El carromato no tardaría en hacer su entrada en Trento. La ciudad seguía sus latidos cotidianos.
—¡Parece que todo sigue igual! —exclamó Angiolo.
—Sí, amigo. Ya tenía deseos de volver, pero mi felicidad infinita está en haber vuelto a ver a mis padres vivos —dijo Bruno. «Y en conocer a Margarethe», pensó.
—También para mí ha sido un viaje lleno de vivencias y aprendizajes, con agradables sorpresas que no olvidaré jamás —comentó Angiolo.
Momentos después, el carromato alcanzó la explanada que se abría frente a la monumental fachada del Castello del Buonconsiglio y se detuvo ante la puerta principal. Mauro sujetó con fuerza las riendas; los caballos estaban agotados. Tras descender a tierra, Bruno y Angiolo se despidieron de él con un fuerte abrazo. Seguidamente, cuando ya estuvieron solos, Bruno se dirigió a su amigo.
—Querido Angiolo, es posible que, en pocos días, y una vez realizados los encuentros que me restan en Trento, parta sin demora hacia Alemania. Esta tarde me despediré de los Dossi, y mañana procuraré hacerlo de nuestro amado cardenal. La verdad, no sé si encontraré las palabras para ello. Por lo tanto, no quiero que sientas que es una despedida, sino un hasta pronto. Te prometo, una vez más, que volveré a esta maravillosa ciudad en cuanto me sea posible, después de haber concretado mi traslado a Sajonia, y convertido en esposo de Margarethe.
Bruno y Angiolo se fundieron en un fraternal abrazo, mientras un par de sirvientes del palacio del Buonconsiglio aguardaban, a prudente distancia, para recoger el equipaje del viaje que estaba en el suelo. Luego, tras la despedida, y mirando con sumo afecto a su amigo, que descendía calle abajo para ir a su casa, Bruno se dirigió a aquellos sirvientes para preguntarles:
—¿Se encuentra en palacio el cardenal?
—¡Sí! Su eminencia regresó ayer tarde de viaje desde Venecia, pero no se le puede molestar.
—¡No iba a hacerlo! Decidle, por favor, que Bruno Baschenis ya ha vuelto, y que me gustaría mucho que su eminencia pudiese recibirme en audiencia mañana.
—Así lo haremos, señor.
Bruno se dirigió entonces a la residencia de los Dossi, que se hallaba en el Palazzo Cazuffi, en el centro urbano de la ciudad, en dirección a la Piazza del Duomo.
La despedida de los Dossi no fue fácil para Bruno; aquella familia le había acogido como un miembro más de los suyos, y no esperaban en absoluto la decisión tomada por el artista, desde lo más profundo de su corazón, lo que provocó algún sollozo y lamentaciones. Después, estando ya reposando en su aposento, Bruno recibió una llamada en su puerta.
—¡Señor! Acabamos de recibir un mensaje a su nombre.
—Muchas gracias. Ahora salgo —repuso.
Bruno se cubrió con la bata y no tardó en abrir la puerta.
—¡Tenga! Es urgente, señor, viene del Castello del Buonconsiglio.
—Gracias.
Bruno cogió aquel sobre, lacrado con el sello del cardenal, cuyo contenido no tardó en leer para sí:
Hijo mío. Te recibiré mañana, tal como deseabas, tras el toque del Angelus.
Pax Christus.
Cristoforo Madruzzo
Una gran emoción recorrió el cuerpo de Bruno al leer aquella corta misiva, y, lleno de felicidad, siguió preparando sus pertenencias, para tenerlas a punto en el momento de marcharse.
Bruno madrugó la mañana siguiente. Realmente, no pudo conciliar el sueño, con tantos pensamientos que se agolpaban en su mente, mientras su corazón saltaba como un galgo persiguiendo a una liebre. Se vistió con su mejor traje, y tras tomar un desayuno reparador, salió a la calle y recorrió la distancia que separaba el palazzo donde residía con el Castello del Buonconsiglio. Al llegar a la entrada, avisó al soldado de guardia anunciando su llegada.
—¡Señor! Os estábamos aguardando. Su eminencia nos ha encargado que os llevemos a la sala de la Loggia del Romanino, que se encuentra en Il Castelvecchio. La reunión tendrá lugar en el Magno Palazzo Clesiano —informó aquel soldado de la guardia.
—Gracias —respondió—. Conozco bien el lugar.
Bruno, tras recorrer a paso rápido los diferentes salones del Castello del Buonconsiglio, permaneció impaciente aguardando en el lugar elegido por Madruzzo la llegada de este. El cardenal hizo su entrada en el salón instantes después de oírse, en la lejanía, el repique del Angelus de las campanas de la iglesia de Santa Maria Maggiore. Y los dos a solas se encontraron.
—Querido Bruno, tenía deseos de volver a verte —se sinceró el cardenal, mientras extendía amablemente su mano izquierda, para ser besada.
—Yo también, eminencia —repuso tras besar cortésmente su mano—. Este viaje ha traído consigo muchas novedades y un aprendizaje intensivo, en todos los aspectos, y también unos cambios importantes en mi vida. Pero, antes de todo, os quedo infinitamente agradecido por la ayuda económica que, cada mes, estáis dando a mis padres en Pinzolo.
—Bien, no hacía falta. Tus padres se lo merecen, por la inestimable labor que, a nivel artístico, han desarrollado por nuestra cultura, realizando esos magníficos frescos que decoran los muros de algunas de las iglesias de Val Rendena y que han enriquecido el patrimonio artístico de nuestro principado.
—Sí, eminencia, también he tenido oportunidad de ver cómo vienen personas de distintos lugares para admirar los frescos realizados por mi progenitor. ¿Pero por qué no me dijo que ellos estaban vivos? Como sabéis, pensaba que habían fallecido hacía tiempo.
—No he querido decirte nada, por dos motivos: primero, para que no te sintieras en deuda conmigo por la ayuda que, desde Trento, se les está haciendo llegar mensualmente a tus padres; y después, para que tuvieses la dicha de verles vivos. Esta, y no otra, ha sido la excusa para enviarte en viaje de exploración por la tierra que te vio nacer —expuso el cardenal.
—Le quedo eternamente agradecido en nombre de toda mi familia, eminencia. Pero además de las informaciones que os he hecho llegar a través de palomas mensajeras, tengo otras cuestiones que me gustaría comentarle.
—De todo cuanto quieres decirme, ya me contarás —le cortó el cardenal—. Antes quiero explicarte algunos hechos que se han producido tras nuestra despedida en Stenico, y que pocas personas conocen.
El rostro de Bruno no pudo evitar un desasosiego, fruto de una gran preocupación.
—Eminencia, ¿se trata de algo grave? —preguntó de inmediato.
—¡Sí!, pero gracias al Altísimo ya está todo arreglado, amigo Bruno.
—Vuestras palabras me llenan de felicidad, eminencia.
—Mi hermano atentó contra mi vida, regresando a Trento, pero ya está recluido en Pèrgine, y no tardará en ser conducido a galeras en el puerto de la Serenísima. Y los señores de Lodron, que secundaron las maniobras de Eriprando, se hallan apresados, gracias a la valiente acción del capitán Domenico Tonelli —informó Madruzzo.
—Sí, tuve ocasión de saludarle en Carisolo, hace unos días. Me pareció un buen militar y una gran persona.
—Ayer tarde me reuní con él, y lo he nombrado comandante. Pero ha tenido que salir rápidamente esta misma mañana hacia las fronteras del norte, porque las tropas del conde del Tirol no cesan de hostigar a nuestros pueblos y gentes —dijo el cardenal.
Volvieron a oírse las campanas de la iglesia, como un eco celestial que recorrió los rincones de aquella estancia del palacio del Buonconsiglio, y el cardenal, con mirada pletórica de júbilo, exclamó:
—Parece que fue ayer cuando durante muchas ocasiones y también interrupciones se llevaron a cabo las sesiones del concilio.
—Eminencia, ¿pero para qué ha servido nuestro concilio? —preguntó con cautela Bruno.
—A pesar de los grandes poderes que intentaron destrozar la esencia del concilio celebrado en nuestra ciudad, este ha significado el asentamiento de nuestros valores cristianos ante las teorías de la Reforma, y también ante las injerencias nada positivas para nuestra fe de la misma Iglesia —afirmó Madruzzo—. Primero, con la inutilidad de León X, quien cuando accedió al trono de San Pedro en 1513 heredó el tesoro amasado por su antecesor Julio II, pero que, al fallecer, en 1521, a la corta edad de cuarenta y seis años, víctima de unas fiebres palúdicas con septicemia, dejó al papado al borde de la quiebra. León X era insaciable de placeres, todo lo despilfarró. Su corte se componía de seiscientas ochenta y tres personas…
—Sí, eminencia —le cortó Bruno—. Estoy del todo de acuerdo con vos. Además, conocía muy bien la vida de ese pontífice, el más funesto que hasta entonces hubo dado la Iglesia. León X no tuvo reparos en entregar títulos y coronas a familiares y amigos; convirtió al Vaticano en un burdel de lujo.
—Sí, Bruno. Pero, años después —continuó el cardenal—, en 1555, hubo otro Papa de la misma calaña que León X. Me refiero a Paulo IV, quien en sus cuatro años de pontificado no dudó en perseguir a mujeres, judíos y moriscos, a través de los esbirros del Santo Oficio, condenándoles a la hoguera, sin piedad. Incluso agotó las arcas del Vaticano para crear nuevos y terroríficos instrumentos para producir el más terrible dolor, y los entregó a la Inquisición.
—Sí, eminencia. Recuerdo una frase de ese malévolo pontífice que decía: «Si mi propio padre fuera convicto de herejía, yo mismo cogería con mis manos la leña para su hoguera».
—En efecto. Veo que conoces muy bien algunos momentos de nuestra historia. Pero quiero explicarte algo. —Unas miradas de complicidad se cruzaron entre ambos; luego, el cardenal prosiguió—: La Iglesia no son solo estos pontífices funestos y sus curias. Nuestra fe en Cristo debe estar por encima de estos seres, que poco o ningún beneficio han dado para avanzar hacia el camino de la oración, el diálogo y el respeto entre las personas… —Se produjo un nuevo silencio en aquella sala, que recibía por las plomizas ventanas góticas los rayos de una jornada ya invernal, como lo evidenciaban las nevadas cumbres de las montañas que protegían a la ciudad de Trento de los fríos vientos del norte. Seguidamente, Madruzzo prosiguió—: Todo ello, de forma muy especial, ha sido la causa de la decisión de marcharme a Roma, como ya te adelanté en Stenico, para estar más cerca de nuestra Iglesia, porque en el seno del Vaticano considero que es necesario hacer algunos cambios, y desde Trento no me es posible.
—Trento y nuestro principado os echarán mucho de menos, eminencia. Pero yo también quiero decirle a vos algo en acto de confesión —comentó tímidamente Bruno.
Los ojos del cardenal se agudizaron de pronto al oír aquellas palabras.
—Hablad, pues. Venid y arrodillaos —le dijo de inmediato a Bruno mientras este besaba la cruz de la estola de color púrpura y se la colocaba alrededor del cuello—. Te escucho, hijo mío, abre tu corazón a Dios y arrepiéntete de tus pecados.
Bruno extrajo entonces de una bolsa la Biblia de Lutero que Margarethe le había entregado como obsequio antes de marcharse.
—Eminencia, he pecado leyendo esta obra prohibida.
—Conozco bien ese libro, y también valoro a su autor. Lutero no era mala persona. El problema realmente hay que buscarlo en nosotros mismos, es decir, en las debilidades de nuestros pastores, de nuestros máximos dignatarios de la Iglesia católica. Como ya he dicho antes, León X no estuvo a la altura de las circunstancias; su nepotismo hizo que velase más por los intereses de su familia, los Médicis, de Florencia, que no por sus hijos, de la Iglesia católica. Personalmente no puedo condenarte, porque considero que no debería haber ningún libro prohibido, cada persona debería tener libre acceso al conocimiento, sea cual sea el camino tomado, siempre y cuando no perjudique o atente contra la integridad del prójimo. Además, la verdad nos hace libres…
—Entonces, eminencia, ¿el Papa no debería considerarse infalible?
—En ningún lugar de la Biblia, ni en ninguna escritura sagrada, aparece esa definición. Jesús no otorgó este término a los sucesores de Pedro. Por lo tanto, el pontífice es un ser humano que tiene virtudes y también defectos —respondió quedamente el cardenal.
—Eminencia, ¡vos deberíais ser el pontífice de la Iglesia católica! —exclamó Bruno, mirando con todo respeto y afecto al cardenal y amigo—. No creo que haya muchos cardenales en toda la cristiandad que os superen en cualidades y valores.
Madruzzo sonrió levemente al recibir aquellas palabras de Bruno, al tiempo que le daba un golpe de afecto en el hombro. Después añadió:
—Y volviendo a nuestro concilio, quiero recordarte que me siento muy feliz de haber contribuido a nuestra Iglesia con este sínodo. En él se establecieron definiciones dogmáticas y decisiones que, en diferentes aspectos, van a mejorar en lo sucesivo nuestra fe en Cristo, entre las que quiero destacar lo relacionado con la Sagrada Escritura y la tradición sobre la justificación, los sacramentos, la eucaristía, la misa, el sacerdocio, la fundación de seminarios, sobre el matrimonio… —Después de ingerir un sorbo de agua en una jarra que tenía sobre la mesa, el cardenal prosiguió—: Quiero decirte, hijo mío, que, hasta Trento, ningún concilio había llevado a cabo una obra ecuménica tan importante. En sus largas sesiones se abordaron numerosos puntos dogmáticos que nunca antes se habían definido explícitamente, lo que trajo consigo una serie de reformas en todos los terrenos de la pastoral. Recuerda que muchos de los textos conciliares fueron el fruto de una larga y ardua reflexión, como los que tratan de la justificación, de la colaboración de Dios y el hombre en su destino final, es decir, en la salvación de su alma. Entre las decisiones pastorales, la de la fundación de seminarios, que te acabo de citar, no me cabe la menor duda de que tendrá unas grandes consecuencias para el futuro de nuestra Iglesia.
—Entiendo, eminencia, pero también este viaje me ha servido para conocer de cerca algunas cuestiones que deberían de tenerse más en cuenta en relación con el culto.
—¿A qué os referís? —se interesó de inmediato Madruzzo.
—Los responsables de las iglesias de los pueblos, pastores de la fe, deberían dar ejemplo a la feligresía, transmitiendo amor, respeto y comprensión a todos —expuso quedamente Bruno.
—¡Por supuesto! —confirmó el cardenal.
—Pues bien, eminencia, en Pinzolo, el pueblo donde viven Simone y Carla, mis padres, el párroco no lleva un comportamiento que pudiéramos calificar de… ejemplar. Es una persona viciosa con el sexo, ha concebido varios hijos con una mujer del pueblo y abusa de un joven, que es monaguillo, como he podido advertir casualmente. Y se queja de que esté perdiendo feligreses…
—Querido Bruno, haces bien en comunicármelo. He ido recibiendo todos tus mensajes, y he de confesarte que solo por esta información que me das considero que tu viaje ha valido la pena —exclamó indignado el cardenal—. Para mí, incluso por encima de las guerras y los enfrentamientos entre territorios, lo más importante es la felicidad de mis súbditos y que la doctrina de la Santa Madre Iglesia sea dada por personas de bien y no por miserables que se esconden detrás de unos hábitos o de una sotana para enriquecerse o gozar de placeres terrenales. Ordenaré de inmediato que traigan preso a ese infame del diablo, para ser recluido en la cárcel eclesiástica del Buonconsiglio, donde permanecerá a pan y agua lo que le reste de vida.
—Gracias, eminencia. La mayoría de los habitantes de Pinzolo le estarán muy agradecidos. —Se produjo una pausa, antes de que Bruno se decidiera a volver a tomar la palabra y dijera, con voz quebrada—: Eminencia, y ahora he de confesaros lo más difícil para mí.
—Dilo sin reparos —espetó el cardenal, con mirada inquieta.
—Eminencia, me he enamorado, y he decidido marcharme en busca de mi amada. Es alemana y reside en Sajonia… Se trata de Margarethe, la única hija viva del reformador Martín Lutero, a la que he conocido en este viaje, y mi corazón late con la mayor fuerza nada más nombrarla.
El rosto del cardenal se endureció brevemente, pero no tardó en reponerse.
—Contra los designios del corazón poco puede hacerse, por mucha autoridad que yo ostente. «Tenemos que vivir, y no solo existir», decía Plutarco. Te deseo la mayor felicidad, y piensa que siempre tendrás en mí no solo un confesor, sino también un amigo. Lamento perder un hijo para la fe católica —exclamó Cristoforo Madruzzo con cierta resignación, mientras extendía su mano derecha, con la que trazó la señal de la cruz, que fue besada con todo respeto por Bruno, y pronunció la absolución—: In nomine patris et filli et spiritus sancti. Ego absolvo pecatis tuis.
Luego, el cardenal, aproximándose al joven, se despidió de él, informalmente, dándole un fuerte abrazo. Y Bruno no pudo evitar derramar algunas lágrimas de tristeza, consciente de que ya no iba a poder ver más al cardenal, a quien apreciaba y respetaba por encima de todo. Después, momentos antes de salir de aquella estancia, Bruno, mirando a los ojos del cardenal con el mayor afecto, le dijo:
—Eminencia, os deseo un feliz viaje a Roma y que vuestra estancia en la Ciudad Eterna tenga los mayores beneficios para la Iglesia católica. Yo, en la distancia, y aunque desde otro evangelio, no dudéis que seguiré de cerca las noticias que me lleguen desde Roma, respetaré siempre la unidad de los fieles y nunca criticaré a la Iglesia romana.
—Gracias, Bruno. También te deseo a ti un buen viaje a Alemania, y espero que seas muy feliz en compañía de tu amada futura esposa. Y respecto a tus padres, ya he ordenado que sigan recibiendo cada mes la cantidad acordada de por vida —manifestó el cardenal, y tampoco pudo evitar que la tristeza se manifestara en su rostro.