la humedad de la capa.

—… hubiera abierto la puerta —dijo Nobby.

* * *

Habían pasado diez minutos.

Al sargento Colon y a Nobby se les había acabado el turno de guardia, para alivio de todo el mundo. Colon en particular tenía enormes dificultades con el concepto de seguir investigando después de que alguien confesara. Aquello ultrajaba su formación y su experiencia. Uno obtenía una confesión y ahí acababa todo. No se iba por ahí desconfiando de la gente. Solo se desconfiaba de la gente cuando se declaraba inocente. Solo los culpables eran de fiar. Cualquier otra cosa golpeaba los mismos cimientos de la práctica policial.

—Arcilla blanca —dijo Zanahoria—. Lo que encontramos era arcilla blanca. Y prácticamente sin cocer. Dorfl está hecho de terracota oscura y dura como la piedra.

—Lo último que vio el sacerdote fue un gólem —dijo Vimes.

—A Dorfl, estoy seguro —dijo Zanahoria—. Pero eso no es lo mismo que decir que él fue el asesino. Creo que Dorfl apareció allí mientras el hombre se estaba muriendo, eso es todo.

—Oh. ¿Por qué?

—Todavía… no estoy seguro. Pero a Dorfl lo tengo visto de por ahí. Siempre me ha parecido una persona muy amable.

—¡Trabaja en un matadero!

—Tal vez no es un mal lugar de trabajo para una persona amable, señor —dijo Zanahoria—. Además, he comprobado todos los registros que he podido encontrar y no creo que ningún gólem haya atacado nunca a nadie. Ni que haya cometido ningún tipo de crimen.

—Oh, venga ya —dijo Vimes—. Todo el mundo sabe… —Se detuvo cuando sus oídos cínicos oyeron su voz incrédula—. ¿Cómo, nunca?

—Bueno, la gente siempre está diciendo que conocen a alguien que tenía un amigo que tenía un abuelo que oyó que uno de ellos había matado a alguien, y eso es lo más cerca que se llega a la verdad, señor. A los gólems no les está permitido hacer daño a la gente. Está en sus palabras.

—Me dan mala espina, eso lo tengo claro —dijo Vimes.

—Le dan mala espina a todo el mundo, señor.

—Se oyen montones de historias en las que hacen cosas estúpidas como fabricar mil teteras o cavar un agujero de siete kilómetros de hondo —dijo Vimes.

—Sí, pero eso no es exactamente actividad criminal, ¿verdad, señor? Eso que dice no es más que rebelión ordinaria.

—¿Cómo que «rebelión»?

—Obedecer órdenes a lo tonto, señor. Ya sabe… Alguien le grita «Ve a hacer teteras» y él las hace. No se le puede culpar por cumplir órdenes, señor. Nadie les dijo cuántas. Nadie quiere que piensen, así que se toman su revancha no pensando.

—¿Se rebelan trabajando?

—No es más que una idea, señor. Supongo que para un gólem debe de tener más sentido.

—¿Nos puede oír? —preguntó Vimes.

—Creo que no, señor.

—¿Y esa historia de las palabras?

—Esto… Creo que ellos creen que un humano muerto no es más que alguien que ha perdido su chem. Creo que no entienden cómo funcionamos, señor.

—Ni ellos ni yo, capitán.

Vimes escrutó los ojos vacíos. La parte superior de la cabeza de Dorfl seguía abierta, de manera que le salía luz por las cuencas. Vimes había visto muchas cosas horribles en las calles, pero por alguna razón el gólem silencioso era peor. Resultaba demasiado fácil imaginar aquellos ojos encendiéndose y aquella cosa levantándose y dando un paso hacia delante, blandiendo aquellos puños como mazos. Y no eran simples imaginaciones. Era algo que parecía estar incorporado en aquellas cosas. Una potencialidad que esperaba su momento.

«Es por eso que todos los odiamos —pensó—. Esos ojos sin expresión nos miran, esas caras enormes se giran para seguirnos, ¿y acaso no parece que estén tomando notas y apuntando nombres? Si oyeras que uno de ellos le ha roto la cabeza a alguien en Quirm o donde sea, ¿acaso no estarías encantado de creerlo?».

Una voz interior, una voz que por lo general solamente llegaba a él en las horas tranquilas de la madrugada o, en los viejos tiempos, a medio vaciar una botella de whisky, añadió: «Teniendo en cuenta cómo los usamos, tal vez les tenemos miedo porque sabemos que lo merecemos…».

«No… no hay nada detrás de esos ojos. No hay más que barro y palabras mágicas».

Vimes se encogió de hombros.

—Antes he perseguido a un gólem —dijo—. Estaba en el Puente de Latón. Maldita cosa. Mira, tenemos una confesión y el testimonio ocular. Si no tienes nada mejor que un… que una intuición, entonces tendremos que…

—¿Qué, señor? —preguntó Zanahoria—. Si es que ya no podemos hacerle nada más. Ahora está muerto.

—Quieres decir inanimado.

—Sí, señor. Si prefiere decirlo así.

—Si Dorfl no mató a los ancianos, ¿quién lo hizo?

—No lo sé, señor. Pero creo que Dorfl lo sabe. Tal vez estaba siguiendo al asesino.

—¿Es posible que le ordenaran proteger a alguien?

—Tal vez, señor. O que lo decidiera él.

—Lo siguiente que me dirás es que tienen emociones. ¿Adonde ha ido Angua?

—Ha decidido hacer unas comprobaciones, señor —dijo Zanahoria—. Me he quedado… intrigado con esto, señor. Lo tenía en la mano. —Sostuvo el objeto en alto.

—¿Un trozo de cerilla?

—Los gólems no fuman y no usan el fuego, señor. Es simplemente… raro que lo tuviera en la mano, señor.

—Ah —dijo Vimes en tono sarcástico—. Una Pista.

* * *

El rastro de Dorfl era lo único que había en la calle. Los olores mezclados del matadero llenaban los orificios nasales de Angua.

Era un trayecto en zigzag, pero con cierta tendencia direccional. Era como si el gólem hubiera colocado una regla sobre la ciudad y tomado todas las calles y callejones que iban en la dirección correcta.

Llegó a un callejón corto y sin salida. Al final había algunas puertas de almacenes. Olisqueó. Había otros muchos olores. Masa de pan. Pintura. Grasa. Resina de pino. Olores fuertes, intensos y recientes. Volvió a oler. ¿Tela? ¿Lana?

Había una confusión de pisadas sobre la tierra. De pisadas grandes.

La pequeña parte de Angua que siempre caminaba sobre dos piernas vio que las pisadas que salían se superponían a las pisadas que entraban. Olisqueó a fondo por todas partes. Hasta una docena de seres, cada uno con su olor distintivo —un olor a productos más que a personas vivas— habían bajado hacía muy poco la escalera. Y luego las doce habían vuelto a subir.

Bajó los escalones y se topó con una barrera infranqueable.

Una puerta.

Las patas no podían abrir pomos de puerta.

Echó un vistazo por encima del borde de la escalera. No había nadie a la vista. La niebla era lo único que se paseaba entre los edificios.

Se concentró y cambió, se apoyó un momento en la pared hasta que el mundo dejó de dar vueltas y luego probó a abrir la puerta.

Al otro lado había un sótano muy grande. Ni siquiera con visión de mujer loba había gran cosa que ver.

Tenía que mantener la forma humana. Cuando era humana pensaba mejor. Por desgracia, en aquellos momentos, como humana, el pensamiento que ocupaba su mente en gran medida era que estaba desnuda. Cualquiera que encontrara a una mujer desnuda en su sótano iba a hacer preguntas. Puede que ni tan solo se molestaran en hacer preguntas, ni siquiera las del tipo: «¿Por favor?». Angua ciertamente podía resolver esa situación, pero prefería no tener que hacerlo. Era muy difícil encontrar una explicación convincente para la forma de las heridas.

Así pues, no había tiempo que perder.

Las paredes estaban cubiertas de escritura. Letras grandes, letras pequeñas, pero todas en aquella caligrafía tan pulcra que usaban los gólems. Había frases escritas a tiza y a carboncillo, y en algunos casos simplemente talladas sobre la piedra. Iban del suelo al techo, entrecruzándose entre ellas y pisándose tan a menudo que era casi imposible distinguir lo que se suponía que decía ninguna de ellas. De vez en cuando una palabra o dos destacaban en medio del revoltijo de letras:

… NO HARÁS… LO QUE HACE NO ES… FURIA HACIA EL CREADOR… DESAFORTUNADO AQUEL QUE NO TIENE AMO… LAS PALABRAS DE LA… BARRO DE NUESTRO… QUE MI… NOS LLEVE A LA LIB…

La tierra de la parte central del suelo estaba toda revuelta, como si un montón de gente hubiera estado pisando por allí. Se agachó y frotó la tierra, oliéndose de vez en cuando los dedos. Olores. Eran olores industriales. Apenas necesitaba sentidos especiales para detectarlos. Los gólems no olían a nada más que a arcilla y a lo que fuera que se dedicaran a trabajar…

Y… algo rodó bajo sus dedos. Era un trozo de madera, de apenas cinco centímetros de largo. Una cerilla, sin la cabeza.

Al cabo de unos minutos de investigación había dado con diez más, todas desperdigadas por el suelo como si las hubieran dejado caer distraídamente.

Y también había medio palito, tirado a cierta distancia de los demás.

Su visión nocturna se estaba desvaneciendo. Pero el sentido del olfato duraba mucho más. Las cerillas estaban cargadas de olores: el mismo cóctel de olores cuyo rastro llevaba hasta aquel sótano húmedo. Pero el olor a matadero que ahora asociaba con Dorfl solamente se encontraba en la cerilla partida.

Se acuclilló y fijó la mirada en el montoncito de madera. Doce personas (doce personas con trabajos sucios) habían ido a aquel lugar. No se habían quedado mucho tiempo. Habían tenido una… una discusión: la escritura de la pared. Habían hecho algo relacionado con once cerillas (pero solamente con la parte de madera: no les habían dado el baño en fósforo de la cabeza. ¿Tal vez el gólem que olía a pino trabajaba en una fábrica de cerillas?) más una cerilla rota.

Y entonces cada cual se había marchado por su lado. El camino de Dorfl lo había llevado directo a la Casa de la Guardia principal, donde se había entregado. ¿Por qué?

Volvió a olisquear el trozo de cerilla rota. No había ninguna duda sobre el cóctel de olores a sangre y carne. Dorfl se había entregado por asesinato… Ella miró la escritura de las paredes y tuvo un escalofrío.

* * *

—Chinchín, Fred —brindó Nobby, levantando su jarra de cerveza.

—Mañana podemos devolver el dinero a la Hucha del Té. Nadie lo va a echar de menos —dijo el sargento Colon—. Además, esto está clasificado como emergencia.

El cabo Nobbs miró el interior de su jarra con desaliento. La gente hacía aquello a menudo en el Tambor Remendado, cuando su sed inmediata había quedado saciada y por primera vez podían echar un buen vistazo a lo que se estaban bebiendo.

—¿Pero qué voy a hacer? —gimió—. Si eres un estirado tienes que llevar coronas y túnicas largas y tal. Esas cosas tienen que costar un ojo de la cara. Y también hay que hacer cosas. —Dio otro trago largo—. Se llama nobliés obliché.

Nobless obligg —le corrigió Colon—. Sí. Quiere decir que tienes que cumplir con tu papel en la sociedad. Dar dinero a causas caritativas. Ser amable con los pobres. Darle tu ropa vieja al jardinero cuando todavía se puede llevar una temporada. Yo sé de esas cosas. Mi tío era el mayordomo de la vieja lady Selachii.

—Yo no tengo jardinero —dijo Nobby en tono lúgubre—. No tengo jardín. Y no tengo más ropa vieja que la que llevo. —Dio otro trago—. ¿Y ella le daba su ropa vieja al jardinero?

Colon asintió.

—Sí. Siempre estuvimos un poco intrigados con aquel jardinero. —Su mirada buscó la del barman—. Dos pintas más de Winkles, Ron. —Echó un vistazo a Nobby. Nunca había visto a su viejo amigo tan abatido. Tendrían que superar aquello juntos—. Mejor que sean otras dos para Nobby —añadió—. Chinchín, Fred.

El sargento Colon arqueó las cejas mientras una pinta era vaciada casi de un trago. Nobby dejó la jarra con movimientos un poco vacilantes.

—No estaría tan mal si hubiera un montón de pasta —dijo Nobby, cogiendo la otra jarra—. Yo creía que no se podía ser un estirado sin ser un ricachón de mierda. Pensaba que te daban un fajo de billetes con una mano y te plantaban la corona en la cabeza con la otra. No tiene ningún sentido ser estirado y a la vez pobre. Es lo peor de ambos mungluglu. —Vació la jarra y la dejó sobre la barra de un golpe—. Vulgar y rico, sí, eso lo engluglu.

El barman se inclinó hacia el sargento Colon.

—¿Qué le pasa al cabo? Es un hombre de media pinta. Y con esa ya lleva ocho.

Fred Colon se acercó y habló con la comisura de la boca.

—No se lo digas a nadie, Ron, pero es porque ahora mea alto.

—¿En serio? Pues iré a poner serrín en los estantes.

* * *

En la Casa de la Guardia, Sam Vimes dio unos golpecitos con el dedo en las cerillas. No le preguntó a Angua si estaba segura. Angua era capaz de oler si era miércoles.

—¿Y entonces quiénes eran los demás? —preguntó—. ¿Otros gólems?

—Es difícil decirlo por sus rastros —respondió Angua—. Pero creo que sí. Los habría seguido, pero he pensado que tenía que venir directa aquí.

—¿Qué te hace pensar que eran gólems?

—Las pisadas. Y los gólems no tienen un olor —dijo—. Cogen los olores relacionados con lo que sea que hacen. Es a lo único que huelen… —Pensó en la pared cubierta de palabras—. Y tuvieron un largo debate —dijo—. Una discusión de gólems. Por escrito. La cosa se calentó bastante, creo. Volvió a pensar en la pared.

—Algunos de ellos se pusieron bastante enfáticos —añadió, recordando el tamaño de parte de la caligrafía—. Si fueran humanos, habrían estado gritando…

Vimes echó una mirada oscura a las cerillas que tenía delante. Once trozos de madera y el duodécimo roto en dos. No hacía falta ser ningún genio para entender lo que había estado pasando.

—Han echado a suertes —dijo—. Y Dorfl ha perdido. —Suspiró—. Esto está empeorando. ¿Sabe alguien cuántos gólems hay en la ciudad?

—No —respondió Zanahoria—. Es difícil averiguarlo. Hace siglos que nadie fabrica ninguno, pero no se gastan.

—¿No se fabrican?

—Está prohibido, señor. Los sacerdotes se ponen muy serios con ese tema, señor. Dicen que es crear vida, y se supone que eso es algo que solamente hacen los dioses. Pero toleran a los que ya existen porque, bueno, porque son útiles. Algunos están emparedados, o dentro de molinos, o al fondo de pozos. Haciendo trabajos sucios, ya sabe, en lugares a los que es peligroso ir. Hacen todos los trabajos que son desagradables de verdad. Supongo que podría haber centenares…

—¿Centenares? —dijo Vimes—. ¿Y ahora se reúnen en secreto y conspiran? ¡Dioses del cielo! Bien. Tenemos que destruirlos a todos.

—¿Por qué?

—¿Te gusta la idea de que tengan secretos? O sea, por los dioses, los trolls y los enanos, vale, y hasta los no-muertos están vivos de algún modo, aunque sea un modo jodidamente espantoso. —Vimes vio que Angua lo estaba mirando y continuó diciendo—: En la mayoría de los casos. Pero estas cosas… No son más que cosas que hacen un trabajo. ¡Es como si un montón de palas quedaran para charlar!

—Esto… había algo más, señor —dijo Angua lentamente.

—¿En el sótano?

—Sí. Esto… Pero es difícil de explicar. Era una… sensación.

Vimes se encogió de hombros con vaguedad. Había aprendido a no tomarse a broma las sensaciones de Angua. Siempre sabía dónde estaba Zanahoria, por ejemplo. Si ella estaba en la Casa de la Guardia, se sabía cuándo él se acercaba subiendo la calle por cómo se giraba Angua para mirar la puerta.

—¿Sí?

—Como… una pena muy fuerte, señor. Una terrible, terrible tristeza. Ejem.

Vimes asintió y se pellizcó el puente de la nariz. El día daba la sensación de haber sido muy largo, y todavía faltaba bastante para que terminase.

Necesitaba una copa más que nada en el mundo. El mundo ya estaba lo bastante distorsionado de por sí. Cuando uno lo veía a través del fondo de un vaso, recuperaba la nitidez.

—¿Ha comido algo hoy, señor? —preguntó Angua.

—He desayunado un poco —murmuró Vimes.

—¿Sabe esa palabra que usa el sargento Colon?

—¿Cuál? ¿«Dejoso»?

—Eso es lo que usted parece. Si se queda aquí por lo menos tomaremos un poco de café y mandaremos a alguien a por algo que echarse al cuerpo.

Vimes vaciló al oír aquello. Siempre había imaginado que «dejoso» era como sentía uno la boca tras tres días de dieta regurgitada. Era horrible pensar que uno pudiera parecer aquello.

Angua cogió la vieja lata de café que actuaba como hucha para gastos de la Guardia. La encontró sorprendentemente ligera.

—¡Eh! Aquí tendría que haber por lo menos veinticinco dólares —dijo—. Nobby hizo la colecta ayer mismo…

Le dio la vuelta a la lata. Cayó una colilla muy pequeña.

—¿Ni siquiera una nota de «debo»? —dijo Zanahoria con desánimo.

—¿Una nota de «debo»? Estamos hablando de Nobby.

——Ah. Claro.

Todo estaba muy tranquilo en el Tambor Remendado. La Hora Feliz había pasado sin más que una pelea pequeña. Y ahora todo el mundo estaba contemplando la Hora Infeliz.

Había un bosque de jarras delante de Nobby.

—O sea, o sea, ¿de qué sirve afindecuentasss? —preguntó.

—Podrías venderlo —sugirió Ron.

—Buena idea —dijo el sargento Colon—. Hay un montón de ricachones que te darían un montón de pasta por un título. Me refiero a gente que ya tiene el caserón y lo demás. Darían lo que fuera por tener la clase que tú tienes, Nobby.

La novena pinta se detuvo a medio camino de los labios de Nobby.

—Podría valer miles de dólares —le animó Ron.

—Como poco —dijo Colon—. Se pelearían por él.

—Si juegas bien tus cartas podrías jubilarte con algo así —dijo Ron.

La jarra permaneció inmóvil. Varias expresiones forcejearon para abrirse paso por entre los bultos y excrecencias de la cara de Nobby, escenificando la terrible batalla interior.

—Ah, así que me lo comprarían, ¿eh? —dijo por fin.

El sargento Colon, algo inestable, se apartó. Había un matiz en la voz de Nobby que no había oído nunca.

—Entonces podrás ser rico y vulgar tal como dijiste —dijo Ron, que no tenía tanta vista para los cambios de clima mental—. Los pijos se darían de guantazos por llevárselo.

—Vender mi derecho de nacimiento por un rato de pendejas, ¿no es eso? —dijo Nobby.

—Es «un hato de verdejas» —dijo el sargento Colon.

—Es «un gato con bermejas» —dijo un tipo que estaba al lado, deseoso de que no se rompiera el ritmo.

—¡Ja! Pues yo osss digo —dijo Nobby, bamboleándose— que hay cosasss que no se pueden vender. ¡Ja, ja! Guien me roba la bolsssa, me roba una porquequería, ¿eh?

—Pues sí que es una porquería de bolsa, sí —dijo una voz. —¿… qué es un gato con bermejas?

—Porjjjque… ¿de qué me sirve a mí un montón de dinero, eeeh?

La clientela pareció perpleja. Aquella parecía ser una pregunta del estilo de «¿El alcohol es agradable?» o «Trabajo duro, ¿quieres hacerlo?».

¿Cómo puede tener bermejas?

—Bueeeno —dijo un espíritu valiente, en tono incierto—. Lo puedes usar para comprar un caserón, montones de papeo, y… bebida y… mujeres y esas cosas.

—¿Y esasss son las cosasss que hacen a un hombre feliiiz? —preguntó Nobby, con los ojos vidriosos.

Sus compañeros de taberna se limitaron a mirar. Aquello era un laberinto metafísico.

—Pues yo osss digo a todos —dijo Nobby, ahora con un bamboleo tan regular que parecía un péndulo invertido— que todo eso no esss nada, ¡nada de nada!, comparado con el orrrgullo del linnnanajjje… aje de un hombre.

—¿El linnanajjjeaje? —preguntó el sargento Colon.

—Los antepasasados y tal —dijo Nobby—. ¡Quiere decir que tengo antepasasados y tal, que es más de lo que tenéis vosssotros!

El sargento Colon se atragantó con su pinta.

—Todo el mundo tiene antepasados —dijo el barman con calma—. De otra forma no estaríamos aquí.

Nobby lo miró con ojos vidriosos y trató sin éxito de enfocar.

—¡Cierto! —dijo al final—. ¡Cierto! Pero… pero lo que pasa es que yo tengo más, ¿sabéis? La sangre de los putos reyes en mis venas, ¿a que sí?

—Temporalmente —dijo una voz. Se oyeron risas, pero tenían un toque de expectación que Colon había aprendido a respetar y a temer. Y que le recordaba dos cosas: 1) que solamente le faltaban seis semanas para jubilarse, y 2) que hacía mucho rato que no pasaba por el lavabo.

Nobby escarbó en su bolsillo y sacó un pergamino maltrecho.

—¿Veisss esto? —dijo, desplegándolo con dificultades sobre la barra—. ¿Lo veis? Tengo derecho a estandar puertas, yo. ¿Veis aquí? Dice «conde», ¿verdad? Pues soy yo. Podéis, podéis, podéis poner mi cabeza sobre la puerta.

—No lo descarto —dijo el barman, echando un vistazo a la clientela.

—Quiero decir, podrías cambiar el nombre d’este sitio y llamarlo El Conde de Ankh y yo vendría aquí a beber reglarmente, ¿qué te parece? —dijo Nobby—. Si corre el rumor de que aquí bebe un conde, el negocio subirá como la essspuma. Y yo no te gobro ni un benique, ¿quémedices? La gente dirá, ese es un pub de clase alta, ¿verdad?, lord De Nobbes bebe ahí, ese es un sitio con algo d’estilo.

Alguien agarró a Nobby del cuello. Colon no reconoció al agarrador. Solo era uno de los parroquianos habituales, llenos de cicatrices y mal afeitados, cuya función era empezar, más o menos a aquella hora de la velada, a abrir botellas con los dientes o, si la velada estaba yendo bien de verdad, con los dientes de otra persona.

—Así que no somos lo bastante buenos para ti, ¿es eso lo que dices? —exigió saber el hombre.

Nobby blandió su pergamino. Su boca se abrió para articular palabras del tipo —el sargento Colon simplemente lo sabía—: «Aparta tus manos de mí, palurdo plebeyo».

Con una tremenda presencia de ánimo y una total ausencia de sentido común, el sargento Colon dijo:

—¡Su señoría quiere que todo el mundo se tome una copa con él!

* * *

Comparado con el Tambor Remendado, el Cubo de la calle del Brillo era un oasis de calma glacial. La Guardia lo había adoptado para sí, como templo silencioso consagrado al arte de emborracharse. No es que vendiera una cerveza particularmente buena, pues no era el caso. Pero la servía deprisa y en silencio, y fiaba. Era un sitio donde la guardia no tenía que ver cosas y donde nadie los molestaba. Nadie podía absorber alcohol en silencio como un agente de la Guardia que acababa el servicio después de ocho horas en la calle. Era una protección tan buena como el casco y la coraza. El mundo no dolía tanto.

Y el señor Queso, el propietario, sabía escuchar. Escuchaba cosas como «que sea doble» y «ve trayendo sin que te lo pida». También decía las cosas correctas, como «¿Que si le fío? Por supuesto, agente». Y los guardias pagaban la cuenta o se ganaban un sermón del capitán Zanahoria.

Vimes estaba sentado con aire lúgubre frente a un vaso de limonada. Lo que quería era una copa, y entendía exactamente por qué no se la iba a tomar. Una copa acababa llegando en una docena de vasos. Pero saberlo no mejoraba las cosas.

En aquellos momentos estaba allí la mayor parte del turno de día, más un par de hombres que tenían el día libre.

Por mugriento que fuera el lugar, a él le gustaba. Con el murmullo de la gente a su alrededor, Vimes no tenía la sensación de interponerse en sus propios pensamientos.

Una razón de que el señor Queso hubiera permitido que su pub se convirtiera prácticamente en la quinta Casa de la Guardia de la Ciudad era la protección que aquello le reportaba. Los guardias eran bebedores tranquilos, por lo general. Se limitaban a pasar de vertical a horizontal con el mínimo revuelo, sin empezar peleas serias y sin dañar demasiado el mobiliario. Y nadie intentaba robarle jamás. Los guardias se acaloraban de verdad cuando alguien interrumpía sus copas.

Es por eso que se sorprendió cuando se abrió la puerta de golpe y entraron en tromba tres hombres, blandiendo ballestas.

—¡Que nadie se mueva o es hombre muerto!

Los atracadores se detuvieron frente a la barra. Para su propia sorpresa, no parecía que su llegada hubiera causado demasiado revuelo.

—Oh, por todos los cielos, ¿quiere alguien cerrar esa puerta? —gruñó Vimes.

Un guardia que estaba cerca de la puerta lo hizo.

—Y con cerrojo —añadió Vimes.

Los tres ladrones miraron a su alrededor. A medida que se les acostumbraba la vista a la oscuridad, iban recibiendo una impresión general de acorazamiento, con fuertes matices de yelmeza. Pero nada de aquello se movía. Todos los estaban mirando.

—¿Sois nuevos en la ciudad? —preguntó el señor Queso, sacándole brillo a un vaso.

El más atrevido de los tres movió su ballesta por debajo de la nariz del barman.

—¡Todo el dinero ahora mismo! —gritó—. Si no —se dirigió a toda la concurrencia—, tendréis un barman muerto.

—Hay muchos otros bares en la ciudad, chaval —dijo una voz.

El señor Queso no levantó la vista del vaso que estaba abrillantando.

—Sé que ha sido usted, agente Muerdemuslos —dijo con calma—. Tiene dos dólares y treinta peniques apuntados, muchísimas gracias.

Los ladrones se apiñaron. Los bares no deberían funcionar así. Y les parecía oír los susurros suaves de diversas armas al ser desenfundadas de distintas vainas.

—¿No os he visto antes? —preguntó Zanahoria.

—Oh, dioses, es él —gimió uno de los hombres—. ¡El lanzapanes!

—Creía que el señor Cortezadehierro se os había llevado al Gremio de Ladrones —continuó Zanahoria.

—Hubo una pequeña discusión sobre impuestos…

—¡No se lo digas!

Zanahoria se dio una palmadita en la cabeza.

—¡Los impresos fiscales! —dijo—. ¡Seguro que el señor Cortezadehierro está preocupado por si me he olvidado de ellos!

Ahora los ladrones estaban tan apiñados que parecían un hombre gordo con seis brazos y una factura enorme del sombrerero.

—Esto… a la Guardia no se le permite matar a nadie, ¿verdad? —dijo uno de ellos.

—Cuando estamos de servicio no —dijo Vimes.

El más atrevido de los tres se movió de repente, agarró a Angua y la obligó a ponerse de pie.

—Vamos a salir ilesos de aquí o se la cargará la chica, ¿vale? —gruñó.

Alguien soltó una risita.

—Espero que no vayas a matar a nadie —dijo Zanahoria.

—¡Eso lo decidimos nosotros!

—Perdona, ¿estaba hablando contigo? —preguntó Zanahoria.

—No te preocupes, estaré bien —dijo Angua. Echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que Jovial no estaba por allí y luego suspiró—. Vamos, caballeros, acabemos con esto.

—¡No juegues con la comida! —dijo una voz de entre la clientela.

Se oyeron un par de risitas hasta que Zanahoria se giró en su asiento, instante que todo el mundo eligió para interesarse intensamente en sus bebidas.

—No pasa nada —dijo Angua en voz baja. Conscientes de que faltaba alguna pieza en el puzzle, pero no del todo seguros de cuál era, los ladrones retrocedieron hacia la puerta. Nadie se movió mientras abrían el cerrojo y, sin soltar a Angua, salían a la niebla y cerraban la puerta detrás de ellos.

—¿No tendríamos que haber ayudado? —preguntó un agente que era nuevo en la Guardia.

—No merecen nuestra ayuda —dijo Vimes.

Se oyó un tañido de armadura y luego un gruñido largo y profundo, justo al otro lado de la puerta.

Y un tercer chillido, modulado con un ¡NONONOnonononononoNO! ¡… Aarghaarghaargh!». Algo pesado dio contra la puerta.

Vimes se giró hacia Zanahoria.

—Tú y la agente Angua —dijo—. Vosotros… esto… ¿lo lleváis todo bien?

—Bastante bien, señor —respondió Zanahoria.

—Porque alguien podría pensar que, esto, que podría haber, ejem, algún problema…

Se oyó un golpe sordo y a continuación un burbujeo débil.

—Nos esforzamos para evitarlo, señor —dijo Zanahoria, levantando un poco la voz.

—He oído que a su padre no le hace mucha gracia que ella trabaje aquí…

—No tienen mucha ley allí arriba en Überwald, señor. Creen que la ley es para las sociedades débiles. El barón no tiene una mentalidad muy cívica.

—Es un tipo bastante sediento de sangre, por lo que tengo entendido.

—Ella quiere quedarse en la Guardia, señor. Le gusta conocer gente.

Del exterior llegó otro borboteo. Unas uñas arañaron el cristal de una ventana. Luego su propietario desapareció repentinamente de la vista.

—Bueno, yo no soy quién para juzgar —dijo Vimes.

—No, señor.

Al cabo de unos momentos de silencio, la puerta se abrió lentamente. Angua entró arreglándose la ropa y se sentó. De pronto todos los guardias de la sala hicieron un segundo curso de estudio avanzado de la cerveza.

—Esto… —empezó a decir Zanahoria.

—Heridas superficiales —dijo Angua—. Pero uno de ellos ha disparado a otro en la pierna por accidente.

—Creo que deberías ponerlo en tu informe como «heridas autoinfligidas al resistirse a la detención» —dijo Vimes.

—Sí, señor —dijo Angua.

—No todas ellas —dijo Zanahoria.

—Han intentado robar nuestro bar y coger a una mujer lo… a Angua de rehén —dijo Vimes.

—Ah, ya entiendo lo que quiere decir, señor —dijo Zanahoria—. Autoinfligidas. Sí. Desde luego.

* * *

Se había hecho el silencio en el Tambor Remendado. Esto se debía a que normalmente es muy difícil estar ruidoso e inconsciente a la vez.

Al sargento Colon lo impresionaba su propia inteligencia. Era cierto que un tiento fuerte y bien colocado podía acabar una pelea, claro, pero en este caso el tiento se lo estaban dando a un combinado de ron, ginebra y dieciséis limones a rodajas.

Había gente, sin embargo, que seguía en pie. Se trataba de los bebedores más curtidos, los que bebían como si no hubiera mañana y tenían cierta esperanza en que así fuera.

Fred Colon había alcanzado la fase del borracho sociable. Se giró hacia el hombre que tenía al lado.

—Sessstá bien aquí, ¿no? —consiguió decir.

—Qué le voy a decir a mi mujer, eso es lo que yo querría saber… —gimió el hombre.

—Nosé. Dile quequeque has estado trabajando hasta tarde —dijo Colon—. Y chupa un caramelo de menta antes de llegar a casa, eso suele funcionar…

—¿Trabajando hasta tarde? ¡Ja! ¡Me han puesto en la calle! ¡A mí! ¡A un artesano! ¡Quince años trabajando en Spadger y Williams, ¿vale?, y entonces se van a pique porque Carry vende más barato que ellos y yo consigo un trabajo en Carry y, pam, me quedo sin trabajo también allí! ¡«Reducción de plantilla»! ¡Malditos gólems! ¡Le quitan el trabajo a la gente! ¡Para qué quieren trabajar ellos! No tienen boca que alimentar, ja. ¡Pero esa cosa del infierno le da tan deprisa que ni se le ve mover los putos brazos!

—Qué vergüenza.

—Hay que hacerlos a trozos, eso digo yo. O sea, en Ese y Uve Doble teníamos un gólem, pero el viejo Zhlob iba tirando y ya está, no zumbaba de un lado a otro como una mosca cojonera. Ándate con cuidado, colega, o el próximo trabajo que se queden será el tuyo.

—Carapiedra no lo permitiría —dijo Colon, meciéndose con suavidad.

—¿Alguna posibilidad de que haya algún trabajo en lo vuestro, entonces?

—Nosé —dijo Colon. Por lo visto el hombre se había convertido en dos hombres—. ¿A qué os dedicáis vosotros?

—Soy preparador de mechas y pelador de cabos, colega —dijeron.

—Me parece un trabajo muy útil.

—Aquí tienes, Fred —dijo el barman, dándole un golpecito en el hombro y poniéndole un papel delante. Colon observó con interés las cifras que danzaban de un lado para otro. Intentó concentrarse en la de abajo del todo, pero era demasiado grande para verla toda entera.

—¿Y esto qué es?

—La cuenta del bar de su alteza imperial —dijo el barman.

—No seas tonto, nadie puede beber tanto… ¡no pienso pagar!

—He incluido los desperfectos, ojo.

—¿Ah, sí? ¿Como cuáles?

El barman sacó una gruesa vara de nogal de su escondrijo debajo de la barra.

—¿Brazos? ¿Piernas? Lo que tú prefieras —dijo.

—Oh, venga ya, Ron. ¡Hace años que me conoces!

—Sí, Fred, siempre has sido un buen cliente, así que lo que voy a hacer es dejarte cerrar los ojos primero.

—¡Pero esto es todo el dinero que tengo!

El barman sonrió enseñando los dientes.

—Mira qué suerte has tenido, ¿eh?

* * *

Jovial Culopequeño se apoyó en la pared del pasillo que daba a su excusado y resolló.

Era algo que los alquimistas aprendían a hacer al principio de su carrera. Tal como le habían dicho sus tutores, los buenos alquimistas eran de dos tipos: el atlético y el intelectual. Un buen alquimista de la primera clase era alguien capaz de saltar por encima de la mesa de trabajo y estar al otro lado de una pared gruesa y segura en tres segundos, y un buen alquimista de la segunda clase era alguien que sabía exactamente cuándo tenía que hacerlo.

El equipo del que disponía no era de mucha ayuda. Ella se agenciaba todo lo que podía del Gremio, pero un laboratorio alquímico de verdad tenía que estar lleno del tipo de cristalería que parecía haber sido producida durante el Concurso Mundial de Hipidos del Gremio de Sopladores de Cristal. Un alquimista serio no tenía que hacer pruebas usando como vaso de precipitados un tazón con el dibujo de un osito de peluche, por el que posiblemente el cabo Nobbs se llevaría un buen disgusto cuando descubriese que había desaparecido.

Cuando consideró que los gases ya se habían disipado volvió a aventurarse en su cuartucho.

Había otra cosa. Sus libros sobre alquimia eran objetos maravillosos, cada página una obra de arte del grabado, pero en ninguna parte incluían instrucciones del tipo: «Asegúrate de abrir una ventana». Sí que tenían instrucciones del tipo «Añádase Aqua Quirmis al zinc Hasta Que el Gas se Desprendiere Vigorosamente», pero nunca añadían «Non Fagáis en Casa», ni siquiera «Et Despedíos de Vuesas Cejas».

En fin…

Los instrumentos de cristal no mostraban ni rastro de aquella pátina de color marrón negruzco que, según El Compendio de la Alquimia, indicaba arsénico en la muestra. Había probado con todas las clases de comida y bebida que pudo encontrar en las despensas del palacio y había empleado cada botella y jarra que pudo descubrir en la Casa de la Guardia.

Lo intentó una vez más con lo que en el paquete decía que era la Muestra n° 2. Parecía una mancha de queso. ¿Queso? Los diversos gases que se apiñaban alrededor de su cabeza la estaban embotando. Seguro que había tomado algunas muestras de queso. Estaba bastante convencida de que la Muestra n° 17 había sido un queso azul de Lancre, el cual había reaccionado vigorosamente con el ácido, abierto un pequeño agujero en el techo y cubierto media mesa de trabajo de una sustancia de color verde oscuro que ahora se estaba endureciendo como el alquitrán.

Probó de todas formas con aquella muestra.

Unos minutos después estaba tomando notas furiosamente en su cuaderno. La primera muestra que había tomado de la despensa (una porción de paté de pato) figuraba aquí como Muestra n° 3. ¿Y qué pasaba con las muestras n° 1 y n° 2? No, la n° 1 era la arcilla blanca del Puente Ilegítimo, así que ¿cuál era la n° 2?

La encontró.

¡Pero aquello no podía ser correcto!

Levantó la vista hacia el tubo de cristal. El arsénico metálico le devolvió una sonrisa.

Había conservado un poco de la muestra. Podía volver a hacer la prueba, pero… tal vez sería mejor decírselo a alguien…

Fue corriendo a la oficina principal, donde había un troll de servicio.

—¿Dónde está el comandante Vimes? —El troll sonrió.

—En el Brillo… Culopequeño.

Gracias.

El troll se giró para seguir hablando con un monje de aspecto preocupado que llevaba una túnica marrón.

—¿Y bien? —preguntó.

—Será mejor que se lo diga él mismo —dijo el monje—. Yo solo trabajo en la mesa de al lado. —Puso una jarrita llena de polvo sobre el escritorio. Tenía una pajarita atada alrededor.

—Quiero protestar enérgicamente —dijo el polvo, con una vocecita aguda y chillona—. Solamente llevaba cinco minutos trabajando allí y de pronto… splash. ¡Voy a tardar días en volver a ponerme en forma!

—¿Trabajando dónde? —preguntó el troll.

—En Suministros Eclesiásticos Noexiste —colaboró el monje preocupado.

—Sección agua bendita —dijo el vampiro.

* * *

—¿Ha encontrado arsénico? —dijo Vimes.

—Sí, señor. A patadas. La muestra está llena. Pero…

—¿Bien?

Jovial se miró los pies.

—He repetido mi proceso con una muestra de prueba, señor, y le garantizo que lo estoy haciendo bien…

—Bien. ¿Dónde estaba?

—Esa es la cuestión, señor. No estaba en nada del palacio. Porque había tenido un momento de confusión y le hice la prueba a la sustancia que encontré debajo de las uñas del padre Tubelcek, señor.

¿Qué?

—Tenía grasa debajo de las uñas, señor, y se me ocurrió que tal vez podía venir de quien fuera que le atacó. De un delantal o algo así… Todavía me queda un poco si quiere usted una segunda opinión, señor. Yo no le culparía por ello.

—¿Por qué iba el anciano a estar manipulando veneno? —dijo Zanahoria.

—Pensé que tal vez pudiera haber arañado al asesino —dijo Jovial—. Ya sabe… oponiendo resistencia.

—¿Contra el Monstruo de Arsénico? —preguntó Angua.

—Oh, dioses —dijo Vimes—. ¿Qué hora es?

—¡Bíngueli bíngueli bip bong!

—Oh, maldita sea…

—Son las nueve en punto —dijo el organizador, sacando la cabeza del bolsillo de Vimes—. «Estaba triste porque no tenía zapatos hasta que conocí a un hombre sin pies».

Los guardias se miraron.

—¿Cómo? —dijo Vimes, con mucha cautela.

—A la gente le gusta que de vez en cuando les salga con un pequeño aforismo o pensamiento inspirador del día —dijo el diablillo.

—¿Y cómo conociste a ese hombre sin pies? —dijo Vimes.

—No lo conocí literalmente —dijo el diablillo—. Era una afirmación metafórica general.

—Bueno, pues entonces nada —dijo Vimes—. Si lo hubieras conocido, le podrías haber preguntado si tenía algún par de botas que no fuera a usar.

Se oyó un chillido cuando empujó al diablillo de vuelta a su caja.

—Hay más, señor —dijo Jovial.

—Continúa —dijo Vimes en tono fatigado.

—He echado un buen vistazo a la arcilla que encontramos en la escena del asesinato —dijo Jovial—. Ígneo dijo que tenía mucho grog: polvo de piezas antiguas de cerámica. Bueno… le he arrancado una esquirla a Dorfl para compararla y no es seguro del todo pero he hecho que el demonio del iconógrafo pintara los detalles más minúsculos y… Creo que ahí hay arcilla como la de él. Tiene mucho óxido de hierro en su arcilla.

Vimes suspiró. A su alrededor la gente estaba bebiendo alcohol. Una sola copa aclararía mucho las cosas.

—¿Alguno de vosotros entiende algo de esto? —preguntó.

Zanahoria y Angua negaron con la cabeza.

—¿Se supone que las cosas tendrán sentido si sabemos cómo encajan todas las piezas? —preguntó Vimes, levantando la voz.

—¿Como las piezas de un puzzle, señor? —aventuró Jovial.

—¡Sí! —dijo Vimes, en voz tan alta que la sala quedó en silencio—. Ahora mismo lo único que necesitamos es la pieza de la esquina con el pedazo de cielo y las hojas y ya podremos ver la imagen completa, ¿no?

—Ha sido un día duro para todos nosotros, señor —dijo Zanahoria.

Vimes flaqueó.

—Muy bien —dijo—. Mañana… Quiero que tú, Zanahoria, hagas una visita a los gólems de la ciudad. Si están tramando algo quiero saber qué es. Y usted, Culopequeño… usted registre absolutamente toda la casa del anciano en busca de más arsénico. Me encantaría creer que lo va a encontrar.

* * *

Angua se había presentado voluntaria para acompañar a Culopequeño de vuelta a su casa. A la enana le sorprendió que los hombres la dejaran hacer aquello. Al fin y al cabo, significaba que Angua tendría que volver a casa sola después.

—¿No tienes miedo? —preguntó Jovial mientras paseaban por entre las nubes húmedas de niebla.

—Pues no.

—Pero me imagino que con una niebla así estará todo lleno de atracadores y matones. Y dijiste que vivías en las Sombras.

—Oh, sí. Pero últimamente no me han molestado.

—Ah, ¿tal vez les da miedo el uniforme?

—Es posible —dijo Angua.

—Es probable que hayan aprendido respeto.

—Tal vez tengas razón.

—Esto… perdona… pero ¿tú y el capitán Zanahoria…?

Angua esperó educadamente.

—… Esto…

—Oh, sí —dijo Angua, compadeciéndose—. Somos esto. Pero yo me alojo en casa de la señora Cake porque en una ciudad como esta una necesita su propio espacio. —Y también una casera comprensiva con la gente que tiene unas necesidades muy especiales, añadió para sí misma. Como picaportes que se podrían abrir con una pata o una ventana siempre abierta en las noches de luna—. Hay que tener un sitio donde poder ser tú misma. Además, la Casa de la Guardia huele a calcetines.

—Yo estoy viviendo en casa de mi tío Estrangulabrazo —dijo Jovial—. No es un sitio muy agradable. Se pasan casi todo el tiempo hablando de minería.

—¿Y tú no?

—No hay gran cosa que decir sobre minería. «Tú minas en tu mina y no caminas a la mía» —canturreó Jovial—. Y luego se ponen a hablar de oro, que francamente es mucho más aburrido de lo que la gente cree.

—Yo creía que los enanos amaban el oro —dijo Angua.

—Solamente lo dicen para llevárselo a la cama.

—¿Estás muy, muy segura de que eres una enana? Lo siento. Era broma.

—Tiene que haber cosas más interesantes. El peinado. La ropa. La gente.

—Cielo santo. ¿Quieres decir cosas de chicas?

—No lo sé, nunca he hablado de cosas de chicas —dijo Jovial—. Los enanos simplemente hablan.

—En la Guardia pasa lo mismo —dijo Angua—. Puedes ser del sexo que te dé la gana siempre que te comportes como un hombre. En la Guardia no hay hombres y mujeres, solamente muchachos. Pronto aprenderás el idioma. Básicamente va de cuánta cerveza bebiste anoche, cómo de fuerte era el curry que te comiste después y dónde vomitaste. Solo hay que pensar en plan egotestículo. Le cogerás el tranquillo enseguida. Y en la Casa de la Guardia tendrás que estar preparada para los chistes sexualmente explícitos.

Jovial se ruborizó.

—Eso sí, parece que han dejado de contarlos últimamente —dijo Angua.

—¿Por qué? ¿Te quejaste?

—No, después de que soltara alguno yo, parece que se acabó —dijo Angua—. ¿Y sabes que no se rieron? Ni siquiera cuando hice también los gestos con la mano. Me pareció una injusticia. Claro que, algunos de los gestos eran bastante pequeños.

—No hay remedio, me voy a tener que mudar —suspiró Jovial—. Me siento… fuera de lugar.

Angua miró a la pequeña figura que marchaba penosamente a su lado. Reconocía los síntomas. Todo el mundo necesitaba su espacio, igual que Angua, y a veces aquel espacio estaba dentro de sus cabezas. Y por extraño que pareciera, le caía bien Jovial. Tal vez era debido a su fervor. O al hecho de que fuera la única persona además de Zanahoria que no parecía un poco asustada cuando hablaba con ella. Y eso era porque no lo sabía. Angua quería preservar aquella ignorancia como si fuera un diminuto y preciado tesoro, pero sabía darse cuenta de cuándo alguien necesitaba un pequeño cambio en su vida.

—Vamos a pasar cerca de la calle Olmo —dijo, con cautela—. Esto, quédate un momento. Tengo algunas cosas que te puedo prestar…

«Yo no las voy a necesitar —se dijo a sí misma—. Cuando me vaya, no podré llevar gran cosa conmigo».

* * *

El agente Tubería observaba la niebla. Después de permanecer en un sitio, observar era lo que mejor hacía. Pero también se le daba muy bien quedarse muy quieto. No hacer ningún ruido en absoluto era otro de sus mejores rasgos. Cuando se trataba de no hacer absolutamente nada de nada, él se contaba entre los más dotados. Y sin embargo, su fuerte de verdad era permanecer completamente inmóvil en un lugar. Si alguien reuniera a todos los campeones mundiales de no moverse, él ni siquiera se presentaría.

Ahora, con la barbilla apoyada en las manos, observaba la niebla.

Las nubes se habían aposentado un poco, de forma que allí, a seis pisos por encima de las calles, era posible imaginarse que uno estaba en una playa al borde de un mar frío e iluminado por la luna. De vez en cuando asomaban entre las nubes una torre alta o un pináculo, pero todos los ruidos llegaban asordinados y retraídos en sí mismos. La medianoche vino y se fue.

El agente Tubería observaba y pensaba en palomas.

El agente Tubería tenía muy pocos deseos en la vida, y casi todos ellos tenían que ver con palomas.

Un grupo de figuras iba dando bandazos, haciendo eses o en un caso rodando por entre la niebla como los Cuatro Jinetes de un pequeño Apocalipsis. Uno de ellos llevaba un pato sobre la cabeza, y debido a que estaba casi del todo cuerdo salvo por aquel extraño detalle se lo conocía como el Hombre del Pato. Otro tosía y expectoraba con insistencia, razón por la cual lo llamaban Ataúd Henry. Al tercero, un hombre sin piernas que iba en un carrito con ruedas, lo llamaban sin razón aparente Arnold Ladeado. Y el cuarto, por razones más que válidas, era Viejo Apestoso Ron.

Ron tenía sujeto con un cordel a un pequeño terrier de color gris parduzco y con las orejas mordidas, aunque la verdad es que para cualquiera que los viera habría sido difícil saber exactamente quién llevaba a quién y quién, a fin de cuentas, sería el que doblaría las patas si el otro le gritara «¡Siéntate!». Porque aunque por todo el universo la gente desprovista de visión o incluso de oído ha empleado la ayuda de canes entrenados, Viejo Apestoso Ron era la primera persona de la Historia que tenía un Perro Cerebro.

Los mendigos, guiados por el perro, se dirigían a un arco a oscuras del Puente Ilegítimo, al que ellos llamaban «hogar». Por lo menos uno de ellos lo llamaba «hogar». Los demás lo llamaban respectivamente «¡Joooork Joooork JRROOoork Ptui!», «¡Jejeje, uuuups!» y «¡Quesejodan, mano de milenio y gamba!».

Mientras caminaban dando tumbos junto al río se iban pasando una lata de mano en mano, bebiendo con expresión apreciativa y eructando de vez en cuando.

El perro se detuvo. Los mendigos maniobraron hasta detenerse tras él.

Una figura se les acercaba por el margen del río.

—¡Por los dioses!

—¡Ptui!

—¡Uuuups!

—¿Quesejoda?

Los mendigos se echaron contra la pared mientras la figura avanzaba pesadamente a su lado. Se iba agarrando de la cabeza como si intentara levantarse a sí mismo del suelo por las orejas, y ocasionalmente se daba cabezazos contra los edificios cercanos.

Mientras ellos lo miraban, arrancó de los adoquines un poste metálico para amarrar botes y lo usó para golpearse en la cabeza. Al cabo de un rato el hierro forjado se hizo añicos.

—Es ese gólem otra vez —dijo el Hombre del Pato—. El blanco.

—Jejeje, yo tengo la cabeza así, algunas mañanas —dijo Arnold Ladeado.

—Yo entiendo de gólems —dijo Ataúd Henry, escupiendo expertamente y dándole a un escarabajo que subía por una pared a unos seis metros de allí—. Se supone que no tienen voz.

—Quesejoda —dijo Viejo Apestoso Ron—. ¡Al carajo el pequeñajo, que se dé manos de aceite, y gamba, porque el gusano está en la otra bota! Ya verás como sí.

—Quiere decir que es el mismo que vimos el otro día —dijo el perro—. Después de que se cargaran a aquel viejo sacerdote.

—¿Crees que se lo deberíamos decir a alguien? —preguntó el Hombre del Pato.

El perro negó con la cabeza.

—No —dijo—. Tenemos un chollo con este sitio, para qué echarlo a perder.

Los cinco se adentraron haciendo eses en las sombras húmedas.

—Odio a los malditos gólems, nos quitan el trabajo…

—Nosotros no tenemos trabajo.

—¿Ves lo que digo?

—¿Qué hay para cenar?

—Barro y botas viejas. ¡JJJJJJJooork ptui!

—Mano de milenio y gamba, digo yo.

—Me alegro de tener voz, así puedo hablar.

—Es hora de dar de comer a tu pato.

—¿Qué pato?

* * *

La niebla resplandecía y chisporroteaba alrededor del paseo Cinco y Siete. Las llamaradas se elevaban rugiendo y casi encendían las densas nubes. El hierro líquido borboteante se enfriaba en sus moldes. Los martillazos resonaban por todo el taller. Los herreros no trabajaban siguiendo un horario, sino obedeciendo la física más exigente del metal fundido. Aunque ya era casi medianoche, la Fundición, Centro de Martillazos y Forja General de Fuerteenelbrazo seguía llena de bullicio.

En Ankh-Morpork había muchos Fuerteenelbrazo. Era un apellido muy común entre los enanos. Aquel había sido uno de los principales criterios que hicieron que Thomas Smith lo adoptara mediante escritura oficial. El enano ceñudo con un martillo en las manos que adornaba su letrero no era más que una quimera del pintor. La gente creía que las cosas hechas por enanos eran mejores, y Thomas Smith había decidido no discutir.

El Comité de Estaturas Igualitarias había presentado objeciones, pero las cosas se habían demorado un poco, en primer lugar porque la mayor parte del comité en sí estaba compuesto de humanos, ya que los enanos solían estar demasiado ocupados para preocuparse de cosas como aquellas, [13] y en cualquier caso su postura se basaba en señalar que el señor Fuerteenelbrazo, nacido Smith, era demasiado alto, lo cual era claramente discriminación estaturista y técnicamente ilegal según las propias normas del comité.

Entretanto Thomas se había dejado crecer la barba, llevaba un casco de hierro cuando creía que había cerca alguien con un cargo oficial, y había subido los precios en veinte peniques el dólar.

Se oía el ruido de los martillos pilones, uno detrás de otro, accionados por el enorme molino de bueyes. Había espadas que batir y paneles que moldear. Por todos lados saltaban chispas.

Fuerteenelbrazo se sacó el casco (el comité había vuelto a venir de visita) y lo secó por dentro.

—¿Dibbuk? ¿Dónde narices estás?

Una sensación de espacio lleno le hizo girarse. El gólem de la fundición estaba a pocos centímetros detrás de él, con la luz de la forja reflejándose en su arcilla de color rojo oscuro.

—Te dije que no hicieras eso nunca, ¿verdad? —gritó Fuerteenelbrazo por encima del estruendo.

El gólem levantó su pizarra.

SÍ.

—¿Ya has hecho todos tus rollos del día sagrado? Has pasado fuera demasiado tiempo.

LAMENTACIÓN.

—Bueno, ahora que vuelves a estar con nosotros ve a encargarte del martillo número tres y manda al señor Vincent arriba a mi despacho, ¿vale?

SÍ.

Fuerteenelbrazo subió la escalera de su oficina. Cuando llegó arriba se dio la vuelta para mirar la planta bañada en luz roja de la fundición. Vio que Dibbuk iba hasta el martillo y que sostenía una pizarra en alto delante del capataz. Vio que Vincent el capataz se alejaba. Vio que Dibbuk cogía la lámina de acero en proceso de convertirse en espada, la sostenía en su sitio mientras recibía una serie de golpes y luego la tiraba a un lado.

Fuerteenelbrazo bajó corriendo la escalera.

Cuando estaba en mitad del descenso Dibbuk ya había puesto la cabeza sobre el yunque.

Cuando Fuerteenelbrazo estaba llegando al pie de la escalera el martillo dio el primer golpe.

Cuando estaba a medio camino por la planta cubierta de ceniza, seguido a toda prisa por otros trabajadores, el martillo dio el segundo golpe.

Y mientras llegaba hasta Dibbuk el martillo dio el tercer golpe.

El brillo se apagó en los ojos del gólem. En su cara impasible apareció una grieta.

El martillo ascendió por cuarta vez…

—¡Al suelo! —gritó Fuerteenelbrazo.

… y ya no hubo nada más que trozos de cerámica.

Cuando el estruendo se apagó, el dueño de la fundición se puso de pie y se sacudió la ropa. Había polvo y cascotes desparramados por todo el suelo. El martillo se había salido de sus cojines y estaba tirado junto al yunque en medio de un montón de trozos de gólem.

Fuerteenelbrazo cogió con cuidado un trozo de pie, lo tiró a un lado y luego volvió a agacharse y sacó una pizarra del montón de escombros.

Leyó:

¡EL ANCIANO NOS AYUDABA!

¡NO MATARÁS!

¡BARRO DE MI BARRO!

VERGÜENZA.

LAMENTACIÓN.

Su capataz miró por encima del hombro de Fuerteenelbrazo.

—¿Para qué tenía que hacer eso?

—¿Cómo lo voy a saber? —le espetó Fuerteenelbrazo.

—O sea, esta tarde nos ha traído el té igual que siempre. Luego se ha ido un par de horas y ahora esto…

Fuerteenelbrazo se encogió de hombros. Los gólems eran gólems y no había más que decir, pero el recuerdo de aquella cara tranquila colocándose debajo del gigantesco martillo le había conmovido.

—Escuché el otro día que el aserradero de la calle Dimwell estaba dispuesto a vender el que tienen —dijo el capataz—. Que había serrado un tronco de caoba para hacer cerillas o algo así. ¿Quiere que vaya a hablar con ellos?

Fuerteenelbrazo volvió a mirar la pizarra.

Dibbuk nunca había sido gólem de muchas palabras. Cargaba hierro al rojo vivo, batía láminas para espadas con los puños, limpiaba la escoria de fundición que aún estaba demasiado caliente para que la tocara un hombre… y nunca decía palabra. Por supuesto, no le era posible decir palabras, pero en todo caso Dibbuk siempre había dado la impresión de no tener ninguna en particular que quisiera decir. Se limitaba a trabajar. Nunca jamás había escrito tantas palabras juntas.

Las palabras hablaban a Fuerteenelbrazo de una angustia negra, de una mente que habría estado gritando si hubiera podido emitir sonido alguno. ¡Lo cual era una tontería! Aquellas cosas no podían suicidarse.

—¿Jefe? —dijo el capataz—. Le digo que si quiere que vaya a buscar otro.

Fuerteenelbrazo lanzó la pizarra lejos con un giro del brazo y, con cierta sensación de alivio, la vio hacerse añicos contra la pared.

—No —dijo—. Limítate a limpiar esto. Y arregla el puto martillo.

* * *

El sargento Colon, después de esfuerzos considerables, consiguió levantar la cabeza por encima de la alcantarilla.

—¿Se… se encuentra usted bien, cabo lord de Nobbes? —balbuceó.

—Nosé, Fred. ¿De quién es esta cara?

—Mía, Nobby.

—Gracias a los dioses, creía que era yo…

Colon volvió a bajar la cabeza.

—Estamos en el cieno, Nobby —gimió—. Oooh.

—Todos vivimos en el cieno, Fred. Pero algunos levantamos los ojos hacia las estrellas…

—Bueno, pues yo estoy levantando los ojos hacia tu cara, Nobby. Las estrellas estarían mucho mejor, créeme. Vamos…

Después de varios comienzos en falso, los dos se las apañaron para ponerse de pie, principalmente subiéndose el uno encima del otro.

—¿Dónde estastastamos, Nobby?

—’Toy seguro de que ya no’stamos en el Tambor… ¿Tengo una sábana en la cabeza?

—Es la niebla, Nobby.

—¿Y estas piernas que hay aquí abajo?

—Creo que son tus propias piernas, Nobby. Yo tengo las mías.

—Bien. Bien. Oooh… Creo que he bebido un montón, sargento.

—Has bebido como un señor, ¿eh?

Nobby se llevó una mano con cautela al casco. Alguien le había colocado encima una corona de papel. La inspección de su mano encontró una colilla detrás de su oreja.

Era aquella hora tan desagradable de la jornada del bebedor en que, tras unas cuantas horas de tiempo de calidad en la alcantarilla, uno empezaba a sentir la retribución de la sobriedad sin dejar todavía de estar lo bastante borracho como para empeorarla.

—¿Cómo hemos llegado hasta aquí, sargento? —Colon se puso a rascarse la cabeza y lo dejó por culpa del ruido.

—Creo… —dijo, aventando los jirones carbonizados de su memoria reciente—. Creo… me parece que era algo que tenía que ver con asaltar el palacio y exigir tu derecho de nacimiento…

Nobby se atragantó y escupió el cigarrillo.

—Eso no lo haríamos, ¿verdad?

—Tú estabas gritando que teníamos que hacerlo…

—Oh, dioses —gimió Nobby.

—Pero creo que vomitaste más o menos entonces.

—Pues menos mal.

—Bueno… lo hiciste encima de Manos Hoskins. Pero él tropezó con alguien antes de poder pillarnos.

De pronto Colon se dio unas palmadas en los bolsillos.

—Y todavía tengo el dinero del té —dijo. Otra nube de recuerdos cruzó el cálido sol del olvido—. Bueno… los tres peniques que quedan…

La gravedad de aquello consiguió llegar hasta Nobby.

—¿Dres beniques?

—Sí, bueno… después de que empezaras a pedir todas aquellas bebidas tan caras para el bar entero… bueno, no tenías dinero o bien las pagaba yo, o… —Colon se pasó los dedos por la garganta e hizo—: ¡Ksssssh!

—¿Me estás diciendo que pagamos la Hora feliz en el Tambor?

—No fue exactamente la Hora feliz —dijo Colon lastimeramente—. Fueron más como los Ciento cincuenta minutos extasiados. Yo ni siquiera sabía que la ginebra se pudiera pedir en pintas.

Nobby intentó concentrarse en la niebla.

—Nadie puede beberse la ginebra a pintas, sargento.

—Eso es lo que yo decía todo el rato, pero ¿crees que me hacías caso?

Nobby inspiró aire.

—Estamos cerca del río —dijo—. Intentemos…

Algo rugió, muy cerca. Era un ruido largo y grave, como una sirena para la niebla que tuviera problemas graves. Era el ruido que podría salir de una ganadería en una noche de nervios, y estuvo sonando y sonando antes de detenerse tan de sopetón que cogió desprevenido al silencio.

—… alejarnos de eso todo lo que podamos —dijo Nobby. El ruido había tenido el efecto de una ducha helada y un par de pintas de café solo.

Colon se dio la vuelta. Necesitaba desesperadamente algo que hiciera el trabajo de una lavandería.

—¿Pero de dónde ha venido eso? —dijo.

—De… de por ahí, ¿no?

—¡A mí me ha parecido que venía de por allá!

En medio de la niebla, todas las direcciones eran la misma.

—Creo… —dijo Colon, lentamente— que deberíamos ir y hacer un informe de esto cuanto antes.

—Bien —dijo Nobby—. ¿Hacia dónde?

—Nosotros corramos, ¿vale?

* * *

Las enormes orejas puntiagudas del agente Tubería temblaron cuando el estruendo sacudió la ciudad. Giró la cabeza con cuidado, triangulando la altura, la dirección y la distancia. Y entonces se acordó.

* * *

El grito se oyó en la Casa de la Guardia, pero amortiguado por la niebla.

Entró en la cabeza abierta del gólem Dorfl y rebotó por el interior, arrancando ecos y más ecos entre las grietas diminutas de la arcilla hasta que, en el mismo límite de la percepción, hubo un baile de granitos minúsculos.

Las cuencas ciegas contemplaron la pared. Nadie oyó el grito que volvió del cráneo muerto, porque no había boca para emitirlo y ni siquiera una mente para guiarlo, pero aun así gritó hacia la noche:

BARRO DE MI BARRO, ¡NO MATARÁS! ¡NO MORIRAS!

* * *

El capitán Vimes estaba soñando con pistas.

Tenía un punto de vista más bien decepcionado sobre las pistas. Desconfiaba de ellas por puro instinto. Siempre entorpecían las cosas.

Y desconfiaba de aquella gente que echaba un vistazo a otro hombre y le decía con voz señorial a su compañero: «Ah, señor mío, no puedo decirle nada salvo que es un picapedrero zurdo que ha pasado algunos años en la marina mercante y últimamente está atravesando una racha difícil», y luego desplegaba alguna explicación altanera sobre los callos y la postura y el estado de las botas de un hombre, cuando exactamente los mismos comentarios se podían aplicar a alguien que llevara su ropa vieja porque había estado poniendo unos cuantos ladrillos en su casa para la barbacoa nueva, y que se había tatuado una vez cuando tenía diecisiete años y estaba borracho, [14] y que de hecho se mareaba cuando la acera estaba mojada. ¡Menuda arrogancia! ¡Menudo insulto a la rica y caótica variedad de la experiencia humana!

Lo mismo pasaba con las pruebas más estáticas. Lo más probable en el mundo real era que las pisadas en el lecho de flores las hubiera dejado el tipo que limpiaba las ventanas. El grito en plena noche venía presumiblemente de un hombre que se levantaba de la cama y pisaba de golpe un cepillo de pelo con las púas hacia arriba.

El mundo real era demasiado real para ir dejando pequeños indicios ordenados. Estaba demasiado lleno de cosas. No era eliminando lo imposible como uno llegaba a la verdad, por improbable que esta fuera. Era mediante el proceso mucho más difícil de eliminar las posibilidades. Había que trabajar incansablemente, haciendo preguntas con paciencia y examinando las cosas con atención. Había que caminar y hablar y en el fondo del corazón confiar con todas las fuerzas en que a algún cabrón le fallaran los nervios y acabara por descubrirse.

Los acontecimientos del día se ensamblaron en la mente de Vimes. Los gólems marchaban pesadamente como sombras tristes. El padre Tubelcek lo saludó con la mano antes de que le explotara la cabeza, rociando a Vimes de palabras. El señor Hopkinson yacía muerto en su propio horno, con una rebanada de pan enano en la boca. Y los gólems seguían marchando, en silencio. Estaba Dorfl, arrastrando el pie, con la cabeza abierta para que las palabras entraran y salieran volando, como un enjambre de abejas. Y en medio de todo bailaba Arsénico, un hombrecillo verde con púas, crujiendo y parloteando.

En un momento dado le pareció que uno de los gólems gritaba.

Después de eso el sueño se fue desvaneciendo, poco a poco. Gólems. Horno. Palabras. Sacerdote. Dorfl. Los gólems que marchaban, con el estruendo de sus pasos haciendo latir el sueño entero…

Vimes abrió los ojos.

A su lado, lady Ramkin dijo «Wsfgl» y se dio la vuelta.

Alguien estaba aporreando la puerta principal. Todavía aturdido, con la mente embotada, Vimes se incorporó sobre los codos y le dijo al mundo de la noche en general:

—¿Pero qué horas son estas?

—¡Bíngueli bingueli biiip! —dijo una voz jovial procedente del tocador de Vimes.

—Oh, por favor…

—Pasan veintinueve minutos y treinta y un segundos de las cinco de la mañanaaa. «A quien cuida el penique nunca le falta un dólar». ¿Quiere que le presente su horario de hoy? Y mientras hago esto, ¿por qué no dedica un minuto a rellenar su formulario de registro?

—¿Qué? ¿Qué? ¿De qué estás hablando?

Los golpes en la puerta continuaron.

Vimes se cayó de la cama y palpó a ciegas en busca de cerillas. Por fin consiguió encender una vela y medio corrió, medio tropezó por la larga escalinata que bajaba al vestíbulo.

El que llamaba resultó ser el agente Visita.

—¡Es lord Vetinari, señor! ¡Esta vez está peor!

—¿Alguien ha mandado a buscar a Jimmy Dónut?

—¡Síseñor!

A aquella hora del día la niebla estaba batiéndose en retirada frente al amanecer, y hacía que el mundo entero pareciera estar dentro de una pelota de ping-pong.

—¡He asomado la cabeza nada más empezar mi turno y lo he visto completamente inconsciente, señor!

—¿Cómo supo que no estaba durmiendo?

—¿En el suelo, señor, y con toda la ropa puesta?

Un par de guardias ya habían metido al patricio en la cama para cuando llegó Vimes, un poco jadeante y con dolor en las rodillas. «Dioses —pensó mientras luchaba con la escalera—. Ya no es como en los viejos tiempos de la campanilla y la porra. Antes no te lo pensabas dos veces antes de correr por media ciudad, polis y criminales enzarzados en una persecución trepidante».

Y con una mezcla de orgullo y vergüenza, añadió: «Y ninguno de aquellos cabrones me pillaba nunca».

El patricio seguía respirando, pero tenía la cara como la cera y daba la impresión de que morirse tal vez fuera una mejoría.

La mirada de Vimes merodeó por la sala. En el aire flotaba una neblina familiar.

—¿Quién ha abierto la ventana?

—Yo, señor —dijo Visita—. Justo antes de ir a buscarlo a usted. Parecía que necesitaba un poco de aire fresco…

—Sería más fresco si tuviera usted la ventana cerrada —dijo Vimes—. Muy bien, quiero a todo el mundo que haya pasado la noche en este sitio, y digo todo el mundo, reunido abajo en el vestíbulo dentro de dos minutos. Y que alguien traiga al cabo Culopequeño. Y avisen al capitán Zanahoria.

«Estoy preocupado y confuso —pensó—. Así que la primera norma del manual es difundirlo».

Deambuló por la sala. No hacía falta una gran inteligencia para ver que Vetinari se había levantado y se había desplazado hasta su escritorio, donde a juzgar por el aspecto de las cosas había pasado un rato trabajando. La vela estaba consumida del todo. Y había un frasco de tinta volcado, presumiblemente de cuando se cayó de la silla.

Vimes mojó un dedo en la tinta y lo olió. Luego cogió la pluma de oca que había al lado, vaciló, sacó su daga y levantó la larga pluma con cautela. No parecía haber diminutas púas traicioneras en ella, pero la dejó a un lado con cuidado para que Culopequeño la examinara más tarde.

Echó un vistazo al papel en el que Vetinari había estado trabajando.

Para su sorpresa, no había nada escrito, sino un dibujo hecho con minuciosidad. Mostraba una figura que caminaba a zancadas, con la particularidad de que no era una persona sino que estaba compuesta de miles de figuras más pequeñas. El efecto era como el de aquellos hombres de mimbre que construían algunas de las tribus más estrafalarias de las inmediaciones del Eje para celebrar anualmente el gran ciclo de la naturaleza y su reverencia por la vida, por el método de apilar cuanto más mejor de la misma en un montón y pegarle fuego.

El hombre compuesto llevaba una corona.

Vimes apartó a un lado la hoja y devolvió su atención al escritorio. Pasó la mano con cuidado por la superficie en busca de cualquier astilla sospechosa. Se agachó y examinó la parte de abajo.

Afuera había cada vez más luz. Vimes entró en las dos salas contiguas y se aseguró de que tenían las cortinas abiertas, luego regresó a la habitación de Vetinari, cerró las cortinas y las puertas y recorrió las paredes en busca de cualquier mancha delatora de luz que pudiera indicar que había un agujerito.

¿Dónde había que parar? ¿Astillas en el suelo? ¿Cerbatanas a través de la cerradura?

Volvió a abrir las cortinas.

El día anterior Vetinari se estaba recuperando. Y ahora parecía peor. Alguien le había hecho algo durante la noche. ¿Cómo? Los venenos lentos eran una cosa endiablada. Había que encontrar una forma de dárselos a la víctima todos los días.

No, no era así… Lo más elegante era encontrar la forma de que él mismo se lo administrara todos los días.

Vimes rebuscó entre los papeles. Era obvio que Vetinari se había encontrado lo bastante bien como para levantarse y caminar hasta allí, pero era allí donde se había desplomado.

El veneno no podía estar en una astilla o en un clavo porque él no seguiría pinchándose una y otra vez…

Había un libro medio enterrado entre los papeles, pero tenía un montón de puntos de lectura, la mayoría trozos rasgados de cartas viejas.

¿Qué hacía Vetinari todos los días?

Vimes abrió el libro. Todas las páginas estaban cubiertas de símbolos escritos a mano.

«Un veneno como el arsénico hay que meterlo dentro del cuerpo. No basta con tocarlo. ¿O sí? ¿Hay alguna clase de arsénico que se pueda infiltrar por la piel?».

Nadie estaba entrando en aquellos aposentos. Vimes estaba casi seguro.

Lo más probable era que la comida y la bebida no tuvieran nada, pero por si acaso le diría a Detritus que fuera a tener otra de sus pequeñas charlas con los cocineros.

¿Algo que Vetinari estaba respirando? ¿Cómo se podría mantener algo así en el aire día tras día sin levantar las sospechas de alguien? Además, había que meter el veneno en la habitación.

¿Algo que ya estaba en la sala? Jovial había hecho que pusieran una alfombra nueva y que cambiaran la cama. ¿Qué más se podía hacer? ¿Rascar la pintura del techo?

¿Qué le había dicho Vetinari a Jovial sobre los venenos? Lo pondremos donde nadie miraría nunca…

Vimes se dio cuenta de que seguía mirando el libro. En sus páginas no había nada que él pudiera entender. Debía de ser alguna clase de código. Conociendo a Vetinari, no sería descifrable por nadie con una mentalidad normal.

¿Se podía envenenar un libro? Pero… ¿y qué? Había otros libros. Uno tendría que saber a ciencia cierta que el patricio iba a consultar aquel todo el tiempo. Y aun así había que suministrarle el veneno. Un hombre podía pincharse una vez en el dedo, pero después ya se andaría con cuidado.

A veces a Vimes le preocupaba la forma que tenía de sospechar de todo. Cuando empezabas a preguntarte si a un hombre se lo podía envenenar con palabras, lo mismo podías acusar al papel de la pared de estar enloqueciéndolo. Eso sí, aquel color verde tan horrible podía volver loco a cualquiera…

—¡Bíngueli biiipy biiip!

—Oh, no…

—¡Esta es su llamada despertador de las seis de la mañana! ¡¡Buenos días!! ¡¡Aquí están sus citas de hoy, señor Inserte Nombre Aquí!! Diez en punto…

—¡Cállate! Escucha, sea lo que sea que tengo en mi agenda te aseguro que no…

Vimes se detuvo. Bajó la caja.

Regresó al escritorio. Asumiendo una página por día…

Lord Vetinari tenía muy buena memoria. Pero todo el mundo apuntaba las cosas, ¿no? No se podía recordar hasta el último detalle. Miércoles: 15.00, reinado de terror. 15.15, limpiar el foso de los escorpiones…

Se llevó el organizador a los labios.

—Apunta un memorando —dijo.

—¡Hurra! Adelante. ¡¡No olvide decir «memorando» antes!!

—Hablar con… mierda… Memorando: ¿Qué pasa con el diario de Vetinari?

—¿Ya está?

—Sí.

Alguien llamó cortésmente a la puerta. Vimes la abrió con cuidado.

—Ah, es usted, Culopequeño.

Vimes parpadeó. A aquel enano le pasaba algo raro.

—Voy ahora mismo a preparar un poco del mejunje del señor Dónut, señor. —La enana miró a la cama que había detrás de Vimes—. Oooh… no tiene buen aspecto, ¿verdad?

—Haga que alguien lo traslade a un dormitorio distinto —dijo Vimes—. Que los sirvientes preparen otra habitación, ¿de acuerdo?

—Sí, señor.

—Y cuando lo hayan hecho, elija otra habitación distinta al azar y trasládelo a esa. Y cambíelo todo, ¿me entiende? Hasta el último mueble, el último jarrón, la última alfombra…

—Esto… sí, señor.

Vimes vaciló. Por fin se daba cuenta de qué lo había estado preocupando durante los últimos veinte segundos.

—Culopequeño…

—¿Señor?

—Lleva usted… esto… lleva… ¿en las orejas?

—Pendientes, señor —dijo Jovial con nervios—. Me los ha dado la agente Angua.

—¿Ah, sí? Esto… ya… yo pensaba que los enanos no llevaban joyas, eso es todo.

—Somos célebres por nuestros anillos, señor.

—Sí, claro. —Anillos, sí. Nadie como los enanos para forjar anillos mágicos. Pero… ¿pendientes mágicos? En fin. Había aguas que eran demasiado profundas para vadearlas.

* * *

La manera que tenía el sargento de abordar aquellas cuestiones era casi instintivamente correcta. Había puesto a todo el personal de palacio a formar delante de él y les estaba gritando a pleno pulmón.

«Mira al viejo Detritus —pensó Vimes mientras bajaba la escalera—. Hace unos años era el típico troll tonto y ahora es un miembro valioso de la Guardia siempre y cuando le hagas repetirte las órdenes para estar seguro de que te ha entendido. Su coraza brilla todavía más que la de Zanahoria porque él no se aburre al sacarle brillo. Y ha llegado a dominar la práctica policial tal como la practican la mayoría de las fuerzas del universo, es decir, básicamente, gritar con furia a la gente hasta que se rinde. La única razón de que Detritus no sea un reinado de terror monotroll es la facilidad con que al tren de sus pensamientos lo puede descarrilar cualquiera que intente algo diabólicamente astuto, como por ejemplo una negación directa».

—¡Sé que lo habéis hecho todos! —estaba gritando Detritus—. ¡Si no sale la persona que lo ha hecho, todo el personal, y hablo en serio, todo el personal va a acabar encerrado en el Cuarto de niños malos y vamos a tirar la llave además! —Señaló con el dedo a una robusta doncella de cocina—. Lo hiciste tú, ¿verdad? ¡Confiesa!

—No.

Detritus hizo una pausa. Y luego:

—¿Dónde estabas anoche? ¡Confiesa!

—¡En la cama, por supuesto!

—Ajá, historia verosímil esa, confiesa, ¿ahí es donde andas todas las noches?

—Claro.

—Ajá, confiesa, ¿tienes testigos?

—¡Menudo fresco!

—Ah, así que no tienes testigos, lo hiciste tú entonces, ¡confiesa!

—¡No!

—Oh…

—Muy bien, muy bien. Gracias, sargento. Con eso bastará de momento —dijo Vimes, dándole unos golpecitos en el hombro—. ¿Está aquí todo el personal?

Vimes miró la formación.

—¿Y bien? ¿Estáis todos o no?

Hubo una serie de movimientos remolones entre las filas y por fin alguien levantó la mano con cautela.

—Nadie ha visto a Mildred Fácil desde ayer —dijo el propietario de la mano—. Es la doncella del piso de arriba. Ha venido un chico con un mensaje. Diciendo que ha tenido que irse a ver a su familia.

Vimes sintió una punzada apenas perceptible en la nuca.

—¿Alguien sabe por qué? —preguntó.

—Ni idea, señor. No se ha llevado nada.

—Muy bien. Sargento, antes de que se le acabe el turno, mande a alguien a buscarla. Luego vayase y duerma un poco. El resto de ustedes regresen a lo que sea que se dedican aquí. Ah… ¿señor Drumknott?

El secretario personal del patricio, que había estado observando la técnica de Detritus con expresión horrorizada, alzó la mirada.

—¿Sí, comandante?

—¿Qué es este libro? ¿Es el diario de su señoría?

Drumknott cogió el libro.

—Ciertamente lo parece.

—¿Ha podido descifrar usted el código?

—No sabía que estuviera en código, comandante.

—¿Cómo? ¿Es que nunca lo ha mirado?

—¿Por qué iba a hacerlo, señor? No es mío.

—Supongo que sabe usted que su último secretario intentó matarlo.

—Sí, señor. Tengo que decir, señor, que sus hombres ya me han interrogado de forma exhaustiva. —Drumknott abrió el libro y enarcó las cejas.

—¿Y qué le han dicho? —preguntó Vimes.

Drumknott levantó la vista con cara pensativa.

—A ver si me acuerdo… «Lo has hecho tú, confiesa, todos te han visto, tenemos mucha gente que dice que lo has hecho tú, lo has hecho tú, vale, confiesa». Creo que esa es la idea general. Y luego yo dije que no lo había hecho y aquello pareció desconcertar al oficial en cuestión.

Drumknott se lamió delicadamente un dedo y pasó la página.

Vimes se lo quedó mirando.

* * *

El aire de la mañana transportaba un ruido enérgico de sierras. El capitán Zanahoria llamó a la puerta del almacén de madera, que se abrió al cabo de un momento.

—¡Buenos días, señor! —dijo—. Tengo entendido que tiene usted un gólem aquí.

—Tenía —dijo el comerciante de madera.

—Oh, cielos, otro —dijo Angua.

Con aquel ya sumaban cuatro. El de la fundición se había arrodillado debajo de un martillo pilón. El de la cantera ya no era más que diez arcillosos dedos del pie que asomaban por debajo de un bloque de caliza de dos toneladas. Al que trabajaba en los muelles lo habían visto por última vez en el río, dando zancadas hacia el mar. Y ahora este…

—Ha sido extraño —dijo el comerciante, dando un golpecito en el pecho del gólem—. Sydney dice que se ha puesto a serrar y que no ha parado hasta serrarse la cabeza. Tengo una carga de planchas de fresno que han de salir esta tarde. ¿Y quién va a serrarlas?, me pregunto yo.

Angua recogió la cabeza del gólem. En la medida en que tenía alguna clase de expresión, era una expresión de concentración intensa.

—Escuchen —dijo el comerciante—. Alf me ha dicho que anoche oyó en el Tambor que los gólems han estado asesinando a gente…

—La investigación está abierta —dijo Zanahoria—. Vamos a ver, señor… se llama Preble Skink, ¿no? El hermano de usted lleva el taller de aceite para lámparas de la calle Cable, ¿verdad? ¿Y su hija es doncella en la universidad?

El hombre pareció asombrado. Pero Zanahoria conocía a todo el mundo.

—Sí…

—¿Se marchó su gólem del almacén ayer por la tarde?

—Bueno, sí, a media tarde… Dijo algo de que era día sagrado. —Miró nervioso de uno a otro guardia—. Hay que dejarlos ir, si no las palabras que tienen en la cabeza…

—¿Y después regresó y se pasó la noche trabajando?

—Sí. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Y luego ha llegado Alf para el primer turno de la mañana y dice que lo ha visto salir del foso de la sierra, que se ha quedado un momento allí y luego…

—¿No estaría ayer serrando leños de pino? —dijo Angua.

—Eso mismo. ¿Dónde voy a encontrar otro gólem en tan poco tiempo, si se puede saber?

—¿Qué es esto? —preguntó Angua. Cogió un cuadrado con marco de madera de un montón de serrín—. Esta era su pizarra, ¿verdad? —Se la dio a Zanahoria.

—«No matarás» —leyó Zanahoria lentamente—. «Barro de mi barro. Vergüenza». ¿Tiene usted alguna idea de por qué escribió esto?

—A mí que me registren —dijo Skink—. Siempre están haciendo tonterías. —Pareció animarse un poco—. Eh, tal vez se fue de la olla, ¿no? ¿Lo pillan? Barro… ¿olla?

—Extremadamente gracioso —dijo Zanahoria, en tono grave—. Me llevo esto como prueba. Buenos días. ¿Por qué has preguntado por los leños de pino? —le dijo a Angua mientras salían.

—Olí la misma resina de pino en el sótano.

—Pero la resina de pino solo es resina de pino, ¿no?

—No. Para mí no. Ese gólem estuvo allí sin duda.

—Todos estuvieron —suspiró Zanahoria—. Y ahora se están suicidando.

—Uno no se puede quitar una vida que no tiene —dijo Angua.

—¿Cómo lo llamamos, entonces? ¿«Destrucción de propiedad?» —dijo Zanahoria—. En todo caso, ya no se lo podemos preguntar…

Dio unos golpecitos en la pizarra.

—Las respuestas ya nos las han dado —dijo—. Tal vez podamos descubrir cuáles tendrían que haber sido las preguntas.

* * *

—¿Qué quiere decir con «nada»? —preguntó Vimes—. ¡Tiene que ser el libro! ¡Se lame los dedos para pasar de página y cada día recibe una pequeña dosis de arsénico! ¡Es endiabladamente ingenioso!

—Lo siento, señor —dijo Jovial, retrocediendo—. No puedo encontrar ni rastro. He usado todas las pruebas que conozco.

—¿Está seguro?

—Podría enviarlo a la Universidad Invisible. Han construido un nuevo resonador mórfico en el Edificio de Magia de Altas Energías. Con magia sería fácil…

—No haga eso —dijo Vimes—. Mantengamos a los magos fuera de esto. ¡Mierda! Durante media hora creí que lo había encontrado…

Se sentó a su mesa. Había algún nuevo detalle raro en el enano, pero no conseguía adivinar de qué se trataba.

—Aquí nos falta algo, Culopequeño —dijo.

—Sí, señor.

—Examinemos los hechos. Si uno quiere envenenar lentamente a alguien, tiene que administrarle dosis pequeñas todo el tiempo, o por lo menos todos los días. Ya hemos repasado todo lo que hace normalmente el patricio. No puede ser el aire de su habitación. Usted y yo hemos estado ahí todos los días. No es la comida, de eso estamos bastante seguros. ¿Es algo que le está picando? ¿Se puede envenenar una avispa? Lo que necesitamos…

—Perdone, señor.

Vimes se giró.

—¿Detritus? ¿No había acabado el turno?

—He conseguido la dirección de esa doncella llamada Fácil tal como me dijo —dijo Detritus, estoico—. He ido allí y estaba lleno de gente mirando.

—¿Qué quiere decir?

—Vecinos y esas cosas. Mujeres llorando delante de la puerta. Y he recordado lo que me dijo de la diploalgo…

—Diplomacia —dijo Vimes.

—Sí. No gritarle a la gente y todo eso. He pensado: esta parece una situación delicada. Además, me estaban tirando cosas. Así que he vuelto aquí. He apuntado su dirección. Y ahora me voy a casa. —Hizo el saludo militar, se tambaleó un poco por la fuerza del impacto en la sien y se marchó.

—Gracias, Detritus —dijo Vimes. Miró el papel escrito con la enorme mano redonda del troll.

—Calle Cockbill 27, Primer Piso Al Fondo —dijo—. ¡Por todos los dioses!

—¿Lo conoce, señor?

—Cómo no. Yo nací en esa calle —dijo Vimes—. Está justo pasadas las Sombras. Fácil… Fácil… Fácil… Sí… Ahora sí que caigo. Había una señora Fácil en la calle. Una mujer flaca. Cosía mucho. Familia numerosa. Bueno, todos éramos familias numerosas, era la única forma de mantenerse calientes…

Miró el papel con el ceño fruncido. No es que resultara una pista particularmente reveladora. Las doncellas siempre estaban yéndose a ver a sus madres, cada vez que había el más mínimo trastorno familiar. ¿Qué era lo que solía decir su abuela? «Tu hijo es tu hijo hasta que se casa, pero tu hija es tu hija toda la vida». Enviar allí a un guardia sería casi con toda seguridad una pérdida de tiempo para todos…

—Vaya, vaya… la calle Cockbill —dijo. Volvió a mirar el papel. «Se le podría cambiar el nombre por el de avenida de los Recuerdos». No, no se podían desperdiciar efectivos de la Guardia en un tiro a ciegas como aquel. Pero él podía echar un vistazo. Cuando pasara por allí. En algún momento del día—. Esto… ¿Culopequeño?

—¿Señor?

—Lo de sus… sus labios. Rojo. En… sus labios…

—Pintalabios, señor.

—Oh… ejem. ¿Pintalabios? Bien. Pintalabios.

—Me lo ha dado la agente Angua, señor.

—Muy amable por su parte —dijo Vimes—. Supongo.

* * *

Se llamaba la Cámara de las Ratas. En teoría el nombre venía de la decoración. A algún antiguo residente del palacio se le había ocurrido que un fresco de ratas bailando sería un verdadero golpe de estado decorativo. La alfombra tenía dibujos de ratas tejidos. Y en el techo las ratas bailaban en círculo con las colas entrelazadas en el centro. Después de media hora en aquella sala, a la mayoría de la gente le venía ganas de lavarse.

Lo cual quería decir que pronto el agua caliente estaría muy solicitada. Porque la sala se estaba llenando muy deprisa.

Por acuerdo general la silla de la presidencia estaba ocupada, y de forma rebosante, por la señora Rosemary Palma, líder del Gremio de Costureras, [15] en calidad de ser una de las líderes gremiales con más veteranía.

—¡Silencio, por favor! ¡Caballeros!

El nivel de ruido descendió un poco.

—¿Doctor Downey? —dijo.

El jefe del Gremio de Asesinos asintió con la cabeza.

—Amigos, creo que todos estamos al corriente de la situación… —empezó a decir.

—¡Sí, y tu contable también! —dijo una voz entre la multitud. Hubo una cascada de risas nerviosas pero no duró mucho, porque uno no se ríe demasiado fuerte de alguien que conoce exactamente el precio de tu cadáver.

El doctor Downey sonrió.

—Puedo asegurarles una vez más, caballeros… y damas… que no tengo conocimiento de ningún acuerdo concerniente a lord Vetinari. En cualquier caso, no me puedo imaginar que un asesino usara veneno en este caso. Su señoría pasó un tiempo en la escuela de asesinos. Sabe actuar con cautela. No hay duda de que se recuperará.

—¿Y si no? —preguntó la señora Palma.

—Nadie vive para siempre —dijo el doctor Downey, con la voz tranquila de alguien que sabía personalmente que aquello era cierto—. Entonces, sin duda, tendremos un nuevo gobernante.

La sala se quedó muy silenciosa.

La palabra «¿Quién?» flotó en silencio por encima de todas las cabezas.

—Lo que pasa… lo que pasa… —dijo Gerhardt Calcetín, jefe del Gremio de Carniceros—… Ha sido… Tienen que admitir… Que ha sido… Bueno, piensen en algunos de los anteriores…

Las palabras «Por ejemplo, lord Espasmo… Por lo menos este de ahora no es un demente de los buenos» parpadearon en la conciencia colectiva.

—Tengo que admitir —dijo la señora Palma—, que ciertamente con Vetinari ha sido más seguro andar por la calle…

—Quién lo sabe mejor que usted, madame —dijo el señor Calcetín. La señora Palma le lanzó una mirada gélida. Hubo unas cuantas risitas.

—Me refería a que un pequeño pago al Gremio de Ladrones es lo único que hace falta para estar perfectamente a salvo —terminó de decir.

—Y ciertamente, todo el mundo puede visitar una casa de mala…

—De hospitalidad negociable —se apresuró a decir la señora Palma.

—Por supuesto, y confiar en no despertarse totalmente desnudo y lleno de golpes y moratones —dijo Calcetín.

—A menos que esos sean sus gustos —dijo la señora Palma—. Nuestra meta es proporcionar satisfacción. De forma muy precisa, si así se requiere.

—Está claro que la vida ha sido más tranquila con Vetinari —dijo el señor Ollas del Gremio de Panaderos.

—Ha enviado a todos los mimos y actores de teatro callejeros al foso de los escorpiones, eso es verdad —dijo el señor Boggis del Gremio de Ladrones.

—Cierto. Pero no olvidemos que también tiene sus puntos malos. Es un hombre caprichoso.

—¿Eso cree? Comparado con los que tuvimos antes, este es tan sólido como una roca.

—Espasmo era sólido —dijo el señor Calcetín en tono lúgubre—. ¿Se acuerdan de cuando hizo concejal a su caballo?

—Tiene usted que admitir que tampoco fue un mal concejal. Comparado con algunos de los demás.

—Por lo que yo recuerdo, los demás en aquel momento eran un jarrón de flores, un montón de arena y tres personas que habían sido decapitadas.

—¿Se acuerdan de todas aquellas peleas? ¿De todas las pequeñas bandas de ladrones que se peleaban todo el tiempo? Llegó un punto en que apenas si quedaba algo de energía para robar cosas —dijo el señor Boggis.

—Ahora las cosas son mucho más… estables.

Volvió a hacerse el silencio. Se trataba de eso, ¿no? Ahora las cosas eran estables. Pese a todo lo que se pudiera decir del viejo Vetinari, se aseguraba de que al día de hoy siempre le siguiera el de mañana. Si te asesinaban en la cama, al menos sería por acuerdo previo.

—Con lord Espasmo todo era más emocionante —se aventuró a decir alguien.

—Sí, justo hasta el momento en que se te caía la cabeza.

—El problema es —dijo el señor Boggis— que el cargo vuelve loca a la gente. Pon a cualquier tipo que no sea peor que cualquiera de nosotros y al cabo de unos meses estará hablando con el musgo y desollando viva a la gente.

—Vetinari no está loco.

—Depende de cómo lo mires. Nadie puede estar tan cuerdo como él sin estar loco.

—Yo no soy más que una débil mujer —dijo la señora Palma, ante el escepticismo personal de varios de los presentes—, pero me parece que aquí se nos presenta una oportunidad. O bien hay una larga lucha para elegir a un sucesor o bien lo resolvemos ahora. ¿Sí?

Los líderes gremiales intentaron mirarse entre ellos al mismo tiempo que eludían las miradas de los demás. ¿Quién iba a ser el siguiente patricio? En el pasado se había librado una enorme lucha por el poder con múltiples bandos, pero ahora…

Con el poder venían los problemas. Las cosas habían cambiado. Hoy en día había que negociar y hacer malabarismos con todos los intereses en conflicto. Hacía años que nadie en su sano juicio intentaba matar a Vetinari, porque simplemente el mundo con él era preferible al mundo sin él.

Además… Vetinari había domesticado Ankh-Morpork. La había domesticado como a un perro. Había cogido a un carroñero de poca monta y le había alargado los dientes y le había reforzado las mandíbulas y le había puesto un collar de pinchos y lo había alimentado con bistec magro y luego lo había lanzado a la garganta del mundo.

Había cogido a todas las bandas y grupos en riña y les había hecho ver que una pequeña porción del pastel de forma regular era mucho mejor que una porción más grande con una daga dentro. Les había hecho ver que era mejor llevarse una porción pequeña pero hacer crecer la tarta.

De entre todas las ciudades de las llanuras, Ankh-Morpork era la única que había abierto sus puertas a los enanos y los trolls (las aleaciones eran más fuertes, había dicho Vetinari). Y había funcionado. Se creaban cosas. A menudo se creaban problemas, pero sobre todo se creaba riqueza. Y en consecuencia, aunque Ankh-Morpork seguía teniendo muchos enemigos, aquellos enemigos tenían que financiar sus ejércitos con dinero prestado. La mayoría del cual se lo prestaba Ankh-Morpork a un interés leonino. Hacía años que no se libraba ninguna guerra importante. Ankh-Morpork había causado que no fueran provechosas.

Miles de años atrás el viejo imperio había impuesto la Pax Morporkiana, que le había dicho al mundo: «No luchéis u os mataremos». La Pax había regresado una vez más, pero en esta ocasión decía: «Si lucháis, exigiremos el pago inmediato de vuestras hipotecas. Y por cierto, esa lanza con la que me estás apuntando es mía. Ese escudo que aguantas lo pagué yo. Y quítate mi casco cuando hables conmigo, pequeño deudor espantoso».

Y ahora toda la maquinaria, que zumbaba por lo bajo de forma tan sutil que la gente se olvidaba por completo de que era una maquinaria y creía que no era más que la forma en que funcionaba el mundo, acababa de dar una sacudida.

Los líderes de los gremios examinaron sus pensamientos y decidieron que lo que no querían era poder. Lo que querían era que mañana fuera poco más o menos igual que hoy.

—Están los enanos —dijo el señor Boggis—. Aunque uno de nosotros, y no estoy diciendo que tenga que ser uno de nosotros, claro… aunque alguien tomara el poder, ¿qué pasaría con los enanos? Si nos toca otra vez alguien como Espasmo, las calles se llenarán de rodillas cortadas.

—No estará sugiriendo que llevemos a cabo una especie de… votación, ¿verdad? ¿Una especie de concurso de popularidad?

—Oh, no. Simplemente… es que ahora… todo es más complicado. A la gente se le sube el poder a la cabeza.

—Y entonces se le cae la cabeza a otra gente.

—Me gustaría que dejara usted de decir eso a todas horas, sea quien sea —dijo la señora Palma—. Cualquiera diría que la cabeza se la han cortado a usted.

—Ejem…

—Ah, es usted, señor Slant. Mis disculpas.

—Hablando en calidad de presidente del Gremio de Abogados —dijo el señor Slant, el zombi más respetado de Ankh-Morpork—, debo recomendar estabilidad en este asunto. Me pregunto si puedo darles un consejo.

—¿Cuánto nos costaría? —preguntó el señor Calcetín.

—Estabilidad —dijo el señor Slant— equivale a monarquía.

—Oh, vamos, no nos venga con…

—Miren Klatch —dijo el señor Slant, obstinado—. Generaciones de serifs. Resultado: la estabilidad política. Miren Pseudópolis. O Sto Lat. O incluso el Imperio Ágata.

—Venga ya —dijo el doctor Downey—. Todo el mundo sabe que los reyes…

—Oh, los monarcas vienen y van, se deponen los unos a los otros, y así todo el tiempo —dijo el señor Slant—. Pero la institución es lo que permanece. Además, creo que descubrirán ustedes que es posible llegar a… un acuerdo.

Se dio cuenta de que tenía la atención de todos. Sus dedos tocaron con gesto distraído la costura de cuando le habían vuelto a coser la cabeza. Hacía muchos años el señor Slant se había negado a morirse antes de que le pagaran los gastos derivados de llevar su propia defensa.

—¿Qué quiere decir? —preguntó el señor Ollas.

—Admito que la cuestión de resucitar la línea sucesoria de Ankh-Morpork se ha planteado varias veces en tiempos recientes —dijo el señor Slant.

—Sí. Por parte de locos —dijo el señor Boggis—. Es uno más de los síntomas. Ponerse los calzoncillos en la cabeza, hablar con los árboles, babear, decidir que Ankh-Morpork necesita un rey…

—Exacto. Ahora supongamos que alguien cuerdo se plantea la idea.

—Continúe —dijo el doctor Downey.

—Ha habido precedentes —dijo el señor Slant—. Algunas monarquías que se han visto privadas de un monarca conveniente han… obtenido uno. Algún miembro con un linaje conveniente de alguna otra línea real. Al fin y al cabo, lo que se necesita es alguien, esto, que se conozca el percal, según creo que se suele decir.

—¿Perdone? ¿Está diciendo que mandemos a por un rey? —dijo el señor Boggis—. ¿Que pongamos alguna clase de anuncio? «Trono vacante, los aspirantes deben traer su propia corona».

—De hecho —dijo el señor Slant, haciendo caso omiso de aquello—, recuerdo que durante el primer imperio, Genua escribió a Ankh-Morpork y pidió que enviáramos a uno de nuestros generales para que fuera su rey, ya que sus linajes reales se habían extinguido por culpa de una endogamia tan intensa que el último rey no paraba de intentar reproducirse consigo mismo. Los libros de historia dicen que enviamos a nuestro leal general Tacticus, cuya primera acción tras obtener la corona fue declarar la guerra a Ankh-Morpork. Los reyes son… intercambiables.

—Ha mencionado usted algo de llegar a un acuerdo —dijo el señor Boggis—. ¿Se refiere a decirle a un rey lo que tiene que hacer?

—Me gusta cómo suena eso —dijo la señora Palma.

—A mí me gustan los ecos —dijo el doctor Downye.

—Decírselo, no —dijo el señor Slant—. Lo que haríamos es… acordar las cosas. Obviamente, en calidad de rey, él se concentraría en aquellas cosas tradicionalmente asociadas con la realeza…

—Saludar con la mano —dijo el señor Calcetín.

—Ser clemente —dijo la señora Palma.

—Recibir a embajadores de países extranjeros —dijo el señor Ollas.

—Estrechar manos.

—Cortar cabezas…

—¡No! No. No, eso no formará parte de sus deberes. De los asuntos de estado sin importancia se encargarán…

—¿Sus consejeros? —dijo el doctor Downey. Se reclinó—. Estoy seguro de que veo adonde va a parar esto, señor Slant —prosiguió—. Pero los reyes, una vez adquiridos, son condenadamente difíciles de quitar de en medio. De forma aceptable.

—También para eso ha habido precedentes —dijo el señor Slant.

El asesino entrecerró los ojos.

—Me intriga, señor Slant, que tan pronto como parece que lord Vetinari está gravemente enfermo, aparece usted con sugerencias de esa naturaleza. Me parece una… coincidencia notable.

—Le aseguro que no hay misterio. El destino sigue su curso. Seguramente muchos de ustedes han oído los rumores… de que en esta ciudad hay alguien con una línea de sangre que se puede remontar hasta la última familia real, ¿no? Alguien que trabaja en esta misma ciudad en un cargo relativamente modesto. Un humilde miembro de la Guardia, de hecho.

Hubo asentimientos de cabeza, pero no muy decididos. Eran a los asentimientos lo que los gruñidos eran a un «sí». Todos los gremios recogían información. Nadie quería revelar lo mucho o bien lo poco que sabían personalmente, por si acaso sabían demasiado poco o, lo que era peor, resultaba que sabían demasiado.

Sin embargo, Doc Pseudópolis del Gremio de Jugadores puso una cara cuidadosa de póquer y dijo:

—Sí, pero se acerca el tricentenario. Y dentro de unos años entraremos en el Siglo de la Rata. Los cambios de siglo tienen algo que pone febril a la gente.

—Con todo, esa persona existe —dijo el señor Slant—. Las pruebas saltan a la vista si uno sabe dónde buscarlas.

—Muy bien —dijo el señor Boggis—. Díganos el nombre de este capitán. —A menudo perdía grandes sumas de dinero al póquer.

—¿Capitán? —dijo el señor Slant—. Siento decir que de momento sus talentos naturales no lo han ascendido hasta ese punto. Es cabo. El cabo C.W. St. J. Nobbs.

Se hizo el silencio.

Y luego se oyó un extraño ruido que sonaba parecido a put-put, como el agua abriéndose camino por una tubería parcialmente bloqueada.

La Reina Molly del Gremio de Mendigos había estado callada salvo por los esporádicos ruidos húmedos de succión cada vez que intentaba sacarse una partícula del almuerzo de entre aquellas cosas que, ya que seguían estando en su boca y al parecer sujetas a la misma, eran técnicamente sus dientes.

Ahora se estaba riendo. Le temblaban los pelos de todas las verrugas.

—¿Nobby Nobbs? —preguntó—. ¿Está hablando de Nobby Nobbs?

—Es el último descendiente conocido del conde de Ankh, que por su parte podría trazar su ascendencia hasta un primo lejano del último rey —dijo el señor Slant—. Es lo que se comenta en toda la ciudad.

—Se me forma una imagen en la mente —dijo el doctor Downey—. Un tipo pequeñajo que parece un mono y que siempre fuma cigarrillos muy cortos. Con granos. Se los revienta en público.

—¡Ese es Nobby! —rió la Reina Molly—. ¡Tiene la cara como el pulgar de un carpintero ciego!

—¿Ese? ¡Pero si ese hombre es un ceporro!

—Tiene menos luces que una vela barata —dijo el señor Boggis—. No entiendo…

De pronto se detuvo y contrajo el mismo silencio contemplativo que estaba afectando gradualmente a todo el mundo que había sentado a la mesa.

—No veo por qué no vamos a… prestar la debida atención… a esto —dijo pasado un tiempo.

Los líderes reunidos contemplaron la mesa. Luego miraron el techo. Luego eludieron escrupulosamente las miradas de los demás.

—La sangre acabará mostrándose —dijo el señor Carry.

—Siempre que lo he visto caminar por la calle he pensado: «he ahí un hombre que camina con grandeza» —dijo la señora Palma.

—Se los revienta de una forma muy regia, ya lo creo. Con mucha elegancia.

El silencio volvió a cernirse sobre la reunión. Pero era un silencio bullicioso, de la misma forma en que lo es el silencio de un hormiguero.

—Debo recordarles, damas y caballeros, que el pobre lord Vetinari sigue vivo —dijo la señora Palma.

—Ciertamente, ciertamente —dijo el señor Slant—. Y que siga mucho tiempo así. Yo me he limitado a presentarles una opción para cuando llegue el día, que espero que tarde mucho en venir, en que tengamos que pensar en un… sucesor.

—En todo caso —dijo el doctor Downey—, no hay duda de que Vetinari ha estado trabajando demasiado. Si sobrevive (que es algo en lo que todos confiamos, claro), creo que tendremos que pedirle que dimita por el bien de su salud. Bien hecho, fiel sirviente nuestro, y todo eso. Comprarle una bonita casa en el campo. Darle una pensión. Asegurarnos de que haya un asiento para él en las cenas oficiales. Obviamente, si ahora es tan vulnerable a los envenenamientos, tendría que agradecer que lo libráramos de las cadenas de su cargo…

—¿Qué pasa con los magos? —preguntó el señor Boggis.

—Nunca se han metido en cuestiones municipales —dijo el doctor Downey—. Deles cuatro comidas de carne al día y quítese el sombrero cuando pasan y ya son felices. No saben nada de política.

El silencio que siguió fue roto por la voz de la Reina Molly de los Mendigos.

—¿Y qué pasa con Vimes?

El doctor Downey se encogió de hombros.

—Está al servicio de la ciudad.

—A eso me refiero.

Nosotros representamos la ciudad, ¿no?

—¡Ja! Él no lo va a ver así. Y ya sabe lo que piensa Vimes de los reyes. Fue un Vimes el que le cortó la cabeza al último. He ahí una línea de sangre que cree que el golpe de un hacha lo puede solucionar todo.

—Bueno, Molly, ya sabes que probablemente Vimes usaría el hacha con Vetinari si creyera que puede hacerlo y salir indemne. Esos dos no se pueden ver, me temo.

—No le va a gustar nada. Es lo único que les digo. Vetinari es quien va dando cuerda a Vimes. Es imposible saber lo que va a pasar si se suelta de golpe…

—¡Es un servidor público! —la cortó el doctor Downey.

La Reina Molly hizo una mueca, lo cual no era difícil en alguien con semejantes dotes naturales, y se echó atrás en su asiento.

—De manera que así van a ir ahora las cosas, ¿eh? —murmuró—. ¿Un montón de hombres corrientes se sientan a una mesa y hablan y de pronto el mundo va a cambiar? ¿Las ovejas se rebelan y cargan contra el pastor?

—Esta noche hay una soirée en casa de lady Selachii —dijo el doctor Downey, sin hacerle caso—. Creo que Nobbs está invitado. Tal vez podamos… conocerle.

Vimes se dijo a sí mismo que en realidad iba a examinar el progreso de la nueva Casa de la Guardia en la calle Chinchulín. La calle Cockbill estaba a la vuelta de la esquina. Y luego haría una visita, todo informal. No tenía sentido prescindir de un hombre cuando andaban tan escasos, con todos aquellos asesinatos y lo de Vetinari y la cruzada antitocho de Detritus. Giró la esquina y se detuvo.

No había cambiado gran cosa. Aquello era lo asombroso. Después de… oh, demasiados años… las cosas no tenían ningún derecho a no haber cambiado.

Pero las cuerdas de tender la ropa seguían cruzando la calle entre los edificios antiguos y grises. La pintura antigua se seguía desconchando de la forma en que se desconchaba la pintura barata al aplicarla sobre una madera demasiado vieja y podrida para aceptar pintura. La gente de la calle Cockbill solía ser demasiado pobre para permitirse pintura decente, pero siempre demasiado orgullosa para usar cal.

Y el lugar era un poco más pequeño de lo que él recordaba. Eso era todo.

¿Cuándo había ido allí por última vez? No se acordaba. La calle estaba más allá de las Sombras, y hasta hacía poco la Guardia había tendido a dejar que aquella zona se encargara de sus propios e inenarrables asuntos.

A diferencia de las Sombras, sin embargo, la calle Cockbill estaba limpia, con esa limpieza vacía e inquietante que se da cuando la gente no se puede permitir desperdiciar ni el polvo. Porque la calle Cockbill era donde vivía la gente que era peor que pobre, puesto que no sabían lo pobres que eran. Si alguien les preguntaba probablemente dirían algo del tipo «no me puedo quejar» o «hay gente que está peor que nosotros» o «siempre nos hemos mantenido a flote y no le debemos nada a nadie».

Recordaba las palabras de su abuela: «Nadie es demasiado pobre para comprar jabón». Por supuesto, mucha gente sí lo era. Pero en la calle Cockbill compraban jabón de todas maneras.

Puede que no hubiera comida en la mesa, pero por los dioses, estaba bien limpia. Aquello era la calle Cockbill, donde lo que la gente comía principalmente era su orgullo.

El mundo se había convertido en un buen desastre, reflexionó Vimes. El agente Visita le había dicho que los mansos lo heredarían, ¿y qué habían hecho los pobres diablos para merecer algo así?

La gente de la calle Cockbill se apartaría a un lado para dejar pasar a los mansos. Porque lo que los retenía en la calle Cockbill, mental y físicamente, era su vago entendimiento del hecho de que había unas normas. Y pasaban por la vida llenos de un temor silencioso y trastornado a no estar obedeciéndolas del todo.

La gente decía que había una ley para los ricos y otra para los pobres, pero no era cierto. No había ley para quienes hacían la ley, ni ley para los incorregiblemente ilegales. Todas las leyes y normas eran para la gente lo bastante estúpida como para pensar igual que la gente de la calle Cockbill.

Todo estaba extrañamente en silencio. Normalmente habría enjambres de niños, y carretas bajando hacia los muelles, pero hoy el lugar tenía un aspecto cerrado.

En medio de la calle había una rayuela dibujada a tiza.

Vimes sintió que le fallaban las rodillas. ¡Todavía seguía allí! ¿Cuándo la había visto por última vez? ¿Hacía treinta y cinco años? ¿Cuarenta? Debían de haberla dibujado y redibujado miles de veces.

A él de niño se le daba bastante bien. Por supuesto, allí la jugaban con las normas de Ankh-Morpork. En lugar de dejar caer una piedra, dejaban caer a William Scuggins. No era más que uno de los muchos e imaginativos juegos a los que jugaban que tenían que ver con tirar al suelo, perseguir o patear a William Scuggins, hasta que le entraba una de sus famosas pataletas y empezaba a soltar espuma por la boca y a atacarse violentamente a sí mismo.

Vimes solía ser capaz de dejar a William en el recuadro de su elección nueve veces de cada diez. La décima vez, William le mordía la pierna.

En aquella época, torturar a William y encontrar lo bastante para comer eran los ingredientes de una vida simple y sencilla. No había muchas preguntas de las que no se conocieran las respuestas, salvo tal vez cómo impedir que se te ulcerase la pierna.

Sir Samuel miró a su alrededor, vio la calle en silencio y sacó una piedra de la alcantarilla con el pie. Luego la lanzó discretamente por los recuadros, se ajustó la capa y se puso a dar saltitos hacia el final de la rayuela, se giró, dio más saltitos…

¿Qué era lo que se gritaba al saltar? ¿«Sal, mostaza, vinagre, pimienta»? ¿O era la que decía «William Scuggins es un hijo de puta»? Ahora se pasaría el día entero preguntándoselo.

Al otro lado de la calle se abrió una puerta. Vimes se quedó paralizado, con una pierna levantada, mientras dos figuras vestidas de negro salían lentamente y con esfuerzo.

Debido a que iban cargando con un ataúd.

La solemnidad natural de la ocasión se vio disminuida por el hecho de que tuvieron que estrujarse a los lados del féretro para salir a la calle, tirando del cajón detrás de ellos para que otra pareja de portadores consiguiera escurrirse hacia la luz del día.

Vimes recordó la realidad a tiempo de bajar el otro pie, y luego volvió de lleno a ella y se quitó el casco en gesto respetuoso.

Salió otro ataúd. Era mucho más pequeño. Solamente necesitaba dos personas para llevarlo y se podía decir que sobraba una.

Mientras el cortejo fúnebre empezaba a desfilar detrás de ellos, Vimes se hurgó en el bolsillo en busca del pedazo de papel que le había dado Detritus. La escena era graciosa en cierta forma, como esa parte del circo en que el carruaje se detiene y sale de él una docena de payasos. Las casas de apartamentos de aquella zona compensaban su número limitado de habitaciones ocupándolas con grandes cantidades de gente.

Encontró el papel y lo desplegó. Calle Cockbill 27, Primer Piso al Fondo.

Y allí estaba. Había llegado a tiempo para un funeral. Para dos funerales.

* * *

—Parece que es muy mal día para ser un gólem —dijo Angua. Había una mano de cerámica tirada en la alcantarilla—. Es el tercero que vemos destrozado por la calle.

Se oyó un estruendo por delante de ellos y un enano salió despedido por una ventana más o menos horizontalmente. Su casco de hierro soltó chispas al golpear contra la calle, pero el enano se levantó enseguida y entró otra vez corriendo por la puerta adyacente.

Un momento después emergió por la ventana pero fue interceptado por Zanahoria, que lo puso de pie en el suelo.

—¡Hola, señor Aplastamena! ¿Le va todo bien? ¿Y qué está pasando por aquí?

—¡Es ese demonio de Tal’Adr, capitán Zanahoria! ¡Tendría que detenerlo!

—¿Por qué, qué ha hecho?

—¡Ha estado envenenando a la gente, eso ha hecho!

Zanahoria miró a Angua y luego otra vez a Aplastamena.

—¿Envenenando? —dijo—. Es una aseveración muy grave.

—¡A mí me lo dice! ¡Me he pasado la noche en vela con la señora Aplastamena! No le di más vueltas hasta que he venido esta mañana y había más gente quejándose…

Intentó sacudirse de encima la mano de Zanahoria.

—¿Sabe qué? —dijo— ¿Sabe qué? Hemos mirado en su fresquera y ¿sabe qué? ¿Sabe qué? ¿Sabe lo que ha estado vendiendo como carne?

—Dígame —dijo Zanahoria.

—¡Cerdo y ternera!

—Oh, cielos.

—¡Y cordero!

—Tch, tch.

—¡Apenas nada de rata!

La hipocresía de los comerciantes hizo negar con la cabeza a Zanahoria.

—¡Y Roncador Hijodetíodehijodeodro dice que anoche cenó Sorpresa de Rata y jura que dentro había huesos de pollo . —Zanahoria soltó al enano.

—Tú quédate aquí —le dijo a Angua, y, con la cabeza inclinada hacia delante, entró en el restaurante delicatessen El Agujero de Tal’Adr..

Un hacha giró hacia él. La cogió con gesto casi distraído y la tiró despreocupadamente a un lado.

—¡Au!

Había una mélée de enanos alrededor del mostrador. La pelea ya había dejado atrás hacía tiempo la fase en que tenía algo que ver con la cuestión entre manos y, tratándose de enanos, ahora incluía asuntos de importancia vital como, por ejemplo, el abuelo de quién había robado el derecho de explotación minera al abuelo de quién hacía trescientos años y el hacha de quién estaba en la garganta de quién justo ahora.

Pero la presencia de Zanahoria tenía algo especial. La pelea se fue deteniendo de forma gradual. Los participantes intentaron dar la impresión de que estaban allí de pie por casualidad. Hubo un repentino y generalizado «¿Hacha? ¿Qué hacha? Ah, ¿esta hacha? Solamente se la estaba enseñando a mi amigo Bjorn, el viejo Bjorn» en la atmósfera.

—Muy bien —dijo Zanahoria—. ¿Qué es todo esto del veneno? Primero el señor Tal’Adr.

—¡Es una mentira diabólica! —gritó Tal’Adr, desde algún lugar en el fondo del montón—. ¡Yo dirijo un restaurante saludable! ¡Mis mesas están tan limpias que se podría comer la cena sobre ellas!

Zanahoria levantó las manos para detener el estallido de ira que aquello causó.

—Alguien ha mencionado algo de las ratas —dijo.

—¡Ya les he dicho que solamente uso las mejores ratas! —gritó Tal’Adr—. ¡Ratas buenas y rollizas de la mejor procedencia! ¡Nada de esa porquería de letrina! ¡Y son difíciles de encontrar, déjenme que les diga!

—¿Y cuando no las puede conseguir, señor Tal’Adr? —preguntó Zanahoria.

Tal’Adr hizo una pausa. Era difícil mentirle a Zanahoria.

—Muy bien —murmuró—. Tal vez cuando no hay bastantes redondeo un poco los platos con algo de pollo, tal vez una pizca de buey…

—¡Ja! ¿Una pizca? —Se levantaron más voces.

—¡Es verdad, tendría que ver usted su fresquera, señor Zanahoria!

—¡Sí, usa bistecs y les recorta patitas y los cubre de salsa de rata!

—Yo no sé, uno intenta hacerlo lo mejor posible a precios muy razonables, ¿y así se lo agradecen? —dijo Tal’Adr, acalorado—. ¡Ya cuesta lo suyo ganarse la vida como están las cosas!

—¡Ni siquiera las hace con la carne adecuada!

Zanahoria suspiró. En Ankh-Morpork no había leyes de sanidad pública. Sería como instalar detectores de humo en el Infierno.

—Muy bien —dijo—. Pero no se puede envenenar a nadie con un bistec. No, en serio. No. No, cállense todos. No, no me importa lo que les dijeran sus madres. Ahora quiero que hablemos de este envenenamiento, Tal’Adr.

Tal’Adr forcejeó hasta ponerse en pie.

—Anoche hicimos «Sorpresa de rata» para la cena anual de los Hijos de Hachasangrienta —dijo. Hubo un gemido general—. Y de verdad era rata. —Levantó la voz por encima de las quejas—. No se puede usar nada más. Escuchen: se tiene que hacer que los hocicos sobresalgan de la masa, ¿de acuerdo? ¡Una rata de la mejor que hemos tenido en mucho tiempo, déjenme que les diga!

—¿Y después se pusieron todos enfermos? —preguntó Zanahoria, sacando su cuaderno.

—¡Sudé toda la noche!

—¡Veía borroso!

—¡Creo que conozco cada nudo del interior de la puerta de la letrina!

—Anotaré eso como «indudablemente» —dijo Zanahoria—. ¿Había algo más en el menú de la cena?

Vole-au-vents y Crema de Rata —dijo Tal’Adr—. Todo preparado higiénicamente.

—¿Qué quiere decir con «preparado higiénicamente»? —preguntó Zanahoria.

—El chef tiene órdenes estrictas de lavarse las manos después.

Los enanos presentes asintieron. Aquello era sin duda bastante higiénico. No estaba bien que la gente fuera por ahí con las manos oliendo a rata.

—Además, todos llevan años comiendo aquí —dijo Tal’Adr, percibiendo aquel ligero viraje en su dirección—. Esta es la primera vez que hay algún problema, ¿no? ¡Mis ratas son famosas!

—Su pollo también va a ser bastante famoso —dijo Zanahoria.

Aquella vez hubo risotadas. Hasta Tal’Adr se unió al jolgorio.

—Muy bien. Siento lo del pollo. Pero era eso o ratas muy malas, y ya saben que yo solamente le compro a Pequeño Loco Arthur. Y es de fiar, por muchas otras cosas que se puedan decir de él. Tiene las mejores ratas que hay. Todo el mundo lo sabe.

—¿Se refiere a Pequeño Loco Arthur el de la calle del Brillo? —preguntó Zanahoria.

—Sí. No tienen ni una marca, casi nunca.

—¿Le queda alguna?

—Una o dos. —La expresión de Tal’Adr cambió—. Eh, no creerá que fue él quien las envenenó, ¿verdad? ¡Nunca he confiado en ese cabroncete!

—La investigación está abierta —dijo Zanahoria. Se guardó su cuaderno—. Querría unas ratas, por favor. Esas ratas. Para llevar. —Echó un vistazo al menú, se dio unas palmaditas en el bolsillo y echó una mirada interrogativa a través de la puerta en dirección a Angua.

—No tienes que comprarlas —dijo ella en tono fatigado—. Son pruebas.

—No podemos estafar a un comerciante inocente que puede ser víctima de las circunstancias —dijo Zanahoria.

—¿Quiere ketchup? —preguntó Tal’Adr—. Aunque con ketchup sube el precio.

* * *

El coche funerario avanzaba lentamente por las calles. Parecía bastante caro, pero así era la calle Cockbill. La gente ahorraba. Vimes recordaba aquello. Uno siempre ahorraba en la calle Cockbill. Se ponía dinero aparte por si venían las vacas flacas aunque ya estuvieran en los huesos. Y te morirías de vergüenza si la gente pensara que solamente podías permitirte un entierro barato.

Media docena de miembros enlutados del cortejo fúnebre venían detrás, junto con tal vez una veintena de personas que por lo menos intentaban parecer respetables.

Vimes siguió a la procesión a cierta distancia hasta el cementerio que había detrás del Templo a los Dioses Menores, donde acechó incómodo entre las lápidas y los sombríos árboles de cementerio mientras el sacerdote murmuraba y murmuraba.

Los dioses habían hecho a la gente de la calle Cockbill pobre, honrada y previsora, reflexionó Vimes. Ya que estaban, podrían haberles colgado en la espalda letreros enormes que dijeran «Dame una patada». Aun así, la gente de la calle Cockbill siempre tendía hacia la religión, por lo menos de la clase menos manifiesta. Siempre apartaban un poquito de vida por si venía una eternidad de vacas flacas.

Al final la multitud congregada entre las lápidas se disolvió y empezó a alejarse con la mirada perdida de la gente cuyo futuro inmediato contiene rollitos de jamón dulce.

Vimes vio a una joven llorosa en el grupo principal y avanzó con cautela.

—Esto… ¿es usted Mildred Fácil? —preguntó. Ella asintió.

—¿Quién es usted? —Contempló el corte de su abrigo y añadió—: ¿Señor?

—¿Esa era la vieja señora Fácil, la que cosía vestidos? —dijo Vimes, llevándola aparte con gentileza.

—La misma…

—¿Y el… ataúd pequeño?

—Ese era nuestro William…

Dio la impresión de que la chica estaba a punto de llorar de nuevo.

—¿Podemos hablar un momento? —dijo Vimes—. Hay algunas cosas que confío en que pueda decirme.

Odiaba el funcionamiento de su propia mente. Un ser humano como era debido habría mostrado respeto y se habría alejado en silencio. Pero mientras permanecía de pie entre las gélidas piedras, lo había abrumado una horrorosa sensación de que casi todas las respuestas ya estaban en su lugar, si tan solo fuera capaz de averiguar las preguntas correctas.

Ella miró al resto de la comitiva fúnebre. Habían llegado a las puertas y ahora estaban mirando hacia atrás con curiosidad, en dirección a ellos dos.

—Esto… sé que no es el momento adecuado —dijo Vimes—, pero cuando los niños juegan a la rayuela en la calle, ¿qué canción cantan? «Sal, mostaza, vinagre y pimienta», ¿verdad?

Ella se quedó mirando su sonrisa preocupada.

—Esa es una canción para saltar a la comba —dijo ella con frialdad—. Cuando juegan a la rayuela cantan: «Billy Skunkins es un mijo de fruta». ¿Quién es usted?

—Soy el comandante Vimes de la Guardia —dijo Vimes. Así pues… Willy Scuggins seguiría viviendo en la calle, aunque bajo disfraz y cambiado… y el Viejo Carapiedra no era más que un tipo en una hoguera…

Entonces llegaron las lágrimas de ella.

—No pasa nada, no pasa nada —dijo Vimes, en tono tan tranquilizador como pudo—. Me crié en la calle Cockbill, es por eso que… Quiero decir que yo… no he venido por… no voy a… Mire, ya sé que usted se llevó comida a casa del palacio. No tengo ningún problema con eso. No he venido para… Oh, mierda, ¿quiere mi pañuelo? Creo que el de usted está lleno.

—¡Lo hace todo el mundo!

—Sí, ya lo sé.

—Además, el cocinero nunca dice nada… —Empezó a sollozar otra vez.

—Sí, sí.

—Todo el mundo se lleva unas cuantas cosas —dijo Mildred Fácil—. No es como robar.

«Lo es —pensó Vimes traicioneramente—. Pero me importa un pimiento».

Y ahora… tenía agarrada la larga vara de cobre y estaba escalando hacia un lugar elevado mientras a su alrededor retumbaban los truenos.

—La, esto, la única comida que usted ro… que le dieron —dijo—. ¿Qué era?

—Un poco de crema de maizena y esa, ya sabe, esa especie de mermelada que se hace con carne…

—¿Paté?

—Sí. Me pareció que sería un pequeño festín…

Vimes asintió. Comida rica y blandita. De la que le darías a un bebé que no se encuentra bien del todo y a una abuelita que no tiene dientes.

Bueno, ahora ya estaba en el tejado, las nubes eran negras y amenazadoras, y ya podía ponerse a mover el pararrayos. Hora de preguntar…

La que resultó ser la pregunta incorrecta.

—Dígame —dijo—, ¿de qué ha muerto la señora Fácil?

* * *

—Déjeme explicarlo así —le pidió Jovial—. Si esas ratas hubieran sido envenenadas con plomo en vez de con arsénico, podríamos afilarles los hocicos y usarlas como lápices. —Bajó el vaso de precipitados.

—¿Estás seguro? —preguntó Zanahoria.

—Sí.

—Pequeño Loco Arthur no envenenaría las ratas, ¿verdad? Sobre todo ratas que alguien se va a comer.

—He oído que no le caen muy bien los enanos —dijo Angua.

—Sí, pero el negocio es el negocio. A nadie que haga muchos negocios con los enanos le caen muy bien, y él debe ser el proveedor de todos los cafés y delicatessen de enanos de la ciudad.

—¿Tal vez comieron arsénico antes de que él las cazara? —preguntó Angua—. Después de todo, la gente lo usa como veneno para ratas…

—Sí —dijo Zanahoria, midiendo sus palabras—. Lo hacen.

—No estarás sugiriendo que Vetinari se zampa una buena rata todos los días, ¿verdad? —dijo Angua.

—He oído que usa ratas como espías, así que no creo que las use como desayuno —dijo Zanahoria—. Pero estaría bien saber de dónde las saca Pequeño Loco Arthur, ¿no os parece?

—El comandante Vimes dijo que se ocupaba él personalmente del caso Vetinari —dijo Angua.

—Pero nosotros solamente estamos averiguando por qué están llenas de arsénico las ratas de Tal’Adr —dijo Zanahoria inocentemente—. Además, iba a pedirle al sargento Colon que se encargara de ello.

—Pero… ¿Pequeño Loco Arthur? —dijo Angua—. Está loco.

—Fred puede llevarse a Nobby con él. Iré a decírselo. Ejem. ¿Jovial?

—¿Sí, capitán?

—Has estado, esto, has estado intentando esconder tu cara de mí… oh. ¿Te ha pegado alguien?

—¡No, señor!

—Pero tus ojos parecen un poco amoratados, y tus labios…

—¡Estoy bien, señor! —dijo Jovial a la desesperada.

—Oh, bueno, si tú lo dices. Yo… esto, yo… voy a buscar al sargento Colon, entonces… Retrocedió, avergonzado.

Eso las dejó a ellas dos. «Las chicas juntas —pensó Angua—. Entre las dos sumamos una chica normal, al menos».

—Creo que el rímel no funciona —dijo Angua—. El pintalabios está bien, pero el rímel… creo que no.

—Creo que necesito práctica.

—¿Seguro que quieres conservar la barba?

—¿No me estarás diciendo… que me afeite? —Jovial retrocedió.

—Muy bien, muy bien. ¿Y el casco de hierro?

—¡Era de mi abuela! ¡Es una cosa de enanos!

—Vale. Vale. De acuerdo. Es un buen principio, de todas formas.

—Ejem… ¿qué te parece… esto? —dijo Jovial, dándole un pedazo de papel.

Angua lo leyó. Era una lista de nombres, aunque la mayoría de ellos estaban tachados:

Jovial Culopequeño

Javiel

Jurel

Jetón

Lucinda Culopequeño

Juvenil

Juviel

Jovielle

—Esto… ¿qué te parece? —dijo Jovial, nerviosamente.

—¿Lucinda? —dijo Angua, enarcando las cejas.

—Siempre me ha gustado cómo suena ese nombre.

—«Jovielle» es bonito —dijo Angua—. Y además viene a ser como el que ya tienes. Con lo mal que escribe la gente en esta ciudad, nadie se va a dar cuenta hasta que se lo señales.

Los hombros de Jovial se relajaron al soltar la tensión. Cuando has tomado la decisión de gritarle al mundo quién eres, es un alivio saber que puedes hacerlo con un susurro.

«Jovielle —pensó Angua—. ¿Qué sensación evoca ese nombre? ¿La imagen que trae a la mente incluye botas de hierro, un casco de hierro, una carita preocupada y una barba larga?».

«Pues bueno, ahora sí».

* * *

En algún lugar por debajo de Ankh-Morpork, una rata se dedicaba a sus asuntos y paseaba despreocupadamente por entre las ruinas de un sótano húmedo. Dobló un recodo hacia el almacén de grano que sabía que había más adelante y estuvo a punto de chocar con otra rata.

Aquella estaba de pie sobre las patas traseras, sin embargo, y llevaba una túnica negra diminuta y una guadaña. La parte de su hocico que se veía era de color blanco hueso.

¿Iiic?, dijo.

Luego la visión se desvaneció y reveló una figura un poco más pequeña. No tenía absolutamente nada de rata, aparte del tamaño. Era humana, o por lo menos humanoide. Llevaba puestos unos pantalones de piel de rata pero iba desnudo de cintura para arriba, salvo por dos bandoleras que se le cruzaban sobre el pecho. Y estaba fumando un puro diminuto.

Levantó una ballesta muy pequeña y disparó.

El alma de la rata —pues ciertamente una criatura tan similar a los humanos en tantos aspectos tiene alma— observó con aire sombrío cómo la figura cogía sus recientes aposentos por la cola y se los llevaba a rastras. Luego levantó la vista hacia la Muerte de las Ratas.

—¿Iiic? —dijo.

El Segador Bigotudo asintió.

Iic.

Un minuto más tarde Pequeño Loco Arthur emergió a la luz del sol, arrastrando a la rata tras de sí. Ya había cincuenta y siete pulcramente alineadas contra la pared, pero pese a su nombre Pequeño Loco Arthur se cuidaba mucho de no matar a las más jóvenes ni a las hembras embarazadas. Siempre era buena idea asegurarse de que mañana tendrías trabajo.

Su letrero seguía clavado con chinchetas encima del agujero. Pequeño Loco Arthur, al ser el único exterminador de insectos y roedores capaz de enfrentarse al enemigo cara a cara, consideraba que valía la pena anunciarse.

«PEQUEÑO LOCO» ARTHUR

Para esas cosas pequeñas que te agovian

Ratas * GRATIS *

Ratones: 1p por diez colas

Topos: l/2p por caveza

Abispas: 50p el nido.

Abispones 20p extra

Cucarachas y similares a conbenir

Tarifas pequeñas • ENCARGOS GRANDES

Arthur sacó el cuaderno más pequeño del mundo y un trozo de mina de lápiz. Vamos a ver… cincuenta y ocho pieles a dos el penique, la recompensa de la Ciudad por las colas va a un penique la decena, y las carcasas para Tal’Adr a dos peniques cada tres, menudo enano agarrado hijoputa estaba hecho…

Hubo una sombra momentánea y luego alguien lo pisó.

—Vaya —dijo el dueño de la bota—. Sigues cazando ratas sin carnet del Gremio, ¿verdad? Los diez dólares más fáciles que hemos ganado nunca, Sid. Vamos a…

El hombre se elevó varios centímetros por encima del suelo, giró sobre sí mismo y salió disparado contra la pared. Su compañero observó cómo un rastro de polvo le subía corriendo por la bota, pero reaccionó demasiado tarde.

—¡Me ha subido por el pantalón! ¡Me ha subido por el… arrrgh!

Se oyó un crujido.

—¡La rodilla! ¡La rodilla! ¡Me ha roto la rodilla!

El hombre que había sido lanzado a un lado intentó ponerse de pie, pero algo le subió correteando por el pecho y aterrizó a horcajadas sobre su nariz.

—¡Eh, colega! —dijo Pequeño Loco Arthur—. ¿Tu madre sabe coser, colega? ¿Sí? ¡Pues dile que cosa esto!

Arthur agarró un párpado con cada mano y lanzó su cabeza hacia delante con precisión matemática. Se oyó otro crujido al chocar los cráneos.

El hombre de la rodilla rota intentó alejarse a rastras, pero Pequeño Loco Arthur saltó desde su aturdido camarada y procedió a darle patadas. Las patadas de un hombre que no medía mucho más de quince centímetros no tendrían que doler, pero Pequeño Loco Arthur parecía tener mucha más masa de la que permitiría su tamaño. Que Arthur te diera un cabezazo era como que te golpeara una bola de acero lanzada con honda. Una patada suya parecía tener toda la energía de una patada de hombre fornido, pero muy dolorosamente concentrada en un área más pequeña.

—Podéis decirles a esos mamones del Gremio de Cazadores de Ratas que el menda trabaja para quien quiere y cobra lo que le da la gana —dijo, entre patadas—. Y esos mierdones pueden dejar ya de incordiar al pequeño empresario…

El otro matón del gremio alcanzó el final del callejón. Arthur le dio a Sid una última patada y lo dejó en el cieno.

Pequeño Loco Arthur regresó a sus tareas caminando y negando con la cabeza. Trabajaba por nada y vendía sus ratas a la mitad de la tarifa oficial, un crimen repulsivo. Y sin embargo Pequeño Loco Arthur se estaba haciendo rico porque las mentes del gremio no habían llegado a asimilar la idea de la relatividad fiscal.

Arthur cobraba mucho más por sus servicios. Mucho más, se entiende, desde el punto de vista especializado y sobre todo bajo de Pequeño Loco Arthur. Lo que Ankh-Morpork todavía no había entendido era que cuanto más pequeño eras más valía tu dinero.

Para un humano, un dólar compraba una hogaza de pan que se comía de unos pocos mordiscos. Para Pequeño Loco Arthur, el mismo dólar compraba la misma hogaza, pero esta suponía alimento para una semana y después la podía vaciar del todo para usarla como dormitorio.

El problema del diferencial de tamaño era también responsable de su frecuente estado de embriaguez. Pocos taberneros estaban preparados para vender cerveza en dedales o tenían jarras de tamaño gnomo. Pequeño Loco Arthur tenía que salir a beber en bañador.

Pero le gustaba su trabajo. Nadie podía exterminar ratas como Pequeño Loco Arthur. Hasta las ratas viejas y astutas que lo sabían todo de ratoneras, de trampas y de venenos quedaban indefensas cuando atacaba de frente, que por cierto era también donde solía impactar. Lo último que sentían era una mano que les agarraba cada oreja y lo último que veían era su cabeza acercándose a toda velocidad.

Murmurando por lo bajo, Pequeño Loco Arthur regresó a sus cavilaciones. Pero no por mucho tiempo.

Se dio la vuelta de golpe, con la frente inclinada.

—Somos nosotros, Pequeño Loco Arthur —dijo el sargento Colon, retrocediendo a toda prisa.

—Para vosotros soy señor Pequeño Loco Arthur, poli —dijo Pequeño Loco Arthur, pero se relajó un poco.

—Somos el sargento Colon y el cabo Nobbs —dijo Colon.

—Sí, te acuerdas de nosotros, ¿verdad? —dijo Nobby, en tono adulador—. Somos los que te ayudamos la semana pasada cuando te estabas peleando con aquellos tres enanos.

—Me apartasteis de ellos, querrás decir —dijo Pequeño Loco Arthur—. Justo cuando los tenía a los tres en el suelo.

—Queremos hablar contigo de unas ratas —dijo Colon.

—No puedo coger más clientes —dijo Pequeño Loco Arthur.

—De unas ratas que le vendiste hace unos días al restaurante delicatessen El Agujero de Tal’Adr.

—¿Y a vosotros qué os importa?

—Tal’Adr cree que estaban envenenadas —dijo Nobby, que había tenido la precaución de colocarse detrás de Colon.

—¡Yo nunca uso veneno!

Colon se dio cuenta de que estaba retrocediendo ante un hombre que medía quince centímetros.

—Sí, bueno… verás… lo que pasa es… como te metes en peleas y eso… y no te llevas bien con los enanos… hay quien puede decir… es lo que pasa… puede parecer que les tienes algún rencor. —Dio otro paso atrás y estuvo a punto de tropezar con Nobby.

—¿Rencor? ¿Por qué iba yo a tenerles rencor, colega? ¡No soy yo el que se lleva las tundas! —dijo Pequeño Loco Arthur, avanzando.

—Bien dicho. Bien dicho —dijo Colon—. Pero nos ayudaría, ¿sabes?, si nos pudieras decir… de dónde sacaste esas ratas…

—Como por ejemplo, del palacio del patricio —dijo Nobby.

—¿Del palacio? Nadie caza ratas en el palacio. No está permitido. No, no, me acuerdo de aquellas ratas. Eran bien buenas y gordas, yo quería un penique por cabeza, pero él se plantó en cuatro a tres peniques, la vieja urraca…

—Entonces, ¿de dónde las sacaste?

Pequeño Loco Arthur se encogió de hombros.

—Del mercado de ganado. Trabajo el mercado de ganado los martes. No puedo deciros de dónde venían. Esos túneles van a todos lados, ¿entendéis?

—¿No puede ser que comieran veneno antes de que las cazaras?

Pequeño Loco Arthur se tensó.

—Por allí nadie les echa veneno. Yo no lo tolero, ¿vale? Tengo todos los contratos de la calle Degolladero, y no tendría tratos con ningún comemierda que usara veneno. Yo no cobro por exterminación, ¿entendéis? El gremio odia eso. Pero elijo a mis clientes. —Pequeño Loco Arthur sonrió con malicia—. Solamente voy a donde está la mejor comida para las ratas y lo limpio azotándolas contra los adornos de jardín. Si encuentro a alguien que usa veneno en mi territorio, ya pueden pagar las tarifas del gremio por el trabajo del gremio, ja, y a ver qué les parece.

—Veo que llegarás a ser un gran hombre en el ramo del cátering industrial —dijo Colon.

Pequeño Loco Arthur ladeó la cabeza.

—¿Sabes qué le pasó al último que hizo un chiste como ese? —preguntó.

—Esto… no —dijo Colon.

—Ni tú ni nadie —dijo Pequeño Loco Arthur—, porque no lo encontraron nunca jamás. ¿Habéis terminado? Todavía tengo que limpiar un nido de avispas antes de irme a casa.

—¿Entonces las estabas cazando debajo de Degolladero? —insistió Colon.

—Por todo el lugar. Es un buen terreno. Hay curtidores, tratantes de sebo, carniceros, salchicheros… Vale la pena ir a comer por allí si eres una rata.

—Sí, claro —dijo Colon—. Está bien. Bueno, creo que ya te hemos robado bastante tiempo…

—¿Cómo cazas las avispas? —preguntó Nobby, intrigado—. ¿Las haces salir con humo?

—Es poco deportivo no pillarlas al vuelo —dijo Pequeño Loco Arthur—. Pero si es un día de mucho trabajo hago petardos con esos polvos negros del n° 1 que venden los alquimistas —señaló las bandoleras cargadas que llevaba sobre los hombros.

—¿Las vuelas con explosivos? —dijo Nobby—. Eso no parece muy deportivo.

—¿Ah, no? ¿Alguna vez has intentado desplegar y encender media docena de mechas y luego volver a salir repartiendo mamporros por la entrada antes de que se consuma la primera?

—Es un tiro a ciegas, sargento —dijo Nobby, mientras se alejaban paseando—. Unas ratas comen veneno en algún sitio y luego él las caza. ¿Qué quieres que le hagamos nosotros? Envenenar ratas no es ilegal.

Colon se rascó la barbilla.

—Creo que podemos tener algún problemilla, Nobby —dijo—. O sea, todo el mundo ha estado yendo de arriba para abajo detectoreando y nosotros podemos terminar quedando como un verdadero par de capullos. O sea, ¿quieres que volvamos al Yard y digamos que hemos hablado con Pequeño Loco Arthur y que dice que él no fue, fin de la historia? Somos humanos, ¿verdad? Bueno, yo sí que lo soy, y sé que tú probablemente también: y de verdad que somos los últimos de la fila por aquí. Te lo digo, esta ya no es mi Guardia, Nobby. Trolls, enanos, gárgolas… no tengo nada contra ellos, ya me conoces, pero no paro de pensar en mi pequeña granja con pollos alrededor de la puerta. Y no me importaría marcharme con algo de lo que estar orgulloso.

—Bueno, ¿y qué quieres que hagamos? ¿Que llamemos a todas las puertas del mercado de ganado y les preguntemos si tienen algo de arsénico en sus tiendas?

—Sí —dijo Colon—. Caminar y hablar. Eso es lo que dice siempre Vimes.

—¡Pero si hay cientos! Además, van a decir que no.

—Sí, pero se lo tenemos que preguntar. Las cosas ya no son como antes, Nobby. Esto es la policía moderna. Detectorear. Hoy en día necesitamos resultados. Quiero decir, la Guardia está creciendo. No me molesta que el viejo Detritus sea sargento, no es mal tipo cuando lo conoces, pero un día de estos puede ser un enano el que esté dando órdenes, Nobby. A mí me da igual porque me voy a mi granja…

—A clavar pollos alrededor de la puerta —dijo Nobby.

—… pero tú tienes que pensar en tu futuro. Y tal como van las cosas, tal vez la Guardia va a tener que buscarse otro capitán. Y va a ser una buena jodienda si al final tiene un apellido como Fuerteenelbrazo, ¿eh?, o Pizarra. Así que tienes que quedar bien.

—¿Y tú nunca has querido ser capitán, Fred?

—¿Yo? ¿Oficial? Yo tengo mi orgullo, Nobby. No tengo nada en contra de oficialear si lo hace quien tenga que hacerlo, pero no es para la gente como yo. Mi sitio está con el hombre de la calle.

—Ojalá estuviera el mío también —dijo Nobby en tono lúgubre—. Mira lo que tenía en mi casilla esta mañana.

Le dio al sargento una tarjeta cuadrada con los bordes dorados.

—«Lady Selachii estará en su casa esta tarde a partir de las cinco y requiere el placer de la compañía de lord de Nobbes» —leyó.

—Oh.

—He oído hablar de esas viejas ricachonas —dijo Nobby, abatido—. Supongo que querrá que le haga de chigoló, ¿verdad?

—Noo, noo —dijo el sargento, contemplando al objeto más improbable de la pasión—. Yo sé de estas cosas por mi tío. «En su casa» es un poco como tomar unas copas. Es donde los pijos os codeáis, Nobby. Tú limítate a beber y a zampar y a hablar de literatura y de las artes.

—No tengo nada de ropa pija —dijo Nobby.

—Ah, esa es la ventaja que tienes tú, Nobby —dijo Colon—. Vale ir con uniforme. De hecho, le da un poco de elegancia. Sobre todo si uno tiene un aspecto arrebatador —continuó, omitiendo el hecho de que Nobby como mucho arrebataba la calderilla ajena.

—¿En serio? —dijo Nobby, alegrándose un poco—. Tengo muchas más invitaciones de esas. Tarjetas pijas que parece que las hayan mordisqueado en los bordes con dientes de oro. Cenas, bailes, toda clase de cosas.

Colon miró a su amigo. Una idea extraña pero persuasiva se infiltró en su mente.

—Bueeeno —dijo—. Es el final de la temporada social, ¿sabes? Se está agotando el tiempo.

—¿Para qué?

—Bueeeno… puede que todas esas señoras estiradas quieran que te cases con sus hijas en edad de merecer…

—¿Cómo?

—A un conde no lo gana nadie más que un duque, y de esos no tenemos ninguno. Ni tampoco rey. El conde de Ankh es lo que se dice un buen partido.

Sí, era más fácil si se lo decía a sí mismo con esas palabras. Si se sustituía «conde de Ankh» por «Nobby Nobbs» no funcionaba. Pero sí que funcionaba cuando uno decía simplemente «conde de Ankh». Había muchas mujeres que estarían felices de ser la suegra del conde de Ankh, aunque eso significara que en el trato entrara Nobby Nobbs. Bueno, alguna habría.

A Nobby le brillaron los ojos.

—Pues no se me había ocurrido —dijo—. ¿Y algunas de esas mozas también tienen algo de dinero?

—Más que tú, Nobby.

—Y por supuesto, le debo a mi posteridad el asegurarme que el linaje de los Nobbs no se extinga —añadió Nobby, pensativo.

Colon le sonrió con la expresión más bien preocupada de un médico loco que le ha puesto tornillos en la cabeza a su paciente, le ha aplicado el relámpago chisporroteante en los electrodos y ahora está observando cómo su creación baja dando tumbos hacia el pueblo.

—Caray —dijo Nobby, ahora con los ojos un poco desenfocados.

—Sí, pero antes de todo eso —dijo Colon—, yo haré todos los comercios de la calle Degolladero y tú haces la calle Chin-chulín y luego ya podemos volver al Yard, con el trabajo hecho y todo arreglado. ¿Vale?

—Buenas tardes, comandante Vimes —dijo Zanahoria, cerrando la puerta tras de sí—. Informa el capitán Zanahoria.

Vimes estaba desplomado en su silla, mirando por la ventana. La niebla volvía a invadirlo todo. El edificio de la ópera ya se veía un poco borroso.

—Hemos, esto, visitado a tantos gólems como hemos podido, señor —dijo Zanahoria, intentando diplomáticamente ver si había una botella en algún lugar de la mesa—. Casi no quedan, señor. Hemos descubierto que once de ellos se han hecho añicos a sí mismos o bien se han serrado las cabezas, y para la hora del almuerzo la gente los estaba destrozando o sacándoles las palabras de la cabeza. No es agradable, señor. Hay trozos de cerámica por toda la ciudad. Es como si la gente estuviera… simplemente esperando la oportunidad. Es extraño, señor. Lo único que hacen es trabajar y ocuparse de sus asuntos y no son ninguna amenaza para nadie. Y algunos de los que se han destrozado a sí mismos han dejado… bueno, notas, señor. Como diciendo que lo sentían y que estaban avergonzados, señor. No paraban de hablar de su barro…

Vimes no respondió.

Zanahoria se inclinó a un lado y hacia abajo, por si acaso había una botella en el suelo.

—Y el delicatessen El Agujero de Tal’Adr ha estado vendiendo rata envenenada. Con arsénico, señor. Les he pedido al sargento Colon y a Nobby que sigan esa pista. Podría ser simplemente una casualidad, pero nunca se sabe.

Vimes se giró. Zanahoria oyó su respiración. Entrecortada y jadeante, como la de un hombre que intentara mantener el control.

—¿Qué nos hemos perdido, capitán? —dijo, con voz distante.

—¿Señor?

—En el dormitorio de su señoría. Está la cama. El escritorio. Las cosas del escritorio. La mesilla de al lado de la cama. La silla. La alfombra. Todo. Lo hemos cambiado todo. Se alimenta de comida. Hemos comprobado la comida, ¿no?

—La despensa entera, señor.

—¿Con que sí? Puede que nos hayamos equivocado ahí. No entiendo cómo, pero puede que nos hayamos equivocado. Hay pruebas durmiendo en el cementerio que así lo sugieren. —Vimes estaba casi gruñendo—. ¿Qué más hay? Culopequeño dice que no tiene marcas en el cuerpo. ¿Qué más hay? Descubramos el cómo y con un poco de suerte eso nos dará el quién.

—Él respira ese aire más que nadie, sen…

—¡Pero lo hemos cambiado de dormitorio! Aunque hubiera alguien, no sé, bombeando veneno en… no podría ponerse en otra habitación sin que nosotros los viéramos. ¡Tiene que ser la comida!

—Yo he visto cómo la probaban, señor.

—¡Entonces es algo que no estamos viendo, maldita sea! ¡Hay gente muerta, capitán! ¡La señora Fácil está muerta!

—¿Quién, señor?

—¿Nunca ha oído hablar de ella?

—Me temo que no, señor. ¿A qué se dedicaba?

—¿A qué se dedicaba? Supongo que a nada. Solamente crió a nueve hijos en un par de habitaciones en las que no te podrías desperezar y cosía camisas por dos peniques la hora, todas las putas horas que le dieron los dioses, y lo único que hacía era trabajar y ocuparse de sus asuntos y ahora está muerta, capitán. Y también su nieto. Edad, catorce meses. ¡Porque su nieta les llevó un poco de comida de palacio! ¡Un pequeño festín para ellos! ¿Y sabes qué? ¡Mildred pensó que iba a detenerla por robo! ¡En el maldito funeral, por todos los dioses! —Vimes abrió y cerró los puños y sus nudillos se vieron blancos—. Ahora han matado a alguien. No es asesinato, no es política, sino que han matado a alguien. ¡Porque no estamos haciendo las malditas preguntas que tendríamos que hacer!

* * *

Se abrió la puerta.

—Oh, buenas tardes, señor —dijo el sargento Colon en tono jovial, tocándose el casco—. Perdone por molestarlo. Ya imagino que está usted ocupado, pero tengo que preguntarle, solamente para eliminarlo de las investigaciones, por así decirlo. ¿Usan tal vez arsénico en su negocio?

—Esto… no dejes al agente ahí fuera de pie, Fanley —dijo una voz nerviosa, y el trabajador se apartó a un lado—. Buenas tardes, agente. ¿En qué podemos ayudarlo?

—Comprobamos el arsénico, señor. Parece que hay arsénico que ha estado metiéndose donde no debía.

—Esto… cielos. ¿En serio? Estoy seguro de que aquí no lo usamos, pero entre mientras les pregunto a los capataces. Estoy seguro de que también hay una tetera llena.

Colon miró detrás de sí. La niebla se estaba levantando. El cielo se estaba poniendo gris.

—¡No le diré que no, señor!

La puerta se cerró detrás de él.

Un momento más tarde se oyó el débil chasquido de los cerrojos.

—Bien —dijo Vimes—. Empecemos de nuevo. Cogió un cucharón imaginario.

—Soy el cocinero. He hecho estas nutritivas gachas que saben a pis de perro. Estoy llenando tres cuencos. Todo el mundo me está mirando. Todos los cuencos han sido bien lavados, ¿verdad? Muy bien. Los catadores se quedan con dos, uno para probarlo y últimamente el otro es para que lo compruebe Culopequeño, y luego un sirviente (ese eres tú, Zanahoria) se queda con el tercero y…

—Lo pongo en el montaplatos, señor. Hay uno que sube a cada habitación.

—Yo creía que los subían por la escalera.

—¿Seis pisos? Se enfriaría todo, señor.

—Muy bien… espera. Hemos ido demasiado lejos. Tienes el cuenco. ¿Lo pones en una bandeja?

—Sí, señor.

—Ponlo en la bandeja, pues.

Zanahoria puso obedientemente el cuenco invisible sobre una bandeja invisible.

—¿Algo más? —dijo Vimes.

—Un trozo de pan, señor. Y comprobamos la hogaza.

—¿Cuchara sopera?

—Sí, señor.

—Bueno, pues no te quedes ahí plantado. Ponlas en su sitio… Zanahoria separó una mano de la bandeja invisible para coger un trozo invisible de pan y una cucharada intangible.

—¿Algo más? —dijo Vimes—. ¿Sal y pimienta?

—Creo que recuerdo saleros y pimenteros, señor.

—Pues vamos con ellos.

Vimes escrutó con ojos de halcón el espacio que había entre las manos de Zanahoria.

—No —dijo—. No habremos pasado eso por alto, ¿verdad? O sea… no nos lo habremos dejado, ¿verdad?

Extendió la mano y cogió un tubo invisible.

—Dime que hemos comprobado la sal —dijo.

—Eso es la pimienta, señor —le avisó Zanahoria.

—¡Sal! ¡Mostaza! ¡Vinagre! ¡Pimienta! —dijo Vimes—. No habremos comprobado toda la comida y luego hemos dejado que su señoría se echara veneno para acomodarla a sus gustos, ¿verdad? El arsénico es un metal. ¿No se pueden hacer… sales de metal? Dime que ya nos lo hemos planteado. No somos tan estúpidos, ¿verdad?

—Lo comprobaré ya mismo —dijo Zanahoria. Miró a su alrededor a la desesperada—. Voy a dejar la bandeja aquí…

—Todavía no —dijo Vimes—. Ya he pasado por esto. No hemos de echar a correr gritando «¡Dame una toalla!» solamente porque hayamos tenido una idea. Sigamos mirando, ¿de acuerdo? La cuchara. ¿De qué está hecha?

—Bien pensado. Comprobaré la cubertería, señor.

—¡Ahora es cuando empezamos a cocinar con carbón! ¿Qué ha estado bebiendo?

—Agua hervida, señor. La hemos probado. Y yo he comprobado los vasos.

—Bien. Así pues… tenemos la bandeja y tú pones la bandeja en el montaplatos, ¿y luego qué?

—Los hombres de la cocina tiran de las sogas y la comida sube hasta el sexto piso.

—¿Sin paradas?

Zanahoria puso cara perpleja.

—Sube seis pisos —continuó Vimes—. No es más que un hueco con un cajón grande dentro que se puede subir y bajar, ¿no? Apuesto a que tiene una puerta en cada piso.

—Algunos de los pisos ya apenas se usan hoy en día, señor…

—Mejor aún para nuestro envenenador, ¿eh? Se queda ahí plantado, tan campante, y espera a que venga la bandeja, ¿verdad? Y no tenemos ni idea de si la comida que llega es la que salió, ¿verdad?

—¡Brillante, señor!

—Pasa por la noche, estoy seguro —dijo Vimes—. Vetinari está más animado por las tardes y a la mañana siguiente lo tenemos consumido del todo. ¿A qué hora le suben la cena?

—Ahora que está malo, sobre las seis de la tarde, señor —dijo Zanahoria—. A esa hora ya está oscuro. Y luego continúa escribiendo.

—Bien. Tenemos mucho que hacer. Venga.

* * *

El patricio estaba sentado en la cama leyendo cuando entró Vimes.

—Ah, Vimes —dijo.

—Su cena estará lista en breve, milord —dijo Vimes—. ¿Y puedo mencionarle otra vez que nuestro trabajo sería mucho más fácil si nos dejara sacarlo del palacio?

—Estoy seguro de que lo sería —dijo lord Vetinari.

Se oyó un traqueteo procedente del montaplatos. Vimes cruzó la sala y abrió las puertas.

Había un enano dentro del cajón. Llevaba un cuchillo entre los dientes y un hacha en cada mano y tenía el ceño fruncido por la feroz concentración.

—Cielos —dijo Vetinari con voz débil—. Confío en que por lo menos hayan traído también algo de mostaza.

—¿Algún problema, agente? —dijo Vimes.

—No, feñó —dijo el enano, irguiéndose y quitándose el cuchillo de la boca—. Muy aburrido todo el rato, señor. Había otras puertas y todas parecían estar sin usar, pero yo las he ido clavando de todas formas tal como me dijo el capitán Zanahoria, señor.

—Bien hecho. Ya puede bajar.

Vimes cerró las puertas. Se oyó más traqueteo mientras el enano iniciaba su descenso.

—Todos los detalles cubiertos, ¿eh, Vimes?

—Eso espero, señor.

El cajón volvió a subir, con una bandeja dentro. Vimes la sacó.

—¿Qué es esto?

—Una de guindilla klatchiana sin anchoas —dijo Vimes, levantando la tapa—. La hemos traído del Tugurio de la Pizza de Ron que hay a la vuelta de la esquina. Tal como yo lo veo, nadie puede envenenar toda la comida de la ciudad. Y los cubiertos son de mi casa.

—Tiene usted la mente de un verdadero policía, Vimes.

—Gracias, señor.

—¿De veras? ¿Era un cumplido?

El patricio pinchó el plato con el tenedor con todo el aire de un explorador en un país extraño.

—¿Acaso alguien se ha comido esto ya, Vimes?

—No, señor. Es que cortan la comida así, señor.

—Ah, ya veo. Creí que tal vez los catadores se estaban volviendo demasiado entusiastas —dijo el patricio—. Caramba. Menuda exquisitez me espera.

—Veo que ya se encuentra mejor, señor —dijo Vimes, incómodo.

—Gracias, Vimes.

Después de que Vimes se fuera, lord Vetinari se comió la pizza, o por lo menos las partes de ella que pensó que podía reconocer. Luego apartó a un lado la bandeja y apagó la vela que tenía junto a la cama. Se quedó un momento sentado a oscuras y luego palpó debajo de su almohada hasta que su dedo encontró un pequeño cuchillo afilado y una caja de cerillas.

Gracias a los dioses por Vimes. Había algo simpático en su eficacia desesperada, ardiente y por encima de todo equivocada. Si el pobre hombre tardaba un poco más habría que empezar a darle pistas.

* * *

En la oficina central Zanahoria estaba sentado a solas, mirando a Dorfl.

El gólem estaba allí donde lo habían dejado. Alguien le había colgado un trapo del brazo. La parte superior de su cabeza seguía abierta.

Zanahoria se pasó un rato con la barbilla apoyada en la mano, simplemente mirando. Luego abrió un cajón del escritorio y sacó el chem de Dorfl. Lo examinó. Se puso de pie. Caminó hasta el gólem. Y le puso las palabras en la cabeza.

Una luz naranja fue ganando intensidad en los ojos de Dorfl. Lo que antes era arcilla cocida adoptó esa levísima aura que señalaba el cambio entre lo vivo y lo muerto.

Zanahoria encontró la pizarra y el lápiz del gólem y se los puso en la mano a Dorfl. Entonces dio un paso atrás.

La mirada ardiente lo siguió mientras se quitaba el cinturón de la espada, se desabrochaba la coraza, se sacaba el jubón y por fin la camisa de lana sin mangas por la cabeza.

El resplandor se reflejó en sus músculos. Estos brillaban a la luz de las velas.

—Desarmado —dijo Zanahoria—. No llevo coraza. ¿Lo ves? Ahora escúchame…

Dorfl se abalanzó hacia delante y levantó un puño.

Zanahoria no se movió.

El puño se detuvo a un pelo de los ojos impávidos de Zanahoria.

—Ya me parecía que no podrías —dijo, mientras el gólem volvía a balancear el brazo y su puño se detenía abruptamente a una fracción de centímetro del estómago de Zanahoria—. Pero tarde o temprano tendrás que hablar conmigo. Escribir, quiero decir.

Dorfl hizo una pausa. Cogió el lápiz de la pizarra.

¡SÁCAME LAS PALABRAS!

—Háblame del gólem que ha matado gente. El lápiz no se movió.

—Los demás se han matado a sí mismos —dijo Zanahoria.

LO SÉ.

—¿Y cómo lo sabes?

El gólem se lo quedó mirando. Luego escribió:

BARRO DE MI BARRO.

—¿Sientes lo que sienten los demás gólems? —dijo Zanahoria. Dorfl asintió.

—Y la gente está matando gólems —dijo Zanahoria—. No sé si puedo detener eso. Pero lo puedo intentar. Creo que sé lo que está pasando, Dorfl. En parte. Creo que sé a quién estabais siguiendo. Barro de vuestro barro. Que os avergonzaba a todos. Algo salió mal. Intentasteis arreglarlo. Creo… que todos estabais llenos de esperanzas. Pero las palabras de vuestras cabezas os derrotan todo el tiempo.

El gólem permaneció inmóvil.

—Le vendisteis, ¿verdad? —dijo Zanahoria en voz baja—. ¿Por qué?

Las palabras fueron escritas apresuradamente.

LOS GÓLEMS DEBEN TENER AMO.

—¿Por qué? ¿Porque lo digan las palabras?

¡LOS GÓLEMS DEBEN TENER AMO!

Zanahoria suspiró. Los hombres debían respirar, los peces debían nadar, los gólems debían tener amo.

—No sé si puedo solucionar esto, pero nadie más lo va a intentar, créeme —dijo. Dorfl no se movió.

Zanahoria regresó a donde estaba antes.

—Me pregunto si el viejo sacerdote y el señor Hopkinson hicieron algo… o si ayudaron a hacer algo —dijo, observando la cara del gólem—. Me pregunto si… después… algo se volvió en contra de ellos, si encontró que el mundo era un poco demasiado…

Dorfl permaneció impasible.

Zanahoria asintió.

—En todo caso, eres libre de irte. Lo que pase ahora depende de ti. Yo te ayudaré si puedo. Si un gólem es solo una cosa entonces no puede cometer asesinatos, y yo seguiré intentando descubrir por qué está pasando todo esto. Si los gólems podéis cometer asesinatos, entonces sois personas, y lo que se os está haciendo es terrible y hay que detenerlo. En cualquier caso tú ganas, Dorfl. —Le dio la espalda y removió los papeles de su mesa—. El gran problema —añadió— es que todo el mundo quiere que haya alguien que le lea la mente y luego haga que el mundo funcione como debería. Hasta los gólems, quizá.

Se giró para dar la cara al gólem.

—Sé que tenéis un secreto. Pero tal como van las cosas, no quedará ninguno de vosotros para contarlo. Miró esperanzado a Dorfl.

NO. BARRO DE MI BARRO. NO TRAICIONARÉ .

Zanahoria suspiró.

—Bueno, no te obligaré. —Sonrió—. Aunque, ¿sabes?, podría hacerlo. Podría añadir unas cuantas palabras a tu chem. Decirte que fueras locuaz.

Las llamas se elevaron en los ojos de Dorfl.

—Pero no lo haré. Porque eso sería inhumano. Tú no has asesinado a nadie. No puedo despojarte de tu libertad porque no tienes ninguna. Así que vete. Puedes irte. No es que yo no sepa dónde vives.

TRABAJARESVIVIR.

—¿Qué es lo que quieren los gólems, Dorfl? Os he visto caminar por las calles y trabajar todo el tiempo, ¿pero qué es lo que realmente deseáis conseguir?

El lápiz escribió en la pizarra.

DESCANSO.

Entonces Dorfl dio media vuelta y salió del edificio.

—¡Mierda! —dijo Zanahoria, una difícil hazaña lingüística. Tamborileó con los dedos sobre el escritorio, luego se levantó de golpe, se volvió a poner la ropa y recorrió con paso airado el pasillo en busca de Angua.

La encontró apoyada en la pared del despacho de la cabo Culopequeño, hablando con la enana.

—He mandado a Dorfl a su casa —dijo Zanahoria.

—¿Tiene casa? —preguntó Angua.

—Bueno, de vuelta al matadero. Pero probablemente no sea un buen momento para que un gólem vaya solo por ahí, así que voy a caminar un rato detrás de él y echarle un… ¿Se encuentra bien, cabo Culopequeño?

—Sí, señor —dijo Jovielle.

—Lleva puesto un… un… un… —La mente de Zanahoria se rebeló al pensar en lo que llevaba puesto la enana y finalmente se decidió por: —¿Un kilt?

—Sí, señor. Una falda, señor. De cuero, señor.

Zanahoria intentó encontrar una respuesta adecuada y tuvo que recurrir a:

—Oh.

—Yo voy contigo —dijo Angua—. Jovielle puede estar al tanto de la mesa.

—Un… kilt —dijo Zanahoria—. Oh. Bueno, ejem… tenga un ojo puesto en las cosas. No tardaremos. Y… esto… quédese detrás de la mesa, ¿de acuerdo?

Vamos —dijo Angua.

Cuando salieron a la niebla, Zanahoria dijo:

—¿No te parece que hay algo un poco… raro en Culopequeño?

—A mí me parece una enana perfectamente normal —dijo Angua.

¿Enana? ¿Él te ha dicho que es una enana?

—Ella —lo corrigió Angua—. Esto es Ankh-Morpork, ¿sabes? Tenemos pronombres extra por aquí.

Angua pudo oler su desconcierto. Por supuesto, todo el mundo sabía que, en algún lugar bajo todas aquellas capas de cuero y cota de malla, los enanos venían en suficientes formas distintas como para asegurar la producción futura de más enanos, pero no era una cuestión que los enanos discutieran más que en aquellos momentos esenciales del cortejo donde de otra forma podían darse situaciones vergonzosas.

—Bueno, en mi opinión podría haber tenido la decencia de callárselo para ella —dijo Zanahoria por fin—. O sea, no tengo nada contra las hembras. Estoy bastante seguro de que mi madrastra lo es. Pero no me parece muy inteligente, ¿sabes?, ir por ahí llamando la atención sobre el hecho.

—Zanahoria, creo que te pasa algo en la cabeza —dijo Angua.

—¿Cómo?

—Creo que la debes de tener metida en el culo. O sea, ¡por los dioses! Un poco de maquillaje y un vestido y ya actúas como si se hubiera convertido en la señorita Va Va Voom y estuviera bailando sobre las mesas en el club La Mofeta.

Hubo unos segundos de silencio escandalizado mientras los dos se planteaban la imagen de una bailarina de striptease enana. Las dos mentes se rebelaron.

—De todas formas —dijo Angua—, si la gente no puede ser ella misma en Ankh-Morpork, ¿dónde lo va a ser?

—Habrá problemas cuando se den cuenta los demás enanos —dijo Zanahoria—. Casi le he visto las rodillas al tipo. A la tipa.

—Todo el mundo tiene rodillas.

—Tal vez, pero ir alardeando de ellas es buscarse problemas. O sea, yo mismo estoy acostumbrado a las rodillas. Yo puedo mirar unas rodillas y pensar: «Oh, sí, rodillas, no son más que bisagras de las piernas», pero algunos de los muchachos…

Angua olisqueó el aire.

—Ha girado a la izquierda por aquí. ¿Algunos de los muchachos qué?

—Bueno… no sé cómo reaccionarán, eso es todo. No tendrías que haberla alentado. Es decir, por supuesto que existen enanas, pero… me refiero a que tienen la decencia de esconderlo.

Oyó tragar saliva a Angua. Su voz sonó bastante lejana cuando dijo:

—Zanahoria, sabes que siempre he respetado tu actitud hacia los ciudadanos de Ankh-Morpork.

—¿Sí?

—Y me ha impresionado la forma en que realmente pareces ser ciego a cuestiones como la forma y el color.

—¿Sí?

—Y siempre parece que te importa la gente.

—¿Sí?

—Y sabes que siento un afecto considerable por ti.

—¿Sí?

—Es solamente que, a veces…

—¿Sí?

—De verdad, de verdad, de verdad que me pregunto por qué.

* * *

Los carruajes aparcados se apretujaban delante de la mansión de lady Selachii cuando el cabo Nobbs llegó paseando por la entrada para coches. Llamó a la puerta. Un lacayo abrió.

—Por la entrada del servicio —dijo el lacayo, e intentó volver a cerrar la puerta.

Pero el pie extendido hacia delante de Nobby estaba preparado para aquello.

—Lee esto —dijo, enseñándole dos trozos de papel.

El primero decía:

Yo, después de escuchar el juicio de numerosos expertos, incluyendo a la señora Slipdry la comadrona, certifico que el balance de las probabilidades indica que el portador de este documento, C.W. St. John Nobbs, es un ser humano.

Firmado,

Lord Vetinari

El otro era la carta de Dragón Rey de Armas.

Los ojos del lacayo se abrieron como platos.

—Oh, lo siento muchísimo, milord —dijo. Volvió a mirar al cabo Nobbs. Nobby estaba recién afeitado (o por lo menos, lo había estado la última vez que se afeitó), pero su cara estaba tan llena de pequeños accidentes topológicos que parecía un ejemplo muy malo de agricultura de tala y quema—. Oh, cielos —añadió el lacayo. Recobró la compostura—. Por lo general los demás visitantes se limitan a presentar sus cartas.

Nobby sacó una baraja gastada.

—Probablemente esté ocupado codeándome durante un rato —dijo—. Pero después no me importaría jugar unas partidas de Mutilar a Doña Cebolla, si quieres.

El lacayo lo miró de arriba abajo. No sacó mucho en claro. Había oído rumores —¿y quién no?— de que el legítimo heredero de la corona de Ankh-Morpork estaba trabajando en la guardia. Y tuvo que admitir que, si uno quisiera esconder a un heredero secreto a la corona, no se lo podía esconder con mayor meticulosidad que bajo la cara de C.W. St. J. Nobbs.

Por otro lado… el lacayo tenía alma de historiador, y sabía que durante su larga historia el mismísimo trono había estado ocupado por criaturas que habían sido jorobadas, tuertas, que habían arrastrado los nudillos por el suelo y que eran feas como un demonio. Partiendo de aquella base, Nobby era tan regio como el que más. Si técnicamente hablando no era jorobado, se debía a que también tenía jorobas por delante y por los lados. Podía llegar el momento, pensó el lacayo, en que valiera la pena subirse al carro de una estrella, aunque dicha estrella fuera una enana roja.

—¿Nunca ha asistido a uno de estos eventos, milord? —dijo.

—Es la primera vez —dijo Nobby.

—Estoy seguro de que la sangre de su señoría estará a la altura de las circunstancias —dijo el lacayo sin mucha convicción.

* * *

«Voy a tener que irme —pensó Angua mientras caminaban deprisa entre la niebla—. No puedo seguir viviendo de un mes para el siguiente».

«No es que él no sea agradable. Es imposible conocer a un hombre más atento».

«Es eso precisamente. Se preocupa por todo el mundo. Se preocupa por todo. Se preocupa indiscriminadamente. Lo sabe todo de todo el mundo porque le interesa todo el mundo, y su preocupación siempre es general y nunca personal. Él no piensa que personal sea lo mismo que importante».

«Ojalá tuviera alguna cualidad humana decente, como el egoísmo».

«Estoy segura de que él no lo ve así, pero salta a la vista que lo de que yo sea una mujer loba le angustia por dentro. Le preocupan las cosas que la gente dice a mis espaldas, y no sabe cómo enfrentarse a ellas».

«¿Qué fue lo que dijeron aquellos enanos el otro día? Uno dijo algo del estilo: "Se la ve apurada", y el otro dijo: "Sí, apurada por comer". Y vi la expresión de él. Yo puedo aguantar esa clase de cosas… bueno, casi todo el tiempo… pero él no. Ojalá le diera una tunda a alguien. No serviría de nada pero por lo menos se sentiría mejor».

«La cosa irá a peor. En el mejor de los casos me pillarán en algún corral, y entonces sí que se armará una buena. O me pillarán en la habitación de alguien…».

Intentó bloquear aquella idea pero no pudo. Al licántropo se lo podía controlar, pero no se lo podía domesticar.

«Es la ciudad. Demasiada gente, demasiados olores…».

«Tal vez funcionaría si estuviéramos a solas en alguna parte, pero si yo le dijera "o yo o la ciudad", él ni siquiera pensaría que hubiera elección».

«Tarde o temprano me tengo que ir a casa. Es lo mejor para él».

* * *

Vimes regresó caminando por la húmeda noche. Sabía que estaba demasiado furioso para pensar como era debido.

No había llegado a ninguna parte, y eso que el viaje había sido largo. Tenía datos a punta pala y había dado todos los pasos lógicos y correctos, y delante de alguien, en alguna parte, estaba quedando como un tonto.

Probablemente ya estuviera quedando como un tonto delante de Zanahoria. Se había dedicado a tener ideas brillantes —ideas genuinas de policía— y todas habían acabado siendo chorradas. Había intimidado y gritado y hecho todo lo que había que hacer y nada había funcionado. No habían descubierto nada. Solamente habían aumentado su volumen de ignorancia.

El fantasma de la vieja señora Fácil se incorporó en su imaginación. No recordaba gran cosa de ella. Él no había sido más que otro niño mocoso en medio de una multitud de niños mocosos, y ella no había sido más que otra cara preocupada por encima de un delantal. Una de las habitantes de la calle Cockbill. Que cogía trabajos de costura para llegar a fin de mes y mantenía las apariencias y, como el resto de la gente de la calle, se había arrastrado por la vida sin pedir nunca nada y recibiendo todavía menos.

¿Qué otra cosa podía haber hecho? Si casi habían arrancado el maldito papel de las par…

Se detuvo.

Las dos habitaciones tenían el mismo papel de pared. Y todas las habitaciones de la misma planta. Aquel papel verde espantoso.

Pero… no, no podía ser. Vetinari llevaba años durmiendo en aquella habitación, si es que dormía alguna vez. No se podía entrar en secreto y redecorar el lugar sin que alguien se enterase.

Delante de él, la cortina de la niebla se apartó. Pudo vislumbrar un cuarto iluminado por las velas de un edificio cercano antes de que la nube regresara.

La niebla. Sí. Humedad. Infiltrándose, frotándose contra el papel de pared. Aquel papel de pared viejo, polvoriento y mohoso…

¿Habría analizado Jovial aquel papel de pared? Al fin y al cabo, en cierta forma era invisible. No estaba en la habitación porque definía lo que la habitación era. ¿De verdad podían envenenar a alguien las paredes?

Apenas se atrevía a pensar en aquello. Si dejaba que su mente se asentara sobre aquella sospecha, esta se retorcería y se alejaría volando, como todas las demás.

Pero… esta era la buena, le dijo su alma secreta. Todo el tejemaneje de siempre con los sospechosos y las pistas… servía únicamente para mantener al cuerpo entretenido mientras la parte de atrás del cerebro trabajaba por su cuenta. Todos los polis de verdad sabían que no se iban por ahí buscando pistas para poder averiguar quién lo había hecho. No, en realidad se empezaba con una idea bastante clara de quién lo había hecho. De esta forma se sabía qué pistas buscar.

No iba a tener otro día de desconcierto intercalado con ideas desesperadamente brillantes, ¿verdad? Ya era bastante malo mirar la expresión del cabo Culopequeño, que parecía estar volviéndose un poco más colorida cada vez que la miraba.

Él le había dicho:

—Ah, el arsénico es un metal, ¿verdad? Así que tal vez la cubertería esté hecha de arsénico.

Y no se le olvidaría la cara que había puesto el enano mientras intentaba explicarle que sí, que tal vez sería posible hacer aquello, siempre y cuando se estuviera seguro de que nadie se iba a dar cuenta de que la cuchara se disolvía en la sopa casi al instante.

Esta vez iba a pensar primero.

* * *

—¡El conde de Ankh, el honorable lord cabo C.W. St. J. Nobbs!

El bisbiseo de las conversaciones se detuvo. Las cabezas se giraron. En medio de la concurrencia alguien se echó a reír y sus vecinos le chistaron de inmediato para que se callara.

Lady Selachii se adelantó. Era una mujer alta y angulosa, con los rasgos afilados y la nariz aguileña que constituían el sello distintivo de la familia. Daba la impresión de que alguien te estaba lanzando un hacha.

Y entonces la dama hizo una reverencia.

A su alrededor hubo gritos ahogados de sorpresa, pero ella fulminó con la mirada a los invitados y se produjeron algunas reverencias e inclinaciones más. En alguna parte al fondo de la sala alguien empezó a decir:

—Pero si ese hombre es un palurdo total… —Y lo hicieron callar.

—¿A alguien se le ha caído algo? —preguntó Nobby, nervioso—. Yo os ayudo a buscar, si queréis.

El lacayo apareció a su lado, con una bandeja en la mano.

—¿Quiere beber algo, milord? —solicitó.

—Sí, vale, una pinta de Winkles —dijo Nobby.

Hubo caras de pasmo. Pero lady Selachii salvó la situación.

—¿Winkles? —dijo.

—Es un tipo de cerveza, milady —aclaró el lacayo.

La dama solamente vaciló un momento.

—Creo que el mayordomo bebe cerveza —dijo—. Encárgate de ello, hombre. Y yo también tomaré una pinta de Winkles. Qué idea tan original.

Aquello tuvo cierto efecto entre aquellos invitados que sabían en qué lado de la galletita salada se extendía su paté.

—¡Por supuesto! ¡Una sugerencia excelente! ¡Una pinta de Winkles para mí también!

—¡Jojó! ¡Genial! ¡Winkles para mí!

—¡Winkles para todos!

—Pero si ese hombre es un cepo…

—¡Que te calles!

* * *

Vimes cruzó el Puente de Latón con cuidado, contando los hipopótamos. Había una novena silueta, pero estaba apoyada en el parapeto y murmurando para sí misma de forma familiar y, al menos para Vimes, nada amenazadora. Los vagos movimientos del aire proyectaban hacia él un olor todavía más fuerte que el del río. Un olor que proclamaba que delante de Vimes había alguien que estaba como una regadera.

—… Quesejoda quesejoda se lo dije, ¿ponlo de pie y quita la punta? ¡Mano de milenio y gamba! Se lo dije, anda que no, ¿y acaso me pinchan…?

—Buenas tardes, Ron —dijo Vimes, sin molestarse siquiera en mirar a la figura.

Viejo Apestoso Ron echó a caminar detrás de él.

—Quesejodan me han quitado de en medio ya lo creo…

—Sí, Ron —dijo Vimes.

—… Y gamba… quesejodan, digo yo, pon el pan en el lado de la mantequilla… Dice la Reina Moíly que vigile sus espaldas, caballero.

—¿Cómo dices?

—¡Y a freído! —dijo Viejo Apestoso Ron en tono inocente—. ¡Que les pongan a todos pantalones, me han dejado fuera, ellos y su enorme comadreja!

El mendigo dio la vuelta con movimientos bamboleantes y, arrastrando el borde del abrigo inmundo por el suelo, se adentró cojeando en la niebla. Su perrillo iba trotando delante de él.

La sala del servicio era un pandemónium.

—¿Más Winkles Old Peculiar? —ofreció el mayordomo.

—¡Otras ciento cuatro pintas! —dijo el lacayo.

El mayordomo se encogió de hombros.

—Harry, Sid, Rob y Jeffrey… ¡coged dos bandejas cada uno y bajad otra vez a La Cabeza del Rey ahora mismo! ¿Qué más está haciendo?

—Bueno, se supone que tenían una lectura de poesía, pero él se está dedicando a contarles chistes.

—¿Anécdotas?

—No exactamente.

* * *

Era asombroso que pudiera lloviznar y haber niebla a la vez. El viento se dedicaba a meter ambas cosas por la ventana abierta, y Vimes se vio obligado a cerrarla. Encendió las velas que tenía junto a la mesa y abrió su cuaderno.

Probablemente debería usar el organizador demoníaco, pero le gustaba ver las cosas escritas bien claras y llanas. Pensaba mejor cuando apuntaba las cosas.

Escribió «Arsénico» y rodeó la palabra con un círculo. Alrededor del círculo escribió: «Uñas del padre Tubelcek» y «Ratas» y «Vetinari» y «Señora Fácil». Más abajo escribió: «Gólems» y trazó un segundo círculo. Alrededor de este escribió: «¿Padre Tubelcek?» y «¿Señor Hopkinson?». Después de pensarlo un poco añadió: «Arcilla robada» y «Grog».

Y luego: «¿Por qué un gólem confesaría algo que no hizo?».

Miró un momento la luz de la vela y luego escribió: «Las ratas comen cosas».

Pasó más tiempo.

«¿Qué tiene el sacerdote que todo el mundo quiere?». Del piso de abajo vino un ruido de armaduras cuando entró una patrulla. Un cabo gritó.

«Palabras —escribió Vimes—. ¿Qué tenía el señor Hopkinson? ¿Pan de los enanos? —* No robado. ¿Qué más tenía?».

Vimes también se quedó mirando aquello y luego escribió: «Panadería». Miró un rato la palabra, la borró y la reemplazó por «¿Horno?». Trazó un círculo alrededor de «¿Horno?» y un círculo alrededor de «Arcilla robada» y unió ambos.

Había habido arsénico debajo de las uñas del viejo sacerdote. ¿Tal vez había echado veneno para las ratas? El arsénico se usaba para muchas cosas. Era algo que se podía comprar a peso en cualquier alquimista.

Escribió «Monstruo de Arsénico» y fijó allí la mirada. Debajo de las uñas se encontraba suciedad. Si alguien había ofrecido resistencia se podía encontrar sangre o piel. No se encontraban grasa y arsénico.

Volvió a mirar la página y, después de pensar todavía más, escribió: «Los gólems no están vivos. Pero creen que sí. ¿Qué hacen las cosas que están vivas? —». Resp… Respiran, comen, cagan». Hizo una pausa, contemplando la niebla, y luego escribió con mucha cautela: «Y crean más cosas».

Algo le produjo un cosquilleo en la nuca.

Trazó un círculo alrededor del nombre del difunto Hopkin-son y luego una línea que bajaba por la página hasta otro círculo, en el que escribió: «Tenía un horno grande».

Hum. Jovial había dicho que no se podía cocer bien la arcilla en un horno para el pan. Pero tal vez se podía cocer mal.

Volvió a mirar la luz de la vela.

No podían hacer algo así, ¿verdad? Oh, dioses… No, seguro que no…

Pero al fin y al cabo, lo único que hacía falta era barro. Y un religioso que supiera escribir las palabras. Y alguien que esculpiera el cuerpo, supuso Vimes, pero los gólems habían tenido cientos y cientos de años para aprender a usar bien las manos…

Aquellas manos enormes. Las que tenían tanto aspecto de puños.

Y luego lo primero que querrían hacer sería destruir las pruebas, ¿verdad? Probablemente ellos no lo considerarían matar, sino algo más parecido a apagar.

Trazó otro círculo más bien deforme sobre sus apuntes.

Grog. Arcilla vieja cocida, machacada bien fina.

Habían añadido un poco de su propia arcilla. Dorfl tenía un pie nuevo, ¿verdad? No se lo había fabricado bien del todo. Habían puesto partes de sí mismos para hacer un gólem nuevo.

Todo aquello sonaba… bueno, Nobby diría que era una ascosidad. Vimes no sabía qué decir. Le sonaba como el estilo de cosa que haría una sociedad secreta. «Barro de mi barro». Mi propia carne y sangre…

Malditos gigantones. ¡Imitando a sus dueños!

Vimes bostezó. Sueño. Mejor que se fuera a dormir un poco. O algo.

Se quedó mirando la página. Su mano descendió con gesto automático al último cajón de su mesa, como siempre que estaba preocupado y trataba de pensar. No es que últimamente hubiera jamás una botella allí, pero las viejas costumbres costaban de…

Se oyó un suave ching de cristal y el ruidito seductor del líquido al agitarse.

La mano de Vimes reapareció con una gruesa botella. La etiqueta decía: «Destilerías Abrazodeoso: El MacAbro, hecho con la mejor malta».

El líquido de dentro casi trepaba de emoción por las paredes de cristal.

Vimes la miró fijamente. Había metido la mano en el cajón para coger la botella de whisky y allí estaba.

Pero no tendría que estar. Sabía que Zanahoria y Fred Colon mantenían un ojo puesto en él, pero no había comprado ni una botella desde que se casó porque se lo había prometido a Sybil, ¿verdad…?

Pero aquel no era un matarratas cualquiera. Aquello era El MacAbro…

Lo había probado una vez. Ahora no se acordaba de cómo, ya que en aquella época todo el licor que bebía solía tener la sutileza de un mazazo en el oído interno. Debió de conseguir el dinero de alguna manera. Solamente olerlo había sido como la Noche de la vigilia de los cerdos. Solamente olerlo…

* * *

—Y entonces ella dijo: «¡Qué raro… anoche no hizo lo mismo!» —dijo el cabo Nobbs.

Se quedó mirando a los presentes con una sonrisa.

Hubo silencio. Luego alguien en la multitud se echó a reír, con una de esas risas inseguras con que se ríe alguien que no está seguro de que no lo vayan a hacer callar los que están a su alrededor. Otro hombre se rió. Luego lo captaron dos más. Por fin el grupo entero estalló en carcajadas.

Nobby se regodeó.

—Luego me sé el del klatchiano que entra en un bar con un piano diminuto… —empezó a decir.

—Creo —dijo lady Selachii en tono firme— que el bufet está listo.

—¿Tiene manitas de cerdo? —dijo Nobby en tono jovial—. Siempre queda bien con la Winkles, un plato de manitas de cerdo.

—No acostumbro a comer extremidades —dijo lady Selachii.

—Un bocadillo de manitas de cerdo… ¿Nunca ha probado las manitas? Es lo mejor que hay —aseguró Nobby.

—¿Tal vez… no sea… la comida más delicada? —dijo lady Selachii.

—Oh, se le pueden cortas las duricias —dijo Nobby—. Hasta las uñas, si uno tiene el día pijo.

* * *

El sargento Colon abrió los ojos y gimió. Le dolía la cabeza. Le habían golpeado con algo. Debía de haber sido una pared.

También lo habían atado. Estaba amarrado de manos y pies.

Parecía estar tumbado a oscuras en un suelo de madera. El aire olía a grasa, lo cual resultaba familiar y al mismo tiempo molestamente irreconocible.

Mientras se le acostumbraban los ojos a la oscuridad pudo distinguir unas líneas muy tenues de luz, como las que podían perfilar una puerta. También oyó voces.

Intentó ponerse de rodillas y gimió mientras le crepitaba más dolor en la cabeza.

Cuando la gente te ataba era mala señal. Por supuesto, era mucho mejor señal que cuando te mataban, pero también podía significar que te estaban guardando para matarte más tarde.

Antes aquellas cosas no pasaban nunca, se dijo. En los viejos tiempos, si pillabas a alguien robando, prácticamente le dejabas la puerta abierta para que se escapara. Así era como volvías a casa de una pieza.

Ayudándose del ángulo que quedaba entre una pared y una caja enorme consiguió ponerse de pie. No era una gran mejora respecto a su posición inicial, pero tras esperar a que se desvaneciese el trueno de su cabeza pudo ir dando saltitos torpes hacia la puerta. Seguía habiendo voces al otro lado.

El sargento Colon no era el único que tenía problemas.

—¡… payaso! ¿Para esto me traes aquí? ¡En la Guardia hay una mujer loba! A-já. No una de esas abominaciones. ¡Una bimórfica completa! ¡Si tiraras una moneda, podría oler de qué lado cae!

—¿Y si lo matamos y nos llevamos su cuerpo?

—¿Crees que ella no podría oler la diferencia entre un cadáver y un cuerpo vivo?

El sargento Colon dejó escapar un débil gemido.

—Esto, podríamos llevarlo a otra parte aprovechando la niebla…

—Y también pueden oler el miedo, idiota. A-já. ¿Por qué no podías dejarle que echara un vistazo? ¿Qué iba a encontrar? Conozco a ese poli. Es un cobarde viejo y gordo con el cerebro de, a-já, un cerdo. Apesta a miedo todo el tiempo.

El sargento Colon confió en no empezar a apestar a otra cosa en cualquier momento.

—Manda a Meshugah a por él, a-já.

—¿Está seguro? Se está poniendo muy raro. Se va a dar vueltas por ahí y grita en medio de la noche, y se supone que no tendrían que hacer eso. Y se está resquebrajando todo. No me extraña que los memos de los gólems no hagan las cosas bie…

—Todo el mundo sabe que no se puede confiar en los gólems. A-já. ¡Hazlo!

—He oído que Vimes está…

—¡Ya me he encargado yo de Vimes!

Colon se apartó de la puerta lo más silenciosamente que pudo. No tenía ni la más remota idea de qué era aquella cosa llamada Meshugah que habían hecho los gólems, aunque daba la impresión de que era buena idea estar donde la cosa no estuviera.

Bien, si fuera un tipo lleno de recursos como Sam Vimes o el capitán Zanahoria, encontraría… un clavo o algo para cortar aquellas cuerdas, ¿no? Estaban prietas de verdad, y se le clavaban en las muñecas de tan fina que era la cuerda: poco más que un cordel enrollado y anudado muchas veces. Si pudiera encontrar algo donde frotarlo…

Pero por desgracia, y en contra de todo sentido común, a veces la gente arrojaba de forma desconsiderada a sus enemigos maniatados dentro de cuartos completamente desprovistos de clavos, útiles puntas afiladas de piedra, trozos de cristal roto o ni siquiera, en casos extremos, suficientes piezas de chatarra vieja o herramientas como para construir un coche blindado totalmente funcional.

Logró ponerse otra vez de rodillas y avanzó por los tablones. Hasta una astilla le serviría. Un pedazo de metal. Una puerta abierta de par en par con un letrero que dijera LIBERTAD. Se conformaba con cualquier cosa.

Lo que encontró fue un pequeño círculo de luz en el suelo.

Un nudo de la madera se había desprendido hacía tiempo y la luz, una luz anaranjada y débil, se colaba a través de él.

Colon se inclinó y pegó el ojo al agujero. Por desgracia aquello también acercó su nariz a una distancia similar.

El hedor era atroz.

Tenía un matiz acuoso, o por lo menos líquido. Debía de encontrarse encima de uno de los numerosos arroyos que cruzaban la ciudad, aunque por supuesto hacía siglos que se había construido sobre ellos y ahora se usaban —si es que alguien se acordaba siquiera de su existencia— para aquellos fines que la humanidad siempre había dado al agua limpia y fresca, p.e., volverla tan turbia e imbebible como fuera posible. Y aquella fluía por debajo de los mercados de ganado. El olor a amoníaco se clavó en los senos nasales de Colon como un taladro.

Y aun así, allí abajo había luz.

Contuvo la respiración y echó otro vistazo.

A un par de pies por debajo de él había una pequeña balsa. Sobre la misma había media docena de ratas pulcramente colocadas y también ardía un cabo diminuto de vela.

Un bote de remos minúsculos penetró en su campo de visión. Cargaba una rata en el fondo, y sentado a los remos en el centro de la embarcación pudo ver a…

—¿Pequeño Loco Arthur?

El gnomo levantó la vista.

—¿Quién hay ahí?

—¡Soy yo, tu gran amigo Fred Colon! ¿Puedes echarme una mano?

—¿Qué estás haciendo ahí arriba?

—¡Estoy todo atado y me van a matar! ¿Por qué huele tan mal?

—Es el viejo arroyo Cockbill. Todos los corrales del ganado fluyen en él. —Pequeño Loco Arthur sonrió—. ¿No notas cómo le sienta de maravilla a tus conductos? Puedes llamarme el Rey del Río de Oro, ¿eh?

—¡Me van a matar, Arthur! ¡Y tú ahí meándote de risa!

—¡Ajá, ese es bueno!

Varias células desesperadas centellearon en la mente de Colon.

—He estado siguiendo el rastro a esos tipos que te envenenaron las ratas —dijo.

—¡El Gremio de Cazadores de Ratas! —gruñó Arthur, a punto de dejar caer un remo—. Ya sabía yo que eran ellos, ¿verdad? ¡Aquí es donde cazo las ratas! ¡Y esto está lleno hasta arriba de ellas, más muertas que un fiambre!

—¡Exacto! ¡Y tengo que darle sus nombres al comandante Vimes! ¡En persona! ¡Con todos mis brazos y piernas! ¡Es muy quisquilloso con esas cosas!

—¿Sabes que estás encima de una trampilla? —preguntó Arthur—. Espera justo ahí.

Arthur se alejó remando. Colon rodó por el suelo. Al cabo de un rato se oyó un ruido de algo que rascaba en las paredes y entonces alguien le dio una patada en la oreja.

—¡Au!

—¿Habrá algo de dinero en esto? —dijo Pequeño Loco Arthur, sosteniendo en alto su cabo de vela. Era muy pequeña, como las que se ponen en el pastel de cumpleaños de los niños.

—¿Qué pasa con tu deber ciudadano?

—Vale, o sea que no hay pasta en esto.

—¡Mucha! ¡Lo prometo! ¡Ahora desátame!

—Pero si han usado cordel —dijo Arthur, desde algún lugar cerca de las manos de Colon—. Nada de soga como es debido.

Colon notó las manos libres, aunque seguía sintiendo presión alrededor de las muñecas.

—¿Dónde está la trampilla? —preguntó.

—Estás encima. Va bien para tirar cosas. No parece que la hayan usado en años, desde abajo. ¡Eh, últimamente estoy encontrando ratas muertas ahí abajo a punta pala! ¡Tan gordas como tu cabeza y el doble de muertas! ¡Y yo que creía que las que cogí para Tal’Adr. eran un poquillo lentas!

Se oyó el sonido de una cuerda tensa al soltarse y las piernas de Colon quedaron libres. Se incorporó con cautela e intentó reanimárselas dándose un masaje.

—¿Hay alguna otra salida? —preguntó.

—Para mí muchas, pero ninguna para un estúpido grandullón como tú —dijo Pequeño Loco Arthur—. Vas a tener que salir nadando.

—¿Quieres que me tire ahí dentro?

—No te preocupes, no te puedes ahogar.

—¿Estás seguro?

—Sí. Pero te puedes asfixiar. ¿Sabes ese arroyo del que hablan? ¿Ese en el que te puedes aguantar a flote sin paleta?

—No será este, ¿verdad? —dijo Colon.

—Es por los corrales —dijo Pequeño Loco Arthur—. El ganado en corrales siempre está un poco nervioso.

—Sé cómo se sienten.

Se oyó un crujido al otro lado de la puerta. Colon consiguió ponerse de pie.

Se abrió la puerta.

Una figura llenó la entrada. Solo se distinguía su contorno porque la luz estaba detrás de ella, pero Colon levantó la mirada y vio dos ojos triangulares y relucientes.

El cuerpo de Colon, que en muchos sentidos era más inteligente que la mente que tenía que llevar a cuestas, tomó el mando. Hizo uso del impulso alimentado por la adrenalina que el cerebro le había proporcionado y dio un salto de un metro por lo menos, poniendo los pies de punta al comenzar el descenso de forma que las punteras de hierro de las botas de Colon golpearan juntas la trampilla.

La suciedad acumulada de años y el óxido del hierro cedieron.

Colon atravesó el suelo. Por suerte su cuerpo tuvo la previsión de agarrarse su propia nariz cuando cayó sobre el tan vilipendiado arroyo, que hizo:

Gluup.

Mucha gente, cuando se precipita en el agua, lucha por respirar. El sargento Colon luchó por no hacerlo. La alternativa era demasiado horrible para planteársela.

Se volvió a elevar, sostenido en parte por los diversos gases que emitía el lodo. A pocos pies de allí, la vela que había en la balsa balanceante de Pequeño Loco Arthur empezó a arder con una llama azul.

Alguien aterrizó sobre su casco y le propinó un taconazo igual que un hombre espolea a su caballo.

—¡Gira a la derecha! ¡Adelante!

Medio caminando y medio nadando, Colon bajó penosamente por el fétido desagüe. El terror le prestaba las fuerzas. Le pasaría factura con intereses más adelante, pero por ahora Colon dejaba una estela. Que tardaba varios segundos en cerrarse detrás de él.

No se detuvo hasta que una repentina falta de presión encima de él le indicó que se encontraba al aire libre. Extendió las manos hacia la oscuridad, encontró los pilares grasientos de un embarcadero y se agarró a ellos, resollando.

—¿Qué era esa cosa? —preguntó Pequeño Loco Arthur.

—Gólem —jadeó Colon.

Consiguió poner una mano sobre los tablones del embarcadero, intentó auparse, flaqueó y se volvió a hundir en las aguas.

—Eh, ¿tú no oyes nada? —dijo Pequeño Loco Arthur.

El sargento Colon se alzó como un misil lanzado desde un submarino y aterrizó sobre el muelle, donde se encogió.

—Ná, debía de ser un pájaro o algo —dijo Pequeño Loco Arthur.

—¿Cómo te llaman tus amigos, Pequeño Loco Arthur? —murmuró Colon.

—Nosé. No tengo ninguno.

—Caray, qué sorpresa.

* * *

Lord de Nobbes tenía un montón de amigos ahora.

—¡Por la trampilla! ¡Te estoy mirando el trasero! —dijo.

Hubo carcajadas estridentes.

Nobby sonrió feliz en medio de la multitud. No se acordaba de la última vez que se había divertido tanto con toda la ropa puesta.

En la otra punta del salón de lady Selachii se cerró una puerta con discreción, y en la cómoda sala de fumar que había al otro lado varias personas anónimas se sentaron en sillones de cuero y se miraron entre ellas con caras expectantes.

Por fin uno dijo:

—Es asombroso. Francamente asombroso. El tipo es nompático de verdad.

—¿Y eso significa…?

—Significa que es tan asqueroso que fascina a la gente. Como esas historias que estaba contando… ¿Os habéis dado cuenta de que la gente no paraba de animarlo porque no se acababan de creer que alguien pudiera contar chistes como esos en presencia de señoras?

—Pues la verdad es que a mí me ha gustado el del hombre muy pequeñito que tocaba el piano…

—¡Y sus modales a la mesa! ¿Os habéis fijado?

—No.

—¡Exactamente!

—Y el olor, no os olvidéis del olor.

—No era tanto un mal olor como un olor… raro.

—En realidad, he observado que al cabo de unos pocos minutos la nariz se cierra y después ya…

Quiero decir que, de alguna forma extraña, atrae a la gente.

—Como una ejecución pública.

Hubo un momento de silencio reflexivo.

—Es un tipejo gracioso, sin embargo, a su manera.

—Aunque no muy listo.

—Dale su pinta de cerveza y un plato de lo que fueran esas cosas con uñas y es más feliz que un cerdo revolcándose en el barro.

—Eso me parece un poco insultante.

—Lo siento.

—He conocido a algunos cerdos espléndidos.

—Por supuesto.

—Pero lo cierto es que me lo imagino bebiendo cerveza y comiendo pies mientras firma las proclamas reales.

—Sí, es verdad. Ejem. ¿Creéis que sabe leer?

—¿Acaso importa?

Hubo un poco más de silencio, ocupado por el ajetreo de las mentes en plena aceleración. Luego alguien dijo:

—Otra cosa… es que no tendremos que preocuparnos porque se establezca una sucesión real que nos pueda ser inconveniente.

—¿Qué te hace pensar eso?

—¿Te imaginas a alguna princesa casándose con él?

—Bueeeno… Se conocen casos de princesas que besaron a ranas…

—A ranas, sí.

—… Y por supuesto, el poder y la realeza son afrodisíacos muy fuertes…

—¿Cómo de fuertes, dirías?

Más silencio. Y luego:

—Probablemente no tan fuertes.

—Tendría que servirnos.

—Espléndido.

—Dragón lo ha hecho bien. Supongo que el pequeño desgraciado no es un conde de verdad, a todo esto…

—No seas tonto.

* * *

Jovielle Culopequeño estaba sentada incómodamente en el taburete alto de detrás del mostrador. Lo único que tenía que hacer, según le habían dicho, era llevar el registro de las patrullas que entraban y salían con el cambio de turno.

Unos cuantos hombres la miraron raro pero no dijeron nada, y ya empezaba a relajarse cuando entraron los cuatro enanos de la ronda del Camino de los Reyes.

Se la quedaron mirando fijamente. Y a sus orejas.

Sus miradas viajaron hacia abajo. En Ankh-Morpork los mostradores no tenían panel delantero. Lo único que solía verse debajo de la mesa era la mitad inferior del sargento Colon. Entre el gran número de buenas razones que existían para esconder la mitad inferior del Sargento Colon, su potencial para generar lujuria no se contaba entre las diez primeras.

—Eso es… ropa de chica, ¿no? —preguntó uno de los enanos.

Jovielle tragó saliva. ¿Por qué ahora? Había supuesto que Angua estaría presente cuando pasara. La gente siempre se tranquilizaba cuando ella les sonreía, era realmente asombroso.

—¿Y qué? —dijo ella con voz temblorosa—. ¿Qué pasa? Puedo llevarla si quiero, ¿no?

—Y… en tu oreja…

—¿Qué?

—Eso es… mi madre nunca ni siquiera… argh… ¡es asqueroso! ¡Y en público! ¿Qué pasa si entran niños?

—¡Te veo los tobillos! — dijo otro enano.

—¡Voy a hablar de esto con el capitán Zanahoria! —dijo el tercero—. ¡Nunca creí que viviría para ver este día!

Dos de los enanos echaron a andar furiosos hacia la sala de las consignas. El tercero se apresuró tras ellos, pero vaciló cuando llegó a la altura del mostrador. Miró a Jovielle con expresión frenética.

—Esto… eh… bonitos tobillos, eso sí —dijo, y echó a correr. El cuarto enano esperó a que los demás se fueran y se acercó con sigilo.

Jovielle estaba temblando de nervios.

—¡No se te ocurra decir nada de mis piernas! —dijo, levantando un dedo.

—Esto… —El enano miró apresuradamente a su alrededor y se inclinó hacia delante—. Esto… ¿eso es… pintalabios?

—¡Sí! ¿Qué pasa?

—Esto… —El enano se inclinó hacia delante todavía más, volvió a mirar a su alrededor, esta vez con gesto conspiratorio, y bajó la voz—. Esto… ¿me lo puedo probar?

* * *

Angua y Zanahoria caminaban a través de la niebla en silencio, solamente roto por la ocasional indicación breve y seca de Angua.

Luego ella se detuvo. Hasta aquel momento el olor de Dorfl, o por lo menos el rastro fresco a carne vieja y boñiga de vaca, estaba dirigiéndose de forma bastante directa hacia el distrito de los mataderos.

—Ha ido por este callejón —dijo—. Eso es casi volver sobre sus pasos. Y… estaba acelerando el paso… y… hay montones de humanos y… ¿salchichas?

Zanahoria echó a correr. Montones de gente y olor a salchichas significaba que había función en aquel teatro callejero que era la vida de Ankh-Morpork.

Al fondo del callejón había una multitud. Era obvio que llevaba cierto tiempo allí, porque al fondo había una figura familiar con una bandeja, estirando el cuello para ver por encima de las cabezas de la gente.

—¿Qué está pasando, señor Escurridizo? —dijo Zanahoria.

—Ah, hola, capi. Tienen a un gólem.

—¿Quién lo tiene?

—Ah, unos tipos. Acaban de traer los martillos.

Zanahoria tenía delante un embotellamiento de cuerpos. Juntó las dos manos, las embutió entre dos personas y luego las separó. Gruñendo y forcejeando, la multitud se abrió como una corriente de agua ante un profeta de primera clase.

Dorfl estaba acorralado al final del callejón. Tres hombres armados con martillos se estaban acercando al gólem con cautela, al estilo de las turbas, todos ellos reacios a asestar el primer golpe en caso de que el segundo golpe les cayera encima a uno de ellos.

El gólem retrocedió, protegiéndose con su pizarra, en la que tenía escrito:

VALGO 530 DÓLARES.

—¿Dinero? —dijo uno de los hombres—. ¡Es lo único en lo que pensáis, cacharros!

Un martillazo hizo añicos la pizarra.

Luego el hombre intentó volver a levantar el martillo. Cuando notó que este no se movía, a punto estuvo de dar un salto mortal hacia atrás.

—El dinero es lo único en que se puede pensar cuando todo lo que se tiene es un precio —dijo Zanahoria en tono tranquilo, retorciendo el martillo hasta quedárselo—. ¿Qué cree que está haciendo, amigo?

—¡No puede impedírnoslo! —balbuceó el hombre—. ¡Todo el mundo sabe que no están vivos!

—Pero sí puedo arrestarlo por daños intencionados a la propiedad privada —dijo Zanahoria.

—¡Uno de estos mató al viejo sacerdote!

—¿Perdón? —dijo Zanahoria—. Si solamente es una cosa, ¿cómo puede cometer asesinato? Una espada es una cosa. —Desenvainó su espada con un sonido casi sedoso—. Y por supuesto, no puede usted echar la culpa a una espada si alguien la blande contra usted, señor.

El hombre se puso bizco mientras intentaba fijar la vista en la espada.

Y nuevamente, Angua sintió aquel toque de perplejidad. Zanahoria no estaba amenazando al hombre. No estaba amenazando al hombre. Simplemente se estaba valiendo de la espada para demostrar un… bueno, una idea. Y aquello era todo. Se quedaría bastante asombrado si se enterara de que no todo el mundo lo vería así.

Una parte de ella dijo: «Hay que ser alguien complejo de verdad para ser tan simple como Zanahoria».

El hombre tragó saliva.

—Me ha convencido —dijo.

—Sí, pero… no se puede confiar en ellos —dijo otro de los portadores de martillos—. Andan con sigilo y nunca dicen nada. ¿Qué están tramando, eh?

Le dio una patada a Dorfl. El gólem se balanceó un poquito.

—Pues bueno —dijo Zanahoria—. Eso es lo que estoy intentando descubrir. Entretanto, tengo que pedirles que vuelvan a sus asuntos…

El tercer operario de derribos había llegado hacía muy poco a la ciudad y solamente se había apuntado a la idea porque hay gente que es así.

Levantó su martillo en gesto desafiante y abrió la boca para decir: «¿Ah, sí?», pero se detuvo al oír un gruñido junto a la oreja. Era bastante suave y débil, pero tenía una diminuta y compleja forma de onda que fue directa a una pequeña parte nudosa de su columna vertebral, donde pulsó un antiquísimo botón llamado Terror primordial.

Se giró. Una atractiva guardia de la ciudad que estaba detrás de él le dedicó una sonrisa amigable. O lo que es lo mismo, su boca se dobló por las comisuras y todos sus dientes quedaron al descubierto.

El hombre se dejó caer el martillo en el pie.

—Buen trabajo —dijo Zanahoria—. Siempre he dicho que no hay nada más útil que una palabra amable y una sonrisa.

La multitud lo miró con esa expresión que ponía siempre la gente cuando miraba a Zanahoria. Era el descubrimiento pasmoso de que realmente se creía lo que estaba diciendo. La pura enormidad de aquello solía dejar a la gente sin aliento.

Todos retrocedieron y se alejaron a toda prisa por el callejón.

Zanahoria se volvió hacia el gólem, que se había dejado caer de rodillas al suelo y estaba intentando recomponer su pizarra.

—Vamos, señor Dorfl —dijo—. Lo acompañaremos el resto del camino.

* * *

—¿Está loco? —dijo Calcetín, intentando cerrar la puerta—. ¿Cree que quiero que me devuelva esa cosa?

—Es de su propiedad —dijo Zanahoria—. La gente estaba intentando romperlo en pedazos.

—Tendría que haberlos dejado —dijo el carnicero—. ¿No ha oído lo que se cuenta? ¡No pienso tener a uno de esos bajo mi techo!

Intentó volver a cerrar la puerta por la fuerza, pero el pie de Zanahoria estaba en medio.

—Entonces me temo que está cometiendo usted un delito —dijo Zanahoria—, a saber, tirar desperdicios.

—¡Venga, seamos serios!

—Yo siempre lo soy —dijo Zanahoria.

—Él siempre lo es —dijo Angua.

Calcetín gesticuló con las manos, frenético.

—Puede marcharse. ¡Fuera! ¡No quiero a un asesino trabajando en mi matadero! ¡Quédeselo usted, si tanto le gusta!

Zanahoria agarró la puerta y la abrió del todo por la fuerza. Calcetín dio un paso atrás.

—¿Está intentando sobornar a un agente de la ley, señor Calcetín?

—¿Está usted loco?

—Yo nunca pierdo el juicio —dijo Zanahoria.

—Nunca lo pierde —suspiró Angua.

—A los miembros de la Guardia no se les permite aceptar regalos —dijo Zanahoria. Miró en dirección a Dorfl, que estaba de pie tristemente en medio de la calle—. Pero se lo voy a comprar. Por un precio justo.

Calcetín miró primero a Zanahoria, luego a Dorfl y por fin de vuelta a Zanahoria.

—¿Me lo compra? ¿Por dinero?

—Sí.

El carnicero se encogió de hombros. Cuando la gente te ofrecía dinero no era el momento de poner en tela de juicio su cordura.

—Bueno, eso es distinto —admitió—. Valía quinientos treinta dólares cuando yo lo compré, pero claro, ahora ha aprendido habilidades adicionales…

Angua gruñó. Había sido una tarde dura y el olor a carne fresca estaba haciendo que le rechinaran los sentidos.

—¡Hace un momento estaba dispuesto a regalarlo!

—Bueno, regalarlo es una cosa, pero el negocio es el neg…

—Le pagaré un dólar —dijo Zanahoria.

—¿Un dólar? Eso es un atraco a plena luz d…

La mano de Angua salió disparada y le agarró el cuello. Notaba las venas, olía su sangre y su miedo… Intentó pensar en coles.

—Es de noche —gruñó.

Igual que el hombre del callejón, Calcetín escuchó la llamada de la naturaleza en estado salvaje.

—Un dólar —graznó—. Vale. Un precio justo. Un dólar.

Zanahoria sacó uno. Y ofreció a Calcetín su cuaderno.

—Es muy importante que haya un recibo —dijo—. Una correcta transferencia legal de la propiedad.

—Vale. Vale. Vale. Con mucho gusto.

Calcetín miró desesperado a Angua. Había algo raro en la sonrisa de aquella mujer. Garabateó unas líneas apresuradas.

Zanahoria miró por encima del hombro.

Yo Gerhardt Calcetín le torgo al porteador total y completa posesión del gólem Dorfl a camvio de Un Dólar, y cualquiera cosa que aga aora es responsabilidad de él y yo no tengo nada que ber.

Firmado,

Gerhardt Calcetín

—Tiene algunas palabras interesantes, pero sí que parece legal, ¿verdad? —dijo Zanahoria, cogiendo el papel—. Muchas gracias, señor Calcetín. Creo que es una solución feliz para todos.

—¿Ya está todo? ¿Ya me puedo ir?

—Por supuesto, y…

La puerta se cerró de golpe.

—Oh, bien hecho —dijo Angua—. Así que ahora tienes un gólem. ¿Sabes que todo lo que haga es desde ahora responsabilidad tuya?

—Si eso fuera verdad, ¿por qué la gente los está destrozando a ellos?

—¿Pero para qué lo vas a usar?

Zanahoria observó con expresión pensativa a Dorfl, que estaba mirando fijamente el suelo.

—¿Dorfl?

El gólem levantó la vista.

—Aquí tienes tu recibo. Ya no te hace falta tener amo.

El gólem cogió el trozo de papel entre dos gruesos dedos.

—Esto quiere decir que eres tu propio dueño —dijo Zanahoria en tono alentador—. Eres dueño de ti mismo.

Dorfl se encogió de hombros.

—¿Qué esperabas? —dijo Angua—. ¿Creías que iba a agitar una banderita?

—Creo que no lo entiende —dijo Zanahoria—. Cuesta bastante meterle ciertas ideas en la cabeza a la gente… —Se detuvo de golpe.

Zanahoria sacó el papel de los dedos de Dorfl, que no se resistieron.

—Supongo que podría funcionar —dijo—. Parece un poco… invasivo. Pero al fin y al cabo, lo que entienden son las palabras…

Levantó la mano, abrió la tapa de la cabeza de Dorfl y dejó caer el papel adentro.

El gólem parpadeó. Es decir, los ojos se le apagaron y luego se volvieron a iluminar. Levantó una mano muy despacio y se dio un golpecito en la coronilla. Luego levantó la otra mano y la hizo girar a un lado y a otro, como si no hubiera visto una mano nunca. Bajó la mirada hacia sus pies y la desvió hacia los edificios amortajados de niebla. Miró a Zanahoria. Levantó la mirada hacia las nubes que había por encima de la calle. Volvió a mirar a Zanahoria.

Luego, muy despacio, y sin doblarse de ninguna forma, se cayó de espaldas y dio en los adoquines con un golpe sordo. Se le desvaneció la luz de los ojos.

—Hale —dijo Angua—. Ahora está roto. ¿Podemos irnos?

—Sigue teniendo un poco de luz —dijo Zanahoria—. Debe de haber sido demasiado para él. No lo podemos dejar aquí. Tal vez si le saco el recibo…

Se arrodilló junto al gólem y extendió la mano hacia la abertura que tenía en la cabeza.

La mano de Dorfl se movió tan deprisa que ni siquiera pareció que se moviera. Simplemente estaba allí, agarrando la muñeca de Zanahoria.

—Ah —dijo Zanahoria, retirando suavemente el brazo—. Es obvio… que se encuentra mejor.

—Tsssssss —dijo Dorfl. La voz del gólem tembló en medio de la niebla.

Los gólems tenían boca. Era parte de su diseño. Pero aquella estaba abierta y dejaba ver una fina línea de luz roja.

—Oh, por todos los dioses —dijo Angua, retrocediendo—. ¡Pero si no pueden hablar!

—¡Tssss! —No era tanto una sílaba como un ruido de vapor al escaparse.

—Te buscaré tu trozo de pizarra… —empezó a decir Zanahoria, mirando apresuradamente a su alrededor.

—¡Tssss!

Dorfl se puso de pie con dificultad, lo apartó de su camino con gentileza y se alejó dando zancadas.

—¿Ya estás contento? —dijo Angua—. ¡No pienso seguir a esa condenada cosa! ¡Tal vez vaya a tirarse al río!

Zanahoria corrió un momento detrás de la figura, después se detuvo y regresó.

—¿Por qué los odias tanto? —preguntó.

—No lo entenderías. De veras creo que no lo entenderías —dijo Angua—. Es una cosa… de no-muertos. Ellos… es como si te tiraran a la cara el hecho de que no eres un ser humano.

—¡Pero tú eres humana!

—Tres semanas de cada cuatro. ¿No entiendes que, cuando una tiene que andarse con cuidado todo el tiempo, es espantoso ver que la gente acepta a cosas como esa? Ni siquiera están vivos. Pero pueden andar por ahí y los transeúntes nunca les hacen comentarios sobre plata o sobre ajo… por lo menos hasta ahora. ¡No son más que máquinas para hacer el trabajo!

—Así es como la gente los trata, ciertamente —dijo Zanahoria.

—¡Ya estás volviendo a ser razonable! —le espetó Angua—. ¡Estás viendo las cosas desde el punto de vista de todos a propósito! ¿No podrías al menos intentar ser injusto por una vez en la vida?

* * *

A Nobby lo habían dejado un momento a solas mientras la fiesta bullía a su alrededor, así que había apartado a codazos a unos cuantos camareros del bufet y ahora se estaba dedicando a raspar un cuenco con su cuchillo.

—Ah, lord de Nobbes —dijo una voz detrás de él.

Él se giró.

—Hey, qué pasa —dijo, lamiendo el cuchillo y limpiándolo en el mantel.

—¿Está ocupado, milord?

—Solamente me estaba haciendo un bocata de esta pasta de carne —dijo Nobby.

—Eso es paté de foie gras, milord.

—¿Así se llama? No está tan rico como el Engrudo de ternera de Clammer, eso está claro. ¿Quiere un huevo de codorniz? Son un poco pequeños.

—No, gracias…

—Los hay a patadas —dijo Nobby, generosamente— Y son gratis. No hay que pagar.

—Aun así…

—Me puedo meter hasta seis en la boca. Mire…

—Asombroso, milord. Me estaba preguntando, sin embargo, si le apetecería unirse a unos cuantos de nosotros en la sala de fumar.

—¿Fghmf? ¿Mfgmf fgmf mgghjf?

—Por supuesto. —Un brazo amistoso apareció sobre los hombros de Nobby y procedió a pilotarlo diestramente lejos del bufet, pero no antes de que agarrara un plato lleno de muslos de pollo—. Hay mucha gente que quiere hablar con usted…

—¿Mgffmph?

* * *

El sargento Colon intentó lavarse, pero intentar lavarse con agua del Ankh era una maniobra difícil. Lo máximo a lo que se podía aspirar era un tono gris de cuerpo entero.

Fred Colon no había alcanzado un grado de desesperación tan sofisticado como el de Vimes. Vimes era de la opinión de que la vida estaba tan llena de cosas sucediendo erráticamente en todas direcciones que las posibilidades de que alguna de ellas pudiera tener alguna clase de sentido relevante eran extremadamente remotas. Colon, que tenía una naturaleza más optimista y un intelecto mucho más lento, seguía en la fase de las pistas son importantes.

¿Por qué lo habían atado con cordel? Seguía teniendo varios trozos enrollados en los brazos y las piernas.

—¿Estás seguro de que no sabes dónde me tenían? —dijo.

—Tú entraste allí —dijo Pequeño Loco Arthur, trotando a su lado—. ¿Cómo es que no lo sabes?

—Porque estaba oscuro y había niebla y yo no estaba prestando atención, por eso. Iba sumergido en mis pensamientos.

—Ja, esa sí que es buena.

—No me fastidies. ¿Dónde me tenían?

—A mí no me preguntes —dijo Pequeño Loco Arthur—. Yo solamente cazo por debajo de la zona del mercado de ganado. Me da igual lo que haya encima. Como he dicho, los túneles van a todas partes.

—¿Alguien de por allí fabrica cordeles?

—Son todo cosas de animales, te lo digo. Salchichas y jabón y cosas de esas. ¿Ahora viene cuando me das el dinero?

Colon se palmeó los bolsillos. Los bolsillos chapotearon.

—Vas a tener que venir a la Casa de la Guardia, Pequeño Loco Arthur.

—¡Yo llevo un negocio aquí!

—Te tomo juramento como Miembro Especial de la Guardia por una noche —dijo Colon.

—¿Cuánto se paga?

—Un dólar por noche.

A Pequeño Loco Arthur le brillaron los ojitos. Con un brillo rojo.

—Por los dioses, tienes un aspecto terrible —dijo Colon—. ¿Por qué me estás mirando la oreja?

Pequeño Loco Arthur no dijo nada. Colon se giró.

Detrás de él había un gólem. Era el más alto que había visto nunca y el mejor proporcionado: no tenía esa forma tosca de la mayoría de los gólems, sino que era una verdadera estatua humana, incluso atractiva, al estilo frío de las estatuas. Y los ojos le brillaban como dos reflectores rojos.

Levantó un puño por encima de la cabeza y abrió la boca. Salió otro chorro de luz roja.

El gólem bramó como un toro.

Pequeño Loco Arthur le dio una patada a Colon en el tobillo.

—¿Vamos a echar a correr o qué? —dijo.

Colon retrocedió, sin dejar de mirar aquella cosa.

—No… no pasa nada, no se pueden mover deprisa… —murmuró. Y luego su cuerpo sensato decidió dejar por imposible a su estúpido cerebro y disparó las piernas, haciéndole dar la vuelta y propulsándolo en dirección contraria.

Se arriesgó a mirar por encima del hombro. El gólem estaba corriendo detrás de él con zancadas largas y ágiles.

Pequeño Loco Arthur lo alcanzó.

Colon estaba acostumbrado a proceder con tranquilidad. No tenía constitución para las altas velocidades y así lo dijo.

—Y está claro que tú tampoco puedes correr más deprisa que esa cosa —resolló.

—Me vale con correr más deprisa que tú —dijo Pequeño Loco Arthur—. ¡Por aquí!

Por el costado de un almacén subía una vieja escalera de madera. El gnomo trepó por ella como las ratas que cazaba. Colon, jadeando como una máquina de vapor, lo siguió.

En mitad de la escalera se detuvo y miró a su alrededor.

El gólem había alcanzado el primer peldaño. Probó con cautela cuánto aguantaba. La madera crujió y la escalera entera, gris por la antigüedad, se estremeció.

—¡No va a aguantar su peso! —dijo Pequeño Loco Arthur—. ¡El cabrón la va a destrozar! ¡Sí!

El gólem subió otro peldaño. La madera chirrió.

Colon recobró el aplomo y subió por la escalera a toda prisa.

Detrás de él, el gólem pareció haber llegado a la conclusión de que la madera podía soportar su peso y empezó a subir los escalones a saltos. Las barandillas temblaban bajo las manos de Colon y toda la estructura se tambaleaba.

—¡Venga, hombre! —dijo Pequeño Loco Arthur, que ya había llegado arriba del todo—. ¡Te está ganando terreno!

El gólem se abalanzó hacia arriba. La escalera se hundió. Colon lanzó los brazos y se agarró al borde del tejado. Al momento su cuerpo impactó contra la pared del edificio.

Se oyó un ruido lejano de madera golpeando los adoquines.

—Vamos pues —dijo Pequeño Loco Arthur—. ¡Súbete aquí, tonto de las pelotas!

—No puedo —dijo Colon

—¿Por qué no?

—Me tiene agarrado del pie…

* * *

—¿Un puro, milord?

—¿Coñac, milord?

Lord de Nobbes estaba apoltronado en su cómodo sillón. Los pies a duras penas le llegaban al suelo. Coñac y puros, ¿eh? No estaba mal aquella vida. Dio una calada larga al puro.

—Estábamos hablando, milord, del futuro gobierno de la ciudad ahora que el pobre lord Vetinari está tan mal de salud…

Nobby asintió. Aquella era la clase de cosas de las que se hablaban cuando uno era un pijo. Para aquello había nacido él.

El coñac le estaba infundiendo una sensación cálida y agradable.

—Es obvio que desmantelaríamos el actual equilibrio si nos pusiéramos a buscar un nuevo patricio en este momento —dijo otro sillón—. ¿Cuál es su punto de vista, lord de Nobbes?

—Oh, sí. Está claro. Los gremios se pelearían como gatos dentro de un saco —dijo Nobby—. Lo sabe todo el mundo.

—Un resumen brillante, si me permite.

Hubo un murmullo general de acuerdo procedente de los demás sillones.

Nobby sonrió. Oh, sí. Aquello era lo mejor que había y ya estaba todo dicho. Codearse con los otros pijos, hablar en plan serio de cosas importantes en lugar de tener que inventar razones para explicar por qué estaba vacía la hucha del té… oh, sí.

Un sillón dijo:

—Además, ¿hay alguno de los líderes gremiales que esté preparado para la tarea? Sí, pueden organizar a un puñado de comerciantes, pero gobernar una ciudad entera… me temo que no. Caballeros, tal vez sea hora de emprender un nuevo rumbo. Tal vez sea hora de que la sangre pida la palabra.

Una extraña forma de explicarlo, pensó Nobby, pero estaba claro que era así como había que hablar.

—En un momento así —dijo un sillón— está claro que la ciudad mirará a los representantes de sus familias más venerables. Y serviría el interés de todos nosotros el que uno de estos aceptara llevar la carga.

—Tendría que hacerse mirar la cabeza, si queréis mi opinión —dijo Nobby.

Dio otro sorbo de coñac y agitó el puro en gesto amplio.

—De todas formas, no hay que preocuparse —añadió—. Todo el mundo sabe que tenemos a un rey por aquí. No hay problema. Id a buscar al capitán Zanahoria, ese es mi consejo.

* * *

Otro anochecer se desplegó sobre la ciudad en forma de capas de niebla.

Cuando Zanahoria llegó de vuelta a la Casa de la Guardia, la cabo Culopequeño le hizo una mueca y señaló, con un movimiento rápido de los ojos, a las tres personas que había sentadas con gesto sombrío en un banco de la pared.

—¡Quieren ver a un oficial! —dijo entre dientes—. Pero el sargento Colon no ha vuelto y he llamado a la puerta del señor Vimes y creo que no está.

Zanahoria recompuso sus rasgos en forma de sonrisa de bienvenida.

—Señora Palma —dijo—. Y señor Boggis… y doctor Downey. Lo siento mucho. Estamos un poco apurados ahora mismo, con los envenenamientos y este asunto de los gólems…

El jefe del Gremio de Asesinos sonrió, pero solamente con la boca.

—Sobre el envenenamiento es de lo que queremos hablar —dijo—. ¿Hay algún sitio un poco menos público?

—Bueno, está la cantina —dijo Zanahoria—. A esta hora de la noche estará vacía. Si quieren venir por aquí…

—Tengo que decir que no les va mal por aquí —dijo la señora Palma—. Tienen cantina y todo…

Se detuvo tras cruzar el umbral.

—¿De verdad hay gente que come aquí?

—Bueno, sobre todo se refunfuña sobre el café —dijo Zanahoria—. Y la gente escribe sus informes. Al comandante Vimes le gustan los informes.

—Capitán Zanahoria —dijo el doctor Downey, en tono firme—. Tenemos que hablar con usted sobre una cuestión grave relacionada con… ¿Dónde me he sentado?

Zanahoria limpió a toda prisa una silla con la mano.

—Lo siento, señor, nunca tenemos demasiado tiempo para limpiar…

—Déjelo estar, déjelo estar.

El líder del Gremio de Asesinos se inclinó hacia delante con las manos juntas.

—Capitán Zanahoria, hemos venido para discutir este terrible asunto del envenenamiento de lord Vetinari.

—De verdad tendrían que hablar con el comandante Vimes…

—Creo que en bastantes ocasiones el comandante Vimes ha hecho comentarios despectivos delante de usted acerca de lord Vetinari —dijo el doctor Downey.

—¿Quiere decir del tipo: «Habría que colgarlo pero nadie encuentra una soga lo bastante retorcida»? —dijo Zanahoria—. Oh, sí. Pero todo el mundo los hace.

—¿Los hace usted?

—Bueno, no —admitió Zanahoria.

—Y creo que el comandante se ha hecho cargo personalmente de la investigación del envenenamiento, ¿no?

—Bueno, sí. Pero…

—¿Y eso a usted no le ha resultado raro?

—No, señor. No cuando pienso un poco en ello. Creo que a su manera el comandante tiene una especie de debilidad por el patricio. Una vez dijo que si alguien tenía que matar a Vetinari le gustaría ser él.

—¿En serio?

—Pero estaba sonriendo cuando lo dijo. Bueno, más o menos sonriendo.

—Él, esto, visita casi todos los días a su señoría, ¿no es así?

—Sí, señor.

—Y tengo entendido que sus esfuerzos por descubrir al envenenador no han llegado a ninguna conclusión, ¿verdad?

—No estrictamente, señor —dijo Zanahoria—. Pero hemos descubierto muchas formas en que no está siendo envenenado.

Downey asintió en dirección a los otros dos.

—Nos gustaría examinar el despacho del comandante Vimes —dijo.

—No sé si eso es… —empezó a decir Zanahoria.

—Por favor, piense con mucho cuidado —dijo el doctor Downey—. Nosotros tres representamos a la mayoría de los gremios de la ciudad. Creemos que tenemos buenas razones para examinar el despacho del comandante. Por supuesto, usted nos acompañará para asegurarse de que no hacemos nada ilegal.

Zanahoria pareció incómodo.

—Supongo… que si yo los acompaño… —dijo.

—Exacto —dijo Downey—. Eso lo hace oficial.

Zanahoria encabezó la marcha.

—Ni siquiera sé si ha vuelto —dijo, abriendo la puerta—. Tal como he dicho, hemos estado… oh.

Downey miró a su alrededor y luego a la figura desplomada sobre la mesa.

—Parece que sir Samuel sí que está —dijo—. Aunque bastante fuera de combate.

—Se huele el alcohol desde aquí —dijo la señora Palma—. Es terrible lo que la bebida le puede hacer a uno.

—Una botella entera de lo mejorcito de Abrazodeoso —dijo el señor Boggis—. No está nada mal, ¿eh?

—¡Pero si no ha tocado una gota en todo el año! —dijo Zanahoria, zarandeando al Vimes yacente—. ¡Si va a reuniones por el tema y todo!

—Vamos a ver… —dijo Downey.

Abrió uno de los cajones del escritorio.

—¿Capitán Zanahoria? —dijo—. ¿Puede atestiguar usted que aquí parece haber una bolsa de polvo gris? Ahora voy a…

La mano de Vimes salió disparada y cerró de golpe el cajón pillando los dedos del hombre. Su codo retrocedió para hundirse como un ariete en el estómago del asesino y, cuando la barbilla de Downey bajaba bruscamente, el antebrazo de Vimes salió proyectado hacia arriba y le dio en toda la nariz. Entonces Vimes abrió los ojos.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —preguntó, levantando la cabeza—. ¿Doctor Downey? ¿Señor Boggis? ¿Zanahoria? ¿Hmmm?

—¿Gue gué basa? —gritó Downey—. ¡Be ha arreado!

—Vaya, lo siento muchísimo —dijo Vimes, irradiando preocupación por todos sus rasgos mientras hacía retroceder la silla hasta la entrepierna de Downey y se incorporaba—. Me temo que me debo de haber quedado dormido y, por supuesto, cuando me he despertado y he visto a alguien robando en mi…

—¡Está usted como una cuba, hombre! —dijo el señor Boggis.

Los rasgos de Vimes se helaron.

—¿En serio? El cielo está enladrillado, ¿quién lo desenladrillará? —gruñó, clavándole el dedo al hombre en el pecho—. El jodido desenladrillador que lo desenladrille de una maldita vez buen desenladrillador será. ¿Quiere que continúe? —dijo, dándole con el dedo hasta que su espalda estuvo contra la pared—. ¡No es que mejore demasiado!

—¿Gué pasa gon esa bolsita? —gritó Downey, agarrándose la nariz chorreante con una mano y haciendo señales hacia el escritorio con la otra.

Vimes seguía luciendo una sonrisa nada jovial y de mirada descabellada.

—Ah, bueno, sí —dijo—. Ahí me han pillado. Una sustancia tremendamente peligrosa.

—¡Ah, lo admite!

—Sí, claro. Supongo que no tengo más opción que deshacerme de las pruebas… —Vimes cogió la bolsita, la rasgó para abrirla y volcó la mayor parte de los polvos en su boca.

—Mmm mmm —dijo, soltando polvos en todas direcciones mientras masticaba—. ¡Qué cosquilleo en la lengua!

—Pero si es arsénico —dijo Boggis.

—Por los dioses, ¿lo es? —dijo Vimes, tragando—. ¡Asombroso! ¡Tengo a un enano ahí abajo, ya saben, un cabroncete listo, que se pasa todo el tiempo con tubos y sustancias químicas y cosas por el estilo para descubrir qué es arsénico y qué no lo es, y resulta que durante todo este tiempo usted era capaz de distinguirlo solo con mirarlo! ¡Mi enhorabuena!

Dejó caer la bolsita rasgada en la mano de Boggis, pero el ladrón se apartó de un salto y la bolsita cayó al suelo, vertiendo su contenido.

—Perdón —dijo Zanahoria. Se arrodilló y escrutó los polvos.

Es creencia tradicional entre los policías, que pueden adivinar la naturaleza de una sustancia oliéndola y luego probándola con cuidado, pero en la Guardia esta práctica se abandonó después de que el agente Pedernal metiera el dedo en una remesa confiscada de cloruro de amonio cortado con radio, dijera «Sí, está claro que es tocho wurble wurble sclup» y tuviera que pasar tres días atado a su cama hasta que se marcharon las arañas.

Con todo, Zanahoria dijo:

—Estoy seguro de que esto no es venenoso. —Se lamió el dedo y probó un poco—. Es azúcar —dijo.

Downey, con su compostura en un grave compromiso, agitó un dedo en dirección a Vimes.

—¡Usted ha admitido que era peligroso! —gritó.

—¡Y así es! ¡Tome usted mucho y ya verá lo que le pasa a sus dientes! —vociferó Vimes—. ¿Qué es lo que creía usted que era?

—Teníamos información… —empezó a decir Boggis.

—Ah, con que tenían información, ¿verdad? —dijo Vimes—. ¿Oye eso, capitán? Tenían información. ¡Entonces no pasa nada!

—Actuábamos de buena fe —dijo Boggis.

—A ver si lo entiendo —dijo Vimes—. ¿Su información era algo así como: Vimes está como una cuba en la Casa de la Guardia y tiene una bolsa de arsénico en su escritorio? Y apuesto a que ustedes querían actuar de buena fe, ¿eh?

La señora Palma carraspeó.

—Esto ya ha ido demasiado lejos. Tiene usted razón, sir Samuel —dijo—. Nos enviaron a todos una nota. —Le dio un papel a Vimes. Estaba escrito en mayúsculas—. Y ya veo que nos han informado mal —añadió, fulminando con la mirada a Boggis y a Downey—. Acepte mis disculpas. Vengan, caballeros.

Salió por la puerta con la cabeza alta. Boggis la siguió a toda prisa.

Downey se llevó la mano a la nariz.

—¿Qué precio le tiene puesto el Gremio a su cabeza, sir Samuel? —preguntó.

—Veinte mil dólares.

—¿En serio? Creo que está claro que tendremos que actualizarlo.

—Encantado. Tendré que comprar un cepo para osos nuevo.

—Le, ejem, acompañaré afuera —dijo Zanahoria.

Cuando regresó a toda prisa se encontró a Vimes asomado a la ventana y palpando por fuera la pared de debajo.

—Ni un ladrillo fuera de sitio —murmuró Vimes—. Ni una baldosa suelta… y ha habido personal todo el día en las oficinas. Qué raro.

Se encogió de hombros y regresó a su mesa, donde recogió la nota.

—Y no creo que podamos sacar ninguna pista de aquí —dijo—. Hay demasiadas marcas grasientas de dedos por todo el papel. —Dejó el papel y miró a Zanahoria con expresión iracunda—. Cuando encontremos al responsable —continuó—, en cabeza de la lista de acusaciones va a estar Obligar al Comandante Vimes a Vaciar una Botella Entera de Whisky de Malta sobre la Alfombra. Un delito que se castiga con la horca. —Se estremeció. Había ciertas cosas que un hombre jamás debería hacer.

—¡Es asqueroso! —dijo Zanahoria—. ¡Que hayan creído que usted envenenaría al patricio!

—A mí me ofende que creyeran que soy lo bastante estúpido como para guardar el veneno en el cajón de mi mesa —dijo Vimes, encendiendo un puro.

—Sí —dijo Zanahoria—. ¿Creen que es usted un tonto de remate que guardaría una evidencia así donde la pudiera encontrar cualquiera?

—Exacto —dijo Vimes, reclinándose hacia atrás—. Es por eso que lo tengo en el bolsillo.

Puso los pies sobre la mesa y expulsó una nube de humo. Tendría que deshacerse de la alfombra. No iba a pasar el resto de su vida trabajando en una sala donde moraba fantasmagóricamente aquel olor espirituoso.

Zanahoria continuaba boquiabierto.

—Oh, por todos los cielos —dijo Vimes—. Mira, es muy simple, hombre. Alguien esperaba que yo dijera: «¡Alcohol, por fin!», y me mamara la botella entera sin pensarlo. Luego unos cuantos pilares respetables de la comunidad —se quitó el puro de la boca y escupió— iban a encontrarme, y además en tu presencia, lo cual era un bonito toque, con las pruebas de mi crimen bien escondidas pero no lo bastante como para que no las pudieran encontrar. —Negó tristemente con la cabeza—. El problema, ¿sabes?, es que en cuanto le coges el gusto ya no lo sueltas.

—Pero si lo ha hecho usted muy bien, señor —dijo Zanahoria—. No le he visto tocar una gota durante…

—Ah, eso —dijo Vimes—. Yo hablaba de ser policía, no del alcohol. Hay mucha gente que te ayuda con el tema del alcohol, pero no hay nadie que organice reuniones donde uno pueda levantarse y decir: «Me llamo Sam y soy un cabrón que sospecha de todo el mundo».

Se sacó una bolsita de papel del bolsillo.

—Haremos que Culopequeño examine esto —dijo—. Ni en coña iba yo a probarlo. Así que he hecho una escapadita a la cantina y he llenado una bolsa de azúcar del cuenco. No he tardado más que un momento en sacar las colillas de Nobby, tendría que añadir. —Abrió la puerta, asomó la cabeza al pasillo y gritó—: ¡Culopequeño! —Y añadió, dirigiéndose a Zanahoria—: ¿Sabes? Me siento bastante animado. El viejo cerebro por fin me ha empezado a funcionar. ¿Sabes el gólem que mató a esos hombres?

—Sí, señor.

—Ah, ¿pero sabes qué tenía de especial?

—No se me ocurre, señor —dijo Zanahoria—. Excepto que era nuevo. Los gólems lo fabricaron ellos mismos, creo. Pero claro, necesitaban un sacerdote para que escribiera las palabras y tuvieron que coger prestado el horno del señor Hopkinson. Supongo que a los ancianos les debió de parecer interesante. Después de todo, eran historiadores.

Ahora le tocó a Vimes quedarse boquiabierto.

Por fin recobró el control de sí mismo.

—Sí, sí, claro —dijo, con la voz apenas temblando—. Sí, o sea, eso es obvio. Está más claro que el agua. Pero… esto, ¿has averiguado qué más tiene de especial? —añadió, intentando eliminar cualquier asomo de esperanza de su tono de voz.

—¿Se refiere al hecho de que se ha vuelto loco, señor?

—¡Bueno, a mí no me ha parecido que fuera el ganador del premio a Míster Cuerdo de Ankh-Morpork! —dijo Vimes.

—Me refiero a que ellos lo volvieron loco, señor. Los otros gólems. No era su intención, pero lo pusieron en su naturaleza, señor. Querían que hiciera demasiadas cosas. Era como su… hijo, creo. Todas sus esperanzas y sueños. Y cuando descubrieron que había estado matando gente… Bueno, eso es terrible para un gólem. Tienen prohibido matar, y fue su propio barro el que lo hizo…

—Tampoco es una gran idea desde el punto de vista de la gente.

—Pero ellos invirtieron todo su futuro en él…

—¿Me ha llamado, comandante? —dijo Jovial.

—Ah, sí. ¿Esto es arsénico? —dijo Vimes, dándole el paquete.

Jovial lo olió.

—Podría ser ácido arsenioso, señor. Tendré que analizarlo, claro.

—Yo creía que los ácidos burbujeaban en frascos —dijo Vimes—. Ejem… ¿Qué es eso que tiene en las manos?

—Esmalte de uñas, señor.

—¿Esmalte de uñas?

—Sí, señor.

—Esto… bien, bien. Qué cosas, creí que sería verde.

—No quedaría bien en los dedos, señor.

—Me refiero al arsénico, Culopequeño.

—Oh, puede haber arsénico de todos los colores, señor. Los sulfatos, o sea, las menas, señor, pueden ser rojas o marrones o amarillas o grises, señor. Y luego se cuecen con nitro y se obtiene ácido arsenioso, señor. Y un montón de humo asqueroso, horrible de verdad.

—Y peligroso —dijo Vimes.

—Nada bueno, señor. Pero útil, señor —dijo Jovial—. Para los curtidores, los tintoreros, los pintores… El arsénico no lo usan solamente los envenenadores.

—Me sorprende que la gente no caiga muerta todo el tiempo —dijo Vimes.

—Oh, la mayoría usan gólems, señor…

Las palabras se quedaron flotando en el aire aun después de que Jovial dejara de hablar.

Vimes intercambió una mirada con Zanahoria y empezó a silbar toscamente por lo bajo. «Ya está —pensó—. Ahora es cuando nos hemos rodeado de tantas preguntas que están empezando a desbordarse y a convertirse en respuestas».

Se sintió más vivo de lo que se había sentido durante días. La emoción reciente le seguía tintineando en las venas y reanimándole el cerebro. Sabía que era la chispa que se obtenía con la fatiga. Te pesaban tanto los huesos que una simple descarga de adrenalina te golpeaba como si un troll te cayera encima. Ahora sí que debían de tenerlo todo. Todas las piezas. Los bordes, las esquinas, la imagen entera. Todo estaba allí, esperando a que alguien lo montara…

—Esos gólems que dices —dijo Zanahoria—. Estarían cubiertos de arsénico, ¿verdad?

—Es posible, señor. Yo vi uno en el edificio del Gremio de Alquimistas de Quirm y, ja, hasta tenía las manos enchapadas en arsénico, señor, de tanto remover crisoles con los dedos…

—No notan el calor —dijo Vimes.

—Ni el dolor —dijo Zanahoria.

—Así es —dijo Jovial. Miró indeciso a uno y al otro.

—No se los puede envenenar —dijo Vimes.

—Y obedecen las órdenes —dijo Zanahoria—. Sin hablar.

—Los gólems hacen todos los trabajos realmente sucios —dijo Vimes.

—Podrías haber mencionado esto antes, Jovial —dijo Zanahoria.

—Bueno, señor, ya sabe… Los gólems simplemente están ahí. Nadie se fija en ellos.

—Grasa debajo de las uñas —dijo Vimes, dirigiéndose a la sala en general—. El viejo arañó a su asesino. Grasa debajo de las uñas. Con arsénico en ella.

Observó su cuaderno, que seguía sobre la mesa. «Ahí está —pensó—. Algo que no hemos visto. Pero hemos mirado en todas partes. Así que hemos visto la respuesta pero no hemos visto que era la respuesta. Y si no la vemos ahora, en este momento, ya nunca la veremos…».

—No es por ofender, señor, pero probablemente eso no sea de mucha ayuda —dijo la voz de Jovial, sonando desde lejos—. Muchos de los oficios que usan arsénico requieren también alguna clase de grasa.

«Algo que no vemos —pensó Vimes—. Algo invisible. No, no tiene por qué ser invisible. Algo que no vemos porque siempre está ahí. Algo que golpea en plena noche…».

Y allí estaba.

Parpadeó. Las estrellas resplandecientes de la fatiga estaban haciendo que su mente pensara de forma extraña. Pero en fin, pensar de forma racional no había funcionado.

—Que nadie se mueva —dijo. Levantó una mano pidiendo silencio—. Ahí está. Ahí. En mi mesa. ¿Lo veis?

—¿El qué, señor? —preguntó Zanahoria.

—¿Quiere decir que no lo ha averiguado ya? —dijo Vimes.

—¿El qué, señor?

—Lo que está envenenando a su señoría. Ahí está… sobre la mesa. ¿Lo ves?

—¿Su cuaderno?

—¡No!

—¿El culpable bebe whisky Abrazodeoso? —apuntó Jovial.

—Lo dudo —dijo Vimes.

—¿El secante? —dijo Zanahoria—. ¿Plumas envenenadas? ¿Una cajetilla de Tizneabrojo?

—¿Dónde están? —dijo Vimes, palpándose los bolsillos.

—Se ve la punta por debajo de las cartas de la Bandeja de Entrada, señor —dijo Zanahoria. Y añadió en tono de reproche—: Ya sabe, señor, esas que nunca responde.

Vimes cogió la cajetilla y sacó otro puro.

—Gracias —dijo—. ¡Ja! ¡No le pregunté a Mildred Fácil qué más se llevó! ¡Pero por supuesto, también son un pequeño bono para los criados! ¡Y la vieja señora Fácil era costurera, una costurera de verdadl ¡Y estamos en otoño! ¡Fueron los anocheceres los que la mataron! ¿No lo veis?

Zanahoria se inclinó y examinó la superficie de la mesa.

—Pues yo no lo veo, señor —admitió.

—Claro que no —dijo Vimes—. Porque no hay nada que ver. No se puede ver. Así es como se sabe que está. ¡Si no estuviera lo vería usted enseguida! —Esbozó una sonrisa enorme y enloquecida—. ¡Sólo que no lo vería! ¿Lo entiende?

—¿Se encuentra bien, señor? —dijo Zanahoria—. Ya sé que ha estado usted trabajando un poco demasiado estos últimos días…

—¡He estado trabajando demasiado poco! —dijo Vimes—. ¡He estado corriendo de un lado para otro en busca de las pistas de las narices en lugar de pararme cinco minutos a pensar! ¿Qué es lo que siempre te estoy diciendo?

—Esto… ejem… ¿que no confíe en nadie, señor?

—No, eso no.

—Esto… ¿que todo el mundo es culpable de algo?

—No, eso tampoco.

—Esto… ¿que solamente porque alguien sea miembro de una minoría étnica no quiere decir que no sea un pequeño capullo integral estrecho de miras, señor?

—N… ¿Cuándo he dicho yo eso?

—La semana pasada, señor. Después de que recibiéramos aquella visita de la Campaña de estaturas igualitarias, señor.

—Bueno, no me refería a eso. O sea… Estoy bastante seguro de que siempre estoy diciendo otra cosa que sería bastante relevante ahora. Algo conciso y profundo sobre el trabajo policial.

—Pues ahora no me viene nada a la cabeza, señor.

—Bueno, pues me inventaré algo y empezaré a decirlo mucho a partir de ahora, coño.

—Muy bien, señor. —Zanahoria sonrió ampliamente—. Me alegro de ver que vuelve a ser usted mismo, señor. Le han vuelto las ganas de patear cul… de impactar en posaderas, señor. Esto… ¿qué hemos descubierto, señor?

—¡Ya lo verás! Nos vamos a palacio. Busca a Angua. Podemos necesitarla. Y trae la orden de registro.

—¿Se refiere al mazo, señor?

—Sí. Y también al sargento Colon.

—Todavía no ha vuelto a fichar, señor —dijo Jovial—. Tendría que haber acabado su turno hace una hora.

—Probablemente esté rondando por ahí, escondiéndose de los líos —dijo Vimes.

* * *

Pequeño Loco Arthur asomó la cabeza por encima del borde de la pared. Por debajo de donde estaba Colon, dos ojos rojos miraron hacia él.

—Pesa mucho, ¿no?

—¡Jjí!

—¡Dale una patada con el otro pie!

Hubo un ruido de succión. Colon hizo una mueca. Luego se oyó un plop, hubo un momento de silencio y por fin un estruendo de cerámica rota abajo en la calle.

—Se me ha salido la bota que me tenía agarrada —gimió Colon.

—¿Cómo es posible?

—Se ha… lubricado…

Pequeño Loco Arthur tiró de un dedo.

—Pues para arriba, venga.

—No puedo.

—¿Por qué no? Ya no te está agarrando nadie.

—Brazos cansados. Otros diez segundos y seré un contorno de tiza…

—Naa, nadie tiene tanta tiza. —Pequeño Loco Arthur se arrodilló para que su cabeza quedara a la altura de los ojos de Colon—. Si vas a morir, ¿te importaría firmar una nota diciendo que me prometiste un dólar?

Abajo en la calle, se oyó un tintineo de trozos de cerámica.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Colon—. Pensaba que esa cosa del infierno se había hecho pedazos…

Pequeño Loco Arthur miró hacia abajo.

—¿Cree usted en esos rollos de la reencarnación, señor Colon? —preguntó.

—Yo a esas cosas extranjeras ni me acerco —dijo Colon.

—Bueno, pues esa cosa se está rehaciendo. Como uno de esos puzzles rompe cabezas.

—Bien pensado, Pequeño Loco Arthur —dijo Colon—. Pero sé que solamente lo dices para que haga el esfuerzo de auparme ahí arriba, ¿verdad? Las estatuas no van por ahí volviendo a juntarse después de hacerse pedazos.

—Lo que tú digas. Ya casi se ha hecho una pierna entera.

Colon se las apañó para mirar hacia abajo por el espacio pequeño y maloliente que quedaba entre la pared y su sobaco. Todo lo que pudo ver fueron jirones de niebla y un destello débil.

—¿Estás seguro? —dijo.

—Cuando uno anda por agujeros de ratas, aprende a ver bien en la oscuridad —dijo Pequeño Loco Arthur—. Si no, estás muerto.

Algo siseó en algún lugar por debajo de los pies de Colon.

Con la única bota que le quedaba y con los dedos del otro pie, el sargento rascó en el enladrillado.

—Está teniendo algún problemilla —dijo Pequeño Loco Arthur en tono tranquilo—. Parece que se ha puesto las rodillas del revés.

* * *

Dorfl estaba sentado con la espalda encorvada en el sótano abandonado donde se habían reunido los gólems. De vez en cuando levantaba la cabeza y siseaba. De sus ojos se derramaba luz roja. Si algo remontara la corriente del resplandor y se lanzara a través de las cuencas de sus ojos hacia el cielo rojo que había más allá, se encontraría…

Dorfl se encogió bajo el fulgor del universo. Su zumbido se encontraba muy lejos de allí, amortiguado, sin nada que ver con Dorfl.

Las palabras se erguían en el horizonte, llenando todo el espacio hasta el cielo.

Y una voz dijo en tono bajo:

«Eres dueño de ti mismo». Dorfl vio la escena una y otra vez, vio la cara preocupada, la mano que se levantaba, llenando su campo de visión, sintió el repentino y gélido conocimiento…

«… Dueño de ti mismo».

La voz arrancó ecos de las palabras, después rebotó y por fin rodó de un lado para otro, aumentando de volumen hasta que el pequeño mundo que había entre las palabras quedó atrapado por el sonido.

Los gólems deben tener dueño. Las letras se recortaban contra el mundo, pero los ecos las envolvieron, azotándolas como una tormenta de arena. Brotaron grietas y se extendieron, avanzando en zigzag sobre la piedra, y luego…

Las Palabras explotaron. Pedazos enormes de las mismas, del tamaño de montañas, estallaron provocando diluvios de arena roja.

El universo se virtió en el interior. Dorfl sintió que el universo lo recogía y luego lo tumbaba y luego lo cogía por los pies y lo alzaba…

… Y ahora el gólem estaba dentro del universo. Lo notaba a su alrededor, con su ronroneo, su bullicio, su complejidad giratoria, su rugido…

Ya no había Palabras entre tú y Él.

Ahora pertenecías a Él y Él te pertenecía a ti.

No podías darle la espalda porque allí estaba, delante de ti.

Dorfl era responsable de cada uno de sus chasquidos y sus virajes.

Ya no podía decir: «Estaba obedeciendo órdenes». Ya no podía decir: «No es justo». No había nadie escuchando. No había Palabras. Era dueño de sí mismo.

Nada de «No Harás». Ahora se decía «No Voy a Hacer».

Dorfl se estaba cayendo por el cielo rojo y entonces vio un agujero oscuro delante. El gólem sintió que estaba tirando de él y se dejó arrastrar por el resplandor y el agujero se hizo más y más grande y atravesó a toda velocidad los bordes del campo de visión de Dorfl.

El gólem abrió los ojos.

¡SIN DUEÑO!

Dorfl se desplegó con un solo movimiento y se irguió del todo. Estiró un brazo y extendió un dedo.

El gólem hundió el dedo con facilidad en la pared donde había tenido lugar la discusión y luego lo arrastró meticulosamente sobre los ladrillos descascarillados. Le costó un par de minutos pero era algo que Dorfl tenía la sensación de que necesitaba decir.

Dorfl completó la última letra y marcó tres puntos suspensivos a continuación. Luego se alejó, dejando atrás:

SIN DUEÑO…

* * *

Una capa nubosa de humo de puros escondía el techo de la sala de fumar.

—Ah, sí. El capitán Zanahoria —dijo un sillón—. Sí… claro… pero… ¿es el hombre indicado?

—Tiene una marca de nacimiento en forma de corona. Yo la he visto —dijo Nobby en tono solícito.

—Pero sus antecedentes…

—Lo criaron los enanos —dijo Nobby. Hizo un gesto con su vaso de coñac en dirección al camarero—. Otra de lo mismo, jefe.

—No creo que los enanos puedan criar a nadie de muy alta cuna —dijo otro sillón. Se oyeron algunas risitas.

—Rumores y folklore —murmuró alguien.

—Esta es una ciudad grande y bulliciosa y sobre todo compleja. Me temo que tener una espada y una marca de nacimiento no cuenta mucho en lo que a cualificación se refiere. Necesitamos un rey que venga de un linaje acostumbrado al mando.

—Como el vuestro, milord.

Se produjo un sonido de absorción y drenaje cuando Nobby atacó la nueva copa de coñac.

—Oh, yo estoy acostumbrado al mando, eso sí —dijo, bajando la copa—. Me dan órdenes todo el tiempo.

—Necesitaríamos un rey que tuviera el apoyo de las grandes familias y los principales gremios de la ciudad.

—A la gente le cae bien Zanahoria —dijo Nobby.

—Oh, la gente…

—En cualquier caso, a quien le tocara ese trabajo estaría de curro hasta las cejas —dijo Nobby—. El viejo Vetinari siempre anda con papeleo. ¿Qué diversión es esa? No es vida pasarse el día sentado, preocupado, sin un momento para uno mismo. —Sostuvo la copa vacía en alto—. Lo mismo otra vez, viejo amigo. Y esta vez llénelo hasta arriba, ¿eh? No tiene sentido tener una copa tan grande y echar solamente un chorrito al fondo, ¿verdad?

—Mucha gente prefiere saborear el bouquet —dijo un sillón con voz baja y horrorizada—. Disfrutar de su aroma.

Nobby miró su copa con los ojos inyectados en sangre de quien ha oído rumores sobre a qué extremos ha llegado la clase alta.

—Naa —dijo—. Si no les importa yo me lo seguiré metiendo en la boca.

—Si podemos volver al tema —dijo otro sillón—. Un rey no tendría que pasar todo el tiempo gobernando la ciudad. Por supuesto, tendría gente que lo hiciera por él. Asesores. Consejeros. Gente con experiencia.

—¿Y entonces qué tendría que hacer? —preguntó Nobby.

—Tendría que reinar —dijo un sillón.

—Saludar con la mano.

—Presidir banquetes.

—Firmar cosas.

—Deglutir coñac del bueno como un cerdo.

Reinar.

—A mí me parece un buen trabajo —dijo Nobby—. Quién lo pillara, ¿eh?

—Por supuesto, un rey tendría que ser alguien capaz de pillar una indirecta si se la dejaran caer sobre la cabeza desde una gran altura —dijo alguien en tono cortante, pero los demás sillones le chistaron para que se callara.

Nobby consiguió encontrarse la boca después de varios intentos y dio otra larga calada a su puro.

—A mí me parece —dijo—. A mime, parece que lo que tenéis que hacer es encontrar a un pijo con mucho tiempo libre y decirle: «Eh, colega, es tu día de suerte. A ver cómo saludas con esa mano».

—¡Ah! ¡Qué buena idea! ¿Hay algún nombre que os venga a la mente, milord? Bebed un sorbito más de coñac.

—Vaya, gracias, es usted un señor. Aunque claro, yo también lo soy, ¿eh? Así se hace, chavalote, hasta arriba del todo. No, no se me ocurre nadie que encaje en el perfil.

—De hecho, milord, la verdad es que estábamos pensando en ofreceros la corona a vos…

A Nobby se le salieron los ojos de las órbitas. Y entonces se le salieron las mejillas de las órbitas.

No es buena idea rociar la sala entera de coñac del bueno, sobre todo cuando tu puro encendido queda en medio de la trayectoria. La llama alcanzó la pared del fondo, donde dejó un crisantemo perfecto de madera quemada, mientras que, de acuerdo con una ley fundamental de la física, el sillón de Nobby salió despedido hacia atrás chirriando sobre sus ruedecillas y se estampó contra la puerta.

—¿Rey? —Nobby tosió y tuvieron que darle palmadas en la espalda hasta que consiguió respirar otra vez—. ¿Rey? —resolló—. ¿Y que el señor Vimes me corte la cabeza?

—Todo el coñac que pueda beber, milord —dijo una voz engatusadora.

—¡No me sirve de nada si no tengo garganta para que me baje!

—¿De qué estáis hablando?

—¡El señor Vimes se cabrearía! ¡Vaya si se cabrearía!

—Por los dioses, hombre…

—Milord —lo corrigió alguien.

—Milord, quiero decir. Cuando seáis rey podréis darle órdenes a ese condenado sir Samuel. Seréis, como vos mismo diríais, «el jefe». Podríais…

—¿Darle órdenes al viejo Carapiedra? —dijo Nobby.

—¡Eso mismo!

—¿Sería rey y le daría órdenes al viejo Carapiedra? —dijo Nobby.

—¡Sí!

Nobby se quedó mirando la penumbra llena de humo.

—¡Se cabrearía?.

—Escucha, hombrecillo estúpido…

Milord…

—¡Milordcillo estúpido, podríais hacerlo ejecutar si quisierais!

—¡No podría hacer eso!

—¿Por qué no?

—¡Porque se cabrearía!

—Ese hombre se hace llamar agente de la ley, ¿y a qué ley obedece, eh? ¿De dónde viene su ley?

—¡No lo sé! —gimió Nobby—. ¡Él dice que le sube por las botas! —Miró a su alrededor. Las sombras envueltas en humo parecían estar cada vez más cerca—. ¡No puedo ser rey! ¡El viejo Vimes se cabrearía!

¡Quieres dejar de decir eso!

Nobby se estiró del cuello de la camisa.

—Hace un poco de calor aquí dentro, y hay un poco de humo —murmuró—. ¿Por dónde está la ventana?

—Por ahí…

Su sillón se sacudió. Nobby atravesó el cristal con el casco por delante, aterrizó encima de un carruaje que esperaba, salió rebotado y huyó hacia la noche, intentando escapar del destino en general y de las hachas en concreto.

* * *

Jovielle Culopequeño entró dando zancadas en las cocinas de palacio y disparó al techo con su ballesta.

—¡Que no se mueva nadie! —gritó.

El personal doméstico del patricio levantó la vista de su cena.

—Cuando dice usted que nadie no se mueva —dijo Drumknott con cautela, sacando quisquillosamente un trozo de yeso de su plato—, ¿quiere decir en realidad…?

—Muy bien, cabo, yo me encargo a partir de aquí —dijo Vimes, dando una palmadita a Jovielle en el hombro—. ¿Está aquí Mildred Fácil?

Todas las cabezas se giraron.

A Mildred se le cayó la cuchara en la sopa.

—No pasa nada —dijo Vimes—. Solamente necesito hacerle unas cuantas preguntas más…

—Lo… s-s-siento, señor…

—No ha hecho usted nada malo —dijo Vimes, dando un rodeo a la mesa—. Pero no solamente se llevó comida a casa para su familia, ¿verdad?

—¿S-señor?

—¿Qué más se llevó?

Mildred miró las expresiones repentinamente vacías de las caras de los demás sirvientes.

—También las sábanas viejas, pero la señora Dipplock d-dijo que me las podía…

—No, no es eso —dijo Vimes.

Mildred se lamió los labios resecos.

—Esto, bueno, también… un poco de betún para las botas…

—Mire —dijo Vimes, tan amablemente como pudo—. Todo el mundo se lleva cositas del sitio donde trabaja. Cosas pequeñas en las que no se fija nadie. Nadie lo considera robar. Es como… es como tener derecho a ellas. Cosas sin importancia, al fin y al cabo. Al cabo, señora Fácil. Estoy pensando en la palabra «cabo».

—¿Esto… se refiere… a los cabos de vela, señor?

Vimes respiró hondo. Tener razón resultaba un alivio enorme, aunque supiera que solamente había llegado hasta allí probando todas las formas posibles de estar equivocado.

—Ah —dijo.

—P-pero eso no es robar, señor. ¡Yo nunca he robado nada, s-señor!

—Pero ¿se lleva a casa los cabos de vela? A los que todavía les queda media hora de luz, sospecho, si los hace arder sobre un platillo, ¿no? —dijo Vimes en tono amable.

—¡Pero eso no es robar, señor! ¡Eso son extras!

Sam Vimes se dio una palmada en la frente.

—¡Extras! ¡Claro! Esa es la palabra que yo andaba buscando. ¡Extras! Todo el mundo debe tener sus extras, ¿no es verdad? Bueno, pues no pasa nada —dijo—. Sospecho que coge usted los de los dormitorios, ¿no?

A pesar de su nerviosismo, Mildred Fácil fue capaz de esbozar la sonrisa de alguien a quien le corresponde un privilegio que no tienen los seres inferiores.

—Sí, señor. Tengo permiso, señor. Son mucho mejores que los cabos viejos y rancios que hay en los salones, señor.

—Y usted cambia las velas cuando hace falta, ¿verdad?

—Síseñor.

«Probablemente un poco más a menudo de lo necesario —pensó Vimes—. No tiene sentido dejar que ardan demasiado».

—¿Tal vez pueda enseñarme dónde se guardan, señorita?

La doncella recorrió la mesa con la mirada hasta llegar al ama de llaves, que echó un vistazo al comandante Vimes y asintió. Era lo bastante lista como para saber cuándo algo que sonaba como una pregunta no lo era en realidad.

—Las guardamos en el cuarto de las velas que hay aquí al lado, señor —dijo Mildred.

—Vaya usted delante, por favor.

No era un cuarto grande, pero tenía estanterías abarrotadas de velas hasta el techo. Había desde las de un metro de alto que se usaban en los salones públicos hasta las pequeñas para uso diario que se ponían en los demás sitios, ordenadas en base a su calidad.

—Estas son las que usamos en los aposentos de su señoría, señor. —Le mostró una vela blanca de treinta centímetros.

—Oh, sí… muy buena calidad. Del número cinco. Sebo blanco del bueno —dijo Vimes, tirándola hacia arriba y cazándola al vuelo—. Son las que usamos en casa. Las que usamos en el Yard son casi maldita grasa de cerdo. Ahora las compramos en Carry, en la calle Degolladero. Tienen precios muy razonables. Antes tratábamos con Spadger y Williams, pero últimamente el señor Carry ha copado por completo el mercado, ¿no?

—Sí, señor. Y hace entregas a domicilio, señor.

—¿Y pone usted estas velas en el cuarto de su señoría todos los días?

—Sí, señor.

—¿Y en alguna otra parte?

—Oh, no, señor. ¡Su señoría es muy maniático con eso! Los demás usamos las del número tres.

—¿Y usted se lleva sus, ejem, extras a casa?

—Síseñor. La abuela decía que daban una luz muy bonita, señor.

—Sospecho que ella se quedaba con el hermanito de usted, ¿verdad? Porque supongo que él se puso enfermo primero, así que ella se quedaba con él toda la noche, noche tras noche, y ja, si conozco a la vieja señora Fácil, se dedicaba a coser…

—Síseñor.

Hubo una pausa.

—Use mi pañuelo —dijo Vimes al cabo de un momento.

—¿Voy a perder mi puesto, señor?

—No. Eso está claro. Nadie involucrado merece perder su puesto de trabajo —dijo Vimes. Miró la vela—. Salvo tal vez yo —añadió.

Se detuvo en el umbral y se dio la vuelta.

—Y si alguna vez quiere cabos de vela, siempre nos sobran muchos en la Casa de la Guardia. Nobby tendrá que empezar a comprar manteca para cocinar como todo el mundo.

* * *

—¿Qué está haciendo ahora? —preguntó el sargento Colon.

Pequeño Loco Arthur se volvió a asomar por encima del borde del tejado.

—Está teniendo problemas con los codos —dijo como quien habla del tiempo—. Solo hace que mirarse un codo y probarlo de todas las formas posibles, pero no le funciona.

—Yo tuve ese problema cuando monté los módulos de la cocina para la señora Colon —comentó el sargento—. Las instrucciones para abrir la caja estaban dentro de la caja…

—Oh-oh, lo ha resuelto —dijo el cazador de ratas—. Parece que el problema era que los había mezclado con las rodillas.

Colon oyó un clanc debajo de él.

—Y ahora ha doblado la esquina. —Se oyó un estruendo de madera rota—. Y ahora ha entrado en el edificio. Sospecho que va a subir por la escalera, pero no creo que te vaya a pasar nada.

—¿Por qué?

—Porque lo único que tienes que hacer es soltarte del tejado, ¿no lo ves?

—¡Pero me matará la caída!

—¡Exacto! Una forma rápida y agradable de morir. Nada de todo ese rollo de que te arranquen primero los brazos y las piernas.

—¡Yo quería comprar una granja! —se lamentó Colon.

—Es posible —dijo Arthur. Volvió a asomarse por encima del tejado—. O bien —añadió, como si aquella a duras penas fuera una opción mejor— podrías intentar agarrarte al tubo del desagüe.

Colon miró a un lado. Sí que había un tubo de desagüe a poca distancia. Si balanceaba el cuerpo y hacía un esfuerzo tremendo, tal vez podría quedarse a pocos centímetros y caer hacia su muerte.

—¿Parece seguro? —preguntó.

—¿Comparado con qué, jefe?

Colon intentó balancear las piernas como si fueran un péndulo. Todos los músculos de sus brazos le chillaron. Sabía que tenía sobrepeso. Siempre había tenido la intención de ponerse a hacer ejercicio algún día. Simplemente no había sido consciente de que iba a ser hoy.

—Creo que lo oigo subir la escalera —dijo Pequeño Loco Arthur.

Colon intentó balancearse más deprisa.

—¿Y qué vas a hacer tú? —preguntó.

—Oh, no te preocupes por mí —dijo Pequeño Loco Arthur—. No me pasará nada. Voy a saltar.

—¿A saltar?

—Claro. No me pasará nada porque soy de tamaño normal.

—¿Crees que eres de tamaño normal?

Pequeño Loco Arthur miró las manos de Colon.

—¿Estos dedos que tengo al lado de las botas son tuyos? —preguntó.

—Vale, vale, eres de tamaño normal. No es culpa tuya haberte mudado a una ciudad llena de gigantes.

—Eso es. Cuanto más pequeño eres, más ligero caes. Eso se sabe. Una araña ni siquiera notaría una caída como esta, un raton se iría caminando, un caballo se rompería todos los huesos del cuerpo y un elefante salpic…

—Oh, dioses —murmuró Colon. Ya podía tocar el tubo del desagüe con la bota. Pero agarrarse al mismo implicaba que habría un momento largo y sin fondo en el que no estaría exactamente agarrado al tejado ni exactamente agarrado al tubo y corriendo un peligro muy grave de quedarse agarrado en el suelo.

Se oyó otro estruendo en algún lugar del tejado.

—Vale pues —dijo Pequeño Loco Arthur—. Te veo abajo.

—Oh, dioses…

El gnomo se dejó caer del tejado.

—Todo bien por ahora —gritó al pasar junto a Colon.

—Oh, dioses…

El sargento Colon levantó la vista y vio dos chispas rojas.

—Todo de perlas por ahora —dijo el efecto doppler de una voz desde más abajo.

—Oh, dioses…

Colon proyectó las piernas, quedó suspendido en el aire fresco durante un momento, se agarró a la parte superior del tubo, agachó la cabeza para esquivar un puño de porcelana, oyó el ruido desagradable que hacían los tornillos oxidados del tubo de desagüe al decir adiós a la pared y, todavía agarrado a un trozo inclinado de tubería de hierro forjado como si aquello le fuera a ayudar, desapareció de espaldas en la niebla.

* * *

El señor Calcetín levantó la vista al oír que se abría la puerta y se encogió de terror contra la máquina de hacer salchichas.

—¿Tú? —susurró—. ¡Eh, no puedes volver aquí! ¡Te he vendido!

Dorfl lo contempló fijamente durante unos segundos y después pasó a su lado y cogió el cuchillo de carnicero más grande que había en el soporte manchado de sangre de la pared.

Calcetín se echó a temblar.

—S-s-siempre fui b-b-bueno contigo —dijo—. S-s-siempre te dejé irte en tus días s-s-sagrados…

Dorfl se lo quedó mirando otra vez. «No es más que luz roja», farfulló Calcetín para sí mismo.

Pero ahora el gólem parecía más centrado. Sintió que le estaba entrando en la cabeza por los ojos y le estaba examinando el alma.

Dorfl lo apartó a un lado y salió del matadero en dirección a los corrales del ganado.

Calcetín salió de su parálisis. Nunca se defendían, ¿verdad? No podían hacerlo. Así era como estaban hechas aquellas malditas cosas.

Miró en dirección al resto de los trabajadores, humanos y trolls por igual.

—¡No os quedéis ahí parados! ¡Cogedlo!

Uno o dos de ellos vacilaron. El cuchillo que tenía el gólem en la mano era extremadamente grande. Y cuando Dorfl se detuvo para mirar al resto de los presentes también se vio que había algo distinto en su postura. No tenía el aspecto de algo que no fuera a defenderse.

Pero Calcetín no contrataba a la gente por los músculos de sus cabezas. Además, a nadie le había gustado nunca del todo tener un gólem por allí.

Un troll le lanzó un hacha. Dorfl la cogió con una sola mano sin girar la cabeza y partió el mango de nogal con un chasquear de dedos. Un hombre que blandía un martillo vio cómo el gólem se lo arrancaba de la mano y lo mandaba hacia la pared con tanta fuerza que dejó un agujero.

Después de eso se mantuvieron a una distancia prudente. Dorfl dejó de prestarles atención.

El vapor que se levantaba por encima de los corrales se mezclaba con la niebla. Centenares de ojos oscuros miraron a Dorfl con curiosidad mientras caminaba por entre las verjas. Siempre permanecían en silencio en presencia del gólem.

Se detuvo junto a uno de los corrales más grandes. Se oyeron voces desde detrás.

—¡No me digas que los va a sacrificar a todos! ¡No vamos a poder descuartizar a tantos en un solo turno!

—Me han contado que había uno en una carpintería que perdió la chaveta y construyó cinco mil mesas en una noche. Perdió la cuenta o algo así.

—No hace nada, solamente los está mirando…

—O sea, ¡cinco mil mesas! Una tenía veintisiete patas. Se quedaba atascado con las patas…

Dorfl asestó un golpe fuerte con el cuchillo y arrancó la cerradura de la portilla. El ganado se quedó mirando al gólem, con esa expresión reservada del ganado que significa que están esperando a que aparezca el siguiente pensamiento.

Siguió andando hacia los corrales de las ovejas y también los abrió. Después les tocó a los cerdos y por fin a los pollos.

—¿A todos? —dijo el señor Calcetín.

El gólem regresó caminando tranquilamente por entre los corrales, sin hacer caso a los espectadores, y volvió a entrar en el edificio del matadero. Enseguida salió llevando al viejo y peludo macho cabrío atado con un cordel. Pasó junto a los animales expectantes hasta llegar a los portones que daban a la calle principal y los abrió. A continuación soltó a la cabra.

El animal olisqueó el aire y puso en blanco sus ojos como rendijas. Luego, decidiendo que el aroma lejano de los campos de repollos que había más allá de la muralla de la ciudad era muy preferible a los olores inmediatamente circundantes, se alejó trotando por la calle.

Los animales lo siguieron con paso ligero, pero sin hacer apenas más ruido que el susurro del movimiento y el sonido de sus cascos. Fluyeron alrededor de la figura inmóvil de Dorfl, que se quedó allí viéndoles marchar.

Un pollo, perplejo por la estampida, aterrizó sobre la cabeza del gólem y empezó a cloquear.

Por fin la furia se impuso al terror de Calcetín.

—¿Qué demonios estás haciendo? —gritó, intentando interceptar unas cuantas ovejas descarriadas que abandonaban los corrales—. Eso que está saliendo por la puerta es dinero, pedazo de…

De pronto la mano de Dorfl le agarraba la garganta. El gólem lo levantó del suelo y lo sostuvo con el brazo extendido mientras el hombre forcejeaba, girando la cabeza de un lado a otro como si estuviera considerando su siguiente movimiento.

Por fin tiró el cuchillo de carnicero, metió la mano debajo del pollo que se había mudado a su cabeza y sacó un huevo pequeño y moreno. Con aparente ceremoniosidad, el gólem lo aplastó con cuidado en el pelo de Calcetín y liberó su presa.

Los antiguos compañeros de trabajo del gólem se apartaron corriendo de su camino mientras Dorfl atravesaba de vuelta el matadero.

Junto a la entrada había un tablón para las cuentas. Dorfl se detuvo para observarlo y a continuación cogió la tiza y escribió:

SIN DUEÑO…

La tiza se le deshizo en los dedos. Dorfl se alejó por entre la niebla.

* * *

Jovielle levantó la vista de su mesa de trabajo.

—La mecha está hasta los topes de ácido arsénico —dijo—. ¡Bien hecho, señor! ¡Esta vela hasta pesa un poco más que las otras!

—Qué forma tan malvada de matar a alguien —dijo Angua.

—Muy astuta, ciertamente —dijo Vimes—. Vetinari se pasa media noche levantado y escribiendo, y por la mañana la vela se ha consumido. Envenenado por la luz. La luz es algo que no vemos. ¿Quién mira la luz? Desde luego no un poli viejo y patoso.

—Oh, no es tan viejo, señor —dijo Zanahoria en tono jovial.

—¿Y patoso?

—Ni tampoco tan patoso —añadió Zanahoria rápidamente—. Siempre le he dicho a la gente que tiene usted unos andares muy resueltos y profundos.

Vimes le dirigió una mirada penetrante y no vio nada más que una expresión amable, inocente y solícita.

—No miramos la luz porque la luz es justo lo que usamos para mirar —dijo Vimes—. Muy bien. Y ahora creo que tenemos que ir a echar un vistazo a la fábrica de velas, ¿no os parece? Usted se viene, Culopequeño, y traiga el… ¿Ha crecido usted, Culopequeño?

—Botas de tacón alto, señor —dijo Jovielle.

—Yo pensaba que los enanos siempre llevaban botas de hierro.

—Sí, señor. Pero yo les he puesto tacones altos a las mías, señor. Los he soldado.

—Ah. Vale. Bien. —Vimes recuperó la compostura—. Bueno, si todavía puede mantener el equilibrio, traiga sus cosas de alquimia. Detritus ya tendría que haber acabado su turno en palacio. Cuando se trata de puertas cerradas con llave, nadie supera a Detritus. Es una palanca andante. Lo recogeremos de camino.

Cargó su ballesta y encendió una cerilla.

—Bien —dijo—. Hasta ahora lo hemos hecho todo en plan moderno, ahora probemos a hacer de polis como lo hacía el abuelo. Es hora de…

—¿Impactar en posaderas, señor? —se apresuró a decir Zanahoria.

—Muy cerca —dijo Vimes, dando una calada larga y expulsando un anillo de humo—, pero no hay premio.

* * *

La visión del mundo del sargento Colon estaba ciertamente cambiando. Justo cuando algo estaba a punto de fijarse con firmeza en su mente como el peor momento de su vida entera, era reemplazado a toda prisa por algo peor.

En primer lugar, el tubo de desagüe al que estaba agarrado golpeó la pared del edificio de enfrente. En un mundo bien organizado podría haber aterrizado en una salida de incendios, pero en Ankh-Morpork no se conocían las salidas de incendios y las llamas generalmente tenían que salir por los tejados.

Con la tubería así apoyada en la pared, se vio a sí mismo deslizándose hacia abajo por la diagonal. Incluso aquello podría haber sido un desarrollo feliz de los acontecimientos de no ser por el hecho de que Colon era un hombre grueso y, a medida que su peso se deslizaba hacia la parte media de una tubería sin soportes, esta se combó, y el hierro forjado solamente puede doblarse hasta cierto punto antes de partirse, cosa que hizo en aquel instante.

Colon cayó al vacío y aterrizó sobre algo blando —o por lo menos más blando que la calle— y aquel algo dijo «¡mur-r-r-r-r-m!». Colon rebotó y aterrizó sobre algo más bajo y más blando que dijo: «¡baaaaarp!», y desde aquello bajó rodando a algo más bajo todavía y en apariencia hecho de plumas, que se volvió loco. Y le picoteó.

La calle estaba llena de animales que daban vueltas, indecisos. Cuando los animales se encuentran en estado de indecisión se ponen nerviosos, y la calle ya estaba, por así decirlo, pavimentada de ansiedad. El único beneficio para el sargento Colon era que aquello la hacía un poco más blanda de lo que habría sido de otra forma.

Los cascos le pisaban las manos. Los enormes hocicos babeantes le estornudaban encima.

Hasta aquel momento el sargento Colon no había tenido mucha experiencia con los animales, salvo en tamaño de ración. De niño había tenido un cerdito rosa de peluche que se llamaba señor Temible, y había llegado al capítulo seis de Cría de animales. El libro venía con grabados. No había mención alguna a los alientos pestilentes ni a las patas enormes que lo apisonaban todo y tenían el tamaño de platos soperos al final de un palo. Las vacas, según el libro del sargento Colon, tenían que decir «mú». Aquello lo sabían todos los niños. No deberían hacer «¡mur-r-r-r-rm!» como una especie de monstruos de las profundidades y rociarte de saliva.

Intentó ponerse de pie, resbaló sobre algún momento de crisis de una vaca y quedó sentado sobre una oveja. Que hizo: «¡blaaart!». ¿Qué clase de ruido era ese para una oveja?

Se volvió a levantar y trató de llegar hasta la acera.

—¡Sooo! ¡Salid de en medio, ovejas del demonio! ¡Venga! Un ganso le bufó y estiró lo que a todas luces era demasiado cuello.

Colon huyó hacia atrás y se detuvo cuando algo le golpeó en la espalda. Era un cerdo.

No era el señor Temible. Aquel no era el cerdito que se fue al mercado, ni tampoco el cerdito que se quedó en casa. Costaría un poco imaginar qué clase de pies tendría cerditos como aquel, pero sería probablemente uno de esos pies que también tienen pelo y callos y uñas como castañas.

Aquel cerdito era del tamaño de un pony. Aquel cerdito tenía colmillos. Y no era de color rosa. Era de un color negro azulado y estaba cubierto de pelos afilados como púas, aunque sí que tenía —«seamos justos», pensó Colon— ojillos rojos de cerdito.

Aquel pequeño cerdito tenía el aspecto del pequeño cerdito que mató a los perros de caza, destripó al caballo y se comió al cazador de jabalíes.

Colon se dio la vuelta y se encontró cara a cara con un toro que parecía un cubo de carne de vacuno con patas. El toro giró su enorme cabeza de lado a lado para que ambos ojos pudieran echar un vistazo al sargento, pero estaba claro que a ninguno de los dos le gustó mucho lo que vio.

Bajó la cabeza. No tenía sitio para embestir, pero desde luego sí podía empujar.

Mientras los animales se agolpaban a su alrededor, Colon tomó la única vía posible de escape.

* * *

Había hombres desplomados por todo el callejón.

—Hola, hola, hola, ¿pero qué ha pasado aquí? —dijo Zanahoria.

Un hombre que se estaba sujetando el brazo y gimiendo levantó la vista hacia él.

—¡Hemos sido salvajemente atacados!

—No tenemos tiempo para esto —dijo Vimes.

—Puede que sí —dijo Angua. Le dio unos golpecitos en el hombro y señaló la pared de delante, en la que alguien había escrito en una caligrafía familiar:

SIN DUEÑO…

Zanahoria se agachó y habló con la víctima.

—¿Le ha atacado un gólem, verdad?

—¡Eso es! ¡Menudo cabrón salvaje! ¡Ha salido de la niebla como si nada y ha ido a por nosotros, ya sabe cómo son!

Zanahoria le dedicó una sonrisa jovial. Luego su mirada recorrió el cuerpo del hombre hasta el enorme martillo que estaba tirado en el cieno, y se desplazó de allí al resto de herramientas que había desperdigadas por el escenario de la pelea. Varias de ellas tenían los mangos rotos. Había una larga palanca que estaba doblada hasta casi formar un círculo.

—Es una suerte que fueran todos tan bien armados —dijo.

—Se ha vuelto contra nosotros —dijo el hombre. Intentó chasquear los dedos—. Así sin más… ¡aaargh!

—Parece que se ha hecho usted daño en los dedos…

—¡Pues sí!

—Pero no entiendo cómo puede haberse vuelto contra ustedes y al mismo tiempo haber salido de la niebla como si nada.

—¡Todo el mundo sabe que no tienen permitido defenderse!

—«Defenderse» —repitió Zanahoria.

—No está bien que vayan sueltos por la calle —murmuró el hombre, apartando la mirada.

Les llegó el sonido de unos pasos que se acercaban a la carrera y un par de hombres con delantales manchados de sangre aparecieron tras ellos.

—¡Se ha ido por ahí! —gritó uno—. ¡Todavía lo pueden coger si se dan prisa!

—¡Vamos, no se queden encantados! ¿Para qué pagamos nuestros impuestos? —dijo el otro.

—Ha ido por los corrales y ha soltado a todo el ganado. ¡A todo! ¡No se puede mover uno por la Colina de la Pocilga!

—¿Un gólem ha soltado al ganado? —dijo Vimes—. ¿Para qué?

—¿Cómo lo voy a saber? ¡Ha sacado a la cabrajudas del matadero de Calcetín y ahora la mitad de esos malditos bichos la están siguiendo por ahí! Y luego ha ido y ha metido al viejo Fosdyke en su máquina de hacer salchichas…

—¿Qué?

—Oh, no le ha dado a la manivela. ¡Pero le ha llenado la boca de perejil, le ha metido una cebolla en los pantalones, lo ha rebozado de harina de avena y lo ha tirado en la tolva!

A Angua empezaron a temblarle los hombros. Hasta Vimes sonrió.

—Y luego ha ido al mercado de aves, ha agarrado al señor Terwillie y… —el hombre se detuvo, consciente de que había una dama presente, aunque estuviera soltando bufidos e intentando contener la risa, y continuó en un murmullo—… ha hecho uso de algo de salvia y cebolla. Ya saben a qué me refiero…

—¿Quiere decir que…? —empezó a decir Vimes.

—¡Sí!

Su compañero asintió.

—No creo que el pobre Terwillie pueda volver a mirar a la cara a la salvia ni a la cebolla.

—Da la impresión de que sería lo último que hiciera —dijo Vimes.

Angua tuvo que darse la vuelta.

—Cuéntale lo que ha pasado en el matadero de cerdos —dijo el compañero del hombre.

—No creo que haga falta —dijo Vimes—. Ya veo la mecánica general.

—¡Eso es! ¡Y el pobrecillo Sid no es más que un aprendiz y no se merece lo que le ha hecho!

—Oh, cielos —dijo Zanahoria—. Esto… creo que tengo un ungüento que le podría venir bi…

—¿Servirá con la manzana? —preguntó el hombre.

—¿Le ha metido una manzana en la boca?

—¡Pues no!

Vimes hizo una mueca.

—Au…

—¿Qué se va a hacer al respecto, eh? —dijo el carnicero, con la cara a pocos centímetros de la de Vimes.

—Bueno, si se pudiera agarrar el tallo…

—¡Hablo en serio! ¿Qué van a hacer ustedes? ¡Yo pago mis impuestos y conozco mis derechos!

Dio unos golpecitos a Vimes con el dedo en la coraza. La expresión de Vimes se convirtió en una máscara de madera. Bajó la mirada hacia el dedo y luego volvió a subirla hasta la nariz grande y roja del hombre.

—En ese caso —dijo Vimes— le sugiero que coja otra manzana y…

—Ejem, disculpe —dijo Zanahoria alzando la voz—. Usted es el señor Maxilotte, ¿verdad? ¿El que tiene una tienda en la calle Degolladero?

—Pues sí. ¿Qué pasa?

—Es solamente que no recuerdo haber visto su nombre en el registro de contribuyentes, lo cual es muy raro porque usted ha dicho que sí que es un contribuyente, pero por supuesto no nos mentiría sobre algo así, y en cualquier caso, cuando pagó sus impuestos debieron de darle un recibo porque así lo dice la ley, y estoy seguro de que podría usted encontrarlo si lo buscara…

El carnicero bajó el dedo.

—Esto, sí…

—Yo podría venir a ayudarle si quiere —dijo Zanahoria. El carnicero miró a Vimes con cara desesperada.

—El se lee esas cosas, de verdad —dijo Vimes—. Por placer. Zanahoria, ¿por qué no se…? Por los dioses, ¿qué demonios es eso?

Se oyó un berrido calle arriba.

Algo enorme y sucio de barro se estaba acercando con una especie de trote amenazador. En la penumbra daba la vaga impresión de ser un centauro muy gordo, medio hombre y medio… de hecho, tal como notó Vimes cuando la cosa estuvo más cerca, era medio Colon y medio toro.

El sargento Colon había perdido su casco y su aspecto general sugería que había estado cerca de la Madre Naturaleza.

Mientras el toro enorme pasaba al medio galope, el sargento puso en blanco sus ojos frenéticos y dijo:

—¡No me atrevo a bajarme! ¡No me atrevo a bajarme!

—¿Y cómo te subiste? —gritó Vimes.

—¡No ha sido fácil, señor! ¡Lo agarré por los cuernos, señor, y un momento después ya estaba en su espalda!

—¡Bueno, aguanta!

—¡Sí, señor! ¡Aguantando, señor!

* * *

Rogers los toros estaban furiosos y perplejos, lo cual viene a ser el estado de ánimo básico de los toros adultos[16].

Pero tenían una razón particular para ello. El ganado vacuno tiene una religión. Son animales profundamente espirituales. Creen que el ganado bueno y obediente va a un lugar mejor cuando muere, después de atravesar una puerta mágica. No saben qué pasa después, pero han oído decir que hay de por medio comida realmente buena y, por alguna razón, pimienta.

Los Rogers tenían bastantes ganas de comprobarlo. Ultimamente estaban un poquillo cascados, y las vacas parecían correr más deprisa que cuando ellos eran chavales. Ya casi podían notar el sabor de aquella pimienta celestial…

Y sin embargo los habían metido en un corral abarrotado durante un día entero y luego alguien había abierto el portón y los animales se habían desperdigado por todas partes y aquello no parecía en absoluto la Especia prometida.

Y tenían a alguien montado encima. Habían intentado sacudírselo varias veces. En los años mozos de los Rogers, aquel hombre insolente ya no sería más que unas pocas manchas rojas y fibrosas en el suelo, pero ahora los toros artríticos habían terminado por renunciar hasta que encontraran un árbol a mano contra el que restregarse para que se les despegara.

Solamente querían que el muy desgraciado dejara de gritar.

* * *

Vimes dio unos cuantos pasos detrás del toro y luego se dio la vuelta.

—Zanahoria, Angua: id los dos a la fábrica de sebo de Carry. Mantenedla vigilada hasta que lleguemos, ¿entendido? Espiad el lugar pero no entréis, ¿vale? ¿De acuerdo? No entréis bajo ninguna circunstancia. ¿Hablo con claridad? Simplemente permaneced en la zona, ¿de acuerdo?

—Sí, señor —dijo Zanahoria.

—Detritus, saquemos a Fred de encima de ese bicho.

La multitud se iba disgregando por delante del toro. Una tonelada de toro con pedigrí nunca experimenta congestiones de tráfico, por lo menos no de forma prolongada.

—¿Puedes saltar, Fred? —gritó Vimes, mientras corría detrás.

—¡Preferiría no intentarlo, señor!

—Bueno, ¿puedes dirigirlo?

—¿Cómo, señor?

—¡Coge al toro por los cuernos, hombre!

Colon extendió los brazos sin mucho aplomo y cogió un cuerno con cada mano. Rogers los toros giró la cabeza y estuvo a punto de sacudírselo de encima.

—¡Es un poco más fuerte que yo, señor! ¡Bastante más fuerte, en realidad, señor!

—Podría dispararle a la cabeza con mi ballesta, señor Vimes —dijo Detritus, haciendo una floritura con su arma de asedio adaptada.

—Esta calle está abarrotada, sargento. Podría darle a una persona inocente, incluso en Ankh-Morpork.

—Lo siento, señor. —Detritus se animó enseguida—. Pero si pasa eso siempre podemos decir que eran culpables de algo, señor.

—No, eso… ¿Qué está haciendo ese pollo?

Un gallito de Bantam negro y pequeño apareció corriendo por la calle, pasó a toda velocidad por entre las patas del toro y se detuvo derrapando justo delante de Rogers. Una figura más pequeña desmontó de su espalda, saltó hacia arriba, se balanceó en el anillo que atravesaba la nariz del toro, se lanzó todavía más arriba, hasta colocarse en la masa de rizos que tenía el toro en la frente y por fin agarró firmemente un mechón rizado con cada mano diminuta.

—Parece Pequeño Loco Arthur el gnomo, señor —dijo Detritus—. Está… intentando noquear al toro a cabezazos…

Se oyó un ruido como el de un pájaro carpintero lento trabajando en un árbol particularmente difícil, intercalado con una letanía de improperios procedente de algún lugar entre los ojos del animal.

—Chúpate esa, pedazo de mole de bicho…

El toro se detuvo. Intentó girar la cabeza de manera que uno u otro de los Rogers pudiera ver qué demonios le estaba dando de martillazos en la frente, pero lo mismo le habría dado intentar mirarse dentro de las orejas.

Retrocedió con pasos vacilantes.

—Fred —susurró Vimes—. Salta de su espalda ahora que está ocupado.

Con una mirada de pánico, el sargento Colon pasó una pierna por encima del lomo enorme del toro y se deslizó hasta el suelo. Vimes lo agarró y lo metió a empujones en un portal. Luego lo volvió a sacar a empujones. Un portal era un espacio demasiado reducido para estar cerca de Fred Colon.

—¿Por qué estás todo cubierto de mierda, Fred?

—Bueno, señor, ¿sabe ese arroyo donde uno se puede mantener a flote sin paleta? Pues todo empezó allí y luego empeoró.

—Dioses del cielo. ¿Peor que eso?

—¿Permiso para ir a darme un baño, señor?

—No, pero podrías apartarte otro metro. ¿Qué le ha pasado a tu casco?

—La última vez que lo vi, lo llevaba una oveja, señor. ¡Señor, me han atado y me han encerrado en un sótano y me he liberado heroicamente, señor! ¡Y me ha perseguido un gólem de esos, señor!

—¿Dónde?

Colon había confiado en que no le preguntaran aquello.

—Ha sido en algún lugar de Degolladero —dijo—. Había niebla, así que yo…

Vimes agarró a Colon de las muñecas.

—¿Qué es esto?

—¡Me han atado con cordel, señor! Pero con gran riesgo para mi vida y mi salud yo he…

—Esto a mí no me parece cordel —dijo Vimes.

—¿No, señor?

—No, esto me parece… mecha de vela. Colon lo miró con incomprensión.

—¿Eso es una pista, señor? —preguntó, esperanzado.

Se oyó un ruido chapoteante al darle Vimes una palmada en la espalda.

—Bien hecho, Fred —dijo, limpiándose la mano en los pantalones—. Desde luego es una corroboración.

—¡Eso he pensado yo! —se apresuró a decir Colon—. Esto es una corrobolaración y tengo que llevárselo al comandante Vimes lo antes posible sin importar el que…

—¿Por qué está ese gnomo dándole cabezazos al toro, Fred?

—Es Pequeño Loco Arthur, señor. Le debemos un dólar. Me ha… ayudado un poco, señor.

Rogers el toro estaba de rodillas, aturdido y perplejo. No es que Pequeño Loco Arthur fuera capaz de asestarle un golpe letal, sino simplemente que no paraba de darle. Al cabo de un rato el ruido y los golpes sacaban a la gente de sus casillas.

—¿Lo ayudamos? —preguntó Vimes.

—Parece que él solo ya va tirando, señor —dijo Colon.

Pequeño Loco Arthur levantó la vista y sonrió.

—Un dólar, ¿eh? ¡Y nada de hacerse el longuis o iré a por vosotros! ¡Uno de estos cabrones pisó una vez a mi abuelo!

—¿Y le hizo daño?

—¡Le retorció un cuerno hasta arrancárselo!

Vimes cogió con firmeza al sargento Colon del brazo.

—¡Vamos, Fred, que aquí se va a armar un marrón!

—¡Cierto, señor! ¡Un marrón blando y pegajoso!

—¡Oye, tú! ¡El de ahí! Eres de la Guardia, ¿verdad? ¡Ven para aquí!

Vimes se giró. Un hombre apareció abriéndose paso entre la multitud.

En conjunto, reflexionó Colon, era posible que el peor momento de su vida todavía no hubiera llegado. Vimes solía reaccionar de forma explosiva a expresiones como «¡oye, tú!, ¡el de ahí!» cuando se pronunciaban con cierto retintín parecido a un relincho.

El hombre que acababa de hablar tenía aspecto aristocrático y el aire enfadado de quien no está acostumbrado a los rigores de la vida y acaba de descubrir uno de ellos sucediéndole.

Vimes hizo un saludo marcial de libro.

—¡Síseñor! ¡Soy de la Guardia, señor!

—Bueno, pues ven conmigo y arresta a esa cosa. Está trastornando a los trabajadores.

—¿A qué cosa, señor?

—¡A un gólem, hombre! ¡Ha entrado en la fábrica tan ancho y ha empezado a pintarrajear las malditas paredes!

—¿Qué fábrica, señor?

—Tú ven conmigo, hombre. Resulta que soy muy buen amigo de tu comandante y no puedo decir que me guste tu actitud.

—Lo siento mucho, señor —dijo Vimes, con una jovialidad que el sargento Colon había aprendido a temer.

Al otro lado de la calle había una fábrica de aspecto anodino. El hombre entró con pasos decididos.

—Esto… ha dicho «gólem», señor —murmuró Colon.

Vimes conocía a Fred Colon desde hacía mucho tiempo.

—Sí, Fred, o sea que es de importancia vital que te quedes montando guardia aquí fuera —dijo.

El alivio empezó a emanar de Colon como si fuera vapor.

—¡Muy bien, señor! —dijo.

La fábrica estaba llena de máquinas de coser. Frente a ellas había gente sentada dócilmente. Era la clase de método que los gremios odiaban, pero como el Gremio de Costureras no se tomaba demasiado interés por la costura no había nadie ante quien protestar. Unas cintas transportadoras iban de cada una de las máquinas hasta las poleas que había en un largo huso situado cerca del techo, que a su vez era accionado por… —la mirada de Vimes recorrió el taller de un lado a otro—… un molino, ahora detenido y al parecer roto. Al lado del mismo había dos gólems de pie, con aspecto perdido y desamparado.

Muy cerca del molino había un agujero en la pared y, por encima de este, alguien había escrito con pintura roja:

¡TRABAJADORES! ¡NO HAY MÁS DUEÑOS QUE VOSOTROS!

Vimes sonrió.

—¡Ha entrado rompiendo la pared, ha roto el molino, ha sacado a mis gólems, ha pintado ese estúpido mensaje en la pared y ha vuelto a salir en estampida! —dijo el hombre, que ahora estaba detrás de él.

—Hum, sí, ya veo. Mucha gente usa bueyes en sus molinos —dijo Vimes con gentileza.

—¿Y eso qué tiene que ver? En todo caso, el ganado no puede trabajar las veinticuatro horas del día.

La mirada de Vimes recorrió las hileras de trabajadores. Sus caras tenían aquella mirada afligida estilo calle Cockbill que uno adquiría cuando además de la maldición de la pobreza sufría la del orgullo.

—No, claro —dijo—. La mayoría de los talleres textiles están en la Colina de la Siesta, pero aquí los salarios son más bajos, ¿verdad?

—¡La gente se alegra mucho de tener este trabajo!

—Sí —dijo Vimes, mirando otra vez las caras—. Se alegran. —Al fondo del todo de la fábrica, vio que los gólems estaban intentando reconstruir su molino.

—Ahora escúchame, lo que quiero que hagas es… —empezó a decir el dueño de la fábrica.

La mano de Vimes lo agarró del cuello de la camisa y tiró de él hasta ponerle la cara a centímetros escasos de la suya.

—No, escúcheme usted a mí —dijo Vimes entre dientes—. Me paso el día tratando con maleantes y ladrones y matones y eso no me preocupa en absoluto, pero después de dos minutos con usted necesito un baño. Y si encuentro a ese maldito gólem le estrecharé la maldita mano, ¿me oye?

Para sorpresa de la parte de Vimes que no estaba bullendo de cólera, el hombre consiguió reunir el valor para decir:

—¡Cómo se atreve! ¡Se supone que es usted la ley!

El dedo furioso de Vimes subió casi hasta la nariz del hombre.

—¿Por dónde quiere que empiece? —gritó. Miró a los dos gólems—. Y vosotros, ¿por qué estáis reparando el molino, payasos? —gritó—. Por los dioses, ¿es que sois idiotas de nac… es que sois idiotas?

Salió del edificio hecho una furia. El sargento Colon dejó de intentar frotarse la porquería que lo cubría y echó a correr detrás de él.

—He oído a la gente decir que han visto salir a un gólem por la otra puerta, señor —dijo—. Era un rojo. Ya sabe, de arcilla roja. Pero el que me persiguió a mí era blanco, señor. ¿Estás enfadado, Sam?

—¿Quién es el dueño de esa fábrica?

—Es el señor Catterail, señor. Ya sabe, el que siempre le escribe cartas quejándose de que en la Guardia hay demasiados miembros de lo que llama «razas inferiores». Ya sabe… trolls y enanos…

El sargento tuvo que trotar para seguirle el paso.

—Consigue algunos zombis —dijo Vimes.

—Pero si usted siempre ha odiado a muerte a los zombis, perdón por el chiste —dijo el sargento Colon.

—Pero hay aspirantes, ¿verdad?

—Oh, síseñor. Un par de buenos chicos, señor, y si no fuera por la piel gris que les cuelga uno juraría que no llevan ni cinco minutos enterrados, señor.

—Tómales juramento mañana.

—Sí, señor. Buena idea. Y por supuesto, nos ahorramos un pellizco al no tener que incluirlos en el plan de pensiones.

—Pueden patrullar por la calle Reyes. Después de todo, son humanos.

—Sí, señor. —Cuando Sam estaba de aquel humor, pensó Colon, había que estar de acuerdo con él en todo—. Le estamos cogiendo el tranquillo a esto de la discriminación positiva, ¿eh, señor?

—¡Ahora mismo le tomaría juramento hasta a una gorgona!

—Siempre está el señor Bleakley, señor, que se está hartando de trabajar en la carnicería kosher y…

—Pero nada de vampiros. Ni un solo vampiro nunca. Ahora vamos para allá, Fred.

* * *

Nobby Nobbs se lo tendría que haber imaginado. Eso se iba diciendo a sí mismo mientras se escabullía por las calles. Todo aquel rollo de los reyes y demás… Lo que querían que él hiciese…

Era una idea terrible…

Era presentarse voluntario.

Nobby se había pasado la vida entera llevando alguna clase de uniforme. Y una de las lecciones básicas que había aprendido era que los hombres de cara roja y voces pastosas nunca jamás les conseguían chollos a la gente como Nobby. Pedían voluntarios para hacer algo «grande y limpio» y uno terminaba de rodillas fregando un maldito puente levadizo enorme. Decían: «¿Hay alguien por aquí a quien le guste la buena comida?», y te pasabas la semana entera pelando patatas. Jamás había que prestarse voluntario. Ni aunque viniera un sargento y te dijera: «Necesitamos a alguien que beba alcohol, botellas de, y que haga el amor, con pasión, a mujeres, al servicio de». Siempre había truco. Si un coro de ángeles pidiera que dieran un paso adelante quienes quisieran ir voluntarios al paraíso, Nobby era lo bastante listo como para saber que tenía que dar un paso atrás.

Cuando al cabo Nobbs le llegara la llamada, no lo encontraría poco preparado. No lo encontraría en absoluto.

Nobby eludió a un rebaño de cerdos que iba por el medio de la calle.

Ni siquiera el señor Vimes esperaba de él que se presentara voluntario. Respetaba el orgullo de Nobby.

A Nobby le dolía la cabeza. Debían de haber sido los huevos de codorniz, estaba seguro. Unos pájaros que pusieran unos huevos así de enanos no podían estar sanos del todo.

Pasó con sigilo al lado de una vaca que tenía la cabeza atascada en la ventana de alguien.

¿Nobby de rey? Oh, sí. A Nobby nadie le regalaba nada más que tal vez una enfermedad de la piel o sesenta azotes. El mundo era una selva para los Nobbs, estaba claro. Si hubiera una competición mundial de perdedores, cualquier Nobbs quedaría prime… último.

Dejó de correr y tocó tierra en un portal. Al abrigo de sus hospitalarias sombras se sacó una colilla muy corta de cigarrillo de detrás de la oreja y la encendió.

Ahora que se sentía lo bastante a salvo como para pensar en algo que no fuera huir, se preguntó por todos esos animales que estaban por las calles. A diferencia del árbol genealógico que había dado como fruto a Fred Colon, la enredadera retorcida de los Nobbs solamente había florecido intramuros de la ciudad. Nobby tenía una noción vaga de que los animales eran comida en alguna fase primaria y con eso ya le bastaba. Pero estaba bastante seguro de que no deberían estar deambulando descuidadamente como en aquellos momentos.

Había cuadrillas de hombres que intentaban rodear a los animales. Pero como estaban cansados y trabajando en varias cosas a la vez, y como los animales estaban hambrientos y confusos, lo único que pasaba era que las calles se estaban enfangando mucho más.

Nobby fue consciente de que no estaba solo en el portal. Bajó la vista.

En las sombras también acechaba una cabra. Estaba descuidada y olía mal, pero giró la cabeza y le dirigió a Nobby la mirada más sabia que hubiera visto nunca en la cara de un animal. Inesperadamente, y de forma nada característica, a Nobby lo acometió una oleada de compañerismo.

Apagó la colilla de un pellizco y se la pasó a la cabra, que se la comió.

—Tú y yo somos iguales —dijo Nobby.

* * *

Un rebaño variopinto se iba dispersando frenéticamente a medida que Zanahoria, Angua y Jovielle bajaban por la calle Degolladero. Sobre todo intentaban mantenerse lejos de Angua. A Jovielle le daba la impresión de que una barrera invisible avanzaba por delante de ellos. Algunos animales intentaban trepar por las paredes o echaban a correr frenéticamente por callejuelas laterales.

—¿Por qué tienen tanto miedo? —preguntó Jovielle.

—Ni idea —dijo Angua.

Unas pocas ovejas enloquecidas huyeron de ellos mientras daban un rodeo a la fábrica de velas. La luz de sus altas ventanas indicaba que la producción de velas se prolongaba toda la noche.

—Fabrican casi medio millón de velas cada veinticuatro horas —dijo Zanahoria—. He oído decir que tienen maquinaria muy avanzada. Suena muy interesante. Me encantaría verlo.

En la parte de atrás de la fábrica la niebla estaba iluminada. Había gente cargando cajas llenas de velas en una sucesión de carros.

—Todo parece bastante normal —dijo Zanahoria, mientras se acomodaban en un portal convenientemente oscuro—. Aunque ajetreado.

—No veo de qué va a servir esto —dijo Angua—. Tan pronto como nos vean pueden destruir las pruebas. Y aunque encontremos arsénico, ¿qué? Poseer arsénico no es un crimen, ¿verdad?

—Esto… ¿Y es un crimen poseer eso de ahí? —susurró Jovielle.

Un gólem subía caminando lentamente por el callejón. No se parecía a ningún otro gólem que hubieran visto. Los demás eran antiguos y se habían reparado a sí mismos tantas veces que ya eran tan amorfos como muñecos de nieve, pero aquel tenía aspecto humano, o por lo menos el aspecto que les gustaría tener a los humanos. Se parecía a una estatua hecha de arcilla blanca. Sobre la cabeza, e incorporada al mismo diseño, llevaba una corona.

—Yo tenía razón —murmuró Zanahoria—. Sí que fabricaron un gólem entre ellos. Los pobres diablos. Creyeron que un rey les daría la libertad.

—Mírale las piernas —dijo Angua.

Mientras el gólem caminaba unas líneas de luz roja aparecían y desaparecían por sus piernas, y también por el torso y los brazos.

—Se está resquebrajando —añadió.

—¡Ya sabía yo que no se podía cocer cerámica en un viejo horno de pan! —dijo Jovielle—. ¡No tiene la forma adecuada!

El gólem abrió una puerta de un empujón y desapareció dentro de la fábrica.

—Vamos allá —dijo Zanahoria.

—El comandante Vimes nos ha dicho que lo esperemos —dijo Angua.

—Sí, pero no tenemos ni idea de qué puede estar pasando ahí dentro —dijo Zanahoria—. Además, a él le gusta que tomemos la iniciativa. Ahora no podemos quedarnos esperando.

Cruzó el callejón a toda prisa y abrió la puerta.

El interior estaba lleno de cajas enormes amontonadas, con un pasillo estrecho entre ellas. Procedentes de todas partes, aunque ligeramente amortiguados por las cajas, se oían los cliqueteos y los traqueteos de la fábrica. El aire olía a cera caliente.

Jovielle fue consciente de una conversación en voz baja que estaba teniendo lugar a un metro por encima de su casco pequeño y redondo.

Ojalá el señor Vimes no nos hubiera hecho traerla con nosotros. Imagínate que le pasa algo.

¿De qué estás hablando?

Bueno… ya sabes… es una chica.

¿Y qué? Ya había por lo menos tres enanas en la Guardia y nunca te han preocupado.

Oh, vamos, dime una.

Lars Bebecráneos, para empezar.

¡No! ¿En serio?

¿Estás llamando mentirosa a esta nariz?

¡Pero si la semana pasada paró una pelea él solo en Los Brazos Del Minero!

¿Y bien? ¿Por qué das por sentado que las hembras son más débiles? ¡No te importaría que yo me ocupara de una pelea salvaje en un bar!

Prestaría mi ayuda cuando fuera necesario.

¿A mí o a ellos?

¡Eso es injusto!

¿Ah, sí?

No los ayudaría a menos que te pusieras realmente bestia.

Ah, mira. Y dicen que la caballerosidad ha muerto…

Además, Jovielle es… un poco distinta. Estoy seguro de que a él… de que a ella se le da bien la alquimia, pero en una pelea deberíamos protegerla. Espera…

Salieron de entre las cajas a la fábrica.

Por encima de sus cabezas giraban las velas —cientos de ellas, miles de ellas—, colgando de las mechas por una cinta transportadora formada por complejos eslabones de madera que serpenteaba a un lado y a otro del largo recinto.

—He oído hablar de esto —dijo Zanahoria—. Se llama línea de producción. Sirve para fabricar miles de cosas iguales. ¡Pero mirad qué rapidez! No me puedo creer que el molino pueda…

Angua señaló con el dedo. Había un molino chirriando a su lado, pero no tenía nada dentro.

—Algo tiene que estar haciendo funcionar todo esto —dijo Angua.

Zanahoria señaló con el dedo. Por delante de donde ellos estaban todas las curvas cerradas de la línea de producción convergían en un complejo nudo. En algún lugar del centro había una figura, moviendo tan deprisa los brazos que parecía un borrón.

Justo al lado de Zanahoria la línea terminaba en una tolva enorme de madera. En ella caía una catarata de velas. Nadie se había dedicado a vaciarla, de forma que las velas rebotaban sobre el montón y se alejaban rodando por el suelo.

—Jovielle —dijo Zanahoria—. ¿Sabes usar armas de alguna clase?

—Esto… No, capitán Zanahoria.

—Bien. Pues espera en el callejón. No quiero que nadie te haga daño.

La enana se alejó correteando, con aspecto aliviado.

Angua olisqueó el aire.

—Aquí ha habido un vampiro —dijo.

—Creo que deberíamos… —empezó a decir Zanahoria.

—¡Sabía que lo descubriríais! ¡Ojalá no hubiera comprado nunca esa maldita cosa! ¡Tengo un arma! ¡Os lo advierto, tengo una ballesta!

Ellos se giraron.

—Ah, señor Carry —dijo Zanahoria alegremente. Sacó su placa—. Capitán Zanahoria, Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork…

—¡Sé quiénes sois! ¡Sé quiénes sois! ¡Y también sé lo que sois! ¡Sabía que vendríais! ¡Tengo una ballesta y no me da miedo usarla! —La punta de su ballesta se movió de forma vacilante, demostrando que mentía.

—¿De veras? —dijo Angua—. ¿Y qué somos?

—¡Yo no quería tener nada que ver con esto! —dijo Carry—. Esa cosa mató a los ancianos, ¿verdad?

—Sí —dijo Zanahoria.

—¿Por qué? ¡Yo no le dije que lo hiciera!

—Creo que porque ayudaron a construirlo —dijo Zanahoria—. Sabía a quién echar la culpa.

—¡Los gólems me lo vendieron! —dijo Carry—. Yo creía que ayudaría a levantar el negocio, pero esa cosa del demonio no para nunca…

Levantó la vista hasta la línea de velas que giraba por encima de ellos, pero estaba otra vez vigilándolos antes de que Angua pudiera moverse.

—Trabaja duro, ¿verdad?

—¡Ja! —Pero Carry no tenía pinta de estar disfrutando de la broma. Tenía pinta de estar pasando por un tormento privado—. He dado vacaciones a todo el mundo menos a las chicas del departamento de empaquetado, ¡que ya están haciendo tres turnos y horas extras! Tengo a cuatro hombres ahí fuera buscando sebo, a dos negociando la compra de mecha y a tres intentando comprar más espacio de almacén.

—Pues haga que pare de hacer velas —dijo Zanahoria.

—¡Cuando se nos acaba el sebo sale a la calle! ¿Es que quieres que se dedique a deambular por ahí buscando algo que hacer? ¡Eh, vosotros dos quedaos juntos! —añadió Carry en tono apremiante, haciendo un gesto con la ballesta.

—Mire, lo único que tiene que hacer es cambiarle las palabras de la cabeza —dijo Zanahoria.

—¡No me deja! ¿Crees que no lo he intentado?

—No puede no dejarle —dijo Zanahoria—. Los gólems tienen que permitir…

—¡He dicho que no me deja!

—¿Qué hay de las velas envenenadas? —preguntó Zanahoria.

—¡No fue idea mía!

—¿De quién fue idea?

La ballesta de Carry se movió hacia un lado y hacia el otro. Se lamió los labios.

—Todo esto ha ido demasiado lejos —dijo—. Yo me largo.

—¿De quién fue idea, señor Carry?

—¡No pienso terminar tirado en un callejón con menos sangre que un plátano!

—Bueno, hombre, nosotros no le haríamos nada de eso —dijo Zanahoria.

El señor Carry estaba exportando terror. Angua olía cómo manaba de él a raudales. Era capaz de apretar el gatillo de puro pánico.

Y también había otro olor.

—¿Quién es el vampiro? —preguntó.

Por un momento le pareció que el hombre iba a disparar de verdad.

—Lleva usted ajo en el bolsillo —dijo Angua—. Y el lugar apesta a vampiro.

—Él dijo que podíamos poner al gólem a hacer lo que fuera —murmuró Carry.

—¿Como fabricar velas envenenadas? —dijo Zanahoria.

—Sí, pero dijo que simplemente dejaríamos fuera de combate a Vetinari —dijo Carry. Parecía tener un control muy precario sobre sus propias acciones—. Y el patricio no está muerto, porque me habría enterado —dijo—. No creo que hacerlo enfermar sea un crimen, así que no podéis…

—Las velas han matado a otras dos personas —dijo Zanahoria.

Carry volvió a ser presa del pánico.

—¿A quién?

—A una anciana y a un bebé en la calle Cockbill.

—¿Eran importantes? —dijo Carry.

Zanahoria asintió para sí mismo.

—Casi me estaba empezando a dar lástima, señor —dijo—. Justo hasta este momento. Tiene usted suerte, señor Carry.

—¿Ah, sí?

—Oh, sí. Lo hemos pillado antes que el comandante Vimes. Ahora baje usted la ballesta y podremos hablar de…

Hubo un ruido. O más bien el cese repentino de un ruido que había sido penetrante hasta tal punto que ya no se percibía conscientemente.

Acababa de detenerse el traqueteo de la línea. Hubo un coro de pequeños golpes cerosos mientras las velas colgantes se balanceaban y chocaban entre ellas, y por fin se hizo el silencio. La última vela se descolgó de la línea, cayó por una ladera del montón de la tolva y rebotó en el suelo.

Y en medio del silencio, un ruido de pasos.

Carry empezó a retroceder.

—¡Demasiado tarde! —gimió.

Tanto Zanahoria como Angua vieron cómo se movía su dedo.

Angua apartó a Zanahoria de en medio mientras la nuez liberaba la cuerda, pero él había anticipado el movimiento y su mano ya estaba extendiéndose hacia arriba y de lado. Ella oyó el escalofriante ruido de desgarro mientras la mano de Zanahoria giraba delante de la cara de ella, y su gruñido cuando la fuerza de la flecha le hizo dar toda la vuelta.

Zanahoria aterrizó pesadamente en el suelo, agarrándose la mano izquierda. El dardo de ballesta le sobresalía de la palma de la mano.

Angua se agachó.

—No parece una flecha dentada, déjame sacárt…

Zanahoria le agarró la muñeca.

—¡La punta es de plata! ¡No la toques!

Los dos levantaron la vista cuando una sombra cruzó la luz.

El rey gólem la estaba mirando.

Angua notó que se le empezaban a alargar los dientes y las uñas.

Entonces vio que la cara pequeña y redonda de Jovielle asomaba nerviosamente desde detrás de un montón de cajas. Angua luchó para contener sus instintos de mujer lobo, gritó: «¡Quédate donde estás!» a la enana y a todos los folículos capilares que se le estaban hinchando, y vaciló entre perseguir a Carry en su huida y arrastrar a Zanahoria a un lugar seguro.

Volvió a decirle a su cuerpo que no, ni hablar de adoptar forma de loba. Había demasiados olores extraños, demasiados fuegos…

El gólem tenía un brillo de sebo y de cera. Ella retrocedió.

Detrás del gólem vio que Jovielle miraba a Zanahoria, que estaba gimiendo de dolor, y que después miraba un hacha contra incendios que había en un gancho de la pared. La enana la descolgó y la sopesó vagamente con las manos.

—No intentes… —empezó a decir Angua.

¡T’dr’duzk b’hazg t’t!

—¡Oh, no! —gimió Zanahoria—. ¡Eso no!

Jovielle apareció a la carrera detrás del gólem y le dio un hachazo en la cintura. El hacha rebotó pero ella hizo una pirueta con el arma y le dio a la estatua en el muslo, arrancando un trozo de arcilla.

Angua vaciló. El hacha de Jovielle trazaba órbitas borrosas alrededor del gólem mientras su dueña seguía lanzando terribles gritos de guerra. Angua no podía entender ni una palabra, pero es que muchos gritos de los enanos no perdían el tiempo con palabras. Iban directos a las emociones en forma sónica. Con cada golpe que daba en su objetivo rebotaban esquirlas de arcilla en las cajas.

—¿Qué ha gritado? —preguntó Angua mientras sacaba a Zanahoria de en medio.

—¡Es el grito de batalla de los enanos más amenazador que existe! ¡Una vez es pronunciado alguien tiene que morir!

—¿Qué significa?

—¡Hoy Es Un Buen Día Para Que Muera Otro!

El gólem observaba a la enana sin curiosidad, como un elefante que observara el ataque de un pollo descarriado.

Atrapó el hacha en medio del aire, con Jovielle colgando detrás como la cola de un cometa, y la arrojó a un lado.

Angua levantó a Zanahoria hasta ponerlo de pie. Le manaba sangre de la mano. Intentó cerrar sus orificios nasales. «Mañana es luna llena. Se acabó el elegir».

—Tal vez podamos razonar con él… —empezó a decir Zanahoria.

—¡Despierta! ¡Esto es el mundo real! —gritó Angua.

Zanahoria desenvainó la espada.

—Quedas detenido… —empezó a decir.

El brazo del gólem pasó zumbando. La espada se quedó clavada hasta la empuñadura en una caja de velas.

—¿Tienes alguna otra idea brillante? —preguntó Angua, mientras retrocedían—. ¿O ya nos podemos ir?

—No. En alguna parte tenemos que pararlo.

Sus talones chocaron contra una muralla de cajas.

—Creo que hemos encontrado el lugar —dijo Angua mientras el gólem volvía a levantar los puños.

—Tú te escabulles por la derecha y yo por la izquierda. Tal vez…

Un golpe hizo temblar los portones de la pared del fondo.

El rey gólem giró la cabeza.

Las puertas volvieron a temblar y estallaron hacia dentro. Por un momento se vio el contorno de Dorfl en el umbral. Luego el gólem rojo bajó la cabeza, abrió los brazos y se lanzó a la carga.

No fue una carrera muy rápida pero sí llevaba un impulso tremendo, como el lento deslizamiento de un glaciar. Los tablones de madera se estremecían y retumbaban debajo de él.

Los gólems colisionaron haciendo clang en el centro de la fábrica. Las líneas quebradas de fuego se extendieron por el cuerpo del rey al abrírsele las grietas, pero aun así rugió y pudo agarrar a Dorfl por la cintura y arrojarlo contra la pared.

—Vamos —dijo Angua—. Ahora sí que podemos encontrar a Jovielle y salir de aquí, ¿no?

—Deberíamos ayudarlo —dijo Zanahoria, mientras los gólems se embestían de nuevo.

—¿Cómo? Si esa cosa… si él no puede detenerlo, ¿qué te hace pensar que podemos nosotros? ¡Vamos!

Zanahoria se la sacudió de encima.

Dorfl se levantó con dificultad de entre los ladrillos y volvió a cargar. Los gólems chocaron y palparon el cuerpo del otro en busca de agarraderos. Permanecieron un momento unidos, crujiendo, y por fin Dorfl levantó la mano sosteniendo algo. Dorfl se deshizo del abrazo del otro gólem y le dio en la cabeza con su propia pierna.

En pleno giro Dorfl intentó golpear con la mano libre pero el otro se la agarró. El rey giró con una extraña gracia, arrastró a Dorfl al suelo, rodó y se puso a patalear. Dorfl también rodó. Extendió los brazos para detenerse y miró hacia atrás para ver cómo sus pies giraban hasta chocar con la pared.

El rey recogió su pierna. Tardó un momento en recobrar el equilibrio y se recompuso.

Luego su mirada roja barrió la fábrica y soltó un destello cuando vio a Zanahoria.

—¡Tiene que haber una puerta trasera! —murmuró Angua—. ¡Carry ha salido!

El rey echó a correr hacia ellos, pero se topó con un problema inmediato. Se había puesto la pierna del revés. Empezó a cojear en círculos, pero de alguna forma los círculos se iban acercando a ellos.

—No podemos dejar a Dorfl tirado sin más —dijo Zanahoria.

Sacó una larga vara de metal de un tanque para batir el sebo y se descolgó hasta el suelo cubierto de grasa seca.

El rey cojeó hacia él. Zanahoria dio un brinco hacia atrás, recuperó el equilibrio con la ayuda de una barandilla, y atacó.

El gólem levantó la mano, cogió la vara en medio del aire y la tiró a un lado. Levantó los dos puños y trató de dar un paso adelante.

No pudo moverse. Bajó la vista.

—Tssss —dijo lo que quedaba de Dorfl, agarrado a su tobillo.

El rey se dobló por la mitad, lanzó un golpe con el borde de una mano y cortó sin inmutarse la parte superior de la cabeza de Dorfl. Sacó el chem y lo arrugó.

La luz de los ojos de Dorfl se apagó.

Angua se abalanzó sobre Zanahoria con tanta fuerza que casi lo hizo caer. Lo rodeó con ambos brazos y tiró de él para llevarlo lejos de allí.

—¡Acaba de matar a Dorfl, sin inmutarse! —dijo Zanahoria.

—Es una pena, sí —dijo Angua—. O lo sería si Dorfl hubiera estado vivo. Zanahoria, son como… maquinaria. Mira, podemos llegar hasta la puerta…

Zanahoria se soltó del abrazo de ella.

—Es asesinato —dijo—. Somos de la Guardia. ¡No podemos quedarnos… mirando! ¡Lo ha matadol

—No es una persona, ni el otro tampoco…

—¡El comandante Vimes dijo que alguien tiene que hablar en nombre de la gente que no tiene voz!

«Se lo cree de verdad —pensó Angua—. Vimes le pone las palabras dentro de la cabeza a él».

—¡Mantenlo ocupado! —gritó él, y se alejó a la carrera.

—¿Cómo? ¿Organizo un aperitivo?

—Tengo un plan.

—¡Ah, genial!

* * *

Vimes alzó la mirada hasta la entrada de la fábrica de velas. En la penumbra pudo ver dos teas de aceite que ardían a los lados de un escudo.

—Fíjate en eso, ¿ves? —dijo—. Aún no se ha secado la pintura y ya está alardeando delante de todo el mundo.

—¿Qué es eso, señor? —dijo Detritus.

—¡Su maldito escudo de armas! Detritus levantó la vista.

—¿Por qué tiene un pescado en llamas? —preguntó.

—En heráldica eso se llama poisson —dijo Vimes en tono amargo—. Y se supone que es una lámpara.

—Una lámpara hecha de poisson —dijo Detritus—. Qué cosas.

—Por lo menos tiene el lema en lenguaje corriente —dijo el sargento Colon—. En lugar de ese rollo antiguo que no entiende nadie. «El art de arrimar la lámpara». Eso, sargento Detritus, es lo que se llama un retruécano o juego de palabras. Porque Art es el diminutivo de Arthur, ¿lo ve?

Vimes se quedó pasmado en medio de los dos sargentos y sintió que se le abría un agujero en la cabeza.

—¡Mierda! —dijo—. ¡Mierda, mierda, mierda! ¡Pero si me lo enseñó! «¡Vimes, ese tonto de baba! ¡Seguro que no se entera de nada!». ¡Oh, sí! ¡Y encima tenía razón!

—Tampoco es muy bueno —dijo Colon—. O sea, para entenderlo tienes que saber que el señor Carry se llama Arthur…

—¡Cállate, Fred! —le cortó Vimes.

—Callándome inmediatamente, señor.

—Maldito arrogante… ¿Quién es ese?

Una figura salió a toda velocidad del edificio, miró a su alrededor apresuradamente y se escabulló por la calle.

—¡Es Carry! —dijo Vimes. Ni siquiera gritó «¡A por él!», sino que pasó de estar completamente quieto a ir a la carrera. La figura de Carry iba esquivando de vez en cuando una oveja o un cerdo descarriados y no tenía malas piernas para correr, pero Vimes iba impulsado por la furia en estado puro y ya solamente estaba a unos metros de su presa cuando esta dobló por un callejón.

Vimes se detuvo derrapando y se agarró de la pared. Había visto el contorno de una ballesta, y una de las cosas que se aprendían en la Guardia —es decir, una de las cosas que con un poco de suerte se tenía la oportunidad de aprender— era que hay que ser muy tonto para seguir a alguien que tiene una ballesta por un callejón oscuro donde tu silueta quedará recortada contra cualquier luz que haya.

—Sé que es usted, Carry —gritó.

—¡Tengo una ballesta!

—¡Solamente puede disparar una vez!

—¡Quiero una reducción de condena por colaborar con la policía!

—¡Nanay! —Carry bajó la voz.

—¡Me dijeron que podía poner al maldito gólem a hacerlo! No pensé que nadie fuera a salir herido.

—Claro, claro —dijo Vimes—. Hizo usted velas envenenadas porque daban mejor luz, supongo.

—¡Ya me entiende! ¡Ellos me dijeron que no pasaría nada y que…!

—¿Quiénes son esos «ellos»?

—¡Me dijeron que nadie lo descubriría nunca!

—¿En serio?

—Mire, mire, dijeron que podían… —La voz hizo una pausa y asumió ese tono engatusador que ponen los cortos de entendederas cuando quieren parecer astutos—. Si se lo digo todo me dejará ir, ¿de acuerdo?

Los dos sargentos ya habían llegado a la escena. Vimes tiró de Detritus hacia él, aunque lo que pasó es que acabó tirando de sí mismo hacia Detritus.

—Dobla la esquina y vigila que no salga del callejón por el otro lado —susurró. El troll asintió—. ¿Qué es lo que me quiere decir, señor Carry? —le dijo Vimes a la oscuridad del callejón.

—¿Tenemos un trato?

—¿Qué?

—Un trato.

—¡No, joder, no tenemos ningún trato, señor Carry! ¡No soy ningún comerciante! Pero le diré algo, señor Carry. ¡Lo han traicionado!

De la oscuridad vino un silencio y luego un ruido parecido a un suspiro.

Detrás de Vimes, el sargento Colon dio unas patadas en el suelo para mantenerse en calor.

—No puede pasarse toda la noche ahí, señor Carry —dijo Vimes.

Se oyó otro ruido, un ruido como de cuero. Vimes levantó la vista en dirección a las volutas de niebla.

—¡Algo no va bien! —dijo—. ¡Vamos!

Se adentró corriendo en el callejón. El sargento Colon lo siguió, razonando que no pasaba nada si uno entraba corriendo en un callejón donde había un hombre armado siempre y cuando entrara detrás de alguien.

Una silueta se cirnió sobre ellos.

—¿Detritus?

—¡Sí, señor!

—¿Adonde ha ido? ¡En este callejón no hay puertas!

Sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad. Vio una forma acurrucada al pie de una pared y sus pies chocaron con una ballesta.

—¿Señor Carry?

Se arrodilló y encendió una cerilla.

—Oh, qué asco —dijo el sargento Colon—. Algo le ha roto el cuello.

—Está muerto, ¿no? —dijo Detritus—. ¿Quiere un contorno de tiza alrededor?

—No creo que haya que molestarse, sargento.

—No es molestia, tengo tiza aquí mismo.

Vimes levantó la vista. El callejón estaba lleno de niebla, pero no había escaleras de mano ni tampoco techos bajos por donde trepar.

—Salgamos de aquí —dijo.

* * *

Angua plantó cara al rey.

Resistió un deseo terrible de cambiar. Lo más probable es que ni siquiera unas mandíbulas de mujer loba hubieran tenido ningún efecto en aquello. No tenía yugular.

No se atrevía a apartar la mirada. El rey se movía con indecisión, lleno de pequeñas sacudidas y temblores que en un humano sugerirían locura. Los brazos se le movían deprisa pero de forma errática, como si estuviera recibiendo señales que no le llegaran bien. Y el ataque de Dorfl lo había dejado dañado. Cada vez que se movía le brillaba una luz roja desde docenas de grietas nuevas.

—¡Te estás resquebrajando! —gritó Angua—. ¡El horno no servía para la alfarería!

El rey se abalanzó sobre ella. Ella lo esquivó y oyó que su mano cortaba una remesa de velas.

—¡Estás hecho de cualquier manera! ¡Estás horneado como una hogaza! ¡Estás a medio cocer!

Desenvainó su espada. Normalmente no le servía de gran cosa. Con una sonrisa siempre le bastaba.

Una mano cortó la parte superior de la hoja.

Ella miró el metal cortado con cara de horror y luego dio una voltereta hacia atrás mientras otro golpe le pasaba zumbando junto a la cara.

Su pie resbaló sobre una vela y cayó pesadamente, pero con la bastante serenidad como para rodar antes de que le cayera el pisotón encima.

—¿Dónde te has metido? —gritó.

—¿Puedes hacer que se acerque un poco más a las puertas, por favor? —dijo una voz desde la oscuridad de las alturas.

Zanahoria salió trepando de la estructura desvencijada en la que se apoyaba la línea de producción.

—¡Zanahoria!

—Ya casi está…

El rey intentó agarrarle la pierna a Angua. Ella lanzó una patada y le alcanzó en la rodilla.

Para su asombro, se la rompió. Pero el fuego de dentro seguía incólume. Las piezas de porcelana parecían flotar en él. No importaba lo que uno hiciera, el gólem era capaz de seguir adelante, aunque solamente fuera una nube de arenilla flotante.

—Ah. Eso es —dijo Zanahoria, y se dejó caer del castillete.

Aterrizó sobre la espalda del rey, le rodeó el cuello con el brazo y empezó a aporrearle la cabeza con la empuñadura de la espada. El gólem se tambaleó y trató de levantar las manos para quitárselo de encima.

—¡Tengo que sacarle las palabras! —gritó Zanahoria, mientras los brazos intentaban agarrarlo—. ¡Es la única… forma!

El rey se tambaleó hacia delante y chocó con un montón de cajas, que estallaron y provocaron un diluvio de velas. Zanahoria lo agarró de las orejas e intentó desenroscar.

Angua le oyó decir:

—Tiene… derecho… a… un… abogado…

—¡Zanahoria! ¡No te molestes en decirle sus malditos derechos!

—Tiene… derecho a…

—¡Dale solo los últimos!

Hubo un revuelo procedente de la puerta abierta y Vimes entró corriendo con la espada desenvainada.

—Oh, dioses… ¡Sargento Detritus!

Detritus apareció detrás de él.

—¡Señor!

—¡Flecha de ballesta en toda la cabeza, por favor!

—Si usted lo dice, señor…

—¡En la del gólem, sargento! ¡La mía está bien como está! ¡Zanahoria, bájate de esa cosa!

—¡No le puedo sacar la cabeza, señor!

—¡Vamos a probar con dos metros de frío acero en la oreja tan pronto como te bajes de ese maldito trasto!

Zanahoria cogió apoyo en los hombros del rey, intentó evaluar el momento mientras la cosa se tambaleaba y saltó.

Aterrizó con torpeza sobre un montón de velas que se desmoronaba. La pierna se le dobló y cayó dando tumbos hasta que lo detuvo el armazón inerte que había sido Dorfl.

—Eh, mire para aquí, caballero —dijo Detritus.

El rey se dio la vuelta.

Vimes no llegó a captar todo lo que pasó a continuación, de tan deprisa que pasó. Fue apenas consciente de la ráfaga de aire y del gloinc de la flecha al rebotar que se mezcló con el ruido de madera crepitando cuando la flecha se clavó en el marco de la puerta que tenía detrás.

Y el gólem se inclinó junto a Zanahoria, que estaba intentando escurrirse fuera de allí.

Levantó un puño y lo dejó caer.

Vimes ni siquiera vio moverse el brazo de Dorfl, pero de repente estaba allí, agarrando la muñeca del rey.

En los ojos de Dorfl unas estrellitas diminutas de luz estallaron como novas.

—¡Tsssss!

Mientras el rey se echaba bruscamente hacia atrás, sorprendido. Dorfl se agarró a lo que quedaba de sus piernas e hizo palanca para levantarse. Y mientras se incorporaba él, también lo hizo su puño.

El tiempo se ralentizó. El puño de Dorfl era la única cosa que se movía en el universo.

Se movió como si fuera un planeta, sin ninguna velocidad aparente pero con una deriva imparable.

Y luego la expresión del rey cambió. Justo antes de que el puño impactara, sonrió.

La cabeza del gólem explotó. Vimes lo recordaría a cámara lenta, como un largo segundo de cerámica flotando. Y de palabras. Salieron volando pedazos de papel, decenas, veintenas de ellos, y cayeron dando suaves volteretas por el aire.

Despacio, y en paz, el rey se desplomó al suelo. La luz roja murió, las grietas se abrieron y ya no hubo más que… pedazos. Dorfl se desplomó encima de ellos.

Angua y Vimes llegaron al mismo tiempo a donde estaba Zanahoria.

—¡Ha cobrado vida! —dijo Zanahoria, levantándose con esfuerzo—. ¡Esa cosa iba a matarme y Dorfl ha cobrado vida! ¡Pero esa cosa le había sacado las palabras de la cabeza! ¡Los gólems necesitan tener las palabras!

—Le dieron demasiadas a su propio gólem, eso sí que está claro —dijo Vimes.

Recogió algunos de los rollos de papel.

… CREAR PAZ Y JUSTICIA PARA TODOS…

… GOBERNARNOS CON SABIDURÍA…

…ENSEÑARNOS A SER LIBRES…

…GUIARNOS A…

«Pobre diablo», pensó.

—Vamos a llevarte a casa. Esa mano necesita tratamiento… —dijo Angua.

Escucha, ¿quieres? —dijo Zanahoria—. ¡Está vivo!

Vimes se arrodilló junto a Dorfl. El cráneo roto de arcilla parecía tan vacío como el huevo del desayuno del día anterior. Pero seguía habiendo un puntito de luz en cada cuenca ocular.

—Usssss —siseó Dorfl, tan débilmente que Vimes no pudo estar seguro de haberlo oído.

Un dedo arañó el suelo.

—¿Está intentando escribir algo? —preguntó Angua.

Vimes sacó su cuaderno, lo colocó debajo de la mano de Dorfl y metió suavemente un lápiz entre los dedos del gólem. Todos miraron cómo la mano escribía —un poco a trompicones pero todavía con la precisión mecánica de un gólem— once palabras.

Luego se detuvo. El lápiz se alejó rodando. Las luces de los ojos de Dorfl disminuyeron y se apagaron.

—Por todos los dioses —dijo Angua en voz muy baja—. No necesitan palabras en la cabeza.

—Podemos reconstruirlo —dijo Zanahoria con voz ronca—. Tenemos la arcilla.

Vimes se quedó mirando las palabras y luego a lo que quedaba de Dorfl.

—¿Señor Vimes? —dijo Zanahoria.

—Hazlo —dijo Vimes.

Zanahoria parpadeó.

—Ahora mismo —dijo Vimes.

Volvió a mirar el garabato que había en su cuaderno.

LAS PALABRASQUE HAYENELCORAZÓN NO SEPUEDEN SACAR.

—Y cuando lo reconstruyas —dijo—. Cuando lo reconstruyas… dale una voz. ¿Me entiendes? Y haz que alguien te mire esa mano.

—¿Una voz, señor?

—¡Hazlo!

—Sí, señor.

—Bien. —Vimes recobró la compostura—. La agente Angua y yo echaremos un vistazo por aquí. Ya puedes irte.

Miró cómo Zanahoria y el troll se llevaban los restos.

—Muy bien —dijo—. Estamos buscando arsénico. Tal vez haya algún taller en alguna parte. No creo que quieran mezclar las velas envenenadas con las demás. Jovial sabrá dónde hay que… ¿Dónde está el cabo Culopequeño?

—Esto… no creo que pueda aguantar mucho más…

Levantaron la vista.

Jovielle estaba colgando de la línea de velas.

—¿Cómo ha llegado hasta ahí? —preguntó Vimes.

—Me he encontrado más o menos pasando por aquí, señor.

—¿No puede simplemente soltarse? No está usted tan arriba… Oh…

A un par de metros debajo de ella había una artesa de gran tamaño llena de sebo fundido. De vez en cuando la superficie hacía glup.

—Esto… ¿Cómo de caliente debe de estar eso? —le dijo Vimes entre dientes a Angua.

—¿Alguna vez ha mordido mermelada caliente? —dijo ella. Vimes levantó la voz.

—¿Puede moverse hacia allá por la línea, cabo?

—¡Toda la madera está grasienta, señor!

—¡Cabo Culopequeño, le ordeno que no se caiga!

—¡Muy bien, señor!

Vimes se quitó la chaqueta.

—Aguanta esto. Veré si puedo trepar… —murmuró.

—¡No funcionará! —dijo Angua—. ¡La cosa ya tiembla demasiado tal y como está!

—Me están resbalando las manos, señor.

—Dioses, ¿por qué no nos llamó usted antes?

—Todo el mundo parecía ocupado, señor.

—Dése la vuelta, señor —dijo Angua, desabrochándose las hebillas de su coraza—. ¡Ahora mismo, por favor! ¡Y cierre los ojos!

—¿Por qué, qué p…?

—¡Ahorrra missmo, señorrrrr!

—Oh… sí…

Vimes oyó que Angua se alejaba de la máquina de velas y que sus pasos se intercalaban con el ruido metálico de las piezas de armadura al caer. Luego oyó que echaba a correr y que sus pasos cambiaban mientras corría y luego…

Abrió los ojos.

La loba planeó hacia arriba a cámara lenta, agarró el hombro de la enana con las mandíbulas justo cuando Jovielle se estaba soltando y después arqueó el cuerpo para que loba y enana aterrizaran en el suelo al otro lado de la cubeta.

Angua rodó por el suelo, gimoteando.

Jovielle se puso de pie a toda prisa.

—¡Es un hombre lobo!

Angua rodó de un lado para otro, llevándose las patas a la boca.

—¿Qué le ha pasado? —dijo Jovielle, mientras su pánico se atenuaba un poco—. Parece… herido. ¿Dónde está Angua? Oh…

Vimes echó un vistazo a la camisa de cuero rasgada de la enana.

—¿Lleva usted cota de malla debajo de la ropa? —dijo.

—Oh… es mi camiseta de plata… pero ella lo sabía. Se lo dije…

Vimes agarró a Angua por el collar. Ella hizo un movimiento para morderle, pero le vio los ojos y apartó la cara.

—Solamente ha mordido la plata, nada más —dijo Jovielle, frenética.

Angua consiguió levantarse, los fulminó con la mirada y se escabulló detrás de unas cajas. La oyeron soltar unos gimoteos que, gradualmente, se convirtieron en una voz.

—Malditos malditos enanos y sus malditas camisetas…

—¿Se encuentra bien, agente? —preguntó Vimes.

—Maldita ropa interior de plata… ¿Puede tirarme mi ropa, por favor?

Vimes hizo un montón con el uniforme de Angua y, con los ojos cerrados por una cuestión de decencia, se lo pasó por la esquina de la caja.

—Nadie me dijo que fuera una mujer l… —se quejó Jovielle.

—Mírelo de esta forma, cabo —dijo Vimes, con tanta paciencia como pudo—. Si no fuera una mujer loba, a estas alturas sería usted la vela de diseño más grande del mundo, ¿de acuerdo?

Angua salió de detrás de las cajas, frotándose la boca. La piel de alrededor tenía un color demasiado rosado…

—¿Te ha quemado? —preguntó Jovielle.

—Se curará —dijo Angua.

—¡Nunca me dijiste que eras una mujer loba!

—¿Cómo te habría gustado que te lo explicara?

—Bien —dijo Vimes—. Si el tema está zanjado, señoras, quiero que se registre este lugar. ¿Entendido?

—Tengo un poco de ungüento —dijo Jovielle en tono dócil.

—Gracias.

Encontraron un saco en el sótano. Contenía varias cajas de velas. Y un montón de ratas muertas.

* * *

Ígneo el troll abrió la puerta de su alfarería una pequeña fracción. No tenía intención de que la fracción fuera más que un dieciseisavo, pero de inmediato alguien dio un fuerte empujón y la convirtió en algo por encima de uno y tres cuartos.

—Eh, ¿qué es esto? —dijo mientras Detritus y Zanahoria entraban llevando entre ambos la carcasa de Dorfl—. No pueden entrar aquí como si nada…

—No estamos entrando como si nada… —dijo Detritus.

—Esto es un atropello —protestó Ígneo—. No tienen derecho a entrar aquí. No tienen ninguna razón…

Detritus soltó al gólem y se dio la vuelta. Su mano salió disparada y agarró a Ígneo de la garganta.

—¿Ves esas estatuas de Monolito que hay ahí? ¿Las ves? —gruñó, retorciendo la cabeza del otro troll para que mirara una hilera de estatuas religiosas trolls que había al otro lado del almacén—. ¿Quieres que rompa una, mire de qué está llena y así quizá encuentre una razón?

Los ojos como ranuras de Ígneo recorrieron el lugar rápidamente. Puede que fuera duro de mollera, pero reconocía un estado de ánimo asesino cuando flotaba en el aire.

—No hace falta, yo siempre ayudo a la Guardia —murmuró—. ¿A qué viene todo esto?

Zanahoria dejó al gólem en una mesa.

—Pues empieza —dijo—. Reconstruyelo. Usa tanta de la vieja arcilla como puedas, ¿entendido?

—¿Cómo puede funcionar cuando tiene las luces apagadas? —dijo Detritus, todavía perplejo por aquella misión caritativa.

—¡Él dijo que la arcilla tiene memoria!

El sargento se encogió de hombros.

—Y dale una lengua —dijo Zanahoria. Ígneo pareció escandalizado.

—Eso ni hablar —dijo—. Todo el mundo sabe que es blasfemia gorda que los gólems hablen.

—¿Ah, sí? —dijo Detritus. Cruzó el almacén hasta el grupo de estatuas y las miró con el ceño fruncido. Entonces dijo—: Uuups, ahora me tropiezo por accidente, uuuu, ahora me agarro a una estatua para no caerme, y oh, se ha soltado brazo, tierra trágame, y ¿qué es este polvo blanco que veo con mis ojos cayendo accidentalmente en el suelo?

Se lamió un dedo y probó la sustancia con cuidado.

—Tocho —gruñó, caminando de vuelta hasta donde estaba temblando Ígneo—. ¿Y tú hablas de blasfemia, coprolito sedimentario? ¡Haz lo que dice el capitán Zanahoria ahora mismo o sales de aquí en un saco!

—Esto es brutalidad policial… —murmuró Ígneo.

—¡No, esto solo son gritos policiales! —gritó Detritus—. ¡Si quieres probar la brutalidad, por mí perfecto!

Ígneo intentó apelar a Zanahoria.

—Esto no está bien, tiene una placa, me está aterrorizando, no puede hacer esto —dijo.

Zanahoria asintió. En su mirada hubo un destello que Ígneo tendría que haber percibido.

—Correcto —dijo—. ¿Sargento Detritus?

—¿Señor?

—Ha sido un día duro para todos. Puede terminar su turno.

—¡Síseñor! —dijo Detritus con entusiasmo considerable. Se quitó la placa y la dejó en el suelo con cuidado. Luego empezó a quitarse la armadura forcejeando.

—Mírelo así —dijo Zanahoria—. No es que estemos creando vida, simplemente le estamos dando un lugar donde vivir.

Ígneo se rindió por fin.

—Muy bien, muy bien —murmuró—. Lo hago. Lo hago. Miró los diversos trozos y fragmentos que eran lo único que quedaba de Dorfl y se frotó el liquen de la barbilla.

—Tenemos casi todos los pedazos —dijo, y por un momento la profesionalidad apartó a un lado el resentimiento—. Podría pegarlos todos con cemento para hornos. Eso funcionaría si lo cocemos toda la noche. A ver… creo que tengo un poco por aquí…

Detritus parpadeó mirándose el dedo, que seguía blanco del polvo que había probado, parpadeó varias veces y se inclinó con sigilo hacia Zanahoria.

—¿Acabo de lamer esto? —dijo.

—Ejem, sí-dijo Zanahoria.

—Bueno, pues menos mal —dijo Detritus, parpadeando con furia—. No me gustaría creer que la sala está realmente llena de arañas peludas gigant… uíbel uíbel sclup…

Se desplomó en el suelo, aunque feliz.

—Aunque yo lo haga, no se puede devolverle la vida —murmuró Ígneo, regresando a su mesa de trabajo—. No volverán a encontrar ningún sacerdote que escriba las palabras en su cabeza, ya no.

—Él se inventará sus propias palabras —dijo Zanahoria.

—¿Y quién va a vigilar el horno? —dijo Ígneo—. Por lo menos va a tardar hasta el desayuno…

—No tengo ningún plan para el resto de la noche —dijo Zanahoria, quitándose el casco.

* * *

Vimes se despertó sobre las cuatro. Se había quedado dormido sentado a su mesa. No tenía intención de hacerlo, pero su cuerpo se había apagado a sí mismo.

No era la primera vez que abría sus ojos adormilados allí. Pero por lo menos ahora no estaba encima de nada pegajoso.

Se concentró en el informe que había escrito a medias. Su cuaderno estaba al lado, página tras página de apuntes laboriosos para recordarle que estaba intentando comprender un mundo complejo por medio de una mente simple.

Bostezó y contempló las altas horas de la madrugada por la ventana.

No tenía pruebas de ninguna clase. Ninguna prueba de verdad. Había interrogado a un casi incoherente cabo Nobbs, que en realidad no había visto nada. No tenía nada que no se fuera a disipar como la niebla por la mañana. Lo único que tenía eran unas cuantas sospechas y un montón de coincidencias, que se apoyaban las unas en las otras como un castillo de naipes sin cartas en la base.

Contempló su cuaderno.

Parecía que alguien había estado trabajando duro. Ah, sí. Había sido él.

Los acontecimientos de la noche anterior le tintinearon en la cabeza. ¿Por qué había escrito todo aquello sobre un escudo de armas?

Ah, sí…

¡Sí!

Diez minutos más tarde estaba abriendo la puerta de la alfarería. El calor se propagó por el aire húmedo.

Encontró a Zanahoria y a Detritus dormidos en el suelo a ambos lados del horno. Mierda. Necesitaba a alguien de confianza, pero no se hizo al ánimo de despertarlos. En los últimos días había apretado mucho a todos…

Algo dio unos golpecitos en la portezuela del horno.

La manecilla empezó a girar sola.

La portezuela se abrió tanto como pudo y algo salió medio a rastras y medio cayéndose al suelo.

Vimes todavía no estaba del todo despierto. El agotamiento y los fantasmas pertinaces de la adrenalina le borboteaban en los márgenes de la conciencia, pero vio que el hombre en llamas se enderezaba y se ponía de pie.

Su cuerpo al rojo vivo hizo una serie de pings al empezar a enfriarse. Allí donde pisaba, el suelo se chamuscaba y humeaba.

El gólem levantó la cabeza y miró a su alrededor.

—¡Tú! —dijo Vimes, señalando con un dedo vacilante—. ¡Ven conmigo!

—Sí —dijo Dorfl.

Dragón Rey de Armas entró en su biblioteca. La suciedad de las pequeñas ventanas altas y las ascuas del fuego garantizaban que nunca hubiera más que tonos grises allí, pero un centenar de velas emitían su luz suave.

Se sentó a su mesa, se acercó un libro que había al otro lado y empezó a escribir.

Al cabo de un rato se detuvo y miró hacia delante. No se oía nada más que el chisporroteo ocasional de una vela.

—A-já. Puedo olerlo a usted, comandante Vimes —dijo—. ¿Lo han dejado entrar los heraldos?

—He entrado por mi cuenta, gracias —dijo Vimes, saliendo de las sombras.

El vampiro olisqueó otra vez.

—¿Ha venido solo?

—¿Con quién tendría que haber venido?

—¿Y a qué debo este placer, sir Samuel?

—El placer es todo mío. Vengo a detenerlo —dijo Vimes.

—Oh, cielos. A-já. ¿Y por qué, si puedo preguntar?

—¿Puedo invitarle a que se fije en la flecha de esta ballesta? —dijo Vimes—. No tiene metal en la punta, mire. Es toda de madera.

—Muy considerado por su parte. A-já. —Dragón Rey de Armas lo miró con ojos titilantes—. Aunque todavía no me ha dicho de qué se me acusa.

—Para empezar, de complicidad con los asesinatos de la señora Flora Fácil y del niño William Fácil.

—Me temo que esos nombres no significan nada para mí.

El dedo de Vimes tembló sobre el gatillo de la ballesta.

—No —dijo, respirando profundamente—. Me imagino que no. Estamos avanzando en las investigaciones y puede haber una serie de asuntos adicionales. El hecho de que estuviera usted envenenando al patricio lo considero una circunstancia atenuante.

—¿De veras pretende presentar cargos?

—Yo preferiría la violencia —dijo Vimes levantando la voz—. Pero me voy a tener que conformar con presentar cargos.

El vampiro se reclinó hacia atrás.

—Tengo entendido que ha estado usted trabajando mucho, comandante —dijo—. Así que no voy a…

—Tenemos el testimonio del señor Carry —mintió Vimes—. El difunto señor Carry.

La expresión de Dragón no cambió ni en el más minúsculo temblor de un músculo.

—De verdad que no sé, a-já, de qué está hablando, sir Samuel.

—Solamente alguien capaz de volar podría haber entrado en mi despacho.

—Me temo que no le sigo, señor.

—Al señor Carry lo han matado esta noche —continuó Vimes—. Alguien capaz de salir de un callejón vigilado por ambos lados. Y sé que un vampiro estuvo en su fábrica.

—Sigo intentando entenderlo con todas mis fuerzas, comandante —dijo Dragón Rey de Armas—. No sé nada de la muerte del señor Carry, y en todo caso hay muchísimos vampiros en la ciudad. Me temo que la… aversión de usted es bien conocida.

—No me gusta ver que se trata a la gente como ganado —dijo Vimes. Echó un breve vistazo a los volúmenes que había amontonados en la sala—. Y por supuesto, eso es lo que usted ha hecho siempre, ¿verdad? Estos son los inventarios de existencias de Ankh-Morpork. —La ballesta volvió a girar hacia el vampiro, que no se había movido—. El poder sobre la humilde gente. Eso es lo que quieren los vampiros. La sangre no es más que una manera de llevar la cuenta. Me pregunto cuánta influencia habrá tenido usted a lo largo de los años.

—Alguna. En eso por lo menos tiene razón.

—«Una persona de buena crianza» —dijo Vimes—. Por los dioses. Bueno, creo que alguna gente quería quitar de en medio a Vetinari. Pero todavía no lo querían muerto. Si se muriera pasarían demasiadas cosas demasiado deprisa. ¿Es verdad que Nobby es conde?

—Eso sugieren las pruebas.

—Pero son las pruebas de usted, ¿verdad? Verá, yo no creo que tenga nada de sangre noble. Nobby es más vulgar que el estiércol. Esa es una de sus mejores cualidades. No veo que el anillo signifique nada. Con la de cosas que ha robado su familia, probablemente pudiera usted demostrar que es el duque de Pseu-dópolis, el serif de Klatch y la duquesa viuda de Quirm. El año pasado me mangó la pitillera y estoy puñeteramente seguro de que él no es yo. No, no me creo que Nobby sea un noble. Pero sí creo que era la persona conveniente.

A Vimes le pareció que Dragón se estaba volviendo más grande, pero tal vez solamente fuera un truco de la luz. La luz parpadeó cuando las velas sisearon y crepitaron.

—Me usó usted como quiso, ¿verdad? —continuó Vimes—. Me pasé semanas escabulléndome de las citas con usted. Supongo que debió de impacientarse un poco. Se mostró muy sorprendido cuando le hablé de Nobby, ¿verdad? De otra forma tendría que haber mandado a buscarlo o algo parecido, muy sospechoso. Pero el comandante Vimes fue quien lo descubrió. Eso quedaba bien. Prácticamente lo hacía oficial.

»Y luego empecé a pensar. ¿Quién quiere un rey? Bueno, casi todo el mundo. La idea viene de fábrica. Los reyes mejoran las cosas. Gracioso, ¿no? Vetinari ni siquiera le cae bien a la gente que se lo debe todo. Hace diez años la mayoría de los líderes de los gremios eran solo una panda de maleantes y ahora… bueno, siguen siendo una panda de maleantes, en honor a la verdad, pero Vetinari les ha dado el tiempo y la energía suficientes para decidir que en realidad nunca lo necesitaron.

»Y luego aparece el joven Zanahoria, con ese carisma que le sale por las orejas, y tiene una espada y una marca de nacimiento, y a todo el mundo le produce una sensación rara, y docenas de capullos empiezan a revisar los registros y a decir: «Eh, parece que ha vuelto el rey». Y entonces lo vigilan una temporada y dicen: «Mierda, en realidad es decente y honrado y justo y ecuánime, igual que en todos los cuentos. ¡Uuups! ¡Si este chaval llega al trono podemos tener problemas graves! Podría resultar ser uno de esos reyes inconvenientes de los viejos tiempos que iban por ahí hablando con el pueblo llano…».

—¿Está usted a favor del pueblo llano? —preguntó Dragón en tono gentil.

—¿El pueblo llano? —dijo Vimes—. No tienen nada de especial. No son distintos de los ricos y los poderosos excepto en que no tienen dinero ni poder. Pero la ley debería servir para equilibrar las cosas un poco. Así que supongo que tengo que estar de su lado.

—¿Un hombre casado con la mujer más rica de la ciudad?

Vimes se encogió de hombros.

—El casco de la Guardia no es como una corona. Aunque uno se lo quite lo sigue llevando.

—Es una interesante declaración de posicionamiento, sir Samuel, y yo sería el primero en admirar la forma en que ha llegado usted a asumir la historia de su familia, pero…

—¡No se mueva! —Vimes empuñó la ballesta con más firmeza—. Además… Zanahoria no les servía, pero la noticia se estaba difundiendo, y alguien dijo: «Bien, pongamos a un rey al que sí que podamos controlar. Todos los rumores dicen que el rey es un humilde guardia, así que encontremos a uno». Y echaron un vistazo y descubrieron que si la cosa va de humildad no hay nadie que supere a Nobby Nobbs. Pero… creo que la gente no estaba muy segura. Matar a Vetinari estaba descartado. Como he dicho, pasarían demasiadas cosas demasiado deprisa. Pero quitarlo de en medio gentilmente, de forma que estuviera y no estuviera al mismo tiempo, mientras todo el mundo se acostumbraba a la idea… eso sí era una buena treta. Fue entonces cuando alguien puso al señor Carry a fabricar velas envenenadas. Tenía un gólem. Los gólems no pueden hablar. No se enteraría nadie. Pero aquel gólem resultó ser un poco… errático.

—Parece que usted desea involucrarme —dijo Dragón Rey de Armas—. No sé nada de ese hombre salvo que es cliente mío…

Vimes cruzó la sala y arrancó un trozo de pergamino de un tablón de la pared.

—¡Le hizo usted un escudo de armas! —gritó—. ¡Incluso me lo enseñó cuando estuve aquí! «El carnicero, el panadero y el fabricante de candelas». ¿Se acuerda?

No vino ningún sonido de la figura encorvada.

—La primera vez que lo vi a usted el otro día —dijo Vimes—, se aseguró de mostrarme el escudo de armas de Arthur Carry. A mí me pareció un poco raro en aquel momento, pero todo aquel asunto de Nobby me lo hizo olvidar. Aunque sí me acuerdo de que me recordó al del Gremio de Asesinos.

Vimes blandió el pergamino.

—Anoche lo miré y lo miré y después bajé diez puntos mi sentido del humor y cambié de enfoque y observé el emblema, la lámpara en forma de pez. Lampe au poisson, se llama. ¿Tal vez una especie de juego de palabras bilingüe? ¿Poisonf ¿«Una lámpara de veneno»? Para pillar esa broma hay que tener una mente como la del viejo Detritus. Y Fred Colon se preguntó por qué había dejado usted el lema en ankhiano moderno en lugar de ponerlo en el viejo idioma, y eso me hizo pensar a mí también, así que me senté con el diccionario y lo resolví, y, ¿sabe?, habría puesto: «Ars Enixa Est Candelam». Ars Enixa. Eso sí que debió de alegrarlo a usted. Puso usted en el escudo quién lo hizo y cómo y se lo dio al pobre desgraciado para que se sintiera orgulloso. No importaba que nadie más lo fuera a entender. Le hacía sentirse bien a usted. Porque los mortales comunes y corrientes no somos tan listos como usted, ¿verdad? —Negó con la cabeza—. Por los dioses, un escudo de armas. ¿Ese fue el soborno? ¿Con eso ya bastó?

Dragón se apoltronó en su asiento.

—Y luego me pregunté qué ganaba usted —continuó Vimes—. Oh, hay mucha gente involucrada, supongo, todos por las mismas viejas razones de siempre. Pero ¿usted? Mi mujer cría dragones. Por pura afición, simplemente. ¿A eso se dedica usted? ¿Es un pequeño hobby que tiene para hacer que los siglos pasen más deprisa? ¿O es que la sangre azul es más dulce? ¿Sabe? Confío en que fuera alguna razón por el estilo. Alguna razón demente y egoísta como tiene que ser.

—Posiblemente, si alguien tuviera esas inclinaciones, y ciertamente yo no admito nada parecido, a-já, estarían pensando simplemente en mejorar la raza —dijo la silueta sumida en las sombras.

—Criar gente para conseguir mentones huidizos o dientes de conejo, ¿esa clase de cosas? —dijo Vimes—. Ya veo por qué todo le sería más fácil si tuviera montado el tinglado del rey. Todos esos bailes en la corte. Todos esos pequeños arreglos que garantizan que la clase adecuada de chica conozca solamente a la clase adecuada de chico. Ha tenido usted cientos de años, ¿verdad? Y todo el mundo le consulta. Usted sabe dónde están plantados todos los árboles genealógicos. Pero todo se ha liado un poco con Vetinari, ¿verdad? Toda la gente equivocada está subiendo a lo más alto. Yo sé las pestes que echa Sybil cuando la gente se deja abiertas las puertas de su corral: le estropea del todo el programa de cría.

—Se equivoca con el capitán Zanahoria, a-já. La ciudad sabe tratar con los… reyes difíciles. ¿Pero querría la ciudad un futuro rey al que de verdad se pudiera llamar Rex?

Vimes miró con cara perpleja. De las sombras vino un suspiro.

—Me refiero, a-já, a su relación aparentemente estable con la mujer loba.

Vimes siguió mirando. Tardó un momento en entender.

—¿Cree que tendrían cachorros?

—La genética de los hombres lobo no es sencilla ni directa, a-já, pero la posibilidad de semejante resultado se consideraría inaceptable. Si alguien pensara en esos términos.

—Por los dioses, ¿es eso?

Las sombras estaban cambiando. Dragón seguía apoltronado en su silla, pero su contorno parecía estar volviéndose borroso.

—Sean cuales sean sus, a-já, motivos, señor Vimes, no hay más pruebas que la suposición y la coincidencia y su deseo de creerlo para vincularme con los intentos contra la, a-já, vida de Vetinari…

La cabeza del viejo vampiro se hundió todavía más en su pecho. Las sombras de sus hombros parecían estar alargándose.

—Meter por medio a los gólems ha sido asqueroso —dijo Vimes, mirando las sombras—. Ellos podían sentir lo que estaba haciendo su «rey». Tal vez no estuviera demasiado cuerdo desde un principio, pero era lo único que tenían. Barro de su barro. Los pobres desgraciados no poseían más que su arcilla y sois tan cabrones que hasta eso les quitasteis…

De pronto Dragón dio un salto y desplegó sus alas de murciélago. La flecha de madera de Vimes dio un golpe sordo contra el techo mientras algo lo inmovilizaba.

—¿De verdad creía que podría detenerme con un trozo de madera? —dijo Dragón, agarrando del cuello a Vimes.

—No —graznó Vimes—. Era algo… más… poético que eso. Lo único que yo… tenía que hacer… era darte conversación. Te sientes… débil… ¿verdad? ¿El mordedor mordido… se podría decir? —Sonrió.

El vampiro pareció perplejo, luego giró la cabeza y se quedó mirando las velas.

—¿Ha puesto… algo en las velas? ¿De verdad?

—Sabíamos que… el ajo… olería, pero… nuestro alquimista pensó que… si se empaparan las mechas… de agua bendita… el agua se evaporaría… y dejaría solamente la bendición.

La mano aflojó su presión. Dragón Rey de Armas se volvió a sentar sobre sus patas traseras. Su cara había cambiado, proyectándose hacia delante y dándole una expresión como de zorro.

Luego negó con la cabeza.

—No —dijo, y ahora le tocó a él sonreír—. No, no son más que palabras. No funcionaría.

—¿Te apuestas… tu… no-vida? —dio Vimes con voz ronca, frotándose el cuello—. Una muerte más agradable… que la del viejo Carry, ¿eh?

—¿Es un truco para que admita algo, Vimes?

—Oh, eso ya lo he conseguido —dijo Vimes—. Cuando has mirado directamente las velas.

—¿En serio? A-já. ¿Pero quién más me ha visto? —preguntó Dragón.

Desde las sombras llegó un rugido como el de una tormenta lejana.

—Yo —dijo Dorfl.

El vampiro miró primero al gólem y luego a Vimes.

—¿Le ha dado voz a uno de ellos? —dijo.

—Sí —dijo Dorfl. Extendió el brazo y cogió al vampiro con una mano—. Podría Matarlo —dijo—. Se Trata De Una Opción Disponible Para Mí En Tanto Que Soy Un Indiviuo Con Libre Albedrío, Pero No Lo Haré Porque Soy Dueño De Mí Mismo Y He Tomado Una Opción Moral.

—Oh, dioses —murmuró Vimes por lo bajo.

—Eso es blasfemia —dijo el vampiro.

Tragó saliva mientras Vimes le clavaba una mirada que fue como la luz del día.

—Eso es lo que la gente dice cuando hablan los que no tienen voz. Llévatelo, Dorfl. Ponlo en las mazmorras de palacio.

—Podría Hacer Caso Omiso De Esa Orden, Pero Decido Cumplirla En Base Al Respeto Que Me Merece Y A Mi Responsabilidad Social…

—Sí, sí, vale —se apresuró a decir Vimes.

Dragón intentó clavar las garras en el gólem. Fue como darle patadas a una montaña.

—Vivo O No-Muerto, Usted Se Viene Conmigo —dijo Dorfl.

—¿Es que sus crímenes no terminan nunca? ¿Ha hecho usted policía a esta cosa? —dijo el vampiro, forcejeando mientras Dorfl se lo llevaba a la fuerza.

—No, pero es una sugerencia interesante, ¿no cree? —dijo Vimes.

Se quedó a solas en la densa penumbra de terciopelo del Real Colegio.

«Y Vetinari lo soltará —reflexionó—. Porque así es la política. Porque él es parte del funcionamiento de la ciudad. Además, está la cuestión de las pruebas. Tengo bastantes para demostrármelo a mí mismo, pero…».

«Pero yo lo sabré», se dijo a sí mismo.

«Oh, lo vigilaremos, y tal vez un día cuando Vetinari esté listo llegará un asesino bueno de verdad con una daga de madera empapada en ajo y todo se hará en la oscuridad. Así es como funciona la política en esta ciudad. Es una partida de ajedrez. ¿A quién le importa si mueren unos cuantos peones?».

«Yo lo sabré. Y en el fondo seré el único que lo sabrá».

Sus manos se palmearon automáticamente los bolsillos en busca de un puro.

Ya era bastante difícil matar a un vampiro. Podías clavarles una estaca y convertirlos en polvo y al cabo de diez años alguien dejaba caer una gota de sangre en el lugar equivocado y ¿a que no adivinas quién ha vuelto? Regresaban más veces que el brécol crudo.

Era consciente de que aquellas ideas eran peligrosas. Eran esa clase de ideas que le venían a un miembro de la Guardia cuando se terminaba la persecución y estaban a solas el cazador y la presa, mirándose el uno al otro en ese breve momento sin aliento que mediaba entre el crimen y el castigo.

Y tal vez ese guardia había visto a la civilización con la piel rasgada una vez más y dejaba de actuar como un guardia y empezaba a actuar como un ser humano normal y se daba cuenta de que el clic de una ballesta o la estocada de una espada iban a dejar el mundo tan limpio…

Y no se podía pensar así, ni siquiera sobre los vampiros. Aunque quitaran las vidas al resto de la gente porque las vidas pequeñas no importaban y además ¿qué otra maldita cosa les íbamos a quitar a ellos?

Y no se podía pensar así porque cuando te daban una espada y una placa eso te convertía en algo distinto y esto último tenía que significar que había cosas que no podías pensar.

En la oscuridad solamente podían tener lugar los crímenes. Los castigos tenían que hacerse a la luz del día. Ese era el trabajo de un buen guardia, decía siempre Zanahoria. Encender una vela en la oscuridad.

Encontró un puro. A continuación sus manos iniciaron la búsqueda automática de cerillas.

Los tomos estaban amontonados contra las paredes. La luz de las velas resaltaba letras doradas y el resplandor apagado del cuero. Allí estaban, los linajes, los libros de minucias heráldicas, el Quién es quién de los siglos, los inventarios de existencias de la ciudad. La gente se apoyaba en ellos para mirar por encima del hombro.

No tenía cerillas…

Con sigilo, en el silencio polvoriento del colegio, Vimes cogió un candelabro y se encendió el puro.

Dio unas cuantas caladas largas y placenteras y miró los libros con cara pensativa. En su mano, las velas crepitaron y parpadearon.

* * *

El reloj hacía tictac de aquella forma arrítmica suya. Por fin llegó tartamudeando a la una en punto y Vimes se levantó y entró en el Despacho Oblongo.

—Ah, Vimes —dijo lord Vetinari, levantando la vista.

—Sí, señor.

Vimes había conseguido dormir unas horas y hasta había intentado afeitarse.

El patricio movió unos papeles de su mesa.

—Parece que anoche fue una noche ajetreada.

—Sí, señor. —Vimes se puso en posición de firmes. Todos los hombres uniformados sabían en el fondo de su alma cómo actuar en circunstancias como aquellas. Había que mirar al frente, para empezar.

—Parece ser que tengo a Dragón Rey de Armas en las celdas —dijo el patricio.

—Sí, señor.

—He leído el informe de usted. Me temo que las pruebas son bastante débiles.

—¿Señor?

—Uno de sus testigos ni siquiera está vivo, Vimes.

—No, señor. Tampoco lo está el sospechoso, señor. Técnicamente.

—Sin embargo, es una importante figura cívica. Una autoridad.

—Sí, señor.

Lord Vetinari removió algunos papeles de su mesa. Uno de ellos estaba cubierto de marcas de dedo tiznadas de hollín.

—También parece que lo tengo que elogiar a usted, comandante.

—¿Señor?

—Los heraldos del Real Colegio de Armas, o por lo menos de lo que queda ahora del Real Colegio de Armas, me han enviado una nota contándome la valentía con que actuó usted anoche.

—¿Señor?

—Al soltar a todos esos animales heráldicos de sus jaulas y dar la alarma y todo eso. Un gran apoyo, es como lo describen. Tengo entendido que la mayoría de las criaturas se alojan con usted en el momento presente, ¿no?

—Sí, señor. No podía dejarlos sufrir sin hacer nada, señor. Tenemos algunas jaulas vacías, y Keith y Roderick están cómodos en el lago. Le han cogido cariño a Sybil, señor.

Lord Vetinari tosió. Luego levantó la vista y se quedó mirando el techo un rato.

—Así pues usted, esto, ayudó con el fuego.

—Sí, señor. Deber ciudadano, señor.

—El fuego lo causó una vela al caer, tengo entendido, posiblemente después de su pelea con Dragón Rey de Armas.

—Eso creo, señor.

—Y también parecen creerlo los heraldos.

—¿Alguien se lo ha dicho a Dragón Rey de Armas? —preguntó Vimes inocentemente.

—Sí.

—¿Y se lo ha tomado bien?

—Ha gritado mucho, Vimes. De forma desgarradora, según me han dicho. Y me informan de que profirió una serie de amenazas contra usted, por alguna razón.

—Intentaré encontrarle un sitio en mi ocupada agenda, señor.

—¡¡Bíngueli bíngueli biiipü —dijo una vocecilla jovial. Vimes se dio una palmada en el bolsillo.

Lord Vetinari se quedó un momento en silencio. Tamborileó con los dedos suavemente sobre la mesa.

—Había muchos manuscritos antiguos y valiosos en ese sitio, tengo entendido. Sin precio, según me han dicho.

—Sí, señor. Ciertamente sin valor, señor.

—¿Es posible que haya entendido usted mal lo que acabo de decir, comandante?

—Es posible, señor.

—La procedencia de muchas familias antiguas y espléndidas se ha convertido en humo, comandante. Por supuesto, los heraldos harán lo que puedan, y las propias familias tienen sus registros, pero francamente, sospecho que va a ser una tarea muy fragmentaria y llena de conjeturas. Extremadamente embarazosa. ¿Está usted sonriendo, comandante?

—Probablemente haya sido un efecto de la luz, señor.

—Comandante, yo siempre solía pensar que usted tenía una vena claramente antiautoritaria.

—¿Señor?

—Parece que ha conseguido mantenerla aun cuando usted mismo se ha convertido en una autoridad.

—¿Señor?

—Lo cual es prácticamente zen.

—¿Señor?

—Parece que solamente tengo que encontrarme mal durante unos días para que usted consiga molestar a todo el mundo de cierta importancia en esta ciudad.

—Señor.

—¿Eso ha sido un «sí, señor» o un «no, señor», sir Samuel?

—Era solo un «señor», señor.

Lord Vetinari miró un papel que tenía delante.

—¿Es verdad que le dio usted un puñetazo al presidente del Gremio de Asesinos?

—Sí, señor.

—¿Por qué?

—Porque no tenía una daga, señor.

Vetinari se giró bruscamente.

—El Concilio de Iglesias, Templos, Bosques Sagrados y Rocas Grandes y Ominosas está exigiendo… Bueno, toda una serie de cosas, varias de las cuales tienen que ver con caballos salvajes. Primero de todo, sin embargo, quieren que lo eche a usted.

—¿Sí, señor?

—En total he recibido diecisiete exigencias de que le retire la placa. Algunos quieren que entregue partes de su cuerpo junto con la misma. ¿Por qué ha tenido que molestar a todo el mundo?

—Supongo que es un don, señor.

—¿Pero qué esperaba conseguir usted?

—Bueno, ya que me lo pregunta, hemos descubierto quién asesinó al padre Tubelcek y al señor Hopkinson y quién lo estaba envenenando a usted, señor. —Vimes hizo una pausa—. Dos de tres no está mal, señor.

Vetinari volvió a hurgar entre sus papeles.

—Propietarios de talleres, asesinos, sacerdotes, carniceros… parece haber enfurecido usted a casi todas las figuras relevantes de la ciudad. —Suspiró—. De verdad, creo que no tengo elección. Esta misma semana le subo a usted el sueldo.

Vimes parpadeó.

—¿Señor?

—Nada impropio. Diez dólares al mes. Y supongo que necesitan un tablero de dardos nuevos en la Casa de la Guardia, ¿verdad? Les pasa a menudo, si no recuerdo mal.

—Es Detritus —dijo Vimes, con la mente incapaz de pensar en nada que no fuera una respuesta sincera—. Tiene tendencia a partirlos.

—Ah, sí, y hablando de cosas partidas, Vimes, me pregunto si ese genio forense que tiene podría ayudarme un poco con un pequeño enigma que hemos encontrado esta mañana. —El patricio se puso de pie y se dirigió a la escalera.

—¿Sí, señor? ¿De qué se trata? —dijo Vimes, siguiéndolo.

—Está en la Cámara de las Ratas, Vimes.

—¿En serio, señor?

Vetinari abrió las puertas dobles.

Voilá —dijo.

—Eso es un instrumento musical, ¿verdad, señor?

—No, comandante, la palabra significa: «¿Qué es eso que hay en la mesa?» —dijo el patricio en tono cortante.

Vimes miró el interior de la sala. Allí no había nadie. La larga mesa de caoba estaba vacía.

Salvo por el hacha. Que estaba incrustada muy profundamente en la madera, hasta el punto de casi partir la mesa a lo largo. Alguien se había acercado a la mesa y le había clavado un hachazo en el medio con todas sus fuerzas y la había dejado allí, con el mango señalando al techo.

—Es un hacha —dijo Vimes.

—Asombroso —dijo lord Vetinari—. Y apenas ha tenido tiempo usted de examinarla. ¿Por qué está ahí?

—No podría decirle, señor.

—De acuerdo con los sirvientes, sir Samuel, ha entrado usted en el palacio a las seis de esta mañana…

—Ah, sí, señor. Para asegurarme de que el hijo de puta estuviera a buen recaudo en una celda, señor. Y para comprobar que todo marchara bien, claro.

—¿Y no ha entrado en esta sala?

Vimes mantuvo la mirada clavada en alguna parte del horizonte.

—¿Por qué iba yo a hacer eso, señor?

El patricio dio unos golpecitos en el mango del hacha. Que vibró con un ruido grave y apagado.

—Creo que una parte del Concilio de la ciudad se ha reunido aquí esta mañana. O por lo menos han entrado aquí. Y tengo entendido que han salido con mucha prisa. Y con un aspecto bastante trastornado, me han dicho.

—Tal vez ha sido uno de ellos el que lo ha hecho, señor.

—Esa es, por supuesto, una posibilidad —dijo lord Vetinari—. Supongo que no será usted capaz de encontrar una de sus famosas Pistas en esa cosa, ¿verdad?

—Creo que no, señor. No con tantas huellas dactilares por todas partes.

—Sería algo terrible, ¿no cree?, el que la gente creyera que puede tomarse la ley por su mano…

—Oh, no tema por eso, señor. Ya la tengo yo bien agarrada.

Lord Vetinari hizo vibrar el hacha otra vez con un plunc.

—Dígame, sir Samuel, ¿conoce usted la expresión «Quis custodiet ipsos custodes»?

Era una expresión que Zanahoria había usado alguna vez, pero Vimes no estaba de humor para admitir nada.

—No podría decir que sí, señor —dijo—. Algo que ver con el bizcocho, ¿no?

—Quiere decir «¿Quién vigila a los propios vigilantes?», sir Samuel.

—Ah.

—¿Y bien?

—¿Señor?

—¿Quién vigila a la Guardia?, me pregunto yo.

—Oh, esa es fácil, señor. Nos vigilamos unos a otros.

—¿De veras? Resulta intrigante.

Lord Vetinari salió de la sala y regresó al salón central, seguido de Vimes.

—Sin embargo —dijo—, a fin de mantener la paz va a haber que destruir al gólem.

—No, señor.

—Permítame que le repita mi instrucción.

—No, señor.

—Estoy seguro de haberle dado una orden, comandante. He notado con claridad que mis labios se movían.

—No, señor. Está vivo, señor.

—Está hecho de arcilla, Vimes.

—¿Y no lo estamos todos, señor? Al menos eso dicen los panfletos que está repartiendo siempre el agente Visita. Además, él cree que está vivo, y a mí con eso me basta.

El patricio hizo un gesto vago con la mano en dirección a la escalera y a su despacho lleno de papeles.

—En cualquier caso, comandante, he recibido no menos de nueve misivas firmadas por prominentes figuras religiosas declarando que es una abominación.

—Sí, señor. He estado pensando con detenimiento en ese punto de vista, señor, y he llegado a la siguiente conclusión: que les den por culo a todos, señor.

El patricio se cubrió la boca con la mano un momento.

—Sir Samuel, es usted un negociador duro. Seguramente puede ceder un poco, ¿no?

—No podría decirle, señor. —Vimes caminó hasta las puertas principales y las abrió.

—Se ha disipado la niebla, señor —dijo—. Hay unas pocas nubes pero se ve con claridad hasta el Puente de Latón…

—¿Para qué va a usar usted al gólem?

—Usarlo no, señor. Lo voy a emplear. He pensado que puede ser útil para mantener la paz, señor.

—¿En la Guardia?

—Sí, señor —dijo Vimes—. ¿No lo ha oído nunca, señor? Los gólems hacen todos los trabajos sucios.

Vetinari miró cómo se marchaba y suspiró.

—Cómo le gustan las salidas dramáticas —dijo.

—Sí, milord —dijo Drumknott, que acababa de aparecer sin hacer ruido detrás de su espalda.

—Ah, Drumknott. —El patricio se sacó un trozo de vela del bolsillo y se lo dio a su secretario—. Tire esto en algún lugar seguro, ¿quiere?

—¿Sí, milord?

—Es la vela de la otra noche.

—¿No está consumida, señor? Pero yo vi el cabo de la vela en el candelero…

—Oh, por supuesto, corté lo bastante como para hacer un cabo y dejé que la mecha ardiera un momento. No podía dejar que nuestro gallardo policía supiera que ya lo había descubierto yo solo, ¿verdad? Sobre todo cuando se estaba esforzando tanto y divirtiéndose tanto siendo… bueno, siendo Vimes. Tengo un poco de corazón, ya sabe.

—Pero milord, ¡podría usted haber solucionado el asunto con diplomacia! Y en cambio él ha ido por todas partes revolviendo el gallinero y haciendo enfadar a mucha gente y metiendo el miedo en…

—Sí. Qué pena. Nch, nch.

—Ah —dijo Drumknott.

—Pues sí —dijo el patricio.

—¿Quiere que haga reparar la mesa de la Cámara de las Ratas?

—No, Drumknott, deje el hacha donde está. Servirá bastante bien… para dar conversación, creo.

—¿Puedo hacer una observación, milord?

—Por supuesto que sí —dijo Vetinari, mirando cómo Vimes salía por las puertas de palacio.

—Se me ocurre, señor, que si no existiera el comandante Vimes tendría usted que haberlo inventado.

—¿Sabe, Drumknott? Me inclino a pensar que ya lo hice.

* * *

—El Ateísmo También Es Una Posición Religiosa —dijo Dorfl con voz retumbante.

—¡No lo es! —dijo el agente Visita—. El ateísmo es una negación de un dios.

—Y Por Tanto Es Una Posición Religiosa —dijo Dorfl—. Un Verdadero Ateo Piensa En Los Dioses Constantemente, Aunque Sea En Términos De Negación. Por Consiguiete, El Ateísmo Es Una Forma De Fe. Si El Ateo Realmente No Creyera, El O Ella No Se Molestarían En Negar Nada.

—¿Te has leído esos panfletos que te di? —preguntó Visita con recelo.

—Sí. Muchos De Ellos No Tienen Sentido. Pero Me Gustaría Leer Algunos Más.

—¿De verdad? —dijo Visita. Le brillaron los ojos—. ¿De verdad quieres más panfletos?

—Sí. Hay Mucho En Ellos Que Me Gustaría Discutir. Si Conoces A Algún Sacerdote, Me Encantaría Una Buena Disputa.

—Muy bien, muy bien —dijo el sargento Colon—. ¿Pero vas a hacer el puto juramento o no, Dorfl?

Dorfl levantó una mano del tamaño de una pala.

—Yo, Dorlf, En Espera Del Descubrimiento De Una Deidad Cuya Existencia Resista Un Debate Racional, Juro Por Los Preceptos Temporales De Un Sistema Moral Autoderivado…

—¿De verdad quieres más panfletos? —dijo el agente Visita.

El sargento Colon puso los ojos en blanco.

—Sí —dijo Dorfl.

—¡Oh, Dios mío! —dijo el agente Visita, y rompió a llorar—. ¡Nadie me había pedido nunca más panfletos!

Colon se dio la vuelta al darse cuenta de que Vimes estaba mirando.

—Esto no va bien, señor —dijo—. Llevo media hora intentando tomarle juramento, señor, y no paramos de discutir sobre juramentos y cosas.

—¿Quieres unirte a la Guardia, Dorfl? —preguntó Vimes.

—Sí.

—Bien. Eso me vale lo mismo que un juramento. Dale su placa, Fred. Y esto es para ti, Dorfl. Es una nota diciendo que estás oficialmente vivo, en caso de que te encuentres con algún problema. Ya sabes… con la gente.

—Gracias —dijo Dorfl en tono solemne—. Si Alguna Vez Siento Que No Estoy Vivo, Sacaré Esto Y Lo Leeré.

—¿Cuáles son tus deberes? —preguntó Vimes.

—Servir Al Interés Público, Proteger A Los Inocentes E Impactar En Posaderas A Base De Bien, Señor —dijo Dorfl.

—Aprende rápido, ¿verdad? —dijo Colon—. Lo último ni siquiera se lo he dicho yo.

—A la gente no le va a gustar —dijo Nobby—. Un gólem en la Guardia no va a ser nada popular.

—Qué Mejor Trabajo Para Alguien Que Ama La Libertad Que El Trabajo De Guardia. La Ley Es La Sirvienta De La Libertad. La Libertad Sin Límites No Es Más Que Una Palabra —dijo Dorfl en tono rotundo.

—¿Sabes? —dijo Colon—. Si esto no funciona siempre podrías conseguir trabajo haciendo galletas de la suerte.

—Tiene gracia —dijo Nobby—. Uno nunca encuentra mala suerte en las galletas, ¿os habéis dado cuenta? Nunca dicen cosas del tipo: «Oh, cielos, te van a pasar cosas malas de verdad». O sea, nunca son galletas de la mala suerte.

Vimes encendió un puro y agitó la cerilla para apagarla.

—Eso, cabo, se debe a una de las fuerzas motrices fundamentales del universo.

—¿Cuál? ¿Que la gente que lee galletas de la suerte es la gente con suerte? —dijo Nobby.

—No. Que la gente que vende galletas de la suerte quiere seguir vendiéndolas. Venga, agente Dorfl. Vamos a dar un paseo.

—Hay mucho papeleo pendiente, señor —dijo el sargento Colon.

—Dile al capitán Zanahoria que yo he dicho que lo revise él —dijo Vimes desde la puerta.

—Todavía no ha llegado, señor.

—La cosa puede esperar.

—Sí, señor.

Colon fue a sentarse detrás de su mesa. Había decidido que era un buen lugar. Allí no había absolutamente ninguna posibilidad de encontrar nada de Naturaleza. Había tenido una de sus escasas conversaciones con la señora Colon aquella mañana y le había dejado claro que ya no le interesaba volver a sus raíces porque ya había estado tan cerca de ellas como era posible estar, y resultaba que allí había porquería por todas partes. Una buena capa de adoquines era, había decidido, lo más cerca que quería estar de la Naturaleza. Además, la Naturaleza solía ser viscosa.

—Me toca mi turno —dijo Nobby—. El capitán Zanahoria quiere que haga prevención del crimen en la calle de la Tarta de Melocotón.

—¿Y eso cómo se hace? —preguntó Colon.

—«Mantente lejos», me ha dicho.

—Eh, Nobby, ¿qué pasa al final con lo de que no eres conde? —dijo Colon con cautela.

—Creo que me han dado la patada —dijo Nobby—. En realidad me alivia un poco. La comida pija no vale mucho, y la bebida es francamente aguachirle.

—Pues te has librado de una buena —dijo Colon—. O sea, no vas a tener que darle tu ropa a los jardineros y esas cosas.

—Sí, ojalá no les hubiera dicho nada del anillo de las narices.

—Está claro que te habrías ahorrado un montón de problemas —dijo Colon.

Nobby escupió en su placa y la restregó laboriosamente con la manga. «Menos mal que no les dije nada de la tiara, la corona y los tres relicarios de oro», dijo para sí mismo.

* * *

—¿Adonde Vamos? —dijo Dorfl mientras Vimes cruzaba paseando el Puente de Latón.

—Me ha parecido buena idea darte un primer día tranquilo de vigilancia en palacio —dijo Vimes.

—Ah, Ahí Es Donde Mi Nuevo Amigo El Agente Visita También Está MontandoO Guardia —dijo Dorfl.

—¡Espléndido!

—Quiero Hacerle Una Pregunta —dijo el gólem.

—¿Sí?

—Rompí El Molino Pero Los Gólems Lo Repararon. ¿Por Qué? Y Solté A Los Animales Pero Se Limitaron A Dembular Como Estúpidos. Algunos Incluso Regresaron A Los Corrales. ¿Por Qué?

—Bienvenido al mundo, agente Dorfl.

—¿Es Que Da Miedo Ser Libre?

—Tú lo has dicho.

—¿Le Dices A La Gente: «Tirad Vuestras Cadenas», Y Ella Misma Se Fabrica Cadenas Nuevas?

—Parece ser una de las principales actividades humanas, sí.

Dorfl hizo un ruido sordo mientras pensaba en aquello.

—Sí —dijo al cabo de un momento—. Ya Entiendo Por Qué. La Libertad Es Como Que Te Abran La Tapa De La Cabeza.

—En eso me tendré que fiar de su palabra, agente.

—Y Me Pagará Usted El Doble Que Al Resto De Agentes De La Guardia —dijo Dorfl.

—¿Ah, sí?

—Sí. Yo No Duermo. Puedo Trabajar Todo El Tiempo. Soy Una Ganga. No Necesito Días Libres Para Enterrar A Mi Abuela.

«Qué rápido aprenden», pensó Vimes. Y dijo:

—Pero tienes días sagrados, ¿no?

—O Bien Todos Los Días Son Sagrados O Bien Ninguno Lo Es. Todavía No Lo He Decidido.

—Esto… ¿Para qué necesitas dinero, Dorfl?

—Tengo Que Ahorrar Y Comprar Al Gólem Klutz Que Trabaja En La Fábrica De Encurtidos. Y Regalarlo A Sí Mismo. Luego Ganaremos Dinero Los Dos. Y Ahorraremos Para El Gólem Bobkes Que Trabaja Con El Mercader De Carbón. Los Tres Trabajaremos Y Compraremos Al Gólem Shmata Que Trabaja En El Sastre Siete-Dólares De La Calle De La Tarta De Melocotón. Luego Los Cuatro…

—A alguna gente se le podría ocurrir liberar a sus camaradas mediante la fuerza y la revolución sangrienta —dijo Vimes—. No es que esté sugiriendo eso en absoluto, claro.

—No. Eso Sería Robo. A Nosotros Se Nos Compra Y Se Nos Vende. Así Que Compraremos Nuestra Propia Libertad. Con Nuestro Trabajo. Nadie Más Lo Hará Por Nosotros. Lo Haremos Nosotros Mismos.

Vimes sonrió para sí mismo. Lo más probable era que ninguna otra especie del mundo pidiera un recibo de su libertad. Había cosas que no se podían cambiar.

—Ah —dijo—. Parece que alguien quiere hablar con nosotros…

Por el puente se acercaba una multitud, una masa de túnicas grises, negras y de color azafrán. Estaba compuesta de sacerdotes. Parecían enfadados. Mientras se abrían paso a empujones por entre el resto de los ciudadanos, varios halos se engancharon entre ellos.

Encabezando su comitiva iba Hughnon Ridcully, Sumo Sacerdote de Ío el Ciego y lo más cercano que tenía Ankh-Morpork a un portavoz sobre cuestiones religiosas. Vio a Vimes desde lejos y corrió hacia él, con un dedo reprobatorio en alto.

—Présteme atención, Vimes… —empezó a decir, y se detuvo. Miró a Dorfl con el ceño fruncido—. ¿Es esto? —preguntó.

—Si se refiere al gólem, es él —dijo Vimes—. El agente Dorfl, reverencia.

Dorfl se tocó el casco con gesto de respeto.

—¿En Qué Podemos Ayudar? —preguntó.

—¡Esta vez la ha hecho buena, Vimes! —dijo Ridcully, sin hacer caso de Dorfl—. Se ha pasado una vuelta y media. ¡Ha hecho que hable esta cosa que ni siquiera está viva!

—¡Queremos verlo destruido!

—¡Blasfemia!

—¡La gente no lo tolerará!

Ridcully miró al resto de sacerdotes que iban con él.

—Estoy hablando yo —dijo. Le dio la espalda a Vimes—. Esto es clasificable como una blasfemia repulsiva y como culto a ídolos…

—Yo no le rindo culto. Solamente le he dado trabajo —dijo Vimes, que empezaba a pasarlo bien—. Y tampoco es que sea un ídolo precisamente. —Respiró hondo—. Y si lo que buscan es blasfemias repulsivas…

—Perdonen —dijo Dorfl.

—¡No pensamos escucharte! ¡Ni siquiera estás vivo de verdad! —dijo un sacerdote. Dorfl asintió.

—Eso Es Fundamentalmente Cierto —dijo.

—¿Lo ven? ¡Si lo admite!

—Sugiero Que Se Me Lleven Y Me Rompan En Pedazos Y Partan Los Pedazos En Fragmentos Y Machaquen Los Fragmentos Hasta Que Sean Arenilla Y Los Vuelvan A Moler Hasta Obtener El Polvo Más Fino Que Se Pueda Obtener, Y No Creo Que Vayan A Encontrar Un Solo Átomo De Vida…

—¡Cierto! ¡Hagámoslo!

—Con Todo, A Fin De Probar Hasta El Final El Sistema, Uno De Ustedes Se Presentará Voluntario Para Experimentar El Mismo Proceso.

Se hizo el silencio.

—No es justo —dijo un sacerdote al cabo de un momento—. Lo único que tiene que hacer cualquiera es volver a cocer tu polvo y estarás vivo otra vez…

Se volvió a hacer el silencio.

Y dijo Ridcully:

—¿Son imaginaciones mías, o estamos pisando terreno teológicamente problemático? Hubo más silencio. Otro sacerdote dijo:

—¿Es verdad que has dicho que creerás en cualquier dios cuya existencia pueda demostrarse mediante el debate lógico?

—Sí.

Vimes tuvo una intuición de lo que iba a ser el futuro inmediato y se alejó unos cuantos pasos de Dorfl.

—Pero los dioses simplemente existen de verdad —dijo un sacerdote.

—No Es Evidente.

Por entre las nubes cayó un rayo que impactó en el casco de Dorfl. Hubo una cortina de llamas y luego un ruido de goteo. La armadura fundida de Dorfl formaba charcos alrededor de sus pies al rojo blanco.

—No Me Ha Parecido Un Gran Argumento —dijo Dorfl con tranquilidad desde algún lugar dentro de las nubes de humo.

—Está pensado para ganarse al público —dijo Vimes—. Por lo menos hasta ahora.

El Sumo Sacerdote de Ío el Ciego se giró hacia el resto de sacerdotes.

—Basta, chicos, no hace falta nada de eso.

—Pero es que Offler es un dios vengativo —dijo un sacerdote situado al fondo de la comitiva.

—Yo lo que diría es que es de gatillo fácil —dijo Ridcully.

Otro rayo descendió en zigzag, pero se dobló en ángulo recto a un metro del sombrero del Sumo Sacerdote y tomó tierra en un hipopótamo de madera, que se quebró. El Sumo Sacerdote sonrió con aire de suficiencia y se volvió a girar hacia Dorfl, que iba emitiendo suaves tintineos a medida que se enfriaba.

—¿Lo que estás diciendo es que solamente aceptarás la existencia de un dios si esta se puede demostrar mediante un razonamiento?

—Sí —dijo Dorfl.

Ridcully se frotó las manos.

—No es problema, amigo cerámico —dijo—. Consideremos en primer lugar…

—Perdone —dijo Dorfl. Se agachó y recogió su placa. El rayo le había dado una interesante forma derretida.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Ridcully.

—En Alguna Parte Está Teniendo Lugar Un Crimen —dijo Dorfl—. Pero Cuando Acabe El Turno Me Alegrará Disputar Con El Sacerdote Del Dios Más Importante.

Se dio la vuelta y siguió cruzando el puente con tranquilidad. Vimes saludó apresuradamente con la cabeza a los sacerdotes asombrados y echó a correr tras él. «Lo cogimos y lo cocimos en el fuego y ha resultado ser libre —pensó—. Sin más palabras en la cabeza que las que ha elegido poner él mismo allí dentro. Y no solamente es un ateo. Es un ateo de porcelana. ¡A prueba de fuego!».

Parecía que iba a ser un buen día.

Detrás de ellos, sobre el puente, estaba empezando una pelea.

* * *

Angua estaba haciendo su equipaje. O mejor dicho, lo estaba intentando sin conseguirlo. El hato no tenía que ser demasiado grande para poder llevarlo en la boca. Pero un poco de dinero (no tendría que comprar mucha comida) y una muda de ropa (para aquellas ocasiones en que tal vez tuviera que ir vestida) no tenían por qué ocupar mucho sitio.

—Las botas son un problema —dijo en voz alta.

—¿Tal vez si atas los cordones entre sí las puedes llevar al cuello? —dijo Jovielle, que estaba sentada en el estrecho camastro.

—Buena idea. ¿Quieres estos vestidos? Nunca he llegado a llevarlos. Supongo que los puedes cortar.

Jovielle los cogió con los dos brazos.

—¡Este es de seda!

—Probablemente tengas bastante material en uno para hacerte dos.

—¿Te importa si los comparto? Algunos de los muchachos… de las señoritas de la Guardia —Jovielle paladeó la palabra «señoritas»— están empezando a reflexionar un poco…

—Van a fundir sus cascos, ¿no? —dijo Angua.

—Oh, no. Pero tal vez podrían hacerse con un diseño más atractivo. Esto…

—¿Sí? —Ejem…

Jovielle cambió de postura, incómoda.

—Tú nunca has llegado a comerte a nadie, ¿verdad? Ya sabes… Masticar sus huesos y todo eso…

—No.

—O sea, a mí solamente me contaron que a mi primo segundo se lo comieron los hombres lobo. Se llamaba Sfen.

—Me temo que no recuerdo ese nombre —dijo Angua.

Jovielle intentó sonreír.

—Pues entonces no pasa nada —dijo.

—Así que ya no necesitas esa cuchara de plata en el bolsillo —dijo Angua.

Jovielle se quedó primero boquiabierta y luego las palabras le salieron atrepellándose entre ellas.

—Esto… no sé cómo ha llegado hasta ahí debe de haberse caído ahí dentro cuando estaba lavando los platos oh no era mi intención…

—No me preocupa, en serio. Estoy acostumbrada.

—Pero yo no pensaba que tú…

—Mira, no te equivoques. No es cuestión de no querer —dijo Angua—. Es cuestión de querer y no hacerlo.

—No es verdad que te tengas que marchar, ¿no?

—Oh, no sé si me pudo tomar en serio a la Guardia, y… y a veces creo que Zanahoria se está preparando para pedirme… Y bueno, no funcionaría nunca. Es esa forma que tiene de dar por sentadas las cosas, ¿sabes? Así que lo mejor es irse ahora —mintió Angua.

—¿Y Zanahoria no intentará detenerte?

—Sí, pero no hay nada que pueda decirme.

—Se va a llevar un disgusto.

—Sí —dijo Angua en tono enérgico, tirando otro vestido sobre la cama—. Y luego lo superará.

—Hrolf Muerdemuslos me ha pedido salir —dijo Jovielle con timidez, mirando al suelo—. ¡Y estoy casi segura de que es macho!

—Me alegro de oírlo. Jovielle se puso de pie.

—Te acompaño hasta la Casa de Guardia. Tengo que empezar mi turno.

Estaban a mitad de la calle Olmo cuando vieron a Zanahoria, cuyos hombros y cabeza sobresalían por encima de la multitud.

—Parece que estaba yendo a verte —dijo Jovielle—. Esto, ¿quieres que me vaya?

—Demasiado tarde.

—¡Ah, buenos días, señorita cabo Culopequeño! —dijo Zanahoria alegremente—. Hola, Angua. Solamente venía a verte, pero primero he tenido que escribir mi carta a casa, claro.

Se sacó el casco y se alisó el pelo hacia atrás.

—Esto… —empezó a decir.

—Sé lo que me vas a preguntar —dijo Angua.

—¿Ah, sí?

—Sé que has estado pensando en ello. Sabías que me estaba planteando qué hacer.

—Era obvio, ¿no?

—Y la respuesta es que no. Ojalá pudiera ser que sí.

Zanahoria pareció asombrado.

—Nunca se me ocurrió que dirías que no —dijo—. O sea, ¿por qué ibas a no querer?

—Por los dioses, me dejas pasmada —dijo ella—. En serio.

—Pensé que era algo que te apetecería hacer —dijo Zanahoria. Suspiró—. Oh, bueno. No tiene importancia.

Angua sintió que le barrían una pierna del suelo.

—¿Que no tiene importancia?

—O sea, sí, habría estado bien, pero tampoco es algo que me quite el sueño.

—¿Ah, no?

—Bueno, no. Es obvio. Quieres hacer otras cosas. Está bien. Pensé que te podría apetecer. Ya lo haré yo solo.

—¿Qué? ¿Cómo vas a…? —Angua se detuvo—. ¿De qué estás hablando, Zanahoria?

—Del Museo del Pan de los Enanos. Le he prometido a la hermana del señor Hopkinson que lo limpiaría. Ya sabes, que ordenaría las cosas. No tiene muy buena salud y he pensado que igual le da un poco de dinero. Solamente entre tú y yo, hay varias piezas de su colección que podrían estar mejor presentadas, pero me temo que el señor Hopkinson ya tenía unos hábitos muy asentados. Estoy seguro de que en la ciudad hay muchos enanos que irían en manada si se enteraran de que existe, y por supuesto, hay muchos jóvenes a los que les convendría aprender más de su magnífico patrimonio. Quitar el polvo y dar una buena capa de pintura podrían cambiar bastante las cosas, estoy seguro, sobre todo en las hogazas más antiguas. No me importa dedicarle unos cuantos días libres. Simplemente pensé que te podía animar, pero entiendo que no a todo el mundo le interese tanto el pan.

Angua se lo quedó mirando. Era aquella mirada que Zanahoria atraía tan a menudo. Que escrutaba cada rasgo de su cara en busca de la más pequeña pista de que estaba haciendo alguna clase de broma. Alguna broma larga y profunda a expensas de todo el mundo. Hasta el último nervio de su cuerpo sabía que tenía que estar bromeando, pero no había ni un indicio, ni un pequeño temblor que lo demostrara.

—Sí —dijo ella en tono débil, sin dejar de examinarle la cara—, supongo que podría ser una pequeña mina de oro.

—Hoy en día los museos tienen que ser mucho más interesantes. ¿Y sabes? Hay toda una remesa de tostadas de guerrilla que todavía están por catalogar —dijo Zanahoria—. Y algunos ejemplos primitivos de roscas defensivas.

—Caray —dijo Angua—. Eh, ¿por qué no pintamos un letrero enorme que diga algo como: «La Experiencia del Pan de los Enanos»?

—Probablemente no funcionaría con los enanos —dijo Zanahoria, impermeable al sarcasmo—. Las experiencias con el pan de los enanos suelen ser cortas. ¡Pero ya veo que te está estimulando la imaginación!

«Voy a tener que irme —pensó Angua mientras bajaban paseando por la calle—. Tarde o temprano se dará cuenta de que lo nuestro no puede funcionar. Los hombres lobo y los humanos… ambos tenemos demasiado que perder. Tarde o temprano tendré que dejarle».

Pero, tomando los días de uno en uno, que sea mañana.

—¿Te devuelvo los vestidos? —dijo Jovielle, detrás de ella.

—Tal vez uno o dos —respondió Angua.